GUERRA EN LAS ALTAS CUMBRES (2a. Parte)
Asegurados los montes Longdon,
Harriet y Dos Hermanas, la 3ª Brigada de Comandos debía esperar que su
par, la 5ª Brigada de Infantería, capturase los montes Tumbledown,
Williams y Wireless Ridge para acometer juntas el asalto a Puerto
Argentino.
La batalla de Tumbledown
Mientras las tropas combatían en
Dos Hermanas y Harriet, el brigadier Thompson organizaba el ataque a Wireless
Ridge, paso previo al lanzamiento de su propia unidad desde el sector
noroeste del monte Tumbledown hacia Sapper Hill y las primeras posiciones
enemigas, en los suburbios de Puerto Argentino.
La 5ª Brigada esperaba iniciar
el ataque entre el 12 y 13 de junio, lo que fue comunicado a Thompson la
mañana de aquel primer día pero horas más tarde, Moore y Wilson convinieron aplazarlo
porque no disponían del tiempo suficiente para planificarlo y ponerlo en
marcha. Concedido el plazo, la operación sobre Wireless Ridge fue suspendida,
decisión que desconcertó un tanto al comandante de la 3ª Brigada.
Tumbledown y Williams estaban
ocupados por la Compañía N del Batallón
de Infantería de Marina 5, compuesta por secciones de tiradores, morteros de 60
y 81 mm,
ametralladoras pesadas de 12,7
mm y cañones antitanque de 105 mm, todo ello reforzado
por una sección de ingenieros anfibios, una compañía del Regimiento de
Infantería 3 y la Compañía
B del Regimiento de Infantería 6, estas últimas apostadas en
el sector norte del dispositivo defensivo. La Compañía M del BIM5,
por su parte, se hallaba acantonada en Sapper Hill y allí aguardaba aferrada a sus posiciones.
El BIM5 tenía su asiento de
paz en Río Grande, Tierra del Fuego. Se trataba de una de las unidades más poderosas y
aguerridas de las fuerzas de defensa argentinas y su comandante, el capitán de
fragata Carlos Hugo Robacio, era uno de los oficiales mejor calificados por el alto
mando.
En verdad, había sido un acierto
enviar a esa gente a Malvinas porque se trataba de hombres duros, capacitados,
perfectamente entrenados y habituados a climas rigurosos. Sin embargo, abundaban
conscriptos entre sus filas, quienes pese a su juventud y falta de entrenamiento
profesional, dejarían en alto la reputación de la unidad.
El 13 de junio
amaneció despejado y casi primaveral. Los helicópteros iban y venían
transportando armamento y las tropas efectuaban ejercicios de adiestramiento.
Por la tarde las secciones
“Chispa” y “Nene” de la Fuerza Aérea Argentina atacaron el cuartel
general del alto mando británico y a punto estuvieron de matar a Julian
Thompson y a Jeremy Moore junto con toda su plana mayor, razón por la cual, el
estado mayor británico decidió acelerar la arremetida.
El asalto a las elevaciones
próximas a Puerto Argentino se planificó para el 14 de junio y se
desarrollaría en cuatro fases: en la primera, las líneas británicas se
adelantarían desde la edificación ESRO hasta la antigua pista de caballos
ubicada en las afueras de la capital; en la segunda, el Comando 45 haría lo
propio sobre Tumbledown y Sapper Hill; en la tercera el Comando 42 aseguraría
posiciones inmediatas a Puerto Argentino pasando por delante de Sapper Hill y
en la cuarta, los guardias galeses se adelantarían al Comando 42 para atacar
los enclaves al sudeste de la capital, cortando el camino al aeropuerto.
Mientras tanto, los helicópteros trasladarían las piezas de 105 mm y sus municiones a
las posiciones asignadas a la artillería. Los ingleses intentaban evitar la
lucha en las calles de la ciudad e iban a extremar todas las medidas para que
eso no sucediera.
El plan sería modificado algo más
tarde porque el Cuartel General creía que un sector al noroeste del monte
Longdon estaba en sus manos, sin embargo, la realidad era otra. El enclave seguía en poder de los
argentinos cuyas defensas en Wireless Ridge, además, no habían sido bien
evaluadas.
El nuevo desplazamiento estaría
precedido por un intenso bombardeo de ablandamiento. Durante la primera fase, la Compañía D del Comando
45 capturaría el área ubicada al noreste del monte Longdon, llamada por los
ingleses “Diamante en Bruto”; la segunda vería a las compañías A y B
atacar el anillo de Contorno 250, bautizado “Pastel de Manzana”; en la tercera,
la Compañía D
tomaría por asalto Wireless Ridge desde el oeste, contando con apoyo de fuego de las
compañías A y B y en la cuarta, la Compañía C y patrullas del Para 2 harían lo
propio sobre el Contorno 100.
La artillería cubriría los
desplazamientos con dos baterías de 105 mm, los morteros del
Para 2 y el Para 3 y la 3ª Sección del Blue & Royals, además de fuego naval
y las secciones de Milan y ametralladoras pesadas.
Las acciones comenzaron a las 21.15
del 13 de junio cuando la artillería abrió fuego sobre Wireless Ridge,
apoyada por los blindados Scorpions y Scimitar de los Blues
& Royals y un pelotón de ametralladoras.
Mientras la Compañía D iniciaba el
avance, los centinelas argentinos del BIM5 apostados cada 200 metros a lo largo de
una línea de 50 metros
de ancho (Sección 4), comenzaron a recibir los primeros impactos, en especial, en el
sector ocupado por los morteros de 60 mm posicionados en la cresta del monte
Tumbledown, a 650 metros
de la retaguardia.
Uno de esos proyectiles cortó las
líneas telefónicas y dejó incomunicados a los componentes de avanzada, cosa
que preocupó en extremo al valeroso teniente de corbeta Carlos Daniel
Vázquez, asignado al batallón naval, pues no quería perder contacto con el
teniente de corbeta Héctor Omar Miño, situado 150 metros detrás suyo.
Cuando la Compañía D del Comando
45 se reorganizaba, comenzó a caer sobre ella el implacable fuego de los
cañones SOFMA de 155
milímetros, obligando a su comandante a desplazarse velozmente unos 300 metros al costado, donde creían quedar a cubierto. Poco después, la
Compañía A al mando de Dair Farrar-Hockley inició
la marcha por la izquierda en tanto la
B, dirigida por John Crossland, hacía lo propio por
la derecha. Por entonces, el fuego de 155 mmse fue convirtiendo en un serio problema
para los británicos.
El jefe del batallón, teniente
coronel David Chaundler, decidió adelantar la Compañía C para asaltar
el anillo del Contorno 100, sobre el flanco izquierdo de la unidad y grande fue
su alivio al llegar al lugar y encontrarlo evacuado. Los argentinos se
habían retirado tan presurosamente que dejaron algunas de sus radios encendidas.
La Compañía D se encaminó
hacia su línea de partida mientras las secciones Milan y las ametralladoras
apoyaban a sus pares A y B en su avance al Contorno 250, para
reforzar a la C. Y
al contrario de lo ocurrido en el Contorno 100, se toparon con una
resistencia considerable donde, según Thompson, los combatientes de ambas
partes calaron bayonetas y se trabaron en feroz lucha cuerpo a cuerpo.
En esos momentos, la Guardia Escocesa, de
la que formaba parte el soldado Robert Lawrence, era trasladada en
helicóptero a Goat Ridge, donde solamente un valle los separaba de
Tumbledown.
En
cuanto los escoceses echaron pie
a tierra, comenzaron a cavar sus trincheras y en esas estaban cuando
cayó sobre ellos un fuego de artillería sumamente feroz. Lo que no
podían
entender era como los argentinos, carentes de puestos de observación
para reglar sus disparos, podían ser tan precisos a la hora de batir la
posición. Al parecer, se orientaban
siguiendo los informes de bajas captados por las radios y eso les daba una idea
de donde concentrar el fuego.
Según palabras de Robert Lawrence,
autor del libro Tumbledown, después de la batalla, de haberse seguido el
plan original, (atacar en horas del día), los argentinos hubiesen barrido a
toda la brigada.
Una granada cayó muy cerca de
la trinchera que ocupaban el sargento McGeorge y el cabo Campbell, de la misma
compañía de Lawrence, alcanzando los correajes del segundo. Al tiempo que estos
se incendiaban, una esquirla se incrustó en el trasero del primero
provocando una situación tragicómica.
Los escoceses se arrastraron colina
arriba durante toda la noche, soportando el fuego enemigo en tanto observaban
con sus binoculares en dirección a Tumbledown y las posiciones argentinas que
debían atacar. Había mucho nerviosismo entre ellos pero la moral era alta.
Mientras los británicos se
adelantaban, un conscripto de la sección del teniente Vázquez
intentó reparar el cable cortado de la línea telefónica pero
no lo logró. El fuego enemigo era demasiado intenso en ese sector y poco pudo
hacer el soldado al respecto.
Vázquez llamó al cabo segundo
Amílcar Tejada, ubicado 100 metros a la derecha de su posición y le
ordenó buscar alguna solución y mientras lo hacía, la artillería
británica comenzó a batir el área. Eso no fue impedimento para que Tejada
saliese corriendo rumbo a la posición del subteniente Oscar Silva y verificase el estado
del cable, comprobando al llegar que era imposible repararlo.
