miércoles, 26 de junio de 2019

LA COMPAÑÍA DE COMANDOS 601 Como en toda contienda acaecida desde la Segunda Guerra Mundial, en Malvinas los comandos desempeñaron un papel decisivo en el conflicto, tanto en uno como en otro bando. Siguiendo el relato de Isidoro Ruiz Moreno en su libro Comandos en Acción. El Ejército en Malvinas, en el cual nos basamos para redactar este capítulo y los referentes a los comandos argentinos, desde tiempos inmemoriales existieron soldados audaces encargados de ejecutar misiones de alto riesgo tras las líneas enemigas. El primer ejemplo que menciona es el Caballo de Troya, posiblemente el génesis de las incursiones comando cuando los griegos, dirigidos por el gran Ulises, penetraron en la inexpugnable ciudad del rey Príamo escondidos en el interior de un gigantesco equino de madera, asestando el golpe más espectacular de todos los tiempos. Se trata en realidad de partidas reducidas destinadas a llevar a cabo actos de sabotaje con la intención de desarticular el dispositivo enemigo, obtener información y causar daños en su retaguardia, tendiendo emboscadas, golpes de mano o misiones veloces en territorio adversario. Roma también tuvo sus tropas de elite. La Legión XII “Fulminante” fue un equivalente de los actuales paracaidistas, comandada en su momento por el mismísimo San Expedito. La XII estaba destinada a misiones especiales, incursionando ahí donde la legión común no podía combatir. La conformaba una tropa heterogénea y muy bien preparada, con efectivos provenientes principalmente de Italia, Galia, España e Iliria aunque posteriormente se reclutaron muchos elementos en oriente, en especial, Armenia1. Los comandos, tal como los conocemos hoy, datan de la Segunda Guerra Mundial y fueron organizados por Gran Bretaña en 1940. Su primera misión tuvo lugar en la Francia ocupada por los alemanes y la idea fue bien recibida por Churchill. Sus acciones resultaron ser tan efectivas que el mismo Hitler expidió una orden el 10 de octubre de 1942, condenando a muerte a todos los integrantes de esos cuerpos que cayesen prisioneros, por no considerarlos soldados regulares. Los comandos actuaron principalmente en Francia, la península escandinava, Italia, el norte de África y la misma Alemania, en tanto en oriente lo hicieron preferentemente en Birmania y las islas del Pacífico. En 1942 nació el SBS (Special Boat Scuadron) destinado a operar sobre el litoral y los ríos interiores de Francia y luego en África. Poco después, el mayor David Stirling de los Guardias Escoceses, fundó el SAS (Special Air Service), integrado exclusivamente por paracaidistas, que incursionó por medios aéreos sobre los territorios ocupados por los nazis. Los alemanes no se quedaron atrás y en base a los comandos británicos constituyeron cuerpos especiales para llevar a cabo operaciones de alto riesgo, la más espectacular, el rescate de Mussolini en el monte Sasso, incursión impecable comandada por el mayor austríaco de las Waffen SS, Otto Skorzeny, en 1943. Después de la gran conflagración, otras naciones como Francia, Italia, España, Rusia y Estados Unidos organizaron sus propias tropas de elite. Los norteamericanos crearon los “Rangers”, nombre que también utilizaron los bolivianos para denominar a los suyos durante la campaña contra el Che Guevara en 1967. Colombia hizo lo propio con el cuerpo de “Lanceros”, quienes concretaron intrépidas acciones en zonas controladas por las guerrillas, los paramilitares y el narcotráfico; Haití con los “Leopardos” y Venezuela con los “Cazadores”. Comandos estadounidenses y británicos actuaron en la guerra de Corea y posteriormente los norteamericanos lo hicieron en Vietnam. Los israelíes organizaron los suyos, destacando entre sus principales acciones la infiltración de agentes del Mossad en la Argentina para secuestrar a Adolf Eichmann (1960) a efectos de ser juzgado y ejecutado en Tel Aviv y el espectacular raid de Entebbe, en julio de 1976, durante el cual fueron rescatados los pasajeros de un avión secuestrado por terroristas palestinos en Uganda. Durante la guerra del Yom Kippur (1973), sus similares sirios capturaron las alturas del monte Hermón y los alemanes llevaron a cabo una misión similar a Entebbe en Mogadiscio, capital de Somalía, al liberar a los 86 pasajeros de un avión de Lufthansa, en octubre de 1977. En 1980 los norteamericanos intentaron un golpe similar con el fin de rescatar a los rehenes de su embajada en Irán pero la operación fracasó al chocar y estrellarse en el desierto los dos helicópteros que transportaban a sus efectivos. Mucho más reciente, la espectacular acción desarrollada por los comandos peruanos del Grupo Chavin de Huantar en abril de 1997, volvió a demostrar la importancia de las tropas de elite a la hora de poner en marcha misiones de alto riesgo. En la oportunidad, una unidad del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA) había ocupado la embajada de Japón en Lima, secuestrando a altos funcionarios de gobierno. La misma fue aniquilada tras una labor impecable, lográndose la liberación de 72 de los 73 rehenes en poder de los terroristas. En la Argentina, los cuerpos de tropas especiales surgieron a fines de 1963, después de la Crisis de los Misiles en el Caribe, cuando el Ejército comenzó a dictar cursos de treinta días de duración. Los mismos se intensificaron entre enero y febrero de 1964 y estuvieron integrados principalmente por paracaidistas y subtenientes recién egresados del Colegio Militar. Su primer jefe fue el teniente coronel Leandro Narvaja Luque y su asesor el mayor del ejército norteamericano William Cole, veterano de la guerra de Corea. Las primeras prácticas, según Ruiz Moreno, se llevaron a cabo en el Centro de Instrucción de Infantería, provincia de Córdoba, hasta que en 1966 pasaron a realizarse en la Escuela de Infantería de Buenos Aires, aumentando su duración a cuarenta y cinco días, con ejercicios en Campo de Mayo, en las sierras de Córdoba, en Bariloche, en Tartagal (Salta), en las selvas de Misiones y en el Delta del Paraná, estos últimos complementados con prácticas de buceo. En 1973, durante la guerra antisubversiva, se incorporaron técnicas de lucha antiguerrillera y se comenzaron a recibir efectivos de países extranjeros para su adiestramiento, preferentemente de Francia. Los comandos argentinos tuvieron su bautismo de fuego en octubre de 1975, durante el Operativo Independencia en la provincia de Tucumán, cuando el gobierno de la viuda de Perón puso en marcha un gran operativo destinado a combatir al Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y a las células terroristas que le brindaban apoyo con el objeto de “liberar” el territorio y obtener reconocimiento internacional. Según relata Ricardo Burzaco en Infierno en el monte tucumano, a mediados de 1975 finalizó el curso de comandos correspondiente a ese año y a instancias de su instructor, el mayor Mohamed Alí Seineldín, se solicitó al Estado Mayor del Ejército finalizar la última etapa de adiestramiento en la zona de guerra, sobre la sierra del Aconquija -al sudoeste de San Miguel de Tucumán-, donde las fuerzas regulares venían combatiendo desde 1974. Concedida la autorización, la Compañía de Comandos 601 recibió la orden de alistamiento y una vez completado, se trasladó hasta la Base Aérea de El Palomar para abordar un Hércules C-130 de la Fuerza Aérea y volar al teatro de operaciones. Allí, a poco de su arribo, trocó su uniforme verde oliva por ropa de camuflaje, borceguíes negros y boina verde, hizo prácticas con el armamento y se dispuso a entrar en acción. Al día siguiente de su llegada, el escuadrón se internó en la espesura emprendiendo las primeras misiones de combate, en especial, el asalto a los campamentos de la guerrilla, emboscadas, relevamientos y exploración avanzada, operando principalmente al oeste de Famaillá y reservando los enfrentamientos abiertos a elementos regulares del Ejército, la Gendarmería y la policía. Un antecedente de este tipo de tareas fueron las secciones navales que volaron puentes y vías ferroviarias en torno a la Base Aeronaval Comandante Espora en septiembre de 1955, durante la Revolución Libertadora y las entradas que hizo en el monte el comisario Alberto Villar al frente de los Centuriones (mayo de 1974), escuadrón de elite de la Policía Federal, seguido después por tropas regulares del ejército al mando del general Mario Benjamín Menéndez, que no llegaron a establecer contacto con el enemigo. La preparación de este tipo de unidades tomó cuerpo en 1978, durante la crisis del Canal de Beagle, cuando la belicosa Argentina de fines de los setenta y principios de los ochenta, estuvo a minutos de invadir Chile. En la oportunidad, fue creado el Equipo Especial Halcón 8 cuyo primer jefe fue el mismo Seineldín, soldado dotado de una mística patriótica y religiosa fuera de lo común. Hijo de padres libaneses radicados en la provincia de Entre Ríos, Seineldín fue criado en la religión drusa y orientado paulatinamente a la católica, la cual abrazó con fervor a inicios de su adolescencia. Nacido en Concepción del Uruguay el 12 de noviembre de 1933, en 1948 ingresó al Colegio Militar de la Nación del que egresó en 1957 con el grado de subteniente de Infantería. Después de prestar servicios en aquella casa de estudios y en la Escuela de Suboficiales “Sargento Cabral”, fue jefe de una compañía de paracaidistas en la provincia de Catamarca y tiempo después, profesor de la Escuela Superior de Guerra como oficial del Estado Mayor. Habiendo trabajado en los planes de estudios de la Policía Federal Argentina, organizó los cursos de comandos a los que hemos hecho alusión, tomando parte en los enfrentamientos que tuvieron lugar en la guerra de Tucumán, de los que fue relevado en 1976 por manifestar su apoyo al teniente general Alberto Numa Laplane, comandante en jefe del Ejército. Al producirse el golpe de Estado de ese año, Seineldín era mayor. Sus discrepancias con la cúpula del Proceso de Reorganización Nacional fueron conocidas en su momento pero tratándose de un soldado profesional, con experiencia de combate, durante la crisis con Chile se lo envió a la Patagonia, para tomar a su cargo los grupos comandos que operarían durante la invasión al vecino país. Superado el conflicto, fue nombrado jefe del Regimiento de Infantería 25, con asiento en Sarmiento, provincia de Chubut y en ese destino lo sorprendió la guerra, siendo convocado para embarcar con su unidad en la Flota de Mar y tomar parte en la Operación Azul, rebautizada por sugerencia suya, Operación Rosario. Su trayectoria está plagada de hechos que permanecen bajo estricto secreto profesional. Se lo ha vinculado, sin fundamentos, con la organización y el adoctrinamiento de la Triple A; se lo ubica al frente del grupo de militares argentinos que tomaron parte en el golpe de estado de Bolivia que derrocó a la presidenta Lidia Gueiler a mediados de 1980 y colocó en el poder al general Luis García Meza; también se ha dicho que organizó los grupos de choque especiales que en 1978 tendrían a su cargo el operativo de seguridad durante el Mundial de Fútbol organizado por la Argentina y que antes de su primer intento carapintada (1988), tuvo a su cargo el adiestramiento de las fuerzas especiales del presidente Manuel Noriega de Panamá. Entre sus principales cualidades, supo inculcar a sus hombres su fe religiosa y su espíritu nacionalista, enseñándoles que la obediencia y el cumplimiento del deber son prioridad absoluta del soldado junto al sacrificio y la abnegación. Respetando esa mística y actuando en concordancia con sus ideas, logró que los hombres a su mando sintiesen por él una admiración fuera de lo común y que estuviesen a la altura del lema de la unidad: “Dios, Patria o Muerte”. La Armada Argentina y la Fuerza Aérea tuvieron sus equivalentes en la Agrupación de Buzos Tácticos y los Comandos Anfibios y en el Grupo de Operaciones Especiales respectivamente, en tanto la Prefectura Naval y la Gendarmería organizaron los suyos, a saberse, la Agrupación “Albatros” y el célebre Escuadrón “Alacrán”. Las de la marina de guerra son las fuerzas especiales más antiguas de América Latina, creadas ambas en 1952, durante el gobierno de Perón. Los Buzos Tácticos fueron inspirados en las experiencias estadounidenses e italianas de la Segunda Guerra Mundial y tuvieron su antecedente en los cursos de Buzos Autónomos que comenzaron a dictarse en 1947 por disposición del contraalmirante Jorge Ibarborde. En sus inicios, sus misiones fueron acciones sobre costas y puertos enemigos y la preparación del terreno para el desembarco, con características eminentementes acuáticas. Tuvieron su primer asiento en el buque de desembarco ARA “San Bartolomé” y en la Escuadra Naval del Plata donde montó su sede una segunda agrupación que al fusionarse con la anterior, pasó a la Base Naval de Mar del Plata como dependencia del Comando de Submarinos (desde 1984 forman parte de la Fuerza Conjunta de Desplazamiento Rápido). La Agrupación de Comandos Anfibios (APCA) fue creada como una fuerza especial, entrenada para realizar rápidos y precisos reconocimientos y asaltos marítimos, así como también operaciones de acción directa. Desde el año de su organización pasó a depender de la Compañía de Vigilancia y Seguridad de la Base Naval de Mar del Plata y en 1960 recibió su primer curso de entrenamiento avanzado de reconocimiento anfibio, fuerza aerotransportada, paracaidismo y buzos militares. Esos cursos se intensificaron en 1973, en plena guerra antisubversiva, cuando se incorporó a su entrenamiento la función de comandos adquiriendo, al año siguiente, su denominación actual. El equipo y armamento de los Buzos Tácticos contó siempre con elementos de última tecnología, destacando los fusiles FAL de 7,62 mm, Steyr y M-16 de 5,56; subfusiles Imgran, Uzi y Sterling de 9 mm; ametralladoras MAG de 7,62, FN Minimi de 5,56 mm, armas de puño, granadas de fusil y explosivo de distintas características. El equipo personal consta de paracaídas MC1, MC5, XL, uniformes para todo tipo de terreno, GPS portátiles, visores nocturnos y modernos equipos de comunicaciones. Los Buzos Tácticos pueden ser desplegados desde submarinos aunque también están entrenados para ser introducidos por medios aéreos y navales. Cada unidad operativa comprende tres grupos de 16 hombres cada uno, con equipo completo y una sección de sostén logístico. Ambas agrupaciones participaron en el despliegue de fuerzas de Infantería de Marina que se llevó a cabo en Tierra del Fuego en 1978 durante el conflicto del Canal de Beagle, ejecutando numerosas misiones. Por su parte, la Fuerza Aérea Argentina dio origen al Grupo de Operaciones Especiales (GOE), creado en 1979 a poco de finalizado el conflicto con Chile, para dar golpes de tipo comando en profundidad, más allá las líneas enemigas y servir de apoyo a las misiones aéreas, basándose exclusivamente en el exhaustivo y riguroso entrenamiento de sus cuadros. El mismo incluía la especialización en paracaidismo, buceo táctico, tiro y resistencia física, haciéndolos extremadamente aptos para llevar a cabo difíciles incursiones tras las líneas enemigas, con pequeños grupos de hombres (se los solía llamar “los come vidrio” por sus costumbres de disfrutar del peligro, las privaciones y todo lo que fuera privaciones físicas). Su participación en la Operación Rosario ha sido narrada por el entonces primer teniente Eduardo Spadano. Siguiendo su relato, cuatro días antes de la invasión, una febril actividad despertó a los miembros del GOE en su base de José C. Paz (VII Brigada Aérea), evidencia de que algo fuera de lo común estaba aconteciendo. En una sala próxima al Casino de Oficiales había una mesa con la maqueta de una pista que se extendía sobre una península, rodeada de costas agrestes. La misma llamó la atención de muchos oficiales más cuando alguien preguntó de qué se trataba aquello y nadie le respondió. Sin embargo, poco después, el jefe del GOE, vicecomodoro Esteban Luis Correa, reunió a sus hombres y les dijo que el despliegue no era un ejercicio sino una verdadera acción de guerra. Se ordenó el acuartelamiento del personal y poco después se impuso a la tropa sobre la invasión a los archipiélagos aclarando que la orden de alistamiento era inminente. Asombro, emoción, incertidumbre y confusión fueron las sensaciones que experimentaron los cuadros. Sin embargo, a las 21.00 de ese mismo día, la misión se suspendió, dando lugar a la consabida desazón. Pero poco duró el desánimo porque a la mañana siguiente, la movilización volvió a ponerse en marcha y los efectivos iniciaron su febril actividad. La noche del 31 de marzo las tropas se alinearon en el patio de la unidad y marcharon hasta los vehículos que debían conducirlas a El Palomar, cargando su armamento y equipo bajo la triste mirada de quienes no habían sido seleccionados para participar en la operación. En momentos de partir, alguien gritó “¡Fuerza GOE, con todo!”, y eso elevó los ánimos. El camión cubrió el trayecto de José C. Paz hasta la brigada aérea en poco más de media hora y una vez allí, los hombres echaron pie a tierra para abordar el avión que los conduciría hasta la base de redespliegue en Comodoro Rivadavia. Llegaron después de dos horas de vuelo y a las 04.00 del 1 de abril se acomodaron dentro del Hércules C-130 matrícula TC-68 en el que pasarían a la zona de conflicto. La gente del GOE partió a las 05.15, iniciando un silencioso viaje de casi dos horas. Junto a ellos embarcó el Estado Mayor del Componente Aéreo del Teatro de Operaciones Malvinas (EMCATO), un Elemento de Control de Transporte Aéreo y el material para establecer una terminal de cargas en la nueva unidad aérea. Se iniciaba de ese modo, la ejecución de la fase "Asalto" de la Orden de Operaciones Aries 82. Piloteado por el comodoro Carlos Julio Beltramone, el Hércules se mantuvo orbitando aproximadamente una hora al este de Puerto Stanley en tanto en tierra se combatía y la gente de Seineldín trabajaba afanosamente para despejar la pista. Finalmente, a las 08.45, inició la maniobra de descenso. Mientras lo hacía, una voz gruesa se dejó sentir por los parlantes del avión. -¡No podemos aterrizar; se está combatiendo en el Aeropuerto, no han encendido las balizas; hay una ametralladora 12,7 de ellos en la cabecera de pista! Inmediatamente después, la misma voz volvió a decir: -¡Atentos que ahí vamos! ¡Tomar los dispositivos de combate, suboficial Barros, cubra puerta derecha, suboficial Martínez la izquierda! El avión se iba aproximando a la pista con las trazadoras y las explosiones iluminando la obscuridad debajo suyo. Al posar sus ruedas en el asfalto, los efectivos sintieron una leve sacudida y casi al mismo tiempo el ruido de los motores en maniobra de frenado. -¡Abrir puertas y bajar plataforma! – volvió a decir la voz a través del parlante- ¡Atentos con la ametralladora de la cabecera! ¡Preparado el GOE para el asalto, se está combatiendo duro! El teniente Eduardo Spadano impartía directivas desde la novena hilera; la gente a su mando apretaba con fuerza sus fusiles y esperaba ansiosamente la apertura de las compuertas. Al frente se encontraba su jefe, el capitán Luis Darío Castagnari e inmediatamente detrás su segundo, el primer teniente Salvador Ozán con el resto de la agrupación, todos tensos y nervioso, con la boca seca y los músculos rígidos. Cuando el gigantesco avión carreteaba sobre la pista, muchos recordaron el día de su primer salto en paracaídas y otros las películas bélicas que habían visto en tantas oportunidades. Con las turbinas haciendo vibrar el avión con una fuerza de mil demonios, la compuerta trasera se abrió y los comandos saltaron fuera, precedidos por su jefe. -¡¡A tierra GOE!! Los efectivos echaron a correr hacia delante, entre explosiones de morteros y ráfagas de metralla en tanto sus jefes impartían órdenes a los gritos tratando de hacerse oír. Se dispersaron por el terreno y amparados por la obscuridad buscaron cobertura y comenzaron a disparar. El tiroteo duró poco porque los Royal Marines se replegaron en dirección a la Casa de Gobierno. Eso les permitió dejar las posiciones y junto a los comandos anfibios y el Regimiento de Infantería 25, efectuar un exhaustivo examen del terreno en busca de trampas cazabobos. Cuando todo terminó, se les ordenó formar y encaminarse a un hangar, detrás de la usina, el cual a partir de ese momento se convirtió en su cuartel. Cumplida su misión, el 3 de abril la unidad debía regresar al continente pero una contraorden llegada desde el comando la mantuvo en la zona. Durante todo ese mes, el grupo colaboró activamente con la seguridad y la actividad de la BAM “Malvinas”, cavando trincheras, construyendo puestos de guardia y refugios, preparando sistemas de trampas con explosivos e instruyendo en labores técnicas y logísticas al personal que se desempeñaba en el aeropuerto. Aparte de eso, llevó a cabo tareas inusuales como liberar la hélice del “Río Cincel”, que se había enredado en la cadena del pesquero polaco “Goplo”, según se ha referido en páginas anteriores y otras del mismo tenor En apoyo a las operaciones aéreas el GOE procedió al balizamiento del aeropuerto y reforzó la seguridad de vuelo, facilitando notablemente la misión de los aviones de transporte que mantenían activo el puente aéreo entre las islas y el continente. Consciente de la experiencia y el profesionalismo de los integrantes de la agrupación, el alto mando les asignó la responsabilidad de instruir a los soldados, levantarles el ánimo y mantenerlo en alto para el momento del combate. En la madrugada del día 29 de abril (04.00 hora argentina), una ráfaga de ametralladora perforó las chapas del hangar donde se alojaban los cuadros. Los hombres del GOE se incorporaron sobresaltados y al ganar el exterior rodearon los tambores de combustible apilados cerca, descubriendo que detrás de ellos se hallaba agazapado un joven conscripto. Debido al error de un centinela, el soldado casi abate a uno de los comandos que en esos momentos montaba guardia, salvando su vida al arrojarse al suelo (los disparos pasaron a milímetros de su cabeza). El GOE tuvo su bautismo de fuego en la madrugada del 1 de mayo, cuando una bomba cayó exactamente detrás de su hangar y otra pegó junto al vivac de la IX Brigada Aérea, causando muertos y heridos. A las 07.30 (10.30Z) dos Sea Harrier llegaron por el norte y le dieron a un segundo hangar, próximo a la planta de combustible3. La Agrupación “Albatros”, fuerza de elite de la Prefectura Naval tuvo su primer antecedente en 1970 con la creación de la Compañía de Control de Disturbios, dependiente de la Escuela de Suboficiales “Coronel Martín Jacobo Thompson”. La unidad se emancipó el 25 de febrero de 1975, adoptando el nombre de Agrupación “Albatros” que en su faz operativa pasó a depender del director de Operaciones de la Prefectura Naval Argentina. Su organización y equipamiento la convirtieron en un elemento de acción, ágil, flexible y capacitado para actuar en tareas preventivas y represivas de características policiales, especialmente en zonas que requiriesen la utilización de personal y equipamiento para proceder en el agua. Si bien la unidad no fue desplegada en la zona de guerra, cinco de sus integrantes, los cabos primeros Carlos Raúl Vallejos, Jorge Omar Cárdenas, Miguel Ángel Taborda, Julio Argentina Vargas y Sergio Omar Matassa, fueron enviados al archipiélago como componentes del grupo terrestre. Por su parte, la Gendarmería Nacional se apresuró a organizar su propio grupo de operaciones especiales que en 1982, con motivo del estallido de las hostilidades, pasó a Malvinas bajo la denominación Escuadrón “Alacrán”, destinado a prestar apoyo a las compañías de comandos del Ejército Argentino. Para las tropas de elite argentinas no existían mejores camaradas que sus pares sudafricanos con quienes mantenían una estrecha amistad y efectuaban numerosas prácticas y entrenamientos conjuntos. Conocida ha sido la amistad entre ambas naciones y el apoyo brindado a la Argentina por el gobierno de ese país durante el conflicto; tanto fue así, que a poco de iniciado el conflicto, uno de esos comandos se ofreció como voluntario, solicitando a Buenos Aires su traslado inmediato al archipiélago (se trataba de un veterano combatiente de Angola y Namibia). La mañana del 2 de abril, siendo todavía de noche, el mayor Mario Castagneto fue despertado por los insistentes golpes que daba en la puerta de su habitación, en Campo de Mayo, un emocionado suboficial. Cuando se incorporó, no imaginaba lo que le estaban por comunicar. -¡Despiértese, mi mayor; no se imagina lo que ha sucedido! Sobresaltado, Castagneto abrió la puerta y al preguntar que estaba ocurriendo, se enteró de los hechos: las Malvinas habían sido recuperadas. No lejos de allí, los tenientes Juan Eduardo Elmiger y Fernando Alonso, escucharon la novedad por la radio del automóvil en el que viajaban y sin pensarlo dos veces, el primero comenzó a hacer sonar la bocina. En Campo de Mayo reinaba la euforia. Castagneto era uno de los más alegres pero como muchos de sus compañeros, sentía una profunda sensación de tristeza porque según su parecer, tanto él como sus hombres, debían haber tomado parte en la operación. Para eso eran comandos y para tal fin se habían entrenado durante tanto tiempo. Pero la sensación de frustración se mitigó en parte con las primeras noticias: su antiguo jefe e instructor, el teniente coronel Mohamed Alí Seineldín, jugó un rol destacado en la invasión y se encontraba en el teatro de operaciones al frente de su regimiento. Lo que todavía ignoraba era destacado rol de sus colegas de la Armada, los buzos tácticos, desembarcados del submarino "Santa Fe" y el destructor "Santisima Trinidad". A partir de ese momento, tuvieron lugar una serie de ajetreos que modificaron los planes de las diferentes unidades militares. Por empezar, las pruebas de salto en paracaídas programadas quedaron suspendidas, lo mismo las maniobras programadas a principios de mes. Llegado el medio día, la Compañía de Comandos 601 recibió la orden de iniciar su alistamiento. Los primeros en ser convocados fueron los cuadros profesionales, oficiales y suboficiales de servicios en otras dependencias de la Escuela de Infantería y así como en destinos más alejados. En los días siguientes, comenzó un duro programa de entrenamiento con marchas de hasta dos horas a lo largo de 14 kilómetros, salto de vallas, escalamiento de obstáculos y clases de defensa personal. Se practicó también con armamento liviano, ametralladoras MAG, morteros y explosivos, al tiempo que Castagneto comenzaba a organizar su plana mayor, distribuyendo las correspondientes tareas de operaciones, inteligencia, comunicaciones, logística y personal. El capitán Jorge Eduardo Jándula y el teniente Marcelo Alejandro Anadón fueron los encargados de explicar sobre mapas y cartas geográficas las características de las islas, su orografía, sus accidentes costeros, su hidrografía y, sobre todo, sus condiciones climáticas, contra las que se debería combatir también. Pese a la celeridad de los preparativos, la orden de traslado no llegaba y eso daba lugar a diversas especulaciones sobre otros destinos, el más mencionado, la frontera con Chile. Integrarían la plana mayor de la Compañía su jefe, el mayor Mario Castagneto, oficial de alta graduación nacido en La Rioja aunque de familia santafecina (se hallaba emparentada con el recordado dirigente Dr. Enrique M. Mosca, de quien era sobrino nieto por vía materna). Castagneto había egresado del Colegio Militar de la Nación en 1966, destacando por su concepto y puntaje sobresaliente. Poco después inició los cursos de paracaidista y aviador de Ejército que completó con los de comando. El segundo jefe de la Compañía era el capitán Rubén Figueroa, oriundo de Santiago del Estero. Su familia, de humildes orígenes, estaba compuesta por seis hermanos de los cuales dos eran sacerdotes. A los 13 años, finalizado el ciclo primario y cuando integraba la agrupación scout de su provincia natal, ingresó en el Liceo Militar “General Paz” de Córdoba del que egresó como subteniente de reserva. El capitán Jorge Jándula, oficial de Inteligencia, era oriundo de Salta. Nacido en 1946, pertenecía a una familia con tradición militar y cierta actuación política. Cuando siendo niño manifestó su deseo de incorporarse a la Fuerza Aérea, su madre, temerosa de imaginarios peligros, le escondió la solicitud. Decidido a ser militar, se inscribió en el Ejército, donde habría de destacar por su carácter impulsivo, nervioso y fuerte. El capitán Jorge Ramón Negretti, por el contrario, era un individuo tranquilo, responsable y cordial. Nacido en Formosa en 1951, egresó del Liceo Militar “General Belgrano” de la ciudad de Santa Fe. El capitán Ricardo Frecha, por su parte, era hijo de un coronel retirado y tenía un hermano en Malvinas, más precisamente en el Regimiento de Infantería 3. Nacido en 1950 en la ciudad de Buenos Aires, era conocido por su amplia cultura y su habilidad para el dibujo, de ahí que el mayor Castagneto, le haya encomendado la confección de mapas y bosquejos, extremadamente necesarios a la hora de reconocer el terreno. El capitán médico Pablo Llanos, oriundo de la ciudad de Córdoba, era hijo de un médico de la Fuerza Aérea y además de buen soldado, tenía bien ganado su reconocimiento como profesional y facultativo competente. Castagneto esperaba ansiosamente que el gobernador militar de las islas, general Mario Benjamín Menéndez, lo llamara para presentarse el mismo día de su asunción (7 de abril), pero eso no sucedió. A quien sí convocaron fue al capitán Frecha a través de un telegrama fechado el día 17, donde se le ordenaba presentarse en Puerto Argentino a la mayor brevedad posible. Fue uno de los momentos más felices de su vida porque el aviso coincidió con el día de su cumpleaños y eso hizo que la sensación de orgullo y alegría fuera doble. Frecha voló a Malvinas el 20 de abril y una vez en las islas, se lo asignó a la X Brigada de Infantería para desempeñar funciones de asesor en materia de misiles antiaéreos. En el continente, mientras tanto, Castagneto y los suyos seguían impacientes, preguntándose cuando les llegaría la tan esperada orden de pasar al archipiélago. La sensación de frustración comenzó a invadir el espíritu los comandos por resultarles incomprensible que no se los tuviera en cuenta en una guerra para la cual se habían preparado toda la vida. Fue por esa razón que decidieron apersonarse en el Estado Mayor General del Ejército a efectos de apresurar los acontecimientos. Castagneto y Figueroa expusieron sus planes ante la Jefatura III y el 20 de abril el general José Antonio Vaquero dispuso el despliegue de la Compañía hacia el sur, paso previo al teatro de operaciones. Sin embargo, una decisión de último momento vino a empañar la alegría pues en lugar de mandarlos a las islas se los enviaría a controlar la frontera con Chile. La gente de Castagneto protestó indignada porque sabía perfectamente que con los chilenos no iba a suceder nada porque, dada su naturaleza, jamás iban a atacar y por consiguiente, estarían allí perdiendo el tiempo, sin entrar en acción. Pese a ello, el alto mando dio instrucciones de que la Compañía enviase una avanzada de reconocimiento para explorar el terreno y efectuar un pormenorizado estudio de las posiciones a ocupar. Para ello, Castagneto planeó un recorrido que incluía las localidades de Comodoro Rivadavia, Río Gallegos, la frontera con Chile y si le quedaba tiempo, Puerto Argentino, el cual fue aprobado por la superioridad. Para encarar esa misión seleccionó a los capitanes Figueroa y Jándula y al efectivo más joven de la unidad, el teniente Anadón, de 24 años de edad, quien estaría a cargo de las comunicaciones. Anadón era tucumano y como muchos de sus compañeros, también pertenecía a una familia de militares. A cargo de la Compañía en Buenos Aires quedaría el capitán Negretti, listo para “saltar” al archipiélago ni bien se emitiese la orden. La avanzada de la Compañía de Comandos 601 partió el 24 de abril, dispuesta a hacer una trampa. Los cuatro efectivos mencionados pasarían directamente a Malvinas y una vez allí, intentarían convencer al gobernador de la necesidad de trasladar a toda la unidad y tenerla preparada en caso de reiniciarse las hostilidades. En el aeropuerto militar de El Palomar, Castagneto y sus hombres esperaron todo el día un avión con destino al Atlántico Sur, pero como no pudieron abordar ninguno, se dirigieron al Aeroparque Metropolitano “Jorge Newbery” para ver si tenían mejor suerte. Llegaron vistiendo uniforme de camuflaje, con sus armas automáticas y sus mochilas, llamando la atención de pasajeros y personal de la estación aérea, sin embargo, para no alarmar a quienes aguardaban los aviones comerciales, se los alojó provisoriamente en el salón VIP desde donde, al cabo de una hora, se los condujo en automóvil hasta un Boeing 727 que partía hacia Comodoro Rivadavia. Al subir a la aeronave, el pasaje los recibió con aplausos, provocando su sorpresa y satisfacción. Estuvieron en la capital de Chubut a las 18.30 justo cuando el Regimiento de Infantería 12 iniciaba el cruce a las islas después de su largo peregrinar. En la estación aérea patagónica pudieron notar que todos los aviones estaban ocupados y por eso recién después de dos horas consiguieron un Fokker F-27 que despegaba rumbo a Puerto Argentino llevando equipo y personal. Aterrizaron a las 21.10, después de un vuelo sin contratiempos y lo primero que sintieron al pisar el teatro de operaciones fue una sensación de profunda emoción la cual alcanzó su punto más alto cuando el capitán Jándula se inclinó, besó suelo malvinense y se persignó. Como dato curioso, ese mismo día el mayor Castagneto día debía contraer matrimonio en la lejana Salta. Los cuatro comandos abordaron un camión del Ejército y por ese medio llegaron a la capital. Una vez allí, se presentaron a las autoridades quienes dispusieron su alojamiento en los altillos de Moody Brook, donde funcionaba el puesto de mando de la X Brigada. Allí se encontraron con el capitán Frecha y otros oficiales de aspecto desalineado y barbas crecidas que, llegados de la primera línea, se hallaban en el lugar para reforzar las defensas de la población. Se notaba mucha desorganización y sobre todo, un preocupante desconocimiento de lo que se debía hacer pues el dispositivo defensivo aún no se había completado y para peor, se ignoraba la verdadera capacidad del enemigo. Al día siguiente, los británicos atacaron Grytviken y recuperaron las Georgias. La noticia cayó como una bomba entre las tropas apostadas en Malvinas y en una Argentina expectante y atenta a los acontecimientos. Los comandos se levantaron temprano, antes del amanecer y se dedicaron a recorrer la ciudad. El general Menéndez recién los recibió a las 11.00 y al verlos entrar los trató con mucha cordialidad porque al haberse desempeñado en Tucumán durante el Operativo Independencia, sabía de ellos y su proceder. En ese momento, el mayor Castagneto le solicitó el traslado de toda la Compañía, pedido que apoyó incondicionalmente el secretario del gobernador, mayor Carlos Doglioli por compartir con los recién llegados su preocupación por la excesiva libertad dada a los kelpers. Mencionaron el riesgo que ello significaba pues existía la posibilidad de que estuvieran realizando tareas de inteligencia y por esa razón, recomendaron limitar esa medida y efectuar un censo de la población civil. Utilizando una carta geográfica, Castagneto y sus hombres explicaron como la situación se iba a ir complicando paulatinamente, convenciendo a Menéndez de trasladar a toda la Compañía para utilizarla en misiones de exploración. En vista de la situación y dado que los aviones Pucará, Aermacchi y Mentor más los helicópteros destacados en misiones de observación no habían recogido información concluyente, se decidió el paso de los comandos para emplearlos como reserva aeromóvil decisiva. De ese modo, fue cursada al Estado Mayor General del Ejército la orden de traslado y movilización de la Compañía de Comandos. Al mismo tiempo, se despacharon instrucciones de Castagneto ordenando a sus oficiales tomar contacto con sus respectivas especialidades, alistar el equipo y preparar el armamento. Hubo gran regocijo en Campo de Mayo al conocerse la novedad. El domingo por la mañana, necesitado de apoyo espiritual, el teniente Anadón fue a escuchar misa a la iglesia católica de Santa María. La feligresía kelper se sobresaltó al verlo ingresar con su puñal y solicitó al párroco su intercesión para que se lo quitase. En vista de los presentes el sacerdote le pidió al comando que dejase el arma fuera pero el argentino se negó terminantemente y entró igual. Mientras tanto, en Campo de Mayo, el resto de la Compañía se disponía a pasar al Teatro de Operaciones alistando el material necesario para la campaña de invierno, a saberse, camisetas, uniformes de camuflaje, borceguíes, pasamontañas, máscaras antigases, mochilas y cascos. El armamento de la unidad consistía en fusiles FAL con culata rebatible de cinco cargas cada uno, pistolas Browning 9 mm de trece tiros, ametralladoras Sterling, fusiles M-16 de 5,56 mm, ametralladoras Manlincher 7,62 con mira telescópica, dos ametralladoras MAG 7,62 de 600 y 800 disparos y 11 kilogramos de peso; morteros de 60 mm de 1000 metros de alcance para transportar al hombro, lanzacohetes Instalaza de origen español de 88,9 mm, proyectiles antitanque PAF y antipersonales PDEF, municiones y puñales. Isidoro Ruiz Moreno se refiere a un hecho desconcertante que tuvo por protagonista al teniente primero Leopoldo Quintana. El oficial viajaba en su automóvil rumbo a la Escuela de Infantería, cuando cerca de la media noche pasó por la puerta de la discoteca “New York City”, en el centro de Buenos Aires. Allí la gente se veía totalmente despreocupada, pensando solamente en divertirse y pasar un buen momento, riendo y luciendo su indumentaria sin importarles en lo mas mínimo que en el extremo sur, individuos que pasaban frío, hambre y diversas privaciones se aprestaban a luchar y morir por ellos, enfrentando a una de las naciones más poderosas del mundo. Escenas similares se repetían en otros puntos de la capital y en las principales ciudades del interior, no así en la Patagonia, más allá de Bahía Blanca, donde la población vivía compenetrada de los hechos y comprometida con la situación. Y es que a esa altura de los acontecimientos, pasada la euforia inicial, el país parecía dividirse en dos; una parte al norte de la mencionada ciudad, viviendo la guerra como algo lejano y ajeno al trajín cotidiano y otra al sur, muy comprometida, tomándola como algo grave e importante. Los continuos alertas, apagones, simulacros de evacuación y la permanente sensación de que en cualquier momento iba a suceder algo ayudaron a tomar conciencia de esa realidad. ¿Cómo podía la gente desinteresarse tanto? ¿Cómo podía concurrir a bailes, estadios, cines y lugares de esparcimiento sabiendo que miles de compatriotas se preparaban para afrontar momentos tremendos como la lucha cuerpo a cuerpo, los bombardeos aéreos, el cañoneo naval, el frío polar, las heladas, el hambre y el temor, sabiendo que era muy posible morir de manera espantosa o quedar mutilados? Ese era el pueblo argentino y esa sigue siendo su idiosincrasia. Tanto machacar con que para los británicos aquella era una guerra colonial, un problema distante y la gente de Buenos Aires, como la de las principales ciudades del interior vivía el problema de la misma manera. A las 02.00 horas del 26 de abril finalizó el alistamiento. Los comandos se trasladaron al aeropuerto militar de El Palomar y a bordo de un Hércules C-130 que partían a diario a desafiar el bloqueo, se dispusieron a efectuar el cruce a las islas. Cuando los efectivos abordaban el avión cargando armas y mochilas, un sacerdote recién llegado de Puerto Argentino les entregó varios rosarios y escapularios, los cuales fueron muy bien recibidos. El Hércules hizo una breve escala en Villa Reynolds, asiento del Grupo 5 de Caza, donde debía cargar una turbina de avión con destino al archipiélago y luego siguió rumbo a Comodoro Rivadavia, aterrizando en plena noche, en medio de una tormenta feroz. Como se ha dicho, en la principal ciudad de Chubut el ambiente era muy diferente al de Buenos Aires. Los comandos pernoctaron en el hall del aeropuerto, metidos en sus bolsas de dormir después de descargar ellos mismos todo el equipo, tarea extenuante que les llevó desde las 22.00 hasta las 02.00 del día siguiente. Se levantaron a las 10.00 para regresar nuevamente el Hércules y después de un vuelo de dos horas bajo un cielo límpido y despejado, alcanzaron a divisar el primer conjunto de islas. El teniente primero Alonso se encontraba en la cabina del avión cuando las mismas asomaron en el horizonte; al verlas, sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo pues la vista le hizo tomar conciencia de que tanto él como su unidad estaban haciendo historia. Tras un aterrizaje normal, el transporte rodó varios metros por la carpeta asfáltica y una vez en la cabecera, abrió la rampa trasera por la cual comenzaron a descender los hombres de Castagneto. Como le había ocurrido a su jefe, los sorprendió el desorden y la desorganización imperantes en el lugar; se veían cajas amontonadas por todas partes con hombres yendo y viniendo sin saber bien que debían hacer. Los comandos se reencontraron con viejos camaradas de los regimientos de infantería 4 y 25, entre ellos, el teniente coronel Seineldín, a quien saludaron efusivamente y le manifestaron estar prontos a marchar hacia el monte Wall. Acto seguido, procedieron a cargar su equipo en dos camiones requisados pero entonces, una discusión con los conductores obligó la presencia de un coronel. Mientras los choferes esperaban que se resolviese la situación, apareció un soldado al volante de un Unimog al que detuvieron y obligaron a conducirlos al centro de la ciudad. Según cuenta Ruiz Moreno, desde una de las cocinas de campaña un cocinero les ofreció comida, oferta que aceptaron todos siguiendo consejos del teniente primero José M. Duarte, pues en tiempos de guerra es difícil saber cuando se volverá a presentar esa oportunidad. Así pasaron junto al RI4 que marchaba a pie hacia sus posiciones y una hora después llegaron al gimnasio, junto a la iglesia católica, donde tenía su puesto de mando la Policía Militar y se hallaba apostada una batería antiaérea. El remanente de la unidad se estableció en el Centro Cívico (Town Hall), asiento de la III Brigada y allí fue donde monseñor Jorge Luis Piccinalli ofició misa y bendijo la bandera de la Compañía, ceremonia filmada para la TV por el corresponsal de guerra Eduardo Anibal Rotondo. En la oportunidad, el