OTRO BRITÁNICO CAPTURADO
Mientras en la Isla Soledad acaecían aquellos acontecimientos, en la Gran Malvina, más precisamente
en Puerto Howard, permanecía aislada la 1ª Sección de la CC601 a las órdenes de los
tenientes primeros Sergio Fernández y José María Duarte. Hasta entonces, las
PAC habían hecho imposible todo intento de cruce en el estrecho y por esa razón el
alto mando resolvió que el RI5 emplease a los comandos en misiones de patrulla
y observación, preferentemente sobre la línea del litoral.
Privado de suministros y atacado por la aviación enemiga, el
regimiento contaba para entonces once bajas, cinco de ellas fatales, escaseaba el alimento y
el espíritu de la tropa, tan alto cuando el derribo del teniente
Glover, había decaído notablemente. Algo similar acontecía en Bahía Fox, el
otro punto ocupado por fuerzas argentinas en la isla occidental.
Los kelpers cooperaban en todo cuanto podían salvo, como es
de suponer, en tareas militares. En ese lugar se mostraban menos hostiles y
desconfiados que en la Isla Soledad
y no dejaban de desempeñar sus tareas de campo como de costumbre dado que las
acciones, en ambos puntos, eran mucho más esporádicas. El administrador local,
Robin Lee, mantuvo en todo momento una actitud correcta y eso facilitó mucho las
cosas entre pobladores y tropas de ocupación.
La guarnición fue varias veces bombardeada por aviones
Harrier, ataques rechazados una y otra vez por la artillería antiaérea y las
armas automáticas de la Compañía C.
Durante una de esas incursiones, una bomba beluga impactó en
la cocina del regimiento y mató a cinco soldados además de herir a otros seis,
entre ellos un oficial y un suboficial.
En horas de la noche, las posiciones eran hostigadas por una
fragata que se aproximaba para abrir fuego con sus cañones de 114 mm automáticos,
obligando a las tropas a permanecer estáticas por muchas horas.
El 27 de mayo, uno de los proyectiles alcanzó un galpón de
esquirla próximo al caserío, causando bajas en la Compañía A. Los argentinos
respondieron con sus morteros de 120
mm, generándose un furioso intercambio de fuego,
especialmente cuando una segunda embarcación se hizo presente para apoyar a la
primera.
En esa oportunidad, numerosas esquirlas travesaron la casa
que servía de alojamiento a los comandos y los obligó a buscar protección en
el suelo. En vista de ello, se decidió un cambio de posición y a la mañana
siguiente pasaron al edificio de la escuela local, al que encontraron más
confortable y adecuado.
El 29 de mayo la 1ª Sección de la CC601 recibió desde el puesto de
mando de la III Brigada
una orden realmente absurda: debían dirigirse a la isla Swan y destruir
el
radar que funcionaba allí si realmente existía. La misión debió ser
suspendida porque solamente se disponía de un bote con
dos remos que para peor, hacía agua por sus junturas. Eso fue motivo de
bromas entre los hombres del teniente primero Fernández sobre todo al
solicitar a Puerto Argentino una botella de champagne y una madrina para
la ceremonia de
botadura de “la embarcación”, chanza que no debió haber caído muy bien
en el
puesto de mando de la brigada.
El 3 de junio la posición recibió fuego muy certero desde
San Carlos. El hecho de que los proyectiles hubiesen impactado cerca de la
escuela llevó a sospechar tanto a los comandos como a los jefes del RI5 que algún observador podía estar reglando los disparos desde las elevaciones en torno al caserío.
Los
hombres de la 601 se vieron forzados a abandonar el
edificio y correr en dirección al refugio construido especialmente
para el general Parada y que aquel jamás ocupó porque, como ya se ha
dicho,
nunca visitó las posiciones. Se trataba de un gran pozo con techos de
chapa reforzados con madera y pisos de material, sostenido con tambores
de 200 litros llenos de
tierra.
En momentos en que los hombres salían del edificio, una
granada explotó en la puerta haciendo añicos los vidrios y perforando las
paredes, aunque sin producir bajas.
Los niños de la población estaban aterrados, como sucedía
siempre que se producía un ataque y debido a ello, a la mañana siguiente cinco
familias del lugar solicitaron ser trasladadas a Muny Brasch, un pequeño
establecimiento situado en el interior de la isla, al norte de Puerto Howard,
donde según explicaron, estarían más seguros. Por otra parte, la comida
comenzaba a escasear y el equipo del regimiento se estaba deteriorando, lo que
agravaba notablemente el cuadro de situación. Soldados famélicos y otros en un
preocupante estado de desnutrición, eran prueba elocuente de ello.