Eludiendo los disparos de cañón
regresó presurosamente hasta donde se encontraba Vázquez, y después de
informarle la novedad, volvió a su puesto.
El
cañoneo británico se
prolongó hasta las 23.10, hora en que Vázquez se situó sobre el borde
de su trinchera para tener una visión más amplia de los acontecimientos.
Necesitaba impartir las órdenes necesarias y para ello las hizo correr a
viva voz, a
través del suboficial Fochesatto.
En
pleno duelo de artillería, fue
herido el conscripto Khin. Al verlo caer, Vázquez corrió para
socorrerlo. Ni bien llegó, se encontró con el soldado de pie, fuera de
su trinchera, peligrosamente
expuesto, tomándose el estómago con ambas manos. El pobre muchacho se
estaba desangrando y con la mirada perdida, caminaba tambaleante y sin
rumbo,
ajeno a la batalla.
Vázquez se arrojó con fuerza
sobre él, aferrándolo de su cintura, como si le estuviera haciendo un tackle.
-¡¡¿Estás loco, Khin, parado
ahí afuera?!!- le gritó mientras ambos caían dentro del pozo.
El conscripto gritaba por el dolor,
confundiendo sus alaridos con los estallidos que producía el duelo de
artillería. Una esquirla le había abierto el costado derecho de su abdomen y
por allí perdía abundante sangre. Para peor, era imposible evacuarlo.
En ese momento llegó a la
carrera un soldado, con la evidente intención de ayudar. Por entonces, las
trazadoras y las explosiones dominaban el sector evidenciando la proximidad de
las tropas enemigas.
Vázquez
se asomó para ver que
ocurría y con espanto vio a los escoceses a menos de cinco metros. Para
peor Khin seguía gritando y de ese modo ponía en peligro a sus
compañeros.
-¡¡Callate gringo, que nos
cocinan!! – le dijo tapándole la boca.
El buen oficial dejó al herido
en compañía de dos soldados y corrió de regreso a su trinchera porque era
inútil seguir allí.
Pistola en mano, en medio de toda
esa confusión, se cruzó con algunos escoceses que a gran velocidad
avanzaban en dirección opuesta (tal era el caos que imperaba en el lugar).
Al llegar a su pozo, el oficial se
tiró de cabeza junto a Fochesatto y cuando se incorporó, extrajo una
granada, la cual arrojó contra varios escoceses que corría hacia ellos.
A 50 metros de allí, el
subteniente Silva y los cinco conscriptos a su cargo le cubría las espaldas a la Compañía Nácar
mientras desde atrás hacía lo propio la sección del teniente Miño,
disparando con sus fusiles FAL, lanzacohetes, granadas y
ametralladoras.
Antes
de entrar en combate Robert
Lawrence estaba convencido de que se iba a enfrentar a conscriptos
bisoños, mal
armados y poco entrenados. Además, creía que carecían de alimento y
predisposición para la lucha, cosa que la prensa inglesa se había
encargado de difundir. No tardaría en darse cuenta que estaba
equivocado.
Según refiere en su libro, sus oponentes “…eran marinos extremadamente bien entrenados y equipados,
con experiencia de combate reciente en la guerra civil argentina. Habían tenido
años y años de agresión; estaban acostumbrados a ella”1.
El escocés se refería a la guerra
antisubversiva que asoló el país entre 1970 y 1979, pero ignoraba que
buena parte de la tropa que tenía enfrente eran conscriptos con apenas un año
de instrucción. Después agrega: “En cambio, personas como yo estuvimos,
pocas semanas atrás, haciendo el cambio de guardia en el Palacio de Buckingham,
lo que no constituía la mejor experiencia para librar una guerra en una isla
abandonada de la mano de Dios, en medio de los quintos infiernos”2.
Aquí Lawrence omite toda la ayuda con la que contaban esos “soldados
inexpertos”, en especial, de los
Estados Unidos y la OTAN.
El plan consistía en dividir el
monte en tercios. La
Compañía G tomaría el primero, sobre el flanco izquierdo, su
sección B el tercio central y la derecha, a la que pertenecía Lawrence,
el restante.
La unidad se puso en marcha con la
inquietante noticia de que sobre la base de la montaña había un puesto de
ametralladoras argentino y un batallón extremadamente aguerrido.
Cubiertos por la obscuridad de la
noche, los soldados atravesaron Goat Ridge con los proyectiles
enemigos silbando sobre sus cabezas. Los destellos de las explosiones se podían
ver antes de las detonaciones y eso obligaba al batallón a arrojarse
constantemente cuerpo a tierra en busca de protección.
Mientras tanto, otra sección de
escoceses montaba un ataque de distracción sobre el monte Williams, al mando
del mayor Richard Bethel. Los hombres avanzaron en medio de la obscuridad hasta
un sector de trincheras, sin ver a nadie.
Una inoportuna señal de radio
alertó a los argentinos y uno de ellos, luego de incorporarse, accionó su FAL en
automático matando al sargento instructor Daniel Wight, luego de recibir una
bala en la frente. Wight era amigo de Lawrence.
El mismo argentino abatió a un
sargento de los Ingenieros Reales, el cual pereció en el acto y el mismo
comandante Bethel resultó gravemente herido por un segundo tirador que
también le incrustó una bala en el cráneo.
Al parecer, antes de caer,
alcanzó a disparar e hirió a un soldado enemigo, pero el argentino,
desde el piso, le arrojó una granada que le destrozó las piernas y le
cortó la chaqueta por la mitad, como si hubiese utilizado un cuchillo.
Bethel
logró ser evacuado y en
su retirada, quienes lo cargaban se introdujeron en un campo minado
donde un par de escoceses pisaron las mortíferas cargas y perdieron sus
piernas.
Lo que pretendió ser un ataque
de diversión sobre el monte Williams terminó siendo un verdadero desastre.
Mientras tanto, en Tumbledown, la Compañía G no parecía
encontrar al enemigo; sin embargo, cuando el flanco izquierdo
inició el avance sobre el tercio central, se topó con una dura resistencia que
lo obligó a detenerse.
Primero fueron descargas de fusiles
en automático, inmediatamente después las ametralladoras pesadas
y por último el combate cuerpo a cuerpo con bayonetas caladas.
Con
gran determinación, los
guardias escoceses se lanzaron al ataque pero frente suyo tenían al 5 de
Infantería de Marina y esos hombres no se amilanaban con nada. Cuando
los
británicos llegaron a sus pozos comprendieron que aquellos los estaban
esperando. Grande fue su sorpresa al ver emerger a los argentinos y
trenzarse en un combate desconocido en esos tiempos.
Veamos los dichos de Hastings
y Jenkins al relatar los hechos en el XVI capítulo de su libro:
Los Guardias
Escoceses podían oír a los argentinos gritar e incluso cantar mientras
luchaban. Eran las mejores tropas que el general Menéndez podía poner sobre el
terreno, el 5 de Infantería de Marina, fuerte de 92 hombres apoyado por morteros
y diez ametralladoras. A medida que avanzaba la noche y la intensa pelea
continuaba, no mostraban [los argentinos] señales de ceder y sus posiciones se
mantenían firmes3.
Palabras de autores ingleses que
deberían llenar de orgullo y satisfacción a todo argentino, en especial a
quienes combatieron en las laderas de Tumbledown. El capitán Robacio podía
estar orgulloso de sus hombres.
A pedido del teniente Vázquez, quien se hallaba inmerso en lo más duro y candente de la batalla, los morteros de 81 mm del suboficial Elvio
Cuñé, servidos por aguerridos conscriptos apostados en los contrafuertes del
monte Williams, batían con precisión la vanguardia enemiga, apoyados a su vez por las
piezas de 60 mm
a cargo del suboficial Lucio Monzón. Estos últimos disparaban desde una difícil
posición, a 500 metros
detrás de la Sección
4 de la Compañía Nácar,
sin ceder ni amilanarse. Eran alrededor de las 24.00 y en esos momentos, el
grupo del guardiamarina De Marco, que dirigía el fuego de apoyo, se vio
obligado a replegarse a un punto intermedio.
Cuñé, con su cadencia de 15 a 20 tiros por minuto y
Monzón, junto a los seis soldados bajo su mando, más el fuego de la Sección 4, forzaron el
repliegue de los escoceses quienes con preocupación, veían las defensas
argentinas mantenerse firmes. Debieron retroceder, buscar refugio y
reagruparse para después atacar.
Hubo
un lapso de treinta minutos
donde el fuego disminuyó un tanto su intensidad, momento aprovechado por
Vázquez para solicitar refuerzos. Sin embargo, no había nadie a quien
mandar. Solo se escuchaba a los combatientes argentinos
elevando sus voces por encima de los disparos y las explosiones y los
fuertes
epítetos que les lanzaban a los británicos: “¡Viva la Argentina, carajo!”; “¡Viva la Sección 4!”; “¡¡Traigan
a los yankees putos también que aquí está el 5 de Infantería de Marina!”, los cuales repitieron durante toda la batalla.
