sábado, 3 de agosto de 2019

ARMAS DESDE COSTA RICA

 


A bordo e un transporte Curtiss C-46 como el de la imagen llegaron las armas
desde Costa Rica

La noche del 23 de febrero de 1958, Juan Manuel Fangio, la gran figura del automovilismo deportivo internacional, se hallaba en el hall del Hotel “Lincoln” de La Habana, dialogando con su equipo de mecánicos, cuando una persona se le acercó disimuladamente y tomándolo del brazo le dijo:
-Discúlpeme Juan, me va a tener que acompañar.
El quíntuple campeón mundial lo miró y le sonrió, pero al ver que el sujeto esgrimía una pistola 45, su expresión se trocó en asombro y su rostro, de por sí blanco, empalideció aún más. Sin dejar de mirarlo a los ojos, Manuel Uziel, el joven que lo encañonaba, le pidió que lo acompañase hacia la puerta.
Alejandro de Tommaso, automovilista argentino que también iba a competir al día siguiente, se percató de la situación y se dirigió hacia unos bultos que había apilados a un lado, pero fue amenazado por el desconocido.
-¡Cuidado, abriré fuego si se vuelve a mover!


Stirling Moss también intentó hacer algo pero recibió la misma advertencia. Fangio comprendió que la cosa iba en serio y con una rápida mirada les dio a entender a sus acompañantes que permaneciesen quietos.
El cinco veces campeón del mundo de Fórmula 1, el “Chueco”, el volante más grande de todos los tiempos, salió del hotel con el caño del arma de su captor apoyado en la espalda.
Una vez en la calle, fue conducido hasta un viejo Plymouth negro que aguardaba estacionado a unos metros de la puerta y obligado a ascender, para perderse inmediatamente después por la calle Virtudes, en medio de la noche, dejando detrás a los testigos azorados.
Otros dos captores viajaban con Fangio en el vehículo, uno de ellos, Primitivo Aguilera, al volante y los restantes detrás, flanqueándolo por ambos lados. Dos automóviles de apoyo, estacionados en la calle San Nicolás, partieron al mismo tiempo.
Lo primero que hicieron los secuestradores fue tranquilizar a su víctima.

-No se preocupe. Nada le va a suceder.

Los subversivos sabían de sobra quien era el hombre que acababan de secuestrar y además de sentir un profundo respeto por él, debían velar por que nada le sucediese porque en ello iba la suerte del movimiento revolucionario que se estaba desarrollando desde el desembarco del “Granma”, a fines de 1956.
Esa era, precisamente, la primea medida que los dirigentes del Movimiento “26 de Julio” habían adoptado al poner en marcha la operación; nada le podía suceder al gran campeón argentino, al que debían entregar ileso una vez finalizada la carrera.
Lo primero que Fangio pidió, una vez a bordo del automóvil, fue una gorra para disimular su calvicie pero sus captores le respondieron que lamentablemente, no disponían de ninguna. En vista de ello, se acurrucó lo mejor que pudo entre los dos individuos que tenía a ambos lados y se dejó llevar, sin pronunciar palabra, observando por las ventanas los edificios, las calles iluminadas y los transeúntes que caminaban ajenos a lo que estaba sucediendo, pendientes casi todos, del gran acontecimiento deportivo que iba a tener lugar al día siguiente.
Fangio había llegado a la isla dos días antes, para participar en el Segundo Gran Premio de Autos Sport, organizado por el gobierno de Batista. Había estado el año anterior, en la misma fecha y se había adjudicado la primera edición de la competencia, generando el regocijo de los numerosos amantes cubanos del automovilismo deportivo. Por entonces, con cinco títulos a sus espaldas, era posiblemente, la mayor estrella deportiva del mundo, ídolo de millones de personas en los cinco continentes, admirado por celebridades, dirigentes políticos, reyes, magnates, empresarios, economistas, actores e intelectuales. Pero, por sobre todo, era idolatrado por el hombre común, el trabajador, el obrero, el campesino, gente simple, que tenía en aquel hijo de inmigrantes itálicos a uno de sus iguales y al mismo tiempo a un verdadero héroe, capaz de llevar a cabo las mayores proezas, como aquella del último gran premio de Alemania, cuando ganó una carrera para el infarto en la que superó a todos sus adversarios, rebasando a los que marchaban en punta en las dos últimas vueltas.
Los guerrilleros del M-26 habían pensado secuestrar a Fangio el año anterior, durante la disputa del Primer Gran Premio, oportunidad en la que trazaron planes e hicieron inteligencia. Pero a menos de tres meses de iniciada la revolución, llegaron a la conclusión de que las condiciones no estaban dadas para una operación de semejante envergadura, de ahí su decisión de postergarla para el año siguiente. Una de las alas del M-26 dedicó todo 1957 a planificar el secuestro, sabiendo que iba a ser un golpe demoledor para el régimen gobernante.
Fangio recibe el saludo de Batista tras su triunfo en el Primer Gran Premio
de Autos Sport (Febrero de 1957)
La agenda de Fangio marcaba una permanencia dos días en la isla, de ahí la premura de los secuestradores por dar el golpe. Primero se pensó capturarlo durante las pruebas que tendrían lugar el día 23, sobre la pista, pero el elevado número de custodias que rodeaban la zona los disuadió. Iba a ser imposible hacerse del gran campeón en esas circunstancias. Entonces se pensó en un golpe comando contra el hotel, con la idea de capturarlo en la habitación pero eso resultaría más complejo aún porque el edificio permanecía vigilado las 24 horas, lo mismo el canal de televisión al que el astro había sido invitado. Una gran presencia de guardias armados, además de numerosos reporteros y curiosos, harían imposible la intentona.
Los subversivos averiguaron que ese mismo día, Fangio asistiría a un cóctel en el Hotel El Nacional y hacia allí se dirigieron, pero un altercado generado por un fotógrafo desbarató todo, y en buena hora. La cantidad de custodios que rodeaban al múltiple campeón, la mayoría de ellos mimetizados entre las personas presentes, era mayor de lo esperado. No quedaba más remedio que irrumpir en el mismo hospedaje donde el piloto se hallaba alojado y sacarlo de allí por la fuerza.
Arnaldo Rodríguez
Camps
Veinte minutos después del secuestro, el conductor detuvo el vehículo y los captores le ordenaron a Fangio descender. Caminaron en silencio hasta un segundo automóvil y después de abordarlo, volvieron a partir, en este caso con un conductor diferente. Anduvieron en esas otros quince minutos hasta que, en una calle poco transitada, volvieron a repetir la operación, cambiando de coche por segunda vez. No hay constancia de ello pero tal vez el campeón haya pensado, al menos en la primera ocasión, que algo malo le iba a suceder, pero no fue así. Los secuestradores volvieron a arrancar y le aseguraron que todo estaba en orden y nada debía preocuparle.
Lo más probable es que se haya sobresaltado cuando el rodado comenzó a aproximarse a un control policial. Afortunadamente nada ocurrió y así fue como llegaron a una casa vieja frente a la cual el automóvil se detuvo. Sin perder tiempo, sus ocupantes descendieron y llevaron al cautivo hasta una habitación, donde lo dejaron solo, al cuidado de dos hombres armados.
Fangio se hallaba, sentado sobre una cama, sumido en profundos pensamientos cuando a los pocos minutos, la puerta se abrió y sus captores lo condujeron hasta un nuevo vehículo, en el que fue conducido hasta el lugar definitivo, la casa de la calle Norte Nº 46, una arteria en forma de herradura, ubicada en el barrio de Nuevo Vedado, donde esperaban varios hombres armados.
El piloto argentino ingresó a la misma rodeado por varios sujetos y cuando transpuso el umbral, las personas allí presentes prorrumpieron en alaridos. Habían logrado el objetivo. La mayor estrella del automovilismo mundial había sido secuestrada en las narices del dictador y la carrera, al día siguiente, se desarrollaría sin él. Eso atraería sobre la isla las miradas del orbe internacional y con ellas las críticas contra el régimen y su representante.
Lo primero que hicieron los presentes fue abalanzarse sobre el campeón para saludar y solicitarle autógrafos; Fangio devolvió los cumplidos y estampó su firma en cuanto papel le acercaron. Inmediatamente después dijo que tenía un poco de hambre y sin perder tiempo, la dueña de casa, Silvia Morán Navarro (viuda de Afón), se fue a la cocina para preparar papas fritas con huevos fritos. Cuando aquel verdadero manjar estuvo listo, sus hijas Agnes y Aymeé llamaron a la mesa y enseguida, todos los presentes tomaron asiento, sentando al “huésped” en una de las cabeceras.
La casa de la calle Norte Nº 46 en Nuevo Vedado,
donde estuvo secuestrado Fangio.
En la imágen, Silvia Morán con sus hijas
(Foto Arias, Revista "Bohemia")
Mientras los comensales conversaban amigablemente, ametrallando a Fangio con preguntas, el M-26 emitía un comunicado que después de ser transmitido a todos los medios, corrió por el mundo como reguero de pólvora: “Habla el Movimiento 26 de Julio. Tenemos secuestrado a Fangio. No se alarmen, no hay peligro para su persona. Seguiremos informando”.
De esa manera quedó confirmado que las fuerzas revolucionarias habían secuestrado al astro deportivo y que su suerte estaba en sus manos.
Batista debió haber bramado como una fiera al saber lo sucedido, más porque la gran figura del evento que su gobierno había organizado con tanto esmero, no iba a estar presente en la competencia.
Durante la cena, Fangio recibió numerosas muestras de afecto, elogios, felicitaciones y hasta pedidos de disculpas. Aceptó todo con una sonrisa y al cabo de un instante, se retiró a descansar, no sin antes hacer un pedido: avisar a su familia en la Argentina que se encontraba bien. En cumplimiento de esa solicitud, Arnold Rodríguez Camps, jefe del operativo, le ordenó a uno de los combatientes que se dirigiera hasta el domicilio de Jorge Aldereguía, combatiente clandestino que vivía al lado y se comunicara telefónicamente con el comando para solicitarle que diera cumplimiento a la solicitud.


Manuel Uziel


A la mañana siguiente fue despertado para el desayuno; ni bien salió de su habitación, se encontró con Faustino Pérez, uno de los cabecillas del operativo, quien le entregó los diarios del día y se sentó con él a beber café. Y cuando llegó la hora de la carrera, lo invitó a verla junto al resto de sus captores.


