sábado, 3 de agosto de 2019

LA COOPERACIÓN CON EL MAL-Ante las elecciones - Antonio Caponnetto

jueves, 1 de agosto de 2019

Ante las elecciones - Antonio Caponnetto

LA COOPERACIÓN CON EL MAL

Por Antonio Caponnetto


Desde siempre –para decirlo de un modo algo hiperbólico- cada vez que en nuestra patria hay elecciones, se repiten indefectiblemente los mismos planteos, los mismos interrogantes, cuestionamientos, proyectos o debates.
         No nos referimos a ninguna de estas categorías en el orden nacional o universal. Si no a algo muchísimo más acotado y doméstico; esto es, al alboroto que se arma entre las filas católicas, más o menos nacionalistas o tradicionalistas, acerca de si hay que votar, a quién votar, porqué partido apostar o qué partido inventar, cuál es el mal menor, el bien posible, y un largo, difícil cuanto delicado etcétera.
         Le he dedicado a esta cuestión algún esfuerzo sistemático de años, fruto del cual -amén de una serie nutrida de notas periodísticas- debo hacer mención de tres obras densas y (si se me permite calificarlas asi) exhaustivas. A saber: “La perversión democrática” (Buenos Aires, Santiago Apóstol, 2007) y los volúmenes I y II de “La democracia, un debate pendiente”, publicados ambos en Buenos Aires, por la Editorial Katejon, en los años 2014 y 2016 respectivamente. Se encuentra en prensa incluso un cuarto volumen titulado “Democracia y Providismo” (Buenos Aires, Bella Vista Ediciones, 2019).


Como aquel ignoto lugar de la Mancha al que alude Cervantes al principiar su Quijote, ya ni quiero acordarme de los nombres de los principales destinatarios de estas reyertas. La nadidad argumentativa que han demostrado al respecto los ha vuelto olvidables.

         Pero las obras están. Los que tengan interés en estudiarlas, analizarlas, considerarlas o evaluarlas honestamente, podrán hacerlas materia de dilucidación. Haberlas escrito con esa cierta exhaustividad que antes mentaba, confieso que me quita remordimientos y reproches. De mi parte, al menos, hice cuanto pude para no dejar nada substancial en el tintero, y a fe mía creo poder decir que lo he logrado. Empezando por aclarar en lo posible los errores de bienintencionados legos, siguiendo por refutar las maledicencias de sedicentes doctos, continuando por ignorar los rebuznos de los comentaristas de baja estofa, hasta responder a la fatídica y legítima pregunta: “¿Qué hacer”? Sobre todo esto último.

         Sin embargo, y como decíamos arriba, cada vez que hay elecciones, los malabaristas de la casuística, los peritos en restricciones mentales, los especialistas en tranquilizar conciencias con bizantinos protocolos morales, los cuadriculadores de escrúpulos y los mensuradores de los permitidos en la dieta de la corrección política, vuelven a repetir por enésima vez los mismos argumentos que ya fueron refutados, explicados, evaluados críticamente y desechados.

         Como el público se renueva, como los jóvenes no están formados, como muchos adultos defeccionan y hasta varios ancianos les dan el mal ejemplo de no comunicarles la verdad recibida de sus mayores, la confusión se vuelve total. Ergo, nos vemos obligados al doliente hartazgo de volver a publicar, siquiera fragmentariamente, lo que ya explicamos en otras muchas circunstancias similares.

         En esta ocasión copiaré lo que escribí hacia el año 2007 sobre la doctrina moral de la cooperación con el mal. Está tomado de mi libro “La perversión democrática” (Buenos Aires, Santiago Apóstol, 2007).Me resulta imprescindible aclarar: a) que he omitido intencionalmente el nombre del eventual impugnador al que respondía entonces con estas líneas. Sencillamente porque ya no tiene sentido ni me interesa tenerlo por interlocutor válido; b) que estas líneas son sólo un fragmento motivador. Quien tenga interés en ahondar deberá ir, ya no, si así lo quiere, a mi libro, sino a las fuentes doctrinales a las que remito; c) que los destinatarios naturales de estos fragmentos no son los especialistas, sino los jóvenes con vocación política, con la esperanza de que puedan prestarle algún servicio.

