EL COMBATE DE ARROYO DEL INFIERNO
La
pequeña victoria del río La Plata elevó considerablemente la moral de la
guerrilla y puso en una incómoda situación al gobierno, que desde Alegría de
Pío daba por liquidada a la fuerza sediciosa. La
novedad puso a Batista nervioso, quien amenazó con hacer rodar cabezas e instó al inmediato aniquilamiento del grupo expedicionario, ello a
costa de lo que fuere, incluyendo métodos brutales.
Mientras
el tirano bramaba en su palacio habanero, la columna guerrillera se adentraba
en la sierra camino a Palma Mocha, poblado guajiro de la provincia de
Guantánamo que se alzaba a la vera de un río, a tres kilómetros de la costa.
En lo
más profundo de su ser, el Che masticaba ira, en primer lugar, por la fuga del
propietario de la casa contigua al cuartel, uno de los mayorales que iban a
ejecutar después de Osorio, quien había logrado huir junto algunos soldad os y
la segunda, porque Fidel había dejado buena parte de sus medicamentos a los
soldados heridos, un error imperdonable dada la escasez que padecían.
Cuando
la guerrilla se retiraba hacia el noreste, se produjo un extraño incidente que
pudo haber sido el génesis de un motín.
Siguiendo
el relato de Anderson, en un determinado momento, Fidel le ordenó a su gente
pasar revista al armamento, pues quería saber cuál era la situación en lo que a
pertrechos y suministros se refería.
Sergio
Acuña tenía cien balas y como cada hombre debía disponer de cuarenta, el
comandante le ordenó distribuir el sobrante entre sus compañeros. Como el combatiente
se negó, Fidel ordenó detenerlo y eso enfureció al subalterno que como
respuesta, amartilló su arma en actitud de desafío. Eso obligó a Raúl y
Crescencio Pérez a intervenir, para evitar males mayores y entre los dos,
lograron convencer a Acuña, quien terminó por entregar su armamento y aceptó
redactar un pedido formal de disculpas, un antecedente pésimo, según la opinión
del Che, porque serviría para sentar un serio precedente.
Siguiendo
el relato de Guevara, el Arroyo del Infierno es un pequeño curso de agua que
desemboca en el río Palma Mocha, cerca de donde se abría un claro circular en
cuyo centro se alzaban dos pequeñas cabañas.
Los
guerrilleros treparon las lomas que lo bordeaban y acamparon allí, después de
una jornada agotadora1.
Fidel
sabía que el ejército le pisaba los talones y por esa razón, decidió montar una
emboscada con la idea de asestarle otro golpe que disminuyese su moral.
Distribuyendo a su gente en línea paralela al curso de agua, apostó vigías cada
100 metros
e inició una serie de recorridas destinadas a asegurar el dispositivo.
El 19
de enero por la mañana le pidió al Che que lo acompañase. El argentino llevaba
puesto el gorro de uno de los soldados que habían tomado prisioneros en el
cuartel de La Plata, ello a modo de “trofeo” y juntos se internaron en la
espesura para iniciar la inspección.
En esos
momentos, la vanguardia limpiaba sus armas y no reaccionó pero Camilo, que tenía su fusil presto, viendo que se
aproximaban dos sujetos, uno de ellos con un gorro del ejército regular, apuntó
y disparó.
Para
fortuna de ambos (del Che y Fidel), el arma se le trabó, porque de seguro
hubiera seguido tirando hasta alcanzarlos. El proyectil se perdió en la selva y
a partir de esa experiencia, pero el médico argentino comprendió claramente que
no podía cometer otro error como aquel.
El hecho dejó en claro dos cosas, la primera que todavía seguía primando la imprudencia las filas rebeldes, en este caso por parte de uno de los integrantes del estado mayor (el Che) y la segunda, la tensión que dominaba a los cuadros quienes esperaban como una liberación la hora de entrar en combate.
El hecho dejó en claro dos cosas, la primera que todavía seguía primando la imprudencia las filas rebeldes, en este caso por parte de uno de los integrantes del estado mayor (el Che) y la segunda, la tensión que dominaba a los cuadros quienes esperaban como una liberación la hora de entrar en combate.
