LA COMPAÑÍA DE COMANDOS 601
Como en toda contienda acaecida desde la Segunda Guerra
Mundial, en Malvinas los comandos desempeñaron un papel decisivo en el
conflicto, tanto en uno como en otro bando.
Siguiendo el relato de Isidoro Ruiz Moreno en su libro Comandos en Acción. El Ejército en Malvinas,
en el cual nos basamos para redactar este capítulo y los referentes a los
comandos argentinos, desde tiempos inmemoriales existieron soldados audaces
encargados de ejecutar misiones de alto riesgo tras las líneas enemigas.
El primer ejemplo que menciona es el Caballo de Troya,
posiblemente el génesis de las incursiones comando cuando los griegos,
dirigidos por el gran Ulises, penetraron en la inexpugnable ciudad del rey
Príamo escondidos en el interior de un gigantesco equino de madera, asestando
el golpe más espectacular de todos los tiempos.
Se trata en realidad de partidas reducidas destinadas a
llevar a cabo actos de sabotaje con la intención de desarticular el dispositivo
enemigo, obtener información y causar daños en su retaguardia, tendiendo
emboscadas, golpes de mano o misiones veloces en territorio adversario.
Roma también tuvo sus tropas de elite. La Legión XII
“Fulminante” fue un equivalente de los actuales paracaidistas, comandada en su momento por el mismísimo San Expedito.
La XII estaba destinada a misiones especiales, incursionando ahí donde la legión común no podía combatir. La conformaba una tropa heterogénea y muy bien preparada, con efectivos provenientes principalmente de Italia, Galia, España e Iliria aunque posteriormente se reclutaron muchos elementos en oriente, en especial, Armenia1.
Los comandos, tal como los conocemos hoy, datan de la Segunda Guerra
Mundial y fueron organizados por Gran Bretaña en 1940. Su primera misión tuvo
lugar en la Francia
ocupada por los alemanes y la idea fue bien recibida por Churchill. Sus
acciones resultaron ser tan efectivas que el mismo Hitler expidió una
orden el 10 de octubre de 1942, condenando a muerte a todos los
integrantes
de esos cuerpos que cayesen prisioneros, por no considerarlos soldados
regulares.
Los comandos actuaron principalmente en Francia, la
península escandinava, Italia, el norte de África y la misma Alemania, en tanto
en oriente lo hicieron preferentemente en Birmania y las islas del Pacífico.
En 1942 nació el SBS (Special Boat Scuadron) destinado a operar sobre el litoral y los ríos interiores de Francia y luego en
África. Poco después, el mayor David Stirling de los Guardias Escoceses, fundó
el SAS (Special Air Service), integrado exclusivamente por paracaidistas, que
incursionó por medios aéreos sobre los territorios ocupados por los nazis.
Los alemanes no se quedaron atrás y en base a los comandos
británicos constituyeron cuerpos especiales para llevar a cabo operaciones de alto
riesgo, la más espectacular, el rescate de Mussolini en el monte Sasso,
incursión impecable comandada por el mayor austríaco de las Waffen SS, Otto
Skorzeny, en 1943.
Después
de la gran conflagración, otras naciones como
Francia, Italia, España, Rusia y Estados Unidos organizaron sus propias
tropas de
elite. Los norteamericanos crearon los “Rangers”, nombre que también
utilizaron
los bolivianos para denominar a los suyos durante la campaña contra el
Che
Guevara en 1967. Colombia hizo lo propio con el cuerpo de “Lanceros”,
quienes concretaron intrépidas acciones en zonas controladas por las
guerrillas, los paramilitares y el narcotráfico; Haití con
los “Leopardos” y Venezuela con los “Cazadores”.
Comandos estadounidenses y británicos actuaron en la guerra
de Corea y posteriormente los norteamericanos lo hicieron en Vietnam. Los
israelíes organizaron los suyos, destacando entre sus principales acciones la
infiltración de agentes del Mossad en la Argentina para secuestrar a Adolf Eichmann (1960) a efectos de ser juzgado y ejecutado en Tel Aviv y el
espectacular raid de Entebbe, en julio de 1976, durante el cual fueron rescatados los
pasajeros de un avión secuestrado por terroristas palestinos en Uganda. Durante
la guerra del Yom Kippur (1973), sus similares sirios capturaron las alturas
del monte Hermón y los alemanes llevaron a cabo una misión similar a Entebbe en
Mogadiscio, capital de Somalía, al liberar a los 86 pasajeros de un avión
de Lufthansa, en octubre de 1977.
En 1980 los norteamericanos intentaron un golpe similar con el fin de rescatar a los rehenes de su embajada en Irán
pero la operación fracasó al chocar y estrellarse en el desierto los dos helicópteros que transportaban a sus efectivos.
Mucho más reciente, la espectacular acción desarrollada por
los comandos peruanos del Grupo Chavin de Huantar en abril de 1997, volvió
a demostrar la importancia de las tropas de elite a la hora de poner en
marcha misiones de alto riesgo. En la oportunidad, una unidad del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA) había ocupado la embajada de Japón en Lima, secuestrando
a altos funcionarios de gobierno. La misma fue aniquilada tras una
labor impecable, lográndose la liberación de 72 de los 73 rehenes en
poder de los terroristas.
En la
Argentina, los cuerpos de tropas especiales surgieron a fines
de 1963, después de la Crisis
de los Misiles en el Caribe, cuando el Ejército comenzó a dictar cursos
de treinta días de duración. Los mismos se intensificaron entre enero y febrero
de 1964 y estuvieron integrados principalmente por paracaidistas y subtenientes
recién egresados del Colegio Militar. Su primer jefe fue el teniente coronel
Leandro Narvaja Luque y su asesor el mayor del ejército norteamericano William
Cole, veterano de la guerra de Corea.
Las primeras prácticas, según Ruiz Moreno, se llevaron a
cabo en el Centro de Instrucción de Infantería, provincia de Córdoba, hasta que
en 1966 pasaron a realizarse en la
Escuela de Infantería de Buenos Aires, aumentando su duración
a cuarenta y cinco días, con ejercicios en Campo de Mayo, en las sierras de
Córdoba, en Bariloche, en Tartagal (Salta), en las selvas de Misiones y en el
Delta del Paraná, estos últimos complementados con prácticas de buceo.
En 1973,
durante la guerra antisubversiva, se incorporaron técnicas de lucha
antiguerrillera y se comenzaron a recibir efectivos de países extranjeros para
su adiestramiento, preferentemente de Francia.
Los comandos argentinos tuvieron su bautismo de fuego en octubre
de 1975, durante el Operativo Independencia en la provincia de Tucumán, cuando
el gobierno de la viuda de Perón puso en marcha un gran operativo destinado a
combatir al Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y a las células
terroristas que le brindaban apoyo con el objeto de “liberar” el territorio
y obtener reconocimiento internacional.
Según relata Ricardo Burzaco en Infierno en el monte tucumano, a
mediados de 1975 finalizó el curso de comandos correspondiente a ese año
y a instancias de su instructor, el mayor Mohamed Alí Seineldín, se solicitó al
Estado Mayor del Ejército finalizar la última etapa de adiestramiento en la
zona de guerra, sobre la sierra del Aconquija -al sudoeste de San Miguel
de Tucumán-, donde las fuerzas regulares venían combatiendo desde 1974.
Concedida la autorización, la Compañía de Comandos 601
recibió la orden de alistamiento y una vez completado, se trasladó hasta la Base Aérea de El
Palomar para abordar un Hércules C-130 de la Fuerza Aérea y volar
al teatro de operaciones. Allí, a poco de su arribo, trocó su uniforme verde
oliva por ropa de camuflaje, borceguíes negros y boina verde, hizo prácticas con el armamento y se dispuso a
entrar en acción.
Al día siguiente de su llegada, el escuadrón se internó en
la espesura emprendiendo las primeras misiones de combate, en especial, el asalto
a los campamentos de la guerrilla, emboscadas, relevamientos y
exploración avanzada, operando principalmente al oeste de Famaillá y reservando
los enfrentamientos abiertos a elementos regulares del Ejército, la Gendarmería y la
policía.
Un
antecedente de este tipo de tareas fueron las secciones navales que
volaron puentes y vías ferroviarias en torno a la Base Aeronaval
Comandante Espora en septiembre de 1955, durante la Revolución
Libertadora y las
entradas que hizo en el monte el comisario Alberto Villar al frente de los
Centuriones (mayo de 1974), escuadrón de elite de la Policía Federal,
seguido después por tropas regulares del ejército al mando del general Mario
Benjamín Menéndez, que no llegaron a establecer contacto con el enemigo.
La preparación de este tipo de unidades tomó cuerpo en 1978, durante
la crisis del Canal de Beagle, cuando la belicosa Argentina
de fines de los setenta y principios de los ochenta, estuvo a minutos de invadir Chile. En
la oportunidad, fue creado el Equipo Especial Halcón 8 cuyo primer jefe fue el
mismo Seineldín, soldado dotado de una mística patriótica y religiosa fuera de
lo común.
Hijo de padres libaneses radicados en la provincia de Entre
Ríos, Seineldín fue criado en la religión drusa y orientado paulatinamente a la
católica, la cual abrazó con fervor a inicios de su adolescencia.
Nacido en Concepción del Uruguay el 12 de noviembre de 1933,
en 1948 ingresó al Colegio Militar de la Nación del que egresó en 1957 con el grado de
subteniente de Infantería.
Después de prestar servicios en aquella casa de estudios y
en la Escuela
de Suboficiales “Sargento Cabral”, fue jefe de una compañía de paracaidistas en
la provincia de Catamarca y tiempo después, profesor de la Escuela Superior
de Guerra como oficial del Estado Mayor.
Habiendo trabajado en los planes de estudios de la Policía Federal
Argentina, organizó los cursos de comandos a los que hemos hecho alusión,
tomando parte en los enfrentamientos que tuvieron lugar en la guerra de
Tucumán, de los que fue relevado en 1976 por manifestar su apoyo al teniente
general Alberto Numa Laplane, comandante en jefe del Ejército.
Al producirse el golpe de Estado de ese año, Seineldín era
mayor. Sus discrepancias con la cúpula del Proceso de Reorganización Nacional
fueron conocidas en su momento pero tratándose de un soldado profesional, con
experiencia de combate, durante la crisis con Chile se lo envió a la Patagonia, para tomar a su cargo los grupos comandos que operarían durante la invasión al
vecino país. Superado el conflicto, fue nombrado jefe del Regimiento de
Infantería 25, con asiento en Sarmiento, provincia de Chubut y en ese destino
lo sorprendió la guerra, siendo convocado para embarcar con su unidad en la Flota de Mar y tomar parte
en la Operación Azul,
rebautizada por sugerencia suya, Operación Rosario.
Su trayectoria está plagada de hechos que permanecen bajo
estricto secreto profesional. Se lo ha vinculado, sin fundamentos, con la
organización y el adoctrinamiento de la Triple A; se lo ubica al frente del grupo de
militares argentinos que tomaron parte en el golpe de estado de Bolivia que
derrocó a la presidenta Lidia Gueiler a mediados de 1980 y colocó en el poder al general Luis
García Meza; también se ha dicho que organizó los grupos de choque especiales
que en 1978 tendrían a su cargo el operativo de seguridad durante el Mundial de
Fútbol organizado por la
Argentina y que antes de su primer intento
carapintada (1988), tuvo a su cargo el adiestramiento de las fuerzas especiales
del presidente Manuel Noriega de Panamá.
Entre sus principales cualidades, supo inculcar a sus
hombres su fe religiosa y su espíritu nacionalista, enseñándoles que la
obediencia y el cumplimiento del deber son prioridad absoluta del soldado
junto al sacrificio y la abnegación. Respetando esa mística y actuando en
concordancia con sus ideas, logró que los hombres a su mando sintiesen por
él una admiración fuera de lo común y que estuviesen a la altura del lema de la
unidad: “Dios, Patria o Muerte”.
La Armada Argentina y la Fuerza Aérea
tuvieron sus equivalentes en la
Agrupación de Buzos Tácticos y los Comandos Anfibios
y en el Grupo de Operaciones Especiales respectivamente, en tanto la Prefectura Naval
y la Gendarmería
organizaron los suyos, a saberse, la Agrupación “Albatros” y el célebre Escuadrón
“Alacrán”.
Las de la marina
de guerra son las fuerzas especiales más antiguas de América Latina, creadas
ambas en 1952, durante el gobierno de Perón.
Los Buzos
Tácticos fueron inspirados en las experiencias estadounidenses e italianas de la Segunda Guerra
Mundial y tuvieron su antecedente en los cursos de Buzos Autónomos que
comenzaron a dictarse en 1947 por disposición del contraalmirante Jorge
Ibarborde.
En sus inicios,
sus misiones fueron acciones sobre costas y puertos enemigos y la preparación
del terreno para el desembarco, con características eminentementes acuáticas.
Tuvieron su primer asiento en el buque de desembarco ARA “San Bartolomé” y en la Escuadra Naval del Plata donde montó su sede una segunda agrupación que al fusionarse con la anterior, pasó a la Base Naval de Mar del Plata como dependencia del Comando de Submarinos (desde 1984 forman parte de la Fuerza Conjunta de Desplazamiento Rápido).
Tuvieron su primer asiento en el buque de desembarco ARA “San Bartolomé” y en la Escuadra Naval del Plata donde montó su sede una segunda agrupación que al fusionarse con la anterior, pasó a la Base Naval de Mar del Plata como dependencia del Comando de Submarinos (desde 1984 forman parte de la Fuerza Conjunta de Desplazamiento Rápido).
La Agrupación de Comandos Anfibios (APCA) fue creada
como una fuerza especial, entrenada para realizar rápidos y precisos reconocimientos y asaltos marítimos,
así como también operaciones de acción directa. Desde el año de su
organización pasó a depender de la
Compañía de Vigilancia y Seguridad de la Base Naval de Mar del
Plata y en 1960 recibió su primer curso de entrenamiento avanzado de
reconocimiento anfibio, fuerza aerotransportada, paracaidismo y buzos
militares. Esos cursos se intensificaron en 1973, en plena guerra
antisubversiva, cuando se incorporó a su entrenamiento la función de comandos
adquiriendo, al año siguiente, su denominación actual.