mayor Castagneto designó abanderado al teniente Marcelo Anadón, por ser el oficial más joven y como escoltas al sargento primero Ramón Vergara y al cabo primero Héctor Coronel. Los comandos dedicaron los primeros días a aclimatarse al lugar y familiarizarse con el terreno, efectuando largas recorridas por la población y sus alrededores. El general Menéndez, les asignó funciones de policía militar, tareas que desempeñarían de manera impecable. Cumpliendo con esa tarea, llevaron a cabo detenciones, interrogatorios, requisas e inspecciones y pese a que la Compañía había sido asignada a la III Brigada, al mando del general Parada, su libertad fue total y sus movimientos completamente independientes. Para ello dividieron la ciudad en tres secciones, destinando una patrulla para cada una de ellas. Durante los interrogatorios, el doctor Llanos hizo las veces de intérprete, notándose que los kelpers respondían a todo sin poner ningún tipo de traba. La primera misión de importancia que se les encomendó fue desactivar el faro de la península de Freycinet (30 de abril), desde donde se podía orientar a los aviones y las embarcaciones enemigas. Al parecer, según algunas versiones, el mismo era utilizado con esa finalidad -en horas de la noche- y por esa razón era imperioso dejarlo inoperable. Para esa tarea, el mayor Castagneto desplegó tres secciones asignando a la del teniente primero José Martiniano Duarte llevar a cabo la operación, efectuar exploración costera desde el aire previo reconocimiento del establecimiento Estancia House y montar una emboscada en las tierras de Green Match donde se presumía habían desembarcado comandos ingleses. Integraban esa sección el teniente Fernando Isidro Alonso como jefe del grupo de asalto y el capitán José Ramón Negretti como oficial de logística. La segunda sección, al mando del teniente primero Sergio Fernández, debía dirigirse al noroeste para reconocer el sector norte de la Gran Malvina, la Isla Borbón y la Isla de los Remolinos y la tercera, encabezada por el teniente primero Daniel González Deibe, marcharía rumbo al sudoeste para explorar el poblado de Fitz Roy y sus alrededores. La sección del teniente primero Duarte abordó un helicóptero Bell UH-1H y a las 10.00 partió hacia su destino, sobrevolando lo que alguna vez fue Puerto Saint Louis o Puerto Soledad, poblado fundado por los franceses en 1764 y ocupado por los españoles seis años después. Tras mantenerse estáticos sobre las ruinas, la máquina siguió vuelo sobre las costas adyacentes, haciendo reconocimiento mientras el grupo de Ingenieros colocaba minas. Un trecho más adelante, distinguieron la silueta del faro y diez minutos después, se posaron en sus inmediaciones, tras corroborar que la zona se hallaba despejada. Los comandos saltaron a tierra y comenzaron a caminar en dirección a la torre. Enseguida notaron que el faro funcionaba pero según supieron después, cuadros del RI4 le habían quitado la batería. Se hallaban todos concentrados en sus tareas, inspeccionando el edificio y reconociendo sus alrededores cuando a uno de los efectivos se le escapó un disparo. Pensando que estaban siendo atacados, sus compañeros se arrojaron a tierra pero para su alivio, la cosa no pasó de un susto que motivaría luego, más de una broma. Finalizada la labor, los comandos treparon nuevamente al helicóptero y partieron hacia Estancia House, aterrizando dentro de su predio después de varios minutos de vuelo. El lugar era un típico establecimiento rural malvinense compuesto por varias edificaciones, a saberse, la vivienda principal, habitada por una familia kelper y tres o cuatro galpones, además de corrales, bebederos y otras instalaciones. Cuando la aeronave se posó, vieron a algunos hombres trabajando en el campo. Los comandos se les acercaron cautelosamente y tras comprobar la ausencia de tropas enemigas, reunieron a los pastores y procedieron a interrogarlos. Los kelpers respondieron todas las preguntas y permanecieron quietos mientras los soldados revisaban la propiedad. Encontraron municiones y ropa de combate pero se trataba de prendas y balas que los marines proveían a los civiles en tiempos de paz, para su entrenamiento militar. Antes de partir, el teniente primero Duarte ordenó incautar las municiones y luego abordaron el helicóptero para volar hacia Green Match, un sector de terreno blando, húmedo y esponjoso donde aterrizaron a las 14.00. Los comandos saltaron a tierra y echaron a andar. El sargento primero Ángel Armando Soria, un hombre alto y corpulento, no parecía tener dificultades para desplazarse por la turba, pese llevar sobre sus hombros la pesada ametralladora MAG. Por el contrario, el suboficial que trasportaba las municiones debió ser asistido por el teniente primero Leopoldo Quintana porque al hundir sus pies en el suelo cenagoso, retrasaba un tanto la marcha. En esas condiciones atravesaron los traicioneros ríos de piedra que abundan en las islas resbalando y cayendo frecuentemente, mojándose y golpeándose contra las rocas y helándose hasta los huesos al tropezar en la parte más honda de sus lechos. Anochecía cuando subieron una loma, desde donde se dominaba todo Green Match, a solo un kilómetro de Puerto Argentino. Mientas eso ocurría en la zona de Puerto San Luis, la sección del teniente Sergio Fernández se desplazaba en camión hasta los cuarteles de Moody Brook, punto final del pavimento. Veinte minutos después llegaron a destino hallando otro helicóptero Bell listo para transportarlos. Lo abordaron presurosamente y despegaron enseguida, escoltados por dos aparatos similares. Uno de los objetivos de la misión era neutralizar la radio de alta frecuencia que los kelpers tenían en la Isla de los Remolinos. Volando a baja altura atravesaron la Isla Soledad de este a oeste, cruzaron el Estrecho de San Carlos un tanto al sur de Punta Roca Blanca y casi enseguida distinguieron el monte Rosalía y algo más allá, las Seis Colinas. Por entonces, la flota enemiga se hallaba a solamente 100 kilómetros de distancia y las posiciones argentinas se encontraban dentro del radio de acción de los Sea Harrier, motivo por el cual comandos y tripulantes se hallaban extremadamente tensos en el interior del helicóptero aunque cuidándose muy bien de mostrarlo. Al cabo de veinte minutos, los pilotos creyeron distinguir al norte la silueta gris de una embarcación pero al aproximarse un poco más resultó ser una saliente rocosa contra la que golpeaban las olas con no demasiada fuerza. Sobrevolando la Gran Malvina detectaron un punto rojo. Recién cuando estuvieron encima pudieron determinar que se trataba de uno de los globos meteorológicos utilizados por los británicos en tiempos de paz. Los helicópteros tomaron tierra y los comandos se apoderaron del objeto después de efectuar de someterlo a una minuciosa inspección. Ya sobre la Isla Borbón sobrevolaron el pequeño poblado de Peeble, aterrizando inmediatamente después en la Estación Aeronaval “Calderón”, asiento de varios Mentor T-34 y el Skyvan de la Prefectura Naval junto a algunos helicópteros. Los Bell procedieron a cargar combustible pero como empezaba a anochecer los comandos informaron a los pilotos su decisión de pernoctar en el lugar. Fernández y sus hombres fueron alojados en el cuarto de oficiales donde extendieron sus bolsas y se dispusieron a racionar. Para entonces, las comunicaciones con Puerto Argentino estaban cortadas, cosa que tenía preocupado a todo el mundo, en especial a los comandos porque de esa manera quedaban completamente aislados. Tampoco funcionaba la red telegráfica del Ejército ni la de la Aviación Naval, algo que agravaba en extremo la situación. Se temía que el enemigo hubiese iniciado contramedidas electrónicas y hubiese neutralizado todo tipo de enlaces, barriendo el total de las frecuencias. La tercera sección, a cargo el teniente primero González Deibe, partió hacia Fitz Roy en horas de la tarde, a bordo de un helicóptero Puma del Ejército. Lo piloteaba el teniente primero Juan Buschiazzo, quien tiempo después, caería en combate. Su misión era efectuar exploración, levantar un censo de la población y una vez finalizada la labor, mantenerse en espera de instrucciones. Fitz Roy era el tercer conglomerado urbano de las islas después de Puerto Argentino y Prado del Ganso. Su puerto de gran calado estaba provisto de un muelle grande y disponía también de una pista de aterrizaje con cierta inclinación, ideal para operar desde allí con los Harrier si se la pavimentaba o cubría con planchas de hierro desplegables. Aterrizaron cerca de las 17.00, a menos de tres kilómetros del caserío y a escasos metros de un grupo de ingenieros que controlaba el puente por donde pasaba el camino a Puerto Argentino, al que debían volar si las fuerzas británicas se hacían presentes. Los comandos echaron pie a tierra y después de preparar el armamento, iniciaron el avance, González Deibe en primer lugar, secundado por Juan Elmíger, Alejandro Brizuela y el resto del pelotón. Elmíger fue destacado hacia un punto señalado por su jefe, para montar un puesto de observación, eso una vez que la patrulla hiciera un alto para estudiar el terreno y racionar. Eran las 21.30 de una noche cerrada y el silencio en los alrededores era total. Elmíger regresó a las 24.00 y después de dar un detalle de lo visto, la sección reinició el avance efectuando una lenta aproximación a la población para tomar por sorpresa a sus habitantes y a posibles efectivos infiltrados. González Deibe llevaba consigo una lista con los nombres de los integrantes de Defensa Civil y sus jerarquías militares, que le resultaría de suma utilidad a la hora de efectuar arrestos e identificaciones. En lo alto de un cerro instalaron la MAG junto a una pieza antitanque Instalaza y después de dejar un grupo de vigilancia, procedieron a descansar dentro de sus bolsas de dormir. En esos momentos llovía intensamente y el frío calaba los huesos. A las 04.32 de la mañana del 1 de mayo una poderosa explosión despertó a los comandos en Green Match y Fitz Roy. Se incorporaron sumamente sobresaltados y cuando se asomaron por sobre las lomas, pudieron observar, uno tras otro, veintisiete fogonazos seguidos seguidos cada uno por igual número de detonaciones (estas últimas les llegaban con dos segundos de retraso). Los hombres de Castagneto sintieron vibrar la tierra y vieron como el cielo nocturno se iluminaba tétricamente en Puerto Argentino. Era el primer bombardeo de la operación Black Buck, prueba elocuente del reinicio de las hostilidades. Como era de esperar, la crisis desembocaba en tragedia. Mientras los hombres de Castagneto comentaban excitados lo acontecimientos, el radio-operador informó que el silencio de radio era absoluto en todas las frecuencias y por consiguiente, se hacía imposible establecer contacto. Con las primeras luces del día los Sea Harrier atacaron el aeropuerto siendo rechazados por las antiaéreas en proximidades de la pista. Desde sus posiciones, los comandos podían escuchar claramente el fragor de la batalla, divisando las negras columnas de humo elevándose desde el sector ocupado por el RI25. Seineldín y sus hombres estaban soportando un duro bombardeo, cosa que corroboró el teniente primero Duarte a través de sus prismáticos. -Están por desembarcar en Teal Inlet – dijo el oficial sin dejar de observar. Acto seguido ordenó un repliegue hasta el monte Kent para dirigirse desde ese punto a la capital, intuyendo que se los necesitaría allí. La sección se puso en movimiento encabezada por Alonso, con su jefe caminando detrás, siempre a través del dificultoso terreno de turba. Durante un alto, Duarte volvió a enfocar con sus lentes de largo alcance y fue entonces que creyó percibir movimientos. -¡¡Es el desembarco!! – gritó - ¡debemos alcanzar la alturas lo antes posible! Los soldados echaron a correr por una pendiente, aferrando sus armas con fuerza y una vez en lo alto, se detuvieron para dar tiempo a su jefe de echar una nueva mirada. Duarte volvió a apuntar con los binoculares y para su alivio pudo comprobar que el movimiento detectado anteriormente era en realidad el desplazamiento presuroso de un rebaño de ovejas, sobresaltadas por los estallidos. Al escuchar eso, sus hombres lanzaron al unísono una fuerte carcajada y eso sirvió para aliviar tensiones y hacer una serie de bromas muy bien asimiladas por el jefe de la sección. Llovía con intensidad y comenzaba a caer granizo cuando procedieron a racionar, siempre a la intemperie, mientras los vientos helados azotaban desde el sur. En esos momentos, la sección del teniente primero González Deibe se encontraba acantonada a unos 3000 metros de Fitz Roy, sobre una altura de 400 metros desde la cual recién a las 06.30 iniciaron el avance en formación de combate. Los soldados entraron al poblado, lenta y cautelosamente, notando que las casas se hallaban a obscuras, sin ningún movimiento ni adentro ni afuera. Una vez frente a la del administrador, la rodearon lentamente y sin dejar de vigilar los alrededores, tomaron ubicación llamando a viva voz ordenaron a sus ocupantes. Los moradores de la propiedad aparecieron con las manos en alto, sin ofrecer ningún tipo de resistencia y con la celeridad del rayo, los comandos se introdujeron en el interior, generando la consabida angustia de sus propietarios. Una vez dentro, el jefe de la sección corrió hasta el teléfono y llamó a Puerto Argentino. Lo atendió Negretti cuando la capital era nuevamente bombardeada desde el aire. González Deibe preguntó si había heridos en la compañía y para su alivio la respuesta fue negativa. Acto seguido, tomó el teléfono Castagneto y sin más preámbulos le explicó que no hubo ningún desembarco y que el ataque había sido repelido. -Vénganse inmediatamente para acá- le ordenó a continuación y tras unas pocas palabras, cortó la comunicación. González Deibe procedió a realizar el censo de la población, tarea que le llevó un par de horas. Sus resultados fueron poco más de un centenar de habitantes de los cuales unos sesenta estaban en condiciones de empuñar las armas. Los comandos confiscaron tres Land Rover y antes de retirarse se apropiaron de cuanto rifle, pistola y escopeta encontraron en el lugar. Ningún malvinenses del cuerpo de defensa local entrenado por los Royal Marines se ofreció a participar en la lucha; el 2 de abril apenas se presentaron 12 de un total de 90 y con los primeros disparos manifestaron su deseo de no luchar, agrupando sus armas en el centro del gimnasio que les servía de cuartel. Mucho menos lo hicieron durante los combates posteriores al Día "D". Como el resto de la población prefirieron encerrarse en sus casas y ahí permanecieron hasta la retirada de los argentinos. El trayecto hasta la capital fue lento y complicado a causa del fango, la turba y las irregularidades del terreno. En algunos tramos debieron descender y empujar los vehículos porque sus ruedas se empantanaban y en una de esas ocasiones creyeron distinguir a lo lejos las siluetas de tres buques enemigos que parecían disparar sobre la ciudad. Cuando la sección de González Deibe regresaba a Puerto Argentino, el mayor Castagneto abordó un Puma de la Prefectura Naval y partió en busca del teniente primero Duarte cuya sección se hallaba apostada en Green Check. Despegaron a las 11.50 escoltados por un Agusta y llegaron quince minutos después, sin novedad. Una vez que la sección estuvo a bordo, Castagneto le dijo a Duarte que se dirigían a la estancia de un kelper de apellido Pitaluga, a orillas de la gran bahía Salvador. Al parecer, el sujeto suministraba información a la Task Force, estableciendo contacto radial con el “Hermes”. Según relata Juan Carlos Moreno en su libro Nuestras Malvinas, los Pitaluga eran una de las familias más antiguas y prestigiosas del archipiélago, establecida allí a mediados del siglo XVIII2. Su estancia, “Rincón Grande”, era la más extensa y moderna de las islas y la componían doce edificaciones ubicadas en uno de los lugares más bellos de la región. Además de la casa principal, es decir, la residencia de la familia, destacaban varios galpones, establos y construcciones destinadas a los peones. Los helicópteros se fueron aproximando al establecimiento y a poco de llegar, se posaron sobre la turba. Con los rotores en marcha, los comandos echaron pie a tierra y procedieron a cercar la residencia tratando de impedir cualquier intento de fuga. Lo primero que observaron fue un helicóptero Sikorsky desprovisto de aletas, arrumbado cerca de un tinglado y algo más allá, tractores y más vehículos, prueba de que los dueños eran, realmente, gente de buena posición. Se presumía que había efectivos enemigos en el lugar y por esa razón, se adoptaron todos los recaudos para entrar en combate, el primero de ellos, encomendarle al escalón del teniente Leopoldo Quiroga tomar ubicación en unas elevaciones cercanas para proveer cobertura. Castagneto le ordenó al teniente Alonso que él y su gente se acercasen al edificio principal en tanto el resto de la sección ocupaba puestos de combate. Cuando la casa estuvo completamente rodeada, el capitán Jándula se adelantó hasta la puerta trasera y la abrió de una patada, permitiendo a los comandos abalanzarse en su interior, tomando por sorpresa a la familia. Sin dejar de apuntar a los propietarios, el teniente Alonso impartió una serie de indicaciones, la principal, efectuar un minucioso registro de la propiedad, sin ninguna duda la construcción más confortable que habían visto desde su llegada a las islas, después de la residencia del gobernador. Tenía un jardín muy bien cuidado y en la costa un muelle con una lancha amarrada. Durante el registro apareció lo que estaban buscando: la radio de largo alcance con la que, el dueño de casa mantenía contacto con la flota. En vista de ello, Castagneto procedió a interrogar a cada uno de los miembros de la familia, empezando por el mismísimo Pitaluga, un kelper alto, apuesto y sumamente educado, de no más de cuarenta y cinco años de edad, que se ofreció a responder todas las preguntas. Por el contrario, su esposa, era poco agraciada y bastante desagradable, contraste que llamó la atención de los recién llegados. El malvinense reconoció haber establecido contacto con el “Hermes” pero aseguró que no fue para pasar información sino para hacerle llegar al gobernador Menéndez una propuesta de rendición incondicional del almirante Woodward. Además agregó, como si estuviera realmente convencido, que como ciudadano británico podía hablar con su gente cuando lo quisiera, afirmación que asombró a sus interlocutores por lo superficial e ingenua. Los comandos procedieron a confiscar el aparato y mientras el cabo primero Miguel Ángel Rivero se dedicaba a desarmarlo pieza por pieza, el hijo de Pitaluga, un muchacho alto, de unos 17 años de edad, recriminó en perfecto español a los argentinos (y hasta con acento rioplatense por haber estudiado en Córdoba), acusándolos de invasores y recalcándoles que las islas le pertenecían a ellos, los malvinenses y, por consiguiente, eran legítimamente británicas. En tono irónico, Jándula le preguntó porque, siendo “tan británico”, había ido a estudiar a la Argentina y no a Inglaterra, dejando al muchacho vacío de argumentos. -Yo con mi vida, hago lo que quiero -respondió. Por orden de Castagneto, Pitaluga fue detenido y conducido a Puerto Argentino. Al escuchar eso, su mujer se asustó mucho y el hijo, casi con lágrimas en los ojos, volvió a acusara los efectivos de invasores. Minutos después, la sección abordó los helicópteros y puso rumbo a la capital llevando consigo al prisionero. Mientras eso ocurría en “Rincón Grande”, la segunda sección al mando del teniente primero Fernández permanecía aislada en la Isla Borbón, sin contacto radial. A las 06.00 un suboficial radio-operador ingresó corriendo en el cuarto de oficiales para anunciarle a su jefe que Puerto Argentino estaba siendo bombardeado y que la pista del aeropuerto parecía haber sido destruida. Fernández se incorporó rápidamente y como no podía hacer otra cosa, ordenó a sus hombres alistarse para seguir adelante con la misión. Cuando su reloj señalaba las 08.00, abordaron un helicóptero Bell y poco después dejaban atrás la Gran Malvina en dirección a la isla Remolinos, sobrevolando las bahías Goulding y San Francisco de Paula a 180 km. de velocidad y un metro y medio de altura. Cuidándose de pasar lo más lejos posible del establecimiento Dunbar, alcanzaron el extremo oeste de península y con las primeras luces, cruzaron a la mencionada isla. En ese momento, un albatros que levantó vuelo asustado se estrelló contra el parabrisas de la aeronave obligando a su piloto, el teniente Arturo Jardel, a sujetar con fuerza los mandos para no perder el control. El aparato aterrizó sobre una hondonada, a 500 metros de un establecimiento rural compuesto por una vivienda principal, algunos galpones y unas pocas edificaciones costeras y una vez seguros, los comandos saltaron a tierra. Cubiertos por la sección del teniente primero Fernando R. García Pinasco, apostada detrás, se acercaron muy cautelosamente al grupo de edificios. Tal como ocurrió en lo de Pitaluga, al llegar a la vivienda tomaron posiciones y les ordenaron a sus moradores salir con las manos en alto. Con los efectivos apuntando hacia la entrada, la puerta se abrió y a través de ella salieron tres kelpers muy asustados, el propietario, un individuo de apellido Napier y dos mujeres, una de ellas su esposa y la otra su cuñada. Los argentinos ingresaron en la propiedad y comenzaron a revisar su interior sin la menor objeción por parte de sus moradores. Napier era el dueño de la isla y se dedicaba a la cría de ganado ovino, tal como lo hacía su familia desde 1860. Poseía además un moderno velero amarrado a uno de los muelles y una embarcación más antigua dotada de un obsoleto equipo de comunicaciones, inadecuado para establecer enlace con las unidades navales enemigas. La requisa no arrojó resultados pues apenas hallaron un viejo fusil Enfield de la Segunda Guerra Mundial, una escopeta de caza y un segundo transmisor, bastante moderno en este caso pero de poco alcance. Los comandos procedieron a incautar todo el material, incluyendo la radio del barco y lo llevaron hasta el helicóptero desoyendo las protestas de las mujeres quienes trataban de explicarles que sin esos aparatos quedarían completamente aislados e imposibilitados de solicitar asistencia médica en caso de necesitarla. De todas maneras, esos kelper fueron de lo más agradables y estando los soldados a punto de retirarse con el material incautado, les convidaron café, algo que aquellos aceptaron de muy buena gana. Mientras los argentinos bebían, los malvinenses entablaron una amable conversación. Napier dijo haber nacido ahí mismo y las mujeres sostuvieron con firmeza, aunque con mucha educación, lamentar profundamente la guerra pero que aquello era territorio británico y las islas les pertenecían a quienes las habitaban desde hacía tantas generaciones. Pese a la discrepancia, los ocho hombres de la sección se alejaron en dirección al helicóptero, deseándoles suerte. Regresaron a la Isla Borbón al mediodía, con los tanques de combustible casi agotados. Ni bien se posaron, los Mentor del teniente Pereyra comenzaron a carretear para atacar a un helicóptero que merodeaba en las cercanías y enfrentarse a los mismísimos Sea Harrier en el el primer encuentro aéreo de la contienda (Ver capítulo "1 de mayo. Continúa la batalla"). Una vez en la Estación Aeronaval “Calderón”, los hombres del teniente primero Fernández se pusieron al tanto de lo acaecido durante su ausencia y mientras lo hacían, el operador de radio estableció comunicación directa con Río Grande, novedad que les permitió recibir varios alertas de ataques aéreos con bastante anticipación. Ese día, por la tarde, llegaron dos Pucará provenientes de Darwin, cuyos pilotos informaron sobre los bombardeos a la BAM “Cóndor”, incluyendo la muerte del teniente Daniel Jukic y todos sus asistentes. Dieron cuenta, además, de la presencia enemiga en cercanías de San Carlos, de la posible infiltración de elementos del SAS y SBS y otros detalles que sumieron en preocupación a los integrantes de la 601 y al personal de la estación. Cerca de las 16.30 horas, comandos, pilotos y efectivos fueron testigos del combate aéreo entre los Mirages del capitán García Cuerva y el teniente Perona y dos Sea Harrier el Escuadrón 801. La guerra se había desatado en toda su intensidad y nada perecía detenerla. Un análisis no demasiado exhaustivo permitió determinar que tras el bombardeo a los aeródromos de las islas, el próximo objetivo iba a ser la Estación Aeronaval y que el mismo iba a ser en breve. En vista de ello, el teniente primero García Pinasco pronunció aquellas proféticas palabras que quedarían grabadas en los oídos de sus subordinados por mucho tiempo: “Esto no va a terminar hasta que corra mucha sangre”3. Siguiendo el relato de Isidoro Ruiz Moreno, antes de regresar a Puerto Argentino el teniente primero Fernández decidió cruzar a la Gran Malvina para continuar explorando y reconociendo el terreno. Su sección se puso en movimiento un par de horas después, en plena noche, bajo la llovía y con temperaturas que oscilaban entre los 20º y los 25º bajo cero. Aterrizaron en una zona desértica, a mitad de camino entre la isla Borbón y Puerto Howard, donde pasaron el resto de la noche. Recién a las 07.00 Anadón logró sintonizar la radio y escuchar noticias procedentes de Buenos Aires. A través de las mismas, supieron de los combates aéreos, los duelos de artillería y los intentos por hallar una solución pacífica a la disputa. En ese sentido, las organizaciones internacionales y los representantes de varios gobiernos se movían aceleradamente, acuciados por el incremento de la violencia y lo grave de la situación. De todas maneras, los efectivos de la 601 siguieron adelante con los procedimientos, intentando dar con elementos infiltrados o algún indicio de su presencia. A las 14.00 horas del 1 de mayo, la sección del teniente primero Fernández llegó a Puerto Argentino y una vez en el gimnasio que les servía de cuartel, procedió a limpiar el armamento y descansar. Fue allí, distendidos y algo más relajados, donde los comandos decidieron reemplazar sus cascos de acero por las mucho más cómodas gorras de lana negra y las boinas verdes. En la madrugada del día 2, un helicóptero Agusta exploró la región de San Carlos y poco después, otros tres cruzaron por el punto más angosto del estrecho, volando a baja altura a intervalos de cinco minutos uno de otro. En Moody Brook, mientras tanto, la sección del teniente primero Duarte esperaba el mejoramiento de las condiciones climáticas para embarcar en los helicópteros y volar hacia un punto situado al sur de la península de Murrell, en cuyas playas se habían detectado movimientos sospechosos. La avanzada llegó al lugar después de un vuelo de veinte minutos y tras saltar a tierra, comenzó una minuciosa búsqueda cuyos resultados fueron el hallazgo de un bote inflable en posición invertida sobre la arena y elementos menores. En vista e ello, el teniente Duarte organizó dos escalones, ordenándole al primero (apoyo) tomar posiciones en las alturas cercanas y al segundo (asalto) iniciar la aproximación al gomón. Cuando el teniente Fernández Alonso llegó hasta el bote, un grito del sargento ayudante Francisco Altamirano lo hizo detener. El suboficial lo previno sobre la posibilidad de que el enemigo hubiera colocado una trampa cazabobos y en vista de ello, se arrojaron ambos a tierra para acercarse a la rastra y ver si había algo debajo. Al llegar, descubrieron otros objetos en su interior y eso hacía factible que fueran explosivos. Por tal motivo, decidieron pasar una soga por las agarraderas y luego tirar fuerte hacia atrás, para ver si ocurría algo. Así lo hicieron y para su alivio, nada sucedió. Se incorporaron adoptando las precauciones del caso y procedieron a dar vuelta el bote, descubriendo un motor de 45 HP con combustible en su tanque, tres salvavidas con la inscripción “Hermes”, una campera de cuerina, envases vacíos de leche y cuerdas. Se trataba de una lancha de goma del tipo Zodiac para una dotación de ocho hombres, que pertenecía, sin ninguna duda, a un escuadrón del SBS, cuyos integrantes debieron haberse mimetizado entre la población civil. Nada de eso pareció impresionar al personal de la Estación; la noticia del hundimiento del “General Belgrano” lo había sumido en profundo pesar, lo mismo al resto de la guarnición argentina y así permanecieron hasta el 4 de mayo, cuando el impacto en el “Sheffield” pareció mitigar en parte (una parte muy ínfima) aquella sensación. La actividad de los comandos durante los primeros días de mayo fue realmente intensa, con numerosas misiones de exploración y patrulla tendientes a detectar presencia enemiga y posibles desembarcos. Una de aquellas recorridas tuvo por destino las islas Tussac, al norte de Puerto Argentino, frente a la península Freyssinet, donde todo parecía indicar que se dirigían los bombardeos. Los comandos se encaminaron hacia el lugar y regresaron sin haber encontrado nada aunque negros de hollín de pies a cabeza por el bombardeo con napalm al que fueron sometidas en la primera quincena de abril. Algo más tarde, procedieron a inspeccionar las posiciones ocupadas por los regimientos de infantería 4, 3 y 25 y después abordaron la lancha patrullera “Río Iguazú” para recorrer la Bahía de Aceite con el objeto de brindar cobertura desde allí. La misión tuvo lugar en horas de la noche, cuando seis hombres al mando del teniente García Pinasco (la mitad de la 2ª Sección) se ubicaron en el guardacostas llevando consigo un cohete antitanque Instalaza de 88,9 mm, una MAG y un mortero de 60 mm. Las órdenes eran precisas, debían explorar el litoral norte de la Isla Soledad y recorrer la península de San Luis porque se tenían indicios de que por ese sector se habían infiltrado comandos del SAS y el SBS. La lancha navegó sobre las aguas de un mar embravecido, sorteando las olas que batían la zona mientras en su interior los hombres del Ejército sufrían mareos y descomposturas. Para su fortuna, los marinos disponían de pastillas especiales y eso les devolvió la compostura. La patrulla no arrojó resultados, sin embargo, hallándose García Pinasco observando la costa con sus lentes de visión nocturna, creyó detectar movimientos. Los hombres abrieron fuego batiendo la playa tanto con la ametralladora pesada y el mortero como con sus armas livianas, sin que se produjera respuesta; llegado el amanecer, emprendieron el regreso a Puerto Argentino sin saber si realmente acababan de rechazar un nuevo intento de infiltración. Los comandos encontraron a Castagneto sumamente alterado con los altos mandos pues a su entender, sus hombres estaban siendo utilizados en tareas elementales y no en el tipo de misiones para las que habían sido entrenados. Por esa razón, faenas como las realizadas con la “Río Iguazú” se suspendieron definitivamente. La primera oportunidad pareció llegar el 4 de mayo por la mañana, cuando el mayor Doglioli, ayudante del gobernador, le hizo saber al jefe de los comandos que el puesto de mando del general Menéndez iba a ser atacado. Por tal motivo, se decidió el traslado de su cuartel general desde Stanley House, sobre el 25 de la costanera Ross Road, hasta la Secretaría de Gobierno y para ello, los efectivos de la Compañía 601 deberían proveer cobertura. Se estimaba que ese ataque se iba a llevar a cabo alrededor de las 21.00 y por esa razón, se debería hacer el desplazamiento lo más rápidamente posible. Mientras el estado mayor del gobernador procedía a ocupar el sólido edificio de piedra y dos plantas, Castagneto volvió a protestar por considerar la tarea asignada impropia de comandos, argumentando con razón, que para eso sobraban tropas regulares. Además, la 1ª Sección del teniente Duarte se hallaba en una misión fuera de la ciudad y a raíz de ello la unidad se encontraba debilitaba. El mayor Doglioli, amigo personal de Castagneto, le explicó con cierta firmeza que tenía datos sumamente precisos y sobre un ataque a realizarse esa noche. Dudando de la veracidad de esos informes, Castagneto organizó una suerte de “guardia pretoriana” con elementos de las secciones de Fernández y González Deibe, para cubrir el traslado del gobernador a su nuevo destino. Para asombro de los comandos, lo que debió ser una mudanza casi secreta fue, al mejor estilo argentino, una acción al descubierto, en el más completo desorden, a la vista de todo el mundo, especialmente de los kelpers, con órdenes a viva voz y gente desplazándose desorientada llevando objetos y cajas hasta los camiones y otras unidades móviles que esperaban en la calle. ¿Qué hubiera ocurrido si los tan temidos “elementos infiltrados” hubiesen registrado la operación? ¿Nadie pensó en los malvinenses? ¿Podían ser ellos quienes pasaban esa información? Las horas transcurrían y al caer la noche, los hombres de Castagneto se hallaban apostados en torno a la Secretaría de Gobierno, atentos al menor movimiento. Fue en esas circunstancias cuando tal como lo adelantara Doglioli, a las 21.00 se inició un tiroteo con disparos intermitentes que parecían provenir de diferentes puntos, especialmente la parte posterior de la Casa de Gobierno. Los argentinos respondieron con fuego graneado, apuntando en dirección a la residencia y a Wireless Ridge (Colina de la Radio), donde se hallaba estacionado el Regimiento de Infantería 7. La bahía se iluminó con las trazadoras y a los pocos minutos, los arbustos secos que rodeaban el monumento de la batalla naval de las Islas Malvinas en la Primera Guerra Mundial, comenzaron a arder, desatando un incendio de consideración. Los comandos disparaban con decisión, respondiendo el intenso fuego generado por elementos desconocidos y así lo hicieron durante una hora hasta que, pasadas las 22.00, el combate finalizó. Nadie resultó herido pero quedó latente la sensación de que efectivamente, el enemigo había infiltrado fuerzas especiales y que Menéndez era un inepto, el típico general de escritorio al mostrar abiertamente su cambio de posición. A las 05.00 de la mañana, se produjo el segundo bombardeo de los Vulcan, con los mismos resultados del anterior. Durante la noche, se montó un nuevo operativo a cargo de los capitanes Frecha, Figueroa, Jándula, Llanos y Negretti, cuyo objetivo era el mercado de West Store (Mercado del Oeste) donde se presuponía se movían efectivos británicos mimetizados entre la población. Como bien explica Ruiz Moreno, numerosos civiles se refugiaban allí buscando amparse de los bombardeos nocturnos ya que el edificio, construido en piedra, era extremadamente sólido y su techo ostentaba la inscripción “Defensa Civil”. Los comandos rodearon la construcción y protegidos por la obscuridad se asomaron por las ventanas justo cuando alguien en el interior apagaba las luces. Los hombres de la 601 comprobaron que desde ese lugar era sumamente fácil seguir los desplazamientos de las tropas y por esa razón decidieron proceder. Para informar la novedad, el capitán Figueroa sacó su equipo de radio y tras establecer comunicación y dar cuenta de lo ocurrido, recibió la escueta orden de esperar. En plena noche y torturados por el frío, los efectivos argentinos aguardaban agazapados, observando permanentemente el mercado hasta que, de pronto, un disparo solitario pegó muy cerca de donde se encontraba ubicado el capitán Jándula. Pese a la sorpresa, el oficial supo mantener el aplomo y permaneció quieto en su lugar aunque sin poder evitar una imprecación. Los disparos aislados se tornaron frecuentes en la ciudad, sobre todo de noche y eran, por lo general, producto de conscriptos nerviosos que reaccionaban ante cualquier movimiento extraño. Sin embargo, había otros, ocasionados por efectivos infiltrados, que darían origen a la infundada versión de que los propios malvinenses abrían fuego contra las tropas ocupantes. Amanecía cuando llegó al lugar el mayor Castagneto decidido a ingresar en el interior del edificio. Y así ocurrió. A una orden suya, los comandos se incorporaron y se abalanzaron con suma brusquedad sobre los accesos, sobresaltando a los kelpers que dormían en el interior. Los argentinos irrumpieron a los gritos, apuntando a los temblorosos malvinenses con sus armas, generando su consabido temor e incertidumbre. Se los obligó a formar una hilera con las manos en alto, de cara contra la pared y se procedió a revisarlos, no sin cierta brusquedad. Los pobres individuos estaban realmente asustados y nada dijeron al ser sometidos a tan riguroso control. Los hombres de Castagneto no hallaron nada porque simplemente se trató de una falsa alarma. Por esa razón, cuando se retiraron, los pobladores fueron corriendo hasta el despacho del comodoro Carlos Bloomer Reeves, con quien tenían muy buenas relaciones y le presentaron su queja. El 5 de mayo fue un día especial para los comandos porque el propio gobernador militar les encomendó una misión de alto riesgo. Debían explorar la Isla de los Leones Marinos, al sudeste de la península de Lafonia, donde aviones de exploración propios habían detectado lo que parecían ser antenas y radares. Al parecer, la Fuerza de Tareas británica utilizaba esos elementos para orientar un desembarco intermedio de pertrechos, tropas y helicópteros y por esa razón, era imperioso neutralizarlos. Se trataba en verdad de una tarea sumamente arriesgada pues la isla se encontraba dentro del radio de acción de los Harrier y las unidades de superficie enemigas y podía ser batida con facilidad. Fue una vez más la sección del teniente primero Duarte la seleccionada para llevar a cabo la tarea aunque esta vez, su jefe manifestó ciertos reparos por considerar que las posibilidades de sus hombres iban a ser nulas. A su entender, veinte efectivos solos no podrían con toda la flota y por esa razón resultaba imperioso planificar mejor la operación. Según cuenta Ruiz Moreno, al escuchar esas palabras a alguien le parecieron ideales para el título de una película bélica: “Veinte hombres contra la flota”. Era realmente una misión suicida que implicaría la muerte de toda la sección en caso de establecerse contacto con las fuerzas enemigas. Pero el mayor Castagneto insistió pues el alto mando ya había impartido la orden y no había más que discutir. Y para aumentar la sensación de abandono, desde el continente se informó que dadas las condiciones climáticas, los aviones destinados a brindar protección, no iban a poder operar. Duarte no dijo más. “A ver si después de todo, piensan que tengo miedo”, pensó4. En cumplimento de las órdenes recibidas, alistó su equipo y cuando los relojes daban las 06.00 abordó un helicóptero Puma y después de esperar que el viento y la lluvia amainasen, despegó con su sección, escoltado por un Agusta. Integraban el grupo, además de Duarte, los capitanes Frecha y Llanos y los suboficiales Quintana, Alonso, Ríos, Moreno, Cálgaro, Altamirano, Rivero, Vera, Contreras, Pichihuelches, Tunini y los dos Gómez. Aquella misma noche una lancha patrullera de la PNA partió hacia el mismo destino5, llevando a bordo a un escuadrón de comandos anfibios de la Armada quienes debía operar como avanzada en lo que sería la primera operación conjunta de las fuerzas argentinas6. Los helicópteros volaban a escasos cinco metros de un mar encrespado, separados a una distancia de 150 metros uno de otro, llevando en su interior a los comandos, con sus trajes de camuflaje y sus rostros embadurnados de betún. Viajaban sin pronunciar palabra, sujetando sus armas con firmeza, intentando minimizar la tensión y el nerviosismo propio de las misiones de alto riesgo. Sus pares de la marina los precedían en la patrullera, intentando alcanzar antes el objetivo, al que llegaron después de bordear la costa oriental de la isla Soledad, dejando a su derecha Fitz Roy, Bahía Agradable y la gran desembocadura del seno Choiseul. A la altura de la bahía de los Abrigos, pusieron proa al sur y con mucha cautela -debido al mal tiempo-, se adentraron en aguas abiertas. Una vez frente a la isla principal, abordaron los botes inflables y comenzaron a remar hacia la costa, siempre al amparo de la obscuridad. Ellos también llevaban los rostros ennegrecidos, vestían completamente de negro y cubrían sus cabezas con gorros de lana del mismo color. Ni bien tocaron la playa, saltaron al agua y arrastraron las balsas para depositarlas sobre la arena y el pedregullo. Con mucha previsión subieron las barrancas rocosas y una vez en lo alto comenzaron a aproximarse lentamente al establecimiento. Su indumentaria y su apariencia habrían aterrorizado a cualquiera, más sabiendo a esos hombres dispuestos a abrir fuego. Deslizándose agazapados a través del terreno, llegaron a la edificación principal y tras una minuciosa inspección, pudieron determinar que no había nadie. Aparentemente el islote estaba deshabitado. En esos momentos, en otro lugar, el teniente primero Duarte le indicaba al Agusta que los sobrepasase para ametrallar cualquier movimiento sospechoso. Ruiz Moreno describe el establecimiento de la isla principal ocupando el total del promontorio, cuyas costas se hallaban pobladas por gran número de elefantes marinos y una inmensa variedad de aves. Cerca de la casa, que era el edificio más próximo al litoral por el noreste, pastaban tranquilamente ovejas, vacas y caballos de muy buena calidad y algo más al sur se alzaban galpones, depósitos y más casas. La sección de Duarte aterrizó cerca de la propiedad y ni bien pisó tierra, se unió a sus pares navales para seguir explorando. Cuando echaron andar, comprobaron que la puerta de la viviendas principal se hallaba abierta y que nada se movía a su alrededor. Con mucha precaución la rodearon e inmediatamente después varios hombres se lanzaron al interior. El lugar parecía haber sido abandonado recientemente; en la vivienda encontraron una videocassetera conectada a un televisor, uniformes británicos, dos fusiles y un equipo de radio. Afuera hallaron un pozo de zorro y trincheras y cerca de allí, un Land Rover y una lancha con su motor fuera de borda. Lo más llamativo fueron los numerosos tambores de combustible y las balizas apiladas cerca de uno de los galpones, prueba de que los británicos planeaban acondicionar el lugar para operar con sus helicópteros desde allí. A media mañana, la isla había sido completamente explorada, lo mismo varios de los islotes cercanos, razón por la cual, después de comprobar que el área estaba deshabitada, los efectivos subieron a la lancha, otros a las aeronaves y emprendieron el regreso. Durante el vuelo, se recibió una comunicación desde Puerto Argentino dando cuenta de un avión argentino derribado en la Isla de Bougainville, al este de Lafonia, ordenándoles dirigirse allí para investigar. Los