Se dice que Fangio se negó porque no soportaba el hecho de estar ausente en la gran competencia. De ser cierta esa versión hizo bien, porque a la quinta vuelta, el coche Nº 54 embistió a un segundo rodado y ambos fueron a dar hacia el público que se encontraba en ese sector, matando a seis espectadores e hiriendo a otros veinte. El accidente obligó a suspende la carrera y constituyó el segundo baldón para Batista y sus organizadores.


Cumplido el objetivo, el M-26 puso en marcha la segunda fase del operativo, a saberse, la entrega del campeón sano y salvo. El temor de los subversivos era que los soldados del dictador asesinaran adrede a Fangio para inculpar a la guerrilla y de ese modo, generar rechazo hacia ella. Eso los llevó a moverse con extrema cautela, descartando casi todas las instancias hasta dar con la más adecuada.


Los cabecillas del M-26 establecieron contacto telefónico desde lo de Aldereguía, con el embajador argentino en Cuba, el contralmirante Raúl Guevara Lynch, primo hermano de don Ernesto y acordaron su entrega en el sector céntrico de la capital.


Convenidos el día y la hora, el piloto argentino fue obligado a subir a un automóvil y en compañía de dos jóvenes y una muchacha, partió hacia el centro de La Habana, después de despedirse con abrazos de cada uno de sus captores.


Luego de conducir por una hora, el automovil se detuvo frente a la entrada de un edificio y de él descendió el “pasajero”, llevando consigo una carta en la que además de un formal pedido de disculpas, el M-26 explicaba los móviles del secuestro. Lo esperaban allí el embajador y algunos funcionarios de la legación, quienes condujeron al astro hasta la representación para anunciar al mundo que acababa de aparecer sano y salvo.


El Movimiento 26 de Julio había logrado su objetivo; la noticia del secuestro dio la vuelta al globo y fue titular de todos los diarios en los cinco continentes. A partir de ese momento, el prestigio de Fulgencio Batista comenzó a resentirse y el de la revolución encabezada por Castro a crecer.


Lo primero que Fangio hizo, ni bien tuvo oportunidad, fue destacar el trato excelente que recibió de sus captores, explicando que en ningún momento lo maniataron ni le vendaron los ojos, que lo alimentaron bien y que lo tuvieron cautivo en tres domicilios diferentes.


Dos días después de su liberación, el quíntuple campeón del mundo de Fórmula 1 aterrizó en Miami, especialmente invitado por unos amigos para pasar allí unos días de descanso. Ni bien se enteró de su llegada, el alcalde de la ciudad organizó una ceremonia para hacerle entrega de las llaves de la ciudad y poco después, el conocido programa de Ed Sullivan lo invitó a Nueva York para una presentación televisiva1.
Fangio a poco de ser liberado



La prensa mundial da cuenta del secuestro

El 27 de febrero, cuando todavía el secuestro de Fangio repercutía en toda la nación, Fidel Castro ascendió a su hermano Raúl y a Juan Almeida al grado de comandantes. De esa manera, las columnas que dirigían recibieron sus respectivos números y fueron bautizadas con nombres alusivos a la revolución. La del primero pasó a ser la Nº 6 “Frank País” y la del segundo la Nº 3 “Santiago de Cuba” en tanto varios hombres más quedaron como reservaba para dar forma a una tercera fuerza, en cuanto Camilo Cienfuegos se recuperase de sus heridas.
De acuerdo a los planes que se elaboraron ese día, Raúl debía abrir un nuevo frente en la Sierra de Cristal, próxima a Guantánamo, al sur de la provincia de Holguín, objetivo de la malograda expedición del “Corynthia”, un enclave escabroso, dominado por bosques de pinos y maleza tupida, del que emergía majestuoso el pico del mismo nombre, con sus 1300 metros de altura sobre el nivel del mar. Almeida, por su parte, haría lo propio sobre Santiago de Cuba, hostigando al enemigo en carreteras, puentes y accesos, operando al este del poblado de María Tomasa, para extender las operaciones lo más lejos posible en dirección este.
Los textos de aquellos nombramientos decían lo siguiente:

Se comunica por este medio que ha sido ascendido al grado de Comandante el Capitán Raúl Castro Ruz, y se le nombra Jefe de la columna 6 que operará en el territorio montañoso situado al Norte de la Provincia de Oriente, desde el término Municipal de Mayarí al de Baracoa, quedando bajo su mando las patrullas rebeldes que operen en dicha zona. […]

«Se comunica por este medio que ha sido ascendido al grado de Comandante el Capitán Juan Almeida Bosque y se le nombra Jefe de la columna 3 que operará en el territorio de la Sierra Maestra, situado al Este del poblado de María Tomasa, debiendo extender el campo de operaciones lo más lejos posible hacia esa dirección2.

Castro debía tomar decisiones urgentes, de frente a la nueva situación ya que se tenían indicios de que el gobierno planeaba una ofensiva a gran escala sobre los territorios recientemente liberados, de ahí los reglamentos que el comandante general encargó a Humberto Sori Marín en materia civil, legal y militar, con la idea de aplicarlos en las áreas que iban cayendo en su poder3.
El 1 de marzo, Castro despidió a sus dos nuevas legiones cuando las mismas partieron hacia sus destinos. Raúl apuntaría en su diario:

Dos nuevas columnas se desprendían del núcleo inicial del Ejército Rebelde en la Sierra Maestra, donde nacieron y se forjaron bajo el fuego enemigo y la gran experiencia acumulada por Fidel en largos meses de guerra: la N° 3, con el nombre de la ciudad heroica de Santiago de Cuba, dirigida por Almeida, y la N° 6 Frank País, bajo mi mando4.

La revolución ampliaba su radio de acción al abrir dos nuevos frentes (sin contar el de los rebeldes del Escambray), el Segundo, denominado “Frank País García” y el Tercero, “Dr. Mario Muñoz” y la guerra se extendía por el sector oriental de Cuba.
El Che Guevara celebró eso como si se tratase de un triunfo personal pero cuando las flamantes columnas guerrilleras se ponían en marcha, recibió una directiva que le tiró el ánimo por el suelo. En lugar de enviarlo hacia un nuevo objetivo, Castro le ordenó hacerse cargo de la Escuela de Reclutas y Oficiales destinada a captar y adiestrar nuevos cuadros.
Fue un golpe demoledor para él, una descepción y tan mal se sintió, que el propio Camilo le escribió una carta para animarlo.
Resignado, sabiendo que era un imperativo obedecer, el segundo comandante de la revolución recurrió a un prisionero del Ejército para que lo asistiese en aquellas funciones. Se trataba de Evelio Lafferté, un teniente de 23 años capturado tras el combate del Pino del Agua, a quien los métodos brutales que aplicaban las fuerzas gubernamentales sobre los campesinos, lo decidieron a pasarse de bando.

El Che se mostró cuidadoso en su trato con él; le expuso sus puntos d evista con tacto y discreción. Dedicó mucho tiempo al joven oficial, conversó con él sobre su familia y sobre su afición común a la literatura y la poesía. Lafferté le dio a leer algunos poemas suyos y el Che le obsequió un ejemplar del Canto general de Neruda. Escuchó sugerencias de Lafferté sobre la administración de la escuela, aceptó alguna sy rechazó otras. Entre estas últimas estaba la idea de que el juramente de lealtad de los reclutas debía invocar a Dios.
“[El Che] me dijo: ‘Cuando llegan los compañeros a la Sierra, no se tiene en cuenta si creen en Dios o no, por lo tanto, no podemos obligarlos a jurar por Dios. Por ejemplo, yo no creo y soy combatiente del Ejército Rebelde’. Me preguntó: ¿Tú crees que sea justo obligarme a jurar por algo que no creo?”.
Lafferté, preplejo, se dejó convencer por el argumento del Che: “Eso no me gustó, porque yo era católico, pero entendí correcto lo que estaba planeando y a Dios lo quité del juramento”5.

Aún así, la decisión tomó por sorpresa a más de un combatiente porque pensaban que había hombres capacitados entre ellos para ocupar ese lugar. Pese al malestar, Castro y Guevara hablaron con el prisionero y este aceptó.
Raúl ascendido a
comandante

Por esos días, Radio Rebelde era una realidad. La emisora funcionaba desde su central en Altos de Conrado y su alcance crecía a medida que se le iban adosando nuevos componentes. Su planta eléctrica había llegado a La Mesa (donde se hallaba la comandancia del Che) el 17 de febrero junto a piezas menores que sirvieron para efectuar las primeras pruebas que se hicieron ni bien la misma estuvo montada.
La primera transmisión duró veinte minutos y estuvo precedida por el himno revolucionario. Inmediatamente después, se procedió a dar lectura al parte del combate de Pino del Agua y luego, algo de información. Cinco días después, el 24 de febrero, el capitán Luis Orlando Rodríguez, emitió una proclama por él redactada, haciendo referencia a acontecimientos de ese día y a la creación de la emisora, de la que fue designado director.
La radio fue una de las cosas que más llamaron la atención de los diferentes visitantes que llegaron al campamento. El primero de ellos, el periodista uruguayo Carlos María Gutiérrez, quien quedó encandilado con la figura del Che y la influencia que ejercía sobre su gente.

Los periodistas que conocieron al Che en la Sierra pudieron comprobar la extraordinaria lealtad que inspiraba en sus hombres, y algunos se convirtieron en admiradores incondicionales y discípulos suyos. Entre ellos estaba el uruguayo Carlos María Gutiérrez, quien conoció al Che inmediatamente después de la batalla de Pino del Agua.
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Mientras lo acompañaba a inspeccionar el hospital y la “fábrica de zapatos”, el uruguayo observaba todo. Le impresionaba en especial la cordialidad y la camaradería que reinaba entre los hombres del Che.
No había órdenes, ni venias, ni protocolo militar, la guerrilla de La Mesa trasuntaba una disciplina más íntima, derivada de la confianza de los hombres en sus jefes. Fidel, el Che y los demás vivían en los mismos sitios, comían lo mismo, y a la hora de la pelea disparaban desde la misma línea que ellos. Guevara no tenía que abandonar su brusquedad porteña ni su ironía para demostrar que los quería, y ellos le pagaban con la misma reticencia viril, de una adhesión más honda que la mera obediencia6.

