A
pesar de los avances de la Humanidad, aún hay personas que persisten en
la ridícula superstición del ateísmo. Con este artículo, que es mucho
más personal de lo que suelo escribir, donde cuento las señales divinas
que he recibido en mi vida, espero que algún escéptico lo lea y tempere
su incredulidad. A mí nadie me va a convencer de que Dios no actúa en el
mundo, porque he vivido en mis propias carnes como me va guiando. No es
una teoría, es tan real como la vida misma.
Quiero
dejar claro que las historias que voy a contar NO SON MILAGROSAS. Un
milagro es un hecho que la ciencia es incapaz de explicar, como la
curación instantánea de un enfermo o la resurrección de un muerto.
Personalmente nunca he sido testigo de un auténtico milagro, pero lo
importante de estas señales es que me han pasado A MÍ, y las cuento en
primera persona. Soy consciente de que cualquiera de estas señales
divinas podría tener una causa natural, sin necesidad de invocar a Dios.
Todas podrían ser fruto de la casualidad; sin embargo, el problema con
la explicación anti-sobrenatural es que desafía la ley de la
probabilidad hasta límites que rozan el absurdo. Casi haría falta más fe
para creer que todo lo que voy a contar fue por puro azar o por
auto-sugestión. Realmente, la única manera de refutar la tesis de que
detrás de todas estas historias está la mano providente de Dios, es
invalidar mi testimonio; vamos, llamarme mentiroso o tomarme por loco.
Voy
a estructurar el artículo en seis partes. Cada una es una historia que
me ha pasado a mí, y van en orden cronológico. Intentaré no adornar,
contaré las cosas tal y como sucedieron, sin trampa ni cartón. Estas son
MIS historias, pero cada uno tiene las suyas. Animo a mis lectores a
comentar las señales que Dios les ha enviado, para que todos seamos
consolados, viendo como Dios actúa en nuestras vidas.
Primera historia
Yo
salí del ateísmo en la universidad, con 19 años. No voy a detallar los
eventos que llevaron a mi conversión, porque eso daría para otro
artículo. Basta saber que tuve una experiencia de Dios que dio un giro
de 180 grados a mi vida. Con 19 años, mi celo por Jesucristo era tan
grande como mi ingenuidad y mi ignorancia. En aquella época tenía una
novia en España, que ahora es mi mujer, y en cuanto llegaban las
vacaciones yo iba a España a visitarla o ella venía a Inglaterra. Un día
en Oxford me paré a charlar con una mendiga que me pidió dinero. Le
dije que no pensaba darle dinero (¡menos mal!), con lo que ella me pidió
que le comprara algo en el supermercado. Accedí, pensando que era lo
mínimo que podía hacer. La mujer, viendo la oportunidad, llenó el carro
hasta arriba. Creo que nunca he gastado tanto en un supermercado como
aquel día. Pagué con mi tarjeta por un sentimiento de culpabilidad, a la
vez que me invadía la sensación de que la mujer se había aprovechado de
mí. Mi economía de estudiante no daba para ese tipo de gastos.
Cuando se lo conté a mi novia (ahora mi mujer) se puso furiosa. Me dijo que con ese dinero, 16.000 pesetas de
entonces, ella podía haber comprado un billete de avión para venir a
verme. “¿Cómo se te ocurre hacer una tontería así?”, y frases por el
estilo. ¡Menos bonito, me dijo de todo! A los pocos días me llamó
diciendo que había ocurrido algo muy extraño. Había encontrado en su
habitación, entre las páginas de un libro, 16.000 pesetas.
Con ese dinero enseguida compró un billete y vino a verme.
Evidentemente, ella no disponía de esa cantidad de dinero; con sus
clases particulares iba reuniendo sus ahorros con grandes esfuerzos, y
sabía en todo momento cuanto tenía. Mucho menos podía de ser de sus
hermanos, todos ellos menores sin ingresos. Sus padres tampoco tenían ni
idea de donde venía ese dinero, y tampoco les había contado la
incidencia con la mendiga. De vez en cuando mi mujer cuenta la historia a
su familia. Ellos se ríen de su teoría de que Dios se lo puso allí,
pero el hecho es que hasta la fecha nadie ha podido explicar la
proveniencia de ese dinero, y porqué fue justo la misma cantidad que yo
me gasté en la compra de la mendiga.
Segunda historia
Otra
historia relacionada con los viajes. El primer día de vacaciones tenía
que coger un autobús muy temprano desde Oxford, para ir al aeropuerto de
Gatwick, para luego coger el avión a España. Puse mi despertador a las 5
de la mañana, pero cuando salí a la calle, absolutamente desierta y aún
a oscuras, y empecé a arrastrar mis enormes maletas, llenas de media
biblioteca de la facultad, me di cuenta de que había cometido un
tremendo error de cálculo. No iba a llegar a tiempo a la parada de
autobús, por lo que perdería el avión y no conseguiría visitar a mi
novia.