         Dicho lo cual, vayamos al esquema:
Se ha dicho, citando a Bernhard Häring, que en materia de “cooperación en los pecados ajenos”, hay que distinguir entre “la cooperación formal –que constituye siempre un pecado por contribuir al pecado del otro- y la cooperación material. Es lícita la cooperación material, siempre que con una acción se defienda un bien superior o se impida un mal mayor. Una actitud rigorista que impida hacer cualquier cosa de la que otro pueda aprovecharse para el mal, haría imposible toda acción política”.

Nuestro autor dice esto porque no se le escapa que una de las objeciones que pesa sobre la ejecución del mal menor, y específicamente sobre el voto dado al mal menor, es la de estar cooperando al pecado ajeno. Y por supuesto, partidario explícito del malminorismo, como es, quiere disipar de la conciencia de los que así obren la culpa de estar cooperando al pecado ajeno. Pero también aquí se imponen sucesivas distinciones, que no han sido hechas.

 Puede aceptarse sin sobresaltos la distinción tradicional entre lo formal y lo material en el orden de los males o de cooperación con los mismos. Por cooperación formal se entiende la que realiza quien actúa o interviene consintiendo el pecado mismo. La material en cambio, tiene lugar cuando sin querer la acción pecaminosa, se participa de algún modo en hacerla posible. Si la primera nunca es lícito prestarla por razones obvias, la segunda tampoco puede ser propuesta como regla. Es una excepción atenuante que obra como tal bajo ciertas condiciones. La primera de ellas es que tal cooperación material se nos imponga ante un caso de real necesidad, y que estemos definitivamente seguros de que no nos queda otro camino.

 Hablar genéricamente, sin precisar las imprescindibles distinciones, de la ilicitud de cooperar formalmente y de la licitud de cooperar materialmente, puede fomentar todavía más la conciencia laxa en el ya relajado mundo que vivimos. De lo primero que debe hablar un buen cristiano, no es de la posibilidad de cooperar al mal pecando lo menos posible, sino del deber de ser cooperador de Dios para restablecer su Reino sobre la tierra y batallar contra los enemigos de su divina realeza.  “Ha de tenerse presente” –dice precisamente Häring- que, por más que la culpa de los diversos cooperadores difiera en grados, no difiere en cuanto a la especie […] Del hecho de que sean muchos los que contribuyen a una acción pecaminosa, no se sigue que disminuya la culpa objetiva de cada uno; más bien aumenta, pues con la colaboración se peca también contra la caridad, corroborando la maldad de los demás, o facilitando su acción pecaminosa”[1].

Un axioma seguro y más que aconsejable sería el de cooperar activamente al bien posible, rechazar rotundamente toda cooperación formal o sospechosa de tal, y usar de la prudencia para evitar en lo posible la cooperación material.

No obstante la aparente sencillez y tranquilidad moral que arroja esta división de las cooperaciones, en la práctica las cosas son algo más complejas. Porque puede darse el caso de un acto intrínsecamente malo en el que se coopere, sin intención de consentir el pecado de un tercero. Como por ejemplo, vender anticonceptivos. Por la naturaleza del acto al que coopero mi mal sería formal, por la ausencia de intenciones cooperadoras del mal, sólo se trataría de una cooperación material. Por eso es que algunos moralistas prefieren reservar la cooperación material para los casos en que el acto con que se coopera sea bueno o indiferente por su objeto, y subdividir después entre cooperación formal subjetiva y objetiva, siendo la primera la tradicionalmente llamada formal, y la segunda la que hemos descripto por vía casuística[2].

