LA COMPAÑÍA DE COMANDOS 602 ENTRA EN ESCENA
Cerca
de las 18.00 horas del miércoles 16 de mayo, el jefe del Estado Mayor del
Ejército, general José Antonio Vaquero, revisaba unos documentos en su despacho
del 5º piso del Edificio Libertador, cuando el mayor Ángel León ingresó
presurosamente para entregarle unos radiogramas que el alto oficial debía
firmar.
En
aquellos días, el magnífico edificio de estilo academicista francés, sede del
Ministerio de Guerra (años después Ministerio de Ejército y en la actualidad sede de la cartera de
Defensa), era escenario de un movimiento febril propio del comando de una
nación en guerra, con gente que iba y venía llevando documentos, solicitando
instrucciones, dictando disposiciones y otorgando audiencias.
Mientras
el general firmaba los despachos, su subalterno le dijo en tono grave que lo
que estaba ocurriendo era una verdadera lástima, e inmediatamente después,
calló.
Vaquero
alzó la vista y con el ceño fruncido preguntó, mirando fijo a su subalterno:
-¿Por
qué dice que es una lástima lo que está ocurriendo?
Extremadamente
serio, el mayor dijo con tono grave que los hombres más preparados para
la
lucha se hallaban desperdiciados en puestos pasivos y secundarios
después de
haberse preparado toda su vida para un momento como el que se estaba
viviendo, desaprovechando una oportunidad única de ponerlos a prueba.
Se
refería a
los comandos que permanecían en el continente esperando ser enviados al
frente en tanto los cuadros del enemigo eran, en su amplia mayoría,
profesionales y no jóvenes conscriptos como los que la Argentina había
desplegado en el teatro de operaciones. Era imperioso enviar esa gente
especializada, preparada para la guerra, como lo venían demostrando los
hombres del mayor Castagneto, si lo que se quería era alcanzar el objetivo.
Además, en cualquier momento la
Compañía de Comandos 601 iba a protagonizar enfrentamientos
de envergadura, con muertos y heridos y eso la dejaría extremadamente
debilitada.
Cuando
León terminó de hablar, el general Vaquero quedó un momento en silencio, sumido
en profundos pensamientos, como evaluando lo que acababa de escuchar e
inmediatamente después tomó un papel de su escritorio, anotó algo en él y se lo
entregó al mayor quien con profunda satisfacción, se dio cuenta que había ganado
la partida.
-Tome
–dijo el general mientras extendía el brazo con el papel en la mano- póngase a
trabajar en una lista con los hombres que considere más adecuados para pasar a
las islas1.
León salió del despacho lleno de entusiasmo y con el escrito en su manos e dirigió a
la oficina de la
División Coordinación, donde le ordenó al mayor Olascoaga que
se pusiese a trabajar en la lista. Al mismo tiempo, llamó al coronel Federico
Antonio Minicucci, jefe de la
Escuela de Infantería y le pidió tener todo listo para
transformar a esa dependencia en órgano ejecutivo.
En
realidad, el tema había sido tratado a comienzos de mes con el mayor Aldo Rico,
brillante oficial de Infantería que gozaba de gran prestigio y reputación entre
los comandos, de los cuales fue instructor junto a su antiguo jefe, el
teniente coronel Mohamed Alí Seineldín.
Durante
aquella charla Rico, por entonces jefe de un regimiento de
infantería que vigilaba los pasos cordilleranos en San Juan, manifestó a León
su desagrado por el papel pasivo que se le había encomendado y su deseo de
pasar al teatro de operaciones a la mayor brevedad posible. Hombre de acción,
valiente en extremo, temperamental y decidido, no podía concebir la idea de
estar varado en un punto distante, lejos de la guerra, mientras jóvenes
conscriptos de entre 18 y 20 años se encontraban en el frente, listos para
morir. No podía entender esa política y mucho menos que gente preparada como
él, permaneciese en el continente a resguardo de todas las contingencias, más
cuando la historia mostraba que Chile jamás atacaría a la Argentina y menos por
ese punto.
Y no
era para menos pues llevaba en su sangre la fogosidad de una raza en extremo belicosa
como hijo de padre asturiano y madre gallega, dos pueblos combativos que junto
a navarros, castellanos, extremeños y aragoneses, habían forjado el imperio más
grande de la historia2.
Prueba
del temperamento de Rico era su hermano, Ricardo Roberto, un valeroso médico
de la Policía Federal muerto en acción durante las guerras centroamericanas,
en 1981.
El
currículum de Aldo Rico habría sido impecable si su carácter no lo hubiese
llevado, en más de una oportunidad, a producir roces con sus superiores e
incluso, en cierta ocasión, a la desobediencia.
Nacido
en Buenos Aires (más precisamente en el barrio e Palermo) el 4 de marzo de
1943, al terminar la escuela primaria ingresó en el Colegio Militar donde
reveló condiciones excepcionales para el entrenamiento y sacrificio.
Debido
a su personalidad, en especial su intolerancia hacia las actitudes que se
apartaban de la disciplina castrense, en 1962 fue dado de baja por haber incurrido en
insubordinación. Por entonces era cadete (cursaba el 3er. Año) y
figuraba en el Cuadro de Honor de la institución.
Para su
fortuna, al año siguiente fue reincorporado aunque obligado a repetir el año
perdido.
En
1964
egresó como subteniente siendo designado abanderado escolta del
establecimiento y encargado de la compañía, ello en base a sus
excelentes
calificaciones.
Su
primer destino fue Uspallata, en la provincia de Mendoza, donde nació su amor
por la montaña y el andinismo. Allí realizó el curso de paracaidista y poco
después, debido a sus cualidades, fue maestro de salto. En 1974 se lo destinó a
la División Aerotransportada
del ejército peruano y en 1975 fue incorporado al Regimiento de Infantería 5
(RI5) donde, según sus palabras, aprendió a ser soldado.
El
curso de comando lo realizó en 1968, con Seineldín como instructor,
complementándolo con experiencias de buceo en el Delta del Paraná y períodos de
supervivencia en lugares inhóspitos y de clima riguroso. Finalizado el mismo,
pasó a desempeñarse como instructor del Colegio Militar, adiestrando a jóvenes
camadas de soldados, etapa en la cual protagonizó nuevos altercados con la
superioridad. Al año siguiente, con el grado de capitán, ingresó en la Escuela Superior
de Guerra y una vez finalizados sus estudios, mereció el siguiente
juicio, reproducido por Isidoro Ruiz Moreno reproduce en su libro: “Oficial de adecuados conocimientos
profesionales y rápida reacción mental, posee un carácter fuerte e
individualista que dificulta su integración. Debe ser más cuidadoso en los
aspectos formales, fundamentalmente en su forma de expresarse”. Recibió su
diploma en 1979.
De
excelentes aptitudes físicas y deportivas, meses antes de la guerra escaló las
laderas del cerro Tronador, de 4000 metros de altura, alcanzando su cima junto
a sus alumnos del curso de comandos, efectuando desde allí su recordado
contacto radial con la Escuela
de Infantería.