El equipo y armamento de los Buzos Tácticos contó siempre con elementos de última tecnología, destacando los fusiles FAL de 7,62 mm, Steyr y M-16 de 5,56; subfusiles Imgran, Uzi y Sterling de 9 mm; ametralladoras MAG de 7,62, FN Minimi de 5,56 mm, armas de puño, granadas de fusil y explosivo de distintas características.
El equipo personal consta de paracaídas MC1, MC5, XL, uniformes para todo tipo de terreno, GPS portátiles, visores nocturnos y modernos equipos de comunicaciones.
Los Buzos Tácticos pueden ser desplegados desde submarinos aunque también están entrenados para ser introducidos por medios aéreos y navales.
El equipo y armamento de los Buzos Tácticos contó siempre con elementos de última tecnología, destacando los fusiles FAL de 7,62 mm, Steyr y M-16 de 5,56; subfusiles Imgran, Uzi y Sterling de 9 mm; ametralladoras MAG de 7,62, FN Minimi de 5,56 mm, armas de puño, granadas de fusil y explosivo de distintas características.
El equipo personal consta de paracaídas MC1, MC5, XL, uniformes para todo tipo de terreno, GPS portátiles, visores nocturnos y modernos equipos de comunicaciones.
Los Buzos Tácticos pueden ser desplegados desde submarinos aunque también están entrenados para ser introducidos por medios aéreos y navales.
Cada unidad
operativa comprende tres grupos de 16 hombres cada
uno, con equipo completo y una sección de sostén logístico.
Ambas agrupaciones participaron en el despliegue de fuerzas de Infantería de Marina que se llevó a cabo en Tierra del Fuego en 1978 durante el conflicto del Canal de Beagle, ejecutando numerosas misiones.
Ambas agrupaciones participaron en el despliegue de fuerzas de Infantería de Marina que se llevó a cabo en Tierra del Fuego en 1978 durante el conflicto del Canal de Beagle, ejecutando numerosas misiones.
Por su parte, la Fuerza Aérea
Argentina dio origen al Grupo de Operaciones Especiales (GOE), creado en 1979 a poco de finalizado el conflicto con Chile, para dar golpes de tipo comando en
profundidad, más allá las líneas enemigas y servir de apoyo a las misiones
aéreas, basándose exclusivamente en el exhaustivo y riguroso entrenamiento de
sus cuadros. El mismo incluía la especialización en paracaidismo, buceo táctico, tiro y resistencia
física, haciéndolos extremadamente aptos para llevar a cabo difíciles
incursiones tras las líneas enemigas, con pequeños grupos de hombres (se los
solía llamar “los come vidrio” por sus costumbres de disfrutar del peligro, las
privaciones y todo lo que fuera privaciones físicas).
Su participación en la Operación Rosario
ha sido narrada por el entonces primer teniente Eduardo Spadano.
Siguiendo su relato, cuatro días antes de la invasión, una
febril actividad despertó a los miembros del GOE en su base de José C. Paz (VII
Brigada Aérea), evidencia de que algo fuera de lo común estaba aconteciendo.
En una sala próxima al Casino de Oficiales había una mesa
con la maqueta de una pista que se extendía sobre una península, rodeada de
costas agrestes. La misma llamó la atención de muchos oficiales más cuando
alguien preguntó de qué se trataba aquello y nadie le respondió. Sin embargo,
poco después, el jefe del GOE, vicecomodoro Esteban Luis Correa, reunió a sus
hombres y les dijo que el despliegue no era un ejercicio sino una
verdadera acción de guerra. Se ordenó el acuartelamiento del personal y poco después se
impuso a la tropa sobre la invasión a los archipiélagos aclarando que
la orden de alistamiento era inminente.
Asombro, emoción, incertidumbre y confusión fueron las sensaciones que experimentaron los cuadros. Sin embargo, a las
21.00 de ese mismo día, la misión se suspendió, dando lugar a la consabida
desazón. Pero poco duró el desánimo porque a la mañana siguiente, la movilización volvió a
ponerse en marcha y los efectivos iniciaron su febril actividad.
La
noche del 31 de marzo las tropas se alinearon en el patio de la unidad y
marcharon hasta los vehículos que debían conducirlas a El Palomar,
cargando su armamento y
equipo bajo la triste mirada de quienes no habían sido seleccionados
para participar en la operación. En momentos de partir, alguien gritó “¡Fuerza GOE, con todo!”, y eso elevó los ánimos.
El camión cubrió el trayecto de José C. Paz hasta la brigada aérea en poco más de media hora y una vez allí, los hombres echaron pie a tierra para abordar el avión que los conduciría hasta la base de redespliegue en Comodoro Rivadavia.
El camión cubrió el trayecto de José C. Paz hasta la brigada aérea en poco más de media hora y una vez allí, los hombres echaron pie a tierra para abordar el avión que los conduciría hasta la base de redespliegue en Comodoro Rivadavia.
Llegaron después de dos horas de vuelo y a las 04.00 del 1
de abril se acomodaron dentro del Hércules C-130 matrícula TC-68 en el que pasarían a la zona de conflicto.
La gente del GOE partió a las 05.15,
iniciando un silencioso viaje de casi dos horas. Junto a ellos
embarcó el Estado Mayor del Componente Aéreo del Teatro de Operaciones Malvinas
(EMCATO), un Elemento de Control de Transporte Aéreo y el material para establecer una
terminal de cargas en la nueva unidad aérea.
Se iniciaba de ese modo, la ejecución de la fase "Asalto" de la Orden de Operaciones Aries
82.
Piloteado por el comodoro Carlos Julio
Beltramone, el Hércules se mantuvo orbitando aproximadamente una hora al este de Puerto
Stanley en tanto en tierra se combatía y la gente de Seineldín trabajaba afanosamente
para despejar la pista. Finalmente, a las 08.45, inició la maniobra de descenso.
Mientras lo hacía, una voz gruesa se dejó sentir por los parlantes del avión.
-¡No podemos aterrizar; se está combatiendo en el Aeropuerto, no han encendido las balizas; hay una ametralladora 12,7 de ellos en la cabecera de pista!
Inmediatamente después, la misma voz volvió a decir:
-¡Atentos que ahí vamos! ¡Tomar los dispositivos de combate, suboficial Barros, cubra puerta derecha, suboficial Martínez la izquierda!
El
avión se iba aproximando a la pista con las trazadoras y las
explosiones iluminando la obscuridad debajo suyo. Al posar sus ruedas en
el asfalto, los efectivos
sintieron una leve sacudida y casi al mismo tiempo el ruido de los
motores
en maniobra de frenado.
-¡Abrir puertas y bajar plataforma! – volvió a decir la voz a través del parlante- ¡Atentos con la ametralladora de la cabecera! ¡Preparado el GOE para el asalto, se está combatiendo duro!
El
teniente Eduardo Spadano impartía directivas desde la novena hilera; la
gente a su mando apretaba con fuerza sus fusiles y esperaba
ansiosamente la apertura de las compuertas. Al
frente se encontraba su jefe, el capitán Luis Darío Castagnari e
inmediatamente
detrás su segundo, el primer teniente Salvador Ozán con el resto de la
agrupación, todos tensos y nervioso, con la boca seca y los músculos
rígidos.
Cuando
el gigantesco avión carreteaba sobre la pista,
muchos recordaron el día de su primer salto en paracaídas y otros las
películas bélicas que habían visto en tantas oportunidades.
Con las turbinas haciendo vibrar el avión con una fuerza de mil demonios, la compuerta trasera se abrió y los comandos saltaron fuera, precedidos por su jefe.
Con las turbinas haciendo vibrar el avión con una fuerza de mil demonios, la compuerta trasera se abrió y los comandos saltaron fuera, precedidos por su jefe.
-¡¡A tierra GOE!!
Los
efectivos echaron a correr
hacia delante, entre explosiones de morteros y ráfagas de metralla en
tanto sus jefes impartían órdenes a los gritos tratando de hacerse oír.
Se dispersaron por el terreno y amparados por la
obscuridad buscaron
cobertura y comenzaron a disparar.
El tiroteo duró poco porque los Royal Marines se replegaron
en dirección a la Casa
de Gobierno. Eso les permitió dejar las posiciones y junto a los
comandos anfibios y el Regimiento de Infantería 25, efectuar un exhaustivo
examen del terreno en busca de trampas cazabobos. Cuando todo terminó,
se les ordenó formar y encaminarse a un hangar, detrás de
la usina, el cual a partir de ese momento se convirtió en su cuartel.
Cumplida su misión, el 3 de abril la unidad debía
regresar al continente pero una contraorden llegada desde el comando la
mantuvo en la zona.
Durante todo ese mes, el grupo colaboró activamente con la seguridad y la actividad de la BAM “Malvinas”, cavando trincheras, construyendo puestos de guardia y refugios, preparando sistemas de trampas con explosivos e instruyendo en labores técnicas y logísticas al personal que se desempeñaba en el aeropuerto. Aparte de eso, llevó a cabo tareas inusuales como liberar la hélice del “Río Cincel”, que se había enredado en la cadena del pesquero polaco “Goplo”, según se ha referido en páginas anteriores y otras del mismo tenor
Durante todo ese mes, el grupo colaboró activamente con la seguridad y la actividad de la BAM “Malvinas”, cavando trincheras, construyendo puestos de guardia y refugios, preparando sistemas de trampas con explosivos e instruyendo en labores técnicas y logísticas al personal que se desempeñaba en el aeropuerto. Aparte de eso, llevó a cabo tareas inusuales como liberar la hélice del “Río Cincel”, que se había enredado en la cadena del pesquero polaco “Goplo”, según se ha referido en páginas anteriores y otras del mismo tenor
En apoyo a las operaciones aéreas el GOE procedió al balizamiento del aeropuerto y reforzó la seguridad de vuelo, facilitando notablemente la misión de los aviones de transporte que mantenían
activo el puente aéreo entre las islas y el continente.
Consciente de la experiencia y el profesionalismo de los
integrantes de la agrupación, el alto mando les asignó la responsabilidad de
instruir a los soldados, levantarles el ánimo y mantenerlo en alto para el
momento del combate.
En la madrugada del día 29 de abril (04.00 hora argentina),
una ráfaga de ametralladora perforó las chapas del hangar donde se alojaban los
cuadros. Los hombres del GOE se incorporaron sobresaltados y al ganar el
exterior rodearon los tambores de combustible apilados cerca,
descubriendo que detrás de ellos se hallaba agazapado un joven conscripto.
Debido al error de un centinela, el soldado casi abate a uno de los comandos
que en esos momentos montaba guardia, salvando su vida al arrojarse al
suelo (los disparos pasaron a milímetros de su cabeza).
El GOE tuvo su bautismo de fuego en la madrugada del 1 de mayo, cuando una bomba cayó exactamente detrás de su hangar y otra pegó junto al vivac de la IX Brigada Aérea, causando muertos y heridos.
A las 07.30 (10.30Z) dos Sea Harrier llegaron por el norte y le dieron a un segundo hangar, próximo a la planta de combustible3.
El GOE tuvo su bautismo de fuego en la madrugada del 1 de mayo, cuando una bomba cayó exactamente detrás de su hangar y otra pegó junto al vivac de la IX Brigada Aérea, causando muertos y heridos.
A las 07.30 (10.30Z) dos Sea Harrier llegaron por el norte y le dieron a un segundo hangar, próximo a la planta de combustible3.
La Agrupación “Albatros”, fuerza de elite de la Prefectura Naval tuvo su primer antecedente en 1970 con la creación de la Compañía de Control de Disturbios, dependiente de la Escuela de Suboficiales “Coronel Martín Jacobo Thompson”. La unidad se emancipó el 25 de febrero de 1975, adoptando el nombre de Agrupación “Albatros” que en su faz operativa pasó a depender del director de Operaciones de la Prefectura Naval Argentina. Su organización y equipamiento la convirtieron en un elemento de acción, ágil, flexible y capacitado para actuar en tareas preventivas y represivas de características policiales, especialmente en zonas que requiriesen la utilización de personal y equipamiento para proceder en el agua.
Si bien la unidad no fue desplegada en la zona de
guerra, cinco de sus integrantes, los cabos primeros Carlos Raúl Vallejos,
Jorge Omar Cárdenas, Miguel Ángel Taborda, Julio Argentina Vargas y Sergio Omar
Matassa, fueron enviados al archipiélago como componentes del grupo terrestre.
Por su parte, la Gendarmería Nacional
se apresuró a organizar su propio grupo de operaciones especiales que en 1982,
con motivo del estallido de las hostilidades, pasó a Malvinas bajo la denominación
Escuadrón “Alacrán”, destinado a prestar apoyo a las compañías de comandos del
Ejército Argentino.
Para las tropas de elite argentinas no existían mejores camaradas que sus pares sudafricanos con quienes mantenían una estrecha amistad y efectuaban numerosas prácticas y entrenamientos conjuntos.
Conocida ha sido la amistad entre ambas naciones y el apoyo
brindado a la Argentina por
el gobierno de ese país durante el conflicto; tanto fue así,
que a poco de iniciado el conflicto, uno de esos comandos se ofreció
como
voluntario, solicitando a Buenos Aires su traslado inmediato al
archipiélago (se trataba de un veterano combatiente de Angola y
Namibia).
La mañana del 2 de abril, siendo todavía de noche, el
mayor Mario Castagneto fue despertado por los insistentes golpes que daba en la
puerta de su habitación, en Campo de Mayo, un emocionado suboficial.
Cuando se incorporó, no imaginaba lo que le estaban por
comunicar.
-¡Despiértese, mi mayor; no se imagina lo que ha sucedido!
Sobresaltado, Castagneto abrió la puerta y al preguntar que
estaba ocurriendo, se enteró de los hechos: las Malvinas habían sido recuperadas.
No
lejos de allí, los tenientes Juan Eduardo Elmiger y
Fernando Alonso, escucharon la novedad por la radio del automóvil en el
que viajaban y sin pensarlo dos veces, el primero comenzó a hacer sonar
la
bocina.
