sábado, 29 de junio de 2019

PRÓLOGO





Hay que llevar la guerra hasta donde el enemigo la lleve: a sus casas, a sus lugares de diversión; hacerla total. Hay que impedirle que tenga un minuto de tranquilidad, un minuto de sosiego…atacarlo donde quiera que se encuentre; hacerle sentir una fiera acosada por cada lugar que transite”



Hace algunos años, cuando me desempeñaba como director y redactor de la revista “Cruzada”, publicación católica que editaba la Fundación Argentina del Mañana, escribí para uno de sus sitios web, denominado Reconquista y Defensa de los ideales que nunca mueren, un artículo sobre el Che Guevara, que comenzaba con esas palabras. Palabras, tremendas por su contenido que parecen más bien proferidas por algún líder del Hezbollah, el Hamas o la Jijad Islámica o peor aún, por un fanático militante de Al Qaeda o la ETA. Sin embargo, fueron escritas y enviadas a la “Tricontinental”1, en el mes de mayo de 1967 por el Che, desde el corazón de la selva boliviana. Las mismas reflejan claramente el sentir y las intenciones de quien fuera, junto a Fidel Castro, el número uno de la Revolución Cubana. “Llevar la guerra…a sus casas, a sus lugares de diversión; hacerla total”, es decir, matar en cualquier sitio, de manera fría e indiscriminada.

De haberlas pronunciado Hitler o Bin Laden, lloverían sobre ellos el más genuino rechazo y la justa condena de todo el orbe internacional, pero por el simple hecho de haber sido pronunciadas por Guevara, se las justifica y considera como “noble reivindicación” de la lucha de clases.
Quien llegó a afirmar e incluso poner en práctica el plan de crear “…dos, tres varios Vietams” 2, no dudó en incentivar a sus seguidores a asesinar inocentes, fueran ellos hombres, mujeres o niños, en cualquier lugar y a cualquier hora. La historia de los pueblos de América a partir de la década del sesenta, habla por sí sola al respecto. Porque queda claro que quien exhorta a llevar la guerra a los hogares, a los sitios de esparcimiento o a los lugares de educación, está hablando de crímenes contra la humanidad; contra la población indefensa, desprevenida e inocente.
Y así lo hizo el Che Guevara, inspirador y responsable de la guerra subversiva que bandas terroristas desencadenaron en la Argentina en la década del setenta, abriendo una herida que muchos se empeñan en mantener viva.
El Che Guevara era un hombre culto e instruido, miembro de la más rancia estirpe rioplatense. Por eso el crimen de sus palabras es mayor.
Había nacido en Rosario, provincia de Santa Fe, Argentina, el 14 de junio de 1928, en el seno de una familia patricia, entre cuyos ascendientes figuran, conquistadores, guerreros de la Independencia, gobernantes y fundadores. Incluso, por algunas de sus ramas, se remontaba a lo más conspicuo de la nobleza hispana, como las casas de los Ladrón de Guevara y los Calderón de la Barca.
El Che ascendió a la categoría de mito internacional cuando, después de unirse a las fuerzas que Fidel Castro preparaba en México para iniciar la revolución en Cuba (1956), asumió el mando de la principal columna revolucionaria y descendió de las sierras para capturar Santa Clara, tras intensos combates (1 de enero de 1958). Desde ese importante punto de la geografía cubana, su ejército avanzó sobre La Habana, ciudad en la que entró triunfante al día siguiente, seguido algo más tarde por Fidel Castro, Camilo Cienfuegos y otros líderes del movimiento. Personalmente dirigió el proceso contra los representantes del régimen depuesto, condenando a muerte un número de personas que algunos investigadores elevan a 4000.
A partir de ese momento, Guevara se transformó en un individuo temible, dueño de un poder ilimitado, tan poderoso como el del mismo Castro, nucleando en su persona los cargos más elevados de la nación, a saberse, presidente del Banco Nacional, ministro de Industria, comandante de las milicias populares (fuerzas armadas de la isla), embajador itinerante e ideólogo de la revolución. Desde ese lugar organizó y dirigió todos los movimientos subversivos que habrían de ensangrentar al continente, adiestrando a combatientes de todos los rincones de la Tierra en las tácticas de la guerrilla y la muerte que él mismo ideó y expuso claramente en su libro “La guerra de guerrillas”.
Venezuela, Colombia, Perú y Centroamérica sufrirían en carne propia ese accionar, que tuvo su origen en la Cuba comunista.
Cuando estalló la Crisis de los Misiles en octubre de 1962, el mundo estuvo a minutos del holocausto nuclear, holocausto que el Che intentó desencadenar proponiendo a Castro apoderarse de los vectores soviétcos para lanzarlos sobre los puntos neurálgicos de Estados Unidos.
En 1963, lanzó una invasión sobre su tierra de nacimiento. Corría el mes de octubre cuando una columna guevarista proveniente del sudeste boliviano, penetró en territorio salteño e inició operaciones al mando de su comandante, el ex periodista argentino Jorge Masetti, fundador de la agencia de noticias cubana “Prensa Latina”, a quien secundaba el capitán cubano “Hermes” Peña, miembro de la guardia personal del Che.
En momentos en que esta expedición invadía el norte argentino, no había “tiranos” ni “opresores” sometiendo al país: gobernaba el Dr. Arturo Umberto Illia como presidente constitucional y se respiraba democracia y libertad como pocas veces ha sucedido en la historia argentina. Esta prueba de la verdadera política expansionista de la revolución molesta a los personeros de la izquierda que intentan, sin conseguirlo, mil excusas para justificarla.
El periodista francés Pierre Kalfon es claro en su libro “Che. Ernesto Guevara, una leyenda de nuestro siglo” cuando dice: “No cabe duda que fue el Che quien incitó a Masetti a optar por la lucha armada en Argentina, porque siempre acarició el proyecto de ver allí una revolución análoga a la que tan bien hizo Fidel Castro en Cuba” y cuando más adelante agrega: “Masetti, zambullido en su sueño de combate…dirige al nuevo presidente electo [Illia] una carta abierta de tono inflamado en la que le exige que dimita. Firma ‘Comandante Segundo’, no tanto para referirse al comandante ‘primero’, Ernesto Guevara, autor intelectual de la operación…sino por identificación simbólica con un personaje de gaucho… Don Segundo Sombra”3.
Aquella patética guerrilla, suerte de preludio de la que el Che en persona comandaría en 1967, deambuló errante por el nordeste salteño sin encontrar apoyo, víveres y mucho menos, alguien a quien combatir. Su comandante, Masetti, totalmente frustrado, se la tomó con su propia gente, ordenando fusilamientos sin ninguna razón de ser (uno de ellos el de un joven de 20 años que quiso desertar y otro, el de un adolescente de 19 por el simple hecho de haber dado muestras de cansancio y debilidad). Recién en 1964 dos de sus guerrilleros se toparon con una patrulla de la Gendarmería Nacional que recorría el sector y se trabaron en combate. En el tiroteo, el cubano Hermes Peña abatió a un soldado y los gendarmes, reaccionando con rapidez, los aniquilaron. Por entonces, tres de los cuadros de Masetti habían muerto de inanición, otros tantos se rindieron a la gendarmería, el cubano Alberto Castellano, chofer del Che en La Habana, logró evadirse haciéndose pasar por peruano y Masetti, completamente demente, se internó en las selvas de Yuto y desapareció para siempre sin dejar rastros.
Dos años después, el Che, encabezó a un centenar de guerrilleros cubanos para luchar en el Congo y desencadenar una nueva ofensiva. Fue a poco de llegar de Praga, después de dar la vuelta al mundo como embajador de la revolución (1965). Su plan era derrocar al líder local, brindando apoyo a las fuerzas rebeldes del general Kabila. Permanecería en el lugar cerca de nueve meses, operando en la región selvática del oriente congoleño, próxima al lago Tanganika (por donde había ingresado), combatiendo sin éxito a las tropas gubernamentales e incluso a mercenarios belgas y sudafricanos. Abandonó el continente negro completamente descepcionado y tras una corta estancia en Europa oriental, regresó a Cuba para organizar su temeraria expedición boliviana.
Lo que sigue es bien conocido. A fines de 1966 llegó al teatro de operaciones, internándose en territorio de Camiri, Vallegrande y Ñancahuazu, al frente de una veintena de cubanos y cuarenta efectivos bolivianos. No encontró ningún apoyo, ni del Partido Comunista local, ni de los obreros, ni de los mineros y mucho menos, del campesinado, al que pensaba cautivar con su propuesta revolucionaria. Obtendría algunos triunfos iniciales sobre las poco entrenadas fuerzas de Bolivia hasta que la VIII División de Ejército al mando del coronel Joaquín Zenteno Anaya y el cuerpo de comandos “Rangers”, encabezados por el capitán Gary Prado, se lanzaron tras sus pasos y lo emboscaron.
La primera en sucumbir fue la columna de “Joaquín” con la que marchaba la única mujer combatiente, la guerrillera argentina Tamara Haydée Bunke Bider, una comunista fanática, dispuesta a todo, nacida en Buenos Aires el 19 de noviembre de 1937. El pelotón de Ejército, al mando del capitán Mario Vargas, alertado por un campesino, emboscó a la fuerza invasora cuando cruzaba lentamente el Río Grande cerca de su intercesión con el Masicuri, en Vado del Yeso y la aniquiló por completo (31 de agosto de 1967).
Fue un golpe tremendo para la guerrilla. Allí el Che debió haber abandonado el territorio boliviano y regersado a Cuba pero enceguecido ante aquel nuevo desengaño y herido en el amor propio, se empeñó en el suicidio, conduciendo a sus hombres a una muerte irremediable.
El 8 de octubre su columna penetró en el desfiladero de Yuro seguida de cerca por los “Rangers” y tras un feroz combate, terminó aniquilada. Los pocos sobrevivientes, entre ellos el mismo Che, herido en una pierna, fueron conducidos a aldea de La Higuera y acabaron fusilados en el interior de la pequeña escuela local. Solo un puñado logró evadirse y apenas tres cruzarían la frontera en dirección a Chile.
Habían llegado para invadir una nación soberana y no habiendo encontrado apoyo de su población ni de su dirigencia de izquierda (que se lo negó), perecieron en su ley.
No cabe ninguna duda de que el Che Guevara fue un idealista, un sujeto temerario, valiente hasta la inconsciencia en un tiempo en el que el coraje y las hazañas paren cosa del pasado, pero también fue un individuo implacable, soberbio, cruel y despiadado, al que no le tembló el pulso a la hora de aplicar métodos extremos y brutales con tal de imponer sus reglas. Un hombre irreflexivo, que no dudó en inmolarse y arrastrar consigo a quienes decidieron seguirlo.
La que sigue es su historia.


Notas

1. “Tricontinental. La Voz Impresa del Tercer Mundo”, La Habana, Cuba. Abril de 1967.
2. Idem.
3. Kalfon, Pierre, “El Che. Un mito de nuestro tiempo”. Editorial.

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