jueves, 1 de agosto de 2019

EL COMBATE DE ARROYO DEL INFIERNO



La pequeña victoria del río La Plata elevó considerablemente la moral de la guerrilla y puso en una incómoda situación al gobierno, que desde Alegría de Pío daba por liquidada a la fuerza sediciosa. La novedad puso a Batista nervioso, quien amenazó con hacer rodar cabezas e instó al inmediato aniquilamiento del grupo expedicionario, ello a costa de lo que fuere, incluyendo métodos brutales.
Mientras el tirano bramaba en su palacio habanero, la columna guerrillera se adentraba en la sierra camino a Palma Mocha, poblado guajiro de la provincia de Guantánamo que se alzaba a la vera de un río, a tres kilómetros de la costa.
En lo más profundo de su ser, el Che masticaba ira, en primer lugar, por la fuga del propietario de la casa contigua al cuartel, uno de los mayorales que iban a ejecutar después de Osorio, quien había logrado huir junto algunos soldad os y la segunda, porque Fidel había dejado buena parte de sus medicamentos a los soldados heridos, un error imperdonable dada la escasez que padecían.

Cuando la guerrilla se retiraba hacia el noreste, se produjo un extraño incidente que pudo haber sido el génesis de un motín.
Siguiendo el relato de Anderson, en un determinado momento, Fidel le ordenó a su gente pasar revista al armamento, pues quería saber cuál era la situación en lo que a pertrechos y suministros se refería.
Sergio Acuña tenía cien balas y como cada hombre debía disponer de cuarenta, el comandante le ordenó distribuir el sobrante entre sus compañeros. Como el combatiente se negó, Fidel ordenó detenerlo y eso enfureció al subalterno que como respuesta, amartilló su arma en actitud de desafío. Eso obligó a Raúl y Crescencio Pérez a intervenir, para evitar males mayores y entre los dos, lograron convencer a Acuña, quien terminó por entregar su armamento y aceptó redactar un pedido formal de disculpas, un antecedente pésimo, según la opinión del Che, porque serviría para sentar un serio precedente.
Siguiendo el relato de Guevara, el Arroyo del Infierno es un pequeño curso de agua que desemboca en el río Palma Mocha, cerca de donde se abría un claro circular en cuyo centro se alzaban dos pequeñas cabañas.
Los guerrilleros treparon las lomas que lo bordeaban y acamparon allí, después de una jornada agotadora1.
Fidel sabía que el ejército le pisaba los talones y por esa razón, decidió montar una emboscada con la idea de asestarle otro golpe que disminuyese su moral. Distribuyendo a su gente en línea paralela al curso de agua, apostó vigías cada 100 metros e inició una serie de recorridas destinadas a asegurar el dispositivo.
El 19 de enero por la mañana le pidió al Che que lo acompañase. El argentino llevaba puesto el gorro de uno de los soldados que habían tomado prisioneros en el cuartel de La Plata, ello a modo de “trofeo” y juntos se internaron en la espesura para iniciar la inspección.
En esos momentos, la vanguardia limpiaba sus armas y no reaccionó pero Camilo, que  tenía su fusil presto, viendo que se aproximaban dos sujetos, uno de ellos con un gorro del ejército regular, apuntó y disparó.
Para fortuna de ambos (del Che y Fidel), el arma se le trabó, porque de seguro hubiera seguido tirando hasta alcanzarlos. El proyectil se perdió en la selva y a partir de esa experiencia, pero el médico argentino comprendió claramente que no podía cometer otro error como aquel.
El hecho dejó en claro dos cosas, la primera que todavía seguía primando la imprudencia las filas rebeldes, en este caso por parte de uno de los integrantes del estado mayor (el Che) y la segunda, la tensión que dominaba a los cuadros quienes esperaban como una liberación la hora de entrar en combate.
Fuera de ello, la jornada estuvo signada por la aparición de un campesino que desembocó en la zona buscando un cerdo que Fidel había mandado matar el día anterior.
El hombre se sobresaltó al ver a aquellos hombres barbudos esgrimiendo armas pero al reponérsele con creces el valor del porcino perdido, se serenó. Era justo el efecto que Castro quería lograr. El ejército mataba a los campesinos, ultrajaba a sus mujeres y les robaba su producción en tanto los rebeldes se mostraban respetuosos, pagaban por lo que necesitaban y curaban a los soldados enemigos que caían heridos.
Reanudada la marcha, la columna se internó en el monte, buscando un lugar para establecer una nueva emboscada.
Según refiere Anderson, los hombres se encontraban exhaustos y nerviosos, de ahí que cuando el jefe ordenó hacer un alto y pasar revista a la munición, uno de ellos, Sergio Acuña, se negó a entregar los cien proyectiles que le sobraban. Fidel lo conminó y éste volvió a insistir por lo que el comandante mandó que le quitasen el fusil y lo detuvieran. La cosa se puso tensa cuando Acuña amartilló su arma y apuntó con ella, negándose a obedecer. Pudo haber sido fusilado pero la intervención de Raúl y Crescencio Pérez, logró apaciguar los ánimos, primero calmando a Castro y luego, convenciendo al guajiro de entregar el arma y la munición junto con un pedido formal de disculpas. El Che, que lo observaba todo en silencio, quedó muy desconforme con el desenlace porque opinaba que una actitud como aquella, podía sentar precedente.