En Campo de Mayo reinaba la euforia. Castagneto era uno de
los más alegres pero como muchos de sus compañeros, sentía una
profunda sensación de tristeza porque según su parecer, tanto él como sus
hombres, debían haber tomado parte en la operación. Para eso eran comandos y
para tal fin se habían entrenado durante tanto tiempo. Pero la sensación de
frustración se mitigó en parte con las primeras noticias: su antiguo jefe e instructor, el
teniente coronel Mohamed Alí Seineldín, jugó un rol destacado en la
invasión y se encontraba en el teatro de operaciones al frente de su regimiento.
Lo que todavía ignoraba era destacado rol de sus colegas de la Armada, los buzos tácticos, desembarcados del submarino "Santa Fe" y el destructor "Santisima Trinidad".
A partir de ese momento, tuvieron lugar una serie de
ajetreos que modificaron los planes de las diferentes unidades militares. Por
empezar, las pruebas de salto en paracaídas programadas quedaron
suspendidas, lo mismo las maniobras programadas a principios de mes. Llegado el medio día, la Compañía de Comandos 601 recibió la orden de iniciar su alistamiento.
Los primeros en ser convocados fueron los cuadros profesionales, oficiales y suboficiales de servicios
en otras dependencias de la
Escuela de Infantería y así como en destinos más alejados.
En los días siguientes, comenzó un duro programa de
entrenamiento con marchas de hasta dos horas a lo largo de 14 kilómetros, salto
de vallas, escalamiento de obstáculos y clases de defensa personal. Se practicó
también con armamento liviano, ametralladoras MAG, morteros y explosivos, al
tiempo que Castagneto comenzaba a organizar su plana mayor, distribuyendo las
correspondientes tareas de operaciones, inteligencia, comunicaciones, logística
y personal.
El capitán Jorge Eduardo Jándula y el teniente Marcelo
Alejandro Anadón fueron los encargados de explicar sobre mapas y cartas
geográficas las características de las islas, su orografía, sus accidentes
costeros, su hidrografía y, sobre todo, sus condiciones climáticas, contra las
que se debería combatir también.
Pese a la celeridad de los preparativos, la orden de
traslado no llegaba y eso daba lugar a diversas especulaciones sobre otros
destinos, el más mencionado, la frontera con Chile.
Integrarían la plana mayor de la Compañía su jefe, el
mayor Mario Castagneto, oficial de alta graduación nacido en La Rioja aunque de familia
santafecina (se hallaba emparentada con el recordado dirigente Dr. Enrique M.
Mosca, de quien era sobrino nieto por vía materna).
Castagneto había egresado del Colegio Militar de la Nación en 1966, destacando por su concepto y puntaje sobresaliente. Poco
después inició los cursos de paracaidista y aviador de Ejército que completó con los de comando.
El segundo jefe de la Compañía era el capitán Rubén Figueroa, oriundo
de Santiago del Estero. Su familia, de humildes orígenes, estaba compuesta por
seis hermanos de los cuales dos eran sacerdotes. A los 13 años, finalizado el
ciclo primario y cuando integraba la agrupación scout de su provincia natal,
ingresó en el Liceo Militar “General Paz” de Córdoba del que egresó como
subteniente de reserva.
El
capitán Jorge Jándula, oficial de Inteligencia, era oriundo de Salta.
Nacido en 1946, pertenecía a una familia con tradición militar y
cierta actuación política. Cuando siendo niño manifestó
su deseo de incorporarse a la
Fuerza Aérea, su madre, temerosa de imaginarios
peligros, le escondió la solicitud. Decidido a ser militar, se inscribió
en el Ejército, donde habría de destacar por su
carácter impulsivo, nervioso y fuerte.
El
capitán Jorge Ramón Negretti, por el contrario, era un
individuo tranquilo, responsable y cordial. Nacido en Formosa en 1951,
egresó del Liceo Militar “General Belgrano” de la ciudad de Santa Fe. El capitán Ricardo Frecha, por su parte, era hijo de un
coronel retirado y tenía un hermano en Malvinas, más precisamente en el Regimiento de Infantería 3. Nacido en 1950 en la ciudad de Buenos Aires, era conocido por su amplia cultura y su habilidad para el dibujo,
de ahí que el mayor Castagneto, le haya encomendado la confección de mapas y
bosquejos, extremadamente necesarios a la hora de reconocer el terreno.
El capitán médico Pablo Llanos, oriundo de la ciudad de
Córdoba, era hijo de un médico de la Fuerza Aérea y además de buen soldado, tenía bien
ganado su reconocimiento como profesional y facultativo competente.
Castagneto
esperaba ansiosamente que el gobernador militar
de las islas, general Mario Benjamín Menéndez, lo llamara para
presentarse el
mismo día de su asunción (7 de abril), pero eso no sucedió. A quien sí
convocaron fue al capitán Frecha a través de un telegrama fechado el día
17, donde se le ordenaba presentarse en Puerto Argentino a la mayor
brevedad
posible. Fue uno de los momentos más felices de su vida porque el aviso
coincidió con el día de su cumpleaños y eso hizo que la sensación de
orgullo y
alegría fuera doble.
Frecha voló a Malvinas el 20 de abril y una vez en las
islas, se lo asignó a la X
Brigada de Infantería para desempeñar funciones de asesor en
materia de misiles antiaéreos. En el continente, mientras tanto, Castagneto y
los suyos seguían impacientes, preguntándose cuando les llegaría la tan
esperada orden de pasar al archipiélago.
La sensación de frustración comenzó a invadir el espíritu
los comandos por resultarles incomprensible que no se los tuviera en cuenta en
una guerra para la cual se habían preparado toda la vida.
Fue por esa razón que decidieron apersonarse en el Estado
Mayor General del Ejército a efectos de apresurar los acontecimientos.
Castagneto y Figueroa expusieron sus planes ante la Jefatura III y el 20
de abril el general José Antonio Vaquero dispuso el despliegue de la Compañía hacia el sur,
paso previo al teatro de operaciones. Sin embargo, una decisión de último
momento vino a empañar la alegría pues en lugar de mandarlos a las islas se los
enviaría a controlar la frontera con Chile.
La gente de Castagneto protestó indignada porque sabía
perfectamente que con los chilenos no iba a suceder nada porque, dada su
naturaleza, jamás iban a atacar y por consiguiente, estarían allí
perdiendo el tiempo, sin entrar en acción.
Pese a ello, el alto mando dio instrucciones de que la Compañía enviase una avanzada de reconocimiento para explorar el terreno y efectuar un
pormenorizado estudio de las posiciones a ocupar. Para ello, Castagneto
planeó un recorrido que incluía las localidades de Comodoro Rivadavia, Río
Gallegos, la frontera con Chile y si le quedaba tiempo, Puerto Argentino, el cual fue aprobado por la superioridad.
Para encarar esa misión seleccionó a los
capitanes Figueroa y Jándula y al efectivo más joven de la unidad, el teniente
Anadón, de 24 años de edad, quien estaría a cargo de las comunicaciones. Anadón
era tucumano y como muchos de sus compañeros, también pertenecía a una familia
de militares.
A cargo de la Compañía en Buenos Aires quedaría el capitán Negretti,
listo para “saltar” al archipiélago ni bien se emitiese la orden.
La avanzada de la Compañía de Comandos 601 partió el 24 de abril, dispuesta a hacer una trampa. Los cuatro efectivos mencionados pasarían
directamente a Malvinas y una vez allí, intentarían convencer al gobernador de
la necesidad de trasladar a toda la unidad y tenerla preparada en caso de
reiniciarse las hostilidades.
En el aeropuerto militar de El Palomar, Castagneto y sus
hombres esperaron todo el día un avión con destino al Atlántico Sur, pero
como no pudieron abordar ninguno, se dirigieron al Aeroparque Metropolitano
“Jorge Newbery” para ver si tenían mejor suerte.
Llegaron
vistiendo uniforme de camuflaje, con sus armas
automáticas y sus mochilas, llamando la atención de pasajeros y
personal de la estación aérea, sin embargo, para no alarmar a quienes
aguardaban los aviones comerciales, se los alojó provisoriamente en el
salón VIP desde donde, al cabo de una hora, se los condujo en automóvil
hasta
un Boeing 727 que partía hacia Comodoro Rivadavia. Al subir a la
aeronave, el pasaje los recibió con aplausos, provocando su sorpresa y
satisfacción.
Estuvieron
en la capital de Chubut a las 18.30 justo cuando el Regimiento de
Infantería 12 iniciaba el cruce a las islas después de su largo
peregrinar.
En
la estación aérea patagónica pudieron notar que todos los
aviones estaban ocupados y por eso recién después de dos horas
consiguieron un Fokker F-27 que despegaba rumbo a Puerto Argentino
llevando equipo y
personal.
Aterrizaron a las 21.10, después de un vuelo sin
contratiempos y lo primero que sintieron al pisar el teatro de operaciones fue
una sensación de profunda emoción la cual alcanzó su punto más alto cuando el
capitán Jándula se inclinó, besó suelo malvinense y se persignó. Como dato curioso, ese mismo
día el mayor Castagneto día debía contraer matrimonio en la lejana Salta.
Los cuatro comandos abordaron un camión del Ejército y por
ese medio llegaron a la capital. Una vez allí, se presentaron a las autoridades
quienes dispusieron su alojamiento en los altillos de Moody Brook, donde
funcionaba el puesto de mando de la X Brigada. Allí se encontraron con el capitán
Frecha y otros oficiales de aspecto desalineado y barbas crecidas que,
llegados de la primera línea, se hallaban en el lugar para reforzar las
defensas de la población. Se notaba mucha desorganización y sobre
todo, un preocupante desconocimiento de lo que se debía hacer pues el
dispositivo defensivo aún no se había completado y para peor, se ignoraba la
verdadera capacidad del enemigo.
Al día siguiente, los británicos atacaron Grytviken y
recuperaron las Georgias. La noticia cayó como una bomba entre las tropas
apostadas en Malvinas y en una Argentina expectante y atenta a los
acontecimientos.
Los
comandos se levantaron temprano, antes del amanecer y se dedicaron a
recorrer la ciudad. El general Menéndez recién los recibió a
las 11.00 y al verlos entrar los trató con mucha cordialidad porque al
haberse
desempeñado en Tucumán durante el Operativo Independencia, sabía de
ellos y su proceder.
En ese momento, el mayor Castagneto le solicitó el traslado de toda la Compañía,
pedido que apoyó incondicionalmente el secretario del gobernador, mayor Carlos
Doglioli por compartir con los recién llegados su preocupación por la excesiva
libertad dada a los kelpers. Mencionaron el riesgo que ello
significaba pues existía la posibilidad de que estuvieran realizando tareas de
inteligencia y por esa razón, recomendaron limitar esa medida y efectuar un
censo de la población civil.
Utilizando una carta geográfica, Castagneto y sus hombres
explicaron como la situación se iba a ir complicando paulatinamente,
convenciendo a Menéndez de trasladar a toda la Compañía para utilizarla
en misiones de exploración.
En vista de la situación y dado que los aviones
Pucará, Aermacchi y Mentor más los helicópteros destacados en misiones de
observación no habían recogido información concluyente, se decidió el paso de los comandos para emplearlos como reserva aeromóvil decisiva.
De
ese modo, fue cursada al Estado Mayor General del Ejército la
orden de traslado y movilización de la Compañía de Comandos. Al mismo
tiempo, se despacharon instrucciones de Castagneto ordenando a sus
oficiales tomar contacto con sus respectivas especialidades, alistar el
equipo y preparar el armamento. Hubo gran regocijo en Campo de Mayo al
conocerse la novedad.
El domingo por la mañana, necesitado de apoyo espiritual, el teniente Anadón fue a escuchar misa a la iglesia católica de Santa María. La feligresía kelper se sobresaltó al verlo ingresar con su puñal y solicitó al párroco su intercesión para que se lo quitase. En vista de los presentes el sacerdote le pidió al comando que dejase el arma fuera pero el argentino se negó terminantemente y entró igual.
Mientras tanto, en Campo de Mayo, el resto de la Compañía se disponía a
pasar al Teatro de Operaciones alistando el material necesario para la campaña
de invierno, a saberse, camisetas, uniformes de camuflaje, borceguíes,
pasamontañas, máscaras antigases, mochilas y cascos.
El armamento de la unidad consistía en fusiles FAL con
culata rebatible de cinco cargas cada uno, pistolas Browning 9 mm de trece tiros,
ametralladoras Sterling, fusiles M-16 de 5,56 mm, ametralladoras
Manlincher 7,62 con mira telescópica, dos ametralladoras MAG 7,62 de 600 y 800
disparos y 11
kilogramos de peso; morteros de 60 mm de 1000 metros de alcance
para transportar al hombro, lanzacohetes Instalaza de origen español de 88,9 mm, proyectiles
antitanque PAF y antipersonales PDEF, municiones y puñales.
Isidoro Ruiz Moreno se refiere a un hecho desconcertante que
tuvo por protagonista al teniente primero Leopoldo Quintana.
El oficial viajaba en su automóvil rumbo a la Escuela de Infantería,
cuando cerca de la media noche pasó por la puerta de la discoteca “New York
City”, en el centro de Buenos Aires. Allí la gente se veía totalmente despreocupada,
pensando solamente en divertirse y pasar un buen momento, riendo y luciendo su
indumentaria sin importarles en lo mas mínimo que en el extremo sur, individuos que
pasaban frío, hambre y diversas privaciones se aprestaban a luchar y morir por
ellos, enfrentando a una de las naciones más poderosas del mundo. Escenas
similares se repetían en otros puntos de la capital y en las principales
ciudades del interior, no así en la Patagonia, más allá de Bahía Blanca, donde la
población vivía compenetrada de los hechos y comprometida con la situación.
Y es que a esa altura de los acontecimientos, pasada la
euforia inicial, el país parecía dividirse en dos; una parte al norte de la
mencionada ciudad, viviendo la guerra como algo lejano y ajeno al trajín
cotidiano y otra al sur, muy comprometida, tomándola como algo grave e
importante. Los continuos alertas, apagones, simulacros de evacuación y la
permanente sensación de que en cualquier momento iba a suceder algo ayudaron a tomar conciencia de esa realidad.
