jueves, 22 de agosto de 2019

EL REGRESO DEL HIJO PRÓDIGO


Lamentablemente no existen imágenes del encuentro
entre el Dr. Arturo Frondizi y el Che Guevara


La madrugada del 18 de agosto de 1961, cerca de las 06.00 horas, un automóvil color negro se detuvo en el pequeño aeródromo de Melilla, al noroeste de Montevideo y de él descendió el Che Guevara, seguido por su colaborador, Ramón Aja Castro y Jorge Carretoni, político argentino, diputado nacional por la Unión Cívica Radical Intransigente e integrante de la representación de su país ante el CIES, como asesor del Consejo Federal de Inversiones.
Casi no había gente a esa hora; la poca que se veía, quedó sorprendida al ver al líder guerrillero, fácilmente ubicable por su uniforme de combate y su boina.
Para entonces, Carretoni tenía reservado un pequeño taxi aéreo que había contratado por $20.000 el día anterior, siguiendo instrucciones de su presidente, el Dr. Arturo Frondizi. Se trataba del Bechcraft Bonanza, matrícula 439 CX-AKP, hacia el que la reducida comitiva se dirigió directamente, sin efectuar ningún trámite1.
Al llegar junto a la máquina, el piloto les estrechó la mano y les dijo que estaba listo para partir. El Che se disponía a abordar cuando se dio cuenta que Carretoni no iría con ellos.


-Que tenga un buen viaje, comandante – le dijo el político tendiéndole la diestra.

-¿Pero cómo…, usted no viene? – preguntó el Che extrañado.

-No, estas son mis instrucciones.

-Entonces yo tampoco viajo2.

Carretoni comprendió que tendría que transgredir las reglas por lo que también subió, detrás de Aja Castro y el comandante.
Ni bien se cerró la puerta, el aparato comenzó a rodar por la plataforma y tras unos segundos de espera en la cabecera de la pista, inició el carreteo para elevarse normalmente, en dirección oeste.
El sol matinal iluminaba tenuemente las aguas cuando se adentraron en el Río de la Plata. La vista le trajo nostalgias al Che, que contemplaba el panorama como extasiado. Quizás ni siquiera reparó en el detalle pero apenas seis años antes, dos después de su partida definitiva, se había producido allí el violento combate aeronaval entre la Escuadra de Ríos, que respondía a los mandos rebeldes y los Gloster Meteor de la Fuerza Aérea, leal a Perón, durante la segunda fase de la Revolución Libertadora.
Guevara tenía muchas expectativas con respecto a ese viaje.
¿Qué llevaba al segundo hombre fuerte de la Revolución Cubana de regreso a su país de nacimiento?
Dos días antes, durante el desarrollo de la penúltima sesión del CIES, Frondizi contactó a Carretoni para que gestionase el viaje. Necesitaba hablar con el representante cubano, interesado como estaba en ofrecer su mediación, interesado en zanjar espinoso asunto del enfrentamiento entre Cuba y Estados Unidos. Información enviada por Dardo Cúneo desde la embajada argentina en Washington3, lo había puesto al tanto de su encuentro con Richard Goodwin y creía poder hacer algo al respecto junto a su par brasilero, Janio Quadros.
Cuando Caretoni le confirmó que el Che aceptaba la invitación, el presidente argentino mandó llamar a dos oficiales de la Armada que integraban la custodia presidencial, los tenientes de fragata Fernando García Parra y Emilio Filipich y cuando los tuvo frente, les dijo que el 18 por la mañana, debían recoger en el aeródromo de Don Torcuato a un visitante que “reconocerían” cuando lo vieran. El mandatario no entró en mayores detalles pero puso especial énfasis en cuanto al traslado de esa persona a la quinta presidencial de Olivos, sin hacer escalas ni detenciones de ninguna índole y que no debían hablar del asunto con nadie.
El pequeño Beechcraft Bonanza tardó media hora en cruzar el Río de la Plata. Cuando estaba a 20 kilómetros de la costa comenzó a descender y a las 09.30 hora argentina, se posó sobre la pista del pequeño aeródromo norteño, deteniéndose cerca de su torre.
Carretoni descendió en primer lugar, seguido por Aja Castro y el Che. Los custodios presidenciales, que se encontraban en el lugar desde la noche anterior, apenas dieron crédito a lo que veían. Ahí, parado frente a ellos, con su uniforme, su boina y su pistola 45 colgando al cinto, se encontraba el Che Guevara en persona.
Los recién llegados se despedían del piloto uruguayo cuando fueron abordados por los oficiales navales.

-Señor ministro, fuimos asignados por el presidente de la Nación para escoltarlo – le dijo Filipich.

-Yo estoy a cargo de su custodia personal – agregó García Parra.

Y a continuación, les señalaron los dos Peugeot 403 negros, estacionados junto al edificio principal, donde distinguieron a otros dos hombres esperando al volante.
Por entonces, el aeródromo de Don Torcuato era un sitio de esparcimiento al que los porteños de la zona norte solían ir de paseo para tomar el té en su agradable salón-confitería, pero a esa hora de la mañana, solo personal de la estación aérea se encontraba en el lugar, escaso por cierto.
El Che y Aja Castro subieron en el primer vehículo, acompañados por García Parra; Carretoni los hizo con Filipich en el segundo y enseguida partieron en dirección a Olivos.
Los vehículos tomaron por la Ruta 202, hacia San Fernando, localidad que alcanzaron al cabo de veinte minutos. Cruzaron las vías del Ferrocarril Gral. Mitre, que unía la estación Retiro con la vecina Tigre y a las cuatro cuadras doblaron por la Av. 11 de Septiembre, en dirección sur.
El Che comenzó a recordar los lugares de su infancia y al entrar en San Isidro, los recuerdos afloraron como torbellino. Y mientras avanzaban, le iba señalando a Aja Castro sitios que le eran familiares. Le habló de la casa de sus padres, sobre la calle Leandro N. Alem, la de sus tíos Martínez Castro, sobre Martín y Omar, el San Isidro Club, los amigos del rugby, los entrenamientos, los partidos. Entonces, de lo más profundo de su ser brotó una pregunta que nadie esperaba:

-¿Y cómo anda el SIC?

Quería saber sobre el San Isidro Club, el club de sus amores, donde había practicado su deporte preferido pero al parecer, el rugby no era le fuerte ni del chofer ni de García Parra.

-¿Cómo anda quién, señor? – inquirió el conductor mirando por el espejo retrovisor.

-¿Rosario Central, cómo anda? – corrigió el recién llegado.

Seguramente el hombre algo le habrá informado, pero al Che poco y nada le importaba el fútbol y menos un equipo al que nunca fue a ver en su vida4.
Llegaron a la Quinta Presidencial de Olivos entre las 10.30 y las 11.00. Doblaron por Carlos Villate y entraron por el acceso lateral que da a esa calle. Los guardias los recibieron haciéndoles la venia y les franquearon el paso, corriendo los grandes portones. Los automóviles cubrieron los pocos metros hasta la edificación principal y se detuvieron en la entrada, donde aguardaban más custodios y el personal de protocolo.
Una persona se les acercó y les indicó el interior de la mansión. El Che fue el primero en transponer el umbral, conducido por un integrante del personal asignado a la residencia, que lo guió hasta el escritorio. El hombre golpeó la puerta y el presidente de la Nación en persona abrió.
Frondizi invitó al Che a pasar y enseguida cerró, dejando a Aja Castro fuera. En algunas fuentes se dice que la reunión duró aproximadamente tres horas pero el propio Frondizi ha referido que la misma se extendió unos setenta minutos.
Lo primero que hizo, fue invitar al ministro de Industria cubano a tomar asiento y después de un breve preámbulo en el que le preguntó por su familia, Fidel Castro y la reunión de Punta del Este, pasó directamente a los hechos.
Le propuso abiertamente intermediar entre el gobierno cubano y Washington, una posibilidad que había evaluado con el presidente Quadros de Brasil.
El Che le respondió que creía improbable que la Casa Blanca accediera a la propuesta porque la resistencia que ofrecían los grupos más radicales era fuerte, pero no tenía inconvenientes en que se explorase alguna vía para lograr el diálogo pues Cuba necesitaba imperiosamente salir del aislamiento en el que se la estaba situada. Si se lograba que los gobiernos de América Latina llegasen a un entendimiento con el país del norte, la nación caribeña permanecería en el sistema interamericano, en caso contrario, no le quedaría más remedio que establecer un acuerdo con Rusia e ingresar en el Pacto de Varsovia, lo que sería en extremo riesgoso y contraproducente para los estadounidenses, algo que ya le había sugerido a Goodwin. Inmediatamente después, hizo referencia a lo que podía llegar a pasar si eso ocurría: América Latina se transformaría en un gigantesco Vietnam y nada ni nadie podría detener la escalada de violencia.  
El primer mandatario fue directo cuando abordó el tema de la injerencia cubana en el exterior, solicitándole a su hésped una señal en el sentido de que evitar cualquier intento de exportar la revolución. Le propuso directamente evitar esas tentativas porque no hacían más que entorpecer el diálogo, sugerencia que Guevara escuchó con atención para advertir que aún sin la intervención de su tierra de adopción, la revolución en América Latina era inevitable pues los caminos de una solución pacífica estaban completamente cerrados.
Frondizi creyó percibir cierto desaliento en su interlocutor cuando se refirió a la industrialización de Cuba; según él, iba a ser imposible lograrla no solo por el bloqueo impuesto por Estados Unidos sino también, por falta de financiamiento adecuado.
El sagaz estadista argentino comprendió enseguida que su revolucionario compatriota tenía una visión distorsionada de la realidad latinoamericana y que eso, en breve tiempo, llevaría a un serio conflicto internacional y trató de ser condescendiente cuando le expuso su punto de vista.
El Che agradeció a Frondizi su posición con respecto a Cuba, aún cuando las Fuerzas Armadas no la compartían y poco después la entrevista finalizó.
Antes de incorporarse, el líder revolucionario solicitó un favor. Le pidió al presidente autorización para detenerse en San Isidro y visitar a una tía enferma, de la que se quería despedir. Frondizi aceptó y ahí mismo se pusieron de pie.
Cuando salían al hall, el Che comentó algo risueño que había sido necesario “encañonar” a los rusos para que finansiasen una planta de acero con capacidad para 700.000 toneladas, algo que los presentes, incluyendo al presidente, festejaron con algunas risas.
En ese momento, Frondizi se dirigió a García Parra y le dijo que debía conducir al visitante de regreso a Don Torcuato, pero que antes, debía pasar por San Isidro para visitar a un familiar.

–Teniente, usted me va a garantizar la salida de este señor del país. Va a contar con cinco minutos para ver a una tía, él le va a indicar dónde queda. ¿Comprendido? Lo llama al brigadier Rojas Sylveira, y le dice que deje salir el avión. Que después va a ir todo el permiso judicial, de parte de él.

Después de decir eso, el presidente argentino estrechó la mano de Guevara deseándole la mejor de las suertes, hizo lo propio con Aja Castro e inmediatamente después se retiró a sus habitaciones, para prepararse, pues debía dirigirse a la Casa de Gobierno.
El Che se quedó dialogando con los presentes y en esas estaba cuando aparecieron doña Elena Faggionato de Frondizi y su hija Elena, ambas ansiosas por saludarlo.
Tuvo lugar entonces un diálogo que ha quedado para el anecdotario, pero que vale la pena ser reproducido.

-Comandante, ¿usted comió? – preguntó la Primera Dama.

Guevara no pudo ocultar su apetito:

-La verdad, señora, que apenas tomé unos mates a las seis de la mañana, antes de salir para acá.

El Che miró al resto de la comitiva, intentando aseverar su respuesta. Mientras tanto Elena Faggionato continuó con su invitación:

-¿Y no quiere que le haga preparar un churrasco… ? Es que los quería invitar a comer algo, por la hora que es. Supongo que tendrán hambre.

Y a continuación, le preguntó si tenía problemas en demorarse unos minutos. Guevara le contestó que en absoluto:

-En realidad ya no sé, me parece que a todos lados donde vamos, genero algún problema.

Doña Elena respondió:

-¡No! ¡Esto no! Comer no es un problema. Les voy enviar a preparar un almuerzo informal. Un bife, una ensalada y fruta… por la hora.

El Che con cara de satisfacción y agradecimiento manifestó.

-Bueno, ¿quién le dice que no a un pedazo de carne argentina?

Años después, García Parra recordaría el momento: “Así que, nos quedamos a almorzar. Después de hablar durante un rato nos invitaron a pasar al comedor. Durante la comida Guevara nos habló sobre el desarrollo de China”.
Durante el almuerzo, el oficial naval aprovechó para hablar de su paso por Cuba durante su viaje de instrucción como cadete, recordando el nighy-club Tropicana y las carreras de galgos.
Fue un momento en extremo agradable, en el que abundaron los comentarios jocosos y las risas.
Finalizado el almuerzo, Guevara y sus acompañantes se pusieron de pie. Se despidieron amablemente de doña Elena y su hija y se encaminaron hacia el exterior, para abordar los vehículos y emprender el regreso.
Por el comentario que el Che hizo al llegar al elegante suburbio en el que había transcurrido parte de su vida, debieron haber tomado por Av. Maipú5.
Según recuerda García Parra, el líder revolucionario, mucho más distendido que en el viaje de ida, conversaba animadamente y le relataba a Aja Castro algunas anécdotas de juventud6.  

-Como ha progresado esto. Acá es donde tomaba el colectivo para ir al SIC – dijo al cruzar la Av. Márquez, señalando hacia su izquierda7.

El rugby y su club estuvieron muy presentes durante el viaje ya que después de ese comentario, explicó de lo que ese deporte significó para él y como le había servido de terapia para el asma.
Tres cuadras después, le indicó al conductor que doblase a la derecha. El auto giró por la calle Belgrano y dejando a un lado el bar Focaccia, con sus mesas y sus billares, se internó en el centro de San Isidro, donde los recuerdos se tornaron más fuertes.
Al Che apenas le alcanzaban los ojos para mirarlo todo. Los autos cruzaron las vías y siguieron en dirección al mástil que se levanta en la intersección de Belgrano, 9 de Julio y Acassuso. Hicieron dos cuadras más, doblaron por 25 de Mayo y a los cien metros, giraron nuevamente a la derecha para tomar Martín y Omar.
Los vehículos se desplazaron lentamente sobre los adoquines, dejando a la izquierda el viejo teatro “Stella Maris” de la Sociedad Italiana de Socorros Mutuos. Cien metros más adelante se detuvieron frente a una gran casona colonial, la misma donde hoy funciona el Colegio de Abogados de San Isidro.
El Che descendió, seguido por Aja Castro y García Parra y sin llamar, abrió la puerta de la casa. En el amplio jardín, trabajaba un jardinero, quien al ver al recién llegado quedó como petrificado.

-Sí, sí, es acá – dio el Che.

-¿Por qué no tocamos timbre? – propuso García Parra.

–No, no, es acá, es acá – respondió con seguridad.

Y entraron, sin esperar.

Repentinamente, un hombre se asomó al hall, desde una de las habitaciones y al ver al recién llegado pegó un grito de emoción.

-¡¡Huy –gritó- Ernestito…!! – y se estrechó con el comandante en un abrazo.

Era su tío, Martín Martínez Castro, esposo de María Luisa Guevara Lynch, la segunda hermana de su padre, quien emocionado, palmeaba y zamarreaba al “muchacho”.
Tras las presentaciones correspondientes, se dirigieron todos a la habitación donde yacía recostada su tía.

-¡María Luisa, mirá quien te vino a visitar! – exclamó Martínez Castro pletórico.

Al ver a su sobrino parado en el umbral, la pobre mujer lanzó una exclamación y se estrecharon ambos en un abrazo.

-¡¡Ernestito, que sorpresa!! – dijo emocionada.

Permanecieron abrazados largo rato, con la tía llorando y él intentando mantener la compostura. Y luego comenzaron a hablar, a recordar viejos tiempos, anécdotas familiares, travesuras, historias en común.

-¿Qué alegría me has dado, hijo querido! – decía María Luisa a cada momento.

De tanto en tanto Martínez Castro hacía algún comentario y los tres reían o rememoraban alguna anécdota; “¿Te acordás de esto…?”, “¿Y qué es de fulano?”, “¿Cómo están los chicos…” y así sucesivamente.
Finalmente, se despidieron. El Che volvió a abrazar a su tía, la besó cariñosamente y profundamente conmovido, salió de la habitación, sabiendo que esa era la última vez que la veía.

-Ernestito, ¿te acordás de esta habitación? –le dijo Martínez Castro señalándole un ambientes de la casa- Acá es donde vos dormías con tu hermano. Donde jugaban con los chicos.

El Che se detuvo unos minutos a mirar y recorrer con la vista otros rincones de la propiedad.

-Si, claro que me acuerdo. Lo que habremos jugado y correteado en ese jardín.

Luego recordaron los tiempos del SIC, club del que su tío había sido presidente en dos oportunidades y finalmente se despidieron, estrechándose ambos en un fuerte abrazo.

-Bueno tío -dijo el Che una vez en la puerta-, yo creo que esta es la última vez que nos vamos a ver. No creo que tenga posibilidad de volver a la Argentina, pero la he pasado muy bien… fue una gran alegría haberte visto.

Volvieron a abrazarse nuevamente y mientras lo hacían, don Martín derramó algunas lágrimas. Entonces el Che, intentando a duras penas mantener su característica postura de “duro”, le ordenó a sus acompañantes regresar a los vehículos. Y así se alejaron de regreso a Don Torcuato.
El Che estuvo mudo casi hasta San Fernando, cuando rompió el silencio para decir que su tía no estaba tan mal como creía.

-Tiene los achaques lógicos de su edad –comentó. Y siguió mirando hacia afuera sin decir más.

En Don Torcuato esperaba el Bonanza, con su piloto tomando unos mates. Los viajeros bajaron del auto y se dirigieron hasta el aparato, seguidos por Filipich y García Parra. Al despedirse de ellos, el Che pronunció palabras de agradecimiento y luego se ubicó en el interior del avión, seguido por Aja Castro.
El piloto puso en marcha el motor y al cabo de unos minutos, solicitó autorización para despegar. La misma llegó enseguida y de ese modo, el avión rodó por el asfalto hasta la pista, desde donde partió hacia el sur, virando luego al este, en dirección a la capital uruguaya.
El Che dejaba atrás sus afectos, sus recuerdos más preciados, su infancia y juventud, sus estudios y el rugby; aquella bohemia que lo había caracterizado y todo lo que lo ligaba a su tierra de nacimiento, que nunca más volvería a ver. 


Notas
1 Según otras fuentes, se trataba de un Piper.
2 Jorge Palomar, “Historias de la quinta presidencial: en la intimidad del poder”, “La Nación” Revista, sección Política/Lugares, domingo 19 de septiembre de 2004.
3 Enrique Dardo Cúneo, escritor, periodista y político argentino nacido en Buenos Aires el 14 de febrero de 1914 y fallecido en la misma ciudad, el 15 de abril de 2011, a los 97 años de edad. Militante socialista desde su juventud, fue dos veces presidente de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE). Combatió con energía al régimen de Perón y defendió la libertad de expresión. Después de renunciar a la mesa directiva del Partido Socialista (1951), se unió a la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI), liderada por Frondizi, agrupación de la que fue encargado de prensa. Tras el triunfo en las elecciones del 23 de febrero de 1958, el nuevo mandatario lo nombró secretario de Prensa de la Presidencia y luego embajador en México, pero como el Senado rechazó su nominación, lo designó ministro consejero ante la Organización de Estados Americanos. Ganador del Gran Premio de Honor de la SADE, fue autor de trabajos de notable repercusión como Unamuno y SarmientoEl periodismo obrero y socialista en la ArgentinaLa batalla de América LatinaEl desencuentro argentino (1930-1955)La crisis de la clase empresaria e interesantes biografías sobre Juan B. Justo y Lisandro de la Torre.
Extraído de G-Portál, “Entrevista de Ernesto ‘Che’ Guevara con Arturo Frondizi", 2 de agosto de 2014  (http://cheguevarasiempre.gportal.hu/gindex.php?pg=36125108&nid=6532553). Para pesar del Che, ese año el campeonato lo obtuvo el Club Atlético San Isidro (CASI), clásico rival del SIC.
5 Como ya hemos dicho, las dos arterias que conectan el centro de la ciudad con la Zona Norte son Av. Libertador y Av. Santa Fe, que a lo largo del recorrido cambia de nombre en varias oportunidades (Santa Fe, Cabildo, Maipú, Santa Fe, Centenario, 11 de Septiembre y Cazón).
6 Deducción del autor, que ha vivido toda su vida en la Zona Norte del Gran Buenos Aires.
7 Se refería, sin duda, al colectivo 707, el único que se dirigía al San Isidro Club (SIC). Su parada se encuentra ubicada aún hoy en la intersección de las avenidas Centenario y Márquez.