martes, 2 de julio de 2019

GUERRA EN LAS ALTAS CUMBRES (2a. Parte)


Asegurados los montes Longdon, Harriet y Dos Hermanas, la 3ª Brigada de Comandos debía esperar que su par, la 5ª Brigada de Infantería, capturase los montes Tumbledown, Williams y Wireless Ridge para acometer juntas el asalto a Puerto Argentino.  
La batalla de Tumbledown
Mientras las tropas combatían en Dos Hermanas y Harriet, el brigadier Thompson organizaba el ataque a Wireless Ridge, paso previo al lanzamiento de su propia unidad desde el sector noroeste del monte Tumbledown hacia Sapper Hill y las primeras posiciones enemigas, en los suburbios de Puerto Argentino.
La 5ª Brigada esperaba iniciar el ataque entre el 12 y 13 de junio, lo que fue comunicado a Thompson la mañana de aquel primer día pero horas más tarde, Moore y Wilson convinieron aplazarlo porque no disponían del tiempo suficiente para planificarlo y ponerlo en marcha. Concedido el plazo, la operación sobre Wireless Ridge fue suspendida, decisión que desconcertó un tanto al comandante de la 3ª Brigada.
Tumbledown y Williams estaban ocupados por la Compañía N del Batallón de Infantería de Marina 5, compuesta por secciones de tiradores, morteros de 60 y 81 mm, ametralladoras pesadas de 12,7 mm y cañones antitanque de 105 mm, todo ello reforzado por una sección de ingenieros anfibios, una compañía del Regimiento de Infantería 3 y la Compañía B del Regimiento de Infantería 6, estas últimas apostadas en el sector norte del dispositivo defensivo. La Compañía M del BIM5, por su parte, se hallaba acantonada en Sapper Hill y allí aguardaba aferrada a sus posiciones.
El BIM5 tenía su asiento de paz en Río Grande, Tierra del Fuego. Se trataba de una de las unidades más poderosas y aguerridas de las fuerzas de defensa argentinas y su comandante, el capitán de fragata Carlos Hugo Robacio, era uno de los oficiales mejor calificados por el alto mando. 

En verdad, había sido un acierto enviar a esa gente a Malvinas porque se trataba de hombres duros, capacitados, perfectamente entrenados y habituados a climas rigurosos. Sin embargo, abundaban conscriptos entre sus filas, quienes pese a su juventud y falta de entrenamiento profesional, dejarían en alto la reputación de la unidad.
El 13 de junio amaneció despejado y casi primaveral. Los helicópteros iban y venían transportando armamento y las tropas efectuaban ejercicios de adiestramiento.
Por la tarde las secciones “Chispa” y “Nene” de la Fuerza Aérea Argentina atacaron el cuartel general del alto mando británico y a punto estuvieron de matar a Julian Thompson y a Jeremy Moore junto con toda su plana mayor, razón por la cual, el estado mayor británico decidió acelerar la arremetida.
El asalto a las elevaciones próximas a Puerto Argentino se planificó para el 14 de junio y se desarrollaría en cuatro fases: en la primera, las líneas británicas se adelantarían desde la edificación ESRO hasta la antigua pista de caballos ubicada en las afueras de la capital; en la segunda, el Comando 45 haría lo propio sobre Tumbledown y Sapper Hill; en la tercera el Comando 42 aseguraría posiciones inmediatas a Puerto Argentino pasando por delante de Sapper Hill y en la cuarta, los guardias galeses se adelantarían al Comando 42 para atacar los enclaves al sudeste de la capital, cortando el camino al aeropuerto. Mientras tanto, los helicópteros trasladarían las piezas de 105 mm y sus municiones a las posiciones asignadas a la artillería. Los ingleses intentaban evitar la lucha en las calles de la ciudad e iban a extremar todas las medidas para que eso no sucediera.
El plan sería modificado algo más tarde porque el Cuartel General creía que un sector al noroeste del monte Longdon estaba en sus manos, sin embargo, la realidad era otra. El enclave seguía en poder de los argentinos cuyas defensas en Wireless Ridge, además, no habían sido bien evaluadas.
El nuevo desplazamiento estaría precedido por un intenso bombardeo de ablandamiento. Durante la primera fase, la Compañía D del Comando 45 capturaría el área ubicada al noreste del monte Longdon, llamada por los ingleses “Diamante en Bruto”; la segunda vería a las compañías A y B atacar el anillo de Contorno 250, bautizado “Pastel de Manzana”; en la tercera, la Compañía D tomaría por asalto Wireless Ridge desde el oeste, contando con apoyo de fuego de las compañías A y B y en la cuarta, la Compañía C y patrullas del Para 2 harían lo propio sobre el Contorno 100.
La artillería cubriría los desplazamientos con dos baterías de 105 mm, los morteros del Para 2 y el Para 3 y la 3ª Sección del Blue & Royals, además de fuego naval y las secciones de Milan y ametralladoras pesadas.
Las acciones comenzaron a las 21.15 del 13 de junio cuando la artillería abrió fuego sobre Wireless Ridge, apoyada por los blindados Scorpions y Scimitar de los Blues & Royals y un pelotón de ametralladoras.
Mientras la Compañía D iniciaba el avance, los centinelas argentinos del BIM5 apostados cada 200 metros a lo largo de una línea de 50 metros de ancho (Sección 4), comenzaron a recibir los primeros impactos, en especial, en el sector ocupado por los morteros de 60 mm posicionados en la cresta del monte Tumbledown, a 650 metros de la retaguardia.
Uno de esos proyectiles cortó las líneas telefónicas y dejó incomunicados a los componentes de avanzada, cosa que preocupó en extremo al valeroso teniente de corbeta Carlos Daniel Vázquez, asignado al batallón naval, pues no quería perder contacto con el teniente de corbeta Héctor Omar Miño, situado 150 metros detrás suyo.
Cuando la Compañía D del Comando 45 se reorganizaba, comenzó a caer sobre ella el implacable fuego de los cañones SOFMA de 155 milímetros, obligando a su comandante a desplazarse velozmente unos 300 metros al costado, donde creían quedar a cubierto. Poco después, la Compañía A al mando de Dair Farrar-Hockley inició la marcha por la izquierda en tanto la B, dirigida por John Crossland, hacía lo propio por la derecha. Por entonces, el fuego de 155 mmse fue convirtiendo en un serio problema para los británicos.
El jefe del batallón, teniente coronel David Chaundler, decidió adelantar la Compañía C para asaltar el anillo del Contorno 100, sobre el flanco izquierdo de la unidad y grande fue su alivio al llegar al lugar y encontrarlo evacuado. Los argentinos se habían retirado tan presurosamente que dejaron algunas de sus radios encendidas.
La Compañía D se encaminó hacia su línea de partida mientras las secciones Milan y las ametralladoras apoyaban a sus pares A y B en su avance al Contorno 250, para reforzar a la C. Y al contrario de lo ocurrido en el Contorno 100, se toparon con una resistencia considerable donde, según Thompson, los combatientes de ambas partes calaron bayonetas y se trabaron en feroz lucha cuerpo a cuerpo.
En esos momentos, la Guardia Escocesa, de la que formaba parte el soldado Robert  Lawrence, era trasladada en helicóptero a Goat Ridge, donde solamente un valle los separaba de Tumbledown.
En cuanto los escoceses echaron pie a tierra, comenzaron a cavar sus trincheras y en esas estaban cuando cayó sobre ellos un fuego de artillería sumamente feroz. Lo que no podían entender era como los argentinos, carentes de puestos de observación para reglar sus disparos, podían ser tan precisos a la hora de batir la posición. Al parecer, se orientaban siguiendo los informes de bajas captados por las radios y eso les daba una idea de donde concentrar el fuego.
Según palabras de Robert Lawrence, autor del libro Tumbledown, después de la batalla, de haberse seguido el plan original, (atacar en horas del día), los argentinos hubiesen barrido a toda la brigada.
Una granada cayó muy cerca de la trinchera que ocupaban el sargento McGeorge y el cabo Campbell, de la misma compañía de Lawrence, alcanzando los correajes del segundo. Al tiempo que estos se incendiaban, una esquirla se incrustó en el trasero del primero provocando una situación tragicómica.
Los escoceses se arrastraron colina arriba durante toda la noche, soportando el fuego enemigo en tanto observaban con sus binoculares en dirección a Tumbledown y las posiciones argentinas que debían atacar. Había mucho nerviosismo entre ellos pero la moral era alta.
Mientras los británicos se adelantaban, un conscripto de la sección del teniente Vázquez intentó reparar el cable cortado de la línea telefónica pero no lo logró. El fuego enemigo era demasiado intenso en ese sector y poco pudo hacer el soldado al respecto.
Vázquez llamó al cabo segundo Amílcar Tejada, ubicado 100 metros a la derecha de su posición y le ordenó buscar alguna solución y mientras lo hacía, la artillería británica comenzó a batir el área. Eso no fue impedimento para que Tejada saliese corriendo rumbo a la posición del subteniente Oscar Silva y verificase el estado del cable, comprobando al llegar que era imposible repararlo.
Eludiendo los disparos de cañón regresó presurosamente hasta donde se encontraba Vázquez, y después de informarle la novedad, volvió a su puesto.
El cañoneo británico se prolongó hasta las 23.10, hora en que Vázquez se situó sobre el borde de su trinchera para tener una visión más amplia de los acontecimientos. Necesitaba impartir las órdenes necesarias y para ello las hizo correr a viva voz, a través del suboficial Fochesatto.
En pleno duelo de artillería, fue herido el conscripto Khin. Al verlo caer, Vázquez corrió para socorrerlo. Ni bien llegó, se encontró con el soldado de pie, fuera de su trinchera, peligrosamente expuesto, tomándose el estómago con ambas manos. El pobre muchacho se estaba desangrando y con la mirada perdida, caminaba tambaleante y sin rumbo, ajeno a la batalla.
Vázquez se arrojó con fuerza sobre él, aferrándolo de su cintura, como si le estuviera haciendo un tackle.