Gutiérrez llegó al campamento cuando el Che estaba ausente. Lo hizo, como es de imaginar, caminando a través de la espesura, trepando la sierra junto a otras personas, con la niebla matinal disipándose y el ruido de la batalla audible a lo lejos. Era la madrugada del 17 de febrero y la meta parecía inalcanzable.
Quienes formaban el grupo, salvo el guía, jadeaban y transpiraban; no estaban habituados a los rigores de aquella geografía y mucho menos a los peligros que acechaban a cada paso. Avanzaban temerosos, atentos a cualquier movimiento, sobresaltándose cuando algún disparo lejano, quebraba los rumores de la selva.
El Che junto al periodista uruguayo Carlos María Gutiérrez
De repente, el hombre que iba delante alzó la mano y mandó hacer alto. Por entre el follaje se dejaron entrever las siluetas de varias personas que esgrimían armas. Eran hombres del Che que regresaban a La Mesa tras una intensa jornada de combate. Lo hacían lentamente, ascendiendo la ladera sin demasiada dificultad aunque bastante fatigados por la falta de sueño. Al ver a los recién llegados, los combatientes se detuvieron y apuntándoles con sus armas preguntaron quienes eran. El guía intercambió unas palabras con ellos y después de unos minutos, reanudaron juntos la marcha, con el grupo de Guitiérrez encolumnado detrás, casi sin pronunciar palabra.
Ya en el campamento, el uruguayo buscó con la mirada al célebre guerrilero argentino, el mismo al que el gobierno denunciaba como agente comunista infiltrado y al no dar con él, le preguntó a alguien donde se encontraba.
La respuesta nos la dia Pierre Kalfón:

Cuando el Che llega a su campamento de La Mesa, hace ya un día que el periodista está alli, ya que fue conducido por algunos atajos. El uruguayo ha tenido tiempo de admirar el paraje, enmarcado por dos picos cubiertos de vegetación, así como la sinstalaciones ocultas bajo los árboles, invisibles incluso para la aguda vista del pequeño avión espía que vuela muy bajo, para indicar a los bombarderos que le siguen los blancos donde arrojar el napalm. Le enseña el “hospital” donde se ha extraído ya la bala del vientre de Camilo, la escuela, donde tres maestras alfabetizan a los campsinos guerrilleros e incluso a algunos prisioneros. Le hacen observar, discretamente plantada en una cima, la emisora Radio Rebelde, subida hasta allí pieza por pieza, a lo mo de mulo y cuyo alcance es débil todavía. Ha advertido que malvons y un raquítico duraznero crecen ante el bohío del Che. Todo se mencionará en un artículo que no va a publicarse hasta diez años después, en diciembre de 1967, en el semanario Marcha de Montevideo. Cuando le ve llegar a La Mesa, a la cabeza de una parte de su columna, Gutiérrez describe así a Guevara: “Caminaba junto a su mulo y llevaba una pesada mochila, un fusil de mira telescópica y unas cartucheras de las que colgaban dos granadas. Era muy flaco y una barba poco abundante enmarcaba un rostro que era casi el de un niño. En su gorra de visera brillaba una estrella dorada sobre una pequeña media luna. Era el único que llevaba polainas sobre su calzado de montaña. Los bolsillos de su camisa verde olivo desbordaban de papeles, cuadernos y lápices. Una pistola del 45 colgaba de su cinturón. Los bolsillos laterales de sus pantalones estaban atestados como zurrones, deformados por el peso de las balas y los libros. Se detuvo a la sombra de una adelfa y preguntó con voz ronca y baja, fatigada: "¿Cómo está Camilo?... ¿Ha llegado Fidel?" Y, sacando de su mochila un termo pequeño y hierba, comenzó a prepararse un mate. Una muchacha le trajo agua hirviendo y llenó el termo". La escena es bíblica: Macabeoregresando del combate contra Antíoco7.

La aparición del Che impactó a Gutiérrez. Le llamaron poderosamente la atención su aspecto, su mirada y el aliciente que ejercía sobre su tropa. Lo vio con cierta fascinación impartir directivas, escuchar informes y hacer observaciones y cuando notó que preguntaba por él, sintió una extraña sensación invadiendo su ser.
El Che se le acercó y le preguntó si traía yerba mate y tras un breve intercambio de palabras, lo llevó de recorrida por el campamento.
Así fue como le mostró sus instalaciones, incluyendo la fábrica de zapatos, le señaló a Lafferté y le habló de sus proyectos y necesidades; incluso tuvo tiempo para gastarle una broma a uno de sus subordinados que le preguntó si había armas nuevas: “Si tienes prisa, ve a arrebatarle la Garand a un ‘casquito’”, le respondió generando la sonrisa de los combatientes que se hallaban cerca, quienes “…le siguen con la mirada, con una especie de admiración algo fascinada. La leyenmda comenzó ya en la sierra”8.
A Kalfon le sorprende que Guevara no le hablase a Guitiérrez del boletín que había comenzado a editar en esos días. El autor francés se refiere al periodista, como un “casi compatriota” del Che, ignorando, en su condición de extranjero (sobre todo de europeo), que eso no es real pues si bien es cierto que todo argentino considera a los uruguayos casi uno de los suyos, el sentimiento no es recíproco. Los uruguayos guardan, en líneas generales, un disimulado aunque perceptible rencor por sus vecinos, emoción que exteriorizan en cuanto tienen oportunidad9.
Tras la partida de Gutiérrez (corría el mes de marzo) hizo su arribo Jorge Masetti, periodista argentino; un sujeto extraño y complicado, que también se fascinó con la personalidad de su compatriota.
El recién llegado provenía de la ultraderecha peronista y traía consigo una carta de presentación de Ricardo Rojo, firmada con el apodo de “El Francotirador”, el mismo que Guevara le había impuesto en sus viajes continentales.
El Che tomó la nota y la leyó atentamente: “Querido Chancho: el portador es un amigo que desea realizar un reportaje para la emisora El Mundo de Buenos Aires. Te ruego que lo atiendas bien; se lo merece”.
Con su compatriota Jorge Ricardo Masetti

Este sí era un compatriota, de ahí que la charla con él fuese algo más relajada. Desayunaron juntos y mientras saboreaban el delicioso café cubano, hablaron largo y tendido de su tierra de origen para entrar luego en tema.
Masetti preguntó porqué razón estaba ahí, combatiendo por un país que no era el suyo y el Che, fumando su pipa, le explicó que, en primer lugar, para él solo la Argentina era su patria sino toda América.

Estoy aquí, sencillamente, porque considero que la única forma de liberar a América de dictadores es derribándolos. Ayudando a su caída de cualquier forma. Y cuánto más directa mejor […].
Tengo antecedentes tan gloriosos como el de Martí y es precisamente en su tierra en donde yo me atengo a su doctrina. Además, no puedo concebir que se llame intromisión al darme personalmente, al darme entero, al ofrecer mi sangre por una causa que considero justa y popular, al ayudar a un pueblo a liberarse de una tiranía, que sí admite la intromisión de una potencia extranjera que le ayuda con armas, con aviones, con dinero y con oficiales instructores. Ningún país hasta ahora ha denunciado la intromisión norteamericana en los asuntos cubanos ni ningún diario acusa a los yanquis de ayudar a Batista a masacrar a su pueblo.Pero muchos se ocupan de mi. Yo soy el extranjero entrometido que ayuda a los rebeldes con su carne y su sangre. Los que proporcionanlas armas para una guerra interna no son entrometidos. Yo si10.

Escuchando a  Guevara, Masetti comenzó a experimentar una sensación extraña, mezcla de fascinación, admiración y temor, la misma que experimentaron otros visitantes pero en él, haría mella de manera diferente.
Como dice Anderson, le impresionaba la manera impersonal que tenía su compatriota al explicar las cosas y la constante sonrisa que se le dibujaba en los labios al hablar. Inmediatamente después le preguntó si Fidel Castro era comunista (no olvidemos que el periodista aún era peronista) y la respuesta que siguió lo dejó lleno de dudas:

Fidel no es comunista. Si lo fuese, tendría al menos un poco más de armas. Pero esta revolución es exclusivamente cubana. O mejor dicho, latinoamericana. Políticamente podría calificárselo a Fidel y a su movimiento, como “nacionalista revolucionario”. Por supuesto que es antiyanqui, en la medida que los yanquis sean antirrevolucionarios. Pero en realidad no esgrimimos un antiyanquismo proselitista. Estamos contra Norteamérica – recalcó para aclarar perfectamente el concepto- porque Norteamérica está contra nuestros pueblos11.

Después de esas palabras, el Che continuó con el relato de su vida, cautivando lenta e imperceptiblemente al joven y apuesto periodista, que lo escuchaba en el más penetrante silencio.
Nadie podía imagiarlo en esos momentos, pero el destino los iba a unir a ambos en el futuro, para acometer una de las empresas más temeraias y demenciales de la moderna historia de América12.
Por esos días, el Che conoció a una joven y bella mulata de 18 años, Zoila Rodríguez García, hacía la que sintió fuertemente atraído. El célebre “conquistador” de mujeres acabaría por rendirse ante el cuerpo voluptuoso de aquella muchacha morena de sonrisa cautivante y mirada inocente.
Zoila vivía en las Vegas de Jiacoba, donde ayudaba a su padre en los trabajos de herrería cuando una tarde, a eso de las 16.00, el comandante argentino llegó montado en su mulo buscando a su progenitor.
Al verlo llegar (lo acompañaba otro combatiente montado a caballo), la mulata se incorporó y saludó. Al parecer, el Che permaneció mudo unos breves instantes, observando sus curvas y después habló.

-¿Aquí vive El Cabo? – preguntó sin apartar la vista del cuerpo de la joven.

-Si, pero en estos momentos no se encuentra – respondió Zoila un tanto incómoda.

Aquel hombre extraño la examinaba de arriba abajo, pero había algo en su persona que le atrajo.

-Que fastidio – dijo el argentino mirando hacia la cabaña.

-¿Porqué? – preguntó la cubana.

-Lo estaba buscando para que me herrara este mulo.

-No hay ningún problema. Yo puedo hacerlo.

-¿Podés hacerlo?

-Si, mi padre me enseñó.