¿Cómo podía la gente desinteresarse tanto? ¿Cómo podía concurrir
a bailes, estadios, cines y lugares de esparcimiento sabiendo que miles de
compatriotas se preparaban para afrontar momentos tremendos como la lucha
cuerpo a cuerpo, los bombardeos aéreos, el cañoneo naval, el frío polar, las
heladas, el hambre y el temor, sabiendo que era muy posible morir de manera
espantosa o quedar mutilados? Ese era el pueblo argentino y esa sigue siendo su
idiosincrasia. Tanto machacar con que para los británicos aquella era una
guerra colonial, un problema distante y la gente de Buenos Aires, como la de
las principales ciudades del interior vivía el problema de la misma manera.
A las 02.00 horas del 26 de abril finalizó el alistamiento. Los comandos se trasladaron al aeropuerto militar de El Palomar y a bordo de un Hércules C-130 que partían a diario a desafiar el bloqueo, se dispusieron a efectuar el cruce a las islas.
Cuando los efectivos abordaban el avión cargando
armas y mochilas, un sacerdote recién llegado de Puerto
Argentino les entregó varios rosarios y escapularios, los cuales fueron muy bien
recibidos.
El Hércules hizo una breve escala en Villa Reynolds, asiento
del Grupo 5 de Caza, donde debía cargar una turbina de avión con destino al
archipiélago y luego siguió rumbo a Comodoro Rivadavia, aterrizando en plena
noche, en medio de una tormenta feroz.
Como se ha dicho, en la principal ciudad de Chubut el
ambiente era muy diferente al de Buenos Aires.
Los comandos pernoctaron en el hall del aeropuerto,
metidos en sus bolsas de dormir después de descargar ellos mismos todo el
equipo, tarea extenuante que les llevó desde las 22.00 hasta las 02.00 del día
siguiente.
Se levantaron a las 10.00 para regresar nuevamente el
Hércules y después de un vuelo de dos horas bajo un cielo límpido y
despejado, alcanzaron a divisar el primer conjunto de islas.
El teniente primero Alonso se encontraba en la cabina del
avión cuando las mismas asomaron en el horizonte; al verlas, sintió un
escalofrío recorrerle el cuerpo pues la vista le hizo tomar conciencia de
que tanto él como su unidad estaban haciendo historia.
Tras un aterrizaje normal, el transporte rodó varios metros
por la carpeta asfáltica y una vez en la cabecera, abrió la rampa trasera por la
cual comenzaron a descender los hombres de Castagneto. Como le había ocurrido a su jefe, los
sorprendió el desorden y la desorganización imperantes en el lugar; se veían
cajas amontonadas por todas partes con hombres yendo y viniendo sin saber bien
que debían hacer.
Los comandos se reencontraron con viejos camaradas de los
regimientos de infantería 4 y 25, entre ellos, el teniente coronel Seineldín, a
quien saludaron efusivamente y le manifestaron estar prontos a marchar
hacia el monte Wall.
Acto seguido, procedieron a cargar su equipo en dos camiones
requisados pero entonces, una discusión con los conductores obligó la presencia de un coronel.
Mientras los choferes esperaban que se resolviese la
situación, apareció un soldado al volante de un Unimog al que detuvieron y obligaron a conducirlos al centro de la ciudad. Según
cuenta Ruiz Moreno, desde una de las cocinas de campaña un cocinero les ofreció
comida, oferta que aceptaron todos siguiendo consejos del teniente primero José M.
Duarte, pues en tiempos de guerra es difícil saber cuando se volverá a presentar esa oportunidad.
Así pasaron junto al RI4 que marchaba a pie hacia sus
posiciones y una hora después llegaron al gimnasio, junto a la iglesia
católica, donde tenía su puesto de
mando la Policía
Militar y se hallaba apostada una batería antiaérea.
El remanente de la unidad se estableció en el Centro Cívico
(Town Hall), asiento de la III Brigada y allí fue donde monseñor Jorge Luis Piccinalli ofició misa y bendijo la bandera de la Compañía,
ceremonia filmada para la
TV por el corresponsal de guerra Eduardo Anibal Rotondo. En la oportunidad, el mayor Castagneto designó abanderado
al teniente Marcelo Anadón, por ser el oficial más joven y como escoltas al
sargento primero Ramón Vergara y al cabo primero Héctor Coronel.
Los comandos dedicaron los primeros días a aclimatarse al
lugar y familiarizarse con el terreno, efectuando largas recorridas por la
población y sus alrededores. El general Menéndez, les asignó funciones
de policía militar, tareas que desempeñarían de manera impecable.
Cumpliendo con esa tarea, llevaron a cabo detenciones, interrogatorios, requisas e inspecciones y pese a que la Compañía había sido
asignada a la III Brigada,
al mando del general Parada, su libertad fue total y sus movimientos completamente independientes.
Para ello dividieron la ciudad en tres secciones, destinando
una patrulla para cada una de ellas. Durante los interrogatorios, el doctor
Llanos hizo las veces de intérprete, notándose que los kelpers respondían a
todo sin poner ningún tipo de traba.
La primera misión de importancia que se les encomendó fue desactivar
el faro de la península de Freycinet (30 de abril), desde donde se podía
orientar a los aviones y las embarcaciones enemigas. Al parecer, según algunas
versiones, el mismo era utilizado con esa finalidad -en horas de la noche- y por
esa razón era imperioso dejarlo inoperable.
Para esa tarea, el mayor Castagneto desplegó tres secciones
asignando a la del teniente primero José Martiniano Duarte
llevar a cabo la operación, efectuar exploración costera desde el aire previo
reconocimiento del establecimiento Estancia House y montar una emboscada en las
tierras de Green Match donde se presumía habían desembarcado comandos
ingleses. Integraban esa sección el teniente Fernando Isidro Alonso como jefe
del grupo de asalto y el capitán José Ramón Negretti como oficial de logística.
La segunda sección, al mando del teniente primero Sergio
Fernández, debía dirigirse al noroeste para reconocer el sector norte de la Gran Malvina, la Isla Borbón y la Isla de los Remolinos y la
tercera, encabezada por el teniente primero Daniel González Deibe, marcharía
rumbo al sudoeste para explorar el poblado de Fitz Roy y sus alrededores.
La
sección del teniente primero Duarte abordó un helicóptero
Bell UH-1H y a las 10.00 partió hacia su destino, sobrevolando lo que
alguna vez fue Puerto Saint Louis o Puerto Soledad, poblado fundado por
los franceses en 1764 y ocupado por los españoles seis años después.
Tras
mantenerse estáticos sobre las ruinas, la
máquina siguió vuelo sobre las costas adyacentes, haciendo
reconocimiento mientras el grupo de Ingenieros colocaba minas. Un trecho
más adelante,
distinguieron la silueta del faro y diez minutos después, se posaron en
sus
inmediaciones, tras corroborar que la zona se hallaba despejada.
Los comandos saltaron a tierra y comenzaron a caminar en dirección a
la torre. Enseguida notaron que el faro funcionaba pero según supieron después, cuadros del RI4 le habían
quitado la batería.
Se hallaban todos concentrados en sus tareas, inspeccionando
el edificio y reconociendo sus alrededores cuando a uno de los efectivos se le
escapó un disparo. Pensando que estaban siendo atacados, sus compañeros se
arrojaron a tierra pero para su alivio, la cosa no pasó de un susto que
motivaría luego, más de una broma.
Finalizada la labor, los comandos treparon nuevamente al
helicóptero y partieron hacia Estancia House, aterrizando dentro de su predio
después de varios minutos de vuelo.
El lugar era un típico establecimiento
rural malvinense compuesto por varias edificaciones, a saberse, la vivienda
principal, habitada por una familia kelper y tres o cuatro galpones, además de corrales, bebederos y otras instalaciones.
Cuando
la aeronave se posó, vieron a algunos hombres trabajando
en el campo. Los comandos se les acercaron cautelosamente y tras
comprobar la ausencia de tropas enemigas, reunieron a los pastores y
procedieron a
interrogarlos.
Los kelpers respondieron todas las preguntas y permanecieron
quietos mientras los soldados revisaban la propiedad.
Encontraron municiones y ropa de combate pero se trataba de
prendas y balas que los marines proveían a los civiles en tiempos de paz, para
su entrenamiento militar. Antes de partir, el teniente primero Duarte ordenó
incautar las municiones y luego abordaron el helicóptero para volar hacia Green
Match, un sector de terreno blando, húmedo y esponjoso donde aterrizaron a las
14.00.
Los comandos saltaron a tierra y echaron a andar. El
sargento primero Ángel Armando Soria, un hombre alto y corpulento, no parecía
tener dificultades para desplazarse por la turba, pese llevar sobre sus
hombros la pesada ametralladora MAG. Por el contrario, el suboficial que
trasportaba las municiones debió ser asistido por el teniente primero Leopoldo
Quintana porque al hundir sus pies en el suelo cenagoso, retrasaba un tanto la
marcha.
En esas condiciones atravesaron los traicioneros ríos de
piedra que abundan en las islas resbalando y cayendo frecuentemente, mojándose
y golpeándose contra las rocas y helándose hasta los huesos al tropezar en la
parte más honda de sus lechos. Anochecía cuando subieron una loma, desde
donde se dominaba todo Green Match, a solo un kilómetro de Puerto Argentino.
Mientas
eso ocurría en la zona de Puerto San Luis, la
sección del teniente Sergio Fernández se desplazaba en camión hasta los
cuarteles de Moody Brook, punto final del pavimento. Veinte minutos
después llegaron a destino hallando otro helicóptero Bell listo para
transportarlos. Lo abordaron presurosamente y despegaron enseguida,
escoltados por dos aparatos similares.
Uno de los objetivos de la misión era neutralizar la radio de alta
frecuencia que los kelpers tenían en la
Isla de los Remolinos.
Volando a baja altura atravesaron la Isla Soledad de este
a oeste, cruzaron el Estrecho de San Carlos un tanto al sur de Punta Roca Blanca
y casi enseguida distinguieron el monte Rosalía y algo más allá, las Seis
Colinas. Por entonces, la flota enemiga se hallaba a solamente 100 kilómetros de
distancia y las posiciones argentinas se encontraban dentro del radio de
acción de los Sea Harrier, motivo por el cual comandos y tripulantes se hallaban
extremadamente tensos en el interior del helicóptero aunque cuidándose muy bien
de mostrarlo.
Al cabo de veinte minutos, los pilotos creyeron distinguir
al norte la silueta gris de una embarcación pero al
aproximarse un poco más resultó ser una saliente rocosa contra la que
golpeaban las olas con no demasiada fuerza.
Sobrevolando la Gran Malvina detectaron un punto
rojo. Recién cuando estuvieron encima pudieron determinar que se trataba de uno
de los globos meteorológicos utilizados por los británicos en tiempos
de paz. Los helicópteros tomaron tierra y los comandos se apoderaron del objeto
después de efectuar de someterlo a una minuciosa inspección.
Ya sobre la
Isla Borbón sobrevolaron el pequeño poblado de Peeble, aterrizando
inmediatamente después en la Estación Aeronaval “Calderón”, asiento de varios Mentor T-34 y el Skyvan de la Prefectura Naval
junto a algunos helicópteros.
Los
Bell procedieron a cargar combustible pero como empezaba
a anochecer los comandos informaron a los pilotos su decisión de
pernoctar en el lugar. Fernández y sus hombres fueron alojados en el
cuarto de oficiales donde extendieron sus bolsas y se dispusieron a
racionar.
Para entonces, las comunicaciones con Puerto Argentino
estaban cortadas, cosa que tenía preocupado a todo el mundo, en especial a los
comandos porque de esa manera quedaban completamente aislados. Tampoco
funcionaba la red telegráfica del Ejército ni la de la Aviación Naval,
algo que agravaba en extremo la situación. Se temía que el enemigo
hubiese iniciado contramedidas electrónicas y hubiese neutralizado
todo tipo de enlaces, barriendo el total de las frecuencias.
La tercera sección, a cargo el teniente primero González Deibe, partió hacia Fitz Roy en horas de la tarde, a bordo de un helicóptero Puma del Ejército. Lo piloteaba el teniente primero Juan Buschiazzo, quien tiempo después, caería en combate. Su misión era efectuar exploración, levantar un censo de la población y una vez finalizada la labor, mantenerse en espera de instrucciones.
Fitz Roy era el tercer conglomerado urbano de las islas
después de Puerto Argentino y Prado del Ganso. Su puerto de gran calado estaba
provisto de un muelle grande y disponía también de una pista de aterrizaje con
cierta inclinación, ideal para operar desde allí con los Harrier si se la
pavimentaba o cubría con planchas de hierro desplegables.
Aterrizaron cerca de las 17.00, a menos de tres kilómetros
del caserío y a escasos metros de un grupo de ingenieros que controlaba el
puente por donde pasaba el camino a Puerto Argentino, al que debían volar si las fuerzas británicas se hacían presentes.
Los comandos echaron pie a tierra y después de preparar el
armamento, iniciaron el avance, González Deibe en primer lugar, secundado por
Juan Elmíger, Alejandro Brizuela y el resto del pelotón.
Elmíger fue destacado hacia un punto señalado por su jefe, para montar un puesto de observación, eso una vez que la patrulla
hiciera un alto para estudiar el terreno y racionar. Eran las 21.30 de una
noche cerrada y el silencio en los alrededores era total.
Elmíger regresó a las 24.00 y después de dar un detalle de
lo visto, la sección reinició el avance efectuando una lenta
aproximación a la población para tomar por sorpresa a sus habitantes y a
posibles efectivos infiltrados. González Deibe llevaba consigo una lista con
los nombres de los integrantes de Defensa Civil y sus jerarquías militares, que
le resultaría de suma utilidad a la hora de efectuar arrestos e
identificaciones.
En lo alto de un cerro instalaron la MAG junto a una pieza antitanque Instalaza y después de dejar un grupo de
vigilancia, procedieron a descansar dentro de sus bolsas de dormir. En esos
momentos llovía intensamente y el frío calaba los huesos.
