El fin social
El fin social
El hombre es naturalmente
sociable. ¿Qué fin persigue el hombre al ordenar la sociedad?
Aristóteles dio una respuesta definitiva, clásica en la filosofía
perenne. "El fin de la sociedad es el bienestar de sus miembros, según
lo justo y lo moral".
La sociedad facilita el
"bienestar"; ofrece medios para lograr la "perfecta suficiencia" de la
vida. Y entre los bienes que presta la sociedad, figura el facilitar la
práctica de la virtud, bien supremo del hombre.
La ciudad aristotélica
perfecta es una sociedad virtuosa. Tan alto voló el genio del
Estagirita, que incluye en esa perfección de la ciudad el que algunos
ciudadanos, "los más numerosos posibles", puedan dedicarse a la vida
puramente contemplativa, "porque el beneficio de su contemplación
redundaría en beneficio de todos". Habla, naturalmente, de la
contemplación filosófica. Hoy lo extenderíamos a la contemplación
científica, al cultivo de la ciencia pura.
Santo Tomás acepta el
pensamiento aristotélico y lo encumbra. Lo somete al orden sobrenatural.
La vida naturalmente virtuosa no es el fin último del hombre. El fin
último es "la fruición divina".
La ciudad no tiene como fin propio y directo el procurar a los ciudadanos la eterna bienaventuranza. Pero debe facilitar a sus miembros el que la alcancen. Nunca debe posponer el fin eterno al temporal, los bienes morales materiales, la virtud a la riqueza. Doctrina bien sabida, pero no siempre bien practicada, aún por gobernantes cristianos.
La conciencia moderna mutila la definición aristotélica. Para aquella, el fin de la sociedad es el "bienestar", simplemente, y suprime el inciso regulador de "según lo justo y lo moral". Concibe ese "bienestar" con una visión inferior a la que Aristóteles tuvo del fin de toda sociedad política.
El mundo moderno, escéptico y descreído -enfermo de codicia y de sed de placeres-, hace de la riqueza el bien supremo social. Una nación católica y de sentido teológico como España debe, hasta por exigencias de su personal tradicional, mantener el sentido aristotélico-tomista en la jerarquía de valores. En resolución, la supremacía de lo espiritual y divino sobre los bienes terrestres, y en la colisión, salvar los primeros, aunque los segundos sufran.
La ciudad no tiene como fin propio y directo el procurar a los ciudadanos la eterna bienaventuranza. Pero debe facilitar a sus miembros el que la alcancen. Nunca debe posponer el fin eterno al temporal, los bienes morales materiales, la virtud a la riqueza. Doctrina bien sabida, pero no siempre bien practicada, aún por gobernantes cristianos.
La conciencia moderna mutila la definición aristotélica. Para aquella, el fin de la sociedad es el "bienestar", simplemente, y suprime el inciso regulador de "según lo justo y lo moral". Concibe ese "bienestar" con una visión inferior a la que Aristóteles tuvo del fin de toda sociedad política.
El mundo moderno, escéptico y descreído -enfermo de codicia y de sed de placeres-, hace de la riqueza el bien supremo social. Una nación católica y de sentido teológico como España debe, hasta por exigencias de su personal tradicional, mantener el sentido aristotélico-tomista en la jerarquía de valores. En resolución, la supremacía de lo espiritual y divino sobre los bienes terrestres, y en la colisión, salvar los primeros, aunque los segundos sufran.