El recién llegado aceptó y entonces Zoila fue a encerrar el ganado para ponerse a trabajar. No sabía quien era aquel hombre ni de donde venía. Solo le llamaban la atención su indumentaria verde olivo y su acento, pero nada dejó entrever.
El Che se apeó de su montura y la muchacha tomó al mulo por las riendas para llevarlo al establo. Mientras lo hacía, notó que el forastero la miraba de manera muy especial. Ella fingió no darse cuenta y se dirigió hacia la caja de herramientas para buscar una lima, un martillo y algunos clavos. Y sin perder tiempo, se puso a trabajar demostrando una destreza que sorprendió al recién llegado.

Mientras herraba el mulo, lo miré de costado y me di cuenta de que me estaba observando, pero me miraba de la forma en que miran los jóvenes a las muchachas y me puse sumamente nerviosa. Cuando fui a la caja de los hierros para escoger una escofina, me preguntó qué iba a hacer y le expliqué que ya había cortado los cascos y tenía que emparejarlos para poder montar las herraduras. Guevara dijo que si era tan imprescindible dejarlos tan bonitos. Le respondí que así era. El me siguió mirando de esa forma que les dije, era una mirada un poco pícara que parecía que me quería regañar por algo que yo no había hecho. Cuando terminé le ofrecí café y me expresó que le gustaba amargo, y así lo hice13.

El Che estaba sorprendido por las habilidades de Zoila, pero más le atraía su belleza; le preguntó donde había aprendido esas artes, si era casada y que otras cosas hacía. Poco le importó que le dijera que aunque soltera, tenía una hija de un año, pues ya tenía dispuesto hacerla suya.
Zoila tradó menos de media hora en herrar el mulo y cuando termimó, le dijo al forastero que ya estaba listo.

-Dile a El Cabo que aquí estuvo Guevara – fue la frase con la que se despidió.

La joven respondió afirmativamente y se quedó viendo como aquel hombre joven y atractivo se alejaba junto al otro jinete. Le había parecido agradable, simpático, gracioso y sumamente bello; “…me impresionó mucho, la verdad es que no lo puedo negar, como mujer me gustó muchísimo, sobre todo la mirada, tenía unos ojos tan bellos, una sonrisa tan tranquila que movía cualquier corazón, conmovía a cualquier mujer”14.
Cuando su padre, apodado El Cabo, llegó por la noche, la muchacha, todavía flechada, le preguntó quien era Guevara. Cuando el herrero le preguntó porqué quería saberlo, no pudo creer que el Che en pesona hubiese estado en su casa y Zoila casi se cae de espaldas cuando su padre le explicó quien era.

-Es un hombre extraordinario –le explicó a su hija- viene a quitarnos de encima las desgracias, el hambre, el churre y la miseria.

El Cabo solía visitar el campamento de Minas del Frío (terminó la guerra con el grado de primer teniente) y estaba al tanto de quienes eran cada uno de los cabecillas.
Un día, le pidió a Zoila que lo acompañase y la muchacha, ansiosa por ver de nuevo al extraño extranjero, aceptó.
Sintió un fuerte estremecimiento cuando estuvo frente a él, pues para entonces, sabía bien de quien se trataba. Aquel hombre no solo era guapo sino poderoso y eso incrementó su interés.
Así fue como se le encomendaron otras misiones y un día, el argentino le dijo que permaneciese en el campamento a su lado. La excusa fue simple, se la necesitaba en el hospital, en la cocina, en el servicio de mensajería, pero en realidad deseaba poseerla. Y así lo hizo. Se la llevó a vivir a su cabaña de Minas del Frío, junto a la cual crecían malvones y un raquítico duraznero y comenzaron un romance fogoso y apasionado en el que el sexo fue lo principal para él, pese a que hoy se diga que se interesó por muchas cosas que ella le enseñó, entre ellas el arte de curar con plantas medicinales, los hábitos de cieros animales y los secretos del monte, que solo los baqueanos conocen.
Ella se enamoró perdidamente y se transformó en su más fiel esclava, dispuesta a obedecer y cumplir, siempre de buena gana, todo lo que él le indicara.
Cierto día, el Che le pidió a Zoila que le alcanzara un libro de su mochila, en cuya cubierta destacaban letras grandes color doradas.

-¿Estas letras son de oro? – le preguntó.

Él rió de buena gana y le explicó que en realidad se trataba de un libro sobre comunismo, palabra que la muchacha no comprendió porque jamás había escuchado en su vida.


En el mes de marzo de 1958, la Iglesia Católica de Cuba ofreció sus servicios para intermediar entre el gobierno y las fuerzas rebeldes. Sabiendo de su marcado ascendiente sobre el gobierno y la población, Fidel Casto se dispuso a escuchar pero al ver que la propuesta de paz contemplaba el cese definitivo del fuego y la formación de un gobierno de unidad nacional integrado mayoritariamente por empresarios, políticos conservadores y un sacerdote como coordinador, la rechazó de plano. No estaba dispuesto a ceder el mando a gente que estaba tan identificada y hasta comprometida con el régimen gobernante y mucho menos favorecer a los poderosos.
Batista intentó usar aquello para mostrar a los guerrilleros como enemigos de la fe, reacios al diálogo y a toda tentativa de poner fin a la guerra, pero fracasó cuando un juez de La Habana inició un proceso por apremios y asesinato contra varios de sus colaboradores. El mandatario se vio obligado a anular el proceso y suspender las garantías constitucionales y el magistrado se vio forzado a abandonar el país en dirección a Miami.
Estados Unidos respondió suspendiendo los créditos y el envío de armas a La Habana pero ello no impidió que el dictador postergase las elecciones del mes de junio hasta noviembre, ignorando las protestas y el rechazo de amplios sectores de la ciudadanía.


A poco de su llegada a San José de Costa Rica, Huber Matos comenzó a establecer contactos para conseguir armas y dinero. Para ello, estaba dispuesto a sacrificarlo todo, incluyendo su fortuna personal y eso fue lo que les manifestó a sus inmediatos colaboradores, Evelio Rodríguez y Napoleón Béquer, quienes resultaron ser dos verdaderos puntales a la hora de poner en marcha la operación.
Conformaban los tres un equipo altamente calificado el cual, después de una serie de encuentros y llamadas, puso manos a la obra con verdadera celeridad.
Para no llamar la atención, mimetizaron su actividad haciendo proselitismo entre los expatriados de su país y con ese fin apalabraron a Julio César Martínez, a quien encargaron la puesta en escena de lo que debía parecer una campaña de apoyo al movimiento revolucionario contra Batista.
Huber Matos

Uno de los primeros que acudió en su ayuda fue el costarricense Frank Marshall Jiménez15, quien aportó un considerable número de fusiles y municiones. Matos, por su parte, le escribió a su padre solicitándole los dividendos que le correspondían por la explotación de sus tierras e inmediatamente después comenzó a tantear el ambiente de los exiliados cubanos para ver hasta que grado se hallaban comprometidos con la revolución. Eso le permita saber quienes están dispuestos a sumarse a la aventura de transportar armamento hacia la isla y quienes no.
La tarea fue ardua y por momentos agobiante. Una vez apalabrados los posibles proveedores de armas, el paso siguiente fue conseguir un transporte aéreo para llevarlas a Cuba y como la situación se complica, a alguien se le ocurrió la peregrina idea de secuestrar uno. Matos la desechó terminantemente porque no quería violar las leyes de un país tan hospitalario como Costa Rica y por esa razón, le escribió a Carlos Franqui a Nueva York para que los ayudase a conseguir un piloto. Al mismo tiempo, hizo lo propio redactando una larga misiva para Fidel Castro detallándole el plan, hablándole de las armas y solicitándole dinero para alquilar una aeronave y pagar un piloto. Le dio una fecha determinada como posible arribo, el 31 de marzo y le sugirió que le escribiese a Figueres, el presidente de Costa Rica, para requerirle ayuda.
En realidad, Matos sabía que el mandatario costarricense estaba dispuesto a colaborar con ellos a través del coronel Marcial Aguiluz. La única condición que ponía era la presentación de credenciales confiables y la garantía de que las armas y municiones iban a ser enviados realmente a Sierra Maestra16.
Como se tornaba imperioso hacerle llegar a Castro el mensaje con tan importantes detalles, fue necesario buscar a una persona de extrema confianza para que lo llevase hata la sierra. Tal como explica el mismo Matos, no podía ser ninguno de los exiliados, de ahí que al no surgir ningun nombre, su propia esposa María Luisa, se ofreciese valerosamente como voluntaria.
La emoción que embargó al dirigente revolucionario fue indescriptible dado que el viaje implicaba ciertos riesgos (por no decir demasiados), pero tal como transcribe en sus memorias, no insistió en disuadirla porque compartían ambos los mismos ideales17.
Dos días después, la decidida mujer abordó un avión, acompañada por su hija Lucy y viajó de regreso a su tierra, llevando entre sus pertenencias el mensaje cifrado que su marido había redactado para Castro.


Ni bien llegó a Manzanillo, María Luisa Araluce, entregó el mensaje de su esposo a un correo que sin perder tiempo, partió a toda prisa hacia la sierra. El hombre abordó un ómnibus con destino a Yara y de ahí siguió hacia Estrada Palma, sorteando varios puestos de control caminero.
Fidel abrió el sobre y leyó detenidamente. Se le informaba sobre el inmediato envío de armas, se establecía el 31 de marzo com fecha de arribo y se señalaban cuatro puntos para realizar el aterrizaje: el primero, la pista privada de la compañía arrocera Arca, propiedad de una poderosa familia local; el segundo, una carretera ancha a la que debían iluminar con los faroles de varios camiones especialmente apostados en las inmediaciones, el tercero, una pista improvisada en la extensa propiedad de la familia Matos y el cuarto otra algo más apartada, dentro del mismo predio.
Frank Marshall
Jiménez


Castro desechó las cuatro variantes y señaló un diminuto camino próximo al caserío de Cienaguilla, a su entender, el lugar ideal para realizar la maniobra y en ese sentido, tomó lápiz y papel y redactó un parte destinado a Huber Matos, ordenándole bajar en ese sitio. Además dispuso el envío de siete mil dólares para el alquiler de un avión y redactó una carta al mismísimo Figueres, solicitándole la ayuda que Huber Matos le había aconsejado.
Mientras tanto, el grupo de tareas encargado de las armas (Evelio, Béquer, Lorié, Moisés Herrera, Miret y el propio Matos), se trasladó a la finca del coronel Aguiliz, en espera de novedades.
Dos días después llegó de regreso María Luisa con su hija Lucy, trayendo consigo la respuesta de Fidel. Matos la tomó tempestivamente y a leer su contenido quedó un tanto perturbado pues le pareció que el lugar escigido por Castro para descender, no era el adecuado. Aún así, después de evaluar la situación, decidió acatar la orden, a sabiendaso que la gente en la sierra tenía mucha más experiencia.
El dinero junto con la carta para el presidente Figueres llegaron a Costa Rica en una maleta que se encargó de llevar Ricardo Lorié, comisionado especialmente por Castro para cumplir tan delicada misión. Inmediatamente después, Huber fue citado al palacio presidencial donde mantuvo con Figueres una charla a puertas cerradas.
Matos -me dice Figueres-, voy a entregarles las armas, pero recuérdele a sus hombres que esas armas son parte del pequeño arsenal de Costa Rica y que yo se las cedo a ustedes porque quiero al pueblo de Cuba. No puede haber infidencia alguna sobre mi actitud porque me pondría a mí como un irresponsable ante los costarricenses y podría costarme hasta la misma presidencia; además tiene que llevarse las armas antes de que termine el mes de marzo, es decir, en un plazo de dos semanas. El coronel Marcial Aguiluz coordinará con ustedes la operación. Las armas esperan por usted, las tenemos en un depósito que está justamente debajo de nuestros pies. Cuanto antes se las lleve, mejor será18.