Intensificada
nuevamente la lucha
(02.00 del 14 de junio), el grupo del suboficial primero Julio Saturnino
Castillo contenía la embestida escocesa luchando duramente en el extremo
derecho de la sección. Castillo eran un hombre realmente especial,
aquejado por serios
problemas de familia y de salud desde bastante tiempo antes
del estallido de la guerra. Santiagueño, oriundo del pueblo El Malacara,
donde nació el 19 de agosto de 1943, padecía terribles convulsiones
epilépticas que lo asaltaban de tanto en tanto. Pero eso no impidió su
envío a Malvinas -luego de mucho insistir- y su destino a uno de los
frentes más peligrosos junto a su querido batallón.
Antes de la llegada de los
ingleses, ocupando su posición en primera línea, debió ser internado dos días pero siempre
pidió regresar.
Codo a codo, peleaban con él el
cabo segundo Amílcar Tejada, a cargo de una ametralladora pesada MAG, el joven
dragoneante José Luis Galarza y el conscripto clase 62 Héctor Abel Cerles.
Castillo sentía especial afecto por Galarza, con quien lo unía una entrañable
amistad que databa desde los tiempos de instrucción en Río Grande, de ahí su dicho: “Este es mi pollo”, pues lo quería como a un hijo.
El oficial Alistair Mitchell,
teniente del 2º Batallón de Guardias Escoceses comentaría, tiempo después, que
al iniciar el avance sobre Tumbledown no encontraron a nadie y por esa razón, los integrantes de
su sección supusieron que los argentinos se habían retirado. No tardaron en
percatarse del error pues casi enseguida se
abatió sobre ellos un nutrido fuego de ametralladoras, armas automáticas y
artillería. El mismo Mitchell y dos de sus hombres cayeron heridos al alcanzar
la cima de la montaña y allí quedaron tirados mientras se desangraban. Su
primer impulso fue correr hasta un grupo de rocas cercanas pero al
faltarle las fuerzas, optó por arrastrarse pero un certero disparo (que a punto
estuvo de matarlo) le voló el fusil de las manos, facilitando su
desplazamiento.
Empapado en sangre, Mitchell
notó que no podía seguir pero para su alivio, manos anónimas lo ayudaron a
incorporarse y lo sacaron de allí.
En
el fragor de la lucha, fue trasladado hasta un sitio cerca de la cumbre
donde yacían otros heridos, muchos de ellos lamentándose de dolor.
Cuando le llegó el turno, lo cargaron entre
dos hombres, lo depositaron sobre una camilla y comenzaron a descender
la
ladera en dirección al puesto sanitario. Mientras lo hacían, vio al
portador que iba delante sostener la camilla con una sola mano porque el
otro
brazo lo tenía muy lastimado. No tardó en comprender lo importante
que era la labor de los camilleros en una guerra. Ese individuo era un
verdadero
héroe.
Los morteros argentinos
en monte Williams4, comenzaron a batir la zona por la cual Mitchell se había movido. Las explosiones eran cada vez más cercanas y de
pronto, todo pareció volar por los aires en tanto el estruendo lo
dejó casi sordo.
El
oficial británico sintió que
caía de la camilla y golpeaba muy fuerte contra el suelo. Ni bien la
humareda se disipó, se encontró tirado sobre la turba, cubierto de barro
y piedras, distinguió la camilla a la distancia y a sus portadores
muertos, cubiertos de sangre; lo peor, fueron los trozos de uno de
ellos desparramados por los alrededores, algo verdaderamente espantoso.
Mitchell comenzó a gritar al distinguir a lo lejos al guardia Finlay
aunque le faltaba buena parte de su mano izquierda.
Cerca de ahí, el joven porteño Juan
Carlos Diez, de la Compañía
A del RI3 apoyaba el repliegue del RI6 con su
ametralladora. En pleno avance enemigo, disparó varias ráfagas sobre un
escocés
que intentaba aproximarse a su posición y lo abatió. Para su sorpresa,
el británico intentó incorporarse cosa que representaba una seria
amenaza para su persona pues si lo hacía, terminaría por
alcanzarlo. Ganándole de mano, sujetó el arma con fuerza, corrió hasta se encontraba tirado el sujeto
y lo remató a golpes de culata, destrozándole el cráneo.
Inmediatamente después, saqueó sus pertenencias en busca de alimentos y
mientras revisaba su mochila, encontró una foto de su mujer y sus hijos, todos
sonrientes y abrazados. Según relató años más tarde a la revista “Somos”,
sintió sobre sus hombros el peso de Los Diez Mandamientos. “Dios
mío, perdoname” dijo por lo bajo y se retiró del lugar. Nunca más volvería
a olvidar esa escena.
Cuando su compañía recibió la orden
de replegarse, Juan Carlos decidió quedarse en la posición que ocupaba.
Era la madrugada del 14 de junio y sus compañeros, los sargentos Vallejos y
Villegas, estaban gravemente heridos, lo mismo el soldado Benítez, a quienes no
pensaba abandonar.
El primero tenía una pierna
destrozada (que luego le fue amputada) a causa de un disparo; para su fortuna, una
segunda bala se le incrustó en la Biblia que su madre le había regalado el día de
su cumpleaños, poco antes de partir hacia el archipiélago, y eso le salvó la
vida. Providencialmente la llevaba puesta en el bolsillo izquierdo de su
chaqueta y eso evitó que le perforara el corazón.
El cuadro que presentaba Villegas
era mucho peor; había sido alcanzado por un tiro en el estómago y la hemorragia
era incontenible.
-¡Matame –le rogaba a Juan Carlos-
matame, por favor, que no doy más!
La bala le tocaba el nervio ciático
y eso le generaba terribles dolores, haciéndolo aullar espantosamente.
A Benítez, en cambio, se le clavó una bala en el casco y la fibra de vidrio le lastimó la cabeza.
Juan Carlos se quedó junto a
ellos, esperando que alguien viniera a evacuarlos. Una hora después, cuando
seguía los pasos de su regimiento en retirada, un helicóptero inglés se le vino
encima y desde el aire le llovió una andanada de balas que
acribilló al hombre que marchaba a su lado. A él le dieron dos en el
brazo, una en la cintura y otra en el tobillo, dejándolo tirado en la turba.
Lo rescataron los propios británicos,
quienes le aplicaron las primeras curaciones, lo alimentaron y unos días después,
lo entregaron al buque hospital “Almirante Irizar”. La Nación Argentina
le otorgaría la medalla púrpura por la sangre derramada y la del Congreso, por
sus heroicas acciones.
Mientras tanto, Robert Lawrence
continuaba avanzando:
Además de decirnos
que los argentinos estaban mal equipados, nos hicieron creer que estaban
hambrientos. Este era otro mito. En la primera trinchera que pasé, había
arrojadas latas y más latas de comida al suelo, para mantener los pies de los
ocupantes fuera del agua. Y la otra cosa que estos argentinos no hacían,
contrariamente a nuestras informaciones, era huir.
Una vez más, es el enemigo quien
confirma lo que realmente ocurrió en Tumbledown, corroborando las
afirmaciones que gente de la envergadura de Thompson y Woodward, han hecho en
cuanto al heroísmo y la bravura de los argentinos.
Había numerosos
argentinos en el puesto de ametralladoras. Usaban uniformes de estilo
norteamericano: grandes parkas verdes con correajes.
En su avance, después de varias
horas de combate, los británicos comenzaron a tomar a los primeros prisioneros,
casi todos heridos. Los revisaban expuestos al
fuego de los francotiradores en las laderas por lo que se
decidió escalar un peñasco cercanos para abatirlos desde esa posición. La maniobra fracasó porque
el primero en intentarlo, el soldado Andrew Samuel Pengelly, cayó herido, alcanzado por
una bala.
A efectos de no quedar expuestos,
Lawrence, el cabo Rennie y el sargento McDermott corrieron hasta unas rocas y
allí permanecieron inmóviles, en espera del momento propicio para lanzar
una embestida.
Comenzaba a aclarar cuando los
proyectiles de artillería argentinos empezaron a caer con mayor frecuencia.
La Sección 4 del BIM5 se
hallaba empeñada en combate cuando los escoceses reiniciaron el avance.
El 14 de junio a las 02.30 hs de la madrugada, el grupo del suboficial Castillo, ubicado en el extremo derecho de
la sección, intentaba contener la segunda acometida enemiga (como se recordará,
la primera había sido rechazada), luchando con denuedo y desesperación.
Muy cerca de Castillo se
encontraban el cabo segundo Amílcar Tejada, el conscripto
“dragoneante” José Luis Galarza y el conscripto Cerles. De manera
repentina, tres soldados escoceses salieron corriendo detrás de un montículo
rocoso y dispararon sus armas, alcanzándolos con sus ráfagas.
Al ver esa acción, el cabo Tejada
giró su ametralladora y comenzó a tirar, abatiendo a los tres pero al ver a Galarza caído,
dejó a un lado su fusil y se inclinó sobre él, zamarreándolo
con fuerza.
-¡Galarza, despertate! – le
gritó - ¡¡Despertate, te digo!! –
Pero
no hubo caso; “su
pollo” había muerto, lo mismo el soldado Cerles. Entonces, presa de una
furia incontenible, el suboficial volvió a recoger su arma e impulsado
por esos sentimientos dejó el pozo a la carrera, aullando como poseído
mientas disparaba frenéticamente.
