jueves, 1 de agosto de 2019
Ante las elecciones - Antonio Caponnetto
LA COOPERACIÓN CON EL MAL
Por Antonio
Caponnetto
Desde siempre –para decirlo de un modo algo hiperbólico-
cada vez que en nuestra patria hay elecciones, se repiten indefectiblemente los
mismos planteos, los mismos interrogantes, cuestionamientos, proyectos o
debates.
No nos referimos a ninguna de estas
categorías en el orden nacional o universal. Si no a algo muchísimo más acotado
y doméstico; esto es, al alboroto que se arma entre las filas católicas, más o
menos nacionalistas o tradicionalistas, acerca de si hay que votar, a quién
votar, porqué partido apostar o qué partido inventar, cuál es el mal menor, el
bien posible, y un largo, difícil cuanto delicado etcétera.
Le he dedicado a esta cuestión algún
esfuerzo sistemático de años, fruto del cual -amén de una serie nutrida de
notas periodísticas- debo hacer mención de tres obras densas y (si se me
permite calificarlas asi) exhaustivas. A saber: “La perversión democrática”
(Buenos Aires, Santiago Apóstol, 2007) y los volúmenes I y II de “La
democracia, un debate pendiente”, publicados ambos en Buenos Aires, por la Editorial Katejon,
en los años 2014 y 2016 respectivamente. Se encuentra en prensa incluso un
cuarto volumen titulado “Democracia y Providismo” (Buenos Aires, Bella Vista
Ediciones, 2019).
Como aquel ignoto lugar de la Mancha al que alude
Cervantes al principiar su Quijote, ya ni quiero acordarme de los nombres de
los principales destinatarios de estas reyertas. La nadidad argumentativa que
han demostrado al respecto los ha vuelto olvidables.
Pero las obras están. Los que tengan
interés en estudiarlas, analizarlas, considerarlas o evaluarlas honestamente,
podrán hacerlas materia de dilucidación. Haberlas escrito con esa cierta
exhaustividad que antes mentaba, confieso que me quita remordimientos y
reproches. De mi parte, al menos, hice cuanto pude para no dejar nada
substancial en el tintero, y a fe mía creo poder decir que lo he logrado.
Empezando por aclarar en lo posible los errores de bienintencionados legos,
siguiendo por refutar las maledicencias de sedicentes doctos, continuando por
ignorar los rebuznos de los comentaristas de baja estofa, hasta responder a la
fatídica y legítima pregunta: “¿Qué hacer”? Sobre todo esto último.
Sin embargo, y como decíamos arriba,
cada vez que hay elecciones, los malabaristas de la casuística, los peritos en
restricciones mentales, los especialistas en tranquilizar conciencias con
bizantinos protocolos morales, los cuadriculadores de escrúpulos y los
mensuradores de los permitidos en la dieta de la corrección política, vuelven a
repetir por enésima vez los mismos argumentos que ya fueron refutados,
explicados, evaluados críticamente y desechados.
Como el público se renueva, como los
jóvenes no están formados, como muchos adultos defeccionan y hasta varios
ancianos les dan el mal ejemplo de no comunicarles la verdad recibida de sus
mayores, la confusión se vuelve total. Ergo, nos vemos obligados al doliente
hartazgo de volver a publicar, siquiera fragmentariamente, lo que ya explicamos
en otras muchas circunstancias similares.
En esta ocasión copiaré lo que escribí
hacia el año 2007 sobre la doctrina moral de la cooperación con el mal. Está
tomado de mi libro “La perversión democrática” (Buenos Aires, Santiago Apóstol,
2007).Me resulta imprescindible aclarar: a) que he omitido intencionalmente el
nombre del eventual impugnador al que respondía entonces con estas líneas.
Sencillamente porque ya no tiene sentido ni me interesa tenerlo por
interlocutor válido; b) que estas líneas son sólo un fragmento motivador. Quien
tenga interés en ahondar deberá ir, ya no, si así lo quiere, a mi libro, sino a
las fuentes doctrinales a las que remito; c) que los destinatarios naturales de
estos fragmentos no son los especialistas, sino los jóvenes con vocación política,
con la esperanza de que puedan prestarle algún servicio.