Era
realmente inconcebible que el Alto Mando estuviese prescindiendo de un
oficial como ese pues Aldo Rico podía ser todo lo vehemente, individualista e
insubordinado que fuera, incluso altanero y soberbio, pero se trataba de un soldado
excelente, dotado de las condiciones necesarias para enfrentar situaciones
extremas como la que se estaban viviendo. En una palabra, era el hombre
indicado para la ocasión y lo iba a demostrar con creces.
Al
medio día del viernes 21, el mayor León conversaba en su despacho -antesala del general Vaquero-, con el coronel Minicucci y Aldo Rico, cuando
llegó al lugar el teniente coronel Juan Carlos Mugnolo, segundo ayudante de aquel.
En esos momentos, Rico comentaba que era un despropósito retener en el
continente a paracaidistas y comandos y eso llamó la atención del alto oficial, quien se detuvo a escuchar.
Ni bien el mayor terminó de hablar, Mugnolo golpeó la puerta del despacho y sin
esperar, entró.
-Con
permiso, mi general.
El jefe
del Estado Mayor del Ejército conversaba en esos momentos con el general
Enrique Podestá, jefe de la
División de Personal, quien se volvió hacia la puerta para
saludar al recién llegado.
-Adelante
– respondió Vaquero.
-Señor,
afuera se encuentra el jefe de la
Compañía de Comandos 602- dijo Mugnolo después de los saludos
de rigor.
Vaquero,
un tanto sorprendido, preguntó quien era, a lo que su par le respondió:
-Es el
mayor Aldo Rico.
-Hágalo
pasar.
Mientras
Vaquero y Podestá intercambiaban unas palabras, Mugnolo volvió a salir y le
pidió a quienes estaban afuera que entrasen. Se saludaron, se presentaron y sin
esperar más, el general Vaquero fue directamente al grano.
-Dígame,
mayor Rico, ¿podría juntar unos veinte comandos para enviar a Malvinas?
-Podría
juntar más de cuarenta, mi general, y formar con ellos una segunda compañía.
-¿Y
cuanto tiempo le llevaría?
-Lo que
se tarde en traer al personal de las distintas unidades del interior.
-¿Y con
qué la remontamos, mayor?
-Con el
equipo individual de Intendencia existente en la Escuela de Montaña de
Bariloche y la Escuela
de Infantería, mi general.
La
respuesta satisfizo a Vaquero que sin esperar más, autorizó a Rico a
proceder. Se estaba dando forma a la segunda compañía de comandos que
operaría en la zona de guerra.
Sumamente
emocionado, Rico salió del despacho convertido en jefe de la
nueva unidad y de manera inmediata, puso manos a la obra asistido por su amigo,
el mayor León.
Lo
primero que hizo fue llamar desde el escritorio de este último a San Juan para
pedir que enviasen su equipo a Buenos Aires lo más rápidamente posible.
Inmediatamente después, se comunicó con la Escuela Militar de
Montaña, en la lejana Bariloche, urgido por determinar su capacidad de equipamiento.
Lo atendió un antiguo discípulo y gran admirador suyo, el capitán Mauricio
Fernández Funes, ayudante del director del establecimiento, coronel Juan Luis
Pasqualini.
Rico le
preguntó a Fernández Funes si la escuela estaba en condiciones de equipar a
cincuenta hombres y aquel le respondió afirmativamente. En vista de ello, el
flamante jefe de la 602 solicitó uniformes de camuflaje, anoraks, impermeables,
ponchos para la lluvia, pasamontañas, gabanes de Duvet, guantes, borceguíes,
carpas, mochilas, cascos, boinas y bolsas de dormir.
Todo lo
concedió Fernández Funes razón por la cual, en determinado momento, el coronel
Pasquialini, allí presente, le pidió “parar un poco la mano”.
Cuando
terminó la conversación, Fernández Funes se despidió con un rutinario “hasta
luego”, saludo que Aldo Rico contestó:
-A lo
mejor hasta muy pronto, capitán – dejando al hombre de Bariloche bastante
desconcertado e ignorante de que en poco tiempo iba a ser convocado para pasar
a Malvinas.
Como la Compañía
de Comandos 601, su similar debería alojarse en dependencias de la Escuela de Infantería,
hacia donde Rico partió ni bien abandonó el Edificio Libertador.
Por
orden del general Vaquero, el general Podestá cursó los radiogramas
correspondientes convocando al personal seleccionado para poner en
marcha la operación.
Según
contaría Aldo Rico tiempo después, se tenía poca idea de lo que realmente
ocurría en las islas, tan poca, que hasta su charla con León y Minicucci, solo
conocía lo transmitido por los medios de prensa, es decir, puras falacias y
distorsión. Dada su nueva misión, a partir de ese momento recibiría algo más de información, aunque
recién al pisar el archipiélago tomaría conciencia de lo crítico de la
situación. En esos momentos, el Estado Mayor Conjunto emitía el comunicado Nº
68 dando cuenta del desembarco británico en San Carlos y que las fuerzas
argentinas estaban resistiendo.
Como era de esperar, los comandos que no había sido llamados aun comenzaron a
experimentar malestar y angustia, de ahí el elevado número de ofrecimientos
voluntarios que recibió Rico para integrar la flamante compañía, los cuales no pudieron
ser satisfechos en su totalidad.
Hubo un
caso muy especial, que vale la pena relatar, el del capitán José Arnobio
Vercesi, quien hasta el momento se desempeñaba como policía militar en Córdoba.
Vercesi
se presentó un día al comandante del III Cuerpo de Ejército, general Eugenio
Guañabens con el propósito de solicitar la baja y cuando el sorprendido oficial le preguntó los
motivos, aquel le manifestó sentirse profundamente frustrado. Después de haberse preparado toda una vida para combatir, no solamente no se lo convocaba sino que en lugar
de ello, se lo dejaba en el continente, lejos del campo de batalla, a cargo de conscriptos inexpertos.
Guañabens
trató de calmarlo y le prometió ponerlo al frente de un cursillo
destinado a corresponsales de guerra pero Vercesi se negó porque no
quería quedar fuera; a
partir de ese momento, buscaría todos los medios para hacerse alistar.
Su
compañero, Marcelo Sbert pensaba igual y también se las ingenió para ser
llamado. Todos deseaban marchar al frente, aunque el enemigo fuese una
superpotencia de magnitud como era Gran Bretaña.
A
medida que se cursaban las citaciones, iban llegando los destinatarios con uno
o dos días de diferencia. Ruiz Moreno reproduce el texto de la convocatoria,
que decía textualmente: “A partir de la
recepción de la siguiente orden, deberá presentarse, primer medio, Escuela de
Infantería, de combate, con casco, equipo de campaña, dotación reglamentaria,
pistola, según corresponda. Dejar declaración jurada para recibir haberes”.