-¡¡Ingleses hijos de mil putas; los
voy a matar a todos, carajo!!
Tejada, accionaba su MAG concentrado en la batalla, cuando vio a Castillo abandonar el pozo de zorro y
lanzarse a la carrera haciendo fuego. Recién se dio cuenta tarde y desesperado
le gritó que regresase.
-¡¡Castillo, no sea loco; vuelva a
su pozo y métase adentro que lo van a matar!!
Pero el suboficial naval no escuchaba nada. Enajenado, ametralló a otros tres ingleses, matando a uno de
ellos pero recibió un disparo directo en el pecho, cayendo violentamente hacia atrás.
Quien ahora estaba furioso era
Tejada quien viendo a Castillo en la turba, giró su ametralladora y barrió a los
dos británicos restantes. Inmediatamente
después se arrastró hasta el suboficial y al
ver que estaba muerto lanzó una maldición. Una bala le entró a la
altura del pecho y salió por la espalda, provocándole un orificio de 20 centímetros de
diámetro.
Como no había nada que hacer, el
bravo ametralladorista regresó a su posición comprobando al
llegar, que era el único oficial que quedaba de su grupo.
Mientras
tanto, el subteniente
Silva se batía en intenso combate. En el fragor de la lucha vio a uno de
sus conscriptos cae herido y sin pensarlo dos veces se deslizó hasta él
con la intención de socorrerlo. Una vez a su lado lo tomó de la
chaqueta, lo condujo hasta un grupo de rocas y lo recostó lo más a
cubierto posible, hablándole en tono paternal.
-Quedate aquí tranquilo que te vas
a poner bien.
El muchacho se sujetaba el estómago
con ambas manos mientras la sangre le salía a borbotones. Silva
corrió hasta un pozo cercano, donde se encontraba tirado un soldado muerto, tomó su
ametralladora y disparó varias ráfagas hasta que el arma se le trabó.
Con
la batalla entrando en un
paroxismo demencial, vio a sus compañeros infantes de marina cayendo uno
a uno, combatiendo cuerpo a cuerpo, corriendo, trabándose en lucha,
rodando sobre la hierba.
Recordando
la imagen de su madre muerta se encomendó a Dios y creyendo cercano su
fin, le solicitó al soldado Rodríguez que le alcanzase un fusil. El
conscripto dejó de disparar y se volvió hacia el mirándolo con estupor
pues justo en ese momento, otro proyectil
le perforó el hombro. Sabiéndose rodeado, Silva alzó la voz para
impartir la orden de repliegue. Sus hombres se negaron pero dada su
insistencia, debieron obedecer. Cuando comenzaban a alejarse, vieron como Silva se incorporaba
trabajosamente y haciendo un esfuerzo supremo intentaba disparar.
El oficial se dio cuenta que el
enemigo se le venía encima y juntando fuerzas levantó su
fusil y oprimió el gatillo, lanzando al mismo tiempo un estrepitoso “¡Viva la Patria!”. Cayó muerto a
la vista de sus hombres, atrayendo sobre sí el fuego
británico.
Cuando el teniente Vázquez se
enteró de lo sucedido, lamentó haber perdido al hombre
más valioso de su compañía, ideal para dirigir a los conscriptos en la batalla.
El fuego de una ametralladora lo trajo de nuevo a la realidad; un escocés
avanzaba decidido hacia él, accionando su arma
-¡Gasco, dispárele! - le gritó al soldado.
Pero al pobre conscripto se le acababa de trabar la MAG y le resultaba imposible cumplir la directiva.
-¡¡Gasco, dispare de una vez!! –
volvió a ordenar Vázquez mientras una lluvia de plomo se abatía sobre la posición.
Afortunadamente, el
ametralladorista logró destrabar su arma y tiró, obligando al británico
a suspender el fuego.
Vázquez salió del pozo y
enseguida distinguió a un escocés hablando a través de la radio,
a siete metros de
distancia. Aprovechando la oportunidad, colocó una granada antitanque en
su fusil, apuntó y disparó, matando al británico en el acto, Su cuerpo
voló despedazado, esparciéndose varios metros a la redonda.
En
ese mismo momento, otro escocés corría hacia el foso donde se
encontraba
el conscripto Félix Ernesto Aguirre quien, en un primer momento, dudó si
se trataba de un compañero o un efectivo enemigo. Sin embargo, al ver la
determinación con la que aquel se acercaba, oprimió el gatillo y lo mató
aunque no fue lo suficientemente rápido como para evitar
que arrojara una granada de fósforo sobre su trinchera.
Aguirre emergió de su ubicación convertido en una antorcha viviente, se quitó la parka que llevaba puesta
y se arrojó al suelo para revolcarse sobre la turba. Por fortuna, logró
apagar el fuego y para su asombro, notó que tenía pocas lesiones.
Dando gracias a Dios, recogió su fusil y buscó refugio en otra
trinchera, desde la cual siguió disparando con determinación.
A las 03.00 Vázquez volvió a
solicitar refuerzos y fuego de artillería. El primer pedido no se pudo
satisfacer pero el segundo sí. Los proyectiles disparados desde monte Williams
y las cercanías de Puerto Argentino, comenzaron a caer sobre el sector y los
escoceses volvieron a desbandarse oportunamente porque a esa altura empezaba a
escasear la munición de las ametralladoras y el batallón en general se hallaba
considerablemente disminuido.
Para Robert Lawrence aquella fue
una batalla a fondo, posiblemente, la más intensa de la guerra. Él venía
avanzando detrás de la
Compañía G mientras se preguntaba que estaría sucediendo
adelante, e intentaba mantener la calma. En realidad, a todos sus compañeros
les pasaba lo mismo pero en él primaron los nervios y llegó un momento en que
no pudo seguir. Se detuvo temblando y se sentó sobre una roca, cerca de otros
hombres que habían hecho lo mismo, algunos de ellos llorando. Allá adelante, en
la primera línea, los estallidos, las trazadoras y los resplandores de la
batalla evidenciaban una lucha feroz.
En
ese momento apareció el
sargento del pelotón quien comenzó a zamarrear y patear a los soldados,
les mandó incorporarse y los obligó a seguir marchando. Según Lawrence,
si aquel hombre no
hubiese hecho eso, es posible que todos hubiesen muerto.
El
flanco izquierdo fue detenido por un nido de ametralladoras muy bien
ubicado, en el sector a ser atacado por el pelotón de la derecha
(ahí fue donde cayó herido Alistair Mitchell). Se le ordenó a este
último unirse al izquierdo y cuando lo hacían,
Lawrence vio a un soldado escocés muerto, con su rifle clavado a su lado
y su
boina sobre la culata. Escena tan desgarradora encendió la ira entre la
tropa y la impulsó a lanzarse al ataque.
Fue así como llegaron hasta un
grupo de carpas abandonadas en las cuales encontraron visores nocturnos IWS y otros
elementos. Junto a una roca, dos guardias atendían a un suboficial presa de una fuerte crisis de nervios luego de ser alcanzado por la explosión de una granada antitanque de 84 mm. El sujeto gritaba desesperadamente y algo más lejos,
se podía ver el cuerpo de sargento fallecido en sus brazos.
-¡¡¡No avancen!!! –aullaba fuera de
si- ¡¡Es demasiado horrendo. Mejor den un rodeo y disparen contra cualquiera
que les impida volver!!
El hombre estaba en estado de
shock.
Más adelante dieron con los
efectivos del mayor John Kizley, justo cuando una tormenta de nieve
amenazaba con desatarse sobre ellos.
Kizley informó sobre la existencia de un
nido de ametralladoras al frente y juntos decidieron atacarlo por el flanco
derecho.
Robert
Lawrence avanzaba en la
vanguardia de su pelotón, alzando cada tanto su visor nocturno
infrarrojo para ver que ocurría. Pudo distinguir a los argentinos
desplazándose por la parte posterior de la montaña motivo por el cual,
sin pérdida de tiempo, tomó la radio y pasó la novedad a
su comandante James Dalrymple, quien se encontraba con la gente del flanco
izquierdo solicitando fuego sobre esas posiciones.
En el instante en que la sección de
Lawrence marchaba al ataque, las ametralladoras argentinas reiniciaron el
tiroteo y eso los obligó a echarse cuerpo a tierra y esperar, mientras las
balas silbaban sobre sus cabezas y rebotaban por todas partes.
Lawrence
confiesa con valentía haber sintió mucho miedo en ese momento,
convencido de que su hora había. Desesperado por cubrirse se arrastró en
dirección a unas rocas y detrás de ellas arrojó una granada, volando el
puesto de
ametralladoras. Casi enseguida se incorporó y le ordenó a sus
hombres que lo siguiesen.
Cuando
echaban a correr,
reparó en un soldado enemigo que se hallaba de boca contra el suelo y
para
ver si estaba vivo, le clavó la bayoneta en el brazo. El hombre saltó,
haciendo un movimiento tan fuerte, que el filo se le partió.