A las 04.32 de la mañana del 1 de mayo una poderosa explosión despertó a los comandos en Green Match y Fitz Roy.
Se incorporaron sumamente sobresaltados y cuando se asomaron
por sobre las lomas, pudieron observar, uno tras otro, veintisiete fogonazos
seguidos seguidos cada uno por igual número de detonaciones (estas últimas les llegaban con dos segundos de retraso).
Los hombres de Castagneto sintieron vibrar la tierra y
vieron como el cielo nocturno se iluminaba tétricamente en Puerto Argentino. Era el primer
bombardeo de la operación Black Buck, prueba elocuente del reinicio de las hostilidades. Como era de esperar, la crisis desembocaba en tragedia.
Mientras
los hombres de Castagneto comentaban excitados lo
acontecimientos, el radio-operador informó que el silencio de radio era
absoluto en todas las frecuencias y por consiguiente, se hacía imposible
establecer contacto.
Con
las primeras luces del día los Sea Harrier atacaron el
aeropuerto siendo rechazados por las antiaéreas en proximidades de la
pista. Desde sus posiciones, los comandos podían escuchar claramente el
fragor
de la batalla, divisando las negras columnas de humo elevándose desde el
sector ocupado por el RI25. Seineldín y sus hombres estaban soportando
un duro bombardeo, cosa que
corroboró el teniente primero Duarte a través de sus prismáticos.
-Están por desembarcar en Teal Inlet – dijo el oficial
sin dejar de observar.
Acto seguido ordenó un
repliegue hasta el monte Kent para dirigirse desde ese punto a la capital, intuyendo que se los
necesitaría allí.
La sección se puso en
movimiento encabezada por Alonso, con su jefe caminando detrás, siempre a
través del dificultoso terreno de turba.
Durante un alto, Duarte volvió a enfocar con sus lentes de largo alcance y fue
entonces que creyó percibir movimientos.
-¡¡Es el desembarco!! – gritó
- ¡debemos alcanzar la alturas lo antes posible!
Los
soldados echaron a correr
por una pendiente, aferrando sus armas con fuerza y una vez en lo alto,
se
detuvieron para dar tiempo a su jefe de echar una nueva mirada. Duarte
volvió a
apuntar con los binoculares y para su alivio pudo comprobar que el
movimiento detectado anteriormente era en realidad el desplazamiento
presuroso
de un rebaño de ovejas, sobresaltadas por los estallidos. Al escuchar
eso, sus
hombres lanzaron al unísono una fuerte carcajada y eso sirvió para
aliviar
tensiones y hacer una serie de bromas muy bien asimiladas por el
jefe de la sección.
Llovía con intensidad y
comenzaba a caer granizo cuando procedieron a racionar, siempre a la
intemperie, mientras los vientos helados azotaban desde el sur.
En esos momentos, la sección
del teniente primero González Deibe se encontraba acantonada a unos 3000 metros de Fitz
Roy, sobre una altura de 400
metros desde la cual recién a las 06.30 iniciaron el
avance en formación de combate.
Los
soldados entraron al
poblado, lenta y cautelosamente, notando que las casas se hallaban a
obscuras,
sin ningún movimiento ni adentro ni afuera. Una vez frente a la del
administrador, la rodearon lentamente y sin dejar de vigilar los
alrededores,
tomaron ubicación llamando a viva voz ordenaron a sus ocupantes. Los
moradores de la propiedad aparecieron con las manos en alto, sin ofrecer
ningún tipo de
resistencia y con la celeridad del rayo, los comandos se introdujeron en
el
interior, generando la consabida angustia de sus propietarios.
Una vez dentro, el jefe de la
sección corrió hasta el teléfono y llamó a Puerto Argentino. Lo atendió
Negretti cuando la capital era nuevamente bombardeada desde el aire. González
Deibe preguntó si había heridos en la compañía y para su alivio la
respuesta fue negativa. Acto seguido, tomó el teléfono Castagneto y sin más
preámbulos le explicó que no hubo
ningún desembarco y que el
ataque había sido repelido.
-Vénganse inmediatamente para
acá- le ordenó a continuación y tras unas pocas palabras, cortó la
comunicación.
González Deibe procedió a realizar el censo de la población, tarea que le llevó un par de horas. Sus
resultados fueron poco más de un centenar de habitantes de los cuales unos
sesenta estaban en condiciones de empuñar las armas.
Los
comandos confiscaron tres Land Rover y antes de retirarse se apropiaron
de
cuanto rifle, pistola y escopeta encontraron en el lugar. Ningún
malvinenses del cuerpo de defensa local entrenado por los Royal Marines
se ofreció a participar en la lucha; el 2 de abril apenas se presentaron
12 de un total de 90 y con los primeros disparos manifestaron su deseo
de no luchar, agrupando sus armas en el centro del gimnasio que les
servía de cuartel. Mucho menos lo hicieron durante los combates
posteriores al Día "D". Como el resto de la población prefirieron encerrarse en sus casas y ahí permanecieron hasta la retirada de los argentinos.
El trayecto hasta la capital fue lento y complicado a causa del fango, la turba y las irregularidades del terreno. En algunos tramos debieron descender y empujar los vehículos porque sus ruedas se empantanaban y en una de esas ocasiones creyeron distinguir a lo lejos las siluetas de tres buques enemigos que parecían disparar sobre la ciudad.
Cuando la sección de González Deibe regresaba a Puerto
Argentino, el mayor Castagneto abordó un Puma de la Prefectura Naval
y partió en busca del teniente primero Duarte cuya sección se hallaba apostada en Green
Check. Despegaron a las 11.50 escoltados por un Agusta y llegaron quince
minutos después, sin novedad.
Una
vez que la sección estuvo a bordo, Castagneto le dijo a
Duarte que se dirigían a la estancia de un kelper de apellido Pitaluga, a
orillas de la gran bahía Salvador. Al parecer, el sujeto suministraba
información a la Task Force, estableciendo contacto radial con el
“Hermes”.
Según relata Juan Carlos Moreno en su libro Nuestras Malvinas, los Pitaluga eran una de las familias más
antiguas y prestigiosas del archipiélago, establecida allí a mediados del siglo
XVIII2. Su estancia, “Rincón Grande”, era la más extensa y moderna
de las islas y la componían doce edificaciones ubicadas en uno de los lugares
más bellos de la región. Además de la casa principal, es decir, la
residencia de la familia, destacaban varios galpones, establos y construcciones destinadas a los peones.
Los helicópteros se fueron aproximando al establecimiento y
a poco de llegar, se posaron sobre la turba. Con los rotores en marcha, los comandos echaron pie a
tierra y procedieron a cercar la residencia tratando de impedir cualquier
intento de fuga.
Lo primero que observaron fue un helicóptero Sikorsky
desprovisto de aletas, arrumbado cerca de un tinglado y algo más allá, tractores y
más vehículos, prueba de que los dueños eran, realmente, gente de buena
posición.
Se presumía que había efectivos enemigos en el lugar y por
esa razón, se adoptaron todos los recaudos para entrar en combate, el primero
de ellos, encomendarle al escalón del teniente Leopoldo Quiroga tomar ubicación
en unas elevaciones cercanas para proveer cobertura.
Castagneto le ordenó al teniente Alonso que él y su gente
se acercasen al edificio principal en tanto el resto de la
sección ocupaba puestos de combate.
Cuando la casa estuvo completamente rodeada, el capitán
Jándula se adelantó hasta la puerta trasera y la abrió de una patada, permitiendo
a los comandos abalanzarse en su interior, tomando por sorpresa a la
familia.
Sin dejar de apuntar a los propietarios, el teniente Alonso
impartió una serie de indicaciones, la principal, efectuar un minucioso
registro de la propiedad, sin ninguna duda la construcción más
confortable que habían visto desde su llegada a las islas, después de la
residencia del gobernador. Tenía un jardín muy bien cuidado y en la costa un muelle con una lancha amarrada.
Durante el registro apareció lo que estaban buscando: la
radio de largo alcance con la que, el dueño de casa mantenía contacto
con la flota. En vista de ello, Castagneto procedió a interrogar a cada uno de
los miembros de la familia, empezando por el mismísimo Pitaluga, un kelper
alto, apuesto y sumamente educado, de no más de cuarenta y cinco años de edad,
que se ofreció a responder todas las preguntas. Por el contrario, su esposa,
era poco agraciada y bastante desagradable, contraste que llamó la atención de
los recién llegados.
El malvinense reconoció haber establecido contacto con el
“Hermes” pero aseguró que no fue para pasar información sino para hacerle
llegar al gobernador Menéndez una propuesta de rendición incondicional del
almirante Woodward. Además agregó, como si estuviera realmente convencido, que
como ciudadano británico podía hablar con su gente cuando lo quisiera, afirmación
que asombró a sus interlocutores por lo superficial e ingenua.
Los comandos procedieron a confiscar el aparato y mientras
el cabo primero Miguel Ángel Rivero se dedicaba a desarmarlo pieza por pieza,
el hijo de Pitaluga, un muchacho alto, de unos 17 años de edad, recriminó en perfecto español a los argentinos (y hasta con acento rioplatense por haber estudiado en Córdoba), acusándolos de invasores y recalcándoles que las islas le
pertenecían a ellos, los malvinenses y, por consiguiente, eran legítimamente británicas.
En tono irónico, Jándula le preguntó porque, siendo “tan británico”, había ido
a estudiar a la Argentina
y no a Inglaterra, dejando al muchacho vacío de argumentos.
-Yo con mi vida, hago lo que quiero -respondió.
-Yo con mi vida, hago lo que quiero -respondió.
Por orden de Castagneto, Pitaluga fue detenido y conducido a Puerto Argentino. Al escuchar eso, su mujer se asustó mucho y el hijo, casi con lágrimas en los ojos, volvió a acusara los efectivos de invasores. Minutos después, la sección abordó los helicópteros y puso rumbo a la capital llevando consigo al prisionero.
Mientras eso ocurría en “Rincón Grande”, la segunda sección
al mando del teniente primero Fernández permanecía aislada en la Isla Borbón, sin
contacto radial. A las 06.00 un suboficial radio-operador ingresó corriendo en el
cuarto de oficiales para anunciarle a su jefe que Puerto Argentino estaba
siendo bombardeado y que la pista del aeropuerto parecía haber sido destruida.
Fernández se incorporó rápidamente y como no podía hacer
otra cosa, ordenó a sus hombres alistarse para seguir adelante con la misión.
Cuando su reloj señalaba las 08.00, abordaron un helicóptero Bell y
poco después dejaban atrás la
Gran Malvina en dirección a la isla Remolinos, sobrevolando
las bahías Goulding y San Francisco de Paula a 180 km. de velocidad y un
metro y medio de altura.
Cuidándose de pasar lo más lejos posible del establecimiento
Dunbar, alcanzaron el extremo oeste de península y con las primeras luces, cruzaron a la mencionada
isla. En ese momento, un albatros que levantó vuelo
asustado se estrelló contra el parabrisas de la aeronave obligando a su
piloto, el teniente Arturo Jardel, a sujetar con fuerza los mandos para no
perder el control.
El aparato aterrizó sobre una hondonada, a 500 metros de un
establecimiento rural compuesto por una vivienda principal, algunos galpones y
unas pocas edificaciones costeras y una vez seguros, los comandos saltaron a
tierra. Cubiertos por la sección del teniente primero Fernando R. García Pinasco, apostada detrás, se acercaron muy cautelosamente al grupo de edificios.
Tal como ocurrió en lo de Pitaluga, al llegar a la
vivienda tomaron posiciones y les ordenaron a sus moradores salir con las manos
en alto.
Con los efectivos apuntando hacia la entrada, la puerta se
abrió y a través de ella salieron tres kelpers muy asustados, el propietario,
un individuo de apellido Napier y dos mujeres, una de ellas su esposa y la otra
su cuñada.
Los argentinos ingresaron en la propiedad y comenzaron a revisar su
interior sin la menor objeción por parte de sus moradores. Napier era el dueño de la isla y se dedicaba a la cría de
ganado ovino, tal como lo hacía su familia desde 1860. Poseía además
un moderno velero amarrado a uno de los muelles y una embarcación más
antigua dotada de un obsoleto equipo de comunicaciones, inadecuado
para establecer enlace con las unidades navales enemigas.
La requisa no arrojó resultados pues apenas hallaron un
viejo fusil Enfield de la
Segunda Guerra Mundial, una escopeta de caza y un segundo
transmisor, bastante moderno en este caso pero de poco alcance.
Los comandos procedieron a incautar todo el material,
incluyendo la radio del barco y lo llevaron hasta el helicóptero desoyendo las
protestas de las mujeres quienes trataban de explicarles que sin esos aparatos
quedarían completamente aislados e imposibilitados de solicitar asistencia
médica en caso de necesitarla. De todas maneras, esos kelper fueron de lo más agradables y estando los soldados a punto de
retirarse con el material incautado, les convidaron café, algo que aquellos
aceptaron de muy buena gana.
Mientras los argentinos bebían, los malvinenses entablaron
una amable conversación. Napier dijo haber nacido ahí mismo y las
mujeres sostuvieron con firmeza, aunque con mucha educación, lamentar profundamente la guerra pero que aquello era territorio
británico y las islas les pertenecían a quienes las habitaban desde hacía
tantas generaciones. Pese a la discrepancia, los ocho hombres de la
sección se alejaron en dirección al helicóptero, deseándoles
suerte.
Regresaron a la Isla Borbón al mediodía, con los tanques de
combustible casi agotados. Ni bien se posaron, los Mentor
del teniente Pereyra comenzaron a carretear para atacar a un helicóptero que merodeaba en las
cercanías y enfrentarse a los mismísimos Sea Harrier en el el
primer encuentro aéreo de la contienda (Ver capítulo "1 de mayo. Continúa la batalla").
Una vez en la Estación Aeronaval “Calderón”, los hombres del
teniente primero Fernández se pusieron al tanto de lo acaecido
durante su ausencia y mientras lo hacían, el operador de radio estableció
comunicación directa con Río Grande, novedad que les permitió recibir varios
alertas de ataques aéreos con bastante anticipación.