helicópteros viraron hacia ese punto y al llegar, aterrizaron cerca de unas elevaciones bajas, al noroeste de la isla, comprobando que buena parte del terreno ardía y que los restos del aparato se hallaban dispersos por doquier. Como la búsqueda no arrojó resultados, decidieron trasladarse al establecimiento Lively para interrogar a sus moradores. Se encontraron con gente amable, que los trató con mucha cortesía y hasta les manifestaron su deseo de ver a Gran Bretaña derrotada (seguramente intentando congraciarse con los recién llegados)7. Los malvinenses dijeron haber presenciado el combate aéreo y creían que el avión británico que había derribado al caza argentino también fue alcanzado. Ruiz Moreno especula sobre aquellos kelpers, alejados de sus connacionales, abandonados a su suerte e incluso olvidados. Los isleños manifestaron estar desabastecidos y hasta pasar hambre y por esa razón, los comandos les dejaron parte de sus raciones. Los pobladores de Lively despidieron a los “visitantes” con calurosas muestras de afecto, estrechando sus manos, palmeándolos y agitando sus brazos en señal de saludo. Incluso cuando los helicópteros se elevaron, comenzaron a aplaudir. Para tener una idea de lo riesgos de la operación, el autor de Comandos en Acción recuerda que tres días después de aquella patrulla (9 de mayo), fue hundido en aguas próximas a la Isla de los Elefantes Marinos el pesquero “Narwal” y que un helicóptero del Ejército despachado en su rescate, fue abatido por las fuerzas enemigas pereciendo sus tres tripulantes. Otra de las misiones que llevaron a cabo los comandos fue el reconocimiento de las inmediaciones del puente Murrel, sobre el río homónimo. La misión fue encomendada al capitán Frecha y el teniente primero Fernández, quienes partieron de Puerto Argentino a las 10.00 a bordo de sendas motos tipo motocross, tomando el camino a monte Kent, bajo un cielo plomizo, azotados por una helada llovizna. Siete horas después (17.00) se encontraban en el puesto de mando del mayor Oscar Jaimet, jefe del Regimiento de Infantería 6, donde se comunicaron por radio con el mayor Castagneto para informarle que pasarían la noche allí porque la niebla era sumamente espesa y no les permitía continuar (apenas se podía ver a dos o tres metros de distancia). Conversando con Jaimet comieron una ración en caliente y hasta disfrutaron de un poco de licor que el jefe del regimiento les convidó antes de retirarse a dormir a una de las carpas especialmente acondicionadas para ellos. A las 01.00 horas la zona comenzó a ser batida por el cañoneo naval. Frecha y Fernández se incorporaron y buscaron cobertura junto a los soldados que abandonaban sus bolsas de dormir para ocupar puestos de combate. El tronar de las explosiones se prolongó hasta la mañana siguiente, cuando la fragata se alejó en dirección este, buscando el amparo del mar abierto. Muy temprano en la mañana, con las primeras luces del día, después de una noche realmente espantosa, los oficiales reanudaron la marcha, decididos a continuar la exploración ya que además de relevar el terreno, debían determinar una posición para instalar una batería antiaérea, idea con la que Jaimet había estado completamente de acuerdo. Los comandos llegaron al lugar y a las 12.00, después de recorrerlo y estudiarlo detenidamente, emprendieron el regreso, convencidos de haber cumplido la misión. Lejos de allí, a bordo del “Fearless”, los británicos analizaban las cartas de ese mismo lugar para efectuar el desembarco. El alto mando argentino consideraba a la bahía de San Carlos uno de los puntos en los que las fuerzas británicas intentarían la operación y suponiendo que hubiesen desembarcado unidades del SAS y el SBS para hacer reconocimiento, decidió enviar hacia allí a varios efectivos con la intención de neutralizarlos. Después de una breve deliberación con el gobernador y su plana mayor, se determinó que las secciones 1 y 2 de la Compañía de Comandos 601 avanzasen sobre el Establecimiento San Carlos en tanto la 3 haría lo propio en Puerto San Carlos que, como se recordará, era otra localidad, separada de aquella por un brazo de mar que daba forma a la gran bahía, sobre la desembocadura del río homónimo8. Debían explorar los alrededores, así como cada vivienda en ambos poblados, levantar un censo y estudiar la posibilidad de montar una batería antiaérea en algún punto de la región. Cumplida la misión, serían reemplazados por una compañía de infantería. El mayor Castagneto reclamó para sí la mayor cantidad de helicópteros dado que la operación iba a movilizar a toda la Compañía, petición a la que el general Parada primero se negó pero, tras una breve discusión, aceptó, poniendo a su disposición cinco unidades. Con las primeras luces del 12 de mayo, los helicópteros se elevaron y se dirigieron al oeste pero el pésimo estado del tiempo les impidió seguir avanzando. La misión fue pospuesta para el día siguiente, cuando dos Bell UH-1H, dos Puma y un Agusta de ataque como escolta y protección despegaron de Moody Brook transportando a los comandos a bordo. Tras un vuelo rasante sobre los campos de turba y las elevaciones centrales de la Isla Soledad, las dos primeras secciones aterrizaron a 500 metros del Establecimiento San Carlos, depositando en primer lugar al grupo de emboscada del capitán Frecha, provistos de un lanzador de misiles Blow Pipe. Los efectivos avanzaron hacia el caserío con mucha precaución y al llegar a sus primeras edificaciones, procedieron a efectuar una minuciosa revisión, casa por casa según se dijo, siguiendo después por los alrededores. Para su alivio y desazón, no encontraron nada, salvo unas latas de raciones militares esparcidas a 600 metros del pueblo, que atribuyeron a desperdicios anteriores a la guerra, dejados allí por los royal marines de la guarnición permanente de las islas. En una de las alturas circundantes, los comandos creyeron distinguir lo que parecía ser una antena de radar y por esa razón decidieron enviar al Agusta con algunos hombres de la segunda sección. El pelotón aterrizó en las inmediaciones del objetivo a las órdenes del teniente primero García Pinasco y una vez allí, pudo comprobar que, en efecto, se trataba de una antena en forma de torre utilizada por los kelpers para comunicarse con la capital y las localidades del interior a través de sus aparatos de radio. Uno de los edificios que atrajo su atención fue la planta frigorífica de Bahía Ajax abandonada muchos años atrás, una construcción de proporciones, ideal para el refugio y alojamiento de las tropas. El helicóptero la sobrevoló lentamente, comprobando que se hallaba deshabitada y con signos de haberse incendiado mucho antes de la guerra. La herrumbre delataba lo añejo del inmueble y el estado de completo abandono de su estructura, destacando el elevado número de tambores de combustible apilados en el exterior. El helicóptero giró y se alejó de aquel sitio desolado; en su interior, García Pinasco meditaba preocupado, convencido de que deberían haber descendido para explorar; el sitio era ideal para alojar un batallón completo con su plana mayor e incluso y representaba un a amenaza para el dispositivo argentino. Mientras volaban de regreso, distinguieron una casa aislada en medio del campo a la cual resolvieron reconocer. La aeronave argentina se posó sobre la turba, a cierta distancia de la vivienda y los efectivos de la 601 saltaron a tierra para aproximarse con mucha cautela. Los hombres del Ejército entraron en ella notando que casi no tenía mobiliario aunque en la cocina, guardados en la alacena, había víveres como para una docena de hombres. Los recogieron a todos y tras una última inspección, regresaron al helicóptero. En San Carlos, los kelpers les explicaron que efectivamente, el alimento encontrado pertenecía a los royal marines y se encontraba allí desde antes de la invasión. Ya de noche, una vez establecidos los puestos de guardia, se disponían a pernoctar cuando ocurrió algo que nadie esperaba: los pilotos de los helicópteros le dijeron a Castagneto que regresaban a Puerto Argentino porque su jefe, el teniente coronel Carlos Washington Reveand9, les había dado esas instrucciones antes de partir. Según sus palabras, debían preservar las aeronaves y permanecer en ese punto las ponía en peligro. La decisión tomó por sorpresa a los comandos porque de esa manera, la Compañía quedaba prácticamente inmovilizada. Como las directivas provenían del centro de mando de la Brigada, los helicópteros se elevaron y partieron hacia el este mientras los comandos se dedicaban a acondicionar el galpón de esquila para pernoctar. A todo esto, la Sección 3 del teniente primero Daniel González Deibe exploró Puerto San Carlos y en su requisa encontró antiguas vainas de municiones utilizadas por los marines en sus prácticas de rutina. Los comandos rastrearon la zona en profundidad para ver si era posible montar allí una pista de aterrizaje y en vista de ello recorriendo las elevaciones aprovechando de paso para revisar los galpones y las viviendas particulares donde se suponía, podía haber armas y equipos de radio. A efectos de congraciarse con los lugareños, traían consigo la correspondencia, medida un tanto ingenua que no iba a variar en absoluto el sentir de esa gente. Entre los personajes sometidos a interrogatorio se encontraba el administrador del lugar cuyo hijo, como el de Pitaluga, también se manifestó indignado por la presencia argentina. Se trataba de un adolescente de apenas 16 años, quien se mostró sumamente nervioso y como aquel, hablaba fluidamente español por haber hecho el ciclo secundario en Córdoba. Él también llamó invasores a los comandos, dijo que las Malvinas eran territorio británico y que los habitantes de islas solo deseaban ser súbditos del Reino Unido. Tal como lo hiciera Jándula con el hijo de Pitaluga, Negretti, por el solo hecho de aumentar su fastidio, le preguntó porque en vez de ir a estudiar a Inglaterra lo había hecho en la provincia de Córdoba. La respuesta lo dejó sorprendido: -Porque mi viejo no tiene “guita”10. Ante la sonrisa complaciente de sus compañeros, Llanos también azuzó al muchacho con preguntas irritantes y por eso, su superior lo llamó aparte para encomendarle una nueva misión. González Deibe y parte de su sección partieron a pie hacia Fanning Head, la Altura 234 donde se posicionaría la sección del subteniente Reyes para enfrentar el desembarco inglés. En ese lugar espantoso, con vientos helados y lluvias torrenciales, montaron su vivac y se prepararon a pasar la noche bajo un cielo encapotado que con el paso de las horas se fue despejando. El pelotón dormía bajo la luz de la luna cuando repentinamente Llanos se incorporó y observó en dirección al estrecho. Allí, en medio de las aguas, a cinco kilómetros de distancia, creyó distinguir lo que parecía ser la silueta de un buque, razón por la cual corrió hasta donde dormía González Deibe y lo despertó. El jefe de la sección tomó sus prismáticos y miró en la dirección señalada comprobando que la nave en cuestión era un peñasco que emergía de las heladas aguas de la bahía. Pese a que eso tranquilizó bastante a los hombres, la noche pasó en medio de sobresaltos, con los aullidos lejanos de los lobos marinos y el chillido de los pingüinos, semejante a voces de mando. El viento y el batir de las aves también aportaron lo suyo. A la mañana siguiente, se presentó el mayor Castagneto para informar que los helicópteros acababan de partir y por consiguiente, la sección iba a permanecer allí algún tiempo pues nadie iba a venir por ellos. Como es fácil deducir, la noticia cayó mal y provocó expresiones imposibles de reproducir. El clima había vuelto a empeorar y seguía así cuando a las 12.00 se le ordenó a la sección replegarse hacia el pueblo. La marcha a través de los riscos y la turba fue terrible, con vientos gélidos soplando incesantemente, la persistente llovizna empapándolos, la nieve y el barro dificultando el desplazamiento. Los hombres avanzaban lentamente, algunos de ellos transportando el armamento pesado sobre sus hombres (ametralladora MAG, morteros Instalaza y municiones) y otros sin manifestar el más mínimo cansancio, tal el caso del sargento primero Juan Carlos Helguero quien no parecía sentir los rigores del clima y la geografía. El hombre venía de cumplir seis meses de servicio en la Antártida y por esa razón, aquella marcha, para él, no significaba nada. Otro que daba la sensación de no tener demasiados problemas físicos era Arroyo, no así los sargentos Robledo y Salazar a quienes por quienes debían realizar frecuentes altos en el camino debido a su dificultad para caminar. Para ellos, como para el resto, el proceso fue lento y penoso, no por falta de entrenamiento sino por aquel clima atroz con el que también debían lidiar. La noche alcanzó a los hombres de González Deibe a mitad de camino, muy separados unos de otros. Una seria preocupación venía turbando al jefe del pelotón ya que a las 22.00 se cortaba la luz en Puerto San Carlos y eso les podía traer problemas, además de dificultarles la orientación. Llegaron así a un punto denominado Establecimiento de la Roca (Roca Settlement), desde donde el camino iniciaba su descenso. En ese sitio el capitán Pablo Llanos se ofreció para adelantarse hasta el pueblo y ordenarle al administrador local que mantuvieses las luces encendidas. González Deibe accedió y el médico se perdió en la obscuridad, como tragado por la noche. Sus compañeros, reanudaron el avance mucho más lentamente hasta que, para su fortuna, las nubes comenzaron a disiparse y dieron paso a la luna llena cuya luz iluminó fantasmagóricamente la región, lo suficiente como para distinguir los accidentes geográficos y las edificaciones. Una hora después vieron a lo lejos las luces de San Carlos, prueba fehaciente de que Llanos había cumplido su misión. Al separarse de la sección, el oficial médico Llanos se internó en la obscuridad, avanzando lenta y cautelosamente en dirección a Puerto San Carlos. Para su fortuna, a mitad de camino, la luz de la luna le permitió distinguir la silueta de una casa solitaria y hacia allí se dirigió con mucha precaución. Al llegar golpeó la puerta y dando un paso atrás ordenó a sus moradores que abrieran. Los kelpers, preocupados, lo hicieron pasar y lo condujeron hasta el teléfono a través del cual entabló contacto con el administrador para ordenarle que encendiese inmediatamente las luces del poblado. El hombre obedeció y menos de cinco minutos después puso en marcha la usina eléctrica. González Deibe y sus hombres vieron encenderse las luces del caserío y por esa razón aceleraron al máximo el paso. Cuando estaban a menos de dos kilómetros de la primera vivienda, mientras caminaban por una huella, vieron a lo lejos las luces de un vehículo que se aproximaba hacia ellos y enseguida se dieron cuenta que se trataba de un jeep. A bordo del rodado venían Llanos y el administrador dispuestos a cargar a los hombres más fatigados y conducirlos a la localidad. Antes de partir, Llanos descendió y continuó a pie junto a sus compañeros, comentándoles las alternativas de su “expedición”. Los kelpers de aquel lugar también resultaron gente extremadamente cordial; incluso organizaron una recepción, que si bien pudo estar movida por la intención de ser condescendientes con los argentinos en tanto durase la ocupación, fue bien recibida por aquellos. Lo primero que hicieron fue alojar a los comandos en sus casas, les permitieron asearse, les dieron alimentos calientes y les ofrecieron el calor de sus hogares. La casa del administrador resultó ser la más confortable, totalmente alfombrada y muy bien decorada, destacando especialmente los cuadros de la reina y el casamiento de los príncipes de Gales. Sus bodegas repletas de alimentos, bebidas, medicamentos y todo tipo de vituallas parecieron a los recién llegados la cueva de un tesoro y su salón principal, un hotel de lujo. Después de cenar, los soldados se encaminaron al edificio de la escuela y allí se dispusieron a pernoctar, organizando turnos de una hora de vigilancia. Habían pasado varias horas cuando el centinela que hacía guardia anunció que venía gente por el camino principal. Los efectivos prácticamente saltaron de sus bolsas de dormir y después de tomar sus armas, se ubicaron en diferentes puntos, observando atentamente a través de las ventanas para abrir fuego. Al cabo de un momento, comprobaron que se trataba del hijo del administrador y un grupo de amigos que, completamente borrachos (única diversión para un adolescente kelper en esos parajes), se dirigían resueltos hacia donde se encontraban los argentinos. Llegaron y saludaron ofreciendo cerveza y a continuación, entraron en la escuela para observar el equipo y las armas. La cosa no agradó a los hombres de la Compañía quienes, en tono de pocos amigos, los invitaron a retirasen. Encabezados por el hijo del administrador, que en un momento pareció envalentonarse, los jóvenes desoyeron la solicitud y siguieron en la suya, adoptando incluso actitud desafiante. Entonces los soldados los tomaron del brazo y los arrojaron fuera a empujones. Llanos, harto de la postura estúpida del hijo del administrador, lo agarró violentamente del cuello y sujetando en su otra mano una granada, le gritó: -¡Te la voy a meter en la boca, pedazo de hijo de puta! Fue el mejor de los remedios. El cabecilla cambió su rostro de suficiente por una expresión sombría y se marchó junto a sus amigos sin decir más. Por la mañana, los efectivos hablaron con el administrador, le narraron lo sucedido y le dijeron que la próxima vez abrirían fuego contra quien fuera. De más está decir que mientras duró la presencia argentina en la zona, ningún otro malvinense volvió a circular de noche. En la mañana del 15 de mayo (10.10 horas) aterrizaron en Puerto San Carlos un Sea King y un Chinook del Ejército, transportando al Equipo de Combate “Güemes” al mando del teniente primero Carlos Daniel Esteban, relevo de la Compañía de Comandos. Tras el correspondiente intercambio de saludos, los recién llegados los pusieron al tanto de la incursión de tropas del SAS sobre la Estación Aeronaval “Calderón”, noticia que dejó a los comandos profundamente conmocionados. En Establecimiento San Carlos aprovecharon para descansar y racionar en caliente y a las 10.30 subieron a los helicópteros para volar a la Isla Borbón, donde aterrizaron veinte minutos después, a un kilómetro del caserío Peeble y la pista de aterrizaje. Al abrir las compuertas, mientras los comandos saltaban a tierra, un grupo de hombres pertenecientes a la FAA corrió hacia los aparatos para arrojar sus pertenencias en el interior y abordarlos presurosamente; inmediatamente después levantaron vuelo y se alejaron, dejando una vez más a la Compañía librada a su suerte. Castagneto pudo hablar con el comandante de la base quien le brindó detalles del ataque, acaecido el día anterior. Una recorrida posterior le permitió verificar el grado de destrucción de los once aviones allí desplegados, siendo el Skyvan de la PNA el que más impresión les causó. Acto seguido, el jefe de los comandos procedió a distribuir a los cuadros ordenándole a la abnegada sección del teniente primero Duarte efectuar exploración y patrullaje en el caserío y sus alrededores. Llamó la atención de los recién llegados la negligencia y el abandono en el que se encontraba la base. Las trincheras y los pozos de zorro se hallaban completamente inundados, todo estaba tirado en el más completo desorden, los cañones de 75 mm sin retroceso totalmente herrumbrados, cajas y tambores de combustible esparcidos sin orden, lo que sumado al calamitoso estado de los aparatos en la pista daba una sensación agobiante de caos y dejadez. En las primeras horas de la tarde, aparecieron dos Sea Harrier por el este para arrojar bombas a baja altura. Al verlos venir, el cabo primero Jorge Eduardo Martínez apuntó con su Blow Pipe y disparó errando por muy poco a un tercer avión que avanzaba detrás. Las aeronaves se alejaron y la calma volvió a renacer. Los hombres de Castagneto, ocuparon las instalaciones de la base y algunas de las viviendas deshabitadas del diminuto pueblito isleño, no sin antes apostar una guardia con relevos de media hora en ambos sectores. Fue asombrosa la cantidad de revistas pornográficas halladas en el lugar, una manera kelper de matar la soledad. Salvo un falso alerta, motivado por movimientos extraños en la obscuridad, la noche transcurrió tranquila e incluso agradable. El 16 de mayo amaneció primaveral, con el cielo despejado y un clima temblado. Hacia el mediodía llegó al lugar un Bell del Ejército piloteado por el teniente Guillermo Anaya11. Traía como pasajero a un alto oficial de la Armada cuya tarea era inspeccionar el lugar y elevar un informe de lo ocurrido durante la incursión enemiga. A las 12.00 horas hizo lo propio un segundo Chinook, esta vez de la Fuerza Aérea, al que los comandos abordaron para sobrevolar e inspeccionar una vez más la zona de Bahía Ajax. Concluida la misión, regresaron a Puerto Argentino (14.30 horas), después de una patrulla de once días que les permitió efectuar importantes relevamientos en diferentes sectores de la isla Soledad. De regreso en sus improvisados cuarteles del gimnasio y el Centro Cívico, Castagneto procedió a redactar el informe para sus superiores, detallando lo actuado por los efectivos a su mando. LA COMPAÑÍA DE COMANDOS 601 Como en toda contienda acaecida desde la Segunda Guerra Mundial, en Malvinas los comandos desempeñaron un papel decisivo en el conflicto, tanto en uno como en otro bando. Siguiendo el relato de Isidoro Ruiz Moreno en su libro Comandos en Acción. El Ejército en Malvinas, en el cual nos basamos para redactar este capítulo y los referentes a los comandos argentinos, desde tiempos inmemoriales existieron soldados audaces encargados de ejecutar misiones de alto riesgo tras las líneas enemigas. El primer ejemplo que menciona es el Caballo de Troya, posiblemente el génesis de las incursiones comando cuando los griegos, dirigidos por el gran Ulises, penetraron en la inexpugnable ciudad del rey Príamo escondidos en el interior de un gigantesco equino de madera, asestando el golpe más espectacular de todos los tiempos. Se trata en realidad de partidas reducidas destinadas a llevar a cabo actos de sabotaje con la intención de desarticular el dispositivo enemigo, obtener información y causar daños en su retaguardia, tendiendo emboscadas, golpes de mano o misiones veloces en territorio adversario. Roma también tuvo sus tropas de elite. La Legión XII “Fulminante” fue un equivalente de los actuales paracaidistas, comandada en su momento por el mismísimo San Expedito. La XII estaba destinada a misiones especiales, incursionando ahí donde la legión común no podía combatir. La conformaba una tropa heterogénea y muy bien preparada, con efectivos provenientes principalmente de Italia, Galia, España e Iliria aunque posteriormente se reclutaron muchos elementos en oriente, en especial, Armenia1. Los comandos, tal como los conocemos hoy, datan de la Segunda Guerra Mundial y fueron organizados por Gran Bretaña en 1940. Su primera misión tuvo lugar en la Francia ocupada por los alemanes y la idea fue bien recibida por Churchill. Sus acciones resultaron ser tan efectivas que el mismo Hitler expidió una orden el 10 de octubre de 1942, condenando a muerte a todos los integrantes de esos cuerpos que cayesen prisioneros, por no considerarlos soldados regulares. Los comandos actuaron principalmente en Francia, la península escandinava, Italia, el norte de África y la misma Alemania, en tanto en oriente lo hicieron preferentemente en Birmania y las islas del Pacífico. En 1942 nació el SBS (Special Boat Scuadron) destinado a operar sobre el litoral y los ríos interiores de Francia y luego en África. Poco después, el mayor David Stirling de los Guardias Escoceses, fundó el SAS (Special Air Service), integrado exclusivamente por paracaidistas, que incursionó por medios aéreos sobre los territorios ocupados por los nazis. Los alemanes no se quedaron atrás y en base a los comandos británicos constituyeron cuerpos especiales para llevar a cabo operaciones de alto riesgo, la más espectacular, el rescate de Mussolini en el monte Sasso, incursión impecable comandada por el mayor austríaco de las Waffen SS, Otto Skorzeny, en 1943. Después de la gran conflagración, otras naciones como Francia, Italia, España, Rusia y Estados Unidos organizaron sus propias tropas de elite. Los norteamericanos crearon los “Rangers”, nombre que también utilizaron los bolivianos para denominar a los suyos durante la campaña contra el Che Guevara en 1967. Colombia hizo lo propio con el cuerpo de “Lanceros”, quienes concretaron intrépidas acciones en zonas controladas por las guerrillas, los paramilitares y el narcotráfico; Haití con los “Leopardos” y Venezuela con los “Cazadores”. Comandos estadounidenses y británicos actuaron en la guerra de Corea y posteriormente los norteamericanos lo hicieron en Vietnam. Los israelíes organizaron los suyos, destacando entre sus principales acciones la infiltración de agentes del Mossad en la Argentina para secuestrar a Adolf Eichmann (1960) a efectos de ser juzgado y ejecutado en Tel Aviv y el espectacular raid de Entebbe, en julio de 1976, durante el cual fueron rescatados los pasajeros de un avión secuestrado por terroristas palestinos en Uganda. Durante la guerra del Yom Kippur (1973), sus similares sirios capturaron las alturas del monte Hermón y los alemanes llevaron a cabo una misión similar a Entebbe en Mogadiscio, capital de Somalía, al liberar a los 86 pasajeros de un avión de Lufthansa, en octubre de 1977. En 1980 los norteamericanos intentaron un golpe similar con el fin de rescatar a los rehenes de su embajada en Irán pero la operación fracasó al chocar y estrellarse en el desierto los dos helicópteros que transportaban a sus efectivos. Mucho más reciente, la espectacular acción desarrollada por los comandos peruanos del Grupo Chavin de Huantar en abril de 1997, volvió a demostrar la importancia de las tropas de elite a la hora de poner en marcha misiones de alto riesgo. En la oportunidad, una unidad del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA) había ocupado la embajada de Japón en Lima, secuestrando a altos funcionarios de gobierno. La misma fue aniquilada tras una labor impecable, lográndose la liberación de 72 de los 73 rehenes en poder de los terroristas. En la Argentina, los cuerpos de tropas especiales surgieron a fines de 1963, después de la Crisis de los Misiles en el Caribe, cuando el Ejército comenzó a dictar cursos de treinta días de duración. Los mismos se intensificaron entre enero y febrero de 1964 y estuvieron integrados principalmente por paracaidistas y subtenientes recién egresados del Colegio Militar. Su primer jefe fue el teniente coronel Leandro Narvaja Luque y su asesor el mayor del ejército norteamericano William Cole, veterano de la guerra de Corea. Las primeras prácticas, según Ruiz Moreno, se llevaron a cabo en el Centro de Instrucción de Infantería, provincia de Córdoba, hasta que en 1966 pasaron a realizarse en la Escuela de Infantería de Buenos Aires, aumentando su duración a cuarenta y cinco días, con ejercicios en Campo de Mayo, en las sierras de Córdoba, en Bariloche, en Tartagal (Salta), en las selvas de Misiones y en el Delta del Paraná, estos últimos complementados con prácticas de buceo. En 1973, durante la guerra antisubversiva, se incorporaron técnicas de lucha antiguerrillera y se comenzaron a recibir efectivos de países extranjeros para su adiestramiento, preferentemente de Francia. Los comandos argentinos tuvieron su bautismo de fuego en octubre de 1975, durante el Operativo Independencia en la provincia de Tucumán, cuando el gobierno de la viuda de Perón puso en marcha un gran operativo destinado a combatir al Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y a las células terroristas que le brindaban apoyo con el objeto de “liberar” el territorio y obtener reconocimiento internacional. Según relata Ricardo Burzaco en Infierno en el monte tucumano, a mediados de 1975 finalizó el curso de comandos correspondiente a ese año y a instancias de su instructor, el mayor Mohamed Alí Seineldín, se solicitó al Estado Mayor del Ejército finalizar la última etapa de adiestramiento en la zona de guerra, sobre la sierra del Aconquija -al sudoeste de San Miguel de Tucumán-, donde las fuerzas regulares venían combatiendo desde 1974. Concedida la autorización, la Compañía de Comandos 601 recibió la orden de alistamiento y una vez completado, se trasladó hasta la Base Aérea de El Palomar para abordar un Hércules C-130 de la Fuerza Aérea y volar al teatro de operaciones. Allí, a poco de su arribo, trocó su uniforme verde oliva por ropa de camuflaje, borceguíes negros y boina verde, hizo prácticas con el armamento y se dispuso a entrar en acción. Al día siguiente de su llegada, el escuadrón se internó en la espesura emprendiendo las primeras misiones de combate, en especial, el asalto a los campamentos de la guerrilla, emboscadas, relevamientos y exploración avanzada, operando principalmente al oeste de Famaillá y reservando los enfrentamientos abiertos a elementos regulares del Ejército, la Gendarmería y la policía. Un antecedente de este tipo de tareas fueron las secciones navales que volaron puentes y vías ferroviarias en torno a la Base Aeronaval Comandante Espora en septiembre de 1955, durante la Revolución Libertadora y las entradas que hizo en el monte el comisario Alberto Villar al frente de los Centuriones (mayo de 1974), escuadrón de elite de la Policía Federal, seguido después por tropas regulares del ejército al mando del general Mario Benjamín Menéndez, que no llegaron a establecer contacto con el enemigo. La preparación de este tipo de unidades tomó cuerpo en 1978, durante la crisis del Canal de Beagle, cuando la belicosa Argentina de fines de los setenta y principios de los ochenta, estuvo a minutos de invadir Chile. En la oportunidad, fue creado el Equipo Especial Halcón 8 cuyo primer jefe fue el mismo Seineldín, soldado dotado de una mística patriótica y religiosa fuera de lo común. Hijo de padres libaneses radicados en la provincia de Entre Ríos, Seineldín fue criado en la religión drusa y orientado paulatinamente a la católica, la cual abrazó con fervor a inicios de su adolescencia. Nacido en Concepción del Uruguay el 12 de noviembre de 1933, en 1948 ingresó al Colegio Militar de la Nación del que egresó en 1957 con el grado de subteniente de Infantería. Después de prestar servicios en aquella casa de estudios y en la Escuela de Suboficiales “Sargento Cabral”, fue jefe de una compañía de paracaidistas en la provincia de Catamarca y tiempo después, profesor de la Escuela Superior de Guerra como oficial del Estado Mayor. Habiendo trabajado en los planes de estudios de la Policía Federal Argentina, organizó los cursos de comandos a los que hemos hecho alusión, tomando parte en los enfrentamientos que tuvieron lugar en la guerra de Tucumán, de los que fue relevado en 1976 por manifestar su apoyo al teniente general Alberto Numa Laplane, comandante en jefe del Ejército. Al producirse el golpe de Estado de ese año, Seineldín era mayor. Sus discrepancias con la cúpula del Proceso de Reorganización Nacional fueron conocidas en su momento pero tratándose de un soldado profesional, con experiencia de combate, durante la crisis con Chile se lo envió a la Patagonia, para tomar a su cargo los grupos comandos que operarían durante la invasión al vecino país. Superado el conflicto, fue nombrado jefe del Regimiento de Infantería 25, con asiento en Sarmiento, provincia de Chubut y en ese destino lo sorprendió la guerra, siendo convocado para embarcar con su unidad en la Flota de Mar y tomar parte en la Operación Azul, rebautizada por sugerencia suya, Operación Rosario. Su trayectoria está plagada de hechos que permanecen bajo estricto secreto profesional. Se lo ha vinculado, sin fundamentos, con la organización y el adoctrinamiento de la Triple A; se lo ubica al frente del grupo de militares argentinos que tomaron parte en el golpe de estado de Bolivia que derrocó a la presidenta Lidia Gueiler a mediados de 1980 y colocó en el poder al general Luis García Meza; también se ha dicho que organizó los grupos de choque especiales que en 1978 tendrían a su cargo el operativo de seguridad durante el Mundial de Fútbol organizado por la Argentina y que antes de su primer intento carapintada (1988), tuvo a su cargo el adiestramiento de las fuerzas especiales del presidente Manuel Noriega de Panamá. Entre sus principales cualidades, supo inculcar a sus hombres su fe religiosa y su espíritu nacionalista, enseñándoles que la obediencia y el cumplimiento del deber son prioridad absoluta del soldado junto al sacrificio y la abnegación. Respetando esa mística y actuando en concordancia con sus ideas, logró que los hombres a su mando sintiesen por él una admiración fuera de lo común y que estuviesen a la altura del lema de la unidad: “Dios, Patria o Muerte”. La Armada Argentina y la Fuerza Aérea tuvieron sus equivalentes en la Agrupación de Buzos Tácticos y los Comandos Anfibios y en el Grupo de Operaciones Especiales respectivamente, en tanto la Prefectura Naval y la Gendarmería organizaron los suyos, a saberse, la Agrupación “Albatros” y el célebre Escuadrón “Alacrán”. Las de la marina de guerra son las fuerzas especiales más antiguas de América Latina, creadas ambas en 1952, durante el gobierno de Perón. Los Buzos Tácticos fueron inspirados en las experiencias estadounidenses e italianas de la Segunda Guerra Mundial y tuvieron su antecedente en los cursos de Buzos Autónomos que comenzaron a dictarse en 1947 por disposición del contraalmirante Jorge Ibarborde. En sus inicios, sus misiones fueron acciones sobre costas y puertos enemigos y la preparación del terreno para el desembarco, con características eminentementes acuáticas. Tuvieron su primer asiento en el buque de desembarco ARA “San Bartolomé” y en la Escuadra Naval del Plata donde montó su sede una segunda agrupación que al fusionarse con la anterior, pasó a la Base Naval de Mar del Plata como dependencia del Comando de Submarinos (desde 1984 forman parte de la Fuerza Conjunta de Desplazamiento Rápido). La Agrupación de Comandos Anfibios (APCA) fue creada como una fuerza especial, entrenada para realizar rápidos y precisos reconocimientos y asaltos marítimos, así como también operaciones de acción directa. Desde el año de su organización pasó a depender de la Compañía de Vigilancia y Seguridad de la Base Naval de Mar del Plata y en 1960 recibió su primer curso de entrenamiento avanzado de reconocimiento anfibio, fuerza aerotransportada, paracaidismo y buzos militares. Esos cursos se intensificaron en 1973, en plena guerra antisubversiva, cuando se incorporó a su entrenamiento la función de comandos adquiriendo, al año siguiente, su denominación actual. El equipo y armamento de los Buzos Tácticos contó siempre con elementos de última tecnología, destacando los fusiles FAL de 7,62 mm, Steyr y M-16 de 5,56; subfusiles Imgran, Uzi y Sterling de 9 mm; ametralladoras MAG de 7,62, FN Minimi de 5,56 mm, armas de puño, granadas de fusil y explosivo de distintas características. El equipo personal consta de paracaídas MC1, MC5, XL, uniformes para todo tipo de terreno, GPS portátiles, visores nocturnos y modernos equipos de comunicaciones. Los Buzos Tácticos pueden ser desplegados desde submarinos aunque también están entrenados para ser introducidos por medios aéreos y navales. Cada unidad operativa comprende tres grupos de 16 hombres cada uno, con equipo completo y una sección de sostén logístico. Ambas agrupaciones participaron en el despliegue de fuerzas de Infantería de Marina que se llevó a cabo en Tierra del Fuego en 1978 durante el conflicto del Canal de Beagle, ejecutando numerosas misiones. Por su parte, la Fuerza Aérea Argentina dio origen al Grupo de Operaciones Especiales (GOE), creado en 1979 a poco de finalizado el conflicto con Chile, para dar golpes de tipo comando en profundidad, más allá las líneas enemigas y servir de apoyo a las misiones aéreas, basándose exclusivamente en el exhaustivo y riguroso entrenamiento de sus cuadros. El mismo incluía la especialización en paracaidismo, buceo táctico, tiro y resistencia física, haciéndolos extremadamente aptos para llevar a cabo difíciles incursiones tras las líneas enemigas, con pequeños grupos de hombres (se los solía llamar “los come vidrio” por sus costumbres de disfrutar del peligro, las privaciones y todo lo que fuera privaciones físicas). Su participación en la Operación Rosario ha sido narrada por el entonces primer teniente Eduardo Spadano. Siguiendo su relato, cuatro días antes de la invasión, una febril actividad despertó a los miembros del GOE en su base de José C. Paz (VII Brigada Aérea), evidencia de que algo fuera de lo común estaba aconteciendo. En una sala próxima al Casino de Oficiales había una mesa con la maqueta de una pista que se extendía sobre una península, rodeada de costas agrestes. La misma llamó la atención de muchos oficiales más cuando alguien preguntó de qué se trataba aquello y nadie le respondió. Sin embargo, poco después, el jefe del GOE, vicecomodoro Esteban Luis Correa, reunió a sus hombres y les dijo que el despliegue no era un ejercicio sino una verdadera acción de guerra. Se ordenó el acuartelamiento del personal y poco después se impuso a la tropa sobre la invasión a los archipiélagos aclarando que la orden de alistamiento era inminente. Asombro, emoción, incertidumbre y confusión fueron las sensaciones que experimentaron los cuadros. Sin embargo, a las 21.00 de ese mismo día, la misión se suspendió, dando lugar a la consabida desazón. Pero poco duró el desánimo porque a la mañana siguiente, la movilización volvió a ponerse en marcha y los efectivos iniciaron su febril actividad. La noche del 31 de marzo las tropas se alinearon en el patio de la unidad y marcharon hasta los vehículos que debían conducirlas a El Palomar, cargando su armamento y equipo bajo la triste mirada de quienes no habían sido seleccionados para participar en la operación. En momentos de partir, alguien gritó “¡Fuerza GOE, con todo!”, y eso elevó los ánimos. El camión cubrió el trayecto de José C. Paz hasta la brigada aérea en poco más de media hora y una vez allí, los hombres echaron pie a tierra para abordar el avión que los conduciría hasta la base de redespliegue en Comodoro Rivadavia. Llegaron después de dos horas de vuelo y a las 04.00 del 1 de abril se acomodaron dentro del Hércules C-130 matrícula TC-68 en el que pasarían a la zona de conflicto. La gente del GOE partió a las 05.15, iniciando un silencioso viaje de casi dos horas. Junto a ellos embarcó el Estado Mayor del Componente Aéreo del Teatro de Operaciones Malvinas (EMCATO), un Elemento de Control de Transporte Aéreo y el material para establecer una terminal de cargas en la nueva unidad aérea. Se iniciaba de ese modo, la ejecución de la fase "Asalto" de la Orden de Operaciones Aries 82. Piloteado por el comodoro Carlos Julio Beltramone, el Hércules se mantuvo orbitando aproximadamente una hora al este de Puerto Stanley en tanto en tierra se combatía y la gente de Seineldín trabajaba afanosamente para despejar la pista. Finalmente, a las 08.45, inició la maniobra de descenso. Mientras lo hacía, una voz gruesa se dejó sentir por los parlantes del avión. -¡No podemos aterrizar; se está combatiendo en el Aeropuerto, no han encendido las balizas; hay una ametralladora 12,7 de ellos en la cabecera de pista! Inmediatamente después, la misma voz volvió a decir: -¡Atentos que ahí vamos! ¡Tomar los dispositivos de combate, suboficial Barros, cubra puerta derecha, suboficial Martínez la izquierda! El avión se iba aproximando a la pista con las trazadoras y las explosiones iluminando la obscuridad debajo suyo. Al posar sus ruedas en el asfalto, los efectivos sintieron una leve sacudida y casi al mismo tiempo el ruido de los motores en maniobra de frenado. -¡Abrir puertas y bajar plataforma! – volvió a decir la voz a través del parlante- ¡Atentos con la ametralladora de la cabecera! ¡Preparado el GOE para el asalto, se está combatiendo duro! El teniente Eduardo Spadano impartía directivas desde la novena hilera; la gente a su mando apretaba con fuerza sus fusiles y esperaba ansiosamente la apertura de las compuertas. Al frente se encontraba su jefe, el capitán Luis Darío Castagnari e inmediatamente detrás su segundo, el primer teniente Salvador Ozán con el resto de la agrupación, todos tensos y nervioso, con la boca seca y los músculos rígidos. Cuando el gigantesco avión carreteaba sobre la pista, muchos recordaron el día de su primer salto en paracaídas y otros las películas bélicas que habían visto en tantas oportunidades. Con las turbinas haciendo vibrar el avión con una fuerza de mil demonios, la compuerta trasera se abrió y los comandos saltaron fuera, precedidos por su jefe. -¡¡A tierra GOE!! Los efectivos echaron a correr hacia delante, entre explosiones de morteros y ráfagas de metralla en tanto sus jefes impartían órdenes a los gritos tratando de hacerse oír. Se dispersaron por el terreno y amparados por la obscuridad buscaron cobertura y comenzaron a disparar. El tiroteo duró poco porque los Royal Marines se replegaron en dirección a la Casa de Gobierno. Eso les permitió dejar las posiciones y junto a los comandos anfibios y el Regimiento de Infantería 25, efectuar un exhaustivo examen del terreno en busca de trampas cazabobos. Cuando todo terminó, se les ordenó formar y encaminarse a un hangar, detrás de la usina, el cual a partir de ese momento se convirtió en su cuartel. Cumplida su misión, el 3 de abril la unidad debía regresar al continente pero una contraorden llegada desde el comando la mantuvo en la zona. Durante todo ese mes, el grupo colaboró activamente con la seguridad y la actividad de la BAM “Malvinas”, cavando trincheras, construyendo puestos de guardia y refugios, preparando sistemas de trampas con explosivos e instruyendo en labores técnicas y logísticas al personal que se desempeñaba en el aeropuerto. Aparte de eso, llevó a cabo tareas inusuales como liberar la hélice del “Río Cincel”, que se había enredado en la cadena del pesquero polaco “Goplo”, según se ha referido en páginas anteriores y otras del mismo tenor En apoyo a las operaciones aéreas el GOE procedió al balizamiento del aeropuerto y reforzó la seguridad de vuelo, facilitando notablemente la misión de los aviones de transporte que mantenían activo el puente aéreo entre las islas y el continente. Consciente de la experiencia y el profesionalismo de los integrantes de la agrupación, el alto mando les asignó la responsabilidad