La respuesta del cubano pareció tranquilizar al jefe de estado costarricense y con ella se puso fin a la conversación.

-Confíe en nosotros, señor presidente.
Se despidieron ambos con un apretón de manos y prometieron seguir en contacto pues al mandatario le interesaba sobremanera el desarrollo de los acontecimientos.
Encontrar un avión les llevó algo más de tiempo pero lo consiguieron. Matos y su gente se pusieron en contacto con el comandante de la fuerza aérea costarricense, capitán Manuel Enrique Guerra, apodado “Pillique”, propietario de la compañía aerocomercial TAM y acordaron alquilarle una de sus unidades. De resultas de las conversaciones, le pagaron de antemano y programaron la partida de la expedición para el 31 de marzo, tal como se le había indicado a Fidel en la carta.
José Figueres, presidente de Costa Rica
Su ayuda resultó vital para el traslado de armas a Cuba

Para entonces, las armas se hallaban depositadas en la finca “La Lindora”, que el coronel Aguiluz poseía en las afueras de la ciudad. El traslado desde el arsenal nacional hasta se había hecho la noche siguiente a la conversación que Huber Matos mantuvo con el presidente Figueres, a bordo de dos camiones que salieron de la capital hacia el oeste, escoltados por algunos vehículos militares. Otra partida, de menor volumen, fue escondida en el domicilio de Moisés Herrera, un amigo y colaborador que, además de la ayuda que venía ofreciendo, se había comprometido a velar por la familia de Matos en tanto este se hallase ausente.
Por esos días, llegó desde México Pedro Miret, veterano del Moncada y coordinador militar del M-26 en el exilio, otro personaje complejo, que tenía la intención de unirse a la expedición y hasta se daba aires de importancia. A Matos le agradó la humildad que aquel hombre mostró en los primeros días pero pronto hubo de desengañarse al comprobar su cambio de actitud y lo que era peor, al notar que su intención era ponerse al frente de la operación. “Quiere arrebatarnos la expedición y atribuirse la paternidad”19.
Hasta tal punto se comlicaron las cosas, que el recién llegado convino por su cuenta, durante una conversación privada que mantuvo con el capitán Guerra, el lanzamiento de las armas sobre las posiciones guerrilleras, sin efectuar el aterrizaje.
Pedro Miret

Eso indignó al grupo de Matos, primero porque Miret les había pasado por arriba sin tratar el asunto con ellos y segundo porque eso no era lo acordado con Fidel y además, implicaba un serio riesgo ya que el cargamento podía caer en manos del ejército cubano.
Cuando Matos se enteró que a su gente le había sido impedido el acceso a la finca de Aguiluz y que Miret le había entregado al capitán Guerra quinientos dólares más “para combustible”, la indignación se apoderó de su persona y lo catapultó como un rayo, decidido a encarar al alto oficial aeronáutico personalmente. Sin perder tiempo, ganó la calle y en un vehículo de alquiler se encaminó hasta el domicilio particular de Guerra, dispuesto a plantearle la necesidad de seguir adelante con el plan original, es decir, aterrizar en un punto determinado de la sierra para efectuar allí la descarga.

-Le hemos entregado siete mil dólares para que el avión nos transporte con las armas a la sierra Maestra – dijo el cubano cuando estuvieron frente a frente -Ya los pilotos están aquí, han venido de México. El señor Pedro Miret, con prerrogativa que nadie le ha dado, le entregó a usted quinientos dólares para convencerlo de que las armas deben lanzarse en paracaídas.

Guerra buscó explicaciones pero no las halló.

-Le recuerdo que la fecha final y única, porque nos esperan ese día en el lugar preciso, es el 31 de este mes – siguió Matos - Las armas están en la finca del coronel Marcial Aguiluz, de donde mis compañeros fueron echados con el argumento de que el armamento se tirará en paracaídas. Ahora resulta que Miret es el que tiene acceso a las armas que nosotros conseguimos. Usted está informado de que el coronel Aguiluz es el hombre que el presidente Figueres nombró como su contacto conmigo. Yo no puedo ir contra Aguiluz, aunque en esta oportunidad está equivocado. Y está equivocado porque Miret y usted lo han predispuesto.

Y tras una breve pausa para ver los efectos que habían causado sus palabras, siguió:

–Bien, usted es el dueño del avión y ante mí es el responsable de un compromiso muy serio porque ya recibió su dinero. Con Aguiluz las cosas se manejarán a otro nivel, como depositario transitorio de las armas. Pero a usted esto le puede costar caro.

Guerra pareció tomar en serio aquellas palabras y por ello respondió.

–Estoy dispuesto a dar la vida por la causa de mi pueblo y también estoy dispuesto a morir aquí para obligarlo a cumplir su compromiso. No voy a permitir que Miret y usted malogren esta expedición.

–Esta tarde nos vemos a las tres en mi despacho del aeropuerto –respondió el costarricense20.

Los resultados de la conversación fueron fundamentales. Ese mismo día, a la hora señalada, Matos se hizo presente en la oficina de Guerra para cerrar el trato. El alto funcionario lo recibió en su despacho, donde se encontraba presente el jefe de Seguridad Pública de Costa Rica al que apenas saludó. La vista que desde allí ofrecía la estación aérea, con su movimiento ajetreado, le llamó la atención pero aún así, se mantuvo impertérrito y esperó a que su interlocutor hablase.
Por indicación de Guerra, salieron ambos al exterior y una vez fuera del edificio, abordaron su automóvil. Abandonaron el aeropuerto en el más completo silencio y recién en las afueras de la ciudad, el comandante de la aviación se dispuso a dialogar.

-¿Usted tiene algo que decir?

-Lo dije todo esta mañana. ¿Y usted?

-Bueno, Matos, yo quiero resolver el asunto. Si usted se pone de acuerdo con Miret, conmigo no hay problemas. Yo permito que el avión descienda donde quieran.

Guerra dejó a Matos en el centro de la capital y este, sin perder tiempo, se puso en contacto telefónico con Moisés Herrera, para que acordase un encuentro con el coronel Aguiluz. El mismo tuvo lugar en el domicilio particular de la hermana del militar y se llevó a cabo en los siguientes términos:

-Usted es un viejo revolucionario –le dijo Matos- Y debe comprender esta situación. Nosotros tenemos el compromiso de entregar el armamento en la sierra. No se puede correr el riesgo de lanzarlo en paracaídas.

A continuación, le narró todo lo que había conversado con Guerra y al finalizar, puso marcado énfasis en el hecho de que si todo fracasaba, tanto el propietario de la línea aerocomercial como Miret pagarían con sus vidas por ello.

-Pienso –contestó Aguiluz- que lo que usted propone es razonable. Ahora me interesa que saquen cuanto antes el armamento de mi finca y lo lleven a su destino.

Las palabras de Aguiluz dieron mayores bríos a Huber Matos, quien al dejar la vivienda en la que había tenido lugar la reunión, hizo varias llamadas telefónicas para organizar un encuentro con Miret y el resto del  –le dijo a Miret-, estamos ante dos caminos: uno, que el avión, que ya esta pagado y listo, nos lleve a todos hasta la sierra. El otro, que tú logres tu objetivo, ir a tirar las armas y luego regresar a Costa Rica. En ese viaje, no iríamos nosotros, que somos los que hemos reorganizado la expedición. Si persistes en tu intento y las armas se pierden, nos responderás con tu vida, acá o allá. Así que escoge el camino pero toma en cuenta que no aceptaremos que te burles de nosotros dejándonos a un lado.

-¡No, no! – respondió Miret-, esto ya está resuelto. La expedición se hará tal como la planearon ustedes, pero yo quiero ir y también para cubrir las apariencias. Tú sabes que he estado en la organización de varios proyectos de expediciones que no se han materializado.

-Está bien, tú vienes con nosotros. Lorié sale hoy para Cuba y dentro de cuarenta y ocho horas estará en la sierra donde le explicará a Fidel que hemos adelantado la operación para el 30. Le dirá algo de las dificultades que surgieron con el dueño del avión y contigo, aunque sin entrar en detalles y si todo sale bien, no se conocerán los vericuetos que te hacen daño.

-Está bien, está bien – se apresuró a responder Miret.

La conversación se extendió algunos minutos más y sobre el final, el hombre que había llegado de México exclamó con tono épico:

-¡Como no va a quedar todo resuelto aquí, si somos cubanos todos, somos hermanos, estamos en la misma causa!