Ese día, por la tarde, llegaron dos Pucará provenientes de
Darwin, cuyos pilotos informaron sobre los bombardeos a la BAM “Cóndor”, incluyendo la
muerte del teniente Daniel Jukic y todos sus asistentes. Dieron cuenta,
además, de la presencia enemiga en cercanías de San Carlos, de la posible
infiltración de elementos del SAS y SBS y otros detalles que sumieron en
preocupación a los integrantes de la 601 y al personal de la estación.
Cerca de las 16.30 horas, comandos, pilotos y efectivos
fueron testigos del combate aéreo entre los Mirages del capitán García Cuerva y
el teniente Perona y dos Sea Harrier el Escuadrón 801. La guerra se había
desatado en toda su intensidad y nada perecía detenerla.
Un
análisis no demasiado exhaustivo permitió determinar que tras el
bombardeo a los aeródromos de las islas, el próximo objetivo iba a ser la Estación
Aeronaval y que el mismo iba a ser en breve. En vista de ello, el teniente
primero García Pinasco pronunció aquellas proféticas palabras que quedarían
grabadas en los oídos de sus subordinados por mucho tiempo: “Esto no va a terminar hasta que corra mucha
sangre”3.
Siguiendo el relato de Isidoro Ruiz Moreno, antes de
regresar a Puerto Argentino el teniente primero Fernández decidió cruzar a la Gran Malvina
para
continuar explorando y reconociendo el terreno. Su sección se puso en
movimiento un par de horas después, en plena noche, bajo la llovía y con
temperaturas que oscilaban
entre los 20º y los 25º bajo cero.
Aterrizaron
en una zona desértica, a mitad de camino entre
la isla Borbón y Puerto Howard, donde pasaron el resto de la noche.
Recién a las 07.00 Anadón logró sintonizar la
radio y escuchar noticias procedentes de Buenos Aires. A través de las
mismas,
supieron de los combates aéreos, los duelos de artillería y los intentos
por hallar una solución pacífica a la disputa. En ese sentido,
las organizaciones internacionales y los representantes de varios
gobiernos se
movían aceleradamente, acuciados por el incremento de la violencia y lo
grave de la situación. De todas maneras, los efectivos de la 601
siguieron
adelante con los procedimientos, intentando dar
con elementos infiltrados o algún indicio de su presencia.
A las 14.00 horas del 1 de mayo, la sección del teniente primero Fernández llegó a Puerto Argentino y una vez en el gimnasio que les servía de cuartel, procedió a limpiar el armamento y descansar. Fue allí, distendidos y algo más relajados, donde los comandos decidieron reemplazar sus cascos de acero por las mucho más cómodas gorras de lana negra y las boinas verdes.
En la madrugada del día 2, un helicóptero Agusta exploró la
región de San Carlos y poco después, otros tres cruzaron por el punto más
angosto del estrecho, volando a baja altura a intervalos de cinco minutos uno
de otro.
En Moody Brook, mientras tanto, la sección del teniente
primero Duarte esperaba el mejoramiento de las condiciones climáticas para embarcar en los
helicópteros y volar hacia un punto situado al sur de la península de Murrell,
en cuyas playas se habían detectado movimientos sospechosos.
La
avanzada llegó al lugar después de un vuelo de veinte
minutos y tras saltar a tierra, comenzó una minuciosa búsqueda cuyos
resultados fueron el hallazgo de un bote inflable en posición invertida
sobre la
arena y elementos menores.
En vista e ello, el teniente Duarte organizó dos escalones, ordenándole al primero (apoyo) tomar posiciones en las
alturas cercanas y al segundo (asalto) iniciar la aproximación al gomón.
Cuando el teniente Fernández Alonso llegó hasta el bote, un
grito del sargento ayudante Francisco Altamirano lo hizo detener. El suboficial
lo previno sobre la posibilidad de que el enemigo hubiera colocado una trampa
cazabobos y en vista de ello, se arrojaron ambos a tierra para acercarse a la
rastra y ver si había algo debajo.
Al llegar, descubrieron otros objetos en su
interior y eso hacía factible que fueran explosivos. Por tal motivo, decidieron
pasar una soga por las agarraderas y luego tirar fuerte hacia atrás, para ver si ocurría algo.
Así lo hicieron y para su alivio, nada sucedió. Se
incorporaron adoptando las precauciones del caso y procedieron a dar vuelta el
bote, descubriendo un motor de 45 HP con combustible en su tanque, tres
salvavidas con la inscripción “Hermes”, una campera de cuerina, envases vacíos
de leche y cuerdas.
Se trataba de una lancha de goma del tipo Zodiac para una
dotación de ocho hombres, que pertenecía, sin ninguna duda, a un escuadrón del
SBS, cuyos integrantes debieron haberse mimetizado entre la población civil.
Nada de eso pareció impresionar al personal de la Estación; la noticia del hundimiento del “General Belgrano” lo había sumido en profundo pesar, lo mismo al resto de la guarnición argentina y así permanecieron hasta el 4 de mayo, cuando el impacto en el
“Sheffield” pareció mitigar en parte (una parte muy ínfima) aquella sensación.
La actividad de los comandos durante los primeros días de
mayo fue realmente intensa, con numerosas misiones de exploración y patrulla
tendientes a detectar presencia enemiga y posibles desembarcos.
Una de aquellas recorridas tuvo por destino las islas
Tussac, al norte de Puerto Argentino, frente a la península Freyssinet, donde todo
parecía indicar que se dirigían los bombardeos.
Los
comandos se encaminaron hacia el lugar y regresaron sin
haber encontrado nada aunque negros de hollín de pies a cabeza por el
bombardeo con napalm al que fueron sometidas en la primera quincena de
abril. Algo más tarde,
procedieron a inspeccionar las posiciones ocupadas por los regimientos de
infantería 4, 3 y 25 y después abordaron la lancha patrullera “Río
Iguazú” para recorrer la Bahía
de Aceite con el objeto de brindar cobertura desde allí.
La
misión tuvo lugar en horas de la noche, cuando seis
hombres al mando del teniente García Pinasco (la mitad de la 2ª Sección)
se ubicaron en el guardacostas llevando consigo un cohete antitanque
Instalaza de 88,9 mm, una MAG y un
mortero de 60 mm.
Las órdenes eran precisas, debían explorar el litoral norte de la Isla Soledad y
recorrer la península de San Luis porque se tenían indicios de que por ese
sector se habían infiltrado comandos del SAS y el SBS.
La
lancha navegó sobre las aguas de un mar embravecido, sorteando las olas
que batían la zona mientras en su interior los hombres del
Ejército sufrían mareos y descomposturas. Para su fortuna, los marinos
disponían de pastillas especiales y eso les devolvió la compostura.
La patrulla no arrojó resultados, sin embargo, hallándose García Pinasco observando la costa con sus lentes de visión nocturna,
creyó detectar movimientos.
Los hombres abrieron fuego batiendo la playa tanto con la
ametralladora pesada y el mortero como con sus armas livianas, sin que se
produjera respuesta; llegado el amanecer, emprendieron el regreso a Puerto
Argentino sin saber si realmente acababan de rechazar un nuevo intento de infiltración.
Los comandos encontraron a Castagneto sumamente alterado con
los altos mandos pues a su entender, sus hombres estaban siendo utilizados
en tareas elementales y no en el tipo de misiones para las que habían sido
entrenados. Por esa razón, faenas como las realizadas con la “Río Iguazú” se
suspendieron definitivamente.
La primera oportunidad pareció llegar el 4 de mayo por la
mañana, cuando el mayor Doglioli, ayudante del gobernador, le hizo saber al
jefe de los comandos que el puesto de mando del general Menéndez iba a ser
atacado. Por tal motivo, se decidió el traslado de su cuartel general
desde Stanley House, sobre el 25 de la costanera Ross Road, hasta la Secretaría de Gobierno
y para ello, los efectivos de la
Compañía 601 deberían proveer cobertura. Se estimaba que ese
ataque se iba a llevar a cabo alrededor de las 21.00 y por esa razón, se
debería hacer el desplazamiento lo más rápidamente posible.
Mientras el estado mayor del gobernador procedía a ocupar el
sólido edificio de piedra y dos plantas, Castagneto volvió a protestar por
considerar la tarea asignada impropia de comandos, argumentando con
razón, que para eso sobraban tropas regulares. Además, la 1ª Sección del
teniente Duarte se hallaba en una misión fuera de la ciudad y a raíz de ello la
unidad se encontraba debilitaba.
El mayor Doglioli, amigo personal de Castagneto, le explicó
con cierta firmeza que tenía datos sumamente precisos y sobre un ataque a realizarse esa noche.
Dudando de la veracidad de esos informes, Castagneto
organizó una suerte de “guardia pretoriana” con elementos de las secciones de
Fernández y González Deibe, para cubrir el traslado del gobernador a su
nuevo destino.
Para
asombro de los comandos, lo que debió ser una mudanza
casi secreta fue, al mejor estilo argentino, una acción al descubierto,
en
el más completo desorden, a la vista de todo el mundo, especialmente de
los
kelpers, con órdenes a viva voz y gente desplazándose desorientada
llevando objetos y cajas hasta los camiones y otras unidades móviles que
esperaban en la calle.
¿Qué
hubiera ocurrido si los tan temidos “elementos
infiltrados” hubiesen registrado la operación? ¿Nadie pensó en los
malvinenses? ¿Podían ser ellos quienes pasaban esa información?
Las horas transcurrían y al caer la noche, los hombres de
Castagneto se hallaban apostados en torno a la Secretaría de Gobierno,
atentos al menor movimiento. Fue en esas circunstancias cuando tal como lo adelantara Doglioli, a las
21.00 se inició un tiroteo con
disparos intermitentes que parecían provenir de diferentes puntos, especialmente la parte posterior de la Casa de Gobierno.
Los argentinos respondieron con fuego graneado, apuntando en
dirección a la residencia y a Wireless Ridge (Colina de la Radio), donde se hallaba
estacionado el Regimiento de Infantería 7. La bahía se iluminó con las trazadoras
y a los pocos minutos, los arbustos secos que rodeaban el monumento de la
batalla naval de las Islas Malvinas en la Primera Guerra
Mundial, comenzaron a arder, desatando un incendio de consideración.
Los comandos disparaban con decisión, respondiendo el
intenso fuego generado por elementos desconocidos y así lo hicieron durante
una hora hasta que, pasadas las 22.00, el combate finalizó. Nadie resultó
herido pero quedó latente la sensación de que efectivamente, el enemigo había infiltrado fuerzas
especiales y que Menéndez era un inepto, el típico general de escritorio al mostrar abiertamente su cambio de posición.
A
las 05.00 de la mañana, se produjo el segundo bombardeo de
los Vulcan, con los mismos resultados del anterior. Durante la noche, se
montó
un nuevo operativo a cargo de los capitanes Frecha, Figueroa, Jándula,
Llanos y
Negretti, cuyo objetivo era el mercado de West Store (Mercado del Oeste)
donde
se presuponía se movían efectivos británicos mimetizados entre la
población. Como bien explica Ruiz Moreno, numerosos civiles se
refugiaban allí buscando amparse de los bombardeos nocturnos ya que el
edificio,
construido en piedra, era extremadamente sólido y su techo ostentaba la
inscripción “Defensa Civil”.
Los comandos rodearon la construcción y protegidos por la
obscuridad se asomaron por las ventanas justo
cuando alguien en el interior apagaba las luces.
Los hombres de la 601 comprobaron que desde ese lugar era
sumamente fácil seguir los desplazamientos de las tropas y por esa razón decidieron proceder.
Para informar la novedad, el capitán Figueroa sacó su equipo
de radio y tras establecer comunicación y dar cuenta de lo ocurrido, recibió la escueta orden de esperar.
En plena noche y torturados por el frío, los efectivos
argentinos aguardaban agazapados, observando permanentemente el mercado hasta
que, de pronto, un disparo solitario pegó muy cerca de donde se encontraba
ubicado el capitán Jándula. Pese a la sorpresa, el oficial supo mantener el
aplomo y permaneció quieto en su lugar aunque sin poder evitar una imprecación.
Los disparos aislados se tornaron frecuentes en la ciudad, sobre todo
de noche y eran, por lo general, producto de conscriptos nerviosos que
reaccionaban ante cualquier movimiento extraño. Sin embargo, había otros,
ocasionados por efectivos infiltrados, que darían origen a la infundada versión
de que los propios malvinenses abrían fuego contra las tropas
ocupantes.
Amanecía cuando llegó al lugar el mayor Castagneto decidido
a ingresar en el interior del edificio.
Y así ocurrió. A una orden suya, los comandos se
incorporaron y se abalanzaron con suma brusquedad sobre los accesos,
sobresaltando a los kelpers que dormían en el interior.
Los argentinos irrumpieron a los gritos, apuntando a los
temblorosos malvinenses con sus armas, generando su consabido temor e
incertidumbre. Se los obligó a formar una hilera con las manos en alto, de cara
contra la pared y se procedió a revisarlos, no sin cierta brusquedad. Los
pobres individuos estaban realmente asustados y nada dijeron al ser sometidos a tan riguroso control.
Los
hombres de Castagneto no hallaron nada porque simplemente se trató de
una falsa alarma. Por esa razón, cuando se retiraron, los pobladores
fueron corriendo hasta el despacho del comodoro Carlos
Bloomer Reeves, con quien tenían muy buenas relaciones y le presentaron
su
queja.
El 5 de mayo fue un día especial para los comandos porque el propio gobernador militar les encomendó una misión de alto riesgo. Debían explorar la Isla de los Leones Marinos, al sudeste de la península de Lafonia, donde aviones de exploración propios habían detectado lo que parecían ser antenas y radares. Al parecer, la Fuerza de Tareas británica utilizaba esos elementos para orientar un desembarco intermedio de pertrechos, tropas y helicópteros y por esa razón, era imperioso neutralizarlos.
Se trataba en verdad de una tarea sumamente arriesgada pues la
isla se encontraba dentro del radio de acción de los Harrier y las unidades de
superficie enemigas y podía ser batida con facilidad.