de instruir a los soldados, levantarles el ánimo y mantenerlo en alto para el momento del combate. En la madrugada del día 29 de abril (04.00 hora argentina), una ráfaga de ametralladora perforó las chapas del hangar donde se alojaban los cuadros. Los hombres del GOE se incorporaron sobresaltados y al ganar el exterior rodearon los tambores de combustible apilados cerca, descubriendo que detrás de ellos se hallaba agazapado un joven conscripto. Debido al error de un centinela, el soldado casi abate a uno de los comandos que en esos momentos montaba guardia, salvando su vida al arrojarse al suelo (los disparos pasaron a milímetros de su cabeza). El GOE tuvo su bautismo de fuego en la madrugada del 1 de mayo, cuando una bomba cayó exactamente detrás de su hangar y otra pegó junto al vivac de la IX Brigada Aérea, causando muertos y heridos. A las 07.30 (10.30Z) dos Sea Harrier llegaron por el norte y le dieron a un segundo hangar, próximo a la planta de combustible3. La Agrupación “Albatros”, fuerza de elite de la Prefectura Naval tuvo su primer antecedente en 1970 con la creación de la Compañía de Control de Disturbios, dependiente de la Escuela de Suboficiales “Coronel Martín Jacobo Thompson”. La unidad se emancipó el 25 de febrero de 1975, adoptando el nombre de Agrupación “Albatros” que en su faz operativa pasó a depender del director de Operaciones de la Prefectura Naval Argentina. Su organización y equipamiento la convirtieron en un elemento de acción, ágil, flexible y capacitado para actuar en tareas preventivas y represivas de características policiales, especialmente en zonas que requiriesen la utilización de personal y equipamiento para proceder en el agua. Si bien la unidad no fue desplegada en la zona de guerra, cinco de sus integrantes, los cabos primeros Carlos Raúl Vallejos, Jorge Omar Cárdenas, Miguel Ángel Taborda, Julio Argentina Vargas y Sergio Omar Matassa, fueron enviados al archipiélago como componentes del grupo terrestre. Por su parte, la Gendarmería Nacional se apresuró a organizar su propio grupo de operaciones especiales que en 1982, con motivo del estallido de las hostilidades, pasó a Malvinas bajo la denominación Escuadrón “Alacrán”, destinado a prestar apoyo a las compañías de comandos del Ejército Argentino. Para las tropas de elite argentinas no existían mejores camaradas que sus pares sudafricanos con quienes mantenían una estrecha amistad y efectuaban numerosas prácticas y entrenamientos conjuntos. Conocida ha sido la amistad entre ambas naciones y el apoyo brindado a la Argentina por el gobierno de ese país durante el conflicto; tanto fue así, que a poco de iniciado el conflicto, uno de esos comandos se ofreció como voluntario, solicitando a Buenos Aires su traslado inmediato al archipiélago (se trataba de un veterano combatiente de Angola y Namibia). La mañana del 2 de abril, siendo todavía de noche, el mayor Mario Castagneto fue despertado por los insistentes golpes que daba en la puerta de su habitación, en Campo de Mayo, un emocionado suboficial. Cuando se incorporó, no imaginaba lo que le estaban por comunicar. -¡Despiértese, mi mayor; no se imagina lo que ha sucedido! Sobresaltado, Castagneto abrió la puerta y al preguntar que estaba ocurriendo, se enteró de los hechos: las Malvinas habían sido recuperadas. No lejos de allí, los tenientes Juan Eduardo Elmiger y Fernando Alonso, escucharon la novedad por la radio del automóvil en el que viajaban y sin pensarlo dos veces, el primero comenzó a hacer sonar la bocina. En Campo de Mayo reinaba la euforia. Castagneto era uno de los más alegres pero como muchos de sus compañeros, sentía una profunda sensación de tristeza porque según su parecer, tanto él como sus hombres, debían haber tomado parte en la operación. Para eso eran comandos y para tal fin se habían entrenado durante tanto tiempo. Pero la sensación de frustración se mitigó en parte con las primeras noticias: su antiguo jefe e instructor, el teniente coronel Mohamed Alí Seineldín, jugó un rol destacado en la invasión y se encontraba en el teatro de operaciones al frente de su regimiento. Lo que todavía ignoraba era destacado rol de sus colegas de la Armada, los buzos tácticos, desembarcados del submarino "Santa Fe" y el destructor "Santisima Trinidad". A partir de ese momento, tuvieron lugar una serie de ajetreos que modificaron los planes de las diferentes unidades militares. Por empezar, las pruebas de salto en paracaídas programadas quedaron suspendidas, lo mismo las maniobras programadas a principios de mes. Llegado el medio día, la Compañía de Comandos 601 recibió la orden de iniciar su alistamiento. Los primeros en ser convocados fueron los cuadros profesionales, oficiales y suboficiales de servicios en otras dependencias de la Escuela de Infantería y así como en destinos más alejados. En los días siguientes, comenzó un duro programa de entrenamiento con marchas de hasta dos horas a lo largo de 14 kilómetros, salto de vallas, escalamiento de obstáculos y clases de defensa personal. Se practicó también con armamento liviano, ametralladoras MAG, morteros y explosivos, al tiempo que Castagneto comenzaba a organizar su plana mayor, distribuyendo las correspondientes tareas de operaciones, inteligencia, comunicaciones, logística y personal. El capitán Jorge Eduardo Jándula y el teniente Marcelo Alejandro Anadón fueron los encargados de explicar sobre mapas y cartas geográficas las características de las islas, su orografía, sus accidentes costeros, su hidrografía y, sobre todo, sus condiciones climáticas, contra las que se debería combatir también. Pese a la celeridad de los preparativos, la orden de traslado no llegaba y eso daba lugar a diversas especulaciones sobre otros destinos, el más mencionado, la frontera con Chile. Integrarían la plana mayor de la Compañía su jefe, el mayor Mario Castagneto, oficial de alta graduación nacido en La Rioja aunque de familia santafecina (se hallaba emparentada con el recordado dirigente Dr. Enrique M. Mosca, de quien era sobrino nieto por vía materna). Castagneto había egresado del Colegio Militar de la Nación en 1966, destacando por su concepto y puntaje sobresaliente. Poco después inició los cursos de paracaidista y aviador de Ejército que completó con los de comando. El segundo jefe de la Compañía era el capitán Rubén Figueroa, oriundo de Santiago del Estero. Su familia, de humildes orígenes, estaba compuesta por seis hermanos de los cuales dos eran sacerdotes. A los 13 años, finalizado el ciclo primario y cuando integraba la agrupación scout de su provincia natal, ingresó en el Liceo Militar “General Paz” de Córdoba del que egresó como subteniente de reserva. El capitán Jorge Jándula, oficial de Inteligencia, era oriundo de Salta. Nacido en 1946, pertenecía a una familia con tradición militar y cierta actuación política. Cuando siendo niño manifestó su deseo de incorporarse a la Fuerza Aérea, su madre, temerosa de imaginarios peligros, le escondió la solicitud. Decidido a ser militar, se inscribió en el Ejército, donde habría de destacar por su carácter impulsivo, nervioso y fuerte. El capitán Jorge Ramón Negretti, por el contrario, era un individuo tranquilo, responsable y cordial. Nacido en Formosa en 1951, egresó del Liceo Militar “General Belgrano” de la ciudad de Santa Fe. El capitán Ricardo Frecha, por su parte, era hijo de un coronel retirado y tenía un hermano en Malvinas, más precisamente en el Regimiento de Infantería 3. Nacido en 1950 en la ciudad de Buenos Aires, era conocido por su amplia cultura y su habilidad para el dibujo, de ahí que el mayor Castagneto, le haya encomendado la confección de mapas y bosquejos, extremadamente necesarios a la hora de reconocer el terreno. El capitán médico Pablo Llanos, oriundo de la ciudad de Córdoba, era hijo de un médico de la Fuerza Aérea y además de buen soldado, tenía bien ganado su reconocimiento como profesional y facultativo competente. Castagneto esperaba ansiosamente que el gobernador militar de las islas, general Mario Benjamín Menéndez, lo llamara para presentarse el mismo día de su asunción (7 de abril), pero eso no sucedió. A quien sí convocaron fue al capitán Frecha a través de un telegrama fechado el día 17, donde se le ordenaba presentarse en Puerto Argentino a la mayor brevedad posible. Fue uno de los momentos más felices de su vida porque el aviso coincidió con el día de su cumpleaños y eso hizo que la sensación de orgullo y alegría fuera doble. Frecha voló a Malvinas el 20 de abril y una vez en las islas, se lo asignó a la X Brigada de Infantería para desempeñar funciones de asesor en materia de misiles antiaéreos. En el continente, mientras tanto, Castagneto y los suyos seguían impacientes, preguntándose cuando les llegaría la tan esperada orden de pasar al archipiélago. La sensación de frustración comenzó a invadir el espíritu los comandos por resultarles incomprensible que no se los tuviera en cuenta en una guerra para la cual se habían preparado toda la vida. Fue por esa razón que decidieron apersonarse en el Estado Mayor General del Ejército a efectos de apresurar los acontecimientos. Castagneto y Figueroa expusieron sus planes ante la Jefatura III y el 20 de abril el general José Antonio Vaquero dispuso el despliegue de la Compañía hacia el sur, paso previo al teatro de operaciones. Sin embargo, una decisión de último momento vino a empañar la alegría pues en lugar de mandarlos a las islas se los enviaría a controlar la frontera con Chile. La gente de Castagneto protestó indignada porque sabía perfectamente que con los chilenos no iba a suceder nada porque, dada su naturaleza, jamás iban a atacar y por consiguiente, estarían allí perdiendo el tiempo, sin entrar en acción. Pese a ello, el alto mando dio instrucciones de que la Compañía enviase una avanzada de reconocimiento para explorar el terreno y efectuar un pormenorizado estudio de las posiciones a ocupar. Para ello, Castagneto planeó un recorrido que incluía las localidades de Comodoro Rivadavia, Río Gallegos, la frontera con Chile y si le quedaba tiempo, Puerto Argentino, el cual fue aprobado por la superioridad. Para encarar esa misión seleccionó a los capitanes Figueroa y Jándula y al efectivo más joven de la unidad, el teniente Anadón, de 24 años de edad, quien estaría a cargo de las comunicaciones. Anadón era tucumano y como muchos de sus compañeros, también pertenecía a una familia de militares. A cargo de la Compañía en Buenos Aires quedaría el capitán Negretti, listo para “saltar” al archipiélago ni bien se emitiese la orden. La avanzada de la Compañía de Comandos 601 partió el 24 de abril, dispuesta a hacer una trampa. Los cuatro efectivos mencionados pasarían directamente a Malvinas y una vez allí, intentarían convencer al gobernador de la necesidad de trasladar a toda la unidad y tenerla preparada en caso de reiniciarse las hostilidades. En el aeropuerto militar de El Palomar, Castagneto y sus hombres esperaron todo el día un avión con destino al Atlántico Sur, pero como no pudieron abordar ninguno, se dirigieron al Aeroparque Metropolitano “Jorge Newbery” para ver si tenían mejor suerte. Llegaron vistiendo uniforme de camuflaje, con sus armas automáticas y sus mochilas, llamando la atención de pasajeros y personal de la estación aérea, sin embargo, para no alarmar a quienes aguardaban los aviones comerciales, se los alojó provisoriamente en el salón VIP desde donde, al cabo de una hora, se los condujo en automóvil hasta un Boeing 727 que partía hacia Comodoro Rivadavia. Al subir a la aeronave, el pasaje los recibió con aplausos, provocando su sorpresa y satisfacción. Estuvieron en la capital de Chubut a las 18.30 justo cuando el Regimiento de Infantería 12 iniciaba el cruce a las islas después de su largo peregrinar. En la estación aérea patagónica pudieron notar que todos los aviones estaban ocupados y por eso recién después de dos horas consiguieron un Fokker F-27 que despegaba rumbo a Puerto Argentino llevando equipo y personal. Aterrizaron a las 21.10, después de un vuelo sin contratiempos y lo primero que sintieron al pisar el teatro de operaciones fue una sensación de profunda emoción la cual alcanzó su punto más alto cuando el capitán Jándula se inclinó, besó suelo malvinense y se persignó. Como dato curioso, ese mismo día el mayor Castagneto día debía contraer matrimonio en la lejana Salta. Los cuatro comandos abordaron un camión del Ejército y por ese medio llegaron a la capital. Una vez allí, se presentaron a las autoridades quienes dispusieron su alojamiento en los altillos de Moody Brook, donde funcionaba el puesto de mando de la X Brigada. Allí se encontraron con el capitán Frecha y otros oficiales de aspecto desalineado y barbas crecidas que, llegados de la primera línea, se hallaban en el lugar para reforzar las defensas de la población. Se notaba mucha desorganización y sobre todo, un preocupante desconocimiento de lo que se debía hacer pues el dispositivo defensivo aún no se había completado y para peor, se ignoraba la verdadera capacidad del enemigo. Al día siguiente, los británicos atacaron Grytviken y recuperaron las Georgias. La noticia cayó como una bomba entre las tropas apostadas en Malvinas y en una Argentina expectante y atenta a los acontecimientos. Los comandos se levantaron temprano, antes del amanecer y se dedicaron a recorrer la ciudad. El general Menéndez recién los recibió a las 11.00 y al verlos entrar los trató con mucha cordialidad porque al haberse desempeñado en Tucumán durante el Operativo Independencia, sabía de ellos y su proceder. En ese momento, el mayor Castagneto le solicitó el traslado de toda la Compañía, pedido que apoyó incondicionalmente el secretario del gobernador, mayor Carlos Doglioli por compartir con los recién llegados su preocupación por la excesiva libertad dada a los kelpers. Mencionaron el riesgo que ello significaba pues existía la posibilidad de que estuvieran realizando tareas de inteligencia y por esa razón, recomendaron limitar esa medida y efectuar un censo de la población civil. Utilizando una carta geográfica, Castagneto y sus hombres explicaron como la situación se iba a ir complicando paulatinamente, convenciendo a Menéndez de trasladar a toda la Compañía para utilizarla en misiones de exploración. En vista de la situación y dado que los aviones Pucará, Aermacchi y Mentor más los helicópteros destacados en misiones de observación no habían recogido información concluyente, se decidió el paso de los comandos para emplearlos como reserva aeromóvil decisiva. De ese modo, fue cursada al Estado Mayor General del Ejército la orden de traslado y movilización de la Compañía de Comandos. Al mismo tiempo, se despacharon instrucciones de Castagneto ordenando a sus oficiales tomar contacto con sus respectivas especialidades, alistar el equipo y preparar el armamento. Hubo gran regocijo en Campo de Mayo al conocerse la novedad. El domingo por la mañana, necesitado de apoyo espiritual, el teniente Anadón fue a escuchar misa a la iglesia católica de Santa María. La feligresía kelper se sobresaltó al verlo ingresar con su puñal y solicitó al párroco su intercesión para que se lo quitase. En vista de los presentes el sacerdote le pidió al comando que dejase el arma fuera pero el argentino se negó terminantemente y entró igual. Mientras tanto, en Campo de Mayo, el resto de la Compañía se disponía a pasar al Teatro de Operaciones alistando el material necesario para la campaña de invierno, a saberse, camisetas, uniformes de camuflaje, borceguíes, pasamontañas, máscaras antigases, mochilas y cascos. El armamento de la unidad consistía en fusiles FAL con culata rebatible de cinco cargas cada uno, pistolas Browning 9 mm de trece tiros, ametralladoras Sterling, fusiles M-16 de 5,56 mm, ametralladoras Manlincher 7,62 con mira telescópica, dos ametralladoras MAG 7,62 de 600 y 800 disparos y 11 kilogramos de peso; morteros de 60 mm de 1000 metros de alcance para transportar al hombro, lanzacohetes Instalaza de origen español de 88,9 mm, proyectiles antitanque PAF y antipersonales PDEF, municiones y puñales. Isidoro Ruiz Moreno se refiere a un hecho desconcertante que tuvo por protagonista al teniente primero Leopoldo Quintana. El oficial viajaba en su automóvil rumbo a la Escuela de Infantería, cuando cerca de la media noche pasó por la puerta de la discoteca “New York City”, en el centro de Buenos Aires. Allí la gente se veía totalmente despreocupada, pensando solamente en divertirse y pasar un buen momento, riendo y luciendo su indumentaria sin importarles en lo mas mínimo que en el extremo sur, individuos que pasaban frío, hambre y diversas privaciones se aprestaban a luchar y morir por ellos, enfrentando a una de las naciones más poderosas del mundo. Escenas similares se repetían en otros puntos de la capital y en las principales ciudades del interior, no así en la Patagonia, más allá de Bahía Blanca, donde la población vivía compenetrada de los hechos y comprometida con la situación. Y es que a esa altura de los acontecimientos, pasada la euforia inicial, el país parecía dividirse en dos; una parte al norte de la mencionada ciudad, viviendo la guerra como algo lejano y ajeno al trajín cotidiano y otra al sur, muy comprometida, tomándola como algo grave e importante. Los continuos alertas, apagones, simulacros de evacuación y la permanente sensación de que en cualquier momento iba a suceder algo ayudaron a tomar conciencia de esa realidad. ¿Cómo podía la gente desinteresarse tanto? ¿Cómo podía concurrir a bailes, estadios, cines y lugares de esparcimiento sabiendo que miles de compatriotas se preparaban para afrontar momentos tremendos como la lucha cuerpo a cuerpo, los bombardeos aéreos, el cañoneo naval, el frío polar, las heladas, el hambre y el temor, sabiendo que era muy posible morir de manera espantosa o quedar mutilados? Ese era el pueblo argentino y esa sigue siendo su idiosincrasia. Tanto machacar con que para los británicos aquella era una guerra colonial, un problema distante y la gente de Buenos Aires, como la de las principales ciudades del interior vivía el problema de la misma manera. A las 02.00 horas del 26 de abril finalizó el alistamiento. Los comandos se trasladaron al aeropuerto militar de El Palomar y a bordo de un Hércules C-130 que partían a diario a desafiar el bloqueo, se dispusieron a efectuar el cruce a las islas. Cuando los efectivos abordaban el avión cargando armas y mochilas, un sacerdote recién llegado de Puerto Argentino les entregó varios rosarios y escapularios, los cuales fueron muy bien recibidos. El Hércules hizo una breve escala en Villa Reynolds, asiento del Grupo 5 de Caza, donde debía cargar una turbina de avión con destino al archipiélago y luego siguió rumbo a Comodoro Rivadavia, aterrizando en plena noche, en medio de una tormenta feroz. Como se ha dicho, en la principal ciudad de Chubut el ambiente era muy diferente al de Buenos Aires. Los comandos pernoctaron en el hall del aeropuerto, metidos en sus bolsas de dormir después de descargar ellos mismos todo el equipo, tarea extenuante que les llevó desde las 22.00 hasta las 02.00 del día siguiente. Se levantaron a las 10.00 para regresar nuevamente el Hércules y después de un vuelo de dos horas bajo un cielo límpido y despejado, alcanzaron a divisar el primer conjunto de islas. El teniente primero Alonso se encontraba en la cabina del avión cuando las mismas asomaron en el horizonte; al verlas, sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo pues la vista le hizo tomar conciencia de que tanto él como su unidad estaban haciendo historia. Tras un aterrizaje normal, el transporte rodó varios metros por la carpeta asfáltica y una vez en la cabecera, abrió la rampa trasera por la cual comenzaron a descender los hombres de Castagneto. Como le había ocurrido a su jefe, los sorprendió el desorden y la desorganización imperantes en el lugar; se veían cajas amontonadas por todas partes con hombres yendo y viniendo sin saber bien que debían hacer. Los comandos se reencontraron con viejos camaradas de los regimientos de infantería 4 y 25, entre ellos, el teniente coronel Seineldín, a quien saludaron efusivamente y le manifestaron estar prontos a marchar hacia el monte Wall. Acto seguido, procedieron a cargar su equipo en dos camiones requisados pero entonces, una discusión con los conductores obligó la presencia de un coronel. Mientras los choferes esperaban que se resolviese la situación, apareció un soldado al volante de un Unimog al que detuvieron y obligaron a conducirlos al centro de la ciudad. Según cuenta Ruiz Moreno, desde una de las cocinas de campaña un cocinero les ofreció comida, oferta que aceptaron todos siguiendo consejos del teniente primero José M. Duarte, pues en tiempos de guerra es difícil saber cuando se volverá a presentar esa oportunidad. Así pasaron junto al RI4 que marchaba a pie hacia sus posiciones y una hora después llegaron al gimnasio, junto a la iglesia católica, donde tenía su puesto de mando la Policía Militar y se hallaba apostada una batería antiaérea. El remanente de la unidad se estableció en el Centro Cívico (Town Hall), asiento de la III Brigada y allí fue donde monseñor Jorge Luis Piccinalli ofició misa y bendijo la bandera de la Compañía, ceremonia filmada para la TV por el corresponsal de guerra Eduardo Anibal Rotondo. En la oportunidad, el mayor Castagneto designó abanderado al teniente Marcelo Anadón, por ser el oficial más joven y como escoltas al sargento primero Ramón Vergara y al cabo primero Héctor Coronel. Los comandos dedicaron los primeros días a aclimatarse al lugar y familiarizarse con el terreno, efectuando largas recorridas por la población y sus alrededores. El general Menéndez, les asignó funciones de policía militar, tareas que desempeñarían de manera impecable. Cumpliendo con esa tarea, llevaron a cabo detenciones, interrogatorios, requisas e inspecciones y pese a que la Compañía había sido asignada a la III Brigada, al mando del general Parada, su libertad fue total y sus movimientos completamente independientes. Para ello dividieron la ciudad en tres secciones, destinando una patrulla para cada una de ellas. Durante los interrogatorios, el doctor Llanos hizo las veces de intérprete, notándose que los kelpers respondían a todo sin poner ningún tipo de traba. La primera misión de importancia que se les encomendó fue desactivar el faro de la península de Freycinet (30 de abril), desde donde se podía orientar a los aviones y las embarcaciones enemigas. Al parecer, según algunas versiones, el mismo era utilizado con esa finalidad -en horas de la noche- y por esa razón era imperioso dejarlo inoperable. Para esa tarea, el mayor Castagneto desplegó tres secciones asignando a la del teniente primero José Martiniano Duarte llevar a cabo la operación, efectuar exploración costera desde el aire previo reconocimiento del establecimiento Estancia House y montar una emboscada en las tierras de Green Match donde se presumía habían desembarcado comandos ingleses. Integraban esa sección el teniente Fernando Isidro Alonso como jefe del grupo de asalto y el capitán José Ramón Negretti como oficial de logística. La segunda sección, al mando del teniente primero Sergio Fernández, debía dirigirse al noroeste para reconocer el sector norte de la Gran Malvina, la Isla Borbón y la Isla de los Remolinos y la tercera, encabezada por el teniente primero Daniel González Deibe, marcharía rumbo al sudoeste para explorar el poblado de Fitz Roy y sus alrededores. La sección del teniente primero Duarte abordó un helicóptero Bell UH-1H y a las 10.00 partió hacia su destino, sobrevolando lo que alguna vez fue Puerto Saint Louis o Puerto Soledad, poblado fundado por los franceses en 1764 y ocupado por los españoles seis años después. Tras mantenerse estáticos sobre las ruinas, la máquina siguió vuelo sobre las costas adyacentes, haciendo reconocimiento mientras el grupo de Ingenieros colocaba minas. Un trecho más adelante, distinguieron la silueta del faro y diez minutos después, se posaron en sus inmediaciones, tras corroborar que la zona se hallaba despejada. Los comandos saltaron a tierra y comenzaron a caminar en dirección a la torre. Enseguida notaron que el faro funcionaba pero según supieron después, cuadros del RI4 le habían quitado la batería. Se hallaban todos concentrados en sus tareas, inspeccionando el edificio y reconociendo sus alrededores cuando a uno de los efectivos se le escapó un disparo. Pensando que estaban siendo atacados, sus compañeros se arrojaron a tierra pero para su alivio, la cosa no pasó de un susto que motivaría luego, más de una broma. Finalizada la labor, los comandos treparon nuevamente al helicóptero y partieron hacia Estancia House, aterrizando dentro de su predio después de varios minutos de vuelo. El lugar era un típico establecimiento rural malvinense compuesto por varias edificaciones, a saberse, la vivienda principal, habitada por una familia kelper y tres o cuatro galpones, además de corrales, bebederos y otras instalaciones. Cuando la aeronave se posó, vieron a algunos hombres trabajando en el campo. Los comandos se les acercaron cautelosamente y tras comprobar la ausencia de tropas enemigas, reunieron a los pastores y procedieron a interrogarlos. Los kelpers respondieron todas las preguntas y permanecieron quietos mientras los soldados revisaban la propiedad. Encontraron municiones y ropa de combate pero se trataba de prendas y balas que los marines proveían a los civiles en tiempos de paz, para su entrenamiento militar. Antes de partir, el teniente primero Duarte ordenó incautar las municiones y luego abordaron el helicóptero para volar hacia Green Match, un sector de terreno blando, húmedo y esponjoso donde aterrizaron a las 14.00. Los comandos saltaron a tierra y echaron a andar. El sargento primero Ángel Armando Soria, un hombre alto y corpulento, no parecía tener dificultades para desplazarse por la turba, pese llevar sobre sus hombros la pesada ametralladora MAG. Por el contrario, el suboficial que trasportaba las municiones debió ser asistido por el teniente primero Leopoldo Quintana porque al hundir sus pies en el suelo cenagoso, retrasaba un tanto la marcha. En esas condiciones atravesaron los traicioneros ríos de piedra que abundan en las islas resbalando y cayendo frecuentemente, mojándose y golpeándose contra las rocas y helándose hasta los huesos al tropezar en la parte más honda de sus lechos. Anochecía cuando subieron una loma, desde donde se dominaba todo Green Match, a solo un kilómetro de Puerto Argentino. Mientas eso ocurría en la zona de Puerto San Luis, la sección del teniente Sergio Fernández se desplazaba en camión hasta los cuarteles de Moody Brook, punto final del pavimento. Veinte minutos después llegaron a destino hallando otro helicóptero Bell listo para transportarlos. Lo abordaron presurosamente y despegaron enseguida, escoltados por dos aparatos similares. Uno de los objetivos de la misión era neutralizar la radio de alta frecuencia que los kelpers tenían en la Isla de los Remolinos. Volando a baja altura atravesaron la Isla Soledad de este a oeste, cruzaron el Estrecho de San Carlos un tanto al sur de Punta Roca Blanca y casi enseguida distinguieron el monte Rosalía y algo más allá, las Seis Colinas. Por entonces, la flota enemiga se hallaba a solamente 100 kilómetros de distancia y las posiciones argentinas se encontraban dentro del radio de acción de los Sea Harrier, motivo por el cual comandos y tripulantes se hallaban extremadamente tensos en el interior del helicóptero aunque cuidándose muy bien de mostrarlo. Al cabo de veinte minutos, los pilotos creyeron distinguir al norte la silueta gris de una embarcación pero al aproximarse un poco más resultó ser una saliente rocosa contra la que golpeaban las olas con no demasiada fuerza. Sobrevolando la Gran Malvina detectaron un punto rojo. Recién cuando estuvieron encima pudieron determinar que se trataba de uno de los globos meteorológicos utilizados por los británicos en tiempos de paz. Los helicópteros tomaron tierra y los comandos se apoderaron del objeto después de efectuar de someterlo a una minuciosa inspección. Ya sobre la Isla Borbón sobrevolaron el pequeño poblado de Peeble, aterrizando inmediatamente después en la Estación Aeronaval “Calderón”, asiento de varios Mentor T-34 y el Skyvan de la Prefectura Naval junto a algunos helicópteros. Los Bell procedieron a cargar combustible pero como empezaba a anochecer los comandos informaron a los pilotos su decisión de pernoctar en el lugar. Fernández y sus hombres fueron alojados en el cuarto de oficiales donde extendieron sus bolsas y se dispusieron a racionar. Para entonces, las comunicaciones con Puerto Argentino estaban cortadas, cosa que tenía preocupado a todo el mundo, en especial a los comandos porque de esa manera quedaban completamente aislados. Tampoco funcionaba la red telegráfica del Ejército ni la de la Aviación Naval, algo que agravaba en extremo la situación. Se temía que el enemigo hubiese iniciado contramedidas electrónicas y hubiese neutralizado todo tipo de enlaces, barriendo el total de las frecuencias. La tercera sección, a cargo el teniente primero González Deibe, partió hacia Fitz Roy en horas de la tarde, a bordo de un helicóptero Puma del Ejército. Lo piloteaba el teniente primero Juan Buschiazzo, quien tiempo después, caería en combate. Su misión era efectuar exploración, levantar un censo de la población y una vez finalizada la labor, mantenerse en espera de instrucciones. Fitz Roy era el tercer conglomerado urbano de las islas después de Puerto Argentino y Prado del Ganso. Su puerto de gran calado estaba provisto de un muelle grande y disponía también de una pista de aterrizaje con cierta inclinación, ideal para operar desde allí con los Harrier si se la pavimentaba o cubría con planchas de hierro desplegables. Aterrizaron cerca de las 17.00, a menos de tres kilómetros del caserío y a escasos metros de un grupo de ingenieros que controlaba el puente por donde pasaba el camino a Puerto Argentino, al que debían volar si las fuerzas británicas se hacían presentes. Los comandos echaron pie a tierra y después de preparar el armamento, iniciaron el avance, González Deibe en primer lugar, secundado por Juan Elmíger, Alejandro Brizuela y el resto del pelotón. Elmíger fue destacado hacia un punto señalado por su jefe, para montar un puesto de observación, eso una vez que la patrulla hiciera un alto para estudiar el terreno y racionar. Eran las 21.30 de una noche cerrada y el silencio en los alrededores era total. Elmíger regresó a las 24.00 y después de dar un detalle de lo visto, la sección reinició el avance efectuando una lenta aproximación a la población para tomar por sorpresa a sus habitantes y a posibles efectivos infiltrados. González Deibe llevaba consigo una lista con los nombres de los integrantes de Defensa Civil y sus jerarquías militares, que le resultaría de suma utilidad a la hora de efectuar arrestos e identificaciones. En lo alto de un cerro instalaron la MAG junto a una pieza antitanque Instalaza y después de dejar un grupo de vigilancia, procedieron a descansar dentro de sus bolsas de dormir. En esos momentos llovía intensamente y el frío calaba los huesos. A las 04.32 de la mañana del 1 de mayo una poderosa explosión despertó a los comandos en Green Match y Fitz Roy. Se incorporaron sumamente sobresaltados y cuando se asomaron por sobre las lomas, pudieron observar, uno tras otro, veintisiete fogonazos seguidos seguidos cada uno por igual número de detonaciones (estas últimas les llegaban con dos segundos de retraso). Los hombres de Castagneto sintieron vibrar la tierra y vieron como el cielo nocturno se iluminaba tétricamente en Puerto Argentino. Era el primer bombardeo de la operación Black Buck, prueba elocuente del reinicio de las hostilidades. Como era de esperar, la crisis desembocaba en tragedia. Mientras los hombres de Castagneto comentaban excitados lo acontecimientos, el radio-operador informó que el silencio de radio era absoluto en todas las frecuencias y por consiguiente, se hacía imposible establecer contacto. Con las primeras luces del día los Sea Harrier atacaron el aeropuerto siendo rechazados por las antiaéreas en proximidades de la pista. Desde sus posiciones, los comandos podían escuchar claramente el fragor de la batalla, divisando las negras columnas de humo elevándose desde el sector ocupado por el RI25. Seineldín y sus hombres estaban soportando un duro bombardeo, cosa que corroboró el teniente primero Duarte a través de sus prismáticos. -Están por desembarcar en Teal Inlet – dijo el oficial sin dejar de observar. Acto seguido ordenó un repliegue hasta el monte Kent para dirigirse desde ese punto a la capital, intuyendo que se los necesitaría allí. La sección se puso en movimiento encabezada por Alonso, con su jefe caminando detrás, siempre a través del dificultoso terreno de turba. Durante un alto, Duarte volvió a enfocar con sus lentes de largo alcance y fue entonces que creyó percibir movimientos. -¡¡Es el desembarco!! – gritó - ¡debemos alcanzar la alturas lo antes posible! Los soldados echaron a correr por una pendiente, aferrando sus armas con fuerza y una vez en lo alto, se detuvieron para dar tiempo a su jefe de echar una nueva mirada. Duarte volvió a apuntar con los binoculares y para su alivio pudo comprobar que el movimiento detectado anteriormente era en realidad el desplazamiento presuroso de un rebaño de ovejas, sobresaltadas por los estallidos. Al escuchar eso, sus hombres lanzaron al unísono una fuerte carcajada y eso sirvió para aliviar tensiones y hacer una serie de bromas muy bien asimiladas por el jefe de la sección. Llovía con intensidad y comenzaba a caer granizo cuando procedieron a racionar, siempre a la intemperie, mientras los vientos helados azotaban desde el sur. En esos momentos, la sección del teniente primero González Deibe se encontraba acantonada a unos 3000 metros de Fitz Roy, sobre una altura de 400 metros desde la cual recién a las 06.30 iniciaron el avance en formación de combate. Los soldados entraron al poblado, lenta y cautelosamente, notando que las casas se hallaban a obscuras, sin ningún movimiento ni adentro ni afuera. Una vez frente a la del administrador, la rodearon lentamente y sin dejar de vigilar los alrededores, tomaron ubicación llamando a viva voz ordenaron a sus ocupantes. Los moradores de la propiedad aparecieron con las manos en alto, sin ofrecer ningún tipo de resistencia y con la celeridad del rayo, los comandos se introdujeron en el interior, generando la consabida angustia de sus propietarios. Una vez dentro, el jefe de la sección corrió hasta el teléfono y llamó a Puerto Argentino. Lo atendió Negretti cuando la capital era nuevamente bombardeada desde el aire. González Deibe preguntó si había heridos en la compañía y para su alivio la respuesta fue negativa. Acto seguido, tomó el teléfono Castagneto y sin más preámbulos le explicó que no hubo ningún desembarco y que el ataque había sido repelido. -Vénganse inmediatamente para acá- le ordenó a continuación y tras unas pocas palabras, cortó la comunicación. González Deibe procedió a realizar el censo de la población, tarea que le llevó un par de horas. Sus resultados fueron poco más de un centenar de habitantes de los cuales unos sesenta estaban en condiciones de empuñar las armas. Los comandos confiscaron tres Land Rover y antes de retirarse se apropiaron de cuanto rifle, pistola y escopeta encontraron en el lugar. Ningún malvinenses del cuerpo de defensa local entrenado por los Royal Marines se ofreció a participar en la lucha; el 2 de abril apenas se presentaron 12 de un total de 90 y con los primeros disparos manifestaron su deseo de no luchar, agrupando sus armas en el centro del gimnasio que les servía de cuartel. Mucho menos lo hicieron durante los combates posteriores al Día "D". Como el resto de la población prefirieron encerrarse en sus casas y ahí permanecieron hasta la retirada de los argentinos. El trayecto hasta la capital fue lento y complicado a causa del fango, la turba y las irregularidades del terreno. En algunos tramos debieron descender y empujar los vehículos porque sus ruedas se empantanaban y en una de esas ocasiones creyeron distinguir a lo lejos las siluetas de tres buques enemigos que parecían disparar sobre la ciudad. Cuando la sección de González Deibe regresaba a Puerto Argentino, el mayor Castagneto abordó un Puma de la Prefectura Naval y partió en busca del teniente primero Duarte cuya sección se hallaba apostada en Green Check. Despegaron a las 11.50 escoltados por un Agusta y llegaron quince minutos después, sin novedad. Una vez que la sección estuvo a bordo, Castagneto le dijo a Duarte que se dirigían a la estancia de un kelper de apellido Pitaluga, a orillas de la gran bahía Salvador. Al parecer, el sujeto suministraba información a la Task Force, estableciendo contacto radial con el “Hermes”. Según relata Juan Carlos Moreno en su libro Nuestras Malvinas, los Pitaluga eran una de las familias más antiguas y prestigiosas del archipiélago, establecida allí a mediados del siglo XVIII2. Su estancia, “Rincón Grande”, era la más extensa y moderna de las islas y la componían doce edificaciones ubicadas en uno de los lugares más bellos de la región. Además de la casa principal, es decir, la residencia de la familia, destacaban varios galpones, establos y construcciones destinadas a los peones. Los helicópteros se fueron aproximando al establecimiento y a poco de llegar, se posaron sobre la turba. Con los rotores en marcha, los comandos echaron pie a tierra y procedieron a cercar la residencia tratando de impedir cualquier intento de fuga. Lo primero que observaron fue un helicóptero Sikorsky desprovisto de aletas, arrumbado cerca de un tinglado y algo más allá, tractores y más vehículos, prueba de que los dueños eran, realmente, gente de buena posición. Se presumía que había efectivos enemigos en el lugar y por esa razón, se adoptaron todos los recaudos para entrar en combate, el primero de ellos, encomendarle al escalón del teniente Leopoldo Quiroga tomar ubicación en unas elevaciones cercanas para proveer cobertura. Castagneto le ordenó al teniente Alonso que él y su gente se acercasen al edificio principal en tanto el resto de la sección ocupaba puestos de combate. Cuando la casa estuvo completamente rodeada, el capitán Jándula se adelantó hasta la puerta trasera y la abrió de una patada, permitiendo a los comandos abalanzarse en su interior, tomando por sorpresa a la familia. Sin dejar de apuntar a los propietarios, el teniente Alonso impartió una serie de indicaciones, la principal, efectuar un minucioso registro de la propiedad, sin ninguna duda la construcción más confortable que habían visto desde su llegada a las islas, después de la residencia del gobernador. Tenía un jardín muy bien cuidado y en la costa un muelle con una lancha amarrada. Durante el registro apareció lo que estaban buscando: la radio de largo alcance con la que, el dueño de casa mantenía contacto con la flota. En vista de ello, Castagneto procedió a interrogar a cada uno de los miembros de la familia, empezando por el mismísimo Pitaluga, un kelper alto, apuesto y sumamente educado, de no más de cuarenta y cinco años de edad, que se ofreció a responder todas las preguntas. Por el contrario, su esposa, era poco agraciada y bastante desagradable, contraste que llamó la atención de los recién llegados. El malvinense reconoció haber establecido contacto con el “Hermes” pero aseguró que no fue para pasar información sino para hacerle llegar al gobernador Menéndez una propuesta de rendición incondicional del almirante Woodward. Además agregó, como si estuviera realmente convencido, que como ciudadano británico podía hablar con su gente cuando lo quisiera, afirmación que asombró a sus interlocutores por lo superficial e ingenua. Los comandos procedieron a confiscar el aparato y mientras el cabo primero Miguel Ángel Rivero se dedicaba a desarmarlo pieza por pieza, el hijo de Pitaluga, un muchacho alto, de unos 17 años de edad, recriminó en perfecto español a los argentinos (y hasta con acento rioplatense por haber estudiado en Córdoba), acusándolos de invasores y recalcándoles que las islas le pertenecían a ellos, los malvinenses y, por consiguiente, eran legítimamente británicas. En tono irónico, Jándula le preguntó porque, siendo “tan británico”, había ido a estudiar a la Argentina y no a Inglaterra, dejando al muchacho vacío de argumentos. -Yo con mi vida, hago lo que quiero -respondió. Por orden de Castagneto, Pitaluga fue detenido y conducido a Puerto Argentino. Al escuchar eso, su mujer se asustó mucho y el hijo, casi con lágrimas en los ojos, volvió a acusara los efectivos de invasores. Minutos después, la sección abordó los helicópteros y puso rumbo a la capital llevando consigo al prisionero. Mientras eso ocurría en “Rincón Grande”, la segunda sección al mando del teniente primero Fernández permanecía aislada en la Isla Borbón, sin contacto radial. A las 06.00 un suboficial radio-operador ingresó corriendo en el cuarto de oficiales para anunciarle a su jefe que Puerto Argentino estaba siendo bombardeado y que la pista del aeropuerto parecía haber sido destruida. Fernández se incorporó rápidamente y como no podía hacer otra cosa, ordenó a sus hombres alistarse para seguir adelante con la misión. Cuando su reloj señalaba las 08.00, abordaron un helicóptero Bell y poco después dejaban atrás la Gran Malvina en dirección a la isla Remolinos, sobrevolando las bahías Goulding y San Francisco de Paula a 180 km. de velocidad y un metro y medio de altura. Cuidándose de pasar lo más lejos posible del establecimiento Dunbar, alcanzaron el extremo oeste de península y con las primeras luces, cruzaron a la mencionada isla. En ese momento, un albatros que levantó vuelo asustado se estrelló contra el parabrisas de la aeronave obligando a su piloto, el teniente Arturo Jardel, a sujetar con fuerza los mandos para no perder el control. El aparato aterrizó sobre una hondonada, a 500 metros de un establecimiento rural compuesto por una vivienda principal, algunos galpones y unas pocas edificaciones costeras y una vez seguros, los comandos saltaron a tierra. Cubiertos por la sección del teniente primero Fernando R. García Pinasco, apostada detrás, se acercaron muy cautelosamente al grupo de edificios. Tal como ocurrió en lo de Pitaluga, al llegar a la vivienda tomaron posiciones y les ordenaron a sus moradores salir con las manos en alto. Con los efectivos apuntando hacia la entrada, la puerta se abrió y a través de ella salieron tres kelpers muy asustados, el propietario, un individuo de apellido Napier y dos mujeres, una de ellas su esposa y la otra su cuñada. Los argentinos