PRÓLOGO
“Hay
que llevar la guerra hasta donde el enemigo la lleve: a sus casas, a
sus lugares de diversión; hacerla total. Hay que impedirle que tenga un
minuto de tranquilidad, un minuto de sosiego…atacarlo donde quiera que
se encuentre; hacerle sentir una fiera acosada por cada lugar que
transite”
Hace
algunos años, cuando me desempeñaba como director y redactor de la
revista “Cruzada”, publicación católica que editaba la Fundación
Argentina del Mañana, escribí para uno de sus sitios web, denominado Reconquista y Defensa de los ideales que nunca mueren,
un artículo sobre el Che Guevara, que comenzaba con esas palabras.
Palabras, tremendas por su contenido que parecen más bien proferidas por
algún líder del Hezbollah, el Hamas o la Jijad Islámica o peor aún, por
un fanático militante de Al Qaeda o la ETA. Sin embargo, fueron
escritas y enviadas a la “Tricontinental”1, en el mes
de mayo de 1967 por el Che, desde el corazón de la selva boliviana. Las
mismas reflejan claramente el sentir y las intenciones de quien fuera,
junto a Fidel Castro, el número uno de la Revolución Cubana. “Llevar la guerra…a sus casas, a sus lugares de diversión; hacerla total”, es decir, matar en cualquier sitio, de manera fría e indiscriminada.
De
haberlas pronunciado Hitler o Bin Laden, lloverían sobre ellos el más
genuino rechazo y la justa condena de todo el orbe internacional, pero
por el simple hecho de haber sido pronunciadas por Guevara, se las
justifica y considera como “noble reivindicación” de la lucha de clases.
Quien llegó a afirmar e incluso poner en práctica el plan de crear “…dos, tres varios Vietams” 2,
no dudó en incentivar a sus seguidores a asesinar inocentes, fueran
ellos hombres, mujeres o niños, en cualquier lugar y a cualquier hora.
La historia de los pueblos de América a partir de la década del sesenta,
habla por sí sola al respecto. Porque queda claro que quien exhorta a
llevar la guerra a los hogares, a los sitios de esparcimiento o a los
lugares de educación, está hablando de crímenes contra la humanidad;
contra la población indefensa, desprevenida e inocente.
Y
así lo hizo el Che Guevara, inspirador y responsable de la guerra
subversiva que bandas terroristas desencadenaron en la Argentina en la
década del setenta, abriendo una herida que muchos se empeñan en
mantener viva.
El
Che Guevara era un hombre culto e instruido, miembro de la más rancia
estirpe rioplatense. Por eso el crimen de sus palabras es mayor.
Había
nacido en Rosario, provincia de Santa Fe, Argentina, el 14 de junio de
1928, en el seno de una familia patricia, entre cuyos ascendientes
figuran, conquistadores, guerreros de la Independencia, gobernantes y
fundadores. Incluso, por algunas de sus ramas, se remontaba a lo más
conspicuo de la nobleza hispana, como las casas de los Ladrón de Guevara
y los Calderón de la Barca.
El
Che ascendió a la categoría de mito internacional cuando, después de
unirse a las fuerzas que Fidel Castro preparaba en México para iniciar
la revolución en Cuba (1956), asumió el mando de la principal columna
revolucionaria y descendió de las sierras para capturar Santa Clara,
tras intensos combates (1 de enero de 1958). Desde ese importante punto
de la geografía cubana, su ejército avanzó sobre La Habana, ciudad en la
que entró triunfante al día siguiente, seguido algo más tarde por Fidel
Castro, Camilo Cienfuegos y otros líderes del movimiento. Personalmente
dirigió el proceso contra los representantes del régimen depuesto,
condenando a muerte un número de personas que algunos investigadores
elevan a 4000.
A
partir de ese momento, Guevara se transformó en un individuo temible,
dueño de un poder ilimitado, tan poderoso como el del mismo Castro,
nucleando en su persona los cargos más elevados de la nación, a saberse,
presidente del Banco Nacional, ministro de Industria, comandante de las
milicias populares (fuerzas armadas de la isla), embajador itinerante e
ideólogo de la revolución. Desde ese lugar organizó y dirigió todos los
movimientos subversivos que habrían de ensangrentar al continente,
adiestrando a combatientes de todos los rincones de la Tierra en las
tácticas de la guerrilla y la muerte que él mismo ideó y expuso
claramente en su libro “La guerra de guerrillas”.
Venezuela, Colombia, Perú y Centroamérica sufrirían en carne propia ese accionar, que tuvo su origen en la Cuba comunista.
Cuando
estalló la Crisis de los Misiles en octubre de 1962, el mundo estuvo a
minutos del holocausto nuclear, holocausto que el Che intentó
desencadenar proponiendo a Castro apoderarse de los vectores soviétcos
para lanzarlos sobre los puntos neurálgicos de Estados Unidos.
En
1963, lanzó una invasión sobre su tierra de nacimiento. Corría el mes
de octubre cuando una columna guevarista proveniente del sudeste
boliviano, penetró en territorio salteño e inició operaciones al mando
de su comandante, el ex periodista argentino Jorge Masetti, fundador de
la agencia de noticias cubana “Prensa Latina”, a quien secundaba el capitán cubano “Hermes” Peña, miembro de la guardia personal del Che.
En
momentos en que esta expedición invadía el norte argentino, no había
“tiranos” ni “opresores” sometiendo al país: gobernaba el Dr. Arturo
Umberto Illia como presidente constitucional y se respiraba democracia y
libertad como pocas veces ha sucedido en la historia argentina. Esta
prueba de la verdadera política expansionista de la revolución molesta a
los personeros de la izquierda que intentan, sin conseguirlo, mil
excusas para justificarla.
El periodista francés Pierre Kalfon es claro en su libro “Che. Ernesto Guevara, una leyenda de nuestro siglo” cuando dice: “No
cabe duda que fue el Che quien incitó a Masetti a optar por la lucha
armada en Argentina, porque siempre acarició el proyecto de ver allí una
revolución análoga a la que tan bien hizo Fidel Castro en Cuba” y cuando más adelante agrega: “Masetti, zambullido en su sueño de combate…dirige al nuevo presidente electo [Illia] una
carta abierta de tono inflamado en la que le exige que dimita. Firma
‘Comandante Segundo’, no tanto para referirse al comandante ‘primero’,
Ernesto Guevara, autor intelectual de la operación…sino por
identificación simbólica con un personaje de gaucho… Don Segundo Sombra”3.
Aquella
patética guerrilla, suerte de preludio de la que el Che en persona
comandaría en 1967, deambuló errante por el nordeste salteño sin
encontrar apoyo, víveres y mucho menos, alguien a quien combatir. Su
comandante, Masetti, totalmente frustrado, se la tomó con su propia
gente, ordenando fusilamientos sin ninguna razón de ser (uno de ellos el
de un joven de 20 años que quiso desertar y otro, el de un adolescente
de 19 por el simple hecho de haber dado muestras de cansancio y
debilidad). Recién en 1964 dos de sus guerrilleros se toparon con una
patrulla de la Gendarmería Nacional que recorría el sector y se trabaron
en combate. En el tiroteo, el cubano Hermes Peña abatió a un soldado y
los gendarmes, reaccionando con rapidez, los aniquilaron. Por entonces,
tres de los cuadros de Masetti habían muerto de inanición, otros tantos
se rindieron a la gendarmería, el cubano Alberto Castellano, chofer del
Che en La Habana, logró evadirse haciéndose pasar por peruano y Masetti,
completamente demente, se internó en las selvas de Yuto y desapareció
para siempre sin dejar rastros.
Dos
años después, el Che, encabezó a un centenar de guerrilleros cubanos
para luchar en el Congo y desencadenar una nueva ofensiva. Fue a poco de
llegar de Praga, después de dar la vuelta al mundo como embajador de la
revolución (1965). Su plan era derrocar al líder local, brindando apoyo
a las fuerzas rebeldes del general Kabila. Permanecería en el lugar
cerca de nueve meses, operando en la región selvática del oriente
congoleño, próxima al lago Tanganika (por donde había ingresado),
combatiendo sin éxito a las tropas gubernamentales e incluso a
mercenarios belgas y sudafricanos. Abandonó el continente negro
completamente descepcionado y tras una corta estancia en Europa
oriental, regresó a Cuba para organizar su temeraria expedición
boliviana.
Lo
que sigue es bien conocido. A fines de 1966 llegó al teatro de
operaciones, internándose en territorio de Camiri, Vallegrande y
Ñancahuazu, al frente de una veintena de cubanos y cuarenta efectivos
bolivianos. No encontró ningún apoyo, ni del Partido Comunista local, ni
de los obreros, ni de los mineros y mucho menos, del campesinado, al
que pensaba cautivar con su propuesta revolucionaria. Obtendría algunos
triunfos iniciales sobre las poco entrenadas fuerzas de Bolivia hasta
que la VIII División de Ejército al mando del coronel Joaquín Zenteno
Anaya y el cuerpo de comandos “Rangers”, encabezados por el capitán Gary Prado, se lanzaron tras sus pasos y lo emboscaron.
La primera en sucumbir fue la columna de “Joaquín” con
la que marchaba la única mujer combatiente, la guerrillera argentina
Tamara Haydée Bunke Bider, una comunista fanática, dispuesta a todo,
nacida en Buenos Aires el 19 de noviembre de 1937. El pelotón de
Ejército, al mando del capitán Mario Vargas, alertado por un campesino,
emboscó a la fuerza invasora cuando cruzaba lentamente el Río Grande
cerca de su intercesión con el Masicuri, en Vado del Yeso y la aniquiló por completo (31 de agosto de 1967).
Fue
un golpe tremendo para la guerrilla. Allí el Che debió haber abandonado
el territorio boliviano y regersado a Cuba pero enceguecido ante aquel
nuevo desengaño y herido en el amor propio, se empeñó en el suicidio,
conduciendo a sus hombres a una muerte irremediable.
El 8 de octubre su columna penetró en el desfiladero de Yuro seguida de cerca por los “Rangers” y tras un feroz combate,
terminó aniquilada. Los pocos sobrevivientes, entre ellos el mismo Che,
herido en una pierna, fueron conducidos a aldea de La Higuera y
acabaron fusilados en el interior de la pequeña escuela local. Solo un
puñado logró evadirse y apenas tres cruzarían la frontera en dirección a
Chile.
Habían
llegado para invadir una nación soberana y no habiendo encontrado apoyo
de su población ni de su dirigencia de izquierda (que se lo negó),
perecieron en su ley.
No
cabe ninguna duda de que el Che Guevara fue un idealista, un sujeto
temerario, valiente hasta la inconsciencia en un tiempo en el que el
coraje y las hazañas paren cosa del pasado, pero también fue un
individuo implacable, soberbio, cruel y despiadado, al que no le tembló
el pulso a la hora de aplicar métodos extremos y brutales con tal de
imponer sus reglas. Un hombre irreflexivo, que no dudó en inmolarse y
arrastrar consigo a quienes decidieron seguirlo.
La que sigue es su historia.
Notas
1.
“Tricontinental. La Voz Impresa del Tercer Mundo”, La Habana, Cuba.
Abril de 1967.
2. Idem.
3. Kalfon, Pierre, “El Che. Un mito de nuestro tiempo”. Editorial.
2. Idem.
3. Kalfon, Pierre, “El Che. Un mito de nuestro tiempo”. Editorial.
Publicado 31st August 2014 por Alberto N. Manfredi (h)