Fuera
de ello, la jornada estuvo signada por la aparición de un campesino que
desembocó en la zona buscando un cerdo que Fidel había mandado matar el día
anterior.
El
hombre se sobresaltó al ver a aquellos hombres barbudos esgrimiendo armas pero
al reponérsele con creces el valor del porcino perdido, se serenó. Era justo el
efecto que Castro quería lograr. El ejército mataba a los campesinos, ultrajaba
a sus mujeres y les robaba su producción en tanto los rebeldes se mostraban
respetuosos, pagaban por lo que necesitaban y curaban a los soldados enemigos
que caían heridos.
Reanudada
la marcha, la columna se internó en el monte, buscando un lugar para establecer
una nueva emboscada.
Según
refiere Anderson, los hombres se encontraban exhaustos y nerviosos, de ahí que
cuando el jefe ordenó hacer un alto y pasar revista a la munición, uno de
ellos, Sergio Acuña, se negó a entregar los cien proyectiles que le sobraban.
Fidel lo conminó y éste volvió a insistir por lo que el comandante mandó que le
quitasen el fusil y lo detuvieran. La cosa se puso tensa cuando Acuña amartilló
su arma y apuntó con ella, negándose a obedecer. Pudo haber sido fusilado pero
la intervención de Raúl y Crescencio Pérez, logró apaciguar los ánimos, primero
calmando a Castro y luego, convenciendo al guajiro de entregar el arma y la
munición junto con un pedido formal de disculpas. El Che, que lo observaba todo
en silencio, quedó muy desconforme con el desenlace porque opinaba que una
actitud como aquella, podía sentar precedente.
Fidel aceptó creando un pésimo
antecedente que posteriormente no acabaría allí, pues Acuña se dio tono por
haber impuesto su voluntad2.
La
noche del 21 de enero el Che y su “ángel de la guarda”, Luis Crespo, creyeron
adecuado compartir el último huevo que les quedaba, seguros de que al día
siguiente algo iba a suceder. Lo hicieron sin moverse, escondidos entre la
frondosa vegetación, bajo el cielo estrellado, sin imaginar lo acertada que
había sido su previsión.
Eran
las 05.00 del día 22 cuando de repente, un estampido procedente de la aldea
hizo sobresaltar a los guerrilleros. Los hombres agarraron sus armas y tomaron
posiciones, en espera de novedades. Ignoraban que tropas regulares habían
llegado al poblado y acababan de ejecutar a un negro por negarse a brindarles
información.
Los
combatientes intentaban escudriñar en la obscuridad, atentos al menor ruido,
pendientes de cualquier movimiento pero nada sucedió y en esas condiciones
llegó el amanecer. Nadie se movió de su puesto ni pronunció palabra. Solo Fidel
hizo algunas señas indicando a los más próximos mantenerse inmóviles.
Recién
a las 12.00 se alcanzó a distinguir una figura que avanzaba por el sendero. Se trataba
de un soldado regular que caminaba con mucha cautela, con su fusil listo para
disparar. Era evidente que el sujeto se hallaba en misión de exploración y que
se dirigía al bohío para ver si estaba habitado.
El
hombre se acercó lentamente y se detuvo a metros de la edificación. Detrás suyo
aparecieron otros seis efectivos, que se dedicaron a reconocer los alrededores.
Tres de ellos se perdieron de vista pero los restantes se mantuvieron allí,
intercambiando palabras y gestos.
Uno de
ellos se apostó como guardia y después de mirar en diferentes direcciones,
arrancó algunas hojas del follaje circundante y se las colocó en la oreja a
modo de camuflaje. Estaba tranquilo, relajado, ajeno al peligro que acechaba.
Era mediodía cuando
observamos una figura humana en uno de los bohíos, pensamos en el primer
momento que había desobedecido la orden de no acercarse a las casas alguno de
los compañeros. Sin embargo, no era así; uno de los soldados de la dictadura
era el explorador del bohío. Aparecieron después hasta seis, y luego se fueron,
quedando tres a la vista; pudimos observar cómo el soldado de guardia; tras
mirar a todos lados, quitó unas hierbas, se las puso en las orejas en un
intento de camuflaje, y se sentó a la sombra tranquilamente sin aprensiones en
su rostro claramente visible en la mirilla telescópica3.