ingresaron en la propiedad y comenzaron a revisar su interior sin la menor objeción por parte de sus moradores. Napier era el dueño de la isla y se dedicaba a la cría de ganado ovino, tal como lo hacía su familia desde 1860. Poseía además un moderno velero amarrado a uno de los muelles y una embarcación más antigua dotada de un obsoleto equipo de comunicaciones, inadecuado para establecer enlace con las unidades navales enemigas. La requisa no arrojó resultados pues apenas hallaron un viejo fusil Enfield de la Segunda Guerra Mundial, una escopeta de caza y un segundo transmisor, bastante moderno en este caso pero de poco alcance. Los comandos procedieron a incautar todo el material, incluyendo la radio del barco y lo llevaron hasta el helicóptero desoyendo las protestas de las mujeres quienes trataban de explicarles que sin esos aparatos quedarían completamente aislados e imposibilitados de solicitar asistencia médica en caso de necesitarla. De todas maneras, esos kelper fueron de lo más agradables y estando los soldados a punto de retirarse con el material incautado, les convidaron café, algo que aquellos aceptaron de muy buena gana. Mientras los argentinos bebían, los malvinenses entablaron una amable conversación. Napier dijo haber nacido ahí mismo y las mujeres sostuvieron con firmeza, aunque con mucha educación, lamentar profundamente la guerra pero que aquello era territorio británico y las islas les pertenecían a quienes las habitaban desde hacía tantas generaciones. Pese a la discrepancia, los ocho hombres de la sección se alejaron en dirección al helicóptero, deseándoles suerte. Regresaron a la Isla Borbón al mediodía, con los tanques de combustible casi agotados. Ni bien se posaron, los Mentor del teniente Pereyra comenzaron a carretear para atacar a un helicóptero que merodeaba en las cercanías y enfrentarse a los mismísimos Sea Harrier en el el primer encuentro aéreo de la contienda (Ver capítulo "1 de mayo. Continúa la batalla"). Una vez en la Estación Aeronaval “Calderón”, los hombres del teniente primero Fernández se pusieron al tanto de lo acaecido durante su ausencia y mientras lo hacían, el operador de radio estableció comunicación directa con Río Grande, novedad que les permitió recibir varios alertas de ataques aéreos con bastante anticipación. Ese día, por la tarde, llegaron dos Pucará provenientes de Darwin, cuyos pilotos informaron sobre los bombardeos a la BAM “Cóndor”, incluyendo la muerte del teniente Daniel Jukic y todos sus asistentes. Dieron cuenta, además, de la presencia enemiga en cercanías de San Carlos, de la posible infiltración de elementos del SAS y SBS y otros detalles que sumieron en preocupación a los integrantes de la 601 y al personal de la estación. Cerca de las 16.30 horas, comandos, pilotos y efectivos fueron testigos del combate aéreo entre los Mirages del capitán García Cuerva y el teniente Perona y dos Sea Harrier el Escuadrón 801. La guerra se había desatado en toda su intensidad y nada perecía detenerla. Un análisis no demasiado exhaustivo permitió determinar que tras el bombardeo a los aeródromos de las islas, el próximo objetivo iba a ser la Estación Aeronaval y que el mismo iba a ser en breve. En vista de ello, el teniente primero García Pinasco pronunció aquellas proféticas palabras que quedarían grabadas en los oídos de sus subordinados por mucho tiempo: “Esto no va a terminar hasta que corra mucha sangre”3. Siguiendo el relato de Isidoro Ruiz Moreno, antes de regresar a Puerto Argentino el teniente primero Fernández decidió cruzar a la Gran Malvina para continuar explorando y reconociendo el terreno. Su sección se puso en movimiento un par de horas después, en plena noche, bajo la llovía y con temperaturas que oscilaban entre los 20º y los 25º bajo cero. Aterrizaron en una zona desértica, a mitad de camino entre la isla Borbón y Puerto Howard, donde pasaron el resto de la noche. Recién a las 07.00 Anadón logró sintonizar la radio y escuchar noticias procedentes de Buenos Aires. A través de las mismas, supieron de los combates aéreos, los duelos de artillería y los intentos por hallar una solución pacífica a la disputa. En ese sentido, las organizaciones internacionales y los representantes de varios gobiernos se movían aceleradamente, acuciados por el incremento de la violencia y lo grave de la situación. De todas maneras, los efectivos de la 601 siguieron adelante con los procedimientos, intentando dar con elementos infiltrados o algún indicio de su presencia. A las 14.00 horas del 1 de mayo, la sección del teniente primero Fernández llegó a Puerto Argentino y una vez en el gimnasio que les servía de cuartel, procedió a limpiar el armamento y descansar. Fue allí, distendidos y algo más relajados, donde los comandos decidieron reemplazar sus cascos de acero por las mucho más cómodas gorras de lana negra y las boinas verdes. En la madrugada del día 2, un helicóptero Agusta exploró la región de San Carlos y poco después, otros tres cruzaron por el punto más angosto del estrecho, volando a baja altura a intervalos de cinco minutos uno de otro. En Moody Brook, mientras tanto, la sección del teniente primero Duarte esperaba el mejoramiento de las condiciones climáticas para embarcar en los helicópteros y volar hacia un punto situado al sur de la península de Murrell, en cuyas playas se habían detectado movimientos sospechosos. La avanzada llegó al lugar después de un vuelo de veinte minutos y tras saltar a tierra, comenzó una minuciosa búsqueda cuyos resultados fueron el hallazgo de un bote inflable en posición invertida sobre la arena y elementos menores. En vista e ello, el teniente Duarte organizó dos escalones, ordenándole al primero (apoyo) tomar posiciones en las alturas cercanas y al segundo (asalto) iniciar la aproximación al gomón. Cuando el teniente Fernández Alonso llegó hasta el bote, un grito del sargento ayudante Francisco Altamirano lo hizo detener. El suboficial lo previno sobre la posibilidad de que el enemigo hubiera colocado una trampa cazabobos y en vista de ello, se arrojaron ambos a tierra para acercarse a la rastra y ver si había algo debajo. Al llegar, descubrieron otros objetos en su interior y eso hacía factible que fueran explosivos. Por tal motivo, decidieron pasar una soga por las agarraderas y luego tirar fuerte hacia atrás, para ver si ocurría algo. Así lo hicieron y para su alivio, nada sucedió. Se incorporaron adoptando las precauciones del caso y procedieron a dar vuelta el bote, descubriendo un motor de 45 HP con combustible en su tanque, tres salvavidas con la inscripción “Hermes”, una campera de cuerina, envases vacíos de leche y cuerdas. Se trataba de una lancha de goma del tipo Zodiac para una dotación de ocho hombres, que pertenecía, sin ninguna duda, a un escuadrón del SBS, cuyos integrantes debieron haberse mimetizado entre la población civil. Nada de eso pareció impresionar al personal de la Estación; la noticia del hundimiento del “General Belgrano” lo había sumido en profundo pesar, lo mismo al resto de la guarnición argentina y así permanecieron hasta el 4 de mayo, cuando el impacto en el “Sheffield” pareció mitigar en parte (una parte muy ínfima) aquella sensación. La actividad de los comandos durante los primeros días de mayo fue realmente intensa, con numerosas misiones de exploración y patrulla tendientes a detectar presencia enemiga y posibles desembarcos. Una de aquellas recorridas tuvo por destino las islas Tussac, al norte de Puerto Argentino, frente a la península Freyssinet, donde todo parecía indicar que se dirigían los bombardeos. Los comandos se encaminaron hacia el lugar y regresaron sin haber encontrado nada aunque negros de hollín de pies a cabeza por el bombardeo con napalm al que fueron sometidas en la primera quincena de abril. Algo más tarde, procedieron a inspeccionar las posiciones ocupadas por los regimientos de infantería 4, 3 y 25 y después abordaron la lancha patrullera “Río Iguazú” para recorrer la Bahía de Aceite con el objeto de brindar cobertura desde allí. La misión tuvo lugar en horas de la noche, cuando seis hombres al mando del teniente García Pinasco (la mitad de la 2ª Sección) se ubicaron en el guardacostas llevando consigo un cohete antitanque Instalaza de 88,9 mm, una MAG y un mortero de 60 mm. Las órdenes eran precisas, debían explorar el litoral norte de la Isla Soledad y recorrer la península de San Luis porque se tenían indicios de que por ese sector se habían infiltrado comandos del SAS y el SBS. La lancha navegó sobre las aguas de un mar embravecido, sorteando las olas que batían la zona mientras en su interior los hombres del Ejército sufrían mareos y descomposturas. Para su fortuna, los marinos disponían de pastillas especiales y eso les devolvió la compostura. La patrulla no arrojó resultados, sin embargo, hallándose García Pinasco observando la costa con sus lentes de visión nocturna, creyó detectar movimientos. Los hombres abrieron fuego batiendo la playa tanto con la ametralladora pesada y el mortero como con sus armas livianas, sin que se produjera respuesta; llegado el amanecer, emprendieron el regreso a Puerto Argentino sin saber si realmente acababan de rechazar un nuevo intento de infiltración. Los comandos encontraron a Castagneto sumamente alterado con los altos mandos pues a su entender, sus hombres estaban siendo utilizados en tareas elementales y no en el tipo de misiones para las que habían sido entrenados. Por esa razón, faenas como las realizadas con la “Río Iguazú” se suspendieron definitivamente. La primera oportunidad pareció llegar el 4 de mayo por la mañana, cuando el mayor Doglioli, ayudante del gobernador, le hizo saber al jefe de los comandos que el puesto de mando del general Menéndez iba a ser atacado. Por tal motivo, se decidió el traslado de su cuartel general desde Stanley House, sobre el 25 de la costanera Ross Road, hasta la Secretaría de Gobierno y para ello, los efectivos de la Compañía 601 deberían proveer cobertura. Se estimaba que ese ataque se iba a llevar a cabo alrededor de las 21.00 y por esa razón, se debería hacer el desplazamiento lo más rápidamente posible. Mientras el estado mayor del gobernador procedía a ocupar el sólido edificio de piedra y dos plantas, Castagneto volvió a protestar por considerar la tarea asignada impropia de comandos, argumentando con razón, que para eso sobraban tropas regulares. Además, la 1ª Sección del teniente Duarte se hallaba en una misión fuera de la ciudad y a raíz de ello la unidad se encontraba debilitaba. El mayor Doglioli, amigo personal de Castagneto, le explicó con cierta firmeza que tenía datos sumamente precisos y sobre un ataque a realizarse esa noche. Dudando de la veracidad de esos informes, Castagneto organizó una suerte de “guardia pretoriana” con elementos de las secciones de Fernández y González Deibe, para cubrir el traslado del gobernador a su nuevo destino. Para asombro de los comandos, lo que debió ser una mudanza casi secreta fue, al mejor estilo argentino, una acción al descubierto, en el más completo desorden, a la vista de todo el mundo, especialmente de los kelpers, con órdenes a viva voz y gente desplazándose desorientada llevando objetos y cajas hasta los camiones y otras unidades móviles que esperaban en la calle. ¿Qué hubiera ocurrido si los tan temidos “elementos infiltrados” hubiesen registrado la operación? ¿Nadie pensó en los malvinenses? ¿Podían ser ellos quienes pasaban esa información? Las horas transcurrían y al caer la noche, los hombres de Castagneto se hallaban apostados en torno a la Secretaría de Gobierno, atentos al menor movimiento. Fue en esas circunstancias cuando tal como lo adelantara Doglioli, a las 21.00 se inició un tiroteo con disparos intermitentes que parecían provenir de diferentes puntos, especialmente la parte posterior de la Casa de Gobierno. Los argentinos respondieron con fuego graneado, apuntando en dirección a la residencia y a Wireless Ridge (Colina de la Radio), donde se hallaba estacionado el Regimiento de Infantería 7. La bahía se iluminó con las trazadoras y a los pocos minutos, los arbustos secos que rodeaban el monumento de la batalla naval de las Islas Malvinas en la Primera Guerra Mundial, comenzaron a arder, desatando un incendio de consideración. Los comandos disparaban con decisión, respondiendo el intenso fuego generado por elementos desconocidos y así lo hicieron durante una hora hasta que, pasadas las 22.00, el combate finalizó. Nadie resultó herido pero quedó latente la sensación de que efectivamente, el enemigo había infiltrado fuerzas especiales y que Menéndez era un inepto, el típico general de escritorio al mostrar abiertamente su cambio de posición. A las 05.00 de la mañana, se produjo el segundo bombardeo de los Vulcan, con los mismos resultados del anterior. Durante la noche, se montó un nuevo operativo a cargo de los capitanes Frecha, Figueroa, Jándula, Llanos y Negretti, cuyo objetivo era el mercado de West Store (Mercado del Oeste) donde se presuponía se movían efectivos británicos mimetizados entre la población. Como bien explica Ruiz Moreno, numerosos civiles se refugiaban allí buscando amparse de los bombardeos nocturnos ya que el edificio, construido en piedra, era extremadamente sólido y su techo ostentaba la inscripción “Defensa Civil”. Los comandos rodearon la construcción y protegidos por la obscuridad se asomaron por las ventanas justo cuando alguien en el interior apagaba las luces. Los hombres de la 601 comprobaron que desde ese lugar era sumamente fácil seguir los desplazamientos de las tropas y por esa razón decidieron proceder. Para informar la novedad, el capitán Figueroa sacó su equipo de radio y tras establecer comunicación y dar cuenta de lo ocurrido, recibió la escueta orden de esperar. En plena noche y torturados por el frío, los efectivos argentinos aguardaban agazapados, observando permanentemente el mercado hasta que, de pronto, un disparo solitario pegó muy cerca de donde se encontraba ubicado el capitán Jándula. Pese a la sorpresa, el oficial supo mantener el aplomo y permaneció quieto en su lugar aunque sin poder evitar una imprecación. Los disparos aislados se tornaron frecuentes en la ciudad, sobre todo de noche y eran, por lo general, producto de conscriptos nerviosos que reaccionaban ante cualquier movimiento extraño. Sin embargo, había otros, ocasionados por efectivos infiltrados, que darían origen a la infundada versión de que los propios malvinenses abrían fuego contra las tropas ocupantes. Amanecía cuando llegó al lugar el mayor Castagneto decidido a ingresar en el interior del edificio. Y así ocurrió. A una orden suya, los comandos se incorporaron y se abalanzaron con suma brusquedad sobre los accesos, sobresaltando a los kelpers que dormían en el interior. Los argentinos irrumpieron a los gritos, apuntando a los temblorosos malvinenses con sus armas, generando su consabido temor e incertidumbre. Se los obligó a formar una hilera con las manos en alto, de cara contra la pared y se procedió a revisarlos, no sin cierta brusquedad. Los pobres individuos estaban realmente asustados y nada dijeron al ser sometidos a tan riguroso control. Los hombres de Castagneto no hallaron nada porque simplemente se trató de una falsa alarma. Por esa razón, cuando se retiraron, los pobladores fueron corriendo hasta el despacho del comodoro Carlos Bloomer Reeves, con quien tenían muy buenas relaciones y le presentaron su queja. El 5 de mayo fue un día especial para los comandos porque el propio gobernador militar les encomendó una misión de alto riesgo. Debían explorar la Isla de los Leones Marinos, al sudeste de la península de Lafonia, donde aviones de exploración propios habían detectado lo que parecían ser antenas y radares. Al parecer, la Fuerza de Tareas británica utilizaba esos elementos para orientar un desembarco intermedio de pertrechos, tropas y helicópteros y por esa razón, era imperioso neutralizarlos. Se trataba en verdad de una tarea sumamente arriesgada pues la isla se encontraba dentro del radio de acción de los Harrier y las unidades de superficie enemigas y podía ser batida con facilidad. Fue una vez más la sección del teniente primero Duarte la seleccionada para llevar a cabo la tarea aunque esta vez, su jefe manifestó ciertos reparos por considerar que las posibilidades de sus hombres iban a ser nulas. A su entender, veinte efectivos solos no podrían con toda la flota y por esa razón resultaba imperioso planificar mejor la operación. Según cuenta Ruiz Moreno, al escuchar esas palabras a alguien le parecieron ideales para el título de una película bélica: “Veinte hombres contra la flota”. Era realmente una misión suicida que implicaría la muerte de toda la sección en caso de establecerse contacto con las fuerzas enemigas. Pero el mayor Castagneto insistió pues el alto mando ya había impartido la orden y no había más que discutir. Y para aumentar la sensación de abandono, desde el continente se informó que dadas las condiciones climáticas, los aviones destinados a brindar protección, no iban a poder operar. Duarte no dijo más. “A ver si después de todo, piensan que tengo miedo”, pensó4. En cumplimento de las órdenes recibidas, alistó su equipo y cuando los relojes daban las 06.00 abordó un helicóptero Puma y después de esperar que el viento y la lluvia amainasen, despegó con su sección, escoltado por un Agusta. Integraban el grupo, además de Duarte, los capitanes Frecha y Llanos y los suboficiales Quintana, Alonso, Ríos, Moreno, Cálgaro, Altamirano, Rivero, Vera, Contreras, Pichihuelches, Tunini y los dos Gómez. Aquella misma noche una lancha patrullera de la PNA partió hacia el mismo destino5, llevando a bordo a un escuadrón de comandos anfibios de la Armada quienes debía operar como avanzada en lo que sería la primera operación conjunta de las fuerzas argentinas6. Los helicópteros volaban a escasos cinco metros de un mar encrespado, separados a una distancia de 150 metros uno de otro, llevando en su interior a los comandos, con sus trajes de camuflaje y sus rostros embadurnados de betún. Viajaban sin pronunciar palabra, sujetando sus armas con firmeza, intentando minimizar la tensión y el nerviosismo propio de las misiones de alto riesgo. Sus pares de la marina los precedían en la patrullera, intentando alcanzar antes el objetivo, al que llegaron después de bordear la costa oriental de la isla Soledad, dejando a su derecha Fitz Roy, Bahía Agradable y la gran desembocadura del seno Choiseul. A la altura de la bahía de los Abrigos, pusieron proa al sur y con mucha cautela -debido al mal tiempo-, se adentraron en aguas abiertas. Una vez frente a la isla principal, abordaron los botes inflables y comenzaron a remar hacia la costa, siempre al amparo de la obscuridad. Ellos también llevaban los rostros ennegrecidos, vestían completamente de negro y cubrían sus cabezas con gorros de lana del mismo color. Ni bien tocaron la playa, saltaron al agua y arrastraron las balsas para depositarlas sobre la arena y el pedregullo. Con mucha previsión subieron las barrancas rocosas y una vez en lo alto comenzaron a aproximarse lentamente al establecimiento. Su indumentaria y su apariencia habrían aterrorizado a cualquiera, más sabiendo a esos hombres dispuestos a abrir fuego. Deslizándose agazapados a través del terreno, llegaron a la edificación principal y tras una minuciosa inspección, pudieron determinar que no había nadie. Aparentemente el islote estaba deshabitado. En esos momentos, en otro lugar, el teniente primero Duarte le indicaba al Agusta que los sobrepasase para ametrallar cualquier movimiento sospechoso. Ruiz Moreno describe el establecimiento de la isla principal ocupando el total del promontorio, cuyas costas se hallaban pobladas por gran número de elefantes marinos y una inmensa variedad de aves. Cerca de la casa, que era el edificio más próximo al litoral por el noreste, pastaban tranquilamente ovejas, vacas y caballos de muy buena calidad y algo más al sur se alzaban galpones, depósitos y más casas. La sección de Duarte aterrizó cerca de la propiedad y ni bien pisó tierra, se unió a sus pares navales para seguir explorando. Cuando echaron andar, comprobaron que la puerta de la viviendas principal se hallaba abierta y que nada se movía a su alrededor. Con mucha precaución la rodearon e inmediatamente después varios hombres se lanzaron al interior. El lugar parecía haber sido abandonado recientemente; en la vivienda encontraron una videocassetera conectada a un televisor, uniformes británicos, dos fusiles y un equipo de radio. Afuera hallaron un pozo de zorro y trincheras y cerca de allí, un Land Rover y una lancha con su motor fuera de borda. Lo más llamativo fueron los numerosos tambores de combustible y las balizas apiladas cerca de uno de los galpones, prueba de que los británicos planeaban acondicionar el lugar para operar con sus helicópteros desde allí. A media mañana, la isla había sido completamente explorada, lo mismo varios de los islotes cercanos, razón por la cual, después de comprobar que el área estaba deshabitada, los efectivos subieron a la lancha, otros a las aeronaves y emprendieron el regreso. Durante el vuelo, se recibió una comunicación desde Puerto Argentino dando cuenta de un avión argentino derribado en la Isla de Bougainville, al este de Lafonia, ordenándoles dirigirse allí para investigar. Los helicópteros viraron hacia ese punto y al llegar, aterrizaron cerca de unas elevaciones bajas, al noroeste de la isla, comprobando que buena parte del terreno ardía y que los restos del aparato se hallaban dispersos por doquier. Como la búsqueda no arrojó resultados, decidieron trasladarse al establecimiento Lively para interrogar a sus moradores. Se encontraron con gente amable, que los trató con mucha cortesía y hasta les manifestaron su deseo de ver a Gran Bretaña derrotada (seguramente intentando congraciarse con los recién llegados)7. Los malvinenses dijeron haber presenciado el combate aéreo y creían que el avión británico que había derribado al caza argentino también fue alcanzado. Ruiz Moreno especula sobre aquellos kelpers, alejados de sus connacionales, abandonados a su suerte e incluso olvidados. Los isleños manifestaron estar desabastecidos y hasta pasar hambre y por esa razón, los comandos les dejaron parte de sus raciones. Los pobladores de Lively despidieron a los “visitantes” con calurosas muestras de afecto, estrechando sus manos, palmeándolos y agitando sus brazos en señal de saludo. Incluso cuando los helicópteros se elevaron, comenzaron a aplaudir. Para tener una idea de lo riesgos de la operación, el autor de Comandos en Acción recuerda que tres días después de aquella patrulla (9 de mayo), fue hundido en aguas próximas a la Isla de los Elefantes Marinos el pesquero “Narwal” y que un helicóptero del Ejército despachado en su rescate, fue abatido por las fuerzas enemigas pereciendo sus tres tripulantes. Otra de las misiones que llevaron a cabo los comandos fue el reconocimiento de las inmediaciones del puente Murrel, sobre el río homónimo. La misión fue encomendada al capitán Frecha y el teniente primero Fernández, quienes partieron de Puerto Argentino a las 10.00 a bordo de sendas motos tipo motocross, tomando el camino a monte Kent, bajo un cielo plomizo, azotados por una helada llovizna. Siete horas después (17.00) se encontraban en el puesto de mando del mayor Oscar Jaimet, jefe del Regimiento de Infantería 6, donde se comunicaron por radio con el mayor Castagneto para informarle que pasarían la noche allí porque la niebla era sumamente espesa y no les permitía continuar (apenas se podía ver a dos o tres metros de distancia). Conversando con Jaimet comieron una ración en caliente y hasta disfrutaron de un poco de licor que el jefe del regimiento les convidó antes de retirarse a dormir a una de las carpas especialmente acondicionadas para ellos. A las 01.00 horas la zona comenzó a ser batida por el cañoneo naval. Frecha y Fernández se incorporaron y buscaron cobertura junto a los soldados que abandonaban sus bolsas de dormir para ocupar puestos de combate. El tronar de las explosiones se prolongó hasta la mañana siguiente, cuando la fragata se alejó en dirección este, buscando el amparo del mar abierto. Muy temprano en la mañana, con las primeras luces del día, después de una noche realmente espantosa, los oficiales reanudaron la marcha, decididos a continuar la exploración ya que además de relevar el terreno, debían determinar una posición para instalar una batería antiaérea, idea con la que Jaimet había estado completamente de acuerdo. Los comandos llegaron al lugar y a las 12.00, después de recorrerlo y estudiarlo detenidamente, emprendieron el regreso, convencidos de haber cumplido la misión. Lejos de allí, a bordo del “Fearless”, los británicos analizaban las cartas de ese mismo lugar para efectuar el desembarco. El alto mando argentino consideraba a la bahía de San Carlos uno de los puntos en los que las fuerzas británicas intentarían la operación y suponiendo que hubiesen desembarcado unidades del SAS y el SBS para hacer reconocimiento, decidió enviar hacia allí a varios efectivos con la intención de neutralizarlos. Después de una breve deliberación con el gobernador y su plana mayor, se determinó que las secciones 1 y 2 de la Compañía de Comandos 601 avanzasen sobre el Establecimiento San Carlos en tanto la 3 haría lo propio en Puerto San Carlos que, como se recordará, era otra localidad, separada de aquella por un brazo de mar que daba forma a la gran bahía, sobre la desembocadura del río homónimo8. Debían explorar los alrededores, así como cada vivienda en ambos poblados, levantar un censo y estudiar la posibilidad de montar una batería antiaérea en algún punto de la región. Cumplida la misión, serían reemplazados por una compañía de infantería. El mayor Castagneto reclamó para sí la mayor cantidad de helicópteros dado que la operación iba a movilizar a toda la Compañía, petición a la que el general Parada primero se negó pero, tras una breve discusión, aceptó, poniendo a su disposición cinco unidades. Con las primeras luces del 12 de mayo, los helicópteros se elevaron y se dirigieron al oeste pero el pésimo estado del tiempo les impidió seguir avanzando. La misión fue pospuesta para el día siguiente, cuando dos Bell UH-1H, dos Puma y un Agusta de ataque como escolta y protección despegaron de Moody Brook transportando a los comandos a bordo. Tras un vuelo rasante sobre los campos de turba y las elevaciones centrales de la Isla Soledad, las dos primeras secciones aterrizaron a 500 metros del Establecimiento San Carlos, depositando en primer lugar al grupo de emboscada del capitán Frecha, provistos de un lanzador de misiles Blow Pipe. Los efectivos avanzaron hacia el caserío con mucha precaución y al llegar a sus primeras edificaciones, procedieron a efectuar una minuciosa revisión, casa por casa según se dijo, siguiendo después por los alrededores. Para su alivio y desazón, no encontraron nada, salvo unas latas de raciones militares esparcidas a 600 metros del pueblo, que atribuyeron a desperdicios anteriores a la guerra, dejados allí por los royal marines de la guarnición permanente de las islas. En una de las alturas circundantes, los comandos creyeron distinguir lo que parecía ser una antena de radar y por esa razón decidieron enviar al Agusta con algunos hombres de la segunda sección. El pelotón aterrizó en las inmediaciones del objetivo a las órdenes del teniente primero García Pinasco y una vez allí, pudo comprobar que, en efecto, se trataba de una antena en forma de torre utilizada por los kelpers para comunicarse con la capital y las localidades del interior a través de sus aparatos de radio. Uno de los edificios que atrajo su atención fue la planta frigorífica de Bahía Ajax abandonada muchos años atrás, una construcción de proporciones, ideal para el refugio y alojamiento de las tropas. El helicóptero la sobrevoló lentamente, comprobando que se hallaba deshabitada y con signos de haberse incendiado mucho antes de la guerra. La herrumbre delataba lo añejo del inmueble y el estado de completo abandono de su estructura, destacando el elevado número de tambores de combustible apilados en el exterior. El helicóptero giró y se alejó de aquel sitio desolado; en su interior, García Pinasco meditaba preocupado, convencido de que deberían haber descendido para explorar; el sitio era ideal para alojar un batallón completo con su plana mayor e incluso y representaba un a amenaza para el dispositivo argentino. Mientras volaban de regreso, distinguieron una casa aislada en medio del campo a la cual resolvieron reconocer. La aeronave argentina se posó sobre la turba, a cierta distancia de la vivienda y los efectivos de la 601 saltaron a tierra para aproximarse con mucha cautela. Los hombres del Ejército entraron en ella notando que casi no tenía mobiliario aunque en la cocina, guardados en la alacena, había víveres como para una docena de hombres. Los recogieron a todos y tras una última inspección, regresaron al helicóptero. En San Carlos, los kelpers les explicaron que efectivamente, el alimento encontrado pertenecía a los royal marines y se encontraba allí desde antes de la invasión. Ya de noche, una vez establecidos los puestos de guardia, se disponían a pernoctar cuando ocurrió algo que nadie esperaba: los pilotos de los helicópteros le dijeron a Castagneto que regresaban a Puerto Argentino porque su jefe, el teniente coronel Carlos Washington Reveand9, les había dado esas instrucciones antes de partir. Según sus palabras, debían preservar las aeronaves y permanecer en ese punto las ponía en peligro. La decisión tomó por sorpresa a los comandos porque de esa manera, la Compañía quedaba prácticamente inmovilizada. Como las directivas provenían del centro de mando de la Brigada, los helicópteros se elevaron y partieron hacia el este mientras los comandos se dedicaban a acondicionar el galpón de esquila para pernoctar. A todo esto, la Sección 3 del teniente primero Daniel González Deibe exploró Puerto San Carlos y en su requisa encontró antiguas vainas de municiones utilizadas por los marines en sus prácticas de rutina. Los comandos rastrearon la zona en profundidad para ver si era posible montar allí una pista de aterrizaje y en vista de ello recorriendo las elevaciones aprovechando de paso para revisar los galpones y las viviendas particulares donde se suponía, podía haber armas y equipos de radio. A efectos de congraciarse con los lugareños, traían consigo la correspondencia, medida un tanto ingenua que no iba a variar en absoluto el sentir de esa gente. Entre los personajes sometidos a interrogatorio se encontraba el administrador del lugar cuyo hijo, como el de Pitaluga, también se manifestó indignado por la presencia argentina. Se trataba de un adolescente de apenas 16 años, quien se mostró sumamente nervioso y como aquel, hablaba fluidamente español por haber hecho el ciclo secundario en Córdoba. Él también llamó invasores a los comandos, dijo que las Malvinas eran territorio británico y que los habitantes de islas solo deseaban ser súbditos del Reino Unido. Tal como lo hiciera Jándula con el hijo de Pitaluga, Negretti, por el solo hecho de aumentar su fastidio, le preguntó porque en vez de ir a estudiar a Inglaterra lo había hecho en la provincia de Córdoba. La respuesta lo dejó sorprendido: -Porque mi viejo no tiene “guita”10. Ante la sonrisa complaciente de sus compañeros, Llanos también azuzó al muchacho con preguntas irritantes y por eso, su superior lo llamó aparte para encomendarle una nueva misión. González Deibe y parte de su sección partieron a pie hacia Fanning Head, la Altura 234 donde se posicionaría la sección del subteniente Reyes para enfrentar el desembarco inglés. En ese lugar espantoso, con vientos helados y lluvias torrenciales, montaron su vivac y se prepararon a pasar la noche bajo un cielo encapotado que con el paso de las horas se fue despejando. El pelotón dormía bajo la luz de la luna cuando repentinamente Llanos se incorporó y observó en dirección al estrecho. Allí, en medio de las aguas, a cinco kilómetros de distancia, creyó distinguir lo que parecía ser la silueta de un buque, razón por la cual corrió hasta donde dormía González Deibe y lo despertó. El jefe de la sección tomó sus prismáticos y miró en la dirección señalada comprobando que la nave en cuestión era un peñasco que emergía de las heladas aguas de la bahía. Pese a que eso tranquilizó bastante a los hombres, la noche pasó en medio de sobresaltos, con los aullidos lejanos de los lobos marinos y el chillido de los pingüinos, semejante a voces de mando. El viento y el batir de las aves también aportaron lo suyo. A la mañana siguiente, se presentó el mayor Castagneto para informar que los helicópteros acababan de partir y por consiguiente, la sección iba a permanecer allí algún tiempo pues nadie iba a venir por ellos. Como es fácil deducir, la noticia cayó mal y provocó expresiones imposibles de reproducir. El clima había vuelto a empeorar y seguía así cuando a las 12.00 se le ordenó a la sección replegarse hacia el pueblo. La marcha a través de los riscos y la turba fue terrible, con vientos gélidos soplando incesantemente, la persistente llovizna empapándolos, la nieve y el barro dificultando el desplazamiento. Los hombres avanzaban lentamente, algunos de ellos transportando el armamento pesado sobre sus hombres (ametralladora MAG, morteros Instalaza y municiones) y otros sin manifestar el más mínimo cansancio, tal el caso del sargento primero Juan Carlos Helguero quien no parecía sentir los rigores del clima y la geografía. El hombre venía de cumplir seis meses de servicio en la Antártida y por esa razón, aquella marcha, para él, no significaba nada. Otro que daba la sensación de no tener demasiados problemas físicos era Arroyo, no así los sargentos Robledo y Salazar a quienes por quienes debían realizar frecuentes altos en el camino debido a su dificultad para caminar. Para ellos, como para el resto, el proceso fue lento y penoso, no por falta de entrenamiento sino por aquel clima atroz con el que también debían lidiar. La noche alcanzó a los hombres de González Deibe a mitad de camino, muy separados unos de otros. Una seria preocupación venía turbando al jefe del pelotón ya que a las 22.00 se cortaba la luz en Puerto San Carlos y eso les podía traer problemas, además de dificultarles la orientación. Llegaron así a un punto denominado Establecimiento de la Roca (Roca Settlement), desde donde el camino iniciaba su descenso. En ese sitio el capitán Pablo Llanos se ofreció para adelantarse hasta el pueblo y ordenarle al administrador local que mantuvieses las luces encendidas. González Deibe accedió y el médico se perdió en la obscuridad, como tragado por la noche. Sus compañeros, reanudaron el avance mucho más lentamente hasta que, para su fortuna, las nubes comenzaron a disiparse y dieron paso a la luna llena cuya luz iluminó fantasmagóricamente la región, lo suficiente como para distinguir los accidentes geográficos y las edificaciones. Una hora después vieron a lo lejos las luces de San Carlos, prueba fehaciente de que Llanos había cumplido su misión. Al separarse de la sección, el oficial médico Llanos se internó en la obscuridad, avanzando lenta y cautelosamente en dirección a Puerto San Carlos. Para su fortuna, a mitad de camino, la luz de la luna le permitió distinguir la silueta de una casa solitaria y hacia allí se dirigió con mucha precaución. Al llegar golpeó la puerta y dando un paso atrás ordenó a sus moradores que abrieran. Los kelpers, preocupados, lo hicieron pasar y lo condujeron hasta el teléfono a través del cual entabló contacto con el administrador para ordenarle que encendiese inmediatamente las luces del poblado. El hombre obedeció y menos de cinco minutos después puso en marcha la usina eléctrica. González Deibe y sus hombres vieron encenderse las luces del caserío y por esa razón aceleraron al máximo el paso. Cuando estaban a menos de dos kilómetros de la primera vivienda, mientras caminaban por una huella, vieron a lo lejos las luces de un vehículo que se aproximaba hacia ellos y enseguida se dieron cuenta que se trataba de un jeep. A bordo del rodado venían Llanos y el administrador dispuestos a cargar a los hombres más fatigados y conducirlos a la localidad. Antes de partir, Llanos descendió y continuó a pie junto a sus compañeros, comentándoles las alternativas de su “expedición”. Los kelpers de aquel lugar también resultaron gente extremadamente cordial; incluso organizaron una recepción, que si bien pudo estar movida por la intención de ser condescendientes con los argentinos en tanto durase la ocupación, fue bien recibida por aquellos. Lo primero que hicieron fue alojar a los comandos en sus casas, les permitieron asearse, les dieron alimentos calientes y les ofrecieron el calor de sus hogares. La casa del administrador resultó ser la más confortable, totalmente alfombrada y muy bien decorada, destacando especialmente los cuadros de la reina y el casamiento de los príncipes de Gales. Sus bodegas repletas de alimentos, bebidas, medicamentos y todo tipo de vituallas parecieron a los recién llegados la cueva de un tesoro y su salón principal, un hotel de lujo. Después de cenar, los soldados se encaminaron al edificio de la escuela y allí se dispusieron a pernoctar, organizando turnos de una hora de vigilancia. Habían pasado varias horas cuando el centinela que hacía guardia anunció que venía gente por el camino principal. Los efectivos prácticamente saltaron de sus bolsas de dormir y después de tomar sus armas, se ubicaron en diferentes puntos, observando atentamente a través de las ventanas para abrir fuego. Al cabo de un momento, comprobaron que se trataba del hijo del administrador y un grupo de amigos que, completamente borrachos (única diversión para un adolescente kelper en esos parajes), se dirigían resueltos hacia donde se encontraban los argentinos. Llegaron y saludaron ofreciendo cerveza y a continuación, entraron en la escuela para observar el equipo y las armas. La cosa no agradó a los hombres de la Compañía quienes, en tono de pocos amigos, los invitaron a retirasen. Encabezados por el hijo del administrador, que en un momento pareció envalentonarse, los jóvenes desoyeron la solicitud y siguieron en la suya, adoptando incluso actitud desafiante. Entonces los soldados los tomaron del brazo y los arrojaron fuera a empujones. Llanos, harto de la postura estúpida del hijo del administrador, lo agarró violentamente del cuello y sujetando en su otra mano una granada, le gritó: -¡Te la voy a meter en la boca, pedazo de hijo de puta! Fue el mejor de los remedios. El cabecilla cambió su rostro de suficiente por una expresión sombría y se marchó junto a sus amigos sin decir más. Por la mañana, los efectivos hablaron con el administrador, le narraron lo sucedido y le dijeron que la próxima vez abrirían fuego contra quien fuera. De más está decir que mientras duró la presencia argentina en la zona, ningún otro malvinense volvió a circular de noche. En la mañana del 15 de mayo (10.10 horas) aterrizaron en Puerto San Carlos un Sea King y un Chinook del Ejército, transportando al Equipo de Combate “Güemes” al mando del teniente primero Carlos Daniel Esteban, relevo de la Compañía de Comandos. Tras el correspondiente intercambio de saludos, los recién llegados los pusieron al tanto de la incursión de tropas del SAS sobre la Estación Aeronaval “Calderón”, noticia que dejó a los comandos profundamente conmocionados. En Establecimiento San Carlos aprovecharon para descansar y racionar en caliente y a las 10.30 subieron a los helicópteros para volar a la Isla Borbón, donde aterrizaron veinte minutos después, a un kilómetro del caserío Peeble y la pista de aterrizaje. Al abrir las compuertas, mientras los comandos saltaban a tierra, un grupo de hombres pertenecientes a la FAA corrió hacia los aparatos para arrojar sus pertenencias en el interior y abordarlos presurosamente; inmediatamente después levantaron vuelo y se alejaron, dejando una vez más a la Compañía librada a su suerte. Castagneto pudo hablar con el comandante de la base quien le brindó detalles del ataque, acaecido el día anterior. Una recorrida posterior le permitió verificar el grado de destrucción de los once aviones allí desplegados, siendo el Skyvan de la PNA el que más impresión les causó. Acto seguido, el jefe de los comandos procedió a distribuir a los cuadros ordenándole a la abnegada sección del teniente primero Duarte efectuar exploración y patrullaje en el caserío y sus alrededores. Llamó la atención de los recién llegados la negligencia y el abandono en el que se encontraba la base. Las trincheras y los pozos de zorro se hallaban completamente inundados, todo estaba tirado en el más completo desorden, los cañones de 75 mm sin retroceso totalmente herrumbrados, cajas y tambores de combustible esparcidos sin orden, lo que sumado al calamitoso estado de los aparatos en la pista daba una sensación agobiante de caos y dejadez. En las primeras horas de la tarde, aparecieron dos Sea Harrier por el este para arrojar bombas a baja altura. Al verlos venir, el cabo primero Jorge Eduardo Martínez apuntó con su Blow Pipe y disparó errando por muy poco a un tercer avión que avanzaba detrás. Las aeronaves se alejaron y la calma volvió a renacer. Los hombres de Castagneto, ocuparon las instalaciones de la base y algunas de las viviendas deshabitadas del diminuto pueblito isleño, no sin antes apostar una guardia con relevos de media hora en ambos sectores. Fue asombrosa la cantidad de revistas pornográficas halladas en el lugar, una manera kelper de matar la soledad. Salvo un falso alerta, motivado por movimientos extraños en la obscuridad, la noche transcurrió tranquila e incluso agradable. El 16 de mayo amaneció primaveral, con el cielo despejado y un clima temblado. Hacia el mediodía llegó al lugar un Bell del Ejército piloteado por el teniente Guillermo Anaya11. Traía como pasajero a un alto oficial de la Armada cuya tarea era inspeccionar el lugar y elevar un informe de lo ocurrido durante la incursión enemiga. A las 12.00 horas hizo lo propio un segundo Chinook, esta vez de la Fuerza Aérea, al que los comandos abordaron para sobrevolar e inspeccionar una vez más la zona de Bahía Ajax. Concluida la misión, regresaron a Puerto Argentino (14.30 horas), después de una patrulla de once días que les permitió efectuar importantes relevamientos en diferentes sectores de la isla Soledad. De regreso en sus improvisados cuarteles del gimnasio y el Centro Cívico, Castagneto procedió a redactar el informe para sus superiores, detallando lo actuado por los efectLA COMPAÑÍA DE COMLA COMPAÑÍA DE COMLALA COMPAÑÍA DE COMLA COMPAÑÍA DE COMANDOSLA COMPAÑÍA DE