Pero aquella suerte de arenga recibió como respuesta el más cerrado silencio21.
Guerra se hallaba en Miami, tramitando una póliza de seguros para el avión, cuando le llegó el rumor de que se estaba por poner en marcha una operación clandestina destinada a transportar armas hacia Cuba.
La noticia conmocionó al presidente Figueres y llenó de preocupación a los expedicionarios porque era evidente que la novedad se había filtrado y eso podía poner en estado de alerta al ejército de Batista.
El gobierno costarricense se vio obligado a extremar medidas de seguridad en todos los aeropuertos y a redoblar la vigilancia en carreteras, accesos y otros puntos clave.
Se decidió, entonces, acelerar los preparativos para poner en marcha la operación. Alguien propuso despegar desde el aeropuerto de Puntarenas, en el golfo de Nicoya, sobre la costa del Pacífico, lugar poco sospechado para lanzar la misión y de manera inmediata comenzó organizarse el traslado del armamento.
Marcial Aguiluz (izq.) junto a Frank Marshall Jiménez (centro) durante la breve
guerra civil de 1955

La noche del 29 de marzo, dos camiones civiles ingresaron en la finca “La Lindora”, propiedad del coronel Marcial Aguiluz y se detuvieron frente al galpón contiguo a la edificación principal. Casi enseguida, varios hombres se les acercaron al tiempo que otro procedía a abrir los portones e inmediatament después, comenzaron a sacar las cajas con las armas para colocarlas en los compartimentos de carga. Supervisaban la operación el coronel Aguiluz, Huber Matos, Pedro Miret y el coronel Vicente Elías, enlace del gobierno con el grupo expedicionario, quien debía franquear el paso de los vehículos en los puestos de control carreteros.
Finalizada la operación, el grupo abordó los camiones y se dispuso a partir. Los vehículos traspusieron el perímetro de la finca y tomaron el camino de acceso en dirección a la Ruta 27 que une la capital con los puertos de Caldera y Puntarenas.
Los 80 kilómetros que los separaban de la primera de aquellas localidades y los 28 restantes hasta la segunda los hicieron en plena obscuridad, con los miembros de la expedición distribuidos en ambos rodados, Matos y Elías en la cabina del primero.
En el aeropuerto de Palmar Sur, mientras tanto, Guerra supervisaba el alistamiento del bimotor Curtiss C-46, matrícula T.I-1019C, que debía llevar la expedición a Sierra Maestra.
El aparato esperaba  en la cabecera este de la pista, junto al hangar y varios edificios menores, sin que nadie sospechase el objeto de su presencia.
Con el grupo expedicionario viajaban también Moisés Herrera y el piloto argentino (siempre hay un argentino) Manuel Rojo del Río, un sujeto curioso, según la definición de Huber Matos, que bien prodría haber sido el personaje central de una novela de aventuras y espionaje.
Nacido en 1915, en la localidad suburbana de Olivos, al norte del Gran Buenos Aires, su verdadero nombre era Alfonso Manuel Rojo Roche (sin parentesco con Ricardo Rojo), hijo de los españoles Manuel Rojo y Vicenta Roche, quien a lo largo de sus correrías por el mundo, cambió de identidad en varias oportunidades.
Piloto militar, paracaidista y técnico mecánico, en 1937 viajó a España, haciendo escalas en Asunción y Río de Janeiro, donde abordó como polizón un buque francés que lo llevó hasta Casablanca, Marruecos, previo paso por Santos, donde tramitó la visa en el consulado español de esa ciudad. Deseaba combatir para la república en la Guerra Civil y eso lo llevó a Barcelona, pero una vez enrolado, al ver las brutalidades que tropas y milicianos cometían contra la población civil y la Iglesia Católica, abandonó las filas y se encaminó al consulado argentino en la capital catalana para sellar su pasaporte y dirigirse a Francia.
Dos meses después, cruzó la frontera en dirección a Perpignan, pero al llegar a esa ciudad, las autoridades francesas lo detuvieron por no tener el visado correspondiente. Para evitar ir a prisión, se enroló en la Legión Extranjera, que lo destinó a la jefatura de Argel, donde sirvió tres meses, pero en plena etapa de instrucción desertó y regresó a España, para ingresar en una compañía privada que trabajaba para el régimen de Franco, realizando operaciones de inteligencia contra grupos comunistas franceses.
En 1941 se encontraba en Venezuela, contratado como instructor por el Ministerio de Guerra y Marina. El 7 de diciembre de 1942 asesinó a un individuo durante una riña y por esa razón, fue juzgado y condenado a una pena de entre 12 a 18 años de prisión, que fue reducida a seis luego de la apelación que presentaron sus abogados. Aún así, permaneció encerrado nueve años, al cabo de los cuales, el gobierno venezolano lo deportó a la Argentina, bajo el cargo de subversión.
Estuvo poco tiempo en su país de origen ya que, al cabo de unos meses pasó a Chile y luego a Perú, donde trabajó para un organismo internacional que investigaba la infiltración comunista en la región. Poco después se vio forzado a abandonar Lima, expulsado por el gobierno, se afincó un año en Ecuador y al cabo de ese tiempo siguió hacia Costa Rica, donde ingresó como mecánico en la empresa de aviación Lacsa. Sus habilidades como paracaidista, le ganaron notable popularidad por sus exhibiciones y saltos, de ahí su ingreso en la fuerza aérea costarricense y su inmediato ascenso al grado de capitán22.
El aventurero argentino Manuel Rojo del Río
formó parte de la expedición

Además de instruir a los militares costarricenses en paracaidismo y manejo de armas livianas, Rojo demostró sus habilidades en materia de ataque y defensa aéreos.
En aquellos días, el aventurero argentino pareció sentar cabeza después de conocer a Nelly Fernández Berrocal, una joven costarricense con la que se casó y tuvo cinco hijos, las dos primeras, gemelas.
El 29 de marzo por la tarde, este particular personaje caminaba por las calles céntricas de San José cuando fue abordado por unos desconocidos que lo rodearon y le pidieron que se deteuviera. Era la gente de Huber Matos, más precisamente Miret, Díaz Lanz, Verdaguer y Béquer, quienes le dijeron sin más preámbulos que necesitaban de sus servicios. El argentino se extrañó y preguntó de qué se trataba. La respuesta fue breve, tenían algo que proponerle y deseaban conversar. El piloto accedió y así echaron a andar por la acera y mientras lo hacían, escuchó a sus interlocutores decir que se requería su presencia en el aeropuerto de Puntarenas para una misión extraordinaria que le sería revelada al llegar a destino.
Sin salir de su asombro, Rojo intentó excusarse, argumentando que tenía a su mujer a punto de dar a luz a su quinto hijo pero los cubanos no solo insistieron sino que hasta le sugirieron que lo más conveniente para él sería aceptar.

-Será muy bien remunerado – dijo Miret.

Rojo solicitó un minuto para hablar con su esposa y sus “captores” accedieron; caminaron hasta un teléfono público y cuando el aviador levantó el tubo le pidieron que fuera lo más escueto posible, es decir, que no abundase en detalles.
La conversación duró apenas unos minutos, Rojo le dijo a su mujer que iba a estar ausente unos días e inmediatamente después, abordó con los cuatro cubanos un automóvil estacionado a unos metros y partieron bajo el sol radiante, por las iluminadas calles de la capital, en dirección a la Ruta 27.
El viaje duró unas tres horas, en las que atravesaron el barrio de Guácima y una vez fuera de la capital, las localidades de Turrúcares, Río Grande, Balsa, Hacienda Vieja, Orotina, Coyolar y Cascajal.
En el trayecto se les unieron otros dos automóviles en los que viajaban Matos y el resto de la expedición.
Durante un alto en el camino, posiblemente para cargar combustible y beber algo, Rojo se le acercó a Matos y le manifestó sus temores, tal como este último lo explica en sus memorias.
En cierto momento en que hacemos un alto con los vehículos, me dice el argentino:
-Óigame Matos, cubanito: tengo dos hijas y también un pellejo que quiero conservar. Ya sé que ustedes no quieren tirar los bultos; quieren aterrizar. A lo mejor la solución que tienen  entre manos es arrojarme al vacío para evitar que yo aliste los paracaídas y lance las armas. Me lo estoy oliendo todo, pero mire, estoy dispuesto a respaldar los planes de ustedes porque lo único que me interesa son mis dos hijas y mi8 pellejo.
-Cálmate –le respondo- no hemos pensado tirarte ni mucho menos. Lo que sí vamos a hacer es aterrizar.
Rojo del Río me mira tratando de confiar en mis palabras, pero sigue algo preocupado23.

Aquí las versiones difieren un tanto. De acuerdo al relato de Huber Matos, Rojo tenía solo dos hijas y ya sabía los detalles de la misión antes de llegar a Puntarenas, de ahí sus dudas y temores. Sin embargo, en el reportaje que le realizó el diario “La Nación”, de San José de Costa Rica, publicado el domingo 4 de mayo de 1958, el aviador argentino habla de cuatro hijos y un quinto en camino y asegura que no supo las vicisitudes del vuelo hasta que se lo dijeron poco amtes de llegar al aeropuerto.
Sea cual fuera la realidad, reanudaron el viaje inmediatamente, intentando alcanzar la costa antes del anochecer. Al llegar a Puerto Caldera, redujeron la velocidad, pues no deseaban llamar demasiado la atención y después de atravesar el puente que cruza la desembocadura del río Barranca, comenzaron a bordear la costa en dirección a Chacarita, el barrio donde se encontraba el aeropuerto internacional.
Las armas fueron transportadas hasta Puntarenas en dos camiones sin identificación 

Una cuadra antes de llegar al Liceo, los vehículos viraron hacia el norte y 300 metros más adelante se detuvieron y apagaron las luces. Cuando los hombres descendieron del vehículo era prácticamente de noche. Rojo notó la pista de aterrizaje a escasos metros y algunos edificios cerca de la cabecera oriental. Siguiendo a sus “captores” caminó hasta una vivienda y una vez dentro, procedieron a exponerle los detalles de la operación.
Rojo se sorprendió cuando le dijeron que lo requerían no solo como mecánico aeronáutico para un vuelo a Cuba sino también para establecer en Sierra Maestra un dispositivo de defensa antiaérea y que había sido escogido por ser un experto en esos asuntos. La aviación de Batista estaba llevando a cabo demoledores ataques contra la guerrilla y causaba estragos en el campesinado, destruyendo aldeas, caseríos, fincas y humildes bohíos.
Así pasaron la noche los once integrantes de la expedición, junto al piloto argentino y los dueños de casa. Cenaron frugalmente, volvieron a repasar los pasos a seguir y finalmente se quedaron quietos, algunos fumando o conversando en voz baja, otros dormitando como mejor podían.
A las 05.30 del 30 de marzo, cuando aún no había clareado, el típico sonido de un avión despertó a los expedicionarios. Era Guerra que acababa de aterrizar procedente de Palmar Sur.  Algunos de los cubanos salieron al exterior y al cabo de un momento regresaron con los dos pilotos que habían conducido el aparato allí, Jesús Soto y su compañero, de apellido Calvo, antiguos empleados de Lacas y, por consiguiente, colegas de Rojo.
Recién a las 11.00 el grupo abandonó la casa y se dirigió a la cabecera oeste de la pista, donde aguardaba el C-46, que debía trasladarlos a Cuba. En ese mismo momento aparecieron los dos camiones que traían el armamento, el primero con patente de Honduras Nº 1635 y el segundo de Nicaragua, ambos cubiertos de polvo, como si hubieran atravesado caminos sin pavimentar, según el decir de Rojo. Inmediatamente después, comenzó el traspaso de la carga.
Cargando las armas