Al
igual que en el combate del río La Plata, fue Fidel Castro quien primero abrió
fuego. El soldado que hacía guardia recibió el impacto y cayó mortalmente
herido.
-¡¡Ay
mi madre!! – se le escuchó decir. Y no se levantó más.
Al
sentir los disparos, sus compañeros se pusieron a cubierto y devolvieron la
agresión. En el intercambio de fuego, fueron abatidos otros dos soldados, lo
que redujo al pelotón a cuatro efectivos.
En lo
más intenso del combate, el Che reparó en un soldado que intentaba protegerse
detrás de una choza cercana y le apuntó. A través de su mira solo lograba ver
sus piernas porque desde el punto elevado en el que se encontraba, el techo le
cubría el resto del cuerpo4. Tomando como referencia los borceguíes
de aquel hombre alzó un poco la mira y disparó. Erró al blanco por muy peco
pero al gatillar por segunda vez, le dio de lleno en el pecho y lo mató. El
guardia quedó tendido en el piso junto a su fusil que al caer, quedó clavado en
la tierra, como señalando el lugar del deceso. Acababa de matar a su primer
hombre en combate.
El Che
le pidió a Crespo que lo cubriera y lanzándose a la carrera, llegó junto al
cadáver para apoderarse del arma, las municiones y otras pertenencias, útiles
para la guerrilla.
El hombre había
recibido un balazo en medio del pecho que debió haberle partido el corazón y su
muerte fue instantánea; ya presentaba los primeros síntomas de la rigidez
cadavérica debido quizás al cansancio de la última jornada que había rendido5.
Esto
desmiente la falsa afirmación que Nicolás Márquez hace en su libro El canalla. La verdadera historia del Che,
cuando al hablar de los fusilamientos que el argentino ordenó como combatiente
y jerarca de la revolución, afirma que “…no
hay casi registros en sus diarios de haber matado a enemigos en combate…”6,
una afirmación insólita, que no solo evidencia graves fallas en la
investigación sino que pone al descubierto su poca objetividad.
El
combate fue breve pero intenso, con las fuerzas regulares cargando con el peso
de la derrota y sus oponentes demostrando determinación. Cuatro soldados
cayeron muerto y los dos restantes se dieron a la fuga en tanto las fuerzas
castristas no sufrieron ninguna baja (meses después se supo por boca de un
campesino, del deceso de un quinto soldado como consecuencia de las heridas
recibidas).
Como
resultado de aquel enfrentamiento, el Che apuntó en su diario que se habían
gastado 900 balas y que se recuperaron 70 de una canana llena, además de un
fusil Garand que le fue entregado a Efigenio Ameijeiras.
Mientras
la columna guerrillera se alejaba en dirección a la sierra, Castro sacaba
conclusiones. Una vez más habían enfrentado a las fuerzas del ejército y por
segunda vez las habían derrotado, tomándoles pertrechos. Lo que ignoraba, era
que aquellos hombres contra los que habían combatido constituían una avanzada
del temible teniente coronel Ángel Sánchez Mosquera, uno de los oficiales más
implacables con los que contaba Batista, quien una vez enterado de la nueva
emboscada, salió en busca de desquite.
Mientras
tanto, la columna se retiraba hacia el pico Caracas siguiendo el curso del río
La Plata hasta su intersección con el Magdalena, al que vadearon algo más
adelante.
El
espectáculo que ofrecía la región era desolador. Los campesinos habían huido,
escapando de las represalias del ejército y los plantíos con sus cabañas e
instalaciones se hallaban vacíos y descuidados.
Conocida
la noticia de la derrota de Arroyo del Infierno, el ejército encomendó al
capitán Joaquín Casillas, otro oficial que no dudaba en aplicar métodos
brutales a la hora de lograr sus objetivos, “peinar” el área, lo que
significaba actuar sin miramientos contra todo aquel que colaborase con la
guerrilla.