Como en toda contienda acaecida desde la Segunda Guerra Mundial, en Malvinas los comandos desempeñaron un papel decisivo en el conflicto, tanto en uno como en otro bando.
Siguiendo el relato de Isidoro Ruiz Moreno en su libro Comandos en Acción. El Ejército en Malvinas, en el cual nos basamos para redactar este capítulo y los referentes a los comandos argentinos, desde tiempos inmemoriales existieron soldados audaces encargados de ejecutar misiones de alto riesgo tras las líneas enemigas.
El primer ejemplo que menciona es el Caballo de Troya, posiblemente el génesis de las incursiones comando cuando los griegos, dirigidos por el gran Ulises, penetraron en la inexpugnable ciudad del rey Príamo escondidos en el interior de un gigantesco equino de madera, asestando el golpe más espectacular de todos los tiempos.
Se trata en realidad de partidas reducidas destinadas a llevar a cabo actos de sabotaje con la intención de desarticular el dispositivo enemigo, obtener información y causar daños en su retaguardia, tendiendo emboscadas, golpes de mano o misiones veloces en territorio adversario.
Roma también tuvo sus tropas de elite. La Legión XII “Fulminante” fue un equivalente de los actuales paracaidistas, comandada en su momento por el mismísimo San Expedito. 


La XII estaba destinada a misiones especiales, incursionando ahí donde la legión común no podía combatir. La conformaba una tropa heterogénea y muy bien preparada, con efectivos provenientes principalmente de Italia, Galia, España e Iliria aunque posteriormente se reclutaron muchos elementos en oriente, en especial, Armenia1.
Los comandos, tal como los conocemos hoy, datan de la Segunda Guerra Mundial y fueron organizados por Gran Bretaña en 1940. Su primera misión tuvo lugar en la Francia ocupada por los alemanes y la idea fue bien recibida por Churchill. Sus acciones resultaron ser tan efectivas que el mismo Hitler expidió una orden el 10 de octubre de 1942, condenando a muerte a todos los integrantes de esos cuerpos que cayesen prisioneros, por no considerarlos soldados regulares.
Los comandos actuaron principalmente en Francia, la península escandinava, Italia, el norte de África y la misma Alemania, en tanto en oriente lo hicieron preferentemente en Birmania y las islas del Pacífico.
En 1942 nació el SBS (Special Boat Scuadron) destinado a operar sobre el litoral y los ríos interiores de Francia y luego en África. Poco después, el mayor David Stirling de los Guardias Escoceses, fundó el SAS (Special Air Service), integrado exclusivamente por paracaidistas, que incursionó por medios aéreos sobre los territorios ocupados por los nazis.
Los alemanes no se quedaron atrás y en base a los comandos británicos constituyeron cuerpos especiales para llevar a cabo operaciones de alto riesgo, la más espectacular, el rescate de Mussolini en el monte Sasso, incursión impecable comandada por el mayor austríaco de las Waffen SS, Otto Skorzeny, en 1943.
Después de la gran conflagración, otras naciones como Francia, Italia, España, Rusia y Estados Unidos organizaron sus propias tropas de elite. Los norteamericanos crearon los “Rangers”, nombre que también utilizaron los bolivianos para denominar a los suyos durante la campaña contra el Che Guevara en 1967. Colombia hizo lo propio con el cuerpo de “Lanceros”, quienes concretaron intrépidas acciones en zonas controladas por las guerrillas, los paramilitares y el narcotráfico; Haití con los “Leopardos” y Venezuela con los “Cazadores”.
Comandos estadounidenses y británicos actuaron en la guerra de Corea y posteriormente los norteamericanos lo hicieron en Vietnam. Los israelíes organizaron los suyos, destacando entre sus principales acciones la infiltración de agentes del Mossad en la Argentina para secuestrar a Adolf Eichmann (1960) a efectos de ser juzgado y ejecutado en Tel Aviv y el espectacular raid de Entebbe, en julio de 1976, durante el cual fueron rescatados los pasajeros de un avión secuestrado por terroristas palestinos en Uganda. Durante la guerra del Yom Kippur (1973), sus similares sirios capturaron las alturas del monte Hermón y los alemanes llevaron a cabo una misión similar a Entebbe en Mogadiscio, capital de Somalía, al liberar a los 86 pasajeros de un avión de Lufthansa, en octubre de 1977.
En 1980 los norteamericanos intentaron un golpe similar con el fin de rescatar a los rehenes de su embajada en Irán pero la operación fracasó al chocar y estrellarse en el desierto los dos helicópteros que transportaban a sus efectivos.
Mucho más reciente, la espectacular acción desarrollada por los comandos peruanos del Grupo Chavin de Huantar en abril de 1997, volvió a demostrar la importancia de las tropas de elite a la hora de poner en marcha misiones de alto riesgo. En la oportunidad, una unidad del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA) había ocupado la embajada de Japón en Lima, secuestrando a altos funcionarios de gobierno. La misma fue aniquilada  tras una labor impecable, lográndose la liberación de 72 de los 73 rehenes en poder de los terroristas.
En la Argentina, los cuerpos de tropas especiales surgieron a fines de 1963, después de la Crisis de los Misiles en el Caribe, cuando el Ejército comenzó a dictar cursos de treinta días de duración. Los mismos se intensificaron entre enero y febrero de 1964 y estuvieron integrados principalmente por paracaidistas y subtenientes recién egresados del Colegio Militar. Su primer jefe fue el teniente coronel Leandro Narvaja Luque y su asesor el mayor del ejército norteamericano William Cole, veterano de la guerra de Corea.
Las primeras prácticas, según Ruiz Moreno, se llevaron a cabo en el Centro de Instrucción de Infantería, provincia de Córdoba, hasta que en 1966 pasaron a realizarse en la Escuela de Infantería de Buenos Aires, aumentando su duración a cuarenta y cinco días, con ejercicios en Campo de Mayo, en las sierras de Córdoba, en Bariloche, en Tartagal (Salta), en las selvas de Misiones y en el Delta del Paraná, estos últimos complementados con prácticas de buceo. En 1973, durante la guerra antisubversiva, se incorporaron técnicas de lucha antiguerrillera y se comenzaron a recibir efectivos de países extranjeros para su adiestramiento, preferentemente de Francia.
Los comandos argentinos tuvieron su bautismo de fuego en octubre de 1975, durante el Operativo Independencia en la provincia de Tucumán, cuando el gobierno de la viuda de Perón puso en marcha un gran operativo destinado a combatir al Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y a las células terroristas que le brindaban apoyo con el objeto de “liberar” el territorio y obtener reconocimiento internacional.
Según relata Ricardo Burzaco en Infierno en el monte tucumano, a  mediados de 1975 finalizó el curso de comandos correspondiente a ese año y a instancias de su instructor, el mayor Mohamed Alí Seineldín, se solicitó al Estado Mayor del Ejército finalizar la última etapa de adiestramiento en la zona de guerra, sobre la sierra del Aconquija -al sudoeste de San Miguel de Tucumán-, donde las fuerzas regulares venían combatiendo desde 1974.
Concedida la autorización, la Compañía de Comandos 601 recibió la orden de alistamiento y una vez completado, se trasladó hasta la Base Aérea de El Palomar para abordar un Hércules C-130 de la Fuerza Aérea y volar al teatro de operaciones. Allí, a poco de su arribo, trocó su uniforme verde oliva por ropa de camuflaje, borceguíes negros y boina verde, hizo prácticas con el armamento y se dispuso a entrar en acción.
Al día siguiente de su llegada, el escuadrón se internó en la espesura emprendiendo las primeras misiones de combate, en especial, el asalto a los campamentos de la guerrilla, emboscadas, relevamientos y exploración avanzada, operando principalmente al oeste de Famaillá y reservando los enfrentamientos abiertos a elementos regulares del Ejército, la Gendarmería y la policía.
Un antecedente de este tipo de tareas fueron las secciones navales que volaron puentes y vías ferroviarias en torno a la Base Aeronaval Comandante Espora en septiembre de 1955, durante la Revolución Libertadora y las entradas que hizo en el monte el comisario Alberto Villar al frente de los Centuriones (mayo de 1974), escuadrón de elite de la Policía Federal, seguido después por tropas regulares del ejército al mando del general Mario Benjamín Menéndez, que no llegaron a establecer contacto con el enemigo.
La preparación de este tipo de unidades tomó cuerpo en 1978, durante la crisis del Canal de Beagle, cuando la belicosa Argentina de fines de los setenta y principios de los ochenta, estuvo a minutos de invadir Chile. En la oportunidad, fue creado el Equipo Especial Halcón 8 cuyo primer jefe fue el mismo Seineldín, soldado dotado de una mística patriótica y religiosa fuera de lo común.
Hijo de padres libaneses radicados en la provincia de Entre Ríos, Seineldín fue criado en la religión drusa y orientado paulatinamente a la católica, la cual abrazó con fervor a inicios de su adolescencia.
Nacido en Concepción del Uruguay el 12 de noviembre de 1933, en 1948 ingresó al Colegio Militar de la Nación del que egresó en 1957 con el grado de subteniente de Infantería.
Después de prestar servicios en aquella casa de estudios y en la Escuela de Suboficiales “Sargento Cabral”, fue jefe de una compañía de paracaidistas en la provincia de Catamarca y tiempo después, profesor de la Escuela Superior de Guerra como oficial del Estado Mayor.
Habiendo trabajado en los planes de estudios de la Policía Federal Argentina, organizó los cursos de comandos a los que hemos hecho alusión, tomando parte en los enfrentamientos que tuvieron lugar en la guerra de Tucumán, de los que fue relevado en 1976 por manifestar su apoyo al teniente general Alberto Numa Laplane, comandante en jefe del Ejército.
Al producirse el golpe de Estado de ese año, Seineldín era mayor. Sus discrepancias con la cúpula del Proceso de Reorganización Nacional fueron conocidas en su momento pero tratándose de un soldado profesional, con experiencia de combate, durante la crisis con Chile se lo envió a la Patagonia, para tomar a su cargo los grupos comandos que operarían durante la invasión al vecino país. Superado el conflicto, fue nombrado jefe del Regimiento de Infantería 25, con asiento en Sarmiento, provincia de Chubut y en ese destino lo sorprendió la guerra, siendo convocado para embarcar con su unidad en la Flota de Mar y tomar parte en la Operación Azul, rebautizada por sugerencia suya, Operación Rosario.
Su trayectoria está plagada de hechos que permanecen bajo estricto secreto profesional. Se lo ha vinculado, sin fundamentos, con la organización y el adoctrinamiento de la Triple A; se  lo ubica al frente del grupo de militares argentinos que tomaron parte en el golpe de estado de Bolivia que derrocó a la presidenta Lidia Gueiler a mediados de 1980 y colocó en el poder al general Luis García Meza; también se ha dicho que organizó los grupos de choque especiales que en 1978 tendrían a su cargo el operativo de seguridad durante el Mundial de Fútbol organizado por la Argentina y que antes de su primer intento carapintada (1988), tuvo a su cargo el adiestramiento de las fuerzas especiales del presidente Manuel Noriega de Panamá.
Entre sus principales cualidades, supo inculcar a sus hombres su fe religiosa y su espíritu nacionalista, enseñándoles que la obediencia y el cumplimiento del deber son prioridad absoluta del soldado junto al sacrificio y la abnegación. Respetando esa mística y actuando en concordancia con sus ideas, logró que los hombres a su mando sintiesen por él una admiración fuera de lo común y que estuviesen a la altura del lema de la unidad: “Dios, Patria o Muerte”.
La Armada Argentina y la Fuerza Aérea tuvieron sus equivalentes en la Agrupación de Buzos Tácticos y los Comandos Anfibios y en el Grupo de Operaciones Especiales respectivamente, en tanto la Prefectura Naval y la Gendarmería organizaron los suyos, a saberse, la Agrupación “Albatros” y el célebre Escuadrón “Alacrán”.
Las de la marina de guerra son las fuerzas especiales más antiguas de América Latina, creadas ambas en 1952, durante el gobierno de Perón.
Los Buzos Tácticos fueron inspirados en las experiencias estadounidenses e italianas de la Segunda Guerra Mundial y tuvieron su antecedente en los cursos de Buzos Autónomos que comenzaron a dictarse en 1947 por disposición del contraalmirante Jorge Ibarborde.
En sus inicios, sus misiones fueron acciones sobre costas y puertos enemigos y la preparación del terreno para el desembarco, con características eminentementes acuáticas.
Tuvieron su primer asiento en el buque de desembarco ARA “San Bartolomé” y en la Escuadra Naval del Plata donde montó su sede una segunda agrupación que al fusionarse con la anterior, pasó a la Base Naval de Mar del Plata como dependencia del Comando de Submarinos (desde 1984 forman parte de la Fuerza Conjunta de Desplazamiento Rápido).
La Agrupación de Comandos Anfibios (APCA) fue creada como una fuerza  especial, entrenada para realizar rápidos y precisos reconocimientos y asaltos marítimos, así como también operaciones de acción directa. Desde el año de su organización pasó a depender de la Compañía de Vigilancia y Seguridad de la Base Naval de Mar del Plata y en 1960 recibió su primer curso de entrenamiento avanzado de reconocimiento anfibio, fuerza aerotransportada, paracaidismo y buzos militares. Esos cursos se intensificaron en 1973, en plena guerra antisubversiva, cuando se incorporó a su entrenamiento la función de comandos adquiriendo, al año siguiente, su denominación actual.
El equipo y armamento de los Buzos Tácticos contó siempre con elementos de última tecnología, destacando los fusiles FAL de 7,62 mm, Steyr y M-16 de 5,56; subfusiles Imgran, Uzi y Sterling de 9 mm; ametralladoras MAG de 7,62, FN Minimi de 5,56 mm, armas de puño, granadas de fusil y explosivo de distintas características.
El equipo personal consta de paracaídas MC1, MC5, XL, uniformes para todo tipo de terreno, GPS portátiles, visores nocturnos y modernos equipos de comunicaciones.
Los Buzos Tácticos pueden ser desplegados desde submarinos aunque también están entrenados para ser introducidos por medios aéreos y navales.
Cada unidad operativa comprende tres grupos de 16 hombres cada uno, con equipo completo y una sección de sostén logístico.
Ambas agrupaciones participaron en el despliegue de fuerzas de Infantería de Marina que se llevó a cabo en Tierra del Fuego en 1978 durante el conflicto del Canal de Beagle, ejecutando numerosas misiones.
Por su parte, la Fuerza Aérea Argentina dio origen al Grupo de Operaciones Especiales (GOE), creado en 1979 a poco de finalizado el conflicto con Chile, para dar golpes de tipo comando en profundidad, más allá las líneas enemigas y servir de apoyo a las misiones aéreas, basándose exclusivamente en el exhaustivo y riguroso entrenamiento de sus cuadros. El mismo incluía la especialización en paracaidismo, buceo táctico, tiro y resistencia física, haciéndolos extremadamente aptos para llevar a cabo difíciles incursiones tras las líneas enemigas, con pequeños grupos de hombres (se los solía llamar “los come vidrio” por sus costumbres de disfrutar del peligro, las privaciones y todo lo que fuera privaciones físicas).
Su participación en la Operación Rosario ha sido narrada por el entonces primer teniente Eduardo Spadano.
Siguiendo su relato, cuatro días antes de la invasión, una febril actividad despertó a los miembros del GOE en su base de José C. Paz (VII Brigada Aérea), evidencia de que algo fuera de lo común estaba aconteciendo.
En una sala próxima al Casino de Oficiales había una mesa con la maqueta de una pista que se extendía sobre una península, rodeada de costas agrestes. La misma llamó la atención de muchos oficiales más cuando alguien preguntó de qué se trataba aquello y nadie le respondió. Sin embargo, poco después, el jefe del GOE, vicecomodoro Esteban Luis Correa, reunió a sus hombres y les dijo que el despliegue no era un ejercicio sino una verdadera acción de guerra. Se ordenó el acuartelamiento del personal y poco después se impuso a la tropa sobre la invasión a los archipiélagos aclarando que la orden de alistamiento era inminente.
Asombro, emoción, incertidumbre y confusión fueron las sensaciones que experimentaron los cuadros. Sin embargo, a las 21.00 de ese mismo día, la misión se suspendió, dando lugar a la consabida desazón. Pero poco duró el desánimo porque a la mañana siguiente, la movilización volvió a ponerse en marcha y los efectivos iniciaron su febril actividad.
La noche del 31 de marzo las tropas se alinearon en el patio de la unidad y marcharon hasta los vehículos que debían conducirlas a El Palomar, cargando su armamento y equipo bajo la triste mirada de quienes no habían sido seleccionados para participar en la operación. En momentos de partir, alguien gritó “¡Fuerza GOE, con todo!”, y eso elevó los ánimos.
El camión cubrió el trayecto de José C. Paz hasta la brigada aérea en poco más de media hora y una vez allí, los hombres echaron pie a tierra para abordar el avión que los conduciría hasta la base de redespliegue en Comodoro Rivadavia.
Llegaron después de dos horas de vuelo y a las 04.00 del 1 de abril se acomodaron dentro del Hércules C-130 matrícula TC-68 en el que pasarían a la zona de conflicto.
La gente del GOE partió a las 05.15, iniciando un silencioso viaje de casi dos horas. Junto a ellos embarcó el Estado Mayor del Componente Aéreo del Teatro de Operaciones Malvinas (EMCATO), un Elemento de Control de Transporte Aéreo y el material para establecer una terminal de cargas en la nueva unidad aérea.
Se iniciaba de ese modo, la ejecución de la fase "Asalto" de la Orden de Operaciones Aries 82.
Piloteado por el comodoro Carlos Julio Beltramone, el Hércules se mantuvo orbitando aproximadamente una hora al este de Puerto Stanley en tanto en tierra se combatía y la gente de Seineldín trabajaba afanosamente para despejar la pista. Finalmente, a las 08.45, inició la maniobra de descenso.
Mientras lo hacía, una voz gruesa se dejó sentir por los parlantes del avión.