-¡¡¿Estás loco, Khin, parado ahí afuera?!!- le gritó mientras ambos caían dentro del pozo.

El conscripto gritaba por el dolor, confundiendo sus alaridos con los estallidos que producía el duelo de artillería. Una esquirla le había abierto el costado derecho de su abdomen y por allí perdía abundante sangre. Para peor, era imposible evacuarlo.
En ese momento llegó a la carrera un soldado, con la evidente intención de ayudar. Por entonces, las trazadoras y las explosiones dominaban el sector evidenciando la proximidad de las tropas enemigas.
Vázquez se asomó para ver que ocurría y con espanto vio a los escoceses a menos de cinco metros. Para peor Khin seguía gritando y de ese modo ponía en peligro a sus compañeros.

-¡¡Callate gringo, que nos cocinan!! – le dijo tapándole la boca.

El buen oficial dejó al herido en compañía de dos soldados y corrió de regreso a su trinchera porque era inútil seguir allí.
Pistola en mano, en medio de toda esa confusión, se cruzó con algunos escoceses que a gran velocidad avanzaban en dirección opuesta (tal era el caos que imperaba en el lugar).
Al llegar a su pozo, el oficial se tiró de cabeza junto a Fochesatto y cuando se incorporó, extrajo una granada, la cual arrojó contra varios escoceses que corría hacia ellos.
A 50 metros de allí, el subteniente Silva y los cinco conscriptos a su cargo le cubría las espaldas a la Compañía Nácar mientras desde atrás hacía lo propio la sección del teniente Miño, disparando con sus fusiles FAL, lanzacohetes, granadas y ametralladoras. 


Antes de entrar en combate Robert Lawrence estaba convencido de que se iba a enfrentar a conscriptos bisoños, mal armados y poco entrenados. Además, creía que carecían de alimento y predisposición para la lucha, cosa que la prensa inglesa se había encargado de difundir. No tardaría en darse cuenta que estaba equivocado.
Según refiere en su libro, sus oponentes “…eran marinos extremadamente bien entrenados y equipados, con experiencia de combate reciente en la guerra civil argentina. Habían tenido años y años de agresión; estaban acostumbrados a ella”1.
El escocés se refería a la guerra antisubversiva que asoló el país entre 1970 y 1979, pero ignoraba que buena parte de la tropa que tenía enfrente eran conscriptos con apenas un año de instrucción. Después agrega: “En cambio, personas como yo estuvimos, pocas semanas atrás, haciendo el cambio de guardia en el Palacio de Buckingham, lo que no constituía la mejor experiencia para librar una guerra en una isla abandonada de la mano de Dios, en medio de los quintos infiernos”2. Aquí Lawrence omite toda la ayuda con la que contaban esos “soldados inexpertos”, en especial, de los Estados Unidos y la OTAN.
El plan consistía en dividir el monte en tercios. La Compañía G tomaría el primero, sobre el flanco izquierdo, su sección B el tercio central y la derecha, a la que pertenecía Lawrence, el restante.
La unidad se puso en marcha con la inquietante noticia de que sobre la base de la montaña había un puesto de ametralladoras argentino y un batallón extremadamente aguerrido.
Cubiertos por la obscuridad de la noche, los soldados atravesaron Goat Ridge con los proyectiles enemigos silbando sobre sus cabezas. Los destellos de las explosiones se podían ver antes de las detonaciones y eso obligaba al batallón a arrojarse constantemente cuerpo a tierra en busca de protección.
Mientras tanto, otra sección de escoceses montaba un ataque de distracción sobre el monte Williams, al mando del mayor Richard Bethel. Los hombres avanzaron en medio de la obscuridad hasta un sector de trincheras, sin ver a nadie.
Una inoportuna señal de radio alertó a los argentinos y uno de ellos, luego de incorporarse, accionó su FAL en automático matando al sargento instructor Daniel Wight, luego de recibir una bala en la frente. Wight era amigo de Lawrence.
El mismo argentino abatió a un sargento de los Ingenieros Reales, el cual pereció en el acto y el mismo comandante Bethel resultó gravemente herido por un segundo tirador que también le incrustó una bala en el cráneo.
Al parecer, antes de caer, alcanzó a disparar e hirió a un soldado enemigo, pero el argentino, desde el piso, le arrojó una granada que le destrozó las piernas y le cortó la chaqueta por la mitad, como si hubiese utilizado un cuchillo.
Bethel logró ser evacuado y en su retirada, quienes lo cargaban se introdujeron en un campo minado donde un par de escoceses pisaron las mortíferas cargas y perdieron sus piernas.
Lo que pretendió ser un ataque de diversión sobre el monte Williams terminó siendo un verdadero desastre.
Mientras tanto, en Tumbledown, la Compañía G no parecía encontrar al enemigo; sin embargo, cuando el flanco izquierdo inició el avance sobre el tercio central, se topó con una dura resistencia que lo obligó a detenerse.
Primero fueron descargas de fusiles en automático, inmediatamente después las ametralladoras pesadas y por último el combate cuerpo a cuerpo con bayonetas caladas.
Con gran determinación, los guardias escoceses se lanzaron al ataque pero frente suyo tenían al 5 de Infantería de Marina y esos hombres no se amilanaban con nada. Cuando los británicos llegaron a sus pozos comprendieron que aquellos los estaban esperando. Grande fue su sorpresa al ver emerger a los argentinos y trenzarse en un combate desconocido en esos tiempos.
Veamos los dichos de Hastings y Jenkins al relatar los hechos en el XVI capítulo de su libro:  

Los Guardias Escoceses podían oír a los argentinos gritar e incluso cantar mientras luchaban. Eran las mejores tropas que el general Menéndez podía poner sobre el terreno, el 5 de Infantería de Marina, fuerte de 92 hombres apoyado por morteros y diez ametralladoras. A medida que avanzaba la noche y la intensa pelea continuaba, no mostraban [los argentinos] señales de ceder y sus posiciones se mantenían firmes3.  

Palabras de autores ingleses que deberían llenar de orgullo y satisfacción a todo argentino, en especial a quienes combatieron en las laderas de Tumbledown. El capitán Robacio podía estar orgulloso de sus hombres.


A pedido del teniente Vázquez, quien se hallaba inmerso en lo más duro y candente de la batalla, los morteros de 81 mm del suboficial Elvio Cuñé, servidos por aguerridos conscriptos apostados en los contrafuertes del monte Williams, batían con precisión la vanguardia enemiga, apoyados a su vez por las piezas de 60 mm a cargo del suboficial Lucio Monzón. Estos últimos disparaban desde una difícil posición, a 500 metros detrás de la Sección 4 de la Compañía Nácar, sin ceder ni amilanarse. Eran alrededor de las 24.00 y en esos momentos, el grupo del guardiamarina De Marco, que dirigía el fuego de apoyo, se vio obligado a replegarse a un punto intermedio.
Cuñé, con su cadencia de 15 a 20 tiros por minuto y Monzón, junto a los seis soldados bajo su mando, más el fuego de la Sección 4, forzaron el repliegue de los escoceses quienes con preocupación, veían las defensas argentinas mantenerse firmes. Debieron retroceder, buscar refugio y reagruparse para después atacar.
Hubo un lapso de treinta minutos donde el fuego disminuyó un tanto su intensidad, momento aprovechado por Vázquez para solicitar refuerzos. Sin embargo, no había nadie a quien mandar. Solo se escuchaba a los combatientes argentinos elevando sus voces por encima de los disparos y las explosiones y los fuertes epítetos que les lanzaban a los británicos: “¡Viva la Argentina, carajo!”; “¡Viva la Sección 4!”; “¡¡Traigan a los yankees putos también que aquí está el 5 de Infantería de Marina!”, los cuales repitieron durante toda la batalla.
Intensificada nuevamente la lucha (02.00 del 14 de junio), el grupo del suboficial primero Julio Saturnino Castillo contenía la embestida escocesa luchando duramente en el extremo derecho de la sección. Castillo eran un hombre realmente especial, aquejado por serios problemas de familia y de salud desde bastante tiempo antes del estallido de la guerra. Santiagueño, oriundo del pueblo El Malacara, donde nació el 19 de agosto de 1943, padecía terribles convulsiones epilépticas que lo asaltaban de tanto en tanto. Pero eso no impidió su envío a Malvinas -luego de mucho insistir- y su destino a uno de los frentes más peligrosos junto a su querido batallón.
Antes de la llegada de los ingleses, ocupando su posición en primera línea, debió ser internado dos días pero siempre pidió regresar.
Codo a codo, peleaban con él el cabo segundo Amílcar Tejada, a cargo de una ametralladora pesada MAG, el joven dragoneante José Luis Galarza y el conscripto clase 62 Héctor Abel Cerles. Castillo sentía especial afecto por Galarza, con quien lo unía una entrañable amistad que databa desde los tiempos de instrucción en Río Grande, de ahí su dicho: “Este es mi pollo”, pues lo quería como a un hijo. 


El oficial Alistair Mitchell, teniente del 2º Batallón de Guardias Escoceses comentaría, tiempo después, que al iniciar el avance sobre Tumbledown no encontraron a nadie y por esa razón, los integrantes de su sección supusieron que los argentinos se habían retirado. No tardaron en percatarse del error pues casi enseguida se abatió sobre ellos un nutrido fuego de ametralladoras, armas automáticas y artillería. El mismo Mitchell y dos de sus hombres cayeron heridos al alcanzar la cima de la montaña y allí quedaron tirados mientras se desangraban. Su primer impulso fue correr hasta un grupo de rocas cercanas pero al faltarle las fuerzas, optó por arrastrarse pero un certero disparo (que a punto estuvo de matarlo) le voló el fusil de las manos, facilitando su desplazamiento.
Empapado en sangre, Mitchell notó que no podía seguir pero para su alivio, manos anónimas lo ayudaron a incorporarse y lo sacaron de allí.
En el fragor de la lucha, fue trasladado hasta un sitio cerca de la cumbre donde yacían otros heridos, muchos de ellos lamentándose de dolor. Cuando le llegó el turno, lo cargaron entre dos hombres, lo depositaron sobre una camilla y comenzaron a descender la ladera en dirección al puesto sanitario. Mientras lo hacían, vio al portador que iba delante sostener la camilla con una sola mano porque el otro brazo lo tenía muy lastimado. No tardó en comprender lo importante que era la labor de los camilleros en una guerra. Ese individuo era un verdadero héroe.
Los morteros argentinos en monte Williams4, comenzaron a batir la zona por la cual Mitchell se había movido. Las explosiones eran cada vez más cercanas y de pronto, todo pareció volar por los aires en tanto el estruendo lo dejó casi sordo.
El oficial británico sintió que caía de la camilla y golpeaba muy fuerte contra el suelo. Ni bien la humareda se disipó, se encontró tirado sobre la turba, cubierto de barro y piedras, distinguió la camilla a la distancia y a sus portadores muertos, cubiertos de sangre; lo peor, fueron los trozos de uno de ellos desparramados por los alrededores, algo verdaderamente espantoso. Mitchell comenzó a gritar al distinguir a lo lejos al guardia Finlay aunque le faltaba buena parte de su mano izquierda.
Cerca de ahí, el joven porteño Juan Carlos Diez, de la Compañía A del RI3 apoyaba el repliegue del RI6 con su ametralladora. En pleno avance enemigo, disparó varias ráfagas sobre un escocés que intentaba aproximarse a su posición y lo abatió. Para su sorpresa, el británico intentó incorporarse cosa que representaba una seria amenaza para su persona pues si lo hacía, terminaría por alcanzarlo. Ganándole de mano, sujetó el arma con fuerza, corrió hasta se encontraba tirado el sujeto y lo remató a golpes de culata, destrozándole el cráneo. Inmediatamente después, saqueó sus pertenencias en busca de alimentos y mientras revisaba su mochila, encontró una foto de su mujer y sus hijos, todos sonrientes y abrazados. Según relató años más tarde a la revista “Somos”, sintió sobre sus hombros el peso de Los Diez Mandamientos. “Dios mío, perdoname” dijo por lo bajo y se retiró del lugar. Nunca más volvería a olvidar esa escena.
Cuando su compañía recibió la orden de replegarse, Juan Carlos decidió quedarse en la posición que ocupaba. Era la madrugada del 14 de junio y sus compañeros, los sargentos Vallejos y Villegas, estaban gravemente heridos, lo mismo el soldado Benítez, a quienes no pensaba abandonar.
El primero tenía una pierna destrozada (que luego le fue amputada) a causa de un disparo; para su fortuna, una segunda bala se le incrustó en la Biblia que su madre le había regalado el día de su cumpleaños, poco antes de partir hacia el archipiélago, y eso le salvó la vida. Providencialmente la llevaba puesta en el bolsillo izquierdo de su chaqueta y eso evitó que le perforara el corazón.
El cuadro que presentaba Villegas era mucho peor; había sido alcanzado por un tiro en el estómago y la hemorragia era incontenible.

-¡Matame –le rogaba a Juan Carlos- matame, por favor, que no doy más!

La bala le tocaba el nervio ciático y eso le generaba terribles dolores, haciéndolo aullar espantosamente.
A Benítez, en cambio, se le clavó una bala en el casco y la fibra de vidrio le lastimó la cabeza.
Juan Carlos se quedó junto a ellos, esperando que alguien viniera a evacuarlos. Una hora después, cuando seguía los pasos de su regimiento en retirada, un helicóptero inglés se le vino encima y desde el aire le llovió una andanada de balas que acribilló al hombre que marchaba a su lado. A él le dieron dos en el brazo, una en la cintura y otra en el tobillo, dejándolo tirado en la turba.
Lo rescataron los propios británicos, quienes le aplicaron las primeras curaciones, lo alimentaron y unos días después, lo entregaron al buque hospital “Almirante Irizar”. La Nación Argentina le otorgaría la medalla púrpura por la sangre derramada y la del Congreso, por sus heroicas acciones.
Mientras tanto, Robert Lawrence continuaba avanzando:   

Además de decirnos que los argentinos estaban mal equipados, nos hicieron creer que estaban hambrientos. Este era otro mito. En la primera trinchera que pasé, había arrojadas latas y más latas de comida al suelo, para mantener los pies de los ocupantes fuera del agua. Y la otra cosa que estos argentinos no hacían, contrariamente a nuestras informaciones, era huir.  

Una vez más, es el enemigo quien confirma lo que realmente ocurrió en Tumbledown, corroborando las afirmaciones que gente de la envergadura de Thompson y Woodward, han hecho en cuanto al heroísmo y la bravura de los argentinos.   

Había numerosos argentinos en el puesto de ametralladoras. Usaban uniformes de estilo norteamericano: grandes parkas verdes con correajes.  

En su avance, después de varias horas de combate, los británicos comenzaron a tomar a los primeros prisioneros, casi todos heridos. Los revisaban expuestos al fuego de los francotiradores en las laderas por lo que se decidió escalar un peñasco cercanos para abatirlos desde esa posición. La maniobra fracasó porque el primero en intentarlo, el soldado Andrew Samuel Pengelly, cayó herido, alcanzado por una bala.
A efectos de no quedar expuestos, Lawrence, el cabo Rennie y el sargento McDermott corrieron hasta unas rocas y allí permanecieron inmóviles, en espera del momento propicio para lanzar una embestida.
Comenzaba a aclarar cuando los proyectiles de artillería argentinos empezaron a caer con mayor frecuencia.


La Sección 4 del BIM5 se hallaba empeñada en combate cuando los escoceses reiniciaron el avance.
El 14 de junio a las 02.30 hs de la madrugada, el grupo del suboficial Castillo, ubicado en el extremo derecho de la sección, intentaba contener la segunda acometida enemiga (como se recordará, la primera había sido rechazada), luchando con denuedo y desesperación.
Muy cerca de Castillo se encontraban el cabo segundo Amílcar Tejada, el conscripto “dragoneante” José Luis Galarza y el conscripto Cerles. De manera repentina, tres soldados escoceses salieron corriendo detrás de un montículo rocoso y dispararon sus armas, alcanzándolos con sus ráfagas.
Al ver esa acción, el cabo Tejada giró su ametralladora y comenzó  a tirar, abatiendo a los tres pero al ver a Galarza caído, dejó a un lado su fusil y se inclinó sobre él, zamarreándolo con fuerza.

-¡Galarza, despertate! –  le gritó - ¡¡Despertate, te digo!! –

Pero no hubo caso; “su pollo” había muerto, lo mismo el soldado Cerles. Entonces, presa de una furia incontenible, el suboficial volvió a recoger su arma e impulsado por esos sentimientos dejó el pozo a la carrera, aullando como poseído mientas disparaba frenéticamente.

-¡¡Ingleses hijos de mil putas; los voy a matar a todos, carajo!!

Tejada, accionaba su MAG concentrado en la batalla, cuando vio a Castillo abandonar el pozo de zorro y lanzarse a la carrera haciendo fuego. Recién se dio cuenta tarde y desesperado le gritó que regresase.

-¡¡Castillo, no sea loco; vuelva a su pozo y métase adentro que lo van a matar!!

Pero el suboficial naval no escuchaba nada. Enajenado, ametralló a otros tres ingleses, matando a uno de ellos pero recibió un disparo directo en el pecho, cayendo violentamente hacia atrás.
Quien ahora estaba furioso era Tejada quien viendo a Castillo en la turba, giró su ametralladora y barrió a los dos británicos restantes. Inmediatamente después se arrastró hasta el suboficial y al ver que estaba muerto lanzó una maldición. Una bala le entró a la altura del pecho y salió por la espalda, provocándole un orificio de 20 centímetros de diámetro.
Como no había nada que hacer, el bravo ametralladorista regresó a su posición comprobando al llegar, que era el único oficial que quedaba de su grupo.
Mientras tanto, el subteniente Silva se batía en intenso combate. En el fragor de la lucha vio a uno de sus conscriptos cae herido y sin pensarlo dos veces se deslizó hasta él con la intención de socorrerlo. Una vez a su lado lo tomó de la chaqueta, lo condujo hasta un grupo de rocas y lo recostó lo más a cubierto posible, hablándole en tono paternal.

-Quedate aquí tranquilo que te vas a poner bien.

El muchacho se sujetaba el estómago con ambas manos mientras la sangre le salía a borbotones. Silva corrió hasta un pozo cercano, donde se encontraba tirado un soldado muerto, tomó su ametralladora y disparó varias ráfagas hasta que el arma se le trabó.
Con la batalla entrando en un paroxismo demencial, vio a sus compañeros infantes de marina cayendo uno a uno, combatiendo cuerpo a cuerpo, corriendo, trabándose en lucha, rodando sobre la hierba. Recordando la imagen de su madre muerta se encomendó a Dios y creyendo cercano su fin, le solicitó al soldado Rodríguez que le alcanzase un fusil. El conscripto dejó de disparar y se volvió hacia el mirándolo con estupor pues justo en ese momento, otro proyectil le perforó el hombro. Sabiéndose rodeado, Silva alzó la voz para impartir la orden de repliegue. Sus hombres se negaron pero dada su insistencia, debieron obedecer. Cuando comenzaban a alejarse, vieron como Silva se incorporaba trabajosamente y haciendo un esfuerzo supremo intentaba disparar.
El oficial se dio cuenta que el enemigo se le venía encima y juntando fuerzas levantó su fusil y oprimió el gatillo, lanzando al mismo tiempo un estrepitoso “¡Viva la Patria!”. Cayó muerto a la vista de sus hombres, atrayendo sobre sí el fuego británico.
Cuando el teniente Vázquez se enteró de lo sucedido, lamentó haber perdido al hombre más valioso de su compañía, ideal para dirigir a los conscriptos en la batalla. El fuego de una ametralladora lo trajo de nuevo a la realidad; un escocés avanzaba decidido hacia él, accionando su arma

-¡Gasco, dispárele! - le gritó al soldado.

Pero al pobre conscripto se le  acababa de trabar la MAG y le resultaba imposible cumplir la directiva.

-¡¡Gasco, dispare de una vez!! – volvió a ordenar Vázquez mientras una lluvia de plomo se abatía sobre la posición.

Afortunadamente, el ametralladorista logró destrabar su arma y tiró, obligando al británico a suspender el fuego.
Vázquez salió del pozo y enseguida distinguió a un escocés hablando a través de la radio, a siete metros de distancia. Aprovechando la oportunidad, colocó una granada antitanque en su fusil, apuntó y disparó, matando al británico en el acto, Su cuerpo voló despedazado, esparciéndose varios metros a la redonda. En ese mismo momento, otro escocés corría hacia el foso donde se encontraba el conscripto Félix Ernesto Aguirre quien, en un primer momento, dudó si se trataba de un compañero o un efectivo enemigo. Sin embargo, al ver la determinación con la que aquel se acercaba, oprimió el gatillo y lo mató aunque no fue lo suficientemente rápido como para evitar que arrojara una granada de fósforo sobre su trinchera.
Aguirre emergió de su ubicación convertido en una antorcha viviente, se quitó la parka que llevaba puesta y se arrojó al suelo para revolcarse sobre la turba. Por fortuna, logró apagar el fuego y para su asombro, notó que tenía pocas lesiones. Dando gracias a Dios, recogió su fusil y buscó refugio en otra trinchera, desde la cual siguió disparando con determinación.
A las 03.00 Vázquez volvió a solicitar refuerzos y fuego de artillería. El primer pedido no se pudo satisfacer pero el segundo sí. Los proyectiles disparados desde monte Williams y las cercanías de Puerto Argentino, comenzaron a caer sobre el sector y los escoceses volvieron a desbandarse oportunamente porque a esa altura empezaba a escasear la munición de las ametralladoras y el batallón en general se hallaba considerablemente disminuido.


Para Robert Lawrence aquella fue una batalla a fondo, posiblemente, la más intensa de la guerra. Él venía avanzando detrás de la Compañía G mientras se preguntaba que estaría sucediendo adelante, e intentaba mantener la calma. En realidad, a todos sus compañeros les pasaba lo mismo pero en él primaron los nervios y llegó un momento en que no pudo seguir. Se detuvo temblando y se sentó sobre una roca, cerca de otros hombres que habían hecho lo mismo, algunos de ellos llorando. Allá adelante, en la primera línea, los estallidos, las trazadoras y los resplandores de la batalla evidenciaban una lucha feroz.
En ese momento apareció el sargento del pelotón quien comenzó a zamarrear y patear a los soldados, les mandó incorporarse y los obligó a seguir marchando. Según Lawrence, si aquel hombre no hubiese hecho eso, es posible que todos hubiesen muerto.
El flanco izquierdo fue detenido por un nido de ametralladoras muy bien ubicado, en el sector a ser atacado por el pelotón de la derecha (ahí fue donde cayó herido Alistair Mitchell). Se le ordenó a este último unirse al izquierdo y cuando lo hacían, Lawrence vio a un soldado escocés muerto, con su rifle clavado a su lado y su boina sobre la culata. Escena tan desgarradora encendió la ira entre la tropa y la impulsó a lanzarse al ataque.
Fue así como llegaron hasta un grupo de carpas abandonadas en las cuales encontraron visores nocturnos IWS y otros elementos. Junto a una roca, dos guardias atendían a un suboficial presa de una fuerte crisis de nervios luego de ser alcanzado por la explosión de una granada antitanque de 84 mm. El sujeto gritaba desesperadamente y algo más lejos, se podía ver el cuerpo de sargento fallecido en sus brazos.

-¡¡¡No avancen!!! –aullaba fuera de si- ¡¡Es demasiado horrendo. Mejor den un rodeo y disparen contra cualquiera que les impida volver!!

El hombre estaba en estado de shock.
Más adelante dieron con los efectivos del mayor John Kizley, justo cuando una tormenta de nieve amenazaba con desatarse sobre ellos.
Kizley informó sobre la existencia de un nido de ametralladoras al frente y juntos decidieron atacarlo por el flanco derecho.
Robert Lawrence avanzaba en la vanguardia de su pelotón, alzando cada tanto su visor nocturno infrarrojo para ver que ocurría. Pudo distinguir a los argentinos desplazándose por la parte posterior de la montaña motivo por el cual, sin pérdida de tiempo, tomó la radio y pasó la novedad a su comandante James Dalrymple, quien se encontraba con la gente del flanco izquierdo solicitando fuego sobre esas posiciones.
En el instante en que la sección de Lawrence marchaba al ataque, las ametralladoras argentinas reiniciaron el tiroteo y eso los obligó a echarse cuerpo a tierra y esperar, mientras las balas silbaban sobre sus cabezas y rebotaban por todas partes.
Lawrence confiesa con valentía haber sintió mucho miedo en ese momento, convencido de que su hora había. Desesperado por cubrirse se arrastró en dirección a unas rocas y detrás de ellas arrojó una granada, volando el puesto de ametralladoras. Casi enseguida se incorporó y le ordenó  a sus hombres que lo siguiesen.
Cuando echaban a correr, reparó en un soldado enemigo que se hallaba de boca contra el suelo y para ver si estaba vivo, le clavó la bayoneta en el brazo. El hombre saltó, haciendo un movimiento tan fuerte, que el filo se le partió. Siguiendo su instinto, el escocés lo atravesó una y otra vez mientras el argentino intentaba sacar su pistola. Viendo eso, lo hirió mortalmente en la cara, el cuello y el torso hasta dejarlo inmovilizado, algo verdaderamente espantoso. Sin ningún tipo de miramiento le apuntó directamente a la cabeza y con absoluta sangre fría le efectuó el disparo de gracia.
Con las primeras luces del día el soldado McEntaggart fue levemente herido en el brazo. En ese momento, los escoceses intentaban tomar un área argentina de abastecimiento y administración que de caer en sus manos, aseguraría toda la montaña.
En esas estaban cuando McEntaggart exclamó: 

-¡¿No es divertido, señor?!

Ni bien terminó de escuchar ese disparate, Lawrence sintió que algo impactaba en la parte posterior de su cabeza y enseguida sintió que las fuerzas lo abandonaban.  

Ocurrió segundos más tarde. Sentí un estallido en la parte posterior de la cabeza y creí haber sido embestido por un tren y no alcanzado por una bala. En realidad se trataba de una bala de alta velocidad de 3800 pies por segundo y la onda de choque y turbulencia del aire fueron las causantes de tanto daño. Esto lo supe después. En ese momento todo cuanto supe era que mis rodillas habían desaparecido y caí al suelo, totalmente paralizado.  

El dolor que sentía era indescriptible, en especial el ardor de la herida, al que intentó aplacar frotando la cabeza sobre la nieve. Trataba de disminuir la quemazón pero como era de esperar, no lo logró.
Corriendo hacia él llegó el sargento McDermott, quien procedió a quitarle cuidadosamente la boina y mantener quieta su cabeza. Perdía muchísima sangre y su estado era crítico. Inmediatamente después apareció Mark Matthewson quien sugirió aplicarle nieve en la herida. En esos momentos, Robert lloraba pensando en su familia, razón por la cual, McDermott intentó consolarlo. Pero la lucha arreciaba y para peor, empezaba a nevar.
El fuego de artillería argentino comenzó a caer sobre ellos y sus compañeros corrieron en busca de refugio a excepción del médico Oakes y dos ayudantes que con sus cuerpos intentaron cubrirlo y darle calor. Fue algo realmente notable porque el cañoneo enemigo era realmente incesante.
Lawrence fue evacuado en un helicóptero Scout y conducido al hospital británico de Fitz Roy, donde le aplicaron las primeras curaciones antes de trasladarlo al “Uganda” para una atención más exhaustiva. Quedaría paralítico de su lado izquierdo por el resto de su vida.
Mientras tanto, la lucha continuaba, con los británicos avanzando de trinchera en trinchera mientras Vázquez seguía solicitando fuego de morteros sobre sus posiciones. Prefería correr el riesgo antes que rendirse.
En vista de ello, se desplazó velozmente hacia las piezas al mando del suboficial Monzón, les quitó las patas, las colocó en posición adecuada y ordenándoles a los conscriptos que las sostuvieran con las manos, hizo fuego apuntando en vertical.
Pese a que los disparos no fueron muy precisos, logró algunos impactos aunque no los suficiente como para detener a los escoceses. Entonces estableció contacto con el capitán Robacio y le pidió que disparase sus obuses de 105 mm, también sobre sus posiciones, solicitud a la cual el jefe del batallón accedió.
El teniente artillero Oscar González era amigo de Vázquez y mientras cumplía la orden pensaba preocupado en su suerte. Por su parte, Cuñé también tiraba desde el monte Williams intentando batir las líneas enemigas con sus proyectiles de 81 mm.
Cerca de las 05.00 de la madrugada, los británicos iniciaron el tercer asalto, apoyados por fuego naval. Batieron con violencia el sector de Cuñé pero como éste se había situado en un ángulo muerto, los proyectiles no lo podían alcanzar y la acción resultó totalmente inefectiva. Sin embargo, cuando los ingleses comenzaron a tirar con las piezas de 120 mm que los argentinos habían abandonado en Dos Hermanas, la situación cambió. 
A las 04.30 las condiciones eran extremadamente críticas en los puntos ocupados por el BIM5. Por tal motivo, se le ordenó a la Sección B del RI6, reforzar sus posiciones. Media hora después, el teniente coronel Oscar Ramón Jaimet, le indicó a su oficial de operaciones, el subteniente Esteban Augusto Vilgré La Madrid, efectuar un contraataque sobre el flanco izquierdo del monte a efectos de aliviar la presión que los británicos ejercían allí.
Seguimos a continuación, el relato del valeroso Vilgré La Madrid por constituir uno de los testimonios más gráficos y mejor escritos sobre los combates terrestres. 

El mes de junio comenzó con durísimos combates que arrojaron como resultado un cerco a Puerto Argentino y una intensa lluvia de proyectiles sobre las posiciones propias, buscando quebrar el espíritu de lucha. Esto no hizo más que preparar e incrementar las medidas de seguridad, racionar el uso de los visores nocturnos “Litton” y preparar posiciones a retaguardia con munición y raciones para el caso de perder el contacto o necesitar un repliegue. Se hicieron ensayos del movimiento y se reconocieron calles entre las trampas y minas terrestres. Nada quedó librado al azar y la ansiedad en las posiciones era calmada con el rezo diario del Santo Rosario (no se suspendía bajo ningún motivo);  el deseo de medir fuerzas, “que vengan de una vez” era la frase mas escuchada por ese entonces. La noche del 11 al 12 los aprestos realizados por los británicos en el monte Kent, el adelantamiento de su artillería y  la lluvia endemoniada de proyectiles anunciaban la acción. Existía la firme convicción que esa “era la noche”.
Aproximadamente a las 20 horas (oscuro y sin visibilidad) el puesto adelantado del cabo primero Zapata envió al soldado Roldán para advertir sobre el comienzo del avance británico por parte de los paracaidistas del Para 2 y del Para 3 (que habían sido martillados todo el día por el fuego de la propia artillería reglado por los integrantes de la sección, la mas cercana al enemigo), en dirección al monte Longdon, posición del RI7. Una vez delatado el ataque por un británico que pisó una mina, los paracaidistas intentaron un desplazamiento por el valle. Allí se encontraron con las ametralladoras de la 3ª Sección que les abrieron el fuego; eso y la certeza de que se poseían armas antitanque (los soldados Uboldi, Strizzi y Gómez eran sus eficaces apuntadores) evitó el desplazamiento de sus vehículos Scimitar y Scorpion en el asalto.
Con el transcurrir de las horas la sección fue testigo de uno de los combates más heroicos de la guerra. Los paracaidistas británicos atacaron con convicción pero una y otra vez fueron rechazados. Era emocionante ver el cielo iluminado por las bengalas y las trazantes rebotando contra las rocas. La posición de ametralladora más cercana al enemigo disparaba con precisión sangrienta para hacer una pausa durante la que éste  devolvía el fuego con furia,  mas cuando creía que no habría sobrevivientes… volvía a escupir munición como si fuese una fortaleza… esos hombres si que poseían atributos… pero a pesar de ese derroche de coraje pronto el Longdon se fue acallando y el combate se hizo mas lejano.
El fuego insistente sobre las cresta del cerro Dos Hermanas indicaba que se acercaba el momento decisivo. Los hombres se prepararon para el combate en medio de los bramidos ensordecedores de las explosiones, prepararon sus armas y se acomodaron en sus posiciones  para tener buen campo de tiro. Los apuntadores de ametralladora revisaron las marcas hechas en sus afustes y leyeron por vez mil la carta de distancias, mientras los apuntadores de lanzacohetes colocaban en sus cañones los proyectiles que habían cuidado como bebés desde su llegada. Cada uno revisaba sus elementos y su misión. Era el momento esperado y –aunque con miedo- nadie se dejaría vencer; el jefe de Sección les había dicho: “la diferencia entre un héroe y un cobarde es que uno se deja vencer por el miedo y el otro no”. Comenzó el movimiento británico pero sorpresivamente cambió de dirección… ¡¡nadie venía por el frente!! Solo ráfagas esporádicas que golpeaban contra la turba y las incesantes explosiones del fuego de apoyo… ¿que pasaba? El tiempo transcurría y el combate se hacía mas cercano pero… ¡¡a retaguardia!! Se oían las voces y los gritos de furia de los soldados del Regimiento de Infantería 4 (RI4), sus ametralladoras de 12,7 mm ya se habían acallado y se recibía fuego desde la cresta del cerro, quedando así en posición de absoluta desventaja. El jefe de la fracción vecina, el subteniente Corbella, que se encontraba próximo al enemigo, envió al valeroso sargento primero Sergio Ruiz,  quien atravesó la zona batida en medio de la metralla, para alertarnos de la situación.
El subteniente [Vilgré La Madrid] ordenó dar frente hacia atrás y prepararse mientras los ingleses llegaban; en ese momento, un estafeta del comando de la compañía corrió arriesgando su vida para avisar: “replegarse a la posición de repliegue 1”; esa era la señal de abandonar la posición. Allí, disciplinadamente y en medio de los disparos, la sección se mezcló con los infantes del RI4 en repliegue y marchó al lugar de reunión, no sin antes recoger algunos heridos como el subteniente Jiménez Corbalán (que enceguecido por una explosión, clamaba por reunirse con su gente). Al llegar, fueron informados que el cerro había prácticamente caído en manos de los ingleses, el combate era tan cercano que se mezclaban los disparos propios y ajenos. Pero la Compañía B no se rendiría así nomás, tampoco se replegaría sin combatir… el plan consideraba (y así lo habían coordinado a fines de mayo el jefe de sector y el comandante del BIM 5) reforzar las posiciones de la Infantería de Marina. En el cerro nada había por hacer y Kent, Wall, Challenger y Longdon habían caído. Así, con pesar, se recogió munición de las reservas pero -para el cruce del valle- se dejaron las magníficas raciones “C/F” aligerando la carga. Las retaguardias de combate quedaron a órdenes del jefe de la 2ª Sección, el subteniente Franco y la 3ª Sección le dejó un grupo de sus mejores hombres para ello. Es difícil combatir como retaguardia y hay que tener realmente mucho espíritu de sacrificio y camaradería para hacerlo, se requiere de mucho coraje para ver a la propia tropa replegarse y quedarse..., sacrificando la vida por ellos si fuese necesario…
El enemigo comenzó sus disparos de armas automáticas y sus morteros y cohetes golpeaban con precisión milimétrica la resistencia sorpresiva en su avance. Guanes, Todde, Poltronieri y otros más disparaban empeñosamente sus armas contra los ingleses que se vieron forzados a detener el avance. Nuevamente el espectáculo del Longdon se repitió, las armas escupían fuego ruidosamente. El jefe de la 3ª Sección [subteniente Vilgré La Madrid] trataba de sacar a sus últimos soldados, cubierto por el fuego de la retaguardia, cuando se escuchó un terrible estruendo en medio de los últimos hombres que esperaban para encolumnarse. El subteniente [Vilgré La Madrid] y el soldado Di Sciulo fueron levantados por la explosión que les arrancó el casco y los dejó atontados en el suelo, pero los gritos del soldado Minutti (excelente radioperador y camarada) los sacaron de su trance: “Mi subteniente, Guanes y Todde están heridos”. Corrieron hacia allí, el segundo tenía una esquirla en su tobillo y Guanes había sufrido la amputación de sus miembros. Rápidamente fueron en su ayuda. Tode, valientemente pidió que asistan a su compañero primero, por lo que el soldado Uboldi y otro camarada lo cargaron en sus espaldas, desapareciendo bajo el fuego enemigo, en la obscuridad de la noche, hacia las posiciones suplementarias. Eso fue un claro ejemplo de camaradería y valor, realizar un cruce sin cubiertas y bajo el fuego enemigo a riesgo de la propia vida… solo el convencimiento en la causa que se sirve puede vencer el instinto de supervivencia humano y superar el temor de morir. Entretanto Guanes rápidamente comenzó a desvanecerse pese a los torniquetes y el auxilio del soldado médico Goñi quien diagnosticó que “ya nada podemos hacer”. Así el jefe de Sección y otros camaradas se quedaron con él rezando a la Virgen de Caacupé de la cual era devoto y con su fusil en la mano murió serenamente y sin dolor... (1)
Pero la situación no permitía quedarse allí, el resto de su gente también esperaba por lo que -previo dejar un jalón para que los británicos lo hallaran y enterraran- los últimos integrantes de la sección iniciaron su repliegue… el cerro Dos Hermanas había caído y como no queriéndose ir, habían dejado allí a uno de sus integrantes.
El jefe de sección y las retaguardias de combate comenzaron a cruzar el valle velozmente para reunirse con su gente. Un telón caía y uno nuevo comenzaba a descorrerse.
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El cruce fue hábilmente guiado por un hombre del BIM5; con las primeras luces, la compañía al completo se encontraba en la ladera este del cerro Tumbledown ocupando posiciones; Tode (sin una queja) y Jiménez Corbalán habían sido depositados en el puesto socorro que la Armada poseía en el cerro. Pronto un Land Rover los trasladaba para su atención…
Todo el día 12 lo pasaron protegiendo el valle que conducía a Puerto Argentino. Pese a lo duro del momento, la gente se ocultaba en los huecos de las rocas y preparaba su refugio para la noche en la que, seguramente, los británicos iniciarían la segunda fase de la operación. Ellos también necesitaban reorganizarse, los combates habían sido más duros de lo esperado y debían revisar sus planes… Eso no evitaba que siguiesen enviando sus fuegos endemoniados. A lo lejos se veía a sus helicópteros trasladando carga, y columnas de tropa desplazándose. La situación en el frente había quedado en manos de algunos integrantes del RI7; una fracción del Regimiento 3 (RI3); y más cercanos a los británicos: el BIM5 (listo para mostrar su eficiencia) y la Compañía B del Regimiento de Infantería 6.
Un hecho para destacar (aunque risueño) pinta de cuerpo entero el espíritu que animaba a la fracción: como dijimos, el cruce se hizo con el mínimo equipo necesario y la noche llegaba sin tener comida o abrigo… sería realmente dura. Los soldados Di Sciulo, Montoya y otros mas, se infiltraron nuevamente en el cerro Dos Hermanas regresando con algunas mantas y raciones que compartieron con sus camaradas (aún sabiendo que serían severamente reprendidos por su jefe de sección [subteniente Vilgré La Mdrid], quien fingiendo enojo, los retó orgulloso de los hombres que comandaba), también informaron que los británicos ya habían retirado el cuerpo de Guanes lo que trajo un cierto alivio al pensar que ya no estaría solo y abandonado.
Esa noche fue inolvidable pero la más tranquila de los últimos días. Puerto Argentino había apagado sus luces, replegado su artillería y destruido el ex cuartel de los Royal Marines; sus llamas, como fantasmas, se veían desde la distancia. Ya no se observaban vehículos ni movimientos a retaguardia… al frente, solo alguna bengala que preanunciaba los fuegos de la artillería surcaba los aires… el día había sido alegrado solo por el sonido de los cañones propios de 155 mm que hacían temblar la tierra en el Dos Hermanas y Longdon y por una fragata británica que tocada, huyó humeando su osadía mar adentro… Otro hecho digno de destacar (y que da por tierra con muchas difamaciones) fue la visita en pleno bombardeo británico del comandante de la X Brigada de Infantería Mecanizada y comandante de la Agrupación Ejército Puerto Argentino, el ya fallecido Gral. Jofré, quien saludó a la tropa y cumplió posteriormente su palabra enviando mas munición (y hasta le cedió sus guantes a un soldado que los había perdido en el repliegue). Si hubo un momento en toda la guerra para estar lejos de primera línea… ¡¡ése era el momento!!
Así  transcurrió el día, solo interrumpido por el fuego del enemigo y los disparos de armas automáticas a la distancia… pero los británicos habían comenzado la segunda fase y estaban dispuestos a completarla. Concentraron sus fuerzas en una pinza en torno a las posiciones de la infantería de marina. Poco ya les quedaba de su apreciación inicial y se jugaron a todo o nada  sin una reserva digna en caso de fracasar. Eso prueba la clase de enemigo a la cual se enfrentaban.
Los gurkas (hasta el momento inactivos) y los Scotish Guards abandonaron las posiciones de partida e iniciaron su aproximación a los Montes Tumbledown y Williams aprovechando la obscuridad y protegidos por un intenso fuego terrestre y naval que hacía temblar el cerro. El Jefe de la 3ª Sección [subteniente Vilgré La Madrid] reunió algunos de sus hombres (estaban desperdigados por toda la cresta del cerro) y los arengó para el combate final. Era claro que la noche sería larga, no obstante eso no los privó de descansar (hasta el jefe de sección se quedó dormido y hubiese sufrido el congelamiento de sus piernas si no hubiese sido por la habilidad el cabo primero Zapata, veterano de la montaña…); había que reservar fuerzas para el último aliento.
Desde las posiciones se oía el furioso combate que los infantes de marina estaban librando, las municiones trazantes y los tiros de apoyo largos silbaban sobre la sección. Pasada la medianoche, el ruido y los gritos eran intensos; el soldado Britos, estafeta del teniente primero Abella, jefe de la compañía, llegó transmitiendo la orden al jefe de la sección [subteniente Vilgré La Madrid] de presentarse en el puesto de comando. A grandes zancadas trepó hasta las posiciones. Allí esperaban: el jefe de compañía, teniente primero Abella; el jefe del sector; el encargado de la compañía y otros más. El mayor Jaimet ordenó al subteniente Vilgré La Madrid que reuniera a su fracción y la preparase para atacar; el Batallón de Infantería de Marina estaba siendo sobrepasado y era necesario aliviar la presión. Con el corazón escapando de su pecho, reunió a su gente pero su orden no llegó a todos y el tiempo urgía. Los dos últimos hombres, por la distancia en que se encontraban, nunca llegaron a enterarse (hasta el día de hoy sienten que se perdieron una parte de la guerra, y faltaron a sus camaradas... ¡¡¡como si hubiese sido su culpa!!!). El subteniente [Vilgré La Madrid] pronto extrañaría en el cerro a ese cañón de 90 mm.
Con su gente encolumnada detrás suyo marchó hacia el puesto de comando de la Compañía Nácar del BIM 5 guiado por el teniente de corbeta Aquino; dejó sus hombres ocultos en las rocas y concurrió a recibir órdenes. Al bramido del viento y la nieve se sumaba el rugido de los cañones. El suelo temblaba y gigantescas bengalas con su silbido siniestro transformaban la noche en día. El teniente de navío Villaraza comandante de la compañía, lacónico, empapó de la situación al jefe de la sección no sin antes recordarle que la Infantería de Marina no se rendiría y que esperaba que esa fuese su posición. Luego de tomarse un jugo del cajón que oficiaba las veces de escritorio, el subteniente [Vilgré La Madrid] se retiró a reunirse con sus hombres, seguido por el sonido de la radio que informaba al comandante de la compañía la situación caótica de la primera línea en todos sus frentes.
Una bengala iluminó los rostros cansados de sus soldados, sus ojos brillaban con decisión pero sus caras flacas evidenciaban el desgaste de los últimos días. Se sintió conmovido por esos hombres que lejos de intentar una excusa, se levantaban lentamente, tomaban sus armas y lo seguían. Todo era un desborde; a retaguardia, la confusión del intercambio de disparos de los integrantes del BIM 5 -algunos ya mezclados en combate cuerpo a cuerpo-; al flanco derecho las restantes secciones de la compañía envueltas en combate por el fuego y hacia el mar el combate en Monte Williams. Las ráfagas enemigas buscaban por todas partes un cuerpo para alojarse.
Cuando ordenó  “seguirme” nadie dudó. Un nudo atenazaba su pecho…  que ejemplo, que valor, que sentido del deber irradiaban sus hombres. Tomó rápidamente su fusil y siguió al teniente de corbeta Aquino, un suboficial y un soldado. En el trayecto las bengalas los iluminaban y la sección se “inmovilizaba” cómicamente para que su aproximación no fuese percibida. Una vez llegados a una altura la situación adelante se hizo confusa. Era necesario un reconocimiento previo para no caer en manos del enemigo que disparaba en su dirección y hacia la primera línea, generando un caos difícil de comprender. El jefe de sección, el suboficial de Marina y el soldado Arrúa cruzaron un pequeño valle en silencio. Pasaron por una posición donde desde una radio llamaban a un operador que tal vez ya nunca contestaría y al llegar al centro del valle el suboficial de la Armada mostró por el visor nocturno que quienes se encontraban a corta distancia no eran propia tropa… eran británicos. ¡¡Situación increíble se había generado, en medio de un valle pelado a merced del enemigo!!. Los ingleses abrieron fuego impidiendo la reunión con el resto de la sección. Arrúa y el subteniente [Vilgré La Madrid] se ocultaron detrás de una roca, aunque sería por poco tiempo. El resto de la sección, para no delatar su ubicación (desventajosa por cierto) no había contestado el fuego. Fue allí, (mas por instinto que por valor) que el subteniente [Vilgré La Madrid] tomó una granada para fusil y la disparó hacia el lugar donde se veía a quien comandaba la operación. Con la explosión se oyeron algunos cuerpos cayendo. La confusión generada les permitió reunirse con su gente. Mientras llegaban, los británicos se alertaron de un enemigo no detectado y comenzaron a disparar. El teniente Aquino, pese a los disparos, se paró sobre una roca y con gritos desafiantes comenzó a disparar en dirección a ellos. Su acción permitió la reunión con la fracción y desplegar para el combate, pero también fue un modelo de valor que retempló su espíritu.
La sección se hizo fuerte en el cerro y combatió con fiereza durante toda la noche. Cada ráfaga británica era respondida por otra igual. Con el transcurrir del tiempo el enemigo comenzó a ganar la espalda y la situación se hizo complicada. No obstante, cada vez que creían haber silenciado las ametralladoras, Horisberger y Poltronieri disparaban nuevamente con sus cañones al rojo. El lanzacohetes restante agotó su munición contra los nidos de ametralladoras y lentamente la situación comenzó a desbalancearse. Sin apoyo de morteros, sin radios, sin visores, sin cohetes y casi sin munición los infantes venderían cara la posición; el jefe de la sección se vio envuelto en un diálogo en inglés intentando confundir –sin éxito- a los británicos. Repentinamente la ametralladora de Horisberger se trabó, dos veces esperó una pausa de fuego para regular los gases sin éxito. Una ráfaga en su pecho lo arrojó hacia atrás. El jefe de sección y otro soldado llegaron a su lado para verlo morir sin un quejido con su ametralladora aún en los brazos. La situación comenzó a descontrolarse pero los británicos no conseguían tomar la cresta. Las trazantes levantaban lluvias de piedras, las bengalas daban un toque lúgubre al lugar y las explosiones de los cohetes y misiles daban la sensación de que en el lugar la temperatura era más elevada aunque hiciese frío y nevase. Algunos hombres empezaron a caer heridos y otras armas a silenciarse. En su cubierta de rocas eran alcanzados por el fuego Gómez y Ramos; cerca de ellos y más hacia el oeste Duarte y hacia atrás Peralta. La posición donde estaba el soldado Delfino con su jefe de grupo y otros más cayó recién cuando estos estaban casi sin munición. Los soldados Rodríguez, Balvidares y Bordón, tomaron cargadores abandonados de las posiciones y eran de los pocos que aún tenían munición. No pensaban siquiera en rendirse y cayeron disparando contra los ingleses que intentaban avanzar por el flanco derecho para rodear la posición obligándolos a replegarse. Si lo hubiesen logrado, toda la fracción hubiese caído bajo sus disparos... Inmediatamente fueron heridos en otro pozo Adorno y Pedeuboy intentando detener una fracción británica que avanzaba por su derecha. El soldado Delfino y otros más permanecieron en sus trincheras hasta que sin munición, fueron capturados.
El jefe de sección reunió a las bocas de fuego que aún le quedaban perdiendo contacto con el grupo del cabo Palomo; sin radios ni munición, decidió tratar de salvar a sus hombres. Era hora de replegarse. Ordenadamente, disparando y apoyándose mutuamente, comenzaron a descender del cerro pero otro obstáculo esperaba, el enemigo les había cortado la retirada. Fue en ese instante que una voz milagrosa gritó:  “por acá”. Era el subteniente Robredo y Venencia, jefe de la Sección Apoyo de la Compañía B, quien junto con el sargento primero Corbalán y una ametralladora  comenzaron a disparar a los británicos, los que al encontrarse con una nueva resistencia detuvieron su avance. Así, saltando entre las rocas, cayendo una y otra vez, la sección salió de la zona batida con las municiones trazantes  picando entre sus piernas…
Al ir replegándose se ubicaron en posición nuevamente entre las rocas para disparar, era suicida jugar a la ruleta rusa. Los pocos hombres reunidos decidieron nuevamente vender cara su vida y comenzaron el fuego. Allí cayó heroicamente empuñando su fusil FAP en automático Walter Becerra, aquel que siempre hablaba de su novia en las noches de mate en las posiciones… Cayó también Echave combatiendo con furia (quien, agotada su munición le pidió a su jefe de sección la pistola para morir matando). Nadie corrió ni huyo, el caos se adueñó del lugar pero no de sus almas. Así, agotados pero sin entregarse, las primeras luces del 14 de junio vieron a una sección diezmada pero no vencida llegando a la base del cerro protegidos por la ametralladora de Poltronieri, quien, en un acto más que heroico se quedó nuevamente para proteger el repliegue..
El combate llegaba a su fin, luego de casi 6 horas de combate la “Right Flank” de los Guardias Escoceses, superior tres veces en número había conquistado el objetivo; a derecha e izquierda espesas estelas de humo se elevaban del cerro y en medio de ellas, largas columnas del BIM 5 iniciaban su repliegue organizadamente. Al encontrarse con su jefe de compañía y el jefe de sector, el joven oficial descargó su impotencia con un grueso epíteto y se preparó para reunir lo que quedaba de su gente. Pocos habían salido, algunos cayeron prisioneros en la posición, otros heridos y muertos… solo 23 hombres de 47 se encontraban en la base del cerro cuando los ingleses desataron una cerrada barrera de fuego en la entrada a Puerto Argentino para frenar el avance. Una fracción del Regimiento de Infantería 3, mezclada con algunos integrantes del Regimiento de Infantería 25, había quedado del otro lado de la bahía. El teniente primero Abella ordenó reunir la gente que se pudiese y abrir el fuego contra las posiciones que se habían ocupado minutos antes para posibilitar su repliegue. Hecho esto con éxito, se continuó el avance en dirección al pueblo. El jefe de sección, el Sargento Echeverría, el cabo primero Zapata, los cabos Palomo y Fernández, los soldados Minutti, Montoya y otros (mezclados con el subteniente Franco e integrantes de su sección) se dedicaron a tratar de destruir todo lo utilizable a su paso y consiguieron cruzar la barrera de fuego en la entrada de Puerto Argentino (no sin antes esperar una pausa de fuego dentro de  la caldera de una casa abandonada).  


El asalto a Monte Williams y Wireless Ridge
La lucha en Wireless Ridge también fue intensa. Un escuadrón de ataque de la Infantería de Marina apoyado por 20 hombres del Escuadrón D del SAS, efectivos del SBS y vehículos blindados, pretendieron llevar a cabo una infiltración masiva, pero apenas tocaron la playa, cayó sobre ellos un fuego tan violento y concentrado que algunos tanques resultaron dañados. La sección debió batirse en retirada e intentando no perderle el rastro, el buque hospital “Bahía Paraíso” encendió sus faros permitieno a la artillería ubicarla y abrir fuego sobre ella, resultando heridos dos integrantes del SAS y uno del SBS.
Poco después, el Para 2, al mando del capitán Chris Baxter, avanzó sobre esas mismas posiciones y el combate se tornó extremadamente violento.
El soldado Horacio Benítez se hallaba apostado al pie del monte cuando bengalas lanzadas por los británicos iluminaron el área, generalizando un intenso tiroteo. Debió permanecer inmóvil junto al resto de sus compañeros hasta que los misiles antipersonales los obligaron a abandonar el lugar.
Durante el repliegue, Benítez vio caer a dos de los suyos pero siguió corriendo porque de no hacerlo, terminaría muerto. Junto a una veintena de soldados, se lanzó colina arriba y así llegó a la cumbre, desde donde pudo apreciar buena parte de la batalla.
En ese punto se toparon con una avanzada británica, todos ellos boinas rojas del Para 2, con quienes entablaron un violento intercambio de fuego que se extendió por varios minutos. Fue algo realmente demencial, con el sonido de las armas, los gritos y los estallidos llegando de todas partes mientras nevaba copiosamente y la ropa de los combatientes se empezaba a empapar.
Benítez se ocultó trás una roca y esperó unos segundos con las balas enemigas silbándole sobre la cabeza. Entonces, una bengala iluminó el sector y de esa manera pudo ver a un inglés corriendo a su derecha. Benítez se incorporó y le vació el cargador, dejándolo inmóvil sobre la turba. Enseguida distinguió a un grupo de paracaidistas cuando avanzaban disparando hacia él. Sin darles tiempo abrió fuego contra ellos pero no pudo contenerlos; a su lado un compañero aullaba de dolor y otro, algo más lejos, solicitaba ayuda. También escuchó voces en inglés que se lamentaban y pedían asistencia.
Una granada británica cayó en un pozo y el soldado que se encontraba en su interior voló  por el aire. Sin embargo, para sorpresa de Benítez, el conscripto se incorporó y comenzó a caminar como atontado, gritando que se encontraba herido. El hombre dejó el fusil con su cargador completo en el piso y se perdió en la obscuridad. Sus compañeros le empezaron a gritar rogándole que se pusiera a cubierto pero aquel no los escuchaba porque se hallaba en estado de shock y la explosión lo había dejado sordo. Entonces los ingleses le arrojaron una granada de fósforo y con sus ropas ardiendo, se convirtió en una tea humana.
El soldado comenzó a gritar desesperadamente pero ya nada se podía hacer. Para peor, con sus llamas iluminaba peligrosamente la zona poniendo en peligro a sus camaradas quienes le pedían a los gritos que se alejara del lugar. Eran, en verdad, imágenes del infierno.
Benítez agotó todos sus cargadores y mientras lo hacía, se puso a pensar en la forma de conseguir más municiones. Según explicaría después de la guerra a un periodista inglés, necesitaba seguir peleando porque algo en su interior lo forzaba a hacerlo; incluso, por un momento, le pareció que estaba disfrutando aquello, tal como le había sucedido a muchos soldados norteamericanos en la guerra de Vietnam.
Cuando estaba ocupado en recargar su arma, un paracaidista británico apareció súbitamente y lo de un disparo en la cabeza. Benítez sintió que caía hacia atrás, en cámara lenta y enseguida se desmayó. Lo evacuaron soldados de su sección quienes al principio lo dieron por muerto y por tal motivo, lo cubrieron con una manta para apilarlo junto a varios cadáveres. Para su fortuna, un sargento advirtió que vivía y lo sacaron inmediatamente de aquel espantoso lugar, loe aplicaron morfina y lo condujeron al hospital.
Su amigo Patricio Pérez, un jugador de rugby de Buenos Aires, amante del rock, subía la montaña cuando los ingleses abrieron fuego sobre su grupo. Muchos de sus compañeros cayeron heridos y la mayoría se arrojó cuerpo a tierra mientras se escuchaban por todas partes los aullidos de dolor y pedidos de auxilio. Eso provocó en Pérez una extraña sensación de pena y furia que lo impulsó a seguir combatiendo para vengar a esos hombres.
Su gran obsesión era no perder las piernas pues temía pisar una mina y perder sus extremidades inferiores. Por esa razón, buscó protección detrás de unas rocas y allí se encontraba cuando apareció un paracaidista tratando de abatirlo. Afortunadamente un francotirador abrió fuego sobre el británico y eso desvió su atención.
Pérez esperó y al ver incorporarse al enemigo, le apuntó con su fusil y disparó varias veces, hasta que lo vio caer. Lo impulsaba una furia tremenda, “una gran locura” según sus palabras.
Poco después le ordenaron evacuar heridos y entonces le escuchó decir a alguien que Benítez había muerto. No lo podía creer, sentía una angustia indescriptible y un creciente deseo de regresar a la batalla para vengar a su amigo.
Peleó duramente hasta el repliegue a Puerto Argentino y confiesa haber llorado al ver a la Union Jack flamear sobre la capital malvinense tras la rendición.


A las 05.30 las defensas argentinas comenzaron a ceder. A esa hora, el teniente Vázquez le informó al capitán Robacio que ya no había control, que las municiones estaban agotadas, la cadena de mandos no existía y en esas condiciones resultaba imposible transmitir órdenes. Además, la mayor parte de sus hombres estaban muertos o heridos y eso le restaba toda posibilidad.
Fue entonces que ocurrió algo inesperado; los hombres del BIM5 calaron bayonetas y se lanaron al combate cuerpo a cuerpo en lo que iba a ser uno de los choques más sangrientos de la guerra.
Según Thompson, el enemigo se retiró combatiendo de bunker en bunker hasta que no pudo sostenerse más. Cuando eso ocurrió, la Compañía D salió a perseguirlo mientras el fuego de los SOFMA de 155 mm y los morteros del teniente coronel Balza caía sobre los paracaidistas, facilitando el reagrupamiento argentino en Moody Brook. 


El ataque al monte Williams comenzó a las 22.30 del 13 de junio y estuvo a cargo del 1° Batallón Gurkha y de algunas secciones de las guardias galesa y escocesa, quienes debieron enfrentar parte de la Compañía de Tiradores “Obra” del BIM5, al mando del teniente de corbeta Ricardo Quiroga. Los Tiradores estuvieron reforzados por elementos de la 1ª Compañía de Ingenieros Anfibios a cargo del mayor Luis Menghini que, según hemos visto, terminó por rechazar al enemigo.
Los británicos avanzaban por el camino entre Dos Hermanas y Puerto Argentino, con los gurkhas atacando de norte a sur, protegidos por la obscuridad y un intenso fuego terrestre y naval que hacía temblar el cerro. Fue un terrible encuentro nocturno, en el que algunas acciones se desarrollaron a muy corta distancia, dándose incluso duelos a bayonetas.
En el monte Williams no hubo muertos pero sí numerosos heridos, muchos de ellos de consideración.
Poco hicieron los nepaleses en la guerra de las Malvinas salvo servir de argumento para la guerra psicológica. Su jefe de operaciones, el mayor británico Mike Sear, le explicó a Robacio, una vez finalizada la contienda, que su participación había sido nula en Tumbledown ya que su objetivo era el monte Williams donde quedaron de reserva sin entrar en acción. 
Puerto Argentino estaba rodeado, las cumbres próximas en poder del enemigo y solo Sapper Hill y Moody Brook permanecían en manos argentinas, como últimos bastiones del dispositivo defensivo.

 

Notas
1 Robert Lawrence, Tumbledown, después de la batalla, capítulo “Tumbledown Mountain”, REI - Red Editorial Iberoamericana Argentina SRL, Bs. As., 1989, p. 27.  
2 Ídem.
3 Max Hastings y Simon Jenkins, op. cit.
4 El fuego era dirigido por el suboficial Cuñé.

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