El argentino se hallaba en el interior del avión junto a Huber Matos y otros integrantes de la expedición cuando comenzó el traslado. Una parte venían embalada en cajas de madera, otra en baúles de lata y el resto en envoltorios de lona muy bien amarrados.
Los bultos fueron depositaron primeramente en el piso de la aeronave y después se los pasó a la bodega, donde los expedicioanrios procedieron a sujetarlos. Se trataba de unas cinco toneladas de armamento compuestas por dos ametralladoras pesadas de .50, subametralladoras, fusiles, municiones 3006 y obuses para morteros.
En plena faena, se acercaron al lugar unos niños para preguntar que era lo que estaban cargando y la gente afectada a la operación les respondió que se trataba de cajas de camarones para exportar.
Hay que dar un buen amarre a nuestros “camarones” congelados, ya que es un material de alto riesgo que debe quedar completamente inmovilizado para evitar una catástrofe. Como tengo experiencia amarrando carga en camiones, me ocupo del asunto. Todos estamos muy entusiasmados24.

Por su parte, Rojo del Río dice:
Yo estaba ya dentro del avión cuando se inició la descarga y traslado a la nave aérea de unas pesadas cajas, de madera unas, otras de lata y algunas envueltas en lona. Fuimos acomodándolas en el piso del avión: luego se distribuyó correctamente toda esa carga  y la amarramos, para mayor seguridad25.

Pasado el mediodía, la operación había finalizado y los expedicionarios comenzaron a abordar la aeronave y a tomar ubicación en su interior. Pedro Luis Díaz Lanz se acomodó en el asiento del piloto, a la izquierda y Roberto Verdaguer en el del copiloto. Antes de subir la escalerilla, Huber Matos abrazó a su amigo Moisés Herrera y le agradeció profundamente los servicios prestados. Herrera lo tranquilizó diciéndole que se haría cargo de su familia, en especial, la educación de sus hijos y que en tanto durase su ausencia, no debía preocuparse por nada. Detrás suyo treparon Napoleón Béquer, Evelio Rodríguez, Orlando Ortega, Samuel Rodríguez, Ricardo Martínez, Rafael Pérez Rivas y su hermano Francisco, todos armados con subametralladoras Thompson, para defenderse de eventuales ataques sorpresa de las fuerzas de Batista. Manuel Rojo del Río se ubicó junto a la puerta, atento a todos los movimientos, con las dos ametralladoras que habían desenfundado especialmente para la defensa del avión listas, a saberse, una calibre .30 y otra .50.
Mientras tanto, en la cabina, se efectuaban los controles de rutina.

-Bueno, vamos a comenzar el chequeo final – manifestó Díaz Lanz después de analizar con Verdaguer y Matos la hoja de ruta.

A las 12.30, el piloto encendió los motores y tras una última mirada al tablero, movió la palanca hacia adelante para inciar lentamente el carreteo. En ese preciso momento los dos camiones en los que había llegado la carga salían de Puntarenas por el sur y se perdían hacia el este por la carretera 27, en dirección a la capital. En el costado de la pista, mientras tanto, Herrera, Soto, Calvo y posiblemente los dueños de la casa en la que habían pasado la noche, observaban la partida.
El viejo transporte de la Segunda Guerra Mundial fue incrementando la velocidad y a las 12.45 comenzó a elevarse, sobrevolando en primer lugar las viviendas que se extendían al este del aeropuerto e inmediatamente después la espesura, mientras incrementaba su altura a una velocidad de 300 km/h. Fue en ese momento, que los hombres a bordo estallaron en vivas a la revolución e inmediatamente después comenzaron a entonar el himno cubano con tal entusiasmo, que llenó de admiración a Rojo del Río.
Una vez en el aire, Huber Matos experimentó una extraña sensación del relax, que le sirvió para aflojar la enorme tensión que venía padeciendo desde hacía varios días. Lo preocupaba la carga sujeta en la bodega así como la suerte que les deparaba al llegar a destino, pero se sentía aliviado y eso le permitió esbozar una amplia sonrisa cuando sus compatriotas prorrumpieron en gritos.
A la altura de El Roble, el C-46 viró varios grados hacia el norte, inclinando sus alas hacia la izquierda, para sobrevolar primero Miramar y luego, sucesivamente, la región selvática próxima a la laguna de Arenal, el volcán del mismo nombre, San Antonio y las inmediaciones de San Jorge. Sobre el cauce del río Pocosol, el piloto torció el rumbo hacia la derecha y con el vuelo estabilizando a 4000 metros de altura, se desplazó en forma paralela a la frontera.
Desde su puesto, junto a la puerta del avión, Rojo del Río observaba el panorama mientras pensaba en su mujer y sus hijos. Las tierras de Costa Rica, su patria adoptiva, pasaban debajo suyo mientras los cubanos charlaban animadamente.
El Curtiss C-46 vuela hacia Cuba

Volando por el norte del país, prácticamente sin nubes, tripulantes y pasajeros pudieron apreciar buena parte del territorio nicaragüense al norte y una hora después la inmensidad del golfo de México, majestuosamente iluminado por el sol.
Ganaron el Caribe siguiendo el cauce del río San Juan y sobre mar abierto, Díaz Lanz volvió a torcer el rumbo hacia el norte, intentando divisar la isla San Andrés, que aunque se halla a solo 190 kilómetros del litoral nicaragüense, pertenece a Colombia.
Debido a que los pilotos solicitaban constantemente la presencia de Matos en la cabina, este optó por permanecer allí, junto a ellos, parado entre ambos asientos, firmemente sujeto a sus respaldos.
Tanto a Díaz Lanz como a Vergaduer, les interesaba saber si Matos era capaz de identificar el lugar de aterrizaje. El jefe de la expedición respondió que sus conocimientos comenzaban recién en la provincia de Oriente, pues pocas veces había salido de ella y escuchó atentamente a los pilotos cuando estos le detallaron la ruta que estaban siguiendo.
Media hora después de sobrevolar San Andrés, distinguieron la isla de la Providencia y algo más allá la de Santa Catalina, también colombianas, reclamadas las tres por Nicaragua. Díaz Lanz y Verdaguer intercambiaron sus lugares y procedieron a beber un refresco. En la bodega, mientras tanto, Rojo interrumpió la “cátedra” que estaba dando sobre sí mismo y junto a sus compañeros de viaje se asomó por las ventanillas para observar el panorama. Alcanzó a distinguir las costas del promontorio y el pequeño poblado de El Valle, con su pista de aterrizaje y algo más allá Santa Isabel, frente mismo a la pequeña isla Santa Catalina, con su altura máxima de 133 metros sobre el nivel del mar.
Cuatro horas después de la partida, el avión alcanzó Punta Negril, en el extremo oriental de Jamaica y cuando los relojes daban las 19.00, hallándose Díaz Lanz nuevamente al comando, aparecieron ante ellos las costas de Cuba, con el monte Turquino emergiendo más allá.
En ese momento, el piloto cortó la radio e inició lentamente el descenso inclinando levemente la nariz del avión, mientras en la parte posterior, Rojo estudiaba la ruta sobre el mapa.
Volando a baja altura, el C-46 se internó en tierra firme, sobrepasando primero las playas situadas al este de la desembocadura del río Toro e inmediatamente después las primeras estribaciones de la sierra, en busca del lugar de aterrizaje. En ese momento, piloto y copiloto le dijeron a Matos que si el día estaba claro, el descenso sería fácil.
Siguiendo las indicaciones que les había enviado Fidel, ingresaron por Pilón, y algunos kilómetros más adelante, viraron hacia el este, buscando el pico Turquino. Inmediatamente después, identificaron a la derecha el ingenio azucarero de Estrada Palma y casi enseguida, Huber Matos reparó en las instalaciones de la finca Arca, uno de los cuatro lugares que le había sugerido a Fidel Castro para efectuar el aterrizaje.

-Miren que fácil sería descender aquí. Conozco es aplantación arrocera, es la finca de los Arca, que tiene habilitada una pista para aviones. Ése es uno de los lugares que yo le había señalado a Fidel para el aterrizaje26.

Huber tenía razón, el aeródromo de los Arca era mucho más adecuado que la pequeña pista de tierra de Cienaguilla, pero una orden era una orden y había que cumplirla.
Siguieron avanzando un trecho más, contorneando el borde de la sierra con el llano y cuando comenzaba a obscurecer, vieron lo que parecía una bandera blanca en medio del caserío.
Diaz Lanz tiró de la palanca y el aparato inició el descenso, inclinando su nariz hacia abajo, muy lentamente. Matos pensó que el lugar señalado era malo y rogó al cielo que Lorié estuviese allí esperándolos.
Tal como afirma Rojo del Río, el peligro que corrían era grande porque muy cerca de allí se encontraban las dos principales concentraciones del ejército regular además de las bases aéreas desde donde operaba la aviación: Manzanillo y Estrada Palma. Pensando en ello, aferró instintivamente su ametralladora y esperó.
El avión rozaba las copas de los árboles, en dirección al potrero en el que ondeaba la sábana blanca, cuando repentinamente, los pilotos volvieron a ascender para volar en círculos. ¿Qué había sucedido?, pues algo realmente preocupante: las fogatas que debían señalizar la pista no habían sido encendidas y tampoco había vehículos iluminándola con sus faroles. Para peor, Díaz Lanz creyó disntiguir un obstáculo en una de las cabeceras, suposición que confirmó Verdaguer al exclamar en voz alta:

-Hay un bulto grande sobre el camino, parece que es leña.