Con independencia de estas sutilezas nada desdeñables, parece evidente concluir en que mayor será la culpabilidad del cooperador cuanto más se acerque a una cooperación formal. Y que hay cooperación formal tanto cuando se aprueba per se el pecado del otro, como cuando se presta concurso voluntario para que el otro lo ejecute. Paralelamente, habrá sólo cooperación material, si la acción ejecutada es buena o indiferente, si no existe intención alguna de provocar con ella males ulteriores, aunque se sepa que tal posibilidad existe. Por eso aclara el precitado Häring: “para que la acción del cooperador material merezca una condenación moral, es preciso que haya previsto o debido prever con seguridad, o por lo menos con probabilidad, el abuso que de ella se había de hacer.

Pero esta previsión no ha de radicar en la acción considerada en sí misma, que de suyo no se encamina al pecado del agente principal (pues de lo contrario habría cooperación formal). Dicha presunción o conocimiento se desprende de las circunstancias especiales, de las tristes experiencias pasadas, de la participación de otras, en fin, de la directa manifestación de las malas intenciones del agente principal”[3].

Este énfasis puesto en las circunstancias, a los efectos de precisar si cabe o no una condenación moral, no debe ser minimizado ni desatendido. Pues cuando el objeto y la intención de un acto pueden ofrecer vacilaciones para determinar con rigor su carácter moral o no, el análisis de las circunstancias sabe inclinar la balanza hacia un lado u otro de lo legítimo o ilegítimo. Aquí y ahora, en concreto, las circunstancias me han de dar la garantía de no estar contribuyendo a un pecado visible.

Si dadas determinadas circunstancias de tiempo y espacio se nos pide que arreglemos un consultorio médico con trabajos de albañilería, no se podrá calificar al acto más que de bueno o neutro. Pero si quien nos encarga la tarea es un cirujano plástico dedicado a medrar inescrupulosa e irresponsablemente con la moda del rejuvenecimiento, las mismas circunstancias de tiempo y espacio descalifican moralmente nuestra tarea.

 Una cosa es poder desinvolucrarse de las ulterioridades maliciosas de un acto, porque desconozco el abuso que pueda hacer del mismo aquel con quien estoy cooperando. Y otra cosa es que el acto que llevo a cabo ya me ofrezca la constancia, actual y presente, de que servirá para consumar un pecado o una inconducta. No es ocioso al respecto prestar atención a esta recomendación pontificia: “en tales colaboraciones [la de los católicos en el ejercicio de sus actividades económicas o socisles] procuren ante todo ser siempre consecuentes consigo mismos y no aceptar jamás compromisos que puedan dañar la integridad de la religión o de la moral"[4]

Ahora sí, salvedades hechas, podemos decir que la cooperación material sólo podría ser legítima en defensa de un bien superior o como obstáculo a un mal mayor, pero respetando a rajatabla el principio de que el fin no justifica los medios; y por lo tanto, no procurando jamás un buen efecto valiéndose de otros malos. Asimismo, al aplicar este principio, deberemos ser cuidadosos de no estar procurando una ventaja privada, ni de resultar movidos por el temor o por el oportunismo.

Pues bien,no somos expertos en teología moral. Quede dicho. No queremos parecernos ni a ciertos ultramontanistas ni a ciertos angelistas, sea que por vía de un rigor extremo los unos, o de una desencarnada visión los otros, llamen pecado a todo o se desentiendan del pecar, sencillamente porque se desentienden de vivir en la tierra. No es la nuestra una actitud escrupulosa que “impida hacer cualquier cosa de la que otro pueda aprovecharse para el mal”. Es sí, una actitud coherente que impide llamar bueno a lo que es malo porque lo hacemos nosotros, como impide hacer lo que de un modo implícito o explícito entre en colisión con la recta doctrina y el obrar concorde.