El miércoles 5 llegó a Howard el “Bahía Paraíso”, novedad
que sirvió para elevar la moral de la tropa. Desde la cubierta, un helicóptero
Puma levantó vuelo y tras sortear el trecho que lo separaba del poblado y las
posiciones del RI5, tomó tierra y comenzó a descargar provisiones y elementos
sanitarios. Finalizada la operación, se procedió a evacuar a los heridos, entre
ellos a un conscripto de apellido Vargas, que pese a haber perdido una pierna,
se despidió emotivamente del teniente coronel Mabragaña.
Llegada la noche, los comandos se dispusieron a cumplir una
nueva directiva impartida por la III Brigada,
consistente en llevar a cabo observaciones en la boca norte del estrecho, en
dirección a San Carlos, con el fin de establecer blancos para la Fuerza Aérea.
Como primera medida, los tenientes primeros Fernández y
Duarte dispusieron el envío de una avanzada integrada por el teniente primero
Leopoldo Quintana, el sargento ayudante Juan Carlos Ruiz, el sargento Oscar
Alfredo Sánchez y el cabo primero Manuel Rivero, quienes abordaron un tractor
recientemente reparado y se pusieron en marcha hacia el monte Rosalía.
El vehículo, conducido por un soldado del regimiento, los
dejó junto a un pequeño puente sobre el que destacaba un galpón abandonado. Los
comandos echaron pie en el lugar y continuar el avance, atentos a cualquier
movimiento.
La marcha fue dura debido a las condiciones climáticas
(hacía mucho frío) pero eso no les impidió alcanzar el objetivo, una
elevación de 425 metros
de altura, donde notaron extraños resplandores cuya naturaleza no pudieron
determinar. Aún así, a las 05.00 horas, comenzaron a trepar sus
laderas, en esta ocasión bajo una helada llovizna, alcanzando la cima cuarenta minutos después.
Una vez en ese punto montaron su PO y comenzaron a otear los alrededores, sin dar
con ningún indicio de los misteriosos destellos.
Se hallaban completamente solos, a 30 kilómetros de su
gente, en una zona constantemente patrullada por aviones, helicópteros y
radares enemigos, 20
kilómetros al oeste de San Carlos. Pese a que la niebla
los cubría (además de dificultarles la visión) decidieron, como medida
precautoria, no armar las carpas y pasar esa primera noche a la intemperie.
El 7 por la mañana Quintana informó por radio no observar nada anormal pero a la distancia habían escuchado explosiones
cuyo origen no pudieron establecer. Desde el puesto de mando le informaron
que se trataba de un ataque a la cabecera de playa llevado a cabo por los
bombarderos Canberra y que posiblemente volverían a repetirse esa misma noche.
El comando de la III
Brigada les ordenó permanecer allí y mantener la
vigilancia hasta nuevo aviso.
No pasó mucho tiempo desde aquel contacto radial cuando los
observadores alcanzaron a divisar a lo lejos una patrulla británica que se
desplazaba en paralelo a la costa, en dirección a la Casa Rosalía, un
establecimiento rural cercano, justamente el lugar por donde los cuatro
efectivos pensaban replegarse.
El 8 de junio amaneció limpio y soleado, día ideal para
emprender el regreso, pero un Sea King británico comenzó a sobrevolar la región
y enfiló luego hacia el interior de la isla, impidiendo a la gente de
Quintana llevar a cabo ningún movimiento.
Anochecía y la temperatura comenzaba a descender cuando en
dirección sur, detectaron una segunda patrulla integrada por paracaidistas,
clara evidencia de que el enemigo estaba rodeando la elevación y preparaba una
incursión sobre Puerto Howard.
El grupo de Quintana estaba prácticamente cercado y solo
tenía a las alturas del oeste como única vía de escape por lo que, sin pensarlo
más, recogieron el equipo y se escabulleron.
Lograron
“desengancharse” del enemigo sin mayores
dificultades y al amparo de la obscuridad, atravesaron una serie de
elevaciones
menores hasta distinguir las inconfundibles siluetas del galpón
abandonado y
el pequeño puente donde el día anterior los había dejado el tractor. Era
un sitio ideal para refugiarse y por esa razón decidieron
aguardar allí.