Tras
unos minutos de esfuerzo inútil, me senté en la acera y pedí ayuda al
Señor, diciendo: “por favor, Dios, échame una mano si quieres que llegue
a España, porque esto es demasiado pesado para mí.” Al instante, (OJO,
no después de varios minutos, ni siquiera después de diez segundos, AL
INSTANTE) apareció un chico que reconocí de mi residencia. Iba un poco
borracho, porque se recogía de una fiesta que había durado toda la
noche. Me dijo amablemente: “Hola Christopher, ¿quieres que te eche una
mano con esas maletas?” Gracias a la ayuda de este compañero festero,
llegué a la parada de autobús por los pelos y pude coger el avión rumbo a
España. No tengo ningún otro recuerdo vívido de aquel chico, porque
apenas llegamos a conocernos. Simplemente apareció en el momento
oportuno, enviado (yo creo) por el Altísimo.
Tercera historia
Tras
casarnos, ya viviendo en España, mi búsqueda de un catolicismo más
auténtico me condujo a unos sacerdotes muy conservadores, que nos
recomendaron como matrimonio hacer los ejercicios espirituales de San
Ignacio. El retiro era de hombres y mujeres juntos, algo poco
recomendable, pero a pesar de ello todo se hacía de forma muy correcta.
Yo me moría de ganas de hacerlo, pero para mi mujer la mera idea de
estar 5 días en silencio, apartado del mundo, le parecía una auténtica
locura, y todos mis dotes de persuasión eran insuficientes.
En una
Misa unas monjitas muy piadosas (siempre me acordaré de la Hermana
Fina, Dios la cuide, esté donde esté) nos dijeron que escribiéramos en
un papelito una petición al Señor, para que el Padre la ofreciera en
silencio durante la ceremonia. Mi mujer dijo, sin pensarlo un instante:
“Pon que quieres que me quede embarazada.” Le contesté que eso era
pasarse un poco. Lo habíamos intentado sin éxito durante bastantes años,
y casi habíamos perdido la esperanza. Ella respondió: “Si Dios quiere
que vaya a esos ejercicios me tendrá que dar una señal; esto será mi
señal”, así que eso es lo que escribí. Los ejercicios empezaban el
miércoles santo y el día antes casualmente tenía una revisión
ginecológica. La doctora le exploró y preguntó: “¿Es posible que estés
embarazada?” Salió corriendo a la farmacia a comprar un test de
embarazo, que dio positivo. Al final no tuvo más remedio que ir a los
ejercicios espirituales. Le hemos contado muchas veces esta historia a
nuestra hija, y siempre terminamos diciéndole: “fuiste un regalito de
Dios.”
Cuarta historia
En
cuanto abrieron la capilla de Adoración Perpetua en Murcia me apunté a
cubrir turnos. Con tres niños pequeños, el trabajo y todos las
obligaciones cotidianas, el turno que me resultaba más fácil era de
madrugada. ¡Sabía que de 2 a 4 de la mañana estaba libre! Además, era el
turno donde más necesidad había, así que una vez a la semana rompía el
sueño, como los monjes cartujos, para ir a la capilla y adorar a Dios en
el silencio de la noche.
Yo tengo un sueño muy profundo. Mi
mujer dice que para despertarme durante la noche tiene que sacudirme con
insistencia. A ella le pasa todo lo contrario; tiene un sueño tan
ligero que le despierta cualquier cosa. Tengo que procurar no acostarme
después de ella, porque cuando acaba de dormirse y le desvelo, le cuesta
muchísimo volver a coger el sueño. Una noche me quedé haciendo cosas y
cuando subí a la habitación estaba todo a oscuras y mi mujer dormía. Me
metí sigilosamente en la cama, sin hacer más ruido que una mosca. Luego
me di cuenta de que mi teléfono que uso como despertador estaba abajo y
que tendría que levantarme de nuevo para cogerlo. No quería de ninguna
manera hacer eso, porque desvelaría a mi mujer, pero si no ponía el
despertador, ¿cómo me iba a despertar a la 1:30 de la madrugada para ir a
la capilla?
Me quedé pensando en la oscuridad, sopesando mi
dilema. Finalmente decidí hacer algo inusual; le pedí a mi ángel de la
guarda que me despertara a esa hora, si pensaba que era la voluntad de
Dios y para bien de mi alma que yo fuera a la capilla. Y me dormí. De
pronto sentí que alguien me estaba sacudiendo con fuerza, me desperté de
golpe, los ojos como platos, miré la hora y vi que eran exactamente las
1:30. Naturalmente, me levanté y me fui a la capilla. No suelo usar a
mi ángel como un despertor. Creo que sería una falta de respeto hacia
él, ya que no es su cometido (¡conmigo tiene ya trabajo de sobra!), pero
en las pocas veces que no he tenido más remedio, si la causa ha sido
buena, no me ha fallado.