La
lectura de Comandos en Acción nos
permite conocer casos realmente singulares, uno de ellos el del teniente
primero Horacio Losito, quien el sábado 22 de mayo por la noche se
hallaba de
guardia en el cuartel del Regimiento de Infantería 11 de Tupungato,
provincia
de Mendoza, cuando recibió el telegrama de citación. A medida que
avanzaba en
la lectura, su corazón comenzó a palpitar aceleradamente a causa de la
emoción y su alegría no tuvo límites al percatarse que desde Buenos
Aires se
lo convocaba para marchar al frente. Por esa razón, salió corriendo con
el
telegrama en la mano, ansioso por mostrárselo a sus compañeros.
Algo
similar ocurrió con el capitán Andrés Ferrero de la Escuela Militar de
Montaña en Bariloche al enterarse que junto a sus compañeros, el capitán
Mauricio Fernández Funes y el teniente primero Luis Alberto Brun, se los
llamaba para alistarse y partir inmediatamente a las islas.
Cuando
Losito y el sargento Luis Gerardo Luna (que también había sido llamado
por
Rico) se aprestaban a abordar el jeep con destino al aeropuerto de
Mendoza, notaron que el jefe del regimiento los esperaba en su
despacho. Si bien se trataba de un hombre duro y poco expresivo, célebre
por su temple autoritario y su gesto adusto, dada la situación los
estrechó en un abrazo y con lágrimas en los ojos les dijo:
-Como
profesional los envidio. Que tengan mucha suerte y no olviden que llevan en sus
mochilas el prestigio del viejo regimiento del general Las Heras.
En el
arco de entrada al cuartel los aguardaba una formación especial en su honor,
algo que los emocionó y enorgulleció profundamente.
La
tarde de aquel domingo 23, una caravana de automóviles acompañó el jeep que
transportaba a los comandos hasta el aeropuerto, donde los esperaban el
director y los jefes de la
Escuela Militar de Montaña además de funcionarios civiles y
sus respectivas esposas. Después de las despedidas, emotivas por cierto,
abordaron un avión de Aerolíneas Argentinas, todo en medio de aplausos y a poco de
instalarse en sus asientos, el piloto se acercó a saludarlos.
A ellos
también les causó muy mala impresión el clima que imperaba en Buenos Aires. Ni
bien llegaron a la gran capital, los efectivos se encontraron con un ambiente
despreocupado, distante y ajeno al drama. La gente en las calles parecía
enfrascada en otros asuntos, yendo a restaurantes y cafés, pensando en
divertirse y en pasarla bien y distanciándose cada vez más del conflicto.
Una
vuelta por las avenidas Santa Fe y Callao les mostró los cines repletos, la
gente haciendo cola, bares y restaurantes repletos, las discotecas al tope y el total de la población en la suya, como si la crisis fuese algo ajeno.
El
lunes 24 de mayo se iniciaron los preparativos en la Escuela de Infantería. Un
detalle a tener en cuenta fue el hecho de que si bien gran parte del personal
conocía los cursos de comandos y paracaidismo, pocos habían practicado juntos.
Si la Compañía
601 tuvo como base al equipo Halcón 8, la 602 no era más que un
conjunto homogéneo de gente voluntariosa y decidida pero con poca experiencia
en la materia.
Por
mencionar un ejemplo, el sargento primero Omar Medina fue custodio del general Vaquero durante dos años,
vistiendo de civil y manejando el
automóvil asignado al alto jefe militar. El Ejército lo tenía en ese
destino aun teniendo aprobados los cursos de paracaidismo, ser experto
en explosivos y haberse
desempeñado como instructor del grupo Halcón 83. Por su parte, el
capitán Hugo Ranieri, médico de la unidad, egresado de la Universidad de La Plata,
era un individuo
extremadamente fuerte, imbuido de espíritu de combate, un cuadro ideal
para la ocasión. Cuando se le solicitó designar a dos enfermeros con el
objeto de completar
la unidad, éste escogió al sargento primero Rogelio Pedrozo y al
sargento
ayudante Héctor Albornoz, quienes si bien no eran comandos, estaban
preparados para afrontar la misión. Necesitado de proveer sus
botiquines, echó mano de
donde pudo acaparando drogas, medicamentos, cintas adhesivas, vendajes,
algodón
y todo lo necesario para una campaña de alto riesgo.
Aldo Rico
encomendó el lanzamisiles Blow Pipe al teniente Losito pero éste desconocía su
uso ya que ese tipo de armas era exclusiva de la Escuela
de Infantería. En
vista de ello, Brun y Oneto se ofrecieron a dictar un curso acelerado y
con
la autorización del jefe de la flamante compañía, comenzaron a
impartirlo en
Campo de Mayo a partir del miércoles siguiente, desde hora temprana.
Temiendo que sus hombres no hicieran a tiempo, Rico terminó convocando
al
teniente primero Carlos Alberto Terrado, instructor de cadetes del
Colegio
Militar y a tres suboficiales como apuntadores: el sargento Ramón
Galarraga,
el cabo primero Carlos Delgadillo y el cabo Raúl Valdivieso4.
Como su
antecesora, la Compañía
de Comandos 602 también recibió armamento moderno. Los efectivos prácticamente
se abalanzaron sobre el depósito del Comando de Arsenal cuando el oficial a
cargo les franqueó la puerta. Tomaron todo lo necesario para la campaña, fusiles
Weatherby 300 Magnum con sus respectivas miras telescópicas, pistolas ametralladoras
FM K3 con linterna láser, ametralladoras pesadas MAG, lanzamisiles Blow Pipe,
municiones perforantes y radios Thompson.
En
la oportunidad, se produjo un altercado con el teniente a cargo, al
insistir con la firma del correspondiente formulario 2404, necesario
para la entrega del
armamento.
-¡Salga
de aquí, burócrata de mierda – le gritó el capitán Tomás Fernández fuera de sí-
no ve que vamos a la guerra!
Uno de
los hombres más compenetrados era el sargento Mario “Perro” Cisneros,
severísimo instructor de cursos se comandos, quien se adueñó de una de las
ametralladoras pesadas con todos sus componentes.
El
bravo suboficial tomó los elementos, armó la MAG en el piso e hizo las primeras prácticas de
puntería para comprobar sus condiciones. Se trataba de un individuo alto, fuerte y
corpulento, de 26 años, soltero aún, extremadamente identificado
con su profesión. Oriundo de Catamarca, estaba dotado de un espíritu de
sacrificio que lo hacía un cuadro sumamente eficaz, completamente despreocupado
de cualquier peligro. Lamentablemente, jamás volvería de las islas.
Pasados
algunos minutos, el capitán Fernández se tranquilizó y dirigiéndose al
responsable del depósito, le dijo que no se hiciera problema, pues él se iba a
hacer responsable de todo.
Los
días fueron pasando con gran despliegue de ejercicios, prácticas especiales,
entrenamiento, gimnasia, marchas forzadas, lucha cuerpo a cuerpo y
ejercicios de tiro.
El 25
de mayo, mientras en el Atlántico Sur se combatía con extrema violencia, Rico
hizo formar a su gente y pronunció palabras alusivas en conmemoración del Día
de la Patria.