En esos momentos, el teniente primero Duarte avanzaba hacia
ese punto al frente de seis hombres, cumpliendo la orden de tomar contacto con
Quintana, relevarlo y en caso de no lograrlo, comunicar la novedad a Puerto
Howard para que toda la sección saliese en su busca.
Las secciones se encontraron en el puente, estrechándose
todos en un fuerte abrazo. La avanzada había logrado evadir el cerco y traía
nutrida información sobre los movimientos que estaba realizando el enemigo. Era imperioso dar cuenta de esas observaciones y por tal motivo decidieron emprender juntos el regreso e imponer de las mismas a
sus superiores.
El general Parada censuró con extrema dureza el proceder de
los comandos, cosa que los indignó en extremo. Les recriminó no
haber entablado combate contra las patrullas y haberse limitado solamente a
informar. ¡Tan luego él, que no había asomado la nariz más allá del
perímetro de Puerto Argentino!
-¡Pero señor – le dijo el teniente primero Fernández a
través de la radio – eran solamente cuatro y tenían expresas órdenes de no
tomar contacto con el enemigo!
-¡¡Cuando uno tiene algo, no solamente debe llevarlo sino
demostrarlo!! – aulló el alto oficial al otro lado de la línea.
Había
sido realmente injusto y ofensivo y así se lo hizo ver su ayudante, el
mayor Bettoli, presa de una furia que apenas pudo contener.
-Señor, usted ha sido muy injusto. Esos hombres están
soportando terribles sufrimientos.
-Lo hice a propósito –fue la respuesta– Para incentivarlos.
El 9 de junio se destacó una segunda patrulla para vigilar
la costa norte de la Gran Malvina. La integraban, además de su jefe, el teniente primero José Martiniano Duarte, el sargento ayudante Francisco Altamirano, el sargento primero Eusebio del
Tránsito Moreno y el cabo Roberto Félix Ríos a quienes seguirían veinticuatro
horas después el teniente Isidro Alonso y cinco hombres más.
El pelotón se encaminó hacia Muny Branch, lugar
especialmente escogido porque constituía un punto de fácil repliegue y allí se
detuvo. A las 17.00, no habiendo detectado ningún movimiento, decidieron pasar la noche en el lugar y reiniciar la marcha al día siguiente.
Así fueron pasando las horas, sin sobresaltos, mientras se
escuchaba en la lejanía el sonido de explosiones, provenientes del otro lado
del estrecho.
Los
despertaron las turbinas forzadas de los Harrier, otra
prueba de que los británicos habían montado un aeródromo en San Carlos y
operaban sus aviones desde allí. Duarte se apresuró a informar la
novedad a
Puerto Howard y después de una breve ración, emprendió el regreso
bordeando la
costa.
Se encontraban a solamente 8 kilómetros del
poblado cuando al atravesar un corredor
rocoso, escucharon voces en inglés que venían del otro lado de la pared natural
que daba hacia el oeste.
Duarte
alzó su mano y todos se detuvieron. Moreno también
había sentido las voces y por medio de señales se lo hizo saber a su
jefe. Con
el firme propósito de no quedar al descubierto, retrocedieron intentando
hacer el menor ruido posible y así alcanzaron un grupo de rocas donde
se quitaron las
mochilas y se prepararon para entrar en acción.
Una sola duda carcomía al jefe del grupo: aquellos podían
ser pastores kelpers pero, según Moreno, se trataba de soldados enemigos.
En voz baja, casi sin moverse, el suboficial se ofreció a
adelantarse para investigar pero Duarte se negó terminantemente porque temía
que su subordinado quedase rodeado por al menos una treintena de hombres.
Moreno quitó el seguro de una granada y preguntó si la podía
arrojar y en el momento en que su superior le ordenaba aguardar un poco más,
emergió de entre las rocas la figura de un hombre.
Quedaron todos paralizados. Se trataba de un individuo de
raza negra, alto y de poblados bigotes, que llevaba puesto un pasamontañas
verde de la Armada Argentina
y un traje de camuflaje, trofeos de la reconquista de las islas Georgias.
La sorpresa pareció descolocar tanto a los comandos como al
recién llegado, pero sobreponiéndose, Duarte se incorporó y apuntando con su
ametralladora le preguntó con voz firme, si era argentino o británico (era
evidente que no pertenecía a ninguna de las dos nacionalidades).
En lugar de contestar, viendo que su oponente le regalaba un tiempo precioso, el sujeto se arrojó a un costado y
abrió fuego.
Se produjo entonces un violento tiroteo en el que Duarte se
salvó por muy poco de ser alcanzado por varios proyectiles de 5,56 mm.