-¡No podemos aterrizar; se está combatiendo en el Aeropuerto, no han encendido las balizas; hay una ametralladora 12,7 de ellos en la cabecera de pista!

Inmediatamente después, la misma voz volvió a decir:

-¡Atentos que ahí vamos! ¡Tomar los dispositivos de combate, suboficial Barros, cubra puerta derecha, suboficial Martínez la izquierda!

El avión se iba aproximando a la pista con las trazadoras y las explosiones iluminando la obscuridad debajo suyo. Al posar sus ruedas en el asfalto, los efectivos sintieron una leve sacudida y casi al mismo tiempo el ruido de los motores en maniobra de frenado.

-¡Abrir puertas y bajar plataforma! – volvió a decir la voz a través del parlante- ¡Atentos con la ametralladora de la cabecera! ¡Preparado el GOE para el asalto, se está combatiendo duro!

El teniente Eduardo Spadano impartía directivas desde la novena hilera; la gente a su mando apretaba con fuerza sus fusiles y esperaba ansiosamente la apertura de las compuertas. Al frente se encontraba su jefe, el capitán Luis Darío Castagnari e inmediatamente detrás su segundo, el primer teniente Salvador Ozán con el resto de la agrupación, todos tensos y nervioso, con la boca seca y los músculos rígidos. Cuando el gigantesco avión carreteaba sobre la pista, muchos recordaron el día de su primer salto en paracaídas y otros las películas bélicas que habían visto en tantas oportunidades.
Con las turbinas haciendo vibrar el avión con una fuerza de mil demonios, la compuerta trasera se abrió y los comandos saltaron fuera, precedidos por su jefe.

-¡¡A tierra GOE!!

Los efectivos echaron a correr hacia delante, entre explosiones de morteros y ráfagas de metralla en tanto sus jefes impartían órdenes a los gritos tratando de hacerse oír. Se dispersaron por el terreno y amparados por la obscuridad buscaron cobertura y comenzaron a disparar.
El tiroteo duró poco porque los Royal Marines se replegaron en dirección a la Casa de Gobierno. Eso les permitió dejar las posiciones y junto a los comandos anfibios y el Regimiento de Infantería 25, efectuar un exhaustivo examen del terreno en busca de trampas cazabobos. Cuando todo terminó, se les ordenó formar y encaminarse a un hangar, detrás de la usina, el cual a partir de ese momento se convirtió en su cuartel.
Cumplida su misión, el 3 de abril la unidad debía regresar al continente pero una contraorden llegada desde el comando la mantuvo en la zona.
Durante todo ese mes, el grupo colaboró activamente con la seguridad y la actividad de la BAM “Malvinas”, cavando trincheras, construyendo puestos de guardia y refugios, preparando sistemas de trampas con explosivos e instruyendo en labores técnicas y logísticas al personal que se desempeñaba en el aeropuerto. Aparte de eso, llevó a cabo tareas inusuales como liberar la hélice del “Río Cincel”, que se había enredado en la cadena del pesquero polaco “Goplo”, según se ha referido en páginas anteriores y otras del mismo tenor
En apoyo a las operaciones aéreas el GOE procedió al balizamiento del aeropuerto y reforzó la seguridad de vuelo, facilitando notablemente la misión de los aviones de transporte que mantenían activo el puente aéreo entre las islas y el continente.
Consciente de la experiencia y el profesionalismo de los integrantes de la agrupación, el alto mando les asignó la responsabilidad de instruir a los soldados, levantarles el ánimo y mantenerlo en alto para el momento del combate.
En la madrugada del día 29 de abril (04.00 hora argentina), una ráfaga de ametralladora perforó las chapas del hangar donde se alojaban los cuadros. Los hombres del GOE se incorporaron sobresaltados y al ganar el exterior rodearon los tambores de combustible apilados cerca, descubriendo que detrás de ellos se hallaba agazapado un joven conscripto. Debido al error de un centinela, el soldado casi abate a uno de los comandos que en esos momentos montaba guardia, salvando su vida al arrojarse al suelo (los disparos pasaron a milímetros de su cabeza).
El GOE tuvo su bautismo de fuego en la madrugada del 1 de mayo, cuando una bomba cayó exactamente detrás de su hangar y otra pegó junto al vivac de la IX Brigada Aérea, causando muertos y heridos.
A las 07.30 (10.30Z) dos Sea Harrier llegaron por el norte y le dieron a un segundo hangar, próximo a la planta de combustible3.


La Agrupación “Albatros”, fuerza de elite de la Prefectura Naval tuvo su primer antecedente en 1970 con la creación de la Compañía de Control de Disturbios, dependiente de la Escuela de Suboficiales “Coronel Martín Jacobo Thompson”. La unidad se emancipó el 25 de febrero de 1975, adoptando el nombre de Agrupación “Albatros” que en su faz operativa pasó a depender del director de Operaciones de la Prefectura Naval Argentina. Su organización y equipamiento la convirtieron en un elemento de acción, ágil, flexible y capacitado para actuar en tareas preventivas y represivas de características policiales, especialmente en zonas que requiriesen la utilización de personal y equipamiento para proceder en el agua.
Si bien la unidad no fue desplegada en la zona de guerra, cinco de sus integrantes, los cabos primeros Carlos Raúl Vallejos, Jorge Omar Cárdenas, Miguel Ángel Taborda, Julio Argentina Vargas y Sergio Omar Matassa, fueron enviados al archipiélago como componentes del grupo terrestre.
Por su parte, la Gendarmería Nacional se apresuró a organizar su propio grupo de operaciones especiales que en 1982, con motivo del estallido de las hostilidades, pasó a Malvinas bajo la denominación Escuadrón “Alacrán”, destinado a prestar apoyo a las compañías de comandos del Ejército Argentino.


Para las tropas de elite argentinas no existían mejores camaradas que sus pares sudafricanos con quienes mantenían una estrecha amistad y efectuaban numerosas prácticas y entrenamientos conjuntos.
Conocida ha sido la amistad entre ambas naciones y el apoyo brindado a la Argentina por el gobierno de ese país durante el conflicto; tanto fue así, que a poco de iniciado el conflicto, uno de esos comandos se ofreció como voluntario, solicitando a Buenos Aires su traslado inmediato al archipiélago (se trataba de un veterano combatiente de Angola y Namibia).
La mañana del 2 de abril, siendo todavía de noche, el mayor Mario Castagneto fue despertado por los insistentes golpes que daba en la puerta de su habitación, en Campo de Mayo, un emocionado suboficial.
Cuando se incorporó, no imaginaba lo que le estaban por comunicar.

-¡Despiértese, mi mayor; no se imagina lo que ha sucedido!

Sobresaltado, Castagneto abrió la puerta y al preguntar que estaba ocurriendo, se enteró de los hechos: las Malvinas habían sido recuperadas. 
No lejos de allí, los tenientes Juan Eduardo Elmiger y Fernando Alonso, escucharon la novedad por la radio del automóvil en el que viajaban y sin pensarlo dos veces, el primero comenzó a hacer sonar la bocina.
En Campo de Mayo reinaba la euforia. Castagneto era uno de los más alegres pero como muchos de sus compañeros, sentía una profunda sensación de tristeza porque según su parecer, tanto él como sus hombres, debían haber tomado parte en la operación. Para eso eran comandos y para tal fin se habían entrenado durante tanto tiempo. Pero la sensación de frustración se mitigó en parte con las primeras noticias: su antiguo jefe e instructor, el teniente coronel Mohamed Alí Seineldín, jugó un rol destacado en la invasión y se encontraba en el teatro de operaciones al frente de su regimiento.
Lo que todavía ignoraba era destacado rol de sus colegas de la Armada, los buzos tácticos, desembarcados del submarino "Santa Fe" y el destructor "Santisima Trinidad".
A partir de ese momento, tuvieron lugar una serie de ajetreos que modificaron los planes de las diferentes unidades militares. Por empezar, las pruebas de salto en paracaídas programadas quedaron suspendidas, lo mismo las maniobras programadas a principios de mes. Llegado el medio día, la Compañía de Comandos 601 recibió la orden de iniciar su alistamiento.
Los primeros en ser convocados fueron los cuadros profesionales, oficiales y suboficiales de servicios en otras dependencias de la Escuela de Infantería y así como en destinos más alejados.
En los días siguientes, comenzó un duro programa de entrenamiento con marchas de hasta dos horas a lo largo de 14 kilómetros, salto de vallas, escalamiento de obstáculos y clases de defensa personal. Se practicó también con armamento liviano, ametralladoras MAG, morteros y explosivos, al tiempo que Castagneto comenzaba a organizar su plana mayor, distribuyendo las correspondientes tareas de operaciones, inteligencia, comunicaciones, logística y personal.
El capitán Jorge Eduardo Jándula y el teniente Marcelo Alejandro Anadón fueron los encargados de explicar sobre mapas y cartas geográficas las características de las islas, su orografía, sus accidentes costeros, su hidrografía y, sobre todo, sus condiciones climáticas, contra las que se debería combatir también.
Pese a la celeridad de los preparativos, la orden de traslado no llegaba y eso daba lugar a diversas especulaciones sobre otros destinos, el más mencionado, la frontera con Chile.
Integrarían la plana mayor de la Compañía su jefe, el mayor Mario Castagneto, oficial de alta graduación nacido en La Rioja aunque de familia santafecina (se hallaba emparentada con el recordado dirigente Dr. Enrique M. Mosca, de quien era sobrino nieto por vía materna).
Castagneto había egresado del Colegio Militar de la Nación en 1966, destacando por su concepto y puntaje sobresaliente. Poco después inició los cursos de paracaidista y aviador de Ejército que completó con los de comando.
El segundo jefe de la Compañía era el capitán Rubén Figueroa, oriundo de Santiago del Estero. Su familia, de humildes orígenes, estaba compuesta por seis hermanos de los cuales dos eran sacerdotes. A los 13 años, finalizado el ciclo primario y cuando integraba la agrupación scout de su provincia natal, ingresó en el Liceo Militar “General Paz” de Córdoba del que egresó como subteniente de reserva.
El capitán Jorge Jándula, oficial de Inteligencia, era oriundo de Salta. Nacido en 1946, pertenecía a una familia con tradición militar y cierta actuación política. Cuando siendo niño manifestó su deseo de incorporarse a la Fuerza Aérea, su madre, temerosa de imaginarios peligros, le escondió la solicitud. Decidido a ser militar, se inscribió en el Ejército, donde habría de destacar por su carácter impulsivo, nervioso y fuerte.
El capitán Jorge Ramón Negretti, por el contrario, era un individuo tranquilo, responsable y cordial. Nacido en Formosa en 1951, egresó del Liceo Militar “General Belgrano” de la ciudad de Santa Fe. El capitán Ricardo Frecha, por su parte, era hijo de un coronel retirado y tenía un hermano en Malvinas, más precisamente en el Regimiento de Infantería 3. Nacido en 1950 en la ciudad de Buenos Aires, era conocido por su amplia cultura y su habilidad para el dibujo, de ahí que el mayor Castagneto, le haya encomendado la confección de mapas y bosquejos, extremadamente necesarios a la hora de reconocer el terreno.
El capitán médico Pablo Llanos, oriundo de la ciudad de Córdoba, era hijo de un médico de la Fuerza Aérea y además de buen soldado, tenía bien ganado su reconocimiento como profesional y facultativo competente.
Castagneto esperaba ansiosamente que el gobernador militar de las islas, general Mario Benjamín Menéndez, lo llamara para presentarse el mismo día de su asunción (7 de abril), pero eso no sucedió. A quien sí convocaron fue al capitán Frecha a través de un telegrama fechado el día 17, donde se le ordenaba presentarse en Puerto Argentino a la mayor brevedad posible. Fue uno de los momentos más felices de su vida porque el aviso coincidió con el día de su cumpleaños y eso hizo que la sensación de orgullo y alegría fuera doble.
Frecha voló a Malvinas el 20 de abril y una vez en las islas, se lo asignó a la X Brigada de Infantería para desempeñar funciones de asesor en materia de misiles antiaéreos. En el continente, mientras tanto, Castagneto y los suyos seguían impacientes, preguntándose cuando les llegaría la tan esperada orden de pasar al archipiélago.
La sensación de frustración comenzó a invadir el espíritu los comandos por resultarles incomprensible que no se los tuviera en cuenta en una guerra para la cual se habían preparado toda la vida.
Fue por esa razón que decidieron apersonarse en el Estado Mayor General del Ejército a efectos de apresurar los acontecimientos.
Castagneto y Figueroa expusieron sus planes ante la Jefatura III y el 20 de abril el general José Antonio Vaquero dispuso el despliegue de la Compañía hacia el sur, paso previo al teatro de operaciones. Sin embargo, una decisión de último momento vino a empañar la alegría pues en lugar de mandarlos a las islas se los enviaría a controlar la frontera con Chile.
La gente de Castagneto protestó indignada porque sabía perfectamente que con los chilenos no iba a suceder nada porque, dada su naturaleza, jamás iban a atacar y por consiguiente, estarían allí perdiendo el tiempo, sin entrar en acción.
Pese a ello, el alto mando dio instrucciones de que la Compañía enviase una avanzada de reconocimiento para explorar el terreno y efectuar un pormenorizado estudio de las posiciones a ocupar. Para ello, Castagneto planeó un recorrido que incluía las localidades de Comodoro Rivadavia, Río Gallegos, la frontera con Chile y si le quedaba tiempo, Puerto Argentino, el cual fue aprobado por la superioridad.
Para encarar esa misión seleccionó a los capitanes Figueroa y Jándula y al efectivo más joven de la unidad, el teniente Anadón, de 24 años de edad, quien estaría a cargo de las comunicaciones. Anadón era tucumano y como muchos de sus compañeros, también pertenecía a una familia de militares.
A cargo de la Compañía en Buenos Aires quedaría el capitán Negretti, listo para “saltar” al archipiélago ni bien se emitiese la orden.
La avanzada de la Compañía de Comandos 601 partió el 24 de abril, dispuesta a hacer una trampa. Los cuatro efectivos mencionados pasarían directamente a Malvinas y una vez allí, intentarían convencer al gobernador de la necesidad de trasladar a toda la unidad y tenerla preparada en caso de reiniciarse las hostilidades.
En el aeropuerto militar de El Palomar, Castagneto y sus hombres esperaron todo el día un avión con destino al Atlántico Sur, pero como no pudieron abordar ninguno, se dirigieron al Aeroparque Metropolitano “Jorge Newbery” para ver si tenían mejor suerte.
Llegaron vistiendo uniforme de camuflaje, con sus armas automáticas y sus mochilas, llamando la atención de pasajeros y personal de la estación aérea, sin embargo, para no alarmar a quienes aguardaban los aviones comerciales, se los alojó provisoriamente en el salón VIP desde donde, al cabo de una hora, se los condujo en automóvil hasta un Boeing 727 que partía hacia Comodoro Rivadavia. Al subir a la aeronave, el pasaje los recibió con aplausos, provocando su sorpresa y satisfacción.
Estuvieron en la capital de Chubut a las 18.30 justo cuando el Regimiento de Infantería 12 iniciaba el cruce a las islas después de su largo peregrinar.
En la estación aérea patagónica pudieron notar que todos los aviones estaban ocupados y por eso recién después de dos horas consiguieron un Fokker F-27 que despegaba rumbo a Puerto Argentino llevando equipo y personal.
Aterrizaron a las 21.10, después de un vuelo sin contratiempos y lo primero que sintieron al pisar el teatro de operaciones fue una sensación de profunda emoción la cual alcanzó su punto más alto cuando el capitán Jándula se inclinó, besó suelo malvinense y se persignó. Como dato curioso, ese mismo día el mayor Castagneto día debía contraer matrimonio en la lejana Salta.
Los cuatro comandos abordaron un camión del Ejército y por ese medio llegaron a la capital. Una vez allí, se presentaron a las autoridades quienes dispusieron su alojamiento en los altillos de Moody Brook, donde funcionaba el puesto de mando de la X Brigada. Allí se encontraron con el capitán Frecha y otros oficiales de aspecto desalineado y barbas crecidas que, llegados de la primera línea, se hallaban en el lugar para reforzar las defensas de la población. Se notaba mucha desorganización y sobre todo, un preocupante desconocimiento de lo que se debía hacer pues el dispositivo defensivo aún no se había completado y para peor, se ignoraba la verdadera capacidad del enemigo.
Al día siguiente, los británicos atacaron Grytviken y recuperaron las Georgias. La noticia cayó como una bomba entre las tropas apostadas en Malvinas y en una Argentina expectante y atenta a los acontecimientos. 
Los comandos se levantaron temprano, antes del amanecer y se dedicaron a recorrer la ciudad. El general Menéndez recién los recibió a las 11.00 y al verlos entrar los trató con mucha cordialidad porque al haberse desempeñado en Tucumán durante el Operativo Independencia, sabía de ellos y su proceder.
En ese momento, el mayor Castagneto le solicitó el traslado de toda la Compañía, pedido que apoyó incondicionalmente el secretario del gobernador, mayor Carlos Doglioli por compartir con los recién llegados su preocupación por la excesiva libertad dada a los kelpers. Mencionaron el riesgo que ello significaba pues existía la posibilidad de que estuvieran realizando tareas de inteligencia y por esa razón, recomendaron limitar esa medida y efectuar un censo de la población civil.
Utilizando una carta geográfica, Castagneto y sus hombres explicaron como la situación se iba a ir complicando paulatinamente, convenciendo a Menéndez de trasladar a toda la Compañía para utilizarla en misiones de exploración.
En vista de la situación y dado que los aviones Pucará, Aermacchi y Mentor más los helicópteros destacados en misiones de observación no habían recogido información concluyente, se decidió el paso de los comandos para emplearlos como reserva aeromóvil decisiva.
De ese modo, fue cursada al Estado Mayor General del Ejército la orden de traslado y movilización de la Compañía de Comandos. Al mismo tiempo, se despacharon instrucciones de Castagneto ordenando a sus oficiales tomar contacto con sus respectivas especialidades, alistar el equipo y preparar el armamento. Hubo gran regocijo en Campo de Mayo al conocerse la novedad.


El domingo por la mañana, necesitado de apoyo espiritual, el teniente Anadón fue a escuchar misa a la iglesia católica de Santa María. La feligresía kelper se sobresaltó al verlo ingresar con su puñal y solicitó al párroco su intercesión para que se lo quitase. En vista de los presentes el sacerdote le pidió al comando que dejase el arma fuera pero el argentino se negó terminantemente y entró igual.
Mientras tanto, en Campo de Mayo, el resto de la Compañía se disponía a pasar al Teatro de Operaciones alistando el material necesario para la campaña de invierno, a saberse, camisetas, uniformes de camuflaje, borceguíes, pasamontañas, máscaras antigases, mochilas y cascos.
El armamento de la unidad consistía en fusiles FAL con culata rebatible de cinco cargas cada uno, pistolas Browning 9 mm de trece tiros, ametralladoras Sterling, fusiles M-16 de 5,56 mm, ametralladoras Manlincher 7,62 con mira telescópica, dos ametralladoras MAG 7,62 de 600 y 800 disparos y 11 kilogramos de peso; morteros de 60 mm de 1000 metros de alcance para transportar al hombro, lanzacohetes Instalaza de origen español de 88,9 mm, proyectiles antitanque PAF y antipersonales PDEF, municiones y puñales.
Isidoro Ruiz Moreno se refiere a un hecho desconcertante que tuvo por protagonista al teniente primero Leopoldo Quintana.
El oficial viajaba en su automóvil rumbo a la Escuela de Infantería, cuando cerca de la media noche pasó por la puerta de la discoteca “New York City”, en el centro de Buenos Aires. Allí la gente se veía totalmente despreocupada, pensando solamente en divertirse y pasar un buen momento, riendo y luciendo su indumentaria sin importarles en lo mas mínimo que en el extremo sur, individuos que pasaban frío, hambre y diversas privaciones se aprestaban a luchar y morir por ellos, enfrentando a una de las naciones más poderosas del mundo. Escenas similares se repetían en otros puntos de la capital y en las principales ciudades del interior, no así en la Patagonia, más allá de Bahía Blanca, donde la población vivía compenetrada de los hechos y comprometida con la situación.
Y es que a esa altura de los acontecimientos, pasada la euforia inicial, el país parecía dividirse en dos; una parte al norte de la mencionada ciudad, viviendo la guerra como algo lejano y ajeno al trajín cotidiano y otra al sur, muy comprometida, tomándola como algo grave e importante. Los continuos alertas, apagones, simulacros de evacuación y la permanente sensación de que en cualquier momento iba a suceder algo ayudaron a tomar conciencia de esa realidad.
¿Cómo podía la gente desinteresarse tanto? ¿Cómo podía concurrir a bailes, estadios, cines y lugares de esparcimiento sabiendo que miles de compatriotas se preparaban para afrontar momentos tremendos como la lucha cuerpo a cuerpo, los bombardeos aéreos, el cañoneo naval, el frío polar, las heladas, el hambre y el temor, sabiendo que era muy posible morir de manera espantosa o quedar mutilados? Ese era el pueblo argentino y esa sigue siendo su idiosincrasia. Tanto machacar con que para los británicos aquella era una guerra colonial, un problema distante y la gente de Buenos Aires, como la de las principales ciudades del interior vivía el problema de la misma manera.