Finalizado el acto, se encaminó al Edificio Libertador para
ultimar los detalles, dejando en su lugar a su segundo, el capitán Eduardo
Villarruel, un santafecino de 35, años egresado del Liceo Militar “General
Manuel Belgrano”.
Una
vez
de regreso, Rico anunció que en diez días se efectuaría el cruce a
Malvinas y por esa razón era necesario extremar las prácticas y alistar
el equipo para
tenerlo en las mejores condiciones.
El
miércoles 26, en horas de la madrugada, llegaron desde Bariloche el
equipo y todo el personal, ello gracias a la labor desplegada por el
teniente
coronel Carlos Abel Balda. Sin embargo, de manera repentina y cuando
nadie se lo esperaba, el Alto Mando una nueva directiva; se debían
acelerar los
preparativos porque la situación en las islas había empeorado y de no
efectuar
el cruce lo antes posible, la compañía perdería la oportunidad de llegar
a la
zona de combate.
A las 13.00 horas de aquel mismo día, la 602 llegó a la Base Aérea de El Palomar para abordar el Fokker F-28 que debía llevarlos al sur. A las
09.40, los efectivos asistieron a misa y cincuenta minutos después caminaban
hacia la plataforma para subir a la aeronave, provistos de rosarios y
escapularios bendecidos, cosa que les dio mucha tranquilidad y confianza.
Los
últimos en incorporarse a las filas fueron el teniente Daniel Martínez, el
sargento Miguel Ángel Castillo y el teniente Ernesto Espinosa, éste último a minutos escasos minutos de la partida.
Antes
de abordar, el coronel Minicucci se despidió de cada uno de los
efectivos y
Rico pronunció una arenga con la tropa formada frente a personal militar
de la base y sus propias familias. Inmediatamente después, comenzaron
subir las escalerillas ante el llanto de madres, esposas,
novias y hermanos. Era un momento realmente emotivo y sumamente difícil
pero
los cuadros demostraban tal estado de emoción que no parecían marchar
hacia una guerra.
A las
14.30 horas el avión comenzó a rodar, cinco minutos después se
ubicó en la cabecera de la pista y tras recibir la autorización de la torre de control, inició
el carreteo, elevándose sin problemas para poner proa a Comodoro Rivadavia,
centro neurálgico de las operaciones. El resto del equipo, con cuatro efectivos
más, partiría horas más tarde en un Hércules C-130.
El F-28
aterrizó a las 18.00 y a poco de estacionar en la plataforma asignada, comenzó
a descargar a la tropa. Rico y sus hombres fueron alojados en un galpón cercano
al edificio del aeropuerto y mientras los cuadros se deshacían de sus armas y
mochilas, les ordenó a sus oficiales que los mantuviese
ocupados para evitar el desánimo y la nostalgia.
Temía, aunque infundadamente, que la lejanía y el recuerdo de sus seres queridos hicieran mella en ellos.
En tanto la tropa se dedicaba a asear el lugar, Rico se dirigió a las oficinas del
comandante del V Cuerpo de Ejército, general Osvaldo Jorge García, acompañado
por el capitán Villarruel.
Conversando
con el alto oficial, quien había tomado parte importante en el Operativo
Rosario,
escucharon asombrados palabras que en la mente de Rico dejaron en
evidencia el poco conocimiento de los altos oficiales en cuanto al
rendimiento de sus medios. García
esperaba que la intervención de los comandos revirtiera la comprometida
situación de las fuerzas argentinas en las islas y los llevase ala
victoria, un absurdo en todo el sentido
de la palabra pues esa no era la función de las tropas de elite.
Acto
seguido, el general les ofreció un detalle de como se estaban desarrollando los
acontecimientos en el teatro de operaciones y después explicó que el
objetivo principal de las fuerzas especiales era la pista de aterrizaje que los
británicos habían desplegado en San Carlos para operar desde allí.
El
clima en Comodoro Rivadavia no era frívolo como el de Buenos Aires pero
evidenciaba mucha desorganización. Los cuadros allí apostados demostraban estar
sumamente distantes de sus funciones y parecían desconocer lo
que acontecía. Creían a los ingleses cercados en San
Carlos y a punto de ser arrojados al mar. Incluso se
hablaba de una victoria inminente, algo completamente ajeno a la realidad porque el
enemigo seguía consolidando sus posiciones e iniciaba su incontenible avance
en tanto la “estrategia” argentina mantenía a sus hombres aferrados al terreno.
Los
comandos de la 602 continuaron su entrenamiento con extensas caminatas y
marchas
forzadas. A las 19.30 regresaron al aeropuerto e impartida la orden
correspondiente, abordaron el avión Hércules que los llevaría
directamente a las islas.
Una vez
acomodados dentro la bodega, la máquina comenzó a rodar y a poco de alcanzar la
cabecera, despegó, dando máxima a potencia a sus motores.
Además
de la tropa, la gigantesca aeronave trasladaba diversos elementos, entre ellos,
pertrechos para la Brigada Aerotransportada,
una hélice de repuesto para un barco averiado (posiblemente el
“Río Cincel”), raciones embaladas por voluntarios civiles en cajas
provistas por la Sociedad Rural
Argentina y otros elementos.
Despegaron
sin inconvenientes directo a Puerto Argentino pero al cabo de cuatro horas, el
avión comenzó a experimentar fallas y por tal motivo, el piloto decidió regresar,
provocando con ello el consabido fastidio de los comandos.
Se
pensó poner rumbo a Río Gallegos porque era el aeropuerto más próximo pero la
presencia de una fragata enemiga disuadió al comandante que enfiló hacia la
ciudad chubutense, donde aterrizó cerca de las 20.00.
Los
comandos fueron alojados en el mismo galpón de la noche
anterior. Cuando descendieron del avión hacía mucho frío, el cielo estaba
encapotado y soplaba fuerte el viento del sudeste.
Volvieron
a partir al mediodía siguiente, en el mismo aparato, un blanco fácil y visible
para los cazas enemigos pero que como los Fokker y otras aeronaves de la Fuerza Aérea y la Aviación Naval, venía burlando
el bloqueo desde la llegada misma de la fuerza de tareas británica.
La
tripulación volaba atenta a los controles, especialmente la
gran pantalla del radar, rezando por no detectar ningún eco desconocido. Los
comandos, por su parte, se apretujaban en el receptáculo de la carga, sin
hablar, cortando el silencio, de tanto en tanto, con alguna palabra o un breve
diálogo.
Mientras
la gigantesca aeronave se deslizaba por encima del mar, el panel de control
comenzó a señalar una nueva falla, indicando la pérdida de líquido hidráulico,
cosa que ponía en peligro la maniobra de aterrizaje.
El
copiloto informó la novedad al comandante y este decidió regresar. La pesada
máquina inició un lento viraje y puso proa al continente al tiempo que su piloto
informaba la novedad al pasaje, provocando airadas y sonoras protestas.