Él también disparó, justo cuando Moreno lanzó dos granadas
que estallaron con fuerza varios metros delante. Justo en ese instante, un proyectil similar, de 40 mm, pasó de largo a
escasos centímetros de su cabeza, estallando con violencia detrás suyo. La explosión produjo una
nube de tierra y piedras que regó todo el sector, inclusive a los combatientes.
Sin dejar de disparar, Duarte le ordenó al cabo Ríos que
preparase una granada de fusil. En ese preciso momento, Moreno comenzó a tomar
distancia porque al estar todos muy juntos, beneficiaban al enemigo ofreciendo
un blanco fácil.
Tras la explosión de otra granada británica, los ingleses
se lanzaron barranca abajo, sin dejar de disparar. Se trataba de dos
integrantes de una patrulla avanzada tratando de alejarse del lugar
desesperadamente.
-¡¡Ahí van!! – gritó Duarte mientras se incorporaba y
apuntaba.
Con
absoluta sangre fría el oficial argentino disparó y
abatió a uno de los efectivos el cual, al recibir el impacto, se
desplomó en el acto. Al sentir cerca el estallido de una nueva granada,
su compañero se detuvo y alzó los brazos rogando que no lo maten.
Duarte le hizo un gesto ordenándole acercarse y le indicó a
Altamirano que siguiera tirando hacia el lugar por donde ambos habían
aparecido, por si había más soldados.
El
hombre negro recién se movió al sentir el impacto de un proyectil cerca
de donde se encontraba parado y muy lentamente se fue aproximando.
Cuando lo tuvieron a su lado, los argentinos lo obligaron a mantener las
manos
en alto y procedieron a revisarlo.
Se trataba de un centroamericano oriundo de Belice, ex
colonia británica del Caribe recientemente independizada1 y por
consiguiente, era seguro que entendía el español.
Altamirano
lo palpó de armas y cosa increíble, al ser interrogado, el individuo
respondió en italiano, temblando de miedo por la suerte
que podría llegar a correr. En vista de ello, Duarte le aclaró que en
tanto
colaborase con ellos nada le iba a ocurrir y eso pareció tranquilizarlo.
El negro explicó que integraba una patrulla de dos
hombres, depositada en la zona por un helicóptero para efectuar una misión de
exploración. Mientras hablaba, Moreno, se encaminó a donde se encontraba el
soldado abatido y al darlo vuelta comprobó que estaba muerto, cosa que indicó
a sus compañeros colocando el pulgar hacia abajo. El sujeto, rubio, alto y
corpulento, había recibido un balazo en la espalda y otro en el brazo.
Moreno
recogió el fusil, la radio y los papeles que el
británico llevaba encima y subió nuevamente la barranca para mostrárselo
a sus compañeros. Entonces Duarte resolvió seguir la marcha, dejando al
individuo allí tirado y llevando solo al prisionero con el material
capturado.
Así fue como echaron nuevamente a andar, el negro delante,
con los brazos en alto, Duarte detrás y el resto del pelotón inmediatamente
después. Al cabo de un tiempo, se le ordenó a Altamirano adelantarse hasta
Puerto Howard para dar la noticia y éste partió acelerando el paso.
Durante
la marcha, comandos y prisionero debieron arrojarse
cuerpo a tierra en varias oportunidades, para cubrirse del paso de los
Harrier
y evitar ser detectados. Al cabo de una hora, sin más tropiezos,
alcanzaron
el poblado, despertando el consabido entusiasmo y curiosidad entre los
kelpers
y las tropas allí apostadas. Recién entonces Duarte se percató de que el
pobre
centroamericano llevaba los brazos en alto desde hacía horas y por haber
sido despojado de su ropa de abrigo, temblaba como una hoja.
Tal como se ha dicho, la llegada del prisionero causó
revuelo en la guarnición argentina. Una vez dentro del edificio que servía de
cuartel a los comandos, el teniente primero Sergio Fernández procedió a interrogarlo,
informándole que iba a ser tratado de acuerdo a lo establecido por la Convención de Ginebra,
cosa que tranquilizó bastante al caribeño.
El
sujeto intentó retacear la información y
solo se limitó a decir que era un simple radioperador cuya misión
secundaria era prepararle café a la tropa y lavar la vajilla. Según su
declaración, su compañero era un
simple soldado raso.