Pero es el caso de aplicar todo lo antedicho a nuestro tema específico, y la siguiente es nuestra breve conclusión:
a) Quien participa del sufragio universal se involucra en una mentira de funestas repercusiones para el Orden Social, pecando contra el Octavo Mandamiento. Se trata de una actuación o intervención consintiendo el pecado mismo,cual es el de la mentira dañosa. Agrava el daño la proyección que el mismo tiene sobre el bien común nacional, con lo que queda comprometida la virtud de la piedad, ligada al Cuarto Mandamiento. El acto de mentir es intrínsecamente malo; luego, la cooperación sería formal y no material.
b) La acción de sufragar, mediante la mentira universal del sufragio universal, no es moralmente buena o indiferente; es participar de un fraude, de una subversión, de una colosal estafa política, de una rebelión contra la recta escala de los bienes. Es fácil colegir además, que dadas las circunstancias que rodean al candidato, antes y después de las elecciones; concretamente la circunstancia de estar inserto en el sistema democrático frente al que tiene que rendir cuentas, el abuso que pueda hacer de mi concurso es inevitable. El acto de sufragar ya lleva ínsito la constancia de que contribuirá al mantenimiento de la perversión democrática.  Luego, la cooperación no sería meramente material sino formal.
c) El liberalismo es pecado. “La democracia moderna es la democracia clásica en estado de pecado mortal”[5]. Ser católico y ser liberal es, además, sumar al pecado del liberalismo el de la incongruencia. Los principios que acepto al aceptar las reglas de juego del sistema liberal conspiran gravemente contra la concepción católica de la polìtica, y consuman el destronamiento intencional y demoníaco de Jesucristo. El abrazar o fundar un partido que públicamente no reniegue y efectivamente no haga rechazo de los principios del liberalismo –como la soberanía del pueblo, el derecho nuevo, el constitucionalismo moderno, el sufragio universal, el laicismo integral,etc- equivale a aprobar, patrocinar o impulsar dichos principios. Luego, la cooperación sería formal.

La solución es elegir no votar, para no votar pecando. Elegir abstenerse de ser partícipe del sufragio universal y de cuanta impostura teórico-práctica el mismo conlleva. Elegir, contra todas las formas de pragmatismo oportunista, la coherencia extrema. Preguntamos sin retórica a los malminoristas y católicos regiminosos: cuándo Paulo VI dijo que “el cristiano que quiere vivir su fe en una acción política concebida como servicio, no puede adherirse ,sin contradecirse a sí mismo, a sistemas ideológicos que se oponen, radicalmente o en puntos sustanciales, a su fe y a su concepción del hombre. No es lícito, por tanto, favorecer a la ideología marxista [pero] tampoco la ideología liberal[6]. Preguntamos sin retórica, decíamos, cuándo se nos pide ser coherentes en política, y se nos recuerda que no es coherente ser liberal y ser marxista, ¿por qué seríamos coherentes y no pecaríamos contra esta clara advertencia moral, aceptando el sufragio universal, la soberanía del pueblo y todos aquellos principìos ideológicos pregonados en común por liberales y marxistas? ¿Por qué si aceptamos lo sustancial de la Revolución no nos convertimos en revolucionarios?







[1] Bernhard Häring, La ley de Cristo, Barcelona, Herder, 1961, Libro II, II, Sección Segunda, III. Hay versióndigitalhttp://www.mercaba.org/Haring/II/102135_pecados_contra_amor_projimo.htm          
 [2] Cfr. Foro de Teología Moral San Alfonso María de Ligorio, Recensión a Fernando Cuervo, Principios morales de uso más frecuente. Enseñanzas de encíclica Veritatis Splendor, Madrid, Rialp, 1995, http://www.foromoral.com.ar/respuesta.asp?id=78
[3] Bernhard Häring, La ley…etc, ibidem
[4] Juan XXIII, Mater et Magistra , 239
[5] Jean Madiran, On ne se moque pas de Dieu, Paris, Nouvelles Editions Latines, 1957, p. 67.
[6] Paulo VI, Octogesima adveniens, 26


Nacionalismo Católico San Juan Bautista