Después
de un intercambio de palabras se resolvió buscar algún tipo de solución y
así fue como se recurrió a uno de los recipientes conteniendo el
preciado líquido, sujeto sobre unos paneles. Se debía volcar su
contenido en el conducto a
medida que se vaciaba, tarea para la cual fue elegido el teniente Fernández Funes, a quien se proveyó de
auriculares. El oficial debía volcar el fluido cuando se lo desde la cabina.
El característico
poder de improvisación de los argentinos dio excelentes resultados ya que la
primera prueba mostró efectos positivos. Y para alivio de Rico y su gente, el
avión volvió a arrumbar en dirección a las islas tranquilizando notablemente los ánimos.
El
jefe
de los comandos fue invitado a visitar la
cabina por el comandante, cosa que aquel aceptó de buena gana. El jefe
de la Compañía se puso de pie y se dirigió hacia adelante, caminando por
entre sus hombres. Grande fue su sorpresa al
notar lo bajo que estaban volando.
-¡¿Qué
es esto –preguntó sobresaltado–, un avión o una lancha?!
Era
un
viaje lleno de expectativas; la tripulación se hallaba en permanente
estado de
alerta, atenta a la pantalla del radar y efectuando observaciones con
sus largavistas mientras los pasajeros en la bodega, rogaban para que
nada
entorpeciese su arribo.
A
las
Malvinas no pudieron verlas bien porque al aparecer en el horizonte era
prácticamente de noche pero la emoción embargó a todos cuando el piloto
les
informó que iniciaban el descenso. Aterrizaron a las 18.00 y ni bien la
compuerta trasera se abrió, los hombres procedieron a descargar el
equipo lo
más rápidamente posible ya que el gigantesco transporte solo
permanecería
en el lugar unos quince minutos, con sus motores en funcionamiento y
luego
partiría de regreso, llevando consigo al personal evacuado.
Allí
tuvieron su primer contacto con la realidad ya que mientras descargaban
el material, los camilleros llegaron corriendo transportando a los heridos,
algunos de ellos graves, a quienes acomodaron dentro del avión con la
ayuda de los tripulantes.
Cuando
el Hércules despegó, un pesado silencio invadió el lugar. La vista de los
cráteres producidos por la aviación enemiga y los Pucará destruidos
junto a la pista no hicieron más que aumentar la extraña sensación de que habían llegado a la guerra.
Las imágenes, por más duras, no mitigaron, la emoción de los recién llegados.
Al
descender del avión, el teniente primero Rubén Márquez besó el suelo; Losito,
por su parte, sintió una extraña impresión, como si el general San Martín, a
quien tanto admiraba, estuviese a punto de aparecer para impartir directivas.
Los demás vivieron sus propias emociones, de acuerdo a sus
temperamentos y estados de ánimo.
Sin
embargo, casi enseguida, las palabras de un oficial de la Fuerza Aérea volvió a todos en sí:
-Nos
están dando con todo. Aquí vivimos en alerta permanente, corriendo a
refugiarnos a los pozos llenos de agua. Al parecer, el aeropuerto es el
objetivo principal. Los ingleses en San Carlos hacen lo que quieren porque nos
resulta imposible llegar hasta allá. Carecemos de medios para ello.
-¿Y si
vamos caminando? – preguntó el teniente Daniel Martínez.
-Esperá a conocer el terreno y vas a
ver. No solo te hundís en él sino que además… las Malvinas son muy grandes.
Cuando
el avión que los trajo desapareció en el horizonte, llegó hasta el lugar
una columna de camiones que fue virtualmente abordada por los comandos quienes,
a esa altura, se habían quitado las boinas reemplazándolas por sus cascos de
acero con el objeto de engañar a posibles espías e infiltrados.
Al
abandonar el aeropuerto, vieron grupos de soldados haciéndoles gestos.
En un
primer momento creyeron que se trataba de saludos pero enseguida
comprendieron
que les pedían alimentos. Fue una sensación desagradable, pues
demostraba ausencia de disciplina y graves problemas de logística. Si
las
tropas apostadas en la capital estaban mal alimentadas, cuánto peor lo
estarían
las de los puestos adelantados. Otra sorpresa fue ver las
calles de la ciudad iluminadas, hecho que facilitaba el reglaje del
bombardeo
naval enemigo.
La
situación era extremadamente grave y dejaba al descubierto una terrible
realidad: los mandos argentinos tanto en las islas como en el continente eran totalmente ineficaces. ¿Cómo
era posible semejante negligencia?
En
el
gimnasio contiguo a la iglesia católica tuvo lugar el encuentro entre
los
efectivos de las compañías 601 y 602. Hubo abrazos, gritos y mucha
algarabía porque compañeros de muchos años se reencontraban en la zona
de combate listos a
entrar en acción.
Una vez
acomodados sus equipos, los veteranos de la 601 relataron a los recién llegado
sus experiencias y les informaron que esa noche iba a dar comienzo una gran
batalla en el istmo de Darwin, cosa que Rico y sus hombres ignoraban por
completo.
Allí estaba el capitán Jándula junto a los
suboficiales que lo habían acompañado al
monte Simmons, sucios y desalineados, prueba de su reciente incursión en
el frente de batalla. El relato de su experiencia impresionó a Rico
y su gente.
Después
de racionar y conversar sobre diversos temas, todos relacionados con el
conflicto, los comandos desplegaron las bolsas de dormir y se dispusieron a
pasar la noche, dejando apostada una guardia rotativa con turnos de una hora.
Para
comprender la mentalidad de los generales que tenían a cargo la conducción
de la guerra vale la pena detenerse en un hecho puntual.
Poco
antes de racionar, Castagneto y Rico se encaminaron a las oficinas del general
Menéndez para informar la llegada de la CC602 y solicitar instrucciones.
El
gobernador militar los recibió con su característica cortesía, lo
mismo el mayor Doglioli, que se hallaba junto a él. Tras las salutaciones, una vez impuesto de
la situación, el jefe de los comandos no tardó en comprender que a esa altura y
tal como se estaban dado las cosas, un triunfo argentino era una utopía, pero se
cuidó de hacer conocer esa opinión. Inmediatamente después, Menéndez los envió
a ver a su par, el general Parada con la expresa indicación de ponerse a sus órdenes y
recibir las primeras instrucciones, tal como lo había hecho en su momento
con la Compañía
de Comandos 601.
Cuando
Rico llegó al puesto de mando, abrió la puerta, ingresó y después de
hacer el saludo correspondiente se presentó con nombre y grado, informando que
se encontraba allí enviado por el general Menéndez para ponerse a disposición.
Entonces sucedió lo impensado. Parada lo miró con gesto huraño y de muy mala manera,
le ordenó retirarse inmediatamente agregando que si él
quería ver a alguien lo hacía llamar.
Desconcertado
y molesto, Rico salió al exterior preguntándose, seguramente, si aquello era
real o se trataba de un sueño.
Durante la entrevista con Parada, el jefe de la 602 manifestó algunas de sus inquietudes, la
principal, las falsas expectativas que había percibido en el Alto Mando,
durante su estancia en Comodoro Rivadavia, respecto al desempeño de los
comandos, lo que se esperaba de ellos y algunos puntos de vista con respecto a
las tácticas a emplear. Para su desconsuelo, su superior parecía pensar de la
misma manera.