Quinta historia
Soy un apasionado
de la montaña y una de las cosas que más disfruto es subir montañas con
mi familia. Una vez estuvimos todos en la Sierra del Segura, cerca de
un pueblo llamado Yeste. Me había propuesto subir el pico más alto de la
zona, pero era diciembre y conforme avanzaba el día veíamos que no nos
iba a dar tiempo, por las pocas horas de luz que quedaban. Le dije a mi
mujer que se bajara despacio con los niños y yo seguiría hacia arriba.
Le prometí que a las cuatro me daría la vuelta, estuviera donde
estuviera, para que me diera tiempo bajar antes de que se hiciera de
noche. El ascenso era más largo de lo que imaginaba, con varias falsas
cimas. Iba subiendo contra-reloj, para llegar arriba antes de las
cuatro.
Cuando
hice cumbre eran las cuatro en punto. Tras recuperar el aliento, hice
lo que siempre hago en lo más alto de una montaña: rezar. Si el lector
no lo ha hecho nunca, le animo a hacer la prueba; en ningún sitio se
reza como en lo alto de una montaña, completamente alejado del ruido de
la civilización. A pesar del frío y un viento huracanado, recé como
pocas veces he rezado en mi vida. Soy un desastre para la oración; mi
cabeza no para y me distraigo diez veces en un Padrenuestro. Pero
aquella tarde invernal, en el Pico de las Mentiras, tuve una fuerte
sensación de estar en la presencia de Dios. Fue como si un velo se
hubiera corrido y se me permitía contemplar la realidad como la ve Dios.
Igual
que San Pedro, a pesar de encontrarme muy a gusto allí arriba, tuve que
bajar de la montaña y reunirme con mi familia. Luego, dos días más
tarde, de vuelta a casa, recibí una llamada de mi madre, preguntándome
donde había estado. «¿Pasa algo?» pregunté, preocupado. «Tu abuela ha
fallecido, y te hemos estado llamando», me contestó.
Tuve una
relación muy estrecha con mi abuela materna, a quien siempre visitábamos
en vacaciones cuando éramos pequeños. En sus últimos días intenté
hablarle de Dios, sabiendo que le quedaba poco en este mundo. Un día,
hablándole de la necesidad de preparar el alma para la vida eterna, me
soltó una frase que me dejó helado: «la verdad es que esas cosas no me
interesan». No supe qué hacer ante esta indiferencia espiritual y me
quedé angustiado, pensando en su muerte, que sin duda no tardaría en
acaecer.
«¿Cuándo falleció?», pregunté a mi madre por teléfono.
«El sábado», me dijo, el día de mi ascenso al Pico de las Mentiras. «¿A
qué hora?», pregunté. «A las cuatro de la tarde», fue la respuesta. No
sé exactamente cuál es el significado de esta historia, pero sospecho
que El Señor quería que, a la hora de la muerte de mi querida «Grandma»,
yo estuviera en oración profunda. Ojalá le sirviera para salvar su alma
en el momento crítico de su paso hacia la vida eterna.
Sexta historia
En
Nochebuena del año 2016 nos encontrábamos reunidos en la finca en el
campo que pertenece a la familia de mi mujer para celebrar juntos la
Navidad. El ambiente era más apagado que otros años, a pesar del jaleo
inevitable de tantos sobrinos pequeños, porque en enero de ese año había
fallecido mi suegro, el Abuelo Álvaro. Todos le echábamos de menos, ya
que en esa noche él era siempre quien sacaba su guitarra y nos ponía
todos a tocar villancicos. Con sus seis hijos músicos y varios nietos
siguiendo la tradición familiar, juntábamos una considerable orquesta.
Aquella noche, en la sobremesa, charlábamos alrededor de la chimenea,
cuando de pronto uno de mis cuñados dijo: «Me vais a decir que estoy
loco, pero mirad la chimenea.»
Es difícil de explicar, pero la
imagen de mi suegro se había aparecido en el cristal de la chimenea. No
había duda, era él. Todos le reconocieron, hasta mi suegra, que es muy
descreída para estas cosas. Mi cuñado hizo una foto del fuego con el
móvil. Aún reconoce la cara de su padre cuando la mira hoy. Ninguno de
los nueve adultos que allí estuvieron pone en duda que fuera el abuelo
recién fallecido, ni siquiera los que se declaran agnósticos.
Esta
historia se podría interpretar de muchas maneras, pero creo que
demuestra al menos una cosa: tenemos un alma, y cuando morimos no
desaparecemos sin más. El Abuelo Álvaro murió bien; en su último año
rezó el Santo Rosario diariamente; su larga enfermedad le permitió
ponerse en paz con Dios, confesarse y recibir la extremaunción. No sé
porqué se nos apareció esa Nochebuena. Quizás quería que sus hijos
vieran que la vida no se acaba con la muerte natural, pero cada uno es
libre de sacar sus propias conclusiones. Pido a mis lectores una breve
oración por Álvaro.
R. I. P. +