Siguiendo su instinto, el escocés lo atravesó una y otra vez mientras el
argentino intentaba sacar su pistola. Viendo eso, lo hirió mortalmente
en
la cara, el cuello y el torso hasta dejarlo inmovilizado, algo
verdaderamente espantoso. Sin ningún tipo de miramiento le apuntó directamente a la cabeza y con absoluta sangre fría le
efectuó el disparo de gracia.
Con las primeras luces del día el
soldado McEntaggart fue levemente herido en el brazo. En ese momento, los
escoceses intentaban tomar un área argentina de abastecimiento y administración
que de caer en sus manos, aseguraría toda la montaña.
En esas estaban cuando McEntaggart
exclamó:
-¡¿No es divertido, señor?!
Ni bien terminó de escuchar ese
disparate, Lawrence sintió que algo impactaba en la parte posterior de su
cabeza y enseguida sintió que las fuerzas lo abandonaban.
Ocurrió segundos
más tarde. Sentí un estallido en la parte posterior de la cabeza y
creí haber sido embestido por un tren y no alcanzado por una bala. En
realidad se trataba de una bala de alta velocidad de 3800 pies por segundo y
la onda de choque y turbulencia del aire fueron las causantes de tanto daño.
Esto lo supe después. En ese momento todo cuanto supe era que mis rodillas
habían desaparecido y caí al suelo, totalmente paralizado.
El dolor que sentía era
indescriptible, en especial el ardor de la herida, al que intentó aplacar
frotando la cabeza sobre la nieve. Trataba de disminuir la quemazón pero como era de esperar, no lo logró.
Corriendo hacia él llegó el
sargento McDermott, quien procedió a quitarle cuidadosamente la boina y mantener
quieta su cabeza. Perdía muchísima sangre y su estado era crítico.
Inmediatamente después apareció Mark Matthewson quien sugirió aplicarle
nieve en la herida. En esos momentos, Robert lloraba pensando en su familia,
razón por la cual, McDermott intentó consolarlo. Pero la lucha arreciaba y para
peor, empezaba a nevar.
El fuego de artillería argentino
comenzó a caer sobre ellos y sus compañeros corrieron en busca de refugio a excepción del médico
Oakes y dos ayudantes que con sus cuerpos intentaron cubrirlo y darle calor. Fue algo
realmente notable porque el cañoneo enemigo era realmente incesante.
Lawrence
fue evacuado en un helicóptero
Scout y conducido al hospital británico de Fitz Roy, donde le aplicaron
las primeras curaciones antes de trasladarlo al “Uganda” para una
atención más exhaustiva. Quedaría paralítico de su lado izquierdo por el
resto
de su vida.
Mientras tanto, la lucha continuaba, con los británicos avanzando de trinchera en trinchera mientras Vázquez seguía
solicitando fuego de morteros sobre sus posiciones.
Prefería correr el riesgo antes que rendirse.
En vista de ello, se
desplazó velozmente hacia las piezas al mando del suboficial Monzón, les
quitó las patas, las colocó en posición adecuada y ordenándoles a
los conscriptos que las sostuvieran con las manos, hizo fuego apuntando en
vertical.
Pese a que los disparos no fueron
muy precisos, logró algunos impactos aunque no los suficiente como para detener a los escoceses. Entonces
estableció contacto con el capitán Robacio y le pidió que disparase sus
obuses de 105 mm,
también sobre sus posiciones, solicitud a la cual el jefe del batallón accedió.
El teniente artillero Oscar
González era amigo de Vázquez y mientras cumplía la orden pensaba preocupado en
su suerte. Por su parte, Cuñé también tiraba desde el monte Williams intentando
batir las líneas enemigas con sus proyectiles de 81 mm.
Cerca de las 05.00 de la madrugada,
los británicos iniciaron el tercer asalto, apoyados por fuego naval. Batieron
con violencia el
sector de Cuñé pero como éste se había situado en un ángulo muerto, los
proyectiles no lo podían alcanzar y la acción resultó totalmente
inefectiva. Sin embargo, cuando los ingleses comenzaron a tirar con las
piezas
de 120 mm
que los argentinos habían abandonado en Dos Hermanas, la situación
cambió.
A las 04.30 las condiciones eran
extremadamente críticas en los puntos ocupados por el BIM5. Por tal motivo, se le
ordenó a la Sección B
del RI6, reforzar sus posiciones.
Media hora después, el teniente coronel Oscar Ramón Jaimet, le indicó a su
oficial de operaciones, el subteniente Esteban Augusto Vilgré La Madrid, efectuar un
contraataque sobre el flanco izquierdo del monte a efectos de aliviar la
presión que los británicos ejercían allí.
Seguimos a continuación, el relato
del valeroso Vilgré La Madrid por constituir uno de los testimonios más
gráficos y mejor escritos sobre los combates terrestres.
El mes de junio
comenzó con durísimos combates que arrojaron como resultado un cerco a
Puerto Argentino y una intensa lluvia de proyectiles sobre las posiciones
propias, buscando quebrar el espíritu de lucha. Esto no hizo más que preparar e
incrementar las medidas de seguridad, racionar el uso de los visores nocturnos
“Litton” y preparar posiciones a retaguardia con munición y raciones para el
caso de perder el contacto o necesitar un repliegue. Se hicieron ensayos del
movimiento y se reconocieron calles entre las trampas y minas terrestres. Nada
quedó librado al azar y la ansiedad en las posiciones era calmada con el rezo
diario del Santo Rosario (no se suspendía bajo ningún motivo); el deseo
de medir fuerzas, “que vengan de una vez” era la frase mas escuchada por ese
entonces. La noche del 11 al 12 los aprestos realizados por los británicos en
el monte Kent, el adelantamiento de su artillería y la lluvia endemoniada
de proyectiles anunciaban la acción. Existía la firme convicción que esa “era
la noche”.
Aproximadamente a
las 20 horas (oscuro y sin visibilidad) el puesto adelantado del cabo primero
Zapata envió al soldado Roldán para advertir sobre el comienzo del avance
británico por parte de los paracaidistas del Para 2 y del Para 3 (que habían
sido martillados todo el día por el fuego de la propia artillería reglado por
los integrantes de la sección, la mas cercana al enemigo), en dirección al
monte Longdon, posición del RI7. Una vez delatado el ataque por un británico
que pisó una mina, los paracaidistas intentaron un desplazamiento por el valle.
Allí se encontraron con las ametralladoras de la 3ª Sección que les abrieron el
fuego; eso y la certeza de que se poseían armas antitanque (los soldados
Uboldi, Strizzi y Gómez eran sus eficaces apuntadores) evitó el desplazamiento
de sus vehículos Scimitar y Scorpion en el asalto.
Con el transcurrir
de las horas la sección fue testigo de uno de los combates más heroicos de la
guerra. Los paracaidistas británicos atacaron con convicción pero una y otra
vez fueron rechazados. Era emocionante ver el cielo iluminado por las bengalas
y las trazantes rebotando contra las rocas. La posición de ametralladora más
cercana al enemigo disparaba con precisión sangrienta para hacer una pausa
durante la que éste devolvía el fuego con furia, mas cuando creía
que no habría sobrevivientes… volvía a escupir munición como si fuese una
fortaleza… esos hombres si que poseían atributos… pero a pesar de ese derroche
de coraje pronto el Longdon se fue acallando y el combate se hizo mas lejano.
El fuego
insistente sobre las cresta del cerro Dos Hermanas indicaba que se acercaba el
momento decisivo. Los hombres se prepararon para el combate en medio de los
bramidos ensordecedores de las explosiones, prepararon sus armas y se
acomodaron en sus posiciones para tener buen campo de tiro. Los
apuntadores de ametralladora revisaron las marcas hechas en sus afustes y leyeron
por vez mil la carta de distancias, mientras los apuntadores de lanzacohetes
colocaban en sus cañones los proyectiles que habían cuidado como bebés desde su
llegada. Cada uno revisaba sus elementos y su misión. Era el momento esperado y
–aunque con miedo- nadie se dejaría vencer; el jefe de Sección les había dicho:
“la diferencia entre un héroe y un cobarde es que uno se deja vencer por el
miedo y el otro no”. Comenzó el movimiento británico pero sorpresivamente
cambió de dirección… ¡¡nadie venía por el frente!! Solo ráfagas
esporádicas que golpeaban contra la turba y las incesantes explosiones del
fuego de apoyo… ¿que pasaba? El tiempo transcurría y el combate se hacía mas
cercano pero… ¡¡a retaguardia!! Se oían las voces y los gritos de furia de los
soldados del Regimiento de Infantería 4 (RI4), sus ametralladoras de 12,7 mm ya se habían
acallado y se recibía fuego desde la cresta del cerro, quedando así en posición
de absoluta desventaja. El jefe de la fracción vecina, el subteniente Corbella,
que se encontraba próximo al enemigo, envió al valeroso sargento primero Sergio
Ruiz, quien atravesó la zona batida en medio de la metralla, para
alertarnos de la situación.