La Compañía
de Comandos 602 tuvo su
bautismo de fuego esa misma noche cuando sumida en profundo
sueño, una fuerte explosión sacudió al edificio del gimnasio. Trozos de
la
mampostería y pedazos de cielo raso cayeron sobre ellos mientras los
resplandores de nuevos estallidos iluminaba tétricamente el interior del
edificio. El cañoneo inglés había comenzado más cerca de lo habitual y
constituyó la bienvenida adecuada para los aguerridos hombres de Rico.
Los
comandos se incorporaron velozmente, tomaron sus armas con la evidente intención de salir al
exterior, pero sus compañeros de la 601 los contuvieron.
-¡Tranquilos.
No pasa nada. Permanezca todo el mundo en su lugar! – ordenó con voz potente un
jefe de sección.
Los
soldados intentaron recuperar la calma mientras los hombres de Castagneto,
guiándose por el sonido, indicaban a los recién llegados donde iba a caer cada
proyectil, demostrando con cierto orgullo, su bien ganada veteranía.
De
todas maneras la situación revestía peligro ya que el gimnasio era un
verdadero polvorín, pero como no se podía hacer nada al respecto, algunos
hombres matizaron el momento haciendo bromas.
-Hay
dos cosas que me molestan en esta vida –dijo el sargento Brun– los mosquitos y
el cañoneo naval inglés – chiste que fue sonoramente festejado.
Al cabo
de unas horas, los disparos cesaron y los efectivos se dispusieron a dormir un
poco más. El ataque había sido el más cercano a la población desde el inicio de
la guerra.
La tarde del 28
de mayo partió desde Comodoro Rivadavia el segundo escalón de la CC602 al mando del capitán
Francisco P. de la Serna
y el teniente primero Enrique Stel. Lo conformaban cuatro hombres (dos
oficiales y dos suboficiales) con sus correspondientes municiones y armamento.
Llegaron
a Puerto Argentino en horas de la noche y de manera inmediata procedieron a la descarga. Según relata Ruiz Moreno, los
conscriptos rompieron varias cajas en busca de alimentos.
Minutos
antes había llegado otro avión transportando a los 65 efectivos del
Escuadrón “Alacrán”, las fuerzas especiales de la Gendarmería Nacional,
al mando de su
jefe, el comandante José Spadaro. Venían a reforzar las compañías 601 y
602 y tendrían una acción destacada durante el conflicto.
Por la
mañana, Rico y su gente se dedicaron a recorrer Puerto Argentino y sus
alrededores con la idea de familiarizarse con el terreno y el clima de las
islas.
Bajo la helada llovizna y una temperatura cercana a los 8 grados bajo cero,
probaron el armamento efectuando disparos contra la costa opuesta y una boya
que flotaba frente a la rada, a la que finalmente lograron hundir.
Inmediatamente después hicieron ejercicios de marcha y trote en dirección al
aeropuerto y una vez de regreso, recibieron la primera y última orden del
general Parada pues, a partir de ese momento, pasaban a depender del general
Oscar Jofre, comandante de la X Brigada y
virtual máxima autoridad del archipiélago.
La aludida
directiva consistía en enviar una sección de la Compañía a las cimas del
monte Simmons para instalar allí una emboscada con Blow Pipes, destinada a
neutralizar el corredor aéreo y favorecer un ataque a San Carlos.
Estudiando
la posición y viendo que el mencionado cerro constituía un punto aislado a unos
40 kilómetros
al oeste de la línea defensiva, Rico explicó que un ataque argentino a San
Carlos carecía de sentido y por esa razón, todo el esfuerzo debía
concentrarse en la defensa de la capital.
Aquello
enfureció a Parada, que a los gritos recriminó a su subalterno,
acusándolo de hablar sin fundamento El alto oficial descartaba un ataque
desde esa dirección porque, como Menéndez y Jofre, estaba convencido
que el mismo llegaría desde el sudeste, por vía marítima. Como Rico volvió a insistir,
Parada se levantó de su silla y sin dejar de gritar le dijo:
-¡Pero
que sabe usted, si apenas tiene dos días en las islas!
El jefe
de la 602 no volvió a insistir; solo se limitó a saludar, dio media vuelta y se
retiró dispuesto a cumplir la orden.
La
patrulla debía efectuar tareas de observación y pasar la información por radio,
dos veces por día. Rico sabía que apenas tres hombres bastaban para aquella tarea
pero, dado el clima imperante en el comando de la III Brigada, prefirió
no dar a conocer su opinión. Una vez de regreso en el gimnasio seleccionó a la
gente que debía tomar parte en la misión y después del almuerzo les ordenó
preparar sus equipos informando además, que a partir de ese momento, la unidad
se subordinaba al general Jofre.
Los
hombres designados por Rico, el capitán José A. Vercesi y los tenientes
primeros Brun y Losito, quienes debían presentarse en el puesto de mando de la
X Brigada en el Town Hall, para recibir
directivas. Los recibió un oficial de Inteligencia que los hizo pasar y los
condujo hasta una mesa sobre la que distinguieron una carta
topográfica.
El
oficial en cuestión, teniente coronel a cargo, parecía un hombre de
carácter
liviano, en apariencia ignorante de la situación real. Una vez sobre la
carta,
procedió a explicar que se carecía de información precisa sobre la
ubicación
exacta de los efectivos enemigos. Solo se suponía el lugar donde se
encontraba y al así decirlo, señaló con su mano la parte norte de la Isla
Soledad, desde Cabo Alto al istmo de Darwin y desde Puerto San Carlos
hasta el monte Kent. Eso dejó pasmados a los comandos; se les había dicho que los
británicos sólo dominaban San Carlos y que se hallaban inmovilizados allí.
Vercesi,
Brun y Losito coincidieron en sus pensamientos: ¿qué ocurrió con la
información obtenida por Negretti sobre el constante
tráfico de helicópteros en cercanías del monte
Simmons? Era evidente que no se la había tomado en cuenta o que ese oficial la
ignoraba pero… ¿y Prado del Ganso?,… ¿no se estaba combatiendo ahí en esos
momentos?
Realmente
el alto mando argentino vivía una irrealidad
absoluta; prueba de ello fueron las palabras del coronel Jorge Félix Aguiar,
segundo jefe de la X Brigada, cuando le
dijo al teniente primero Losito:
-Tenga
la plena seguridad de que vamos a obtener una gran victoria.
Los
comandos recibieron sus órdenes en un trozo de papel junto a un rollo
con la cartografía británica e inmediatamente después fueron
despachados.
Se les indicaba hostilizar el corredor
aéreo con lanzamisiles Blow Pipe y efectuar exploración en el monte
Simmons, otra prueba de que las autoridades no tenía la más mínima idea
de los peligros a lo que exponía a sus hombres o peor aun, no le
importaba en absoluto.