Un segundo intento de aterrizaje también fue aportado a último momento porque falto de seguridad, el piloto dio máxima potencia a sus motores y volvió a elevarse, al tiempo que su estructura se estremecía por la repentina aceleración.
“Maldición”, pensó Matos, “Es más difícil de lo que suponíamos”. Y entonces, llegó a  sus oídos la voz de Díaz Lanz, anunciando que se largaba.

-¡Sujétate bien, que me voy a tirar aquí!

Huber, siempre parado entre los dos asientos, se aferró con fuerza a sus respaldos y esperó el golpe, con la vista clavada en el parabrisas.
El aparato tocó tierra y clavó los frenos, provocando tremendas sacudidas que estremecieron a sus ocupantes y mientras Matos se esforzaba por no salir despedido hacia adelante, el piloto giró hacia la derecha, para esquivar el obstáculo de maderas que se le venía encima.
El avión se fue contra los postes de una cerca lateral mientras iniciaba un leve trompo, golpeó fuerte contra ella y salió despedido hacia el otro costado, rompiendo el tren de aterrizaje, una hélice y un flap. Cuando se detuvo, su fuselaje crujía a causa de las hendiduras que habían abierto su estructura.
Las dimensiones del campo improvisado apenas permitían el aterrizaje de un pequeño avión y significaban un peligro para el nuestro. Hubo que “jugársela” y arrostrar el peligro. El avión tomó tierra pero no pudo ser detenido hasta topar con un[a] cerca, en la cual quedó rota una hélica ys e rompió tambikén uno de los “flaps”, que sirven para darle estabilidad al aparato27.

Afuera caía la noche y no había indicios de presencia humana.

El primero en saltar a tierra fue Manuel Rojo del Río y mientras cubría la posición, sus compañeros colocaron la escalerilla y comenzaron a descender con sus armas listas para abrir fuego.

La máquina todavía se queja por los impactos,. Con un ruido de metales y de un motor ya languideciente. Se escuchan las vcoes de Verdaguer y de Díaz Lanz, que son los últimos en bajar del avión28.


La tensión se prolongó varios minutos hasta que repentinamente, en medio de la obscuridad, parecieron percibirse ciertos movimientos. Según Rojo del Río, de la maleza circunante emergieron varias siluetas, al parecer, hombres armados vestidos de verde olivo, como el ejército (de acuerdo al relato de Matos, los mismos salieron de una casa cercana). Como ninguno alzó su rifle para disparar, los expedicionarios se mantuvieron alertas, con sus dedos sobre los gatillos de sus armas, listos para accionarlas en caso de ser necesario.
Pero para su alivio, no eran hombres de Batista sino soldados rebeldes, comandados por Crescencio Pérez.

-¡Viva la Revolución! – exclamó uno de ellos.

-¡Viva Fidel Castro! ¡Viva Cuba! – gritó otro.

Y de ese modo, se  estrecharon todos en un abrazo, plenos de felicidad y alegría.

-¡Lo lograron! – dijo Crescencio, y en ese preciso momento, sonó un disparo.

El ruido sobresaltó al grupo de hombres y les hizo pensar lo peor, pero enseguida se tranquilizaron al darse cuenta que a uno de los guerrilleros se le había escapado un tiro.

-¡¡Te voy a fusilar, coño!! – gritó furioso Crescencio - ¡Te voy a fusilar por idiota!

El subalterno no se atrevió a decir nada pese a que Crescencio seguía descargando su ira contra él. La situación se puso tan tensa que el mismo Huber Matos debió interceder para apaciguar al jefe rebelde. Este aceptó los argumentos y se calmó pero aseguró apercibir al soldado una vez en el campamento.
Entre los presentes se encontraba el capitán Delio Gómez Ochoa, oficial ejecutivo de la Columna 1 (la que comanda Fidel), quien informó a los recién legados que el comandante supremo se hallaba en camino, pues deseaba a toda costa encontrarse con ellos. Entonces Matos reparó en un detalle que le llamó poderosamente la atención: los hombres de la mencionada columna estaban bastante bien armados, pero los del grupo de Crescencio contaban con fusiles mucho más viejos y rudimentarios.
Pedro Luis Díaz Lanz
Sin perder tiempo, comenzó la descarga del avión. La operación se ralizó rápidamente, con los hombres de Crescencio y Ochoa transportando los bultos hasta la casa de uno de los hijos del primero, donde se les estaba preparado de comer.
Mientras caminaban, los “anfitriones” explicaron que apenas una hora antes del aterrizaje, se había producido en se mismo lugar un fuerte tiroteo con una avanzada del ejército regular, alertado, seguramente, por algún delator; incluso varios cazas de la fuerza aérea cubana habían efectuado algunas pasadas, intentando dar con el transporte.
Recién entonces, Huber se percató de que tenía sed y que su cantimplora estaba vacía. Antes de ingresar a la vivienda le preguntó a uno de los combatientes en que lugar podía llenar el recipiente y este le señaló un riacho que corría cerca a pocos metros del edificio.
Echó a andar en medio de la noche, caminando bajo las estrellas, aún conmovido por las fuertes experiencias que acababa de vivir y así llegó hasta el remanso que corría a través de la exuberante vegetación, con la luz de la luna reflejándose en sus aguas y los sonidos de la selva dándole un tono especial al momento.
Matos se inclinó, cargó su cantimplora y mientras lo hacía, pensó en su familia y luego en su tierra, a la que había llegado a luchar para liberarla de aquella dictadura corrupta y retrógrada, convencido que el camino que había tomado era el correcto.
Cuando se incorporó, llevó el recipiente a sus labios y bebió un buen sorbo; una sensación de frescura le recorrió el cuerpo y aunque estaba cansado, se sintió dichoso de estar allí, dispuesto a combatir por lo que entendía, era justa. Ignoraba que el destino le tenía reservado un final imprevisto.



Notas
1 Fangio quedó en muy buenas relaciones con sus captores, tanto, que tras el triunfo de la revolución fue invitado de honor del nuevo régimen cubano. El piloto no pudo concurrir por hallarse de viaje en Europa pero intercambió mensajes con ellos hasta que, veinte años después, siendo presidente de la Mercedes Benz, viajo a La Habana para cerrar un trato con el gobierno, por la venta de un lote de camiones. Auto-mobilia.com.ar, “Suenan los tambores de la rebelión” (http://www.auto-mobilia.com.ar/html_ esp/ fangio_esp.html).
2 Eugenio Suárez Pérez y Acela Caner Román, “Dos nuevos comandantes y dos nuevas columnas”, en “Diario de la Juventud Cubana”, Edición digital, 27 de febrero de 2014.
http://www.juventudrebelde.cu/cuba/2014-02-27/dos-nuevos-comandantes-y-dos-nuevas-columnas/. Los autores citan a Ricardo Martínez Victores, Historia de Radio Rebelde, pp. 157-158.
3 Ídem. El Reglamento Nº 1 del Régimen Penal establecía en su primer artículo: “La justicia corresponde a la jurisdicción de guerra del Ejército Revolucionario 26 de Julio, se administrará en el territorio ocupado por sus tropas y se ejercerá en la forma por las autoridades y sobre las personas que en el presente Reglamento se determina”. El Reglamento Nº 2 del Régimen Civil decía a su vez: “Corresponde a la jurisdicción civil el conocimiento y resolución de todas las contiendas de interés privado que se susciten en cualquier territorio ocupado por las tropas del Ejército Revolucionario 26 de Julio”. Los autores citan el diario “El Mundo” de La Habana, edición del 20 de enero de 1959 y al Instituto de Historia de Cuba, Signatura 17/4/4.2/736.
4 Ídem. Los autores citan a Gerónimo Álvarez Batista: III Frente: A las puertas de Santiago. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1983. p.40.
5 Jon Lee Anderson, op. Cit, p- 294-295.
6 Ídem, p. 296-297.
7 Pierre Kalfon, op. Cit, p. 232.
8 Ídem. 233.
9 No es nuevo que durante las competencias deportivas, especialmente las futbolísticas, si la Argentina queda eliminada, su gente se vuelque masivamente en favor del Uruguay, apoyando incondicionalmente a sus representantes y combinados. Por el contrario, si la situación es a la inversa, la población uruguaya, como la del resto del continente, deseará con toda su fuerza que la Argentina sea derrotada, tal como ocurrió en la final del último campeonato mundial de fútbol, en 2014, cuando su gente festejó el triunfo de Alemania como si fuera propio.
10 Jorge Masetti, Los que lloran y los que luchan (El Fidel Castro que yo vi), Capítulo VI, Editorial Freeland, Buenos Aires, 1958, p. 235.
11 Ídem.
12 De regreso en Buenos Aires, tanto Masetti como Gutiérrez visitaron a la familia Guevara Lynch, llevándoles mensajes y grabaciones.
13 Adys Cupull, Froilán González; Che entre nosotros, Ediciones Abril, La Habana, 1992, p. 12-13.
14 Ídem.
15 Frank Marshall Jiménez, militar y político costarricense nacido en San Ramón, el 12 de marzo de 1924, presidente de la Unión Cívica Revolucionaria, era en esos momentos diputado a la Asamblea Legislativa de su país, por la provincia de San José. Entre 1948 y 1949 se desempeñó como comandante en jefe del Estado Mayor del Ejército, designado al finalizar la guerra civil en su tierra de nacimiento. Poco después se sumó al intento de invasión que Nicaragua lanzó en apoyo del golpe de estado contra el presidente Figueres, cuando aquel anunció su proyecto de disolver las fuerzas armadas.
16 Huber Matos, op. Cit, pp. 75-76.
17 Ídem, p. 76.
18 Ídem, pp. 76-77.
19 Ídem, p. 77.
20 Ídem, pp. 77-78.
a Matos, p. 79.
22 “Un espía a la criolla”, diario “Clarín”, Buenos Aires, domingo 13 de febrero de 2000; “Alfonso Rojo; de Olivos a la Legión Extranjera”, ídem.
23 Huber Matos, op. Cit, p. 81.
24 Ídem.
25 “Armas para Fidel Castro”, diario “La Nación”, San José de Costa Rica, domingo 4 de mayo de 1958, p. 20.
26 Huber Matos, op. Cit. p. 83.
27 “Armas para Fidel Castro”, ídem.
28 Huber Matos, op. Cit. p. 84.

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