Al advertir la actitud, Sergio Fernández se
incorporó y tomando al prisionero bruscamente de la chaqueta, lo levantó en el
aire y lo arrojó violentamente contra la pared, obligándolo a apoyar las manos
y a abrir las piernas mientras le lanzaba improperios y lo amenazaba con hacerlo
fusilar.
Se pudo determinar entonces, que el nombre del
individuo era Charlie Fonseca, oficial auxiliar de comunicaciones, y
como había dicho, provenía de Belice, aunque había alguna sospecha de que en
realidad fuese oriundo de la Guayana
Británica.
Junto con el material incautado se decomisaron claves de
comunicaciones y códigos para hablar con el HMS “Fearless” y la isla Ascensión
los cuales fueron guardados con especial celo a efectos de ser entregados en Puerto Argentino.
Como
Ríos y Moreno se habían visto obligados a dejar sus mochilas en
el camino para aligerar peso, Fernández decidió enviar una patrulla a
buscarlas, iniciativa que comunicaron previamente a la capital de las
islas.
Se organizó entonces una nueva sección de diez hombres al
mando del propio Fernández, en tanto a Alonso se lo envió como avanzada en
compañía de dos suboficiales.
La expedición se puso en marcha y luego de dos horas de
caminata, llegó al lugar donde se hallaba el cadáver del soldado inglés (17.00
horas).
Los argentinos revisaron minuciosamente el cuerpo y gracias a la documentación hallada entre sus pertenencias,
pudieron determinar que se trataba nada más y nada menos que del capitán John
Hamilton, de 29 años de edad, el experimentado jefe del SAS que había tomado parte en la reconquista de
las Georgias y en la incursión a la Isla
Borbón.
Además de sus pertenencias, se le extrajo una baliza que ni
Moreno ni Duarte habían visto al revisarlo y después de desactivarla, se
apoderaron de su pistola Browning 9 mm de procedencia argentina, también tomada
en Grytviken, además de papeles personales y dos fotografías, una donde se
lo veía de civil junto a su esposa y otra de sus dos hijos.
Como en el caso de “H” Jones, las versiones inglesas han
exagerado la actuación de este soldado2, presentándolo como un
oficial extremadamente arrojado que habría ordenado a Fonseca escapar y ponerse
a salvo mientras él permanecía en el lugar para cubrirlo hasta
agotar sus municiones. Y una vez más, como en el caso de aquel, se tratad e un relato apartado de la realidad
Según declaraciones que Duarte hizo después de la guerra,
Hamilton y Fonseca actuaron de manera muy poco profesional porque no
supieron evaluar la gravedad de la situación y fueron muy descuidados al
desplazarse en una región dominada por el enemigo.
Él
también lo hizo al ver aparecer un hombre de repente y ponerse de pie
para preguntarle si era argentino o británico, más cuando el mismo era
de color y acababan de escucharlo hablar inglés3.
El
cuerpo del británico abatido fue trasladado a Puerto
Howard sobre un acoplado tirado por un tractor, el mismo que trajo de
regreso a toda la sección. Durante el trayecto, recogieron al personal
de la emboscada
antiaérea montada anteriormente y de ese modo llegaron al caserío.
A Hamilton se lo veló en el galpón que hacía las veces de
capilla, bajo un crucifijo y una bandera del Regimiento de Infantería 5, junto
a un soldado conscripto de apellido Fernández, muerto ese mismo día por
desnutrición. Poco después comenzó el cañoneo naval que se prolongó hasta las 03.00
del día siguiente y al amanecer, partió hacia el cementerio el cortejo fúnebre
encabezado por el padre Nicolás Solonyzny y el teniente coronel Mabragaña,
capellán y jefe del regimiento, respectivamente.
Una vez en el camposanto, los argentinos procedieron a
enterrar a ambos, uno al lado del otro, bajo una molesta llovizna, ceremonia
que tuvo como música de fondo el lejano y triste aullido de un perro. Ningún
kelper quiso asistir a la inhumación de Hamilton ni proveer una bandera
británica para envolver su cuerpo. Cosas propias de un pueblo extraño.
Notas
1 Belice, la antigua Honduras Británica, limita con
Guatemala por el oeste y el sur y con México por el norte. Su independencia se
produjo el 21 de septiembre de 1981.
2 Hastings y Jenkins; Eddy, Linklater, Gillman; op. Cit.
3 Duarte
recién supo que se trataba de integrantes de las fuerzas especiales del
Reino Unido al leer las primeras publicaciones especializadas de origen
inglés.
Publicado 26th February 2015 por Malvinas.Guerra en el Atlántico Sur