Fidel aceptó creando un pésimo antecedente que posteriormente no acabaría allí, pues Acuña se dio tono por haber impuesto su voluntad2.

La noche del 21 de enero el Che y su “ángel de la guarda”, Luis Crespo, creyeron adecuado compartir el último huevo que les quedaba, seguros de que al día siguiente algo iba a suceder. Lo hicieron sin moverse, escondidos entre la frondosa vegetación, bajo el cielo estrellado, sin imaginar lo acertada que había sido su previsión.
Eran las 05.00 del día 22 cuando de repente, un estampido procedente de la aldea hizo sobresaltar a los guerrilleros. Los hombres agarraron sus armas y tomaron posiciones, en espera de novedades. Ignoraban que tropas regulares habían llegado al poblado y acababan de ejecutar a un negro por negarse a brindarles información.
Los combatientes intentaban escudriñar en la obscuridad, atentos al menor ruido, pendientes de cualquier movimiento pero nada sucedió y en esas condiciones llegó el amanecer. Nadie se movió de su puesto ni pronunció palabra. Solo Fidel hizo algunas señas indicando a los más próximos mantenerse inmóviles.
Recién a las 12.00 se alcanzó a distinguir una figura que avanzaba por el sendero. Se trataba de un soldado regular que caminaba con mucha cautela, con su fusil listo para disparar. Era evidente que el sujeto se hallaba en misión de exploración y que se dirigía al bohío para ver si estaba habitado.
El hombre se acercó lentamente y se detuvo a metros de la edificación. Detrás suyo aparecieron otros seis efectivos, que se dedicaron a reconocer los alrededores. Tres de ellos se perdieron de vista pero los restantes se mantuvieron allí, intercambiando palabras y gestos.
Uno de ellos se apostó como guardia y después de mirar en diferentes direcciones, arrancó algunas hojas del follaje circundante y se las colocó en la oreja a modo de camuflaje. Estaba tranquilo, relajado, ajeno al peligro que acechaba.

Era mediodía cuando observamos una figura humana en uno de los bohíos, pensamos en el primer momento que había desobedecido la orden de no acercarse a las casas alguno de los compañeros. Sin embargo, no era así; uno de los soldados de la dictadura era el explorador del bohío. Aparecieron después hasta seis, y luego se fueron, quedando tres a la vista; pudimos observar cómo el soldado de guardia; tras mirar a todos lados, quitó unas hierbas, se las puso en las orejas en un intento de camuflaje, y se sentó a la sombra tranquilamente sin aprensiones en su rostro claramente visible en la mirilla telescópica3. 

