sábado, 24 de agosto de 2019

Bordeando el precipicio.




Bordeando el precipicio. Por Vicente Massot

Aún cuando a muchos les disguste el término y en el gobierno se nieguen en redondo a considerarlo como válido, lo cierto es que ha dado comienzo la transición entre quienes resisten en la Casa Rosada, con poco poder de fuego y la pólvora mojada, y quienes se preparan para instalarse en Balcarce 50 antes de que termine el año. Mauricio Macri aguanta el chubasco como mejor puede, mientras Alberto Fernández mantiene la calma y obra con mesura, midiendo sus pasos de manera cuidadosa, porque sabe que el bastón y la banda presidencial ya son suyos. A ninguno de los dos les preocupa tanto la formalidad del acto comicial que tendrá lugar el 27 de octubre, como el lapso abierto entre el pasado domingo y el día en el cual se llevará a cabo la primera vuelta. Como no creen en los milagros, uno sabe que le es casi imposible ganar en tanto el otro es consciente de que —salvo que se cruce un imponderable en su derrotero— no puede perder. 

El problema es menos el resultado de las elecciones —que se descuenta— que la manera como actuarán los mercados en las próximas nueve semanas. La Argentina caminará al borde de la cornisa de aquí en adelante al margen de la buena voluntad de los principales actores políticos. Si para muestra vale un botón, es posible que, al fin de la presente semana, el Banco Central termine con apenas U$ 10.000 MM de reservas netas de libre disponibilidad.

Hay, al respecto, que distinguir con cuidado las palabras de las decisiones; y los gestos de las medidas que se toman. Quemar las naves —tentación que ronda la cabeza de algunos sectores del oficialismo— es un camino que Macri no está dispuesto a recorrer. La idea de dejar tras suyo tierra arrasada sería tentador si estuviese convencido de desenvolver, en el corto tiempo que le falta para completar su mandato, una estrategia de todo o nada. Pero no es ése el caso. En cuanto a su contrincante kirchnerista, nada más lejos de su plan que echar leña al fuego y tratar de que el oficialismo retroceda escupiendo sangre. Por diferentes que sean sus razones, coinciden en la moderación. La condición necesaria para llegar a octubre sin sobresaltos peligrosos, quizás exista. Claro que, en punto a las condiciones suficientes, no se halla dicha la última palabra ni mucho menos.

Lo primero que salta a la vista es el grado de improvisación que ha aquejado al gobierno desde el momento en que se despertó del sueño del empate técnico y debió desayunarse de la derrota sufrida a manos de Frente de Todos, por más de quince puntos. Aunque
parezca increíble, el macrismo se convenció de su propia acción psicológica y ni siquiera pensó en tener a mano un plan B, a los efectos de hacer frente a la contingencia de una derrota que inquietara a los mercados. El discurso lamentable del presidente el día de la catástrofe, las medidas económicas gestadas desde entonces, entre gallos y medianoche, y el cambio del ministro de Economía seis días después del mazazo en las urnas, lo que demuestran es —una vez más— su grado de incompetencia.

Macri semeja un boxeador, borracho por el golpe de knock out recibido, que camina el ring aferrándose a las sogas y tomando el cuerpo de su opugnador para evitar desparramarse en el suelo y escuchar la cuenta de diez. Nada de lo que ha hecho es fruto de un libreto previamente delineado, como hubiera sido lógico. Al fin y al cabo, la posibilidad de perder por seis o más puntos era una probabilidad que —lo sabía cualquiera— desataría una corrida cambiaria. ¿Cómo no prepararse para operar en semejante escenario, si acaso se diese? Un misterio más del trío Macri–Peña–Durán Barba.

En cambio, en el estado mayor de Alberto Fernández, al cual también lo sorprendió —cierto que gratamente— la dimensión del triunfo, no hay —de momento— improvisación ninguna digna de comentar. Por de pronto la orden de que nadie se vaya de boca y juegue con fósforos a la puerta del polvorín se ha acatado con disciplina militar. No se ha escuchado a Horacio Verbitsky ni a Hebe de Bonafini clamar venganza, ni a Guillermo Moreno proclamar las bondades del dirigismo económico, ni a Mempo Giardinelli recomendar la reforma de la Constitución. No significa esto que todos hayan abrazado el credo socialdemócrata o reformista —o como prefiera llamárselo— dejando archivado, en el desván de los trastos viejos, sus convicciones revolucionarias. Sencillamente supone que hay un plan de acción cuyo leit motiv es no asustar. En resumidas cuentas, si el bolsillo le ganó al miedo en las PASO, es menester evitar que —fruto del triunfalismo— el kirchnerismo resucite la desconfianza y el temor de parte de las clases medias que lo votaron.

La mesura de Macri es producto de su debilidad. La de Alberto Fernández, de su fortaleza. Aquél, si bien ha logrado controlar el dólar momentáneamente, no ignora que al instante en que se conozca el índice inflacionario del mes de agosto —de 4,5 % ó más— y el de septiembre —que podría orillar 6 %— las presiones salariales tomarán fuerza, los movimientos sociales incrementaran sus demandas y los tenedores de plazos fijos pensarán dos veces antes de renovarlos. Ello podría desatar otra corrida de envergadura y llevar el precio de la divisa estadounidense a límites cercanos a los 70 pesos.

En este orden de cosas es poca la artillería con la que el oficialismo cuenta, a no ser que eche mano de las reservas del Banco Central y salga a pulsear contra el mercado a como dé lugar. Táctica que, por ahora, ha evitado y que no estaría en condiciones de llevarla a la práctica sin una consulta previa con el Fondo Monetario Internacional y con las futuras autoridades. Por su lado, los Fernández tampoco tienen a la mano una batería de medidas que pudiesen recomendar y menos implementar. No les conviene consensuar un libreto común con el gobierno y saben que —por supuesto—cuanto menos hablen de economía mejor será. Lo que no están dispuestos a hacer —y con razón— es escalar el conflicto social. Llevan la ventaja de que carecen de las responsabilidades propias de cualquier gobierno de turno pero —al propio tiempo— no pueden desconocer que la mayor atención de los argentinos y de los extranjeros se fija en ellos.

De la misma manera que el macrismo no está en aptitud de demostrar que posee sólidos motivos para creer que una victoria a expensas del kirchnerismo es probable, y por lo tanto ha pasado a representar el papel del pato rengo, Alberto y Cristina Fernández están presos de su pasado y son pocos los decididos a perdonárselo así de fácil. Fueron plebiscitados hace diez días por la mitad de la sociedad argentina aunque sólo una ínfima minoría en el mundo de los negocios, los mercados y los fondos de inversión considera que el hombre que encabeza la fórmula del denominado Frente de Todos podrá gobernar sin hacerle concesiones a la muchachada de La Cámpora.

Las PASO nos han metido en una trampa mortal. El largo compás de espera que han abierto —que habrá de prolongarse por espacio de cuatro meses más— deja al país en un estado de indefinición peligroso. Las consecuencias no queridas de un cronograma electoral
disparatado han puesto en tela de juicio la gobernabilidad.