Vercesi
y sus acompañantes regresaron al gimnasio y se abocaron a la tarea de estudiar
la forma de encarar la misión. Al entrar, vieron con alivio que el segundo
escalón logístico de la
Compañía al mando del capitán De la Serna, se hallaba en el
lugar y eso fue motivo de abrazos y efusivas demostraciones de afecto.
El
29
de mayo por la mañana, mientras en Prado del Ganso y Puerto Darwin se
seguía
combatiendo, la sección del capitán Vercesi esperaba a su jefe,
formada frente al edificio del gimnasio. Para ese momento, ya se le
había asignado la
función a desempeñar. El teniente primero Luis Alberto Brun, haría las
veces de navegante, el teniente Ernesto Emilio Espinosa, las de tirador
especial y por esa razón fue provisto de una Mágnum con mira
telescópica; el teniente primero
Juan José “Pepe” Gatti, operaría la radio; el cabo primero Carlos B.
Delgadillo, sería el encargado de los misiles y el cabo Raúl Roberto
Valdivieso
tendría a su cargo las tareas de asistente. A último momento, el mayor
Castagneto decidió sumar al sargento primero Juan Carlos Helguero, por
conocer bien el monte y ser un hombre con experiencia en campañas
antárticas.
Los
efectivos de la 601 se levantaron temprano para despedir a sus compañeros
y darles algunas indicaciones, entre ellas, no sobrecargarse de peso porque
iban a moverse constantemente.
Cuando Aldo Rico pasó revista a la formación notó que debido a los nervios,
el cabo Valdivieso había olvidado el Blow Pipe. Al hacérselo notar, el suboficial salió corriendo a buscarlo, regresando dos minutos después, justo cuando su jefe pronunciaba la arenga.
Dijo
Rico, entre otras
cosas, que partían en misión de exploración y por esa razón, los
esperaba para emprender acciones conjuntas tras las líneas enemigas. Y
finalmente agregó:
-¡No
olviden que el lugar más caliente para que el soldado de la Compañía 602 tenga sus
pies es el vientre de un inglés!
Luciendo
sus trajes de camuflaje, sus gorras de lana y sus manos enguantadas,
los comandos treparon a la parte posterior del camión Unimog
416 que aguardaba estacionado sobre el asfalto y partieron hacia Moody
Brook.
Sus
compañeros los despidieron con los brazos en alto y lanzando vivas, ignorando
que no volverían a ver a ninguno hasta finalizada la contienda.
A poco de la partida, Castagneto y Rico decidieron planificar una
misión propia de comandos consistente en el establecimiento de avanzadas en
territorio enemigo, a efectos de entorpecer sus operaciones y
combatirlo desde la retaguardia.
Estuvieron de acuerdo en ocupar las alturas circundantes,
colocando una patrulla en la cima de uno de los cerros para formar un arco con
los montes Estancia, Kent y Bluff Cobe Peack, sin descuidar las alturas de
Enriqueta (Monte Harriet), Wall y Dos Hermanas.
De
acuerdo a lo planificado, las avanzadas debían permanecer en esos
puntos, dejarse sobrepasar por el enemigo e inmediatamente después,
atacarlo por la
espalda en lo que iba a ser la primera contraofensiva argentina desde el
desembarco británico en San Carlos. De ese modo se lograría dificultar
su
avance y se lo obligaría a distraer unidades para contrarrestar su
accionar.
En este
punto ocurrió un hecho que enaltece aun más la figura del mayor Castagneto.
Como
las compañías 601 y 602 se hallaban disminuidas5, el jefe de la
primera se subordinó a Rico, por ser más antiguo en el rango.
Esto
deja en claro que entre los comandos no solo había voluntad y valentía sino
también inteligencia pues, de esa manera, se evitarían los roces y competencias que
solo perjudicarían y entorpecerían el desarrollo de las operaciones.
Rico
jamás ejerció autoridad sobre Castagneto (el jefe de la
601 tenía mayor experiencia en el teatro de guerra) y siempre
decidieron las cosas entre ambos, como lo que eran: caballeros y soldados profesionales.
A poco
de la partida de Vercesi, Rico y Castagneto se encaminaron al despacho del
general Américo Daher, jefe del Estado Mayor de Menéndez, para exponerle el
plan que acababan de pergeñar6.
Daher
era un hombre mucho más accesible que Jofre y el desagradable Parada.
El plan le pareció viable, estuvo de acuerdo y lo aprobó
de inmediato. Los comandos abandonaron el lugar extremadamente
satisfechos y se dirigieron presurosamente al gimnasio a efectos de
acelerar la
partida.
Decidieron
entre ambos, que las dos compañías marcharían en dos etapas, llevando
un poco más de la mitad de los efectivos a su mando.
Hacia
el noroeste lo haría una sección al mando del teniente Alejandro Brizuela, de
la 601, con la misión de alcanzar las cimas del monte Estancia para establecer allí un
nuevo PO (puesto de observación); por el sur, más precisamente hacia el monte
Kent, lo haría una sección de la
Compañía 602 al mando del capitán Andrés Ferrero y delante de
aquella, dos de la misma unidad (CC602) a las órdenes de los capitanes Eduardo
Villarruel y Tomás Fernández respectivamente, quienes tomarían posiciones en
las alturas que dominaban Bahía Agradable, dejando detrás las elevaciones Wall,
Enriqueta, Longdon y Dos Hermanas, defendidas por diferentes regimientos de
infantería.
El 29
de mayo por la noche, perdido el istmo de Darwin, despegaron de Moody Brook
(suerte de plataforma de lanzamiento de las fuerzas especiales argentinas) dos
helicópteros con las secciones de avanzada de ambas compañías a
quienes seguirían, al día siguiente, el Escuadrón “Alacrán” de la Gendarmería Nacional.
Inmediatamente
después, el mayor Rico recibió la orden de presentarse en el despacho
del general Jofre. Hacia allí se dirigió sin imaginar lo que le
esperaba.
Ni bien
llegó se hizo anunciar y una vez adentro, vio que junto al jefe de la X Brigada, se encontraba
el mismo gobernador militar.
Fue
este último el que comenzó a hablar preguntando quien había impartido la
orden
de poner en marcha la operación. Rico explicó que la había ideado con el
mayor Castagneto y que el general Daher había dado su autorización.
Pero
a mitad de su explicación fue interrumpido bruscamente por el general
Jofre:
-¡Entonces
usted debió haber esperado la orden!
-La
orden ya fue dada, mi general –respondió Rico indignado- y la operación ya está
en marcha.
Jofre
increpó duramente al jefe de la
Compañía 602 en tanto Menéndez permanecía a su lado, callado.
Por
su
parte, Castagneto también vivía situaciones desagradables. Preocupado
por la suerte
de sus hombres, se disponía a abordar un helicóptero para ir en busca de
la sección de García
Pinasco cuando el capitán Jorge Svendsen, piloto del Puma en el cual
debía
trasladarse, le informó que su superior, el ya mencionado teniente
coronel
Reveand, había dispuesto, una vez más, el inmediato regreso de las
aeronaves una vez depositados los comandos en sus puntos de destino. Era
una orden absurda, sin ninguna duda, porque si iban a buscar gente, lo
lógico
era que las aeronaves esperasen a los efectivos y los
trajesen de regreso a la capital.