Al igual que en el combate del río La Plata, fue Fidel Castro quien primero abrió fuego. El soldado que hacía guardia recibió el impacto y cayó mortalmente herido.

-¡¡Ay mi madre!! – se le escuchó decir. Y no se levantó más.

Al sentir los disparos, sus compañeros se pusieron a cubierto y devolvieron la agresión. En el intercambio de fuego, fueron abatidos otros dos soldados, lo que redujo al pelotón a cuatro efectivos.
En lo más intenso del combate, el Che reparó en un soldado que intentaba protegerse detrás de una choza cercana y le apuntó. A través de su mira solo lograba ver sus piernas porque desde el punto elevado en el que se encontraba, el techo le cubría el resto del cuerpo4. Tomando como referencia los borceguíes de aquel hombre alzó un poco la mira y disparó. Erró al blanco por muy peco pero al gatillar por segunda vez, le dio de lleno en el pecho y lo mató. El guardia quedó tendido en el piso junto a su fusil que al caer, quedó clavado en la tierra, como señalando el lugar del deceso. Acababa de matar a su primer hombre en combate.
El Che le pidió a Crespo que lo cubriera y lanzándose a la carrera, llegó junto al cadáver para apoderarse del arma, las municiones y otras pertenencias, útiles para la guerrilla.

El hombre había recibido un balazo en medio del pecho que debió haberle partido el corazón y su muerte fue instantánea; ya presentaba los primeros síntomas de la rigidez cadavérica debido quizás al cansancio de la última jornada que había rendido5.

Esto desmiente la falsa afirmación que Nicolás Márquez hace en su libro El canalla. La verdadera historia del Che, cuando al hablar de los fusilamientos que el argentino ordenó como combatiente y jerarca de la revolución, afirma que “…no hay casi registros en sus diarios de haber matado a enemigos en combate…”6, una afirmación insólita, que no solo evidencia graves fallas en la investigación sino que pone al descubierto su poca objetividad.
El combate fue breve pero intenso, con las fuerzas regulares cargando con el peso de la derrota y sus oponentes demostrando determinación. Cuatro soldados cayeron muerto y los dos restantes se dieron a la fuga en tanto las fuerzas castristas no sufrieron ninguna baja (meses después se supo por boca de un campesino, del deceso de un quinto soldado como consecuencia de las heridas recibidas).
Como resultado de aquel enfrentamiento, el Che apuntó en su diario que se habían gastado 900 balas y que se recuperaron 70 de una canana llena, además de un fusil Garand que le fue entregado a Efigenio Ameijeiras.
Mientras la columna guerrillera se alejaba en dirección a la sierra, Castro sacaba conclusiones. Una vez más habían enfrentado a las fuerzas del ejército y por segunda vez las habían derrotado, tomándoles pertrechos. Lo que ignoraba, era que aquellos hombres contra los que habían combatido constituían una avanzada del temible teniente coronel Ángel Sánchez Mosquera, uno de los oficiales más implacables con los que contaba Batista, quien una vez enterado de la nueva emboscada, salió en busca de desquite. Mientras tanto, la columna se retiraba hacia el pico Caracas siguiendo el curso del río La Plata hasta su intersección con el Magdalena, al que vadearon algo más adelante.
El espectáculo que ofrecía la región era desolador. Los campesinos habían huido, escapando de las represalias del ejército y los plantíos con sus cabañas e instalaciones se hallaban vacíos y descuidados.
Conocida la noticia de la derrota de Arroyo del Infierno, el ejército encomendó al capitán Joaquín Casillas, otro oficial que no dudaba en aplicar métodos brutales a la hora de lograr sus objetivos, “peinar” el área, lo que significaba actuar sin miramientos contra todo aquel que colaborase con la guerrilla.
Mientras tanto, la columna rebelde trepó a lo alto de una gran loma y levantó campamento, intentando mantener distancia con los bohíos y establecimientos campesinos del área. Ni bien se quitaron las mochilas y se echaron sobre la hierba, Fidel aprovechó para pronunciar una arenga, centrándose en la disciplina y la necesidad de someterse a ella para alcanzar el triunfo.
En los días siguientes sucedieron algunas cosas; la tropa, según el Che, no acababa de consolidarse, algunos campesinos recientemente incorporados desertaron y el guía Eutimio Guerra volvió a solicitar permiso para visitar a su gente, algo que, por lo frecuente, comenzó a llamar la atención. A todo sto, el gallego José Morán se movía incansablemente intentando establecer contacto con los pobladores de la región o buscando alimentos y eso era bueno, o al menos así lo creían sus compañeros.