Mientras
tanto, la columna rebelde trepó a lo alto de una gran loma y levantó
campamento, intentando mantener distancia con los bohíos y establecimientos
campesinos del área. Ni bien se quitaron las mochilas y se echaron sobre la
hierba, Fidel aprovechó para pronunciar una arenga, centrándose en la
disciplina y la necesidad de someterse a ella para alcanzar el triunfo.
En los
días siguientes sucedieron algunas cosas; la tropa, según el Che, no acababa de
consolidarse, algunos campesinos recientemente incorporados desertaron y el
guía Eutimio Guerra volvió a solicitar permiso para visitar a su gente, algo
que, por lo frecuente, comenzó a llamar la atención. A todo sto, el gallego
José Morán se movía incansablemente intentando establecer contacto con los
pobladores de la región o buscando alimentos y eso era bueno, o al menos así lo
creían sus compañeros.
En la
mañana del 30 de enero, después de una noche bastante fría y húmeda, apareció
la aviación para acribillar la zona. Lo primero que se escuchó fue el zumbido
de un motor e inmediatamente después, el clásico sonido que producen los cazas
cuando entran en picada.
Los
guerrilleros corrieron hacia lo más profundo del follaje y se arrojaron cuerpo
a tierra, evitando por muy poco las esquirlas de los primeros estallidos.
Las
explosiones y el repicar de las ametralladoras cobraron intensidad e hicieron
creer a los combatientes que también eran atacados desde tierra, efecto que
producían los proyectiles de 50 luego de rebotar y salir despedidos en
diferentes direcciones.
Alzando
la voz sobre aquel infierno, Fidel le ordenó al Che, que se adelantase en busca
de la vanguardia dispersa y que después de recoger los enseres que habían
quedado desperdigados durante la huida, se dirigirse a la Cueva de Humo, el
punto de reunión previamente acordado.
El argentino
partió en compañía de Chao, el veterano combatiente de la guerra civil española
y se detuvo varios metros más adelante, esperando la aparición de sus
compañeros. Para entonces, los aviones se habían alejado y parte del follaje
ardía como consecuencia del ataque.
El Che
y Chao decidieron avanzar un poco más y comenzaron y lo que parecía ser un
rastro, desembocaron en el que se detuvieron unos minutos hasta que percibieron
unos ruidos y movimientos que los pusieron en alerta.
Se
incorporaron al mismo tiempo, apuntando con sus fusiles hacia el lugar desde
donde llegaba el rumor y casi enseguida distinguieron a Guillermo García y Sergio Acuña que
avanzaban en sentido contrario a ellos, siguiendo la misma senda.
Al
verlos venir, les hicieron señas e inmediatamente después, partieron de regreso
al campamento. El espectáculo que vieron al llegar los dejó paralizados.
Vimos un espectáculo
desolador: con una extraña puntería que no se repitió, afortunadamente, durante
la guerra, había sido atacada la cocina. El fogón había sido partido en pedazos
por la metralla y una bomba había estallado exactamente en el medio de nuestro
campamento de vanguardia pero, momentos después de retirada la gente. El
gallego Morán y un compañero habían salido a explorar y volvía Morán solo,
anunciando que había visto los aviones desde lejos, que eran cinco y, además,
que no había tropas en la cercanía. Seguíamos caminando los cinco compañeros,
con una gran carga, en medio del espectáculo desolador de las casas de nuestros
antiguos amigos quemadas totalmente. Todo lo que encontramos en una de ellas,
fue un gato que nos aulló lastimosamente y un puerco que salió gruñendo al
sentir nuestra presencia. De la Cueva del Humo conocíamos el nombre pero no
sabíamos exactamente cuál era el lugar. Así pasamos la noche en medio de la
incertidumbre, esperando ver a nuestros compañeros, pero temiendo encontrar al
enemigo7.
Notas
1 Ernesto “Che”
Guevara, op. Cit, p. 22.
2 Jon Lee Anderson,
op. Cit.
P. 222.
Ernesto
“Che” Guevara, ídem.
3 Ídem.
4 Ídem, p. 23
5 Ídem.
6 Nicolás Márquez, El canalla. La verdadera historia del Che,
Buenos Aires, 2009, p.62.
7 Ernesto “Che”
Guevara, op. Cit, p. 28.