(1 de noviembre de 1914)
Introducción
El papa Benedicto XV, en su primera Encíclica, expone el programa de su Pontificado. Ante todo, lamenta el triste espectáculo que presenta el mundo actual y lo define “quizás el más tétrico y el más luctuoso de la historia de los tiempos. […]. El tremendo fantasma de la guerra domina por todas partes” (Benedicto XV, Encíclica Ad Beatissimi Apostolorum Principis, en Tutte le Encicliche dei Sommi Pontefici, Milano, Dall’Oglio Editore, ed. V, 1959, 1º vol., p. 654).
La guerra es la gran (pero no la única) preocupación del Papa. En efecto, sería reductivo hacer de Benedicto XV únicamente “el Papa de la paz”, como se puede evidenciar ya por la sola lectura de esta Encíclica rica de contenidos, en la que él busca – entre otras cosas – la causa del Primer Conflicto Mundial para ofrecer a los hombres un remedio profundo a tanto mal.
 
En la primera parte de la Encíclica, el Pontífice ilustra, desconsolado, la triste situación de los Estados en el tiempo radicalmente revolucionario contemporáneo a él, y, e la segunda parte, escribe sobre la situación interna de la Iglesia en el tiempo presente, alegrándose “al menos en parte”.
Los Estados en los tiempos modernos
La causa de la Guerra Mundial, escribe el Papa, es la lucha que la modernidad ha entablado contra la Iglesia, definida “furibunda guerra” (ivi), que consiste en la separación del Estado de la Iglesia y que “roe las vísceras de la Sociedad actual” (ivi). En efecto, “desde el momento en que en el ordenamiento estatal se han dejado de observar las normas y las prácticas de la sabiduría cristiana, los Estados han comenzado a vacilar en sus bases y se ha seguido de ello en las ideas y en las costumbres tal cambio que, si Dios no provee, parece ya inminente la ruina del consorcio humano” (ib., p. 655).
El Pontífice describe los principales desórdenes que ve en el horizonte: 1º) la falta de amor mutuo entre los hombres, debida al enfriamiento de la fe; 2º) el desprecio a la autoridad, o sea, el liberalismo político que conduce inevitablemente a la anarquía; 3º) la injusticia en las relaciones entre las diferentes clases sociales, es decir, la lucha entre liberalismo económico y socialismo, entre patrones y obreros, puesta bien en luz por León XIII en la Encíclica Rerum novarum de 1891; 4º) el bien material convertido en el único objetivo de la actividad humana, es decir, el materialismo que llena de sí mismo las dos principales corrientes políticas de la época moderna: el progresismo socialcomunista y el conservadurismo liberal.
Ahora, Benedicto XV pasa a ilustrar en detalle cada uno de los 4 desórdenes enumerados arriba.
Primer desorden: la falta de amor mutuo, que es indicativo de enfriamiento de la vida cristiana. En efecto, “Jesucristo bajó del Cielo para restaurar entre los hombres el reino de la paz, volcado por el odio de Satanás, y quiso poner como fundamento suyo el amor fraterno” (ivi). El Papa lamenta después que “quizá nunca más que hoy se habló de fraternidad humana” (ivi), pretendiendo incluso que no fuera fruto del Evangelio de Cristo, sino de la civilización moderna. En cambio, la verdad es que “nunca se desconoció tanto la fraternidad humana como en nuestros días” (ivi). Por tanto, dirige una invitación a los fieles para que hagan todo esfuerzo “para que la Caridad de Cristo vuelva a reinar entre los hombres” (ivi). La Caridad hacia Dios y hacia el prójimo es el objetivo que el Papa se propone restaurar en la empresa de su Pontificado, que no puede reducirse a pura búsqueda de paz material y a filantropía como alguno ha hecho.