Fue una vez más la sección del teniente primero Duarte la seleccionada para llevar a cabo la tarea aunque esta vez, su jefe
manifestó ciertos reparos por considerar que las posibilidades de sus
hombres iban a ser nulas. A su entender, veinte efectivos solos no podrían con
toda la flota y por esa razón resultaba imperioso planificar mejor la operación. Según
cuenta Ruiz Moreno, al escuchar esas palabras a alguien le parecieron ideales para el título de una película bélica: “Veinte hombres contra la
flota”.
Era
realmente una misión suicida que implicaría
la muerte de toda la sección en caso de establecerse contacto con las
fuerzas
enemigas. Pero el mayor Castagneto insistió pues el alto mando ya había
impartido la orden y no había más que discutir. Y para aumentar la
sensación de abandono, desde el continente se informó que dadas las
condiciones climáticas, los aviones destinados a brindar protección, no
iban a poder operar.
Duarte no dijo más. “A
ver si después de todo, piensan que tengo miedo”, pensó4.
En cumplimento de las órdenes recibidas, alistó su equipo y cuando los relojes daban las 06.00 abordó un
helicóptero Puma y después de esperar que el viento y la lluvia amainasen, despegó
con su sección, escoltado por un Agusta.
Integraban el grupo, además de Duarte, los capitanes Frecha
y Llanos y los suboficiales Quintana, Alonso, Ríos, Moreno, Cálgaro,
Altamirano, Rivero, Vera, Contreras, Pichihuelches, Tunini y los dos Gómez.
Aquella misma noche una lancha patrullera de la PNA partió hacia el
mismo destino5, llevando a bordo a un escuadrón de comandos anfibios
de la Armada
quienes debía operar como avanzada en lo que sería la primera operación conjunta
de las fuerzas argentinas6.
Los helicópteros volaban a escasos cinco
metros de un mar encrespado, separados a una distancia de 150 metros
uno de otro, llevando en su interior a los comandos, con sus trajes de
camuflaje y sus rostros
embadurnados de betún. Viajaban sin pronunciar palabra, sujetando sus
armas con firmeza, intentando minimizar la tensión y el nerviosismo
propio de las misiones de alto
riesgo.
Sus
pares de la marina los precedían en la
patrullera, intentando alcanzar antes el objetivo, al que llegaron
después de bordear la costa oriental de la isla Soledad, dejando a su
derecha
Fitz Roy, Bahía Agradable y la gran desembocadura del seno Choiseul. A
la altura de la bahía de los Abrigos, pusieron proa al sur y
con mucha cautela -debido al mal tiempo-, se adentraron en aguas
abiertas.
Una
vez frente a la isla principal, abordaron
los botes inflables y comenzaron a remar hacia la costa, siempre al
amparo de
la obscuridad. Ellos también llevaban los rostros ennegrecidos, vestían
completamente de negro y cubrían sus cabezas con gorros de lana del
mismo color.
Ni bien tocaron la playa, saltaron al agua y arrastraron las balsas para depositarlas
sobre la arena y el pedregullo. Con mucha
previsión subieron las barrancas rocosas y una vez en lo alto comenzaron
a
aproximarse lentamente al establecimiento. Su indumentaria y su
apariencia habrían aterrorizado a cualquiera, más sabiendo a esos
hombres dispuestos a abrir fuego.
Deslizándose agazapados a través del terreno, llegaron a la
edificación principal y tras una minuciosa inspección, pudieron determinar que
no había nadie. Aparentemente el islote estaba deshabitado.
En esos momentos, en otro lugar, el teniente primero Duarte
le indicaba al Agusta que los sobrepasase para ametrallar cualquier movimiento
sospechoso.
Ruiz Moreno describe el establecimiento de la isla principal
ocupando el total del promontorio, cuyas costas se hallaban
pobladas por gran número de elefantes marinos y una inmensa variedad de aves.
Cerca de la casa, que era el edificio más próximo al litoral por el noreste,
pastaban tranquilamente ovejas, vacas y caballos de muy buena calidad y algo
más al sur se alzaban galpones, depósitos y más casas.
La sección de Duarte aterrizó cerca de la propiedad y ni
bien pisó tierra, se unió a sus pares navales para seguir explorando. Cuando
echaron andar, comprobaron que la puerta de la viviendas principal se hallaba
abierta y que nada se movía a su alrededor. Con mucha precaución la rodearon e
inmediatamente después varios hombres se lanzaron al interior.
El
lugar parecía haber sido abandonado recientemente; en la vivienda
encontraron una videocassetera conectada a un televisor, uniformes
británicos, dos fusiles
y un equipo de radio. Afuera hallaron un pozo de zorro y trincheras y
cerca
de allí, un Land Rover y una lancha con su motor fuera de borda. Lo más
llamativo fueron los numerosos tambores de combustible y las balizas
apiladas
cerca de uno de los galpones, prueba de que los británicos
planeaban acondicionar el lugar para operar con sus helicópteros desde allí.
A media mañana, la isla había sido completamente
explorada, lo mismo varios de los islotes cercanos, razón por la cual, después
de comprobar que el área estaba deshabitada, los efectivos subieron a la lancha, otros a las
aeronaves y emprendieron el regreso.
Durante el vuelo, se recibió una comunicación desde Puerto
Argentino dando cuenta de un avión argentino derribado en la Isla de Bougainville, al este
de Lafonia, ordenándoles dirigirse allí para investigar.
Los helicópteros viraron hacia ese punto y al llegar, aterrizaron
cerca de unas elevaciones bajas, al noroeste de la isla, comprobando que buena
parte del terreno ardía y que los restos del aparato se hallaban dispersos por
doquier.
Como
la búsqueda no arrojó resultados, decidieron
trasladarse al establecimiento Lively para interrogar a sus moradores.
Se
encontraron con gente amable, que los trató con mucha cortesía y hasta
les manifestaron su deseo de ver a Gran Bretaña derrotada (seguramente
intentando congraciarse con los recién llegados)7.
Los
malvinenses dijeron haber presenciado el combate
aéreo y creían que el avión británico que había derribado al caza
argentino
también fue alcanzado. Ruiz Moreno especula sobre aquellos kelpers,
alejados de sus connacionales, abandonados a su suerte e incluso
olvidados. Los isleños manifestaron estar desabastecidos y hasta pasar
hambre y por esa
razón, los comandos les dejaron parte de sus raciones.
Los pobladores de Lively despidieron a los “visitantes” con
calurosas muestras de afecto, estrechando sus manos, palmeándolos y agitando
sus brazos en señal de saludo. Incluso cuando los helicópteros se elevaron,
comenzaron a aplaudir.
Para tener una idea de lo riesgos de la
operación, el autor de Comandos en Acción
recuerda que tres días después de aquella patrulla (9 de mayo), fue hundido en
aguas próximas a la Isla
de los Elefantes Marinos el pesquero “Narwal” y que un helicóptero del
Ejército despachado en su rescate, fue abatido por las fuerzas enemigas
pereciendo sus tres tripulantes.
Otra de las misiones que llevaron a cabo los comandos fue el reconocimiento de las inmediaciones del puente Murrel, sobre el río homónimo.
La misión fue encomendada al capitán Frecha y el teniente
primero Fernández, quienes partieron de Puerto Argentino a las 10.00 a
bordo de sendas motos tipo motocross, tomando el camino a monte Kent, bajo un cielo plomizo, azotados por una helada
llovizna. Siete horas después (17.00) se encontraban en el puesto de mando del
mayor Oscar Jaimet, jefe del Regimiento de Infantería 6, donde se comunicaron
por radio con el mayor Castagneto para informarle que pasarían la noche allí
porque la niebla era sumamente espesa y no les permitía continuar (apenas se podía
ver a dos o tres metros de distancia).
Conversando
con Jaimet comieron una ración en caliente y
hasta disfrutaron de un poco de licor que el jefe del regimiento les
convidó antes de retirarse a dormir a una de las carpas especialmente
acondicionadas para ellos.
A las 01.00 horas la zona comenzó a ser batida por el cañoneo
naval. Frecha y Fernández se incorporaron y buscaron cobertura junto a los
soldados que abandonaban sus bolsas de dormir para ocupar puestos de combate.
El tronar de las explosiones se prolongó hasta la mañana
siguiente, cuando la fragata se alejó en dirección este, buscando el amparo del
mar abierto.
Muy
temprano en la mañana, con las primeras luces del día,
después de una noche realmente espantosa, los oficiales reanudaron la
marcha, decididos a continuar la exploración ya que además de relevar el
terreno, debían determinar una posición para instalar una batería
antiaérea, idea con la
que Jaimet había estado completamente de acuerdo.
Los comandos llegaron al lugar y a las 12.00, después de
recorrerlo y estudiarlo detenidamente, emprendieron el regreso, convencidos de
haber cumplido la misión. Lejos de allí, a bordo del “Fearless”, los
británicos analizaban las cartas de ese mismo lugar para efectuar el desembarco.
El alto mando argentino consideraba a la bahía de San
Carlos uno de los puntos en los que las fuerzas británicas intentarían la
operación y suponiendo que hubiesen desembarcado unidades del SAS y el SBS para hacer
reconocimiento, decidió enviar hacia allí a varios efectivos con la intención
de neutralizarlos.
Después de una breve deliberación con el gobernador y su plana
mayor, se determinó que las secciones 1 y 2 de la Compañía
de Comandos 601
avanzasen sobre el Establecimiento San Carlos en tanto la 3 haría lo
propio en Puerto San Carlos que, como se recordará, era otra localidad,
separada de aquella
por un brazo de mar que daba forma a la gran bahía, sobre la
desembocadura del río homónimo8.
Debían explorar los alrededores, así como cada vivienda en
ambos poblados, levantar un censo y estudiar la posibilidad de montar una
batería antiaérea en algún punto de la región. Cumplida la misión,
serían reemplazados por una compañía de infantería.
El mayor Castagneto reclamó para sí la mayor cantidad de
helicópteros dado que la operación iba a movilizar a toda la Compañía, petición a la
que el general Parada primero se negó pero, tras una breve discusión, aceptó,
poniendo a su disposición cinco unidades.
Con las primeras luces del 12 de mayo, los helicópteros se
elevaron y se dirigieron al oeste pero el pésimo estado del tiempo les impidió
seguir avanzando. La misión fue pospuesta para el día siguiente, cuando dos
Bell UH-1H, dos Puma y un Agusta de ataque como escolta y protección
despegaron de Moody Brook transportando a los comandos a bordo.
Tras un vuelo rasante sobre los campos de turba y las
elevaciones centrales de la
Isla Soledad, las dos primeras secciones aterrizaron a 500 metros
del
Establecimiento San Carlos, depositando en primer lugar al grupo de
emboscada del capitán Frecha, provistos de un lanzador de misiles Blow
Pipe.
Los efectivos avanzaron hacia el caserío con mucha
precaución y al llegar a sus primeras edificaciones, procedieron a efectuar una
minuciosa revisión, casa por casa según se dijo, siguiendo después por los alrededores. Para
su alivio y desazón, no encontraron nada, salvo unas latas de raciones
militares esparcidas a 600
metros del pueblo, que atribuyeron a desperdicios
anteriores a la guerra, dejados allí por los royal marines de la guarnición
permanente de las islas.
En una de las alturas circundantes, los comandos creyeron
distinguir lo que parecía ser una antena de radar y por esa razón decidieron
enviar al Agusta con algunos hombres de la segunda sección.
El pelotón aterrizó en las inmediaciones del objetivo a las órdenes del teniente primero García Pinasco y una vez allí, pudo
comprobar que, en efecto, se trataba de una antena en forma de torre utilizada
por los kelpers para comunicarse con la capital y las localidades del interior a
través de sus aparatos de radio.
Uno de los edificios que atrajo su atención fue la planta frigorífica de Bahía Ajax abandonada muchos años atrás, una construcción de proporciones, ideal para el refugio y alojamiento de las
tropas. El helicóptero la sobrevoló lentamente, comprobando que se
hallaba deshabitada y con signos de haberse incendiado mucho antes de la
guerra.
La herrumbre delataba lo añejo del inmueble y el estado de
completo abandono de su estructura, destacando el elevado número de tambores de
combustible apilados en el exterior.
El helicóptero giró y se alejó de aquel sitio desolado; en su
interior, García Pinasco meditaba preocupado, convencido de que deberían haber
descendido para explorar; el sitio era ideal para alojar un batallón
completo con su plana mayor e incluso y representaba un a amenaza para el dispositivo argentino.
Mientras volaban de regreso, distinguieron una casa aislada en medio del campo a la cual resolvieron reconocer. La aeronave
argentina se posó sobre la turba, a cierta distancia de la vivienda y los
efectivos de la 601 saltaron a tierra para aproximarse con mucha cautela.
Los hombres del Ejército entraron en ella notando que casi
no tenía mobiliario aunque en la cocina, guardados en la alacena, había
víveres como para una docena de hombres. Los recogieron a todos y tras una
última inspección, regresaron al helicóptero.
En San Carlos, los kelpers les explicaron que efectivamente, el alimento encontrado pertenecía
a los royal marines y se encontraba allí desde antes
de la invasión.
Ya de noche, una vez establecidos los puestos de guardia, se disponían a pernoctar cuando ocurrió algo que nadie esperaba: los
pilotos de los helicópteros le dijeron a Castagneto que regresaban a Puerto
Argentino porque su jefe, el teniente coronel Carlos Washington Reveand9,
les había dado esas instrucciones antes de partir. Según sus palabras, debían
preservar las aeronaves y permanecer en ese punto las
ponía en peligro.
La decisión tomó por sorpresa a los comandos porque de esa
manera, la Compañía
quedaba prácticamente inmovilizada.
Como las directivas provenían del centro de mando de la Brigada, los helicópteros
se elevaron y partieron hacia el este mientras los comandos se dedicaban a
acondicionar el galpón de esquila para pernoctar.
A todo esto, la
Sección 3 del teniente primero Daniel González Deibe exploró
Puerto San Carlos y en su requisa encontró antiguas vainas de municiones utilizadas por los marines en sus prácticas de rutina.
Los comandos rastrearon la zona en profundidad para ver si
era posible montar allí una pista de aterrizaje y en vista de ello recorriendo las
elevaciones aprovechando de paso para revisar los galpones y las viviendas
particulares donde se suponía, podía haber armas y equipos de radio.
A efectos de congraciarse con los lugareños, traían consigo la
correspondencia, medida un tanto ingenua que no iba a variar en
absoluto el sentir de esa gente.
Entre
los personajes sometidos a
interrogatorio se encontraba el administrador del lugar cuyo hijo, como
el de Pitaluga, también se manifestó indignado por la presencia
argentina. Se
trataba de un adolescente de apenas 16 años, quien se mostró sumamente
nervioso y
como aquel, hablaba fluidamente español por haber hecho el ciclo
secundario en Córdoba.
Él también llamó invasores a los comandos, dijo que las
Malvinas eran territorio británico y que los habitantes de islas solo deseaban
ser súbditos del Reino Unido. Tal como lo hiciera Jándula con el hijo de
Pitaluga, Negretti, por el solo hecho de aumentar su fastidio, le preguntó
porque en vez de ir a estudiar a Inglaterra lo había hecho en la provincia de
Córdoba. La respuesta lo dejó sorprendido:
-Porque mi viejo no tiene “guita”10.
-Porque mi viejo no tiene “guita”10.
Ante la sonrisa complaciente de sus compañeros, Llanos también azuzó al muchacho con preguntas irritantes y por eso, su superior lo llamó aparte para encomendarle una nueva misión.
González Deibe y parte de su sección partieron a pie hacia
Fanning Head, la Altura 234 donde se posicionaría la sección del subteniente Reyes para
enfrentar el desembarco inglés. En ese lugar espantoso, con vientos helados y
lluvias torrenciales, montaron su vivac y se prepararon a pasar la noche bajo
un cielo encapotado que con el paso de las horas se fue despejando.
El pelotón dormía bajo la luz de la luna cuando
repentinamente Llanos se incorporó y observó en dirección al estrecho. Allí, en
medio de las aguas, a cinco kilómetros de distancia, creyó distinguir lo que
parecía ser la silueta de un buque, razón por la cual corrió hasta donde dormía
González Deibe y lo despertó.
El jefe de la sección tomó sus prismáticos y miró
en la dirección señalada comprobando que la nave en cuestión era un
peñasco que emergía de las heladas aguas de la bahía.
Pese a que eso tranquilizó bastante a los hombres, la noche pasó
en medio de sobresaltos, con los aullidos lejanos de los lobos marinos y el chillido
de los pingüinos, semejante a voces de mando. El viento y el batir de las
aves también aportaron lo suyo.
A la mañana siguiente, se presentó el mayor Castagneto para
informar que los helicópteros acababan de partir y por consiguiente, la sección iba a permanecer
allí algún tiempo pues nadie iba a venir por ellos. Como es fácil deducir, la
noticia cayó mal y provocó expresiones imposibles de reproducir.
El clima había vuelto a empeorar y seguía así cuando a las
12.00 se le ordenó a la sección replegarse hacia el pueblo.
La marcha a través de los riscos y la turba fue terrible,
con vientos gélidos soplando incesantemente, la persistente llovizna
empapándolos, la nieve y el barro dificultando el desplazamiento.
Los hombres avanzaban lentamente, algunos de ellos
transportando el armamento pesado sobre sus hombres (ametralladora MAG, morteros
Instalaza y municiones) y otros sin manifestar el más mínimo cansancio, tal el
caso del sargento primero Juan Carlos Helguero quien no parecía sentir los
rigores del clima y la geografía. El hombre venía de cumplir seis meses de
servicio en la Antártida
y por esa razón, aquella marcha, para él, no significaba nada. Otro que daba
la sensación de no tener demasiados problemas físicos era Arroyo, no así los
sargentos Robledo y Salazar a quienes por quienes debían realizar frecuentes
altos en el camino debido a su dificultad para caminar. Para ellos, como para
el resto, el proceso fue lento y penoso, no por falta de entrenamiento sino
por aquel clima atroz con el que también debían lidiar.
La noche alcanzó a los hombres de González Deibe a mitad de
camino, muy separados unos de otros. Una seria preocupación venía turbando al
jefe del pelotón ya que a las 22.00 se cortaba la luz en Puerto San Carlos y
eso les podía traer problemas, además de dificultarles la orientación.
Llegaron así a un punto denominado Establecimiento de la Roca (Roca Settlement), desde
donde el camino iniciaba su descenso. En ese sitio el capitán Pablo Llanos se
ofreció para adelantarse hasta el pueblo y ordenarle al administrador local que
mantuvieses las luces encendidas.
González Deibe accedió y el médico se perdió en la
obscuridad, como tragado por la noche. Sus compañeros, reanudaron el
avance mucho más lentamente hasta que, para su fortuna, las nubes
comenzaron a disiparse y dieron paso a la luna llena cuya luz iluminó
fantasmagóricamente la región, lo suficiente como para distinguir los
accidentes geográficos y las edificaciones.
Una hora después vieron a lo lejos las luces de San Carlos,
prueba fehaciente de que Llanos había cumplido su misión.
Al separarse de la sección, el oficial médico Llanos se internó en la obscuridad, avanzando lenta y cautelosamente en dirección a Puerto San Carlos. Para su fortuna, a mitad de camino, la luz de la luna le permitió distinguir la silueta de una casa solitaria y hacia allí se dirigió con mucha precaución. Al llegar golpeó la puerta y dando un paso atrás ordenó a sus moradores que abrieran. Los kelpers, preocupados, lo hicieron pasar y lo condujeron hasta el teléfono a través del cual entabló contacto con el administrador para ordenarle que encendiese inmediatamente las luces del poblado. El hombre obedeció y menos de cinco minutos después puso en marcha la usina eléctrica.
González Deibe y sus hombres vieron encenderse las luces del
caserío y por esa razón aceleraron al máximo el paso. Cuando estaban a menos de
dos kilómetros de la primera vivienda, mientras caminaban por una huella,
vieron a lo lejos las luces de un vehículo que se aproximaba hacia ellos y
enseguida se dieron cuenta que se trataba de un jeep. A bordo del rodado venían
Llanos y el administrador dispuestos a cargar a los hombres más fatigados y
conducirlos a la localidad. Antes de partir, Llanos descendió y continuó a
pie junto a sus compañeros, comentándoles las alternativas de su “expedición”.
Los
kelpers de aquel lugar también resultaron gente
extremadamente cordial; incluso organizaron una recepción, que si bien
pudo estar movida por la intención de ser condescendientes con los
argentinos
en tanto durase la ocupación, fue bien recibida por aquellos.
Lo primero que hicieron fue alojar a los comandos en sus
casas, les permitieron asearse, les dieron alimentos calientes y les ofrecieron
el calor de sus hogares.
La casa del administrador resultó ser la más confortable,
totalmente alfombrada y muy bien decorada, destacando especialmente los cuadros
de la reina y el casamiento de los príncipes de Gales. Sus bodegas repletas de
alimentos, bebidas, medicamentos y todo tipo de vituallas parecieron a los recién llegados la cueva de un tesoro y su salón principal, un hotel de lujo.
Después de cenar, los soldados se encaminaron al
edificio de la escuela y allí se dispusieron a pernoctar, organizando turnos de
una hora de vigilancia.
Habían pasado varias horas cuando el centinela que hacía
guardia anunció que venía gente por el camino principal. Los efectivos
prácticamente saltaron de sus bolsas de dormir y después de tomar sus armas, se
ubicaron en diferentes puntos, observando atentamente a través de las ventanas para abrir fuego.
Al cabo de un momento, comprobaron que se trataba del hijo
del administrador y un grupo de amigos que, completamente borrachos (única
diversión para un adolescente kelper en esos parajes), se dirigían resueltos
hacia donde se encontraban los argentinos.
Llegaron y saludaron ofreciendo cerveza y a continuación,
entraron en la escuela para observar el equipo y las armas. La cosa no agradó a
los hombres de la Compañía
quienes, en tono de pocos amigos, los invitaron a retirasen. Encabezados
por el hijo del administrador, que en un momento pareció envalentonarse, los
jóvenes desoyeron la solicitud y siguieron en la suya, adoptando incluso actitud desafiante.
Entonces los soldados los tomaron del brazo y los arrojaron fuera a empujones.
Llanos, harto de la postura estúpida del hijo del administrador, lo agarró
violentamente del cuello y sujetando en su otra mano una granada, le gritó:
-¡Te la voy a meter en la boca, pedazo de hijo de puta!
Fue el mejor de los remedios. El cabecilla cambió su rostro
de suficiente por una expresión sombría y se marchó junto a sus amigos sin
decir más.
Por la mañana, los efectivos hablaron con el administrador,
le narraron lo sucedido y le dijeron que
la próxima vez abrirían fuego contra quien fuera. De más está decir que
mientras duró la presencia argentina en la zona, ningún otro malvinense volvió
a circular de noche.
En la mañana del 15 de mayo (10.10 horas) aterrizaron en
Puerto San Carlos un Sea King y un Chinook del Ejército, transportando al
Equipo de Combate “Güemes” al mando del teniente primero Carlos Daniel Esteban,
relevo de la
Compañía de Comandos.
Tras el correspondiente intercambio de saludos, los recién
llegados los pusieron al tanto de la incursión de tropas del SAS sobre la Estación Aeronaval
“Calderón”, noticia que dejó a los comandos profundamente conmocionados.
En Establecimiento San Carlos aprovecharon para descansar y
racionar en caliente y a las 10.30 subieron a los helicópteros para volar a la Isla Borbón, donde
aterrizaron veinte minutos después, a un kilómetro del caserío Peeble y la
pista de aterrizaje.
Al abrir las compuertas, mientras los comandos saltaban a
tierra, un grupo de hombres pertenecientes a la FAA corrió hacia los aparatos para arrojar sus
pertenencias en el interior y abordarlos presurosamente; inmediatamente después
levantaron vuelo y se alejaron, dejando una vez más a la Compañía librada a su
suerte.
Castagneto pudo hablar con el comandante de la base quien le
brindó detalles del ataque, acaecido el día anterior. Una recorrida posterior
le permitió verificar el grado de destrucción de los once
aviones allí desplegados, siendo el Skyvan de la PNA el que más impresión les causó. Acto seguido,
el jefe de los comandos procedió a distribuir a los cuadros ordenándole a la abnegada
sección del teniente primero Duarte efectuar exploración y patrullaje en el
caserío y sus alrededores.
Llamó la atención de los recién llegados la negligencia y el
abandono en el que se encontraba la base. Las trincheras y los pozos de zorro se
hallaban completamente inundados, todo estaba tirado en el más completo
desorden, los cañones de 75 mm
sin retroceso totalmente herrumbrados, cajas y tambores de combustible
esparcidos sin orden, lo que sumado al calamitoso estado de los aparatos en la
pista daba una sensación agobiante de caos y dejadez.
En las primeras horas de la tarde, aparecieron dos Sea
Harrier por el este para arrojar bombas a baja altura. Al verlos venir, el cabo
primero Jorge Eduardo Martínez apuntó con su Blow Pipe y disparó errando por
muy poco a un tercer avión que avanzaba detrás. Las aeronaves se alejaron y la
calma volvió a renacer.
Los hombres de Castagneto, ocuparon las instalaciones de la
base y algunas de las viviendas deshabitadas del diminuto pueblito isleño, no
sin antes apostar una guardia con relevos de media hora en ambos sectores. Fue
asombrosa la cantidad de revistas pornográficas halladas en el lugar, una manera kelper de matar la soledad.
Salvo un falso alerta, motivado por movimientos extraños en
la obscuridad, la noche transcurrió tranquila e incluso agradable.
El 16 de mayo amaneció primaveral, con el cielo despejado y
un clima temblado. Hacia el mediodía llegó al lugar un Bell del Ejército
piloteado por el teniente Guillermo Anaya11. Traía como pasajero
a un alto oficial de la Armada
cuya tarea era inspeccionar el lugar y elevar un informe de lo ocurrido durante
la incursión enemiga. A las 12.00 horas hizo lo propio un segundo Chinook, esta
vez de la Fuerza Aérea, al que los comandos abordaron para sobrevolar e inspeccionar una vez más la zona
de Bahía Ajax. Concluida la misión, regresaron a Puerto Argentino (14.30
horas), después de una patrulla de once días que les permitió efectuar
importantes relevamientos en diferentes sectores de la isla Soledad.
De regreso en sus improvisados cuarteles del gimnasio y el
Centro Cívico, Castagneto procedió a redactar el informe para sus superiores,
detallando lo actuado por los efectivos a su mando.
Notas
1 Revista Cruzada Nº 20 “San Expedito, guerrero del
César y soldado de Cristo” (Alberto N. Manfredi h).
2 Isidoro Ruiz Moreno, Los Comandos en Acción. El ejército en Malvinas, p. 77 y ss. La mayor parte de los datos referentes a los comandos han sido extraídos del mencionado trabajo así como de Peter Way (compilador), The Falklands War: A Day-by-day Account from Invasion to Victory, Marshall Cavendish, Londres, 1983, La Guerra de las Malvinas, Ediciones Fernández Reguera, Buenos Aires, 1984-1987, fascículos coleccionables, así como su versión argentina.
3 Ídem.
4 Ídem.
5 Probablemente la patrullera “Islas Malvinas”.
6 Vale recordar que tras la captura de los
archipiélagos, los Buzos Tácticos regresaron al continente.
7 Apreciaciones hechas después de la guerra en la Argentina, dan cuenta
que los habitantes de los islotes eran diferentes al resto de los malvinenses
debido a cierto olvido y desamparo por parte de Londres e incluso, de las
mismas autoridades locales. Pero esas afirmaciones no parecen ajustarse a la
realidad.
8 Puerto San Carlos se halla recostado sobre la costa
norte del río del mismo nombre.
9 Jefe de la Compañía de Helicópteros de la Aviación de Ejército
10 Isidoro Ruiz
Moreno, op. cit.
11 De heroica actuación durante la guerra, era hijo del
almirante Jorge Isaac Anaya, integrante de la
Junta Militar que en esos momentos gobernaba la Argentina.
Publicado 26th February 2015 por Malvinas.Guerra en el Atlántico Sur