Castagneto abordó hecho una furia, en primer lugar por lo absurdo de la orden y
por haberse visto obligado a dejar su mochila en tierra a causa del
exceso de peso. Una vez dentro del aparato, este se elevó, seguido por
el Bell UH-1H del teniente primero Horacio
Sánchez Mariño y partieron ambos hacia el oeste, volando a baja altura y gran
velocidad.
La sección del capitán Tomás Fernández fue depositada en Bluff Cove Peak. Veinte kilómetros más
adelante sobrevolaron monte Simmons, donde los hombres del capitán
Vercesi se
encontraban apostados desde la mañana. Ni bien lo sobrepasaron, viraron
hacia el norte y se elevaron unos
metros para seguir directamente a Big Mountain donde la sección de
García Pinasco se preparaba a pasar otra terrible noche a la intemperie.
Siguiendo
su costumbre, el capitán Negretti volvió a encender el equipo de radio y
comenzó a emitir.
Debido
a los infructuosos intentos anteriores, tenía pocas esperanzas de establecer
contacto pero cuando menos se lo esperaba, “enganchó” a uno de los helicópteros
que se acercaban y después de corroborar que se trataba de fuerzas propias
indicó su posición, solicitando ser evacuado. La respuesta no se hizo esperar;
una voz, a través e la radio, le informó que se encontraban a menos de 10 kilómetros del
cerro y en diez minutos estarían en el lugar.
Movido
por la emoción, el capitán se acercó a sus compañeros y les comunicó la
novedad y mientras lo hacía, comenzó a llegar hasta ellos el familiar
eco de los rotores. Minutos después, las aeronaves aterrizaban en un
cañadón hacia donde los hombres de García Pinasco se lanzaron a la
carrera pues
existía la posibilidad de que los ingleses hubiesen detectado las
emisiones de
Negretti.
El
Bell
y el Puma levantaron vuelo justo cuando se abatía una tormenta de nieve y
granizo que en cierta medida les vino bien porque los puso a cubierto
del
enemigo. Viraron rumbo al este y se alejaron volando muy bajo, con las
luces apagadas, aun a riesgo de estrellarse contra alguno de los cerros.
El
momento más angustiante se vivió cuando atravesaban monte Kent, en cuya cima los
fogonazos de las trazadoras daban cuenta que la Compañía de Comandos 602
al mando del capitán Andrés Ferrero, se hallaba empeñada en combate.
Preocupados por la suerte de sus camaradas, tripulantes y tropas divisaron a lo
lejos las primeras luces de Puerto Argentino. Eso generó algo de alivio porque
significaba la salvación, o al menos así lo creían pues repentinamente, a
10 kilómetros
de la ciudad, apareció frente a ellos un Sea King enemigo que en ese momento encendió las luces y les disparó.
El
misil pasó muy cerca del Bell, sin alcanzar a impactarlo. Las hábiles
maniobras de Sánchez Mariño salvó a su gente de una muerte segura. El
proyectil siguió de largo y
el helicóptero argentino salió indemne, aunque en uno de los virajes
perdió su ametralladora MAG, la cual se desprendió y cayó pesadamente al
vacío.
Por
fortuna los británicos se alejaron y eso les permitió seguir hasta el campo de
fútbol contiguo a Moody Brook, donde se posaron suavemente.
La
felicidad de encontrarse a salvo después de semejante experiencia, se vio opacada por la incertidumbre
que les generaba la suerte de sus compañeros, quienes en esos momentos combatían en
monte Kent.
De
todas maneras nada se podía hacer, excepto esperar.
Notas
1 Isidoro Ruiz Moreno, op. cit. La mayor parte de los datos referentes a
los comandos han sido extraídos de su obra Comandos
en Acción. El Ejército en Malvinas y Peter Way (compilador), The Falklands War: A Day-by-day Account from Invasion to Victory, Marshall Cavendish, Londres, 1983. En la Argentina, La Guerra de las Malvinas, Ediciones Fernández Reguera, Buenos Aires, 1984-1987, fascículos coleccionables, así como su versión argentina.
2 El mayor imperio de la antigüedad fue el romano, que también fue el
más duradero pues si se toma al imperio bizantino como su prolongación (imperio romano de oriente),
abarcó cerca de 2000 años, período comprendido entre el establecimiento de la República y la caída
de Constantinopla. En la
Edad Media los mongoles forjaron un imperio que abarcó el 90%
del continente asiático y buena parte de la Europa
del este. Su expansión comenzó tras la
unificación de Mongolia Gengis Khan quien reinó entre
1206 y 1227 y conquistó buena parte de China, Quaresem, Persia,
Afghanistan y
Asia Central. Sucedido por su hijo Ogedei, alcanzó su apogeo durante el
reinado de
su nieto Kubilai Khan y se prolongó hasta unos años después de su
muerte, acaecida en 1294.
En 1370 se produjo una suerte de resurgimiento, de la mano de
Támerlan, un supuesto descendiente de Gengis Khan nacido en Kesh (actual
Shahrizabz), Uzbekistán. El soberano estableció su capital en la
cercana Samarkanda y desde allí gobernó con mano de hierro.
Bajo
el
reinado de los Reyes Católicos, los españoles dieron forma a un vasto
imperio
que se extendería por los cinco continentes y alcanzaría su apogeo en
1581
cuando Felipe II, hijo y sucesor de Carlos I, anexó Portugal y todas sus
colonias. Su decadencia se iniciará bajo el reinado de los Austrias
menores y los Borbones, finalizando en 1899, tras su derrota frente a
los Estados Unidos, donde se perdieron las últimas posesiones
ultramarinas.
3 En febrero de 1978 fue constituido a instancias de la Junta Militar, el grupo de elite Halcón 8, unidad de
comandos del Ejército Argentino cuyo objetivo principal era impedir y/o contener
acciones subversivas previstas por el Servicio de Inteligencia
(SIDE) durante el Campeonato Mundial de Fútbol que se desarrolló en el mes de
junio de ese año. Se trataba de una fuerza de adiestramiento
especial a cargo del entonces mayor Mohamed Alí Seineldín, especializada en
acciones en el ámbito urbano y destinada a priorizar la prevención. Su primera
sede fue la Escuela
de Infantería de Campo de Mayo, donde también se hallaba alojada la Compañía de Comandos 601
que ya había combatido en Tucumán. Por sugerencia de Seineldín, fue autorizado su
emblema de comando pero con fondo azul.
4 La sección Blow Pipe no participaría en las acciones porque iba a ser
empleada solamente en emboscadas antiaéreas en los alrededores de Puerto Argentino.
5 La CC601 tenía una
sección operando en Puerto Howard y la otra en los alrededores de San Carlos.
6 Asistían al alto oficial los coroneles Francisco Machinandiarena,
Francisco Cervo e Isidro Cáceres.
Publicado 26th February 2015 por Malvinas.Guerra en el Atlántico Sur