A las 02.00 horas del 26 de abril finalizó el alistamiento. Los comandos se trasladaron al aeropuerto militar de El Palomar y a bordo de un Hércules C-130 que partían a diario a desafiar el bloqueo, se dispusieron a efectuar el cruce a las islas.
Cuando los efectivos abordaban el avión cargando armas y mochilas, un sacerdote recién llegado de Puerto Argentino les entregó varios rosarios y escapularios, los cuales fueron muy bien recibidos.
El Hércules hizo una breve escala en Villa Reynolds, asiento del Grupo 5 de Caza, donde debía cargar una turbina de avión con destino al archipiélago y luego siguió rumbo a Comodoro Rivadavia, aterrizando en plena noche, en medio de una tormenta feroz.
Como se ha dicho, en la principal ciudad de Chubut el ambiente era muy diferente al de Buenos Aires.
Los comandos pernoctaron en el hall del aeropuerto, metidos en sus bolsas de dormir después de descargar ellos mismos todo el equipo, tarea extenuante que les llevó desde las 22.00 hasta las 02.00 del día siguiente.
Se levantaron a las 10.00 para regresar nuevamente el Hércules y después de un vuelo de dos horas bajo un cielo límpido y despejado, alcanzaron a divisar el primer conjunto de islas.
El teniente primero Alonso se encontraba en la cabina del avión cuando las mismas asomaron en el horizonte; al verlas, sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo pues la vista le hizo tomar conciencia de que tanto él como su unidad estaban haciendo historia.
Tras un aterrizaje normal, el transporte rodó varios metros por la carpeta asfáltica y una vez en la cabecera, abrió la rampa trasera por la cual comenzaron a descender los hombres de Castagneto. Como le había ocurrido a su jefe, los sorprendió el desorden y la desorganización imperantes en el lugar; se veían cajas amontonadas por todas partes con hombres yendo y viniendo sin saber bien que debían hacer.
Los comandos se reencontraron con viejos camaradas de los regimientos de infantería 4 y 25, entre ellos, el teniente coronel Seineldín, a quien saludaron efusivamente y le manifestaron estar prontos a marchar hacia el monte Wall.
Acto seguido, procedieron a cargar su equipo en dos camiones requisados pero entonces, una discusión con los conductores obligó la presencia de un coronel.
Mientras los choferes esperaban que se resolviese la situación, apareció un soldado al volante de un Unimog al que detuvieron y obligaron a conducirlos al centro de la ciudad. Según cuenta Ruiz Moreno, desde una de las cocinas de campaña un cocinero les ofreció comida, oferta que aceptaron todos siguiendo consejos del teniente primero José M. Duarte, pues en tiempos de guerra es difícil saber cuando se volverá a presentar esa oportunidad.
Así pasaron junto al RI4 que marchaba a pie hacia sus posiciones y una hora después llegaron al gimnasio, junto a la iglesia católica, donde tenía su puesto de mando la Policía Militar y se hallaba apostada una batería antiaérea.
El remanente de la unidad se estableció en el Centro Cívico (Town Hall), asiento de la III Brigada y allí fue donde monseñor Jorge Luis Piccinalli ofició misa y bendijo la bandera de la Compañía, ceremonia filmada para la TV por el corresponsal de guerra Eduardo Anibal Rotondo. En la oportunidad, el mayor Castagneto designó abanderado al teniente Marcelo Anadón, por ser el oficial más joven y como escoltas al sargento primero Ramón Vergara y al cabo primero Héctor Coronel.
Los comandos dedicaron los primeros días a aclimatarse al lugar y familiarizarse con el terreno, efectuando largas recorridas por la población y sus alrededores. El general Menéndez, les asignó funciones de policía militar, tareas que desempeñarían de manera impecable.
Cumpliendo con esa tarea, llevaron a cabo detenciones, interrogatorios, requisas e inspecciones y pese a que la Compañía había sido asignada a la III Brigada, al mando del general Parada, su libertad fue total y sus movimientos completamente independientes.
Para ello dividieron la ciudad en tres secciones, destinando una patrulla para cada una de ellas. Durante los interrogatorios, el doctor Llanos hizo las veces de intérprete, notándose que los kelpers respondían a todo sin poner ningún tipo de traba.
La primera misión de importancia que se les encomendó fue desactivar el faro de la península de Freycinet (30 de abril), desde donde se podía orientar a los aviones y las embarcaciones enemigas. Al parecer, según algunas versiones, el mismo era utilizado con esa finalidad -en horas de la noche- y por esa razón era imperioso dejarlo inoperable.
Para esa tarea, el mayor Castagneto desplegó tres secciones asignando a la del teniente primero José Martiniano Duarte llevar a cabo la operación, efectuar exploración costera desde el aire previo reconocimiento del establecimiento Estancia House y montar una emboscada en las tierras de Green Match donde se presumía habían desembarcado comandos ingleses. Integraban esa sección el teniente Fernando Isidro Alonso como jefe del grupo de asalto y el capitán José Ramón Negretti como oficial de logística.
La segunda sección, al mando del teniente primero Sergio Fernández, debía dirigirse al noroeste para reconocer el sector norte de la Gran Malvina, la Isla Borbón y la Isla de los Remolinos y la tercera, encabezada por el teniente primero Daniel González Deibe, marcharía rumbo al sudoeste para explorar el poblado de Fitz Roy y sus alrededores.
La sección del teniente primero Duarte abordó un helicóptero Bell UH-1H y a las 10.00 partió hacia su destino, sobrevolando lo que alguna vez fue Puerto Saint Louis o Puerto Soledad, poblado fundado por los franceses en 1764 y ocupado por los españoles seis años después.
Tras mantenerse estáticos sobre las ruinas, la máquina siguió vuelo sobre las costas adyacentes, haciendo reconocimiento mientras el grupo de Ingenieros colocaba minas. Un trecho más adelante, distinguieron la silueta del faro y diez minutos después, se posaron en sus inmediaciones, tras corroborar que la zona se hallaba despejada.
Los comandos saltaron a tierra y comenzaron a caminar en dirección a la torre. Enseguida notaron que el faro funcionaba pero según supieron después, cuadros del RI4 le habían quitado la batería.
Se hallaban todos concentrados en sus tareas, inspeccionando el edificio y reconociendo sus alrededores cuando a uno de los efectivos se le escapó un disparo. Pensando que estaban siendo atacados, sus compañeros se arrojaron a tierra pero para su alivio, la cosa no pasó de un susto que motivaría luego, más de una broma.
Finalizada la labor, los comandos treparon nuevamente al helicóptero y partieron hacia Estancia House, aterrizando dentro de su predio después de varios minutos de vuelo. El lugar era un típico establecimiento rural malvinense compuesto por varias edificaciones, a saberse, la vivienda principal, habitada por una familia kelper y tres o cuatro galpones, además de corrales, bebederos y otras instalaciones.
Cuando la aeronave se posó, vieron a algunos hombres trabajando en el campo. Los comandos se les acercaron cautelosamente y tras comprobar la ausencia de tropas enemigas, reunieron a los pastores y procedieron a interrogarlos.
Los kelpers respondieron todas las preguntas y permanecieron quietos mientras los soldados revisaban la propiedad.
Encontraron municiones y ropa de combate pero se trataba de prendas y balas que los marines proveían a los civiles en tiempos de paz, para su entrenamiento militar. Antes de partir, el teniente primero Duarte ordenó incautar las municiones y luego abordaron el helicóptero para volar hacia Green Match, un sector de terreno blando, húmedo y esponjoso donde aterrizaron a las 14.00.
Los comandos saltaron a tierra y echaron a andar. El sargento primero Ángel Armando Soria, un hombre alto y corpulento, no parecía tener dificultades para desplazarse por la turba, pese llevar sobre sus hombros la pesada ametralladora MAG. Por el contrario, el suboficial que trasportaba las municiones debió ser asistido por el teniente primero Leopoldo Quintana porque al hundir sus pies en el suelo cenagoso, retrasaba un tanto la marcha.
En esas condiciones atravesaron los traicioneros ríos de piedra que abundan en las islas resbalando y cayendo frecuentemente, mojándose y golpeándose contra las rocas y helándose hasta los huesos al tropezar en la parte más honda de sus lechos. Anochecía cuando subieron una loma, desde donde se dominaba todo Green Match, a solo un kilómetro de Puerto Argentino.
Mientas eso ocurría en la zona de Puerto San Luis, la sección del teniente Sergio Fernández se desplazaba en camión hasta los cuarteles de Moody Brook, punto final del pavimento. Veinte minutos después llegaron a destino hallando otro helicóptero Bell listo para transportarlos. Lo abordaron presurosamente y despegaron enseguida, escoltados por dos aparatos similares.
Uno de los objetivos de la misión era neutralizar la radio de alta frecuencia que los kelpers tenían en la Isla de los Remolinos.
Volando a baja altura atravesaron la Isla Soledad de este a oeste, cruzaron el Estrecho de San Carlos un tanto al sur de Punta Roca Blanca y casi enseguida distinguieron el monte Rosalía y algo más allá, las Seis Colinas. Por entonces, la flota enemiga se hallaba a solamente 100 kilómetros de distancia y las posiciones argentinas se encontraban dentro del radio de acción de los Sea Harrier, motivo por el cual comandos y tripulantes se hallaban extremadamente tensos en el interior del helicóptero aunque cuidándose muy bien de mostrarlo.
Al cabo de veinte minutos, los pilotos creyeron distinguir al norte la silueta gris de una embarcación pero al aproximarse un poco más resultó ser una saliente rocosa contra la que golpeaban las olas con no demasiada fuerza.
Sobrevolando la Gran Malvina detectaron un punto rojo. Recién cuando estuvieron encima pudieron determinar que se trataba de uno de los globos meteorológicos utilizados por los británicos en tiempos de paz. Los helicópteros tomaron tierra y los comandos se apoderaron del objeto después de efectuar de someterlo a una minuciosa inspección.
Ya sobre la Isla Borbón sobrevolaron el pequeño poblado de Peeble, aterrizando inmediatamente después en la Estación Aeronaval “Calderón”, asiento de varios Mentor T-34 y el Skyvan de la Prefectura Naval junto a algunos helicópteros.
Los Bell procedieron a cargar combustible pero como empezaba a anochecer los comandos informaron a los pilotos su decisión de pernoctar en el lugar. Fernández y sus hombres fueron alojados en el cuarto de oficiales donde extendieron sus bolsas y se dispusieron a racionar.
Para entonces, las comunicaciones con Puerto Argentino estaban cortadas, cosa que tenía preocupado a todo el mundo, en especial a los comandos porque de esa manera quedaban completamente aislados. Tampoco funcionaba la red telegráfica del Ejército ni la de la Aviación Naval, algo que agravaba en extremo la situación. Se temía que el enemigo hubiese iniciado contramedidas electrónicas y hubiese neutralizado todo tipo de enlaces, barriendo el total de las frecuencias.


La tercera sección, a cargo el teniente primero González Deibe, partió hacia Fitz Roy en horas de la tarde, a bordo de un helicóptero Puma del Ejército. Lo piloteaba el teniente primero Juan Buschiazzo, quien tiempo después, caería en combate. Su misión era efectuar exploración, levantar un censo de la población y una vez finalizada la labor, mantenerse en espera de instrucciones.
Fitz Roy era el tercer conglomerado urbano de las islas después de Puerto Argentino y Prado del Ganso. Su puerto de gran calado estaba provisto de un muelle grande y disponía también de una pista de aterrizaje con cierta inclinación, ideal para operar desde allí con los Harrier si se la pavimentaba o cubría con planchas de hierro desplegables.
Aterrizaron cerca de las 17.00, a menos de tres kilómetros del caserío y a escasos metros de un grupo de ingenieros que controlaba el puente por donde pasaba el camino a Puerto Argentino, al que debían volar si las fuerzas británicas se hacían presentes.
Los comandos echaron pie a tierra y después de preparar el armamento, iniciaron el avance, González Deibe en primer lugar, secundado por Juan Elmíger, Alejandro Brizuela y el resto del pelotón.
Elmíger fue destacado hacia un punto señalado por su jefe, para montar un puesto de observación, eso una vez que la patrulla hiciera un alto para estudiar el terreno y racionar. Eran las 21.30 de una noche cerrada y el silencio en los alrededores era total.
Elmíger regresó a las 24.00 y después de dar un detalle de lo visto, la sección reinició el avance efectuando una lenta aproximación a la población para tomar por sorpresa a sus habitantes y a posibles efectivos infiltrados. González Deibe llevaba consigo una lista con los nombres de los integrantes de Defensa Civil y sus jerarquías militares, que le resultaría de suma utilidad a la hora de efectuar arrestos e identificaciones.
En lo alto de un cerro instalaron la MAG junto a una pieza antitanque Instalaza y después de dejar un grupo de vigilancia, procedieron a descansar dentro de sus bolsas de dormir. En esos momentos llovía intensamente y el frío calaba los huesos.


A las 04.32 de la mañana del 1 de mayo una poderosa explosión despertó a los comandos en Green Match y Fitz Roy.
Se incorporaron sumamente sobresaltados y cuando se asomaron por sobre las lomas, pudieron observar, uno tras otro, veintisiete fogonazos seguidos seguidos cada uno por igual número de detonaciones (estas últimas les llegaban con dos segundos de retraso).
Los hombres de Castagneto sintieron vibrar la tierra y vieron como el cielo nocturno se iluminaba tétricamente en Puerto Argentino. Era el primer bombardeo de la operación Black Buck, prueba elocuente del reinicio de las hostilidades. Como era de esperar, la crisis desembocaba en tragedia. Mientras los hombres de Castagneto comentaban excitados lo acontecimientos, el radio-operador informó que el silencio de radio era absoluto en todas las frecuencias y por consiguiente, se hacía imposible establecer contacto.
Con las primeras luces del día los Sea Harrier atacaron el aeropuerto siendo rechazados por las antiaéreas en proximidades de la pista. Desde sus posiciones, los comandos podían escuchar claramente el fragor de la batalla, divisando las negras columnas de humo elevándose desde el sector ocupado por el RI25. Seineldín y sus hombres estaban soportando un duro bombardeo, cosa que corroboró el teniente primero Duarte a través de sus prismáticos.

-Están por desembarcar en Teal Inlet – dijo el oficial sin dejar de observar.

Acto seguido ordenó un repliegue hasta el monte Kent para dirigirse desde ese punto a la capital, intuyendo que se los necesitaría allí.
La sección se puso en movimiento encabezada por Alonso, con su jefe caminando detrás, siempre a través del dificultoso terreno de turba. Durante un alto, Duarte volvió a enfocar con sus lentes de largo alcance y fue entonces que creyó percibir movimientos.

-¡¡Es el desembarco!! – gritó - ¡debemos alcanzar la alturas lo antes posible!

Los soldados echaron a correr por una pendiente, aferrando sus armas con fuerza y una vez en lo alto, se detuvieron para dar tiempo a su jefe de echar una nueva mirada. Duarte volvió a apuntar con los binoculares y para su alivio pudo comprobar que el movimiento detectado anteriormente era en realidad el desplazamiento presuroso de un rebaño de ovejas, sobresaltadas por los estallidos. Al escuchar eso, sus hombres lanzaron al unísono una fuerte carcajada y eso sirvió para aliviar tensiones y hacer una serie de bromas muy bien asimiladas por el jefe de la sección.
Llovía con intensidad y comenzaba a caer granizo cuando procedieron a racionar, siempre a la intemperie, mientras los vientos helados azotaban desde el sur.
En esos momentos, la sección del teniente primero González Deibe se encontraba acantonada a unos 3000 metros de Fitz Roy, sobre una altura de 400 metros desde la cual recién a las 06.30 iniciaron el avance en formación de combate.
Los soldados entraron al poblado, lenta y cautelosamente, notando que las casas se hallaban a obscuras, sin ningún movimiento ni adentro ni afuera. Una vez frente a la del administrador, la rodearon lentamente y sin dejar de vigilar los alrededores, tomaron ubicación llamando a viva voz ordenaron a sus ocupantes. Los moradores de la propiedad aparecieron con las manos en alto, sin ofrecer ningún tipo de resistencia y con la celeridad del rayo, los comandos se introdujeron en el interior, generando la consabida angustia de sus propietarios.
Una vez dentro, el jefe de la sección corrió hasta el teléfono y llamó a Puerto Argentino. Lo atendió Negretti cuando la capital era nuevamente bombardeada desde el aire. González Deibe preguntó si había heridos en la compañía y para su alivio la respuesta fue negativa. Acto seguido, tomó el teléfono Castagneto y sin más preámbulos le explicó que no hubo ningún desembarco y que el ataque había sido repelido.

-Vénganse inmediatamente para acá- le ordenó a continuación y tras unas pocas palabras, cortó la comunicación.

González Deibe procedió a realizar el censo de la población, tarea que le llevó un par de horas. Sus resultados fueron poco más de un centenar de habitantes de los cuales unos sesenta estaban en condiciones de empuñar las armas.
Los comandos confiscaron tres Land Rover y antes de retirarse se apropiaron de cuanto rifle, pistola y escopeta encontraron en el lugar. Ningún malvinenses del cuerpo de defensa local entrenado por los Royal Marines se ofreció a participar en la lucha; el 2 de abril apenas se presentaron 12 de un total de 90 y con los primeros disparos manifestaron su deseo de no luchar, agrupando sus armas en el centro del gimnasio que les servía de cuartel. Mucho menos lo hicieron durante los combates posteriores al Día "D". Como el resto de la población prefirieron encerrarse en sus casas y ahí permanecieron hasta la retirada de los argentinos.


El trayecto hasta la capital fue lento y complicado a causa del fango, la turba y las irregularidades del terreno. En algunos tramos debieron descender y empujar los vehículos porque sus ruedas se empantanaban y en una de esas ocasiones creyeron distinguir a lo lejos las siluetas de tres buques enemigos que parecían disparar sobre la ciudad.
Cuando la sección de González Deibe regresaba a Puerto Argentino, el mayor Castagneto abordó un Puma de la Prefectura Naval y partió en busca del teniente primero Duarte cuya sección se hallaba apostada en Green Check. Despegaron a las 11.50 escoltados por un Agusta y llegaron quince minutos después, sin novedad.
Una vez que la sección estuvo a bordo, Castagneto le dijo a Duarte que se dirigían a la estancia de un kelper de apellido Pitaluga, a orillas de la gran bahía Salvador. Al parecer, el sujeto suministraba información a la Task Force, estableciendo contacto radial con el “Hermes”.
Según relata Juan Carlos Moreno en su libro Nuestras Malvinas, los Pitaluga eran una de las familias más antiguas y prestigiosas del archipiélago, establecida allí a mediados del siglo XVIII2. Su estancia, “Rincón Grande”, era la más extensa y moderna de las islas y la componían doce edificaciones ubicadas en uno de los lugares más bellos de la región. Además de la casa principal, es decir, la residencia de la familia, destacaban varios galpones, establos y construcciones destinadas a los peones.
Los helicópteros se fueron aproximando al establecimiento y a poco de llegar, se posaron sobre la turba. Con los rotores en marcha, los comandos echaron pie a tierra y procedieron a cercar la residencia tratando de impedir cualquier intento de fuga.
Lo primero que observaron fue un helicóptero Sikorsky desprovisto de aletas, arrumbado cerca de un tinglado y algo más allá, tractores y más vehículos, prueba de que los dueños eran, realmente, gente de buena posición.
Se presumía que había efectivos enemigos en el lugar y por esa razón, se adoptaron todos los recaudos para entrar en combate, el primero de ellos, encomendarle al escalón del teniente Leopoldo Quiroga tomar ubicación en unas elevaciones cercanas para proveer cobertura.
Castagneto le ordenó al teniente Alonso que él y su gente se acercasen al edificio principal en tanto el resto de la sección ocupaba puestos de combate.
Cuando la casa estuvo completamente rodeada, el capitán Jándula se adelantó hasta la puerta trasera y la abrió de una patada, permitiendo a los comandos abalanzarse en su interior, tomando por sorpresa a la familia.
Sin dejar de apuntar a los propietarios, el teniente Alonso impartió una serie de indicaciones, la principal, efectuar un minucioso registro de la propiedad, sin ninguna duda la construcción más confortable que habían visto desde su llegada a las islas, después de la residencia del gobernador. Tenía un jardín muy bien cuidado y en la costa un muelle con una lancha amarrada.
Durante el registro apareció lo que estaban buscando: la radio de largo alcance con la que, el dueño de casa mantenía contacto con la flota. En vista de ello, Castagneto procedió a interrogar a cada uno de los miembros de la familia, empezando por el mismísimo Pitaluga, un kelper alto, apuesto y sumamente educado, de no más de cuarenta y cinco años de edad, que se ofreció a responder todas las preguntas. Por el contrario, su esposa, era poco agraciada y bastante desagradable, contraste que llamó la atención de los recién llegados.
El malvinense reconoció haber establecido contacto con el “Hermes” pero aseguró que no fue para pasar información sino para hacerle llegar al gobernador Menéndez una propuesta de rendición incondicional del almirante Woodward. Además agregó, como si estuviera realmente convencido, que como ciudadano británico podía hablar con su gente cuando lo quisiera, afirmación que asombró a sus interlocutores por lo superficial e ingenua.
Los comandos procedieron a confiscar el aparato y mientras el cabo primero Miguel Ángel Rivero se dedicaba a desarmarlo pieza por pieza, el hijo de Pitaluga, un muchacho alto, de unos 17 años de edad, recriminó en perfecto español a los argentinos (y hasta con acento rioplatense por haber estudiado en Córdoba), acusándolos de invasores y recalcándoles que las islas le pertenecían a ellos, los malvinenses y, por consiguiente, eran legítimamente británicas. En tono irónico, Jándula le preguntó porque, siendo “tan británico”, había ido a estudiar a la Argentina y no a Inglaterra, dejando al muchacho vacío de argumentos.
-Yo con mi vida, hago lo que quiero -respondió.

Por orden de Castagneto, Pitaluga fue detenido y conducido a Puerto Argentino. Al escuchar eso, su mujer se asustó mucho y el hijo, casi con lágrimas en los ojos, volvió a acusara los efectivos de invasores. Minutos después, la sección abordó los helicópteros y puso rumbo a la capital llevando consigo al prisionero.
Mientras eso ocurría en “Rincón Grande”, la segunda sección al mando del teniente primero Fernández permanecía aislada en la Isla Borbón, sin contacto radial. A las 06.00 un suboficial radio-operador ingresó corriendo en el cuarto de oficiales para anunciarle a su jefe que Puerto Argentino estaba siendo bombardeado y que la pista del aeropuerto parecía haber sido destruida.
Fernández se incorporó rápidamente y como no podía hacer otra cosa, ordenó a sus hombres alistarse para seguir adelante con la misión. Cuando su reloj señalaba las 08.00, abordaron un helicóptero Bell y poco después dejaban atrás la Gran Malvina en dirección a la isla Remolinos, sobrevolando las bahías Goulding y San Francisco de Paula a 180 km. de velocidad y un metro y medio de altura.
Cuidándose de pasar lo más lejos posible del establecimiento Dunbar, alcanzaron el extremo oeste de península y con las primeras luces, cruzaron a la mencionada isla. En ese momento, un albatros que levantó vuelo asustado se estrelló contra el parabrisas de la aeronave obligando a su piloto, el teniente Arturo Jardel, a sujetar con fuerza los mandos para no perder el control.
El aparato aterrizó sobre una hondonada, a 500 metros de un establecimiento rural compuesto por una vivienda principal, algunos galpones y unas pocas edificaciones costeras y una vez seguros, los comandos saltaron a tierra. Cubiertos por la sección del teniente primero Fernando R. García Pinasco, apostada detrás, se acercaron muy cautelosamente al grupo de edificios.
Tal como ocurrió en lo de Pitaluga, al llegar a la vivienda tomaron posiciones y les ordenaron a sus moradores salir con las manos en alto.
Con los efectivos apuntando hacia la entrada, la puerta se abrió y a través de ella salieron tres kelpers muy asustados, el propietario, un individuo de apellido Napier y dos mujeres, una de ellas su esposa y la otra su cuñada. Los argentinos ingresaron en la propiedad y comenzaron a revisar su interior sin la menor objeción por parte de sus moradores. Napier era el dueño de la isla y se dedicaba a la cría de ganado ovino, tal como lo hacía su familia desde 1860. Poseía además un moderno velero amarrado a uno de los muelles y una embarcación más antigua dotada de un obsoleto equipo de comunicaciones, inadecuado para establecer enlace con las unidades navales enemigas.
La requisa no arrojó resultados pues apenas hallaron un viejo fusil Enfield de la Segunda Guerra Mundial, una escopeta de caza y un segundo transmisor, bastante moderno en este caso pero de poco alcance.
Los comandos procedieron a incautar todo el material, incluyendo la radio del barco y lo llevaron hasta el helicóptero desoyendo las protestas de las mujeres quienes trataban de explicarles que sin esos aparatos quedarían completamente aislados e imposibilitados de solicitar asistencia médica en caso de necesitarla. De todas maneras, esos kelper fueron de lo más agradables y estando los soldados a punto de retirarse con el material incautado, les convidaron café, algo que aquellos aceptaron de muy buena gana.
Mientras los argentinos bebían, los malvinenses entablaron una amable conversación. Napier dijo haber nacido ahí mismo y las mujeres sostuvieron con firmeza, aunque con mucha educación, lamentar profundamente la guerra pero que aquello era territorio británico y las islas les pertenecían a quienes las habitaban desde hacía tantas generaciones. Pese a la discrepancia, los ocho hombres de la sección se alejaron en dirección al helicóptero, deseándoles suerte.
Regresaron a la Isla Borbón al mediodía, con los tanques de combustible casi agotados. Ni bien se posaron, los Mentor del teniente Pereyra comenzaron a carretear para atacar a un helicóptero que merodeaba en las cercanías y enfrentarse a los mismísimos Sea Harrier en el el primer encuentro aéreo de la contienda (Ver capítulo "1 de mayo. Continúa la batalla").
Una vez en la Estación Aeronaval “Calderón”, los hombres del teniente primero Fernández se pusieron al tanto de lo acaecido durante su ausencia y mientras lo hacían, el operador de radio estableció comunicación directa con Río Grande, novedad que les permitió recibir varios alertas de ataques aéreos con bastante anticipación.
Ese día, por la tarde, llegaron dos Pucará provenientes de Darwin, cuyos pilotos informaron sobre los bombardeos a la BAM “Cóndor”, incluyendo la muerte del teniente Daniel Jukic y todos sus asistentes. Dieron cuenta, además, de la presencia enemiga en cercanías de San Carlos, de la posible infiltración de elementos del SAS y SBS y otros detalles que sumieron en preocupación a los integrantes de la 601 y al personal de la estación.
Cerca de las 16.30 horas, comandos, pilotos y efectivos fueron testigos del combate aéreo entre los Mirages del capitán García Cuerva y el teniente Perona y dos Sea Harrier el Escuadrón 801. La guerra se había desatado en toda su intensidad y nada perecía detenerla.
Un análisis no demasiado exhaustivo permitió determinar que tras el bombardeo a los aeródromos de las islas, el próximo objetivo iba a ser la Estación Aeronaval y que el mismo iba a ser en breve. En vista de ello, el teniente primero García Pinasco pronunció aquellas proféticas palabras que quedarían grabadas en los oídos de sus subordinados por mucho tiempo: “Esto no va a terminar hasta que corra mucha sangre”3.
Siguiendo el relato de Isidoro Ruiz Moreno, antes de regresar a Puerto Argentino el teniente primero Fernández decidió cruzar a la Gran Malvina para continuar explorando y reconociendo el terreno. Su sección se puso en movimiento un par de horas después, en plena noche, bajo la llovía y con temperaturas que oscilaban entre los 20º y los 25º bajo cero.
Aterrizaron en una zona desértica, a mitad de camino entre la isla Borbón y Puerto Howard, donde pasaron el resto de la noche. Recién a las 07.00 Anadón logró sintonizar la radio y escuchar noticias procedentes de Buenos Aires. A través de las mismas, supieron de los combates aéreos, los duelos de artillería y los intentos por hallar una solución pacífica a la disputa. En ese sentido, las organizaciones internacionales y los representantes de varios gobiernos se movían aceleradamente, acuciados por el incremento de la violencia y lo grave de la situación. De todas maneras, los efectivos de la 601 siguieron adelante con los procedimientos, intentando dar con elementos infiltrados o algún indicio de su presencia.


A las 14.00 horas del 1 de mayo, la sección del teniente primero Fernández llegó a Puerto Argentino y una vez en el gimnasio que les servía de cuartel, procedió a limpiar el armamento y descansar. Fue allí, distendidos y algo más relajados, donde los comandos decidieron reemplazar sus cascos de acero por las mucho más cómodas gorras de lana negra y las boinas verdes.
En la madrugada del día 2, un helicóptero Agusta exploró la región de San Carlos y poco después, otros tres cruzaron por el punto más angosto del estrecho, volando a baja altura a intervalos de cinco minutos uno de otro.
En Moody Brook, mientras tanto, la sección del teniente primero Duarte esperaba el mejoramiento de las condiciones climáticas para embarcar en los helicópteros y volar hacia un punto situado al sur de la península de Murrell, en cuyas playas se habían detectado movimientos sospechosos.
La avanzada llegó al lugar después de un vuelo de veinte minutos y tras saltar a tierra, comenzó una minuciosa búsqueda cuyos resultados fueron el hallazgo de un bote inflable en posición invertida sobre la arena y elementos menores.
En vista e ello, el teniente Duarte organizó dos escalones, ordenándole al primero (apoyo) tomar posiciones en las alturas cercanas y al segundo (asalto) iniciar la aproximación al gomón.
Cuando el teniente Fernández Alonso llegó hasta el bote, un grito del sargento ayudante Francisco Altamirano lo hizo detener. El suboficial lo previno sobre la posibilidad de que el enemigo hubiera colocado una trampa cazabobos y en vista de ello, se arrojaron ambos a tierra para acercarse a la rastra y ver si había algo debajo.
Al llegar, descubrieron otros objetos en su interior y eso hacía factible que fueran explosivos. Por tal motivo, decidieron pasar una soga por las agarraderas y luego tirar fuerte hacia atrás, para ver si ocurría algo.
Así lo hicieron y para su alivio, nada sucedió. Se incorporaron adoptando las precauciones del caso y procedieron a dar vuelta el bote, descubriendo un motor de 45 HP con combustible en su tanque, tres salvavidas con la inscripción “Hermes”, una campera de cuerina, envases vacíos de leche y cuerdas.
Se trataba de una lancha de goma del tipo Zodiac para una dotación de ocho hombres, que pertenecía, sin ninguna duda, a un escuadrón del SBS, cuyos integrantes debieron haberse mimetizado entre la población civil.
Nada de eso pareció impresionar al personal de la Estación; la noticia del hundimiento del “General Belgrano” lo había sumido en profundo pesar, lo mismo al resto de la guarnición argentina y así permanecieron hasta el 4 de mayo, cuando el impacto en el “Sheffield” pareció mitigar en parte (una parte muy ínfima) aquella sensación.
La actividad de los comandos durante los primeros días de mayo fue realmente intensa, con numerosas misiones de exploración y patrulla tendientes a detectar presencia enemiga y posibles desembarcos.
Una de aquellas recorridas tuvo por destino las islas Tussac, al norte de Puerto Argentino, frente a la península Freyssinet, donde todo parecía indicar que se dirigían los bombardeos.
Los comandos se encaminaron hacia el lugar y regresaron sin haber encontrado nada aunque negros de hollín de pies a cabeza por el bombardeo con napalm al que fueron sometidas en la primera quincena de abril. Algo más tarde, procedieron a inspeccionar las posiciones ocupadas por los regimientos de infantería 4, 3 y 25 y después abordaron la lancha patrullera “Río Iguazú” para recorrer la Bahía de Aceite con el objeto de brindar cobertura desde allí.
La misión tuvo lugar en horas de la noche, cuando seis hombres al mando del teniente García Pinasco (la mitad de la 2ª Sección) se ubicaron en el guardacostas llevando consigo un cohete antitanque Instalaza de 88,9 mm, una MAG y un mortero de 60 mm. Las órdenes eran precisas, debían explorar el litoral norte de la Isla Soledad y recorrer la península de San Luis porque se tenían indicios de que por ese sector se habían infiltrado comandos del SAS y el SBS.
La lancha navegó sobre las aguas de un mar embravecido, sorteando las olas que batían la zona mientras en su interior los hombres del Ejército sufrían mareos y descomposturas. Para su fortuna, los marinos disponían de pastillas especiales y eso les devolvió la compostura.
La patrulla no arrojó resultados, sin embargo, hallándose García Pinasco observando la costa con sus lentes de visión nocturna, creyó detectar movimientos.
Los hombres abrieron fuego batiendo la playa tanto con la ametralladora pesada y el mortero como con sus armas livianas, sin que se produjera respuesta; llegado el amanecer, emprendieron el regreso a Puerto Argentino sin saber si realmente acababan de rechazar un nuevo intento de infiltración.
Los comandos encontraron a Castagneto sumamente alterado con los altos mandos pues a su entender, sus hombres estaban siendo utilizados en tareas elementales y no en el tipo de misiones para las que habían sido entrenados. Por esa razón, faenas como las realizadas con la “Río Iguazú” se suspendieron definitivamente.
La primera oportunidad pareció llegar el 4 de mayo por la mañana, cuando el mayor Doglioli, ayudante del gobernador, le hizo saber al jefe de los comandos que el puesto de mando del general Menéndez iba a ser atacado. Por tal motivo, se decidió el traslado de su cuartel general desde Stanley House, sobre el 25 de la costanera Ross Road, hasta la Secretaría de Gobierno y para ello, los efectivos de la Compañía 601 deberían proveer cobertura. Se estimaba que ese ataque se iba a llevar a cabo alrededor de las 21.00 y por esa razón, se debería hacer el desplazamiento lo más rápidamente posible.
Mientras el estado mayor del gobernador procedía a ocupar el sólido edificio de piedra y dos plantas, Castagneto volvió a protestar por considerar la tarea asignada impropia de comandos, argumentando con razón, que para eso sobraban tropas regulares. Además, la 1ª Sección del teniente Duarte se hallaba en una misión fuera de la ciudad y a raíz de ello  la unidad se encontraba debilitaba.
El mayor Doglioli, amigo personal de Castagneto, le explicó con cierta firmeza que tenía datos sumamente precisos y sobre un ataque a realizarse esa noche.
Dudando de la veracidad de esos informes, Castagneto organizó una suerte de “guardia pretoriana” con elementos de las secciones de Fernández y González Deibe, para cubrir el traslado del gobernador a su nuevo destino.
Para asombro de los comandos, lo que debió ser una mudanza casi secreta fue, al mejor estilo argentino, una acción al descubierto, en el más completo desorden, a la vista de todo el mundo, especialmente de los kelpers, con órdenes a viva voz y gente desplazándose desorientada llevando objetos y cajas hasta los camiones y otras unidades móviles que esperaban en la calle.
¿Qué hubiera ocurrido si los tan temidos “elementos infiltