sábado, 29 de junio de 2019

OTRO BRITÁNICO CAPTURADO


Mientras en la Isla Soledad acaecían aquellos acontecimientos, en la Gran Malvina, más precisamente en Puerto Howard, permanecía aislada la 1ª Sección de la CC601 a las órdenes de los tenientes primeros Sergio Fernández y José María Duarte. Hasta entonces, las PAC habían hecho imposible todo intento de cruce en el estrecho y por esa razón el alto mando resolvió que el RI5 emplease a los comandos en misiones de patrulla y observación, preferentemente sobre la línea del litoral.
Privado de suministros y atacado por la aviación enemiga, el regimiento contaba para entonces once bajas, cinco de ellas fatales, escaseaba el alimento y el espíritu de la tropa, tan alto cuando el derribo del teniente Glover, había decaído notablemente. Algo similar acontecía en Bahía Fox, el otro punto ocupado por fuerzas argentinas en la isla occidental.
Los kelpers cooperaban en todo cuanto podían salvo, como es de suponer, en tareas militares. En ese lugar se mostraban menos hostiles y desconfiados que en la Isla Soledad y no dejaban de desempeñar sus tareas de campo como de costumbre dado que las acciones, en ambos puntos, eran mucho más esporádicas. El administrador local, Robin Lee, mantuvo en todo momento una actitud correcta y eso facilitó mucho las cosas entre pobladores y tropas de ocupación.

La guarnición fue varias veces bombardeada por aviones Harrier, ataques rechazados una y otra vez por la artillería antiaérea y las armas automáticas de la Compañía C.
Durante una de esas incursiones, una bomba beluga impactó en la cocina del regimiento y mató a cinco soldados además de herir a otros seis, entre ellos un oficial y un suboficial.
En horas de la noche, las posiciones eran hostigadas por una fragata que se aproximaba para abrir fuego con sus cañones de 114 mm automáticos, obligando a las tropas a permanecer estáticas por muchas horas.
El 27 de mayo, uno de los proyectiles alcanzó un galpón de esquirla próximo al caserío, causando bajas en la Compañía A. Los argentinos respondieron con sus morteros de 120 mm, generándose un furioso intercambio de fuego, especialmente cuando una segunda embarcación se hizo presente para apoyar a la primera.
En esa oportunidad, numerosas esquirlas travesaron la casa que servía de alojamiento a los comandos y los obligó a buscar protección en el suelo. En vista de ello, se decidió un cambio de posición y a la mañana siguiente pasaron al edificio de la escuela local, al que encontraron más confortable y adecuado.
El 29 de mayo la 1ª Sección de la CC601 recibió desde el puesto de mando de la III Brigada una orden realmente absurda: debían dirigirse a la isla Swan y destruir el radar que funcionaba allí si realmente existía. La misión debió ser suspendida porque solamente se disponía de un bote con dos remos que para peor, hacía agua por sus junturas. Eso fue motivo de bromas entre los hombres del teniente primero Fernández sobre todo al solicitar a Puerto Argentino una botella de champagne y una madrina para la ceremonia de botadura de “la embarcación”, chanza que no debió haber caído muy bien en el puesto de mando de la brigada.
El 3 de junio la posición recibió fuego muy certero desde San Carlos. El hecho de que los proyectiles hubiesen impactado cerca de la escuela llevó a sospechar tanto a los comandos como a los jefes del RI5 que algún observador podía estar reglando los disparos desde las elevaciones en torno al caserío.
Los hombres de la 601 se vieron forzados a abandonar el edificio y correr en dirección al refugio construido especialmente para el general Parada y que aquel jamás ocupó porque, como ya se ha dicho, nunca visitó las posiciones. Se trataba de un gran pozo con techos de chapa reforzados con madera y pisos de material, sostenido con tambores de 200 litros llenos de tierra.
En momentos en que los hombres salían del edificio, una granada explotó en la puerta haciendo añicos los vidrios y perforando las paredes, aunque sin producir bajas.
Los niños de la población estaban aterrados, como sucedía siempre que se producía un ataque y debido a ello, a la mañana siguiente cinco familias del lugar solicitaron ser trasladadas a Muny Brasch, un pequeño establecimiento situado en el interior de la isla, al norte de Puerto Howard, donde según explicaron, estarían más seguros. Por otra parte, la comida comenzaba a escasear y el equipo del regimiento se estaba deteriorando, lo que agravaba notablemente el cuadro de situación. Soldados famélicos y otros en un preocupante estado de desnutrición, eran prueba elocuente de ello.
El miércoles 5 llegó a Howard el “Bahía Paraíso”, novedad que sirvió para elevar la moral de la tropa. Desde la cubierta, un helicóptero Puma levantó vuelo y tras sortear el trecho que lo separaba del poblado y las posiciones del RI5, tomó tierra y comenzó a descargar provisiones y elementos sanitarios. Finalizada la operación, se procedió a evacuar a los heridos, entre ellos a un conscripto de apellido Vargas, que pese a haber perdido una pierna, se despidió emotivamente del teniente coronel Mabragaña.
Llegada la noche, los comandos se dispusieron a cumplir una nueva directiva impartida por la III Brigada, consistente en llevar a cabo observaciones en la boca norte del estrecho, en dirección a San Carlos, con el fin de establecer blancos para la Fuerza Aérea.
Como primera medida, los tenientes primeros Fernández y Duarte dispusieron el envío de una avanzada integrada por el teniente primero Leopoldo Quintana, el sargento ayudante Juan Carlos Ruiz, el sargento Oscar Alfredo Sánchez y el cabo primero Manuel Rivero, quienes abordaron un tractor recientemente reparado y se pusieron en marcha hacia el monte Rosalía.
El vehículo, conducido por un soldado del regimiento, los dejó junto a un pequeño puente sobre el que destacaba un galpón abandonado. Los comandos echaron pie en el lugar y continuar el avance, atentos a cualquier movimiento.
La marcha fue dura debido a las condiciones climáticas (hacía mucho frío) pero eso no les impidió alcanzar el objetivo, una elevación de 425 metros de altura, donde notaron extraños resplandores cuya naturaleza no pudieron determinar. Aún así, a las 05.00 horas, comenzaron a trepar sus laderas, en esta ocasión bajo una helada llovizna, alcanzando la cima cuarenta minutos después. Una vez en ese punto montaron su PO y comenzaron a otear los alrededores, sin dar con ningún indicio de los misteriosos destellos.
Se hallaban completamente solos, a 30 kilómetros de su gente, en una zona constantemente patrullada por aviones, helicópteros y radares enemigos, 20 kilómetros al oeste de San Carlos. Pese a que la niebla los cubría (además de dificultarles la visión) decidieron, como medida precautoria, no armar las carpas y pasar esa primera noche a la intemperie.
El 7 por la mañana Quintana informó por radio no observar nada anormal pero a la distancia habían escuchado explosiones cuyo origen no pudieron establecer. Desde el puesto de mando le informaron que se trataba de un ataque a la cabecera de playa llevado a cabo por los bombarderos Canberra y que posiblemente volverían a repetirse esa misma noche. El comando de la III Brigada les ordenó permanecer allí y mantener la vigilancia hasta nuevo aviso.
No pasó mucho tiempo desde aquel contacto radial cuando los observadores alcanzaron a divisar a lo lejos una patrulla británica que se desplazaba en paralelo a la costa, en dirección a la Casa Rosalía, un establecimiento rural cercano, justamente el lugar por donde los cuatro efectivos pensaban replegarse.
El 8 de junio amaneció limpio y soleado, día ideal para emprender el regreso, pero un Sea King británico comenzó a sobrevolar la región y enfiló luego hacia el interior de la isla, impidiendo a la gente de Quintana llevar a cabo ningún movimiento.
Anochecía y la temperatura comenzaba a descender cuando en dirección sur, detectaron una segunda patrulla integrada por paracaidistas, clara evidencia de que el enemigo estaba rodeando la elevación y preparaba una incursión sobre Puerto Howard.
El grupo de Quintana estaba prácticamente cercado y solo tenía a las alturas del oeste como única vía de escape por lo que, sin pensarlo más, recogieron el equipo y se escabulleron.
Lograron “desengancharse” del enemigo sin mayores dificultades y al amparo de la obscuridad, atravesaron una serie de elevaciones menores hasta distinguir las inconfundibles siluetas del galpón abandonado y el pequeño puente donde el día anterior los había dejado el tractor. Era un sitio ideal para refugiarse y por esa razón decidieron aguardar allí.
En esos momentos, el teniente primero Duarte avanzaba hacia ese punto al frente de seis hombres, cumpliendo la orden de tomar contacto con Quintana, relevarlo y en caso de no lograrlo, comunicar la novedad a Puerto Howard para que toda la sección saliese en su busca.
Las secciones se encontraron en el puente, estrechándose todos en un fuerte abrazo. La avanzada había logrado evadir el cerco y traía nutrida información sobre los movimientos que estaba realizando el enemigo. Era imperioso dar cuenta de esas observaciones y por tal motivo decidieron emprender juntos el regreso e imponer de las mismas a sus superiores.
El general Parada censuró con extrema dureza el proceder de los comandos, cosa que los indignó en extremo. Les recriminó no haber entablado combate contra las patrullas y haberse limitado solamente a informar. ¡Tan luego él, que no había asomado la nariz más allá del perímetro de Puerto Argentino!

-¡Pero señor – le dijo el teniente primero Fernández a través de la radio – eran solamente cuatro y tenían expresas órdenes de no tomar contacto con el enemigo!

-¡¡Cuando uno tiene algo, no solamente debe llevarlo sino demostrarlo!! – aulló el alto oficial al otro lado de la línea.

Había sido realmente injusto y ofensivo y así se lo hizo ver su ayudante, el mayor Bettoli, presa de una furia que apenas pudo contener.

-Señor, usted ha sido muy injusto. Esos hombres están soportando terribles sufrimientos.

-Lo hice a propósito –fue la respuesta– Para incentivarlos.



El 9 de junio se destacó una segunda patrulla para vigilar la costa norte de la Gran Malvina. La integraban, además de su jefe, el teniente primero José Martiniano Duarte, el sargento ayudante Francisco Altamirano, el sargento primero Eusebio del Tránsito Moreno y el cabo Roberto Félix Ríos a quienes seguirían veinticuatro horas después el teniente Isidro Alonso y cinco hombres más.
El pelotón se encaminó hacia Muny Branch, lugar especialmente escogido porque constituía un punto de fácil repliegue y allí se detuvo. A las 17.00, no habiendo detectado ningún movimiento, decidieron pasar la noche en el lugar y reiniciar la marcha al día siguiente.
Así fueron pasando las horas, sin sobresaltos, mientras se escuchaba en la lejanía el sonido de explosiones, provenientes del otro lado del estrecho.
Los despertaron las turbinas forzadas de los Harrier, otra prueba de que los británicos habían montado un aeródromo en San Carlos y operaban sus aviones desde allí. Duarte se apresuró a informar la novedad a Puerto Howard y después de una breve ración, emprendió el regreso bordeando la costa.
Se encontraban a solamente 8 kilómetros del poblado cuando al atravesar un corredor rocoso, escucharon voces en inglés que venían del otro lado de la pared natural que daba hacia el oeste.
Duarte alzó su mano y todos se detuvieron. Moreno también había sentido las voces y por medio de señales se lo hizo saber a su jefe. Con el firme propósito de no quedar al descubierto, retrocedieron intentando hacer el menor ruido posible y así alcanzaron un grupo de rocas donde se quitaron las mochilas y se prepararon para entrar en acción.
Una sola duda carcomía al jefe del grupo: aquellos podían ser pastores kelpers pero, según Moreno, se trataba de soldados enemigos.
En voz baja, casi sin moverse, el suboficial se ofreció a adelantarse para investigar pero Duarte se negó terminantemente porque temía que su subordinado quedase rodeado por al menos una treintena de hombres.
Moreno quitó el seguro de una granada y preguntó si la podía arrojar y en el momento en que su superior le ordenaba aguardar un poco más, emergió de entre las rocas la figura de un hombre.
Quedaron todos paralizados. Se trataba de un individuo de raza negra, alto y de poblados bigotes, que llevaba puesto un pasamontañas verde de la Armada Argentina y un traje de camuflaje, trofeos de la reconquista de las islas Georgias.
La sorpresa pareció descolocar tanto a los comandos como al recién llegado, pero sobreponiéndose, Duarte se incorporó y apuntando con su ametralladora le preguntó con voz firme, si era argentino o británico (era evidente que no pertenecía a ninguna de las dos nacionalidades).
En lugar de contestar, viendo que su oponente le regalaba un tiempo precioso, el sujeto se arrojó a un costado y abrió fuego.
Se produjo entonces un violento tiroteo en el que Duarte se salvó por muy poco de ser alcanzado por varios proyectiles de 5,56 mm.
Él también disparó, justo cuando Moreno lanzó dos granadas que estallaron con fuerza varios metros delante. Justo en ese instante, un proyectil similar, de 40 mm, pasó de largo a escasos centímetros de su cabeza, estallando con violencia detrás suyo. La explosión produjo una nube de tierra y piedras que regó todo el sector, inclusive a los combatientes.
Sin dejar de disparar, Duarte le ordenó al cabo Ríos que preparase una granada de fusil. En ese preciso momento, Moreno comenzó a tomar distancia porque al estar todos muy juntos, beneficiaban al enemigo ofreciendo un blanco fácil.
Tras la explosión de otra granada británica, los ingleses se lanzaron barranca abajo, sin dejar de disparar. Se trataba de dos integrantes de una patrulla avanzada tratando de alejarse del lugar desesperadamente.

-¡¡Ahí van!! – gritó Duarte mientras se incorporaba y apuntaba.

Con absoluta sangre fría el oficial argentino disparó y abatió a uno de los efectivos el cual, al recibir el impacto, se desplomó en el acto. Al sentir cerca el estallido de una nueva granada, su compañero se detuvo y alzó los brazos rogando que no lo maten.
Duarte le hizo un gesto ordenándole acercarse y le indicó a Altamirano que siguiera tirando hacia el lugar por donde ambos habían aparecido, por si había más soldados.
El hombre negro recién se movió al sentir el impacto de un proyectil cerca de donde se encontraba parado y muy lentamente se fue aproximando. Cuando lo tuvieron a su lado, los argentinos lo obligaron a mantener las manos en alto y procedieron a revisarlo.
Se trataba de un centroamericano oriundo de Belice, ex colonia británica del Caribe recientemente independizada1 y por consiguiente, era seguro que entendía el español.
Altamirano lo palpó de armas y cosa increíble, al ser interrogado, el individuo respondió en italiano, temblando de miedo por la suerte que podría llegar a correr. En vista de ello, Duarte le aclaró que en tanto colaborase con ellos nada le iba a ocurrir y eso pareció tranquilizarlo.
El negro explicó que integraba una patrulla de dos hombres, depositada en la zona por un helicóptero para efectuar una misión de exploración. Mientras hablaba, Moreno, se encaminó a donde se encontraba el soldado abatido y al darlo vuelta comprobó que estaba muerto, cosa que indicó a sus compañeros colocando el pulgar hacia abajo. El sujeto, rubio, alto y corpulento, había recibido un balazo en la espalda y otro en el brazo.
Moreno recogió el fusil, la radio y los papeles que el británico llevaba encima y subió nuevamente la barranca para mostrárselo a sus compañeros. Entonces Duarte resolvió seguir la marcha, dejando al individuo allí tirado y llevando solo al prisionero con el material capturado.
Así fue como echaron nuevamente a andar, el negro delante, con los brazos en alto, Duarte detrás y el resto del pelotón inmediatamente después. Al cabo de un tiempo, se le ordenó a Altamirano adelantarse hasta Puerto Howard para dar la noticia y éste partió acelerando el paso.
Durante la marcha, comandos y prisionero debieron arrojarse cuerpo a tierra en varias oportunidades, para cubrirse del paso de los Harrier y evitar ser detectados. Al cabo de una hora, sin más tropiezos, alcanzaron el poblado, despertando el consabido entusiasmo y curiosidad entre los kelpers y las tropas allí apostadas. Recién entonces Duarte se percató de que el pobre centroamericano llevaba los brazos en alto desde hacía horas y por haber sido despojado de su ropa de abrigo, temblaba como una hoja.
Tal como se ha dicho, la llegada del prisionero causó revuelo en la guarnición argentina. Una vez dentro del edificio que servía de cuartel a los comandos, el teniente primero Sergio Fernández procedió a interrogarlo, informándole que iba a ser tratado de acuerdo a lo establecido por la Convención de Ginebra, cosa que tranquilizó bastante al caribeño.
El sujeto intentó retacear la información y solo se limitó a decir que era un simple radioperador cuya misión secundaria era prepararle café a la tropa y lavar la vajilla. Según su declaración, su compañero era un simple soldado raso.
Al advertir la actitud, Sergio Fernández se incorporó y tomando al prisionero bruscamente de la chaqueta, lo levantó en el aire y lo arrojó violentamente contra la pared, obligándolo a apoyar las manos y a abrir las piernas mientras le lanzaba improperios y lo amenazaba con hacerlo fusilar.
Se pudo determinar entonces, que el nombre del individuo era Charlie Fonseca, oficial auxiliar de comunicaciones, y como había dicho, provenía de Belice, aunque había alguna sospecha de que en realidad fuese oriundo de la Guayana Británica.
Junto con el material incautado se decomisaron claves de comunicaciones y códigos para hablar con el HMS “Fearless” y la isla Ascensión los cuales fueron guardados con especial celo a efectos de ser entregados en Puerto Argentino.
Como Ríos y Moreno se habían visto obligados a dejar sus mochilas en el camino para aligerar peso, Fernández decidió enviar una patrulla a buscarlas, iniciativa que comunicaron previamente a la capital de las islas.
Se organizó entonces una nueva sección de diez hombres al mando del propio Fernández, en tanto a Alonso se lo envió como avanzada en compañía de dos suboficiales.
La expedición se puso en marcha y luego de dos horas de caminata, llegó al lugar donde se hallaba el cadáver del soldado inglés (17.00 horas). Los argentinos revisaron minuciosamente el cuerpo y gracias a la documentación hallada entre sus pertenencias, pudieron determinar que se trataba nada más y nada menos que del capitán John Hamilton, de 29 años de edad, el experimentado jefe del SAS que había tomado parte en la reconquista de las Georgias y en la incursión a la Isla Borbón.
Además de sus pertenencias, se le extrajo una baliza que ni Moreno ni Duarte habían visto al revisarlo y después de desactivarla, se apoderaron de su pistola Browning 9 mm de procedencia argentina, también tomada en Grytviken, además de papeles personales y dos fotografías, una donde se lo veía de civil junto a su esposa y otra de sus dos hijos.
Como en el caso de “H” Jones, las versiones inglesas han exagerado la actuación de este soldado2, presentándolo como un oficial extremadamente arrojado que habría ordenado a Fonseca escapar y ponerse a salvo mientras él permanecía en el lugar para cubrirlo hasta agotar sus municiones. Y una vez más, como en el caso de aquel, se tratad e un relato apartado de la realidad
Según declaraciones que Duarte hizo después de la guerra, Hamilton y Fonseca actuaron de manera muy poco profesional porque no supieron evaluar la gravedad de la situación y fueron muy descuidados al desplazarse en una región dominada por el enemigo. Él también lo hizo al ver aparecer un hombre de repente y ponerse de pie para preguntarle si era argentino o británico, más cuando el mismo era de color y acababan de escucharlo hablar inglés3. El cuerpo del británico abatido fue trasladado a Puerto Howard sobre un acoplado tirado por un tractor, el mismo que trajo de regreso a toda la sección. Durante el trayecto, recogieron al personal de la emboscada antiaérea montada anteriormente y de ese modo llegaron al caserío.
A Hamilton se lo veló en el galpón que hacía las veces de capilla, bajo un crucifijo y una bandera del Regimiento de Infantería 5, junto a un soldado conscripto de apellido Fernández, muerto ese mismo día por desnutrición. Poco después comenzó el cañoneo naval que se prolongó hasta las 03.00 del día siguiente y al amanecer, partió hacia el cementerio el cortejo fúnebre encabezado por el padre Nicolás Solonyzny y el teniente coronel Mabragaña, capellán y jefe del regimiento, respectivamente.
Una vez en el camposanto, los argentinos procedieron a enterrar a ambos, uno al lado del otro, bajo una molesta llovizna, ceremonia que tuvo como música de fondo el lejano y triste aullido de un perro. Ningún kelper quiso asistir a la inhumación de Hamilton ni proveer una bandera británica para envolver su cuerpo. Cosas propias de un pueblo extraño.


Notas
1 Belice, la antigua Honduras Británica, limita con Guatemala por el oeste y el sur y con México por el norte. Su independencia se produjo el 21 de septiembre de 1981.
2 Hastings y Jenkins; Eddy, Linklater, Gillman; op. Cit.
3 Duarte recién supo que se trataba de integrantes de las fuerzas especiales del Reino Unido al leer las primeras publicaciones especializadas de origen inglés. 

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