El subteniente
[Vilgré La Madrid]
ordenó dar frente hacia atrás y prepararse mientras los ingleses llegaban; en
ese momento, un estafeta del comando de la compañía corrió arriesgando su vida
para avisar: “replegarse a la posición de repliegue 1”; esa era la señal de
abandonar la posición. Allí, disciplinadamente y en medio de los disparos, la
sección se mezcló con los infantes del RI4 en repliegue y marchó al lugar de
reunión, no sin antes recoger algunos heridos como el subteniente Jiménez
Corbalán (que enceguecido por una explosión, clamaba por reunirse con su
gente). Al llegar, fueron informados que el cerro había prácticamente caído en
manos de los ingleses, el combate era tan cercano que se mezclaban los disparos
propios y ajenos. Pero la
Compañía B no se rendiría así nomás, tampoco se replegaría
sin combatir… el plan consideraba (y así lo habían coordinado a fines de mayo
el jefe de sector y el comandante del BIM 5) reforzar las posiciones de la Infantería de Marina.
En el cerro nada había por hacer y Kent, Wall, Challenger y Longdon habían
caído. Así, con pesar, se recogió munición de las reservas pero -para el cruce
del valle- se dejaron las magníficas raciones “C/F” aligerando la carga. Las
retaguardias de combate quedaron a órdenes del jefe de la 2ª Sección, el
subteniente Franco y la 3ª Sección le dejó un grupo de sus mejores hombres para
ello. Es difícil combatir como retaguardia y hay que tener realmente mucho
espíritu de sacrificio y camaradería para hacerlo, se requiere de mucho coraje
para ver a la propia tropa replegarse y quedarse..., sacrificando la vida por
ellos si fuese necesario…
El enemigo
comenzó sus disparos de armas automáticas y sus morteros y cohetes
golpeaban con precisión milimétrica la resistencia sorpresiva en su avance.
Guanes, Todde, Poltronieri y otros más disparaban empeñosamente sus armas
contra los ingleses que se vieron forzados a detener el avance. Nuevamente el
espectáculo del Longdon se repitió, las armas escupían fuego ruidosamente. El
jefe de la 3ª Sección [subteniente Vilgré La Madrid] trataba de sacar a sus últimos soldados,
cubierto por el fuego de la retaguardia, cuando se escuchó un terrible
estruendo en medio de los últimos hombres que esperaban para encolumnarse. El
subteniente [Vilgré La Madrid]
y el soldado Di Sciulo fueron levantados por la explosión que les arrancó el
casco y los dejó atontados en el suelo, pero los gritos del soldado Minutti
(excelente radioperador y camarada) los sacaron de su trance: “Mi subteniente,
Guanes y Todde están heridos”. Corrieron hacia allí, el segundo tenía una
esquirla en su tobillo y Guanes había sufrido la amputación de sus miembros.
Rápidamente fueron en su ayuda. Tode, valientemente pidió que asistan a su
compañero primero, por lo que el soldado Uboldi y otro camarada lo cargaron en
sus espaldas, desapareciendo bajo el fuego enemigo, en la obscuridad de la
noche, hacia las posiciones suplementarias. Eso fue un claro ejemplo de
camaradería y valor, realizar un cruce sin cubiertas y bajo el fuego enemigo a
riesgo de la propia vida… solo el convencimiento en la causa que se sirve puede
vencer el instinto de supervivencia humano y superar el temor de morir.
Entretanto Guanes rápidamente comenzó a desvanecerse pese a los torniquetes y
el auxilio del soldado médico Goñi quien diagnosticó que “ya nada podemos
hacer”. Así el jefe de Sección y otros camaradas se quedaron con él rezando a la Virgen de Caacupé de la
cual era devoto y con su fusil en la mano murió serenamente y sin dolor... (1)
Pero la situación
no permitía quedarse allí, el resto de su gente también esperaba por lo que
-previo dejar un jalón para que los británicos lo hallaran y enterraran- los
últimos integrantes de la sección iniciaron su repliegue… el cerro Dos
Hermanas había caído y como no queriéndose ir, habían dejado allí a uno de
sus integrantes.
El jefe de sección
y las retaguardias de combate comenzaron a cruzar el valle velozmente para
reunirse con su gente. Un telón caía y uno nuevo comenzaba a descorrerse.
[………………………………………………………………………………………..]
El cruce fue
hábilmente guiado por un hombre del BIM5; con las primeras luces, la compañía
al completo se encontraba en la ladera este del cerro Tumbledown ocupando
posiciones; Tode (sin una queja) y Jiménez Corbalán habían sido depositados en
el puesto socorro que la Armada
poseía en el cerro. Pronto un Land Rover los trasladaba para su atención…
Todo el día 12 lo
pasaron protegiendo el valle que conducía a Puerto Argentino. Pese a lo duro
del momento, la gente se ocultaba en los huecos de las rocas y preparaba su
refugio para la noche en la que, seguramente, los británicos iniciarían la
segunda fase de la operación. Ellos también necesitaban reorganizarse, los
combates habían sido más duros de lo esperado y debían revisar sus planes… Eso
no evitaba que siguiesen enviando sus fuegos endemoniados. A lo lejos se veía a
sus helicópteros trasladando carga, y columnas de tropa desplazándose. La
situación en el frente había quedado en manos de algunos integrantes del RI7;
una fracción del Regimiento 3 (RI3); y más cercanos a los británicos: el BIM5
(listo para mostrar su eficiencia) y la Compañía B del Regimiento de Infantería 6.
Un hecho para
destacar (aunque risueño) pinta de cuerpo entero el espíritu que animaba a la
fracción: como dijimos, el cruce se hizo con el mínimo equipo necesario y la
noche llegaba sin tener comida o abrigo… sería realmente dura. Los
soldados Di Sciulo, Montoya y otros mas, se infiltraron nuevamente en el cerro
Dos Hermanas regresando con algunas mantas y raciones que compartieron con sus
camaradas (aún sabiendo que serían severamente reprendidos por su jefe de
sección [subteniente Vilgré La Mdrid],
quien fingiendo enojo, los retó orgulloso de los hombres que comandaba),
también informaron que los británicos ya habían retirado el cuerpo de Guanes lo
que trajo un cierto alivio al pensar que ya no estaría solo y abandonado.
Esa noche fue
inolvidable pero la más tranquila de los últimos días. Puerto Argentino había
apagado sus luces, replegado su artillería y destruido el ex cuartel de los
Royal Marines; sus llamas, como fantasmas, se veían desde la distancia. Ya no
se observaban vehículos ni movimientos a retaguardia… al frente, solo
alguna bengala que preanunciaba los fuegos de la artillería surcaba los
aires… el día había sido alegrado solo por el sonido de los cañones
propios de 155 mm
que hacían temblar la tierra en el Dos Hermanas y Longdon y por una fragata
británica que tocada, huyó humeando su osadía mar adentro… Otro hecho digno de
destacar (y que da por tierra con muchas difamaciones) fue la visita en pleno
bombardeo británico del comandante de la X Brigada de Infantería Mecanizada y comandante
de la Agrupación
Ejército Puerto Argentino, el ya fallecido Gral. Jofré, quien
saludó a la tropa y cumplió posteriormente su palabra enviando mas munición (y
hasta le cedió sus guantes a un soldado que los había perdido en el repliegue).
Si hubo un momento en toda la guerra para estar lejos de primera línea… ¡¡ése
era el momento!!
Así
transcurrió el día, solo interrumpido por el fuego del enemigo y los disparos
de armas automáticas a la distancia… pero los británicos habían comenzado
la segunda fase y estaban dispuestos a completarla. Concentraron sus fuerzas en
una pinza en torno a las posiciones de la infantería de marina. Poco ya les
quedaba de su apreciación inicial y se jugaron a todo o nada sin una
reserva digna en caso de fracasar. Eso prueba la clase de enemigo a la cual se
enfrentaban.
Los gurkas (hasta
el momento inactivos) y los Scotish Guards abandonaron las posiciones de
partida e iniciaron su aproximación a los Montes Tumbledown y Williams
aprovechando la obscuridad y protegidos por un intenso fuego terrestre y naval
que hacía temblar el cerro. El Jefe de la 3ª Sección [subteniente Vilgré La Madrid] reunió algunos de
sus hombres (estaban desperdigados por toda la cresta del cerro) y los arengó
para el combate final. Era claro que la noche sería larga, no obstante eso no
los privó de descansar (hasta el jefe de sección se quedó dormido y hubiese
sufrido el congelamiento de sus piernas si no hubiese sido por la habilidad el
cabo primero Zapata, veterano de la montaña…); había que reservar fuerzas para
el último aliento.
Desde las
posiciones se oía el furioso combate que los infantes de marina estaban
librando, las municiones trazantes y los tiros de apoyo largos silbaban sobre
la sección. Pasada la medianoche, el ruido y los gritos eran intensos; el
soldado Britos, estafeta del teniente primero Abella, jefe de la compañía,
llegó transmitiendo la orden al jefe de la sección [subteniente Vilgré La Madrid] de presentarse en
el puesto de comando. A grandes zancadas trepó hasta las posiciones. Allí
esperaban: el jefe de compañía, teniente primero Abella; el jefe del sector; el
encargado de la compañía y otros más. El mayor Jaimet ordenó al subteniente
Vilgré La Madrid
que reuniera a su fracción y la preparase para atacar; el Batallón de
Infantería de Marina estaba siendo sobrepasado y era necesario aliviar la
presión. Con el corazón escapando de su pecho, reunió a su gente pero su orden
no llegó a todos y el tiempo urgía. Los dos últimos hombres, por la distancia
en que se encontraban, nunca llegaron a enterarse (hasta el día de hoy sienten
que se perdieron una parte de la guerra, y faltaron a sus camaradas... ¡¡¡como
si hubiese sido su culpa!!!). El subteniente [Vilgré La Madrid] pronto extrañaría
en el cerro a ese cañón de 90
mm.
Con su gente
encolumnada detrás suyo marchó hacia el puesto de comando de la Compañía Nácar del
BIM 5 guiado por el teniente de corbeta Aquino; dejó sus hombres ocultos en las
rocas y concurrió a recibir órdenes. Al bramido del viento y la nieve se sumaba
el rugido de los cañones. El suelo temblaba y gigantescas bengalas con su
silbido siniestro transformaban la noche en día. El teniente de navío Villaraza
comandante de la compañía, lacónico, empapó de la situación al jefe de la
sección no sin antes recordarle que la Infantería de Marina no se rendiría y que
esperaba que esa fuese su posición. Luego de tomarse un jugo del cajón que
oficiaba las veces de escritorio, el subteniente [Vilgré La Madrid] se retiró a
reunirse con sus hombres, seguido por el sonido de la radio que informaba al
comandante de la compañía la situación caótica de la primera línea en todos sus
frentes.
Una bengala
iluminó los rostros cansados de sus soldados, sus ojos brillaban con decisión
pero sus caras flacas evidenciaban el desgaste de los últimos días. Se
sintió conmovido por esos hombres que lejos de intentar una excusa, se
levantaban lentamente, tomaban sus armas y lo seguían. Todo era un desborde; a
retaguardia, la confusión del intercambio de disparos de los integrantes del
BIM 5 -algunos ya mezclados en combate cuerpo a cuerpo-; al flanco derecho las
restantes secciones de la compañía envueltas en combate por el fuego y hacia el
mar el combate en Monte Williams. Las ráfagas enemigas buscaban por todas
partes un cuerpo para alojarse.
Cuando
ordenó “seguirme” nadie dudó. Un nudo atenazaba su pecho… que
ejemplo, que valor, que sentido del deber irradiaban sus hombres.
Tomó rápidamente su fusil y siguió al teniente de corbeta Aquino, un
suboficial y un soldado. En el trayecto las bengalas los iluminaban y la
sección se “inmovilizaba” cómicamente para que su aproximación no fuese
percibida. Una vez llegados a una altura la situación adelante se hizo confusa.
Era necesario un reconocimiento previo para no caer en manos del enemigo que
disparaba en su dirección y hacia la primera línea, generando un caos difícil
de comprender. El jefe de sección, el suboficial de Marina y el soldado Arrúa
cruzaron un pequeño valle en silencio. Pasaron por una posición donde desde una
radio llamaban a un operador que tal vez ya nunca contestaría y al llegar al
centro del valle el suboficial de la
Armada mostró por el visor nocturno que quienes se
encontraban a corta distancia no eran propia tropa… eran británicos.
¡¡Situación increíble se había generado, en medio de un valle pelado a merced
del enemigo!!. Los ingleses abrieron fuego impidiendo la reunión con el resto
de la sección. Arrúa y el subteniente [Vilgré La Madrid] se ocultaron detrás
de una roca, aunque sería por poco tiempo. El resto de la sección, para no
delatar su ubicación (desventajosa por cierto) no había contestado el fuego.
Fue allí, (mas por instinto que por valor) que el subteniente [Vilgré La Madrid] tomó una granada
para fusil y la disparó hacia el lugar donde se veía a quien comandaba la
operación. Con la explosión se oyeron algunos cuerpos cayendo. La confusión
generada les permitió reunirse con su gente. Mientras llegaban, los británicos
se alertaron de un enemigo no detectado y comenzaron a disparar. El teniente
Aquino, pese a los disparos, se paró sobre una roca y con gritos desafiantes
comenzó a disparar en dirección a ellos. Su acción permitió la reunión con la
fracción y desplegar para el combate, pero también fue un modelo de valor que
retempló su espíritu.
La sección se hizo
fuerte en el cerro y combatió con fiereza durante toda la noche. Cada
ráfaga británica era respondida por otra igual. Con el transcurrir del tiempo
el enemigo comenzó a ganar la espalda y la situación se hizo complicada.
No obstante, cada vez que creían haber silenciado las ametralladoras,
Horisberger y Poltronieri disparaban nuevamente con sus cañones al rojo. El
lanzacohetes restante agotó su munición contra los nidos de ametralladoras y
lentamente la situación comenzó a desbalancearse. Sin apoyo de morteros, sin
radios, sin visores, sin cohetes y casi sin munición los infantes venderían
cara la posición; el jefe de la sección se vio envuelto en un diálogo en inglés
intentando confundir –sin éxito- a los británicos. Repentinamente la
ametralladora de Horisberger se trabó, dos veces esperó una pausa de fuego para
regular los gases sin éxito. Una ráfaga en su pecho lo arrojó hacia atrás. El
jefe de sección y otro soldado llegaron a su lado para verlo morir sin un
quejido con su ametralladora aún en los brazos. La situación comenzó a
descontrolarse pero los británicos no conseguían tomar la cresta. Las trazantes
levantaban lluvias de piedras, las bengalas daban un toque lúgubre al lugar y
las explosiones de los cohetes y misiles daban la sensación de que en el lugar
la temperatura era más elevada aunque hiciese frío y nevase. Algunos hombres
empezaron a caer heridos y otras armas a silenciarse. En su cubierta de rocas
eran alcanzados por el fuego Gómez y Ramos; cerca de ellos y más hacia el oeste
Duarte y hacia atrás Peralta. La posición donde estaba el soldado Delfino con
su jefe de grupo y otros más cayó recién cuando estos estaban casi sin
munición. Los soldados Rodríguez, Balvidares y Bordón, tomaron cargadores
abandonados de las posiciones y eran de los pocos que aún tenían munición. No
pensaban siquiera en rendirse y cayeron disparando contra los ingleses que
intentaban avanzar por el flanco derecho para rodear la posición obligándolos a
replegarse. Si lo hubiesen logrado, toda la fracción hubiese caído bajo sus
disparos... Inmediatamente fueron heridos en otro pozo Adorno y Pedeuboy
intentando detener una fracción británica que avanzaba por su derecha. El
soldado Delfino y otros más permanecieron en sus trincheras hasta que sin
munición, fueron capturados.
El jefe de sección
reunió a las bocas de fuego que aún le quedaban perdiendo contacto con el
grupo del cabo Palomo; sin radios ni munición, decidió tratar de salvar a
sus hombres. Era hora de replegarse. Ordenadamente, disparando y apoyándose
mutuamente, comenzaron a descender del cerro pero otro obstáculo esperaba, el
enemigo les había cortado la retirada. Fue en ese instante que una voz
milagrosa gritó: “por acá”. Era el subteniente Robredo y Venencia, jefe
de la Sección Apoyo
de la Compañía B,
quien junto con el sargento primero Corbalán y una ametralladora
comenzaron a disparar a los británicos, los que al encontrarse con una nueva
resistencia detuvieron su avance. Así, saltando entre las rocas, cayendo una y
otra vez, la sección salió de la zona batida con las municiones trazantes
picando entre sus piernas…
Al ir replegándose
se ubicaron en posición nuevamente entre las rocas para disparar, era suicida
jugar a la ruleta rusa. Los pocos hombres reunidos decidieron nuevamente vender
cara su vida y comenzaron el fuego. Allí cayó heroicamente empuñando su
fusil FAP en automático Walter Becerra, aquel que siempre hablaba de su novia
en las noches de mate en las posiciones… Cayó también Echave combatiendo con
furia (quien, agotada su munición le pidió a su jefe de sección la pistola para
morir matando). Nadie corrió ni huyo, el caos se adueñó del lugar pero no de
sus almas. Así, agotados pero sin entregarse, las primeras luces del 14 de
junio vieron a una sección diezmada pero no vencida llegando a la base del
cerro protegidos por la ametralladora de Poltronieri, quien, en un acto más que
heroico se quedó nuevamente para proteger el repliegue..
El combate llegaba
a su fin, luego de casi 6 horas de combate la “Right Flank” de los Guardias
Escoceses, superior tres veces en número había conquistado el objetivo; a
derecha e izquierda espesas estelas de humo se elevaban del cerro y en medio de
ellas, largas columnas del BIM 5 iniciaban su repliegue organizadamente. Al
encontrarse con su jefe de compañía y el jefe de sector, el joven oficial
descargó su impotencia con un grueso epíteto y se preparó para reunir lo que
quedaba de su gente. Pocos habían salido, algunos cayeron prisioneros en la
posición, otros heridos y muertos… solo 23 hombres de 47 se encontraban en la
base del cerro cuando los ingleses desataron una cerrada barrera de fuego en la
entrada a Puerto Argentino para frenar el avance. Una fracción del Regimiento
de Infantería 3, mezclada con algunos integrantes del Regimiento de Infantería
25, había quedado del otro lado de la bahía. El teniente primero Abella ordenó
reunir la gente que se pudiese y abrir el fuego contra las posiciones que se
habían ocupado minutos antes para posibilitar su repliegue. Hecho esto con
éxito, se continuó el avance en dirección al pueblo. El jefe de sección, el
Sargento Echeverría, el cabo primero Zapata, los cabos Palomo y Fernández, los
soldados Minutti, Montoya y otros (mezclados con el subteniente Franco e
integrantes de su sección) se dedicaron a tratar de destruir todo lo utilizable
a su paso y consiguieron cruzar la barrera de fuego en la entrada de Puerto
Argentino (no sin antes esperar una pausa de fuego dentro de la caldera
de una casa abandonada).
El asalto a Monte Williams y
Wireless Ridge
La lucha en Wireless Ridge también
fue intensa. Un escuadrón de ataque de la Infantería
de Marina apoyado por 20 hombres del
Escuadrón D del SAS, efectivos del SBS y vehículos blindados,
pretendieron
llevar a cabo una infiltración masiva, pero apenas tocaron la playa,
cayó sobre
ellos un fuego tan violento y concentrado que algunos tanques resultaron
dañados.
La sección debió batirse en retirada e intentando
no perderle el rastro, el buque hospital “Bahía Paraíso” encendió sus
faros permitieno a la artillería ubicarla y abrir fuego sobre ella,
resultando heridos dos
integrantes del SAS y uno del SBS.
Poco después, el Para 2, al mando
del capitán Chris Baxter, avanzó sobre esas mismas posiciones y el combate
se tornó extremadamente violento.
El soldado Horacio Benítez se
hallaba apostado al pie del monte cuando bengalas lanzadas por los británicos
iluminaron el área, generalizando un intenso tiroteo. Debió permanecer
inmóvil junto al resto de sus compañeros hasta que los misiles antipersonales
los obligaron a abandonar el lugar.
Durante
el repliegue, Benítez vio
caer a dos de los suyos pero siguió corriendo porque de no hacerlo,
terminaría
muerto. Junto a una veintena de soldados, se lanzó colina arriba y así
llegó a la cumbre, desde donde pudo apreciar buena parte de la
batalla.
En
ese punto se toparon con una
avanzada británica, todos ellos boinas rojas del Para 2, con quienes
entablaron un violento intercambio de fuego que se extendió por varios
minutos. Fue algo realmente demencial, con el sonido de las armas, los
gritos y los estallidos llegando de todas partes mientras nevaba
copiosamente y la ropa de los combatientes se
empezaba a empapar.
Benítez
se ocultó trás una roca y esperó unos segundos con las balas enemigas
silbándole sobre la cabeza. Entonces, una bengala iluminó el sector y de
esa manera pudo ver a un inglés corriendo a su derecha. Benítez se
incorporó y le
vació el cargador, dejándolo inmóvil
sobre la turba. Enseguida distinguió a un grupo de paracaidistas cuando
avanzaban disparando hacia él. Sin darles tiempo abrió fuego contra
ellos pero no pudo contenerlos; a su lado un compañero aullaba de dolor y
otro, algo más lejos, solicitaba ayuda. También escuchó voces en inglés
que se lamentaban y pedían asistencia.
Una granada británica cayó en un pozo
y el soldado que se encontraba en su interior voló por el aire. Sin
embargo, para sorpresa de Benítez, el conscripto se incorporó y comenzó a
caminar como atontado, gritando que se encontraba herido. El hombre
dejó el fusil con su cargador completo en el piso y se perdió en la
obscuridad. Sus compañeros le empezaron a gritar rogándole que se pusiera a cubierto
pero aquel no los escuchaba porque se hallaba en estado de shock y la
explosión lo había dejado sordo. Entonces los ingleses le arrojaron una granada
de fósforo y con sus ropas ardiendo, se convirtió en una tea humana.
El soldado comenzó a gritar
desesperadamente pero ya nada se podía hacer. Para peor, con sus llamas
iluminaba peligrosamente la zona poniendo en peligro a sus camaradas quienes le
pedían a los gritos que se alejara del lugar. Eran, en verdad, imágenes del
infierno.
Benítez agotó todos sus
cargadores y mientras lo hacía, se puso a pensar en la forma de conseguir más
municiones. Según explicaría después de la guerra a un periodista inglés,
necesitaba seguir peleando porque algo en su interior lo forzaba a hacerlo;
incluso, por un momento, le pareció que estaba disfrutando aquello, tal
como le había sucedido a muchos soldados norteamericanos en la guerra de
Vietnam.
Cuando estaba ocupado en recargar
su arma, un paracaidista británico apareció súbitamente y lo de
un disparo en la cabeza. Benítez sintió que caía hacia atrás, en cámara lenta y
enseguida se desmayó. Lo evacuaron soldados de su sección quienes al principio lo
dieron por muerto y por tal motivo, lo cubrieron con una manta para apilarlo
junto a varios cadáveres. Para su fortuna, un sargento advirtió que
vivía y lo sacaron inmediatamente de aquel espantoso lugar, loe aplicaron morfina y lo condujeron al hospital.
Su amigo Patricio Pérez, un jugador
de rugby de Buenos Aires, amante del rock, subía la montaña cuando los ingleses
abrieron fuego sobre su grupo. Muchos de sus compañeros cayeron heridos y la
mayoría se arrojó cuerpo a tierra mientras se escuchaban por todas partes
los aullidos de dolor y pedidos de auxilio. Eso provocó en Pérez una
extraña sensación de pena y furia que lo impulsó a seguir combatiendo para
vengar a esos hombres.
Su gran obsesión era no perder las
piernas pues temía pisar una mina y perder sus extremidades inferiores. Por esa razón, buscó protección detrás de unas rocas y
allí se encontraba cuando apareció un paracaidista tratando de abatirlo. Afortunadamente un francotirador abrió fuego sobre el
británico y eso desvió su atención.
Pérez esperó y al ver incorporarse al enemigo, le apuntó con su fusil y disparó varias veces, hasta que
lo vio caer. Lo impulsaba una furia tremenda, “una gran locura” según sus
palabras.
Poco después le ordenaron evacuar
heridos y entonces le escuchó decir a alguien que Benítez había muerto. No lo
podía creer, sentía una angustia indescriptible y un creciente deseo de
regresar a la batalla para vengar a su amigo.
Peleó duramente hasta el
repliegue a Puerto Argentino y confiesa haber llorado al ver a la Union Jack flamear
sobre la capital malvinense tras la rendición.
A las 05.30 las defensas argentinas comenzaron a ceder. A esa hora, el teniente
Vázquez le informó al capitán Robacio que ya no había control, que las
municiones estaban agotadas, la cadena de mandos no existía y en esas condiciones resultaba
imposible transmitir órdenes. Además, la mayor parte de sus hombres estaban
muertos o heridos y eso le restaba toda posibilidad.
Fue entonces que ocurrió algo
inesperado; los hombres del BIM5 calaron bayonetas y
se lanaron al combate cuerpo a cuerpo en lo que iba a ser uno de los choques más
sangrientos de la guerra.
Según Thompson, el enemigo se
retiró combatiendo de bunker en bunker hasta que no pudo sostenerse más.
Cuando eso ocurrió, la
Compañía D salió a perseguirlo mientras el fuego de los SOFMA de 155 mm
y los morteros del teniente coronel Balza caía sobre los paracaidistas,
facilitando el reagrupamiento argentino en Moody Brook.
El ataque al monte Williams
comenzó a las 22.30 del 13 de junio y estuvo a cargo del 1° Batallón
Gurkha y de algunas secciones de las guardias galesa y escocesa, quienes
debieron enfrentar parte de la
Compañía de Tiradores “Obra” del BIM5, al mando del teniente
de corbeta Ricardo Quiroga. Los Tiradores estuvieron reforzados por elementos
de la 1ª Compañía de Ingenieros Anfibios a cargo del mayor Luis Menghini que,
según hemos visto, terminó por rechazar al enemigo.
Los británicos avanzaban por el
camino entre Dos Hermanas y Puerto Argentino, con los gurkhas
atacando de norte a sur, protegidos por la obscuridad y un intenso
fuego terrestre y naval que hacía temblar el cerro. Fue un terrible encuentro
nocturno, en el que algunas acciones se desarrollaron a muy corta distancia,
dándose incluso duelos a bayonetas.
En el monte Williams no hubo
muertos pero sí numerosos heridos, muchos de ellos de consideración.
Poco hicieron los nepaleses en la
guerra de las Malvinas salvo servir de argumento para la guerra psicológica. Su
jefe de operaciones, el mayor británico Mike Sear, le explicó a Robacio, una
vez finalizada la contienda, que su participación había sido nula en Tumbledown
ya que su objetivo era el monte Williams donde quedaron de reserva sin entrar
en acción.
Puerto Argentino estaba rodeado,
las cumbres próximas en poder del enemigo y solo Sapper Hill y Moody Brook
permanecían en manos argentinas, como últimos bastiones del dispositivo
defensivo.
Notas
1 Robert Lawrence, Tumbledown, después de la batalla,
capítulo “Tumbledown Mountain”, REI - Red Editorial Iberoamericana Argentina
SRL, Bs. As., 1989, p. 27.
2 Ídem.
3 Max Hastings y Simon Jenkins, op. cit.
4 El fuego era dirigido por el suboficial Cuñé.
Publicado 26th February 2015 por Malvinas.Guerra en el Atlántico Sur