Dicho lo cual, vayamos al esquema:
Se ha dicho, citando a Bernhard Häring, que en materia de “cooperación en
los pecados ajenos”, hay que distinguir entre “la cooperación formal –que
constituye siempre un pecado por contribuir al pecado del otro- y la
cooperación material. Es lícita la cooperación material, siempre que con una
acción se defienda un bien superior o se impida un mal mayor. Una actitud
rigorista que impida hacer cualquier cosa de la que otro pueda aprovecharse
para el mal, haría imposible toda acción política”.
Nuestro autor dice esto porque no se le escapa que
una de las objeciones que pesa sobre la ejecución del mal menor, y
específicamente sobre el voto dado al mal menor, es la de estar cooperando al
pecado ajeno. Y por supuesto, partidario explícito del malminorismo, como es,
quiere disipar de la conciencia de los que así obren la culpa de estar
cooperando al pecado ajeno. Pero también aquí se imponen sucesivas
distinciones, que no han sido hechas.
Puede
aceptarse sin sobresaltos la distinción tradicional entre lo formal y lo
material en el orden de los males o de cooperación con los mismos. Por
cooperación formal se entiende la que
realiza quien actúa o interviene consintiendo el pecado mismo. La material
en cambio, tiene lugar cuando sin querer
la acción pecaminosa, se participa de algún modo en hacerla posible. Si la
primera nunca es lícito prestarla por razones obvias, la segunda tampoco puede
ser propuesta como regla. Es una excepción atenuante que obra como tal bajo ciertas condiciones. La primera de
ellas es que tal cooperación material se nos imponga ante un caso de real
necesidad, y que estemos definitivamente seguros de que no nos queda otro
camino.
Hablar
genéricamente, sin precisar las imprescindibles distinciones, de la ilicitud de
cooperar formalmente y de la licitud de cooperar materialmente, puede fomentar
todavía más la conciencia laxa en el ya relajado mundo que vivimos. De lo
primero que debe hablar un buen cristiano, no es de la posibilidad de cooperar
al mal pecando lo menos posible, sino del deber de ser cooperador de Dios para
restablecer su Reino sobre la tierra y batallar contra los enemigos de su
divina realeza. “Ha de tenerse presente” –dice precisamente Häring-
que, por más que la culpa de los diversos
cooperadores difiera en grados, no difiere en cuanto a la especie […] Del hecho de que sean muchos los que contribuyen a
una acción pecaminosa, no se sigue que disminuya la culpa objetiva de cada uno;
más bien aumenta, pues con la colaboración se peca también contra la caridad,
corroborando la maldad de los demás, o facilitando su acción pecaminosa”[1].
Un axioma seguro y más que aconsejable sería el de cooperar activamente al bien posible,
rechazar rotundamente toda cooperación formal o sospechosa de tal, y usar de la
prudencia para evitar en lo posible la cooperación material.
No obstante la aparente sencillez y tranquilidad
moral que arroja esta división de las cooperaciones, en la práctica las cosas
son algo más complejas. Porque puede darse el caso de un acto intrínsecamente
malo en el que se coopere, sin intención de consentir el pecado de un tercero.
Como por ejemplo, vender anticonceptivos. Por la naturaleza del acto al que
coopero mi mal sería formal, por la
ausencia de intenciones cooperadoras del mal, sólo se trataría de una
cooperación material. Por eso es que
algunos moralistas prefieren reservar la
cooperación material para los casos en que el acto con que se coopera sea
bueno o indiferente por su objeto, y subdividir después entre cooperación formal subjetiva y objetiva,
siendo la primera la tradicionalmente llamada formal, y la segunda la que hemos
descripto por vía casuística[2].
Con independencia de estas sutilezas nada
desdeñables, parece evidente concluir en que mayor será la culpabilidad del
cooperador cuanto más se acerque a una cooperación
formal. Y que hay cooperación formal tanto cuando se aprueba per se el
pecado del otro, como cuando se presta concurso voluntario para que el otro lo
ejecute. Paralelamente, habrá sólo cooperación material, si la acción ejecutada es buena o indiferente, si no existe
intención alguna de provocar con ella males ulteriores, aunque se sepa que tal
posibilidad existe. Por eso aclara el precitado Häring: “para que la acción del
cooperador material merezca una condenación moral, es preciso que haya previsto
o debido prever con seguridad, o por lo menos con probabilidad, el abuso que de
ella se había de hacer.
Pero esta previsión no ha de radicar en la acción
considerada en sí misma, que de suyo no se encamina al pecado del agente
principal (pues de lo contrario habría cooperación formal). Dicha presunción o
conocimiento se desprende de las
circunstancias especiales, de las tristes experiencias pasadas, de la participación
de otras, en fin, de la directa manifestación de las malas intenciones del
agente principal”[3].
Este énfasis puesto en las circunstancias, a los
efectos de precisar si cabe o no una condenación moral, no debe ser minimizado
ni desatendido. Pues cuando el objeto y la intención de un acto pueden ofrecer
vacilaciones para determinar con rigor su carácter moral o no, el análisis de
las circunstancias sabe inclinar la balanza hacia un lado u otro de lo legítimo
o ilegítimo. Aquí y ahora, en concreto,
las circunstancias me han de dar la garantía de no estar contribuyendo a un
pecado visible.
Si dadas determinadas circunstancias de tiempo y
espacio se nos pide que arreglemos un consultorio médico con trabajos de
albañilería, no se podrá calificar al acto más que de bueno o neutro. Pero si
quien nos encarga la tarea es un cirujano plástico dedicado a medrar
inescrupulosa e irresponsablemente con la moda del rejuvenecimiento, las mismas
circunstancias de tiempo y espacio descalifican moralmente nuestra tarea.
Una cosa es
poder desinvolucrarse de las ulterioridades maliciosas de un acto, porque
desconozco el abuso que pueda hacer del mismo aquel con quien estoy cooperando.
Y otra cosa es que el acto que llevo a cabo ya me ofrezca la constancia, actual
y presente, de que servirá para consumar un pecado o una inconducta. No es
ocioso al respecto prestar atención a esta recomendación pontificia: “en tales
colaboraciones [la de los
católicos en el ejercicio de sus actividades económicas o socisles] procuren ante todo ser siempre
consecuentes consigo mismos y no aceptar jamás compromisos que puedan dañar la
integridad de la religión o de la moral"[4]
Ahora sí, salvedades hechas, podemos decir que la
cooperación material sólo podría ser legítima en defensa de un bien superior o
como obstáculo a un mal mayor, pero respetando a rajatabla el principio de que
el fin no justifica los medios; y por lo tanto, no procurando jamás un buen
efecto valiéndose de otros malos. Asimismo, al aplicar este principio,
deberemos ser cuidadosos de no estar procurando una ventaja privada, ni de
resultar movidos por el temor o por el oportunismo.
Pues bien,no somos expertos en teología moral.
Quede dicho. No queremos parecernos ni a ciertos ultramontanistas ni a ciertos
angelistas, sea que por vía de un rigor extremo los unos, o de una desencarnada
visión los otros, llamen pecado a todo o se desentiendan del pecar,
sencillamente porque se desentienden de vivir en la tierra. No es la nuestra
una actitud escrupulosa que “impida hacer cualquier cosa de la que otro pueda
aprovecharse para el mal”. Es sí, una actitud coherente que impide llamar bueno
a lo que es malo porque lo hacemos nosotros, como impide hacer lo que de un
modo implícito o explícito entre en colisión con la recta doctrina y el obrar
concorde.
Pero es el caso de aplicar todo lo antedicho a
nuestro tema específico, y la siguiente es nuestra breve conclusión:
a) Quien participa del sufragio universal se
involucra en una mentira de funestas repercusiones para el Orden Social,
pecando contra el Octavo Mandamiento. Se trata de una actuación o intervención consintiendo el pecado mismo,cual es el
de la mentira dañosa. Agrava el daño la proyección que el mismo tiene sobre el
bien común nacional, con lo que queda comprometida la virtud de la piedad,
ligada al Cuarto Mandamiento. El acto de
mentir es intrínsecamente malo; luego, la cooperación sería formal y no
material.
b) La acción de sufragar, mediante la mentira
universal del sufragio universal, no es
moralmente buena o indiferente; es participar de un fraude, de una
subversión, de una colosal estafa política, de una rebelión contra la recta
escala de los bienes. Es fácil colegir además, que dadas las circunstancias que rodean al candidato, antes y después
de las elecciones; concretamente la circunstancia de estar inserto en el
sistema democrático frente al que tiene que rendir cuentas, el abuso que pueda
hacer de mi concurso es inevitable. El acto de sufragar ya lleva ínsito la
constancia de que contribuirá al mantenimiento de la perversión democrática. Luego,
la cooperación no sería meramente material sino formal.
c) El liberalismo es pecado. “La democracia moderna
es la democracia clásica en estado de pecado mortal”[5].
Ser católico y ser liberal es, además, sumar al pecado del liberalismo el de la
incongruencia. Los principios que acepto al aceptar las reglas de juego del
sistema liberal conspiran gravemente contra la concepción católica de la
polìtica, y consuman el destronamiento intencional y demoníaco de Jesucristo.
El abrazar o fundar un partido que públicamente no reniegue y efectivamente no
haga rechazo de los principios del liberalismo –como la soberanía del pueblo,
el derecho nuevo, el constitucionalismo moderno, el sufragio universal, el
laicismo integral,etc- equivale a aprobar, patrocinar o impulsar dichos
principios. Luego, la cooperación sería
formal.
La solución es elegir
no votar, para no votar pecando. Elegir abstenerse de ser partícipe del
sufragio universal y de cuanta impostura teórico-práctica el mismo conlleva.
Elegir, contra todas las formas de pragmatismo oportunista, la coherencia
extrema. Preguntamos sin retórica a los malminoristas y católicos regiminosos:
cuándo Paulo VI dijo que “el cristiano que quiere
vivir su fe en una acción política concebida como servicio, no puede adherirse
,sin contradecirse a sí mismo, a
sistemas ideológicos que se oponen, radicalmente o en puntos sustanciales, a su fe y a su concepción del hombre. No es lícito, por tanto, favorecer a la
ideología marxista [pero] tampoco la ideología liberal”[6]. Preguntamos sin retórica, decíamos,
cuándo se nos pide ser coherentes en política, y se nos recuerda que no es
coherente ser liberal y ser marxista, ¿por qué seríamos coherentes y no
pecaríamos contra esta clara advertencia moral, aceptando el sufragio universal,
la soberanía del pueblo y todos aquellos principìos ideológicos pregonados en
común por liberales y marxistas? ¿Por
qué si aceptamos lo sustancial de la Revolución no nos convertimos en revolucionarios?
[1]
Bernhard Häring, La ley de Cristo,
Barcelona, Herder, 1961, Libro II, II, Sección Segunda, III. Hay versióndigitalhttp://www.mercaba.org/Haring/II/102135_pecados_contra_amor_projimo.htm
[2] Cfr. Foro de
Teología Moral San Alfonso María de Ligorio, Recensión a Fernando Cuervo, Principios morales de uso más frecuente.
Enseñanzas de encíclica Veritatis Splendor, Madrid, Rialp, 1995, http://www.foromoral.com.ar/respuesta.asp?id=78
[3] Bernhard Häring, La ley…etc, ibidem
[4] Juan XXIII, Mater et Magistra , 239
[5] Jean Madiran, On ne se moque pas de Dieu, Paris, Nouvelles
Editions Latines, 1957, p. 67.
Nacionalismo Católico San Juan
Bautista