El segundo desorden que daña el orden social es la falta de respeto a la autoridad constituida. El hombre moderno no acepta ya que exista en la Sociedad quien mande y quien obedezca. El igualitarismo, la sed de independencia, el individualismo, el subjetivismo vuelven al hombre rebelde a toda autoridad, incluso a la de Dios. Todo ello lleva del pecado de liberalismo a la anarquía: el hombre se ha emancipado de Dios y ha querido tomar su lugar. El espíritu anárquico ha penetrado en la familia con el feminismo, en la Sociedad civil con el liberalismo e incluso en la Iglesia con el modernismo. El Papa condena la democracia moderna, según la cual la autoridad no viene de Dios, sino del pueblo y escribe: “Ya no es respetada la autoridad de quien manda, porque a partir del momento en que se quiso emancipar todo poder humano de Dios y se pretendió que la autoridad estuviera originada de la libre voluntad de los hombres, se ralentizaron de tal manera los vínculos entre superiores y súbditos que parecían desaparecer casi totalmente” (ib., p. 656). Continúa después: “Un desenfrenado espíritu de independencia unido a orgullo se ha ido infiltrando poco a poco por todas partes, no perdonando ni siquiera a la familia, en la que el poder nace de la naturaleza” (ivi), o sea, pasando naturalmente del paterfamilias a la esposa y de los padres a los hijos. Desgraciadamente, el espíritu de independencia “no siempre se ha detenido en el umbral del Santuario y este es el hecho más deplorable” (ivi). Frente a tantos males, el Pontífice recuerda la enseñanza de San Pablo: “No existe poder que no venga de Dios” (Rom., XIII, 1) y comenta: “Por tanto, todo poder que se ejerce en la tierra tiene a Dios como origen” (ib., p. 657). De este principio revelado en San Pablo el Pontífice deduce “el deber de obedecer no de cualquier manera, sino por obligación de conciencia, salvo el caso en el que las órdenes de quien manda se opongan a las leyes divinas” (ivi).
Ahora, el Papa se dirige a los Gobernantes y les pregunta “si es sabio y saludable para los Poderes públicos y para los Estados divorciarse de la santa Religión de Cristo, que es un poderoso apoyo de las autoridades” (ivi). En efecto, “una triste experiencia demuestra que donde falta la religión la autoridad humana es fácilmente despreciada” (ib., p. 658).
Para hacerse comprender mejor, el Papa hace una comparación entre la insubordinación extendida en el tiempo de su Pontificado (1914) y la que caracterizó el pecado original de Adán y Eva. En efecto, apenas pecó Adán y su voluntad se rebeló a Dios, las pasiones se rebelaron contra su alma y se desenfrenaron. Así sucede cuando los Príncipes y los Gobernantes desprecian la autoridad divina, los pueblos a su vez desprecian la autoridad humana. Entonces, el único remedio de los Gobernantes es recurrir a la violencia para sofocar las revueltas, pero en vano porque “la violencia oprime los cuerpos, pero no triunfa sobre la voluntad” (ivi). Solo la religión somete las voluntades de los hombres a sus Gobernantes.
El tercer desorden es inherente a la injusticia de las relaciones entre las clases sociales. En efecto, argumenta el Papa, debilitado el doble elemento de cohesión de la Sociedad civil: 1º) la unión de los miembros entre ellos por medio de la caridad fraterna; 2º) la unión de los miembros con el jefe por la obediencia a la autoridad, no debemos maravillarnos de que la Sociedad se presente dividida como en dos grandes ejércitos armados el uno contra el otro: la armada de los ricos o de los propietarios, encendidos de búsqueda del bienestar y de amor a las riquezas, y la de los proletarios, encendidos de odio y de envidia. He aquí propuesta de nuevo la cuestión social afrontada por León XIII en la Encíclica Rerum novarum: la ausencia de Caridad fraterna empuja a los propietarios a explotar a los obreros y mueve a los proletarios a odiar a los patrones. El remedio es la doctrina social de la Iglesia, extraída del Evangelio, que enseña a los patrones que no deben defraudar la justa paga a los obreros y que deben tratarlos humana y caritativamente, y enseña a los proletarios que no deben odiar a los propietarios porque “si los hombres son sustancialmente iguales por naturaleza, no se sigue de ello que todos deban ocupar el mismo grado en el consorcio social, sino que cada uno tiene la posición que ha conseguido con sus cualidades, no contrariadas por las circunstancias” (ivi). En efecto, algunas veces las circunstancias adversas pueden dañar al empresario o al trabajador parsimonioso, ahorrador, inteligente y conducirlo al umbral de la pobreza. No siempre la pobreza es sinónimo de ocio, de imprudencia, de falta de previsión, como querrían los calvinistas y los liberales.