En la mañana del 30 de enero, después de una noche bastante fría y húmeda, apareció la aviación para acribillar la zona. Lo primero que se escuchó fue el zumbido de un motor e inmediatamente después, el clásico sonido que producen los cazas cuando entran en picada.
Los guerrilleros corrieron hacia lo más profundo del follaje y se arrojaron cuerpo a tierra, evitando por muy poco las esquirlas de los primeros estallidos.
Las explosiones y el repicar de las ametralladoras cobraron intensidad e hicieron creer a los combatientes que también eran atacados desde tierra, efecto que producían los proyectiles de 50 luego de rebotar y salir despedidos en diferentes direcciones.
Alzando la voz sobre aquel infierno, Fidel le ordenó al Che, que se adelantase en busca de la vanguardia dispersa y que después de recoger los enseres que habían quedado desperdigados durante la huida, se dirigirse a la Cueva de Humo, el punto de reunión previamente acordado.
El argentino partió en compañía de Chao, el veterano combatiente de la guerra civil española y se detuvo varios metros más adelante, esperando la aparición de sus compañeros. Para entonces, los aviones se habían alejado y parte del follaje ardía como consecuencia del ataque.
El Che y Chao decidieron avanzar un poco más y comenzaron y lo que parecía ser un rastro, desembocaron en el que se detuvieron unos minutos hasta que percibieron unos ruidos y movimientos que los pusieron en alerta.
Se incorporaron al mismo tiempo, apuntando con sus fusiles hacia el lugar desde donde llegaba el rumor y casi enseguida distinguieron  a Guillermo García y Sergio Acuña que avanzaban en sentido contrario a ellos, siguiendo la misma senda.
Al verlos venir, les hicieron señas e inmediatamente después, partieron de regreso al campamento. El espectáculo que vieron al llegar los dejó paralizados.

Vimos un espectáculo desolador: con una extraña puntería que no se repitió, afortunadamente, durante la guerra, había sido atacada la cocina. El fogón había sido partido en pedazos por la metralla y una bomba había estallado exactamente en el medio de nuestro campamento de vanguardia pero, momentos después de retirada la gente. El gallego Morán y un compañero habían salido a explorar y volvía Morán solo, anunciando que había visto los aviones desde lejos, que eran cinco y, además, que no había tropas en la cercanía. Seguíamos caminando los cinco compañeros, con una gran carga, en medio del espectáculo desolador de las casas de nuestros antiguos amigos quemadas totalmente. Todo lo que encontramos en una de ellas, fue un gato que nos aulló lastimosamente y un puerco que salió gruñendo al sentir nuestra presencia. De la Cueva del Humo conocíamos el nombre pero no sabíamos exactamente cuál era el lugar. Así pasamos la noche en medio de la incertidumbre, esperando ver a nuestros compañeros, pero temiendo encontrar al enemigo7.


Notas

1 Ernesto “Che” Guevara, op. Cit, p. 22.

2 Jon Lee Anderson, op. Cit. P. 222.

Ernesto “Che” Guevara, ídem.

3 Ídem.

4 Ídem, p. 23

5 Ídem.

6 Nicolás Márquez, El canalla. La verdadera historia del Che, Buenos Aires, 2009, p.62.

7 Ernesto “Che” Guevara, op. Cit, p. 28.