El remedio a la cuestión social, como ya había enseñado León XIII, es el amor fraterno y el espíritu evangélico. Pero Bendicto XV especifica: “El amor fraterno no servirá para quitar de en medio las diferencias de las condiciones sociales y de las clases. Esto no es posible, como no es posible que en un cuerpo orgánico todos los miembros tengan una misma función y una misma dignidad. Sin embargo, hará que que los más altos se inclinen hacia los más humildes y los traten no solo según justicia, como es obligatorio, sino con benevolencia, con afabilidad, con complacencia de su bien y con confianza en su apoyo” (ib., p. 659).
El cuarto desorden es la raíz profunda de la cuestión social y reside en la codicia, que, como enseña San Pablo, “es la raíz de todos los males” (I Tim., VI, 10). Según este desorden de la codicia, el hombre no debe esperar en el más allá, ya que solo aquí abajo puede ser feliz, gozando de las riquezas, de los honores y de los placeres de esta vida. Por tanto, el hombre, con todo el ímpetu de las pasiones, no solo se lanza a la adquisición de estos bienes, sino que rechaza lejos de sí cualquier obstáculo que lo retenga para obtenerlos. Jesús, en el Sermón de la Montaña, nos enseñó, en cambio, cuáles son las verdaderas bienaventuranzas del hombre y las ha puesto como fundamento de la filosofía cristiana. “Todo el secreto de esta filosofía está en esto: que los así llamados bienes de la vida mortal son simples apariencias de bien, mientras que por medio de los dolores, las desventuras, las miserias de esta vida, soportadas pacientemente, nos abrimos camino hacia la posesión de los bienes inmarcesibles” (ib., p. 660).
La Iglesia y el tiempo presente
Si la situación de los Estados en el tiempo presente (1914) preocupa, y no poco, al Papa, la situación actual de la Iglesia en su interior hace que su ánimo se “alegre al menos en parte” (ib., p. 660). En efecto, su predecesor, San Pío X, había reformado las disciplinas eclesiásticas y había “retirado de la enseñanza de las ciencias sagradas todo peligro de innovación temeraria” (ib., p. 661). Sin embargo, si bien Pío X había combatido, fulminado y en gran parte erradicado el modernismo, no pocos modernistas se ocultaban todavía en el seno de la Iglesia. Ya en la primera parte de la presente Encíclica, Benedicto XV se lamentaba del espíritu de independencia que se había infiltrado en las familias, en los Estados y “no siempre se ha detenido en el umbral del Santuario” (cit., p. 656). Ahora, en esta segunda parte, el Pontífice ilustra las luces y no oculta alguna sombra que se encuentra en el interior de las filas de los hombres de Iglesia, no permitiéndole alegrarse del todo, sino solo “en parte”.
En efecto, el Papa escribe: “Sin embargo, ya que el campo del padre de familia está siempre expuesto a las malas artes del enemigo, no sucederá nunca que no deba trabajarse para que el florecer de la cizaña no dañe la buena mies” (ivi); en resumen, el demonio inspira siempre nuevos errores y vicios para infestar incluso el campo de la Iglesia. Por tanto, “por lo que dependerá de Nos, tendremos siempre el máximo cuidado de retirar el mal y promover el bien” (ivi).
Ante todo, el Papa se apresura a explicar que hará lo posible para que en el interior de la Iglesia cesen “disensos y discordias entre católicos” (ivi), o sea, se deberá seguir combatiendo el modernismo, pero permaneciendo unidos los católicos. En efecto, el catolicismo, o se profesa entero, o no se profesa en absoluto, sino que se reniega de él (ib., p. 662).
Después, Benedicto XV condena explícitamente el modernismo, escribiendo: “Surgieron los monstruosos errores del modernismo, que Nuestro Predecesor acertadamente declaró ‘síntesis de todas las herejías’, condenándolo solemnemente. Dicha condena Nos aquí la renovamos en toda su extensión; y ya que tan pestífero contagio no ha sido todavía desarraigado del todo, sino que, si bien latente, serpea aún hoy aquí y allá, Nos exhortamos que cada uno se guarde con cuidado del peligro de contagio. No solo deseamos que los católicos huyan de los errores de los modernistas, sino también de las tendencias de los mismos y del así llamado espíritu modernista” (ib., p. 663). En resumen, condena no solo el modernismo, sino a los modernistas y a los modernizantes, o sea, a aquellos que sin ser modernistas en sentido estricto tienen “el espíritu del modernismo”, y observa que, como una serpiente escondida entre la hierba, el modernismo “latente serpea aún hoy aquí y allá”. Si Benedicto XV, en la lucha contra el modernismo, no tuvo la fuerza de Pío X, ciertamente no se pude hacer de él un “Papa modernizante, ni mucho menos modernista”. El carácter, el estilo, la pastoral del papa Della Chiesa y del papa Sarto son diferentes, siendo diferentes los hombres, pero la sustancia de la fe católica y de la lucha contra el error modernista es la misma, aunque con matices diferentes en ambos.
Para luchar contra el modernismo, el Papa recomienda finalmente a los sacerdotes la sumisión a los Obispos, y a los Obispos la sumisión al Papa (ib., p. 664).
La cuestión romana
Benedicto XV concluye el programa de su Pontificado, tratando, en la última parte de la Encíclica, la famosa cuestión romana, iniciada con la invasión de Roma por parte de las tropas piamontesas el 20 de septiembre de 1870 y condenada constantemente por Pío IX y por León XIII. Él también renueva la condena, escribiendo: “Desgraciadamente, desde hace mucho tiempo la Iglesia no goza de la libertad que necesitaría; esto es, desde el momento en que su Jefe, el Sumo Pontífice, comenzó a faltar de aquel presidio que, por disposición de la divina Providencia, había obtenido en el curso de los siglos para tutela de su libertad” (ib., p. 665).
Sacando la suma
El estudio sereno y objetivo de esta Encíclica nos permite considerar el programa del Pontificado de Benedicto XV en su conjunto, en su riqueza y vastedad. Muchos han querido ver en él a un anti-Pío X. Ciertamente, el papa Della Chiesa es el que disolvió el “Sodalitium Pianum” de Mons. Umberto Benigni. No todos los actos prácticos o de gobierno de un Papa deben y pueden ser los mejores posibles. Quizá dicha disolución afectó a la lucha concreta contra los modernistas. Quizá el “Sodalitium Pianum”, en cuanto a su modo de actuar un poco excesivo en alguno de sus miembros (no siempre de la misma pasta que Mons. Benigni), dio lugar a la crítica, la cual acrecentó la entidad de sus defectos, que toda obra humana lleva consigo, decretando su fin. No se puede divinizar a ningún hombre y ni siquiera a un Papa. El límite es connatural a la naturaleza humana. Sin embargo, es innegable que el programa de Benedicto XV expuesto en la presente Encíclica, en cuanto a la sustancia, fue íntegramente católico: la condena del subjetivismo moderno y de su sed de independencia; la reafirmación de la necesidad de cooperación subordinada entre Estado e Iglesia; la solución cristiana de la cuestión social contra los errores opuestos del socialismo y del liberalismo; la condena del modernismo, de los modernistas y de los modernizantes; la reafirmación de la necesidad del poder temporal del Papa para que la Iglesia pueda ejercer con plena libertad su obra evangelizadora. Si bien el intento de poner fin a los litigios entre católicos llevó a la cesación de la actividad represiva de los modernistas ejercida por el “Sodalitium Pianum” y por los “católicos integrales”, no puede adscribirse a una perversa intención del Papa de favorecer el modernismo, sino solo a su voluntad de pacificar los ánimos de los fieles. Querer ir más allá significa hacer un proceso a sus intenciones. Esto no quita que se pueda preferir a Pío X a Benedicto XV, pero sin llegar al exceso de hacer de este último un liberal y un modernista.
Dominicus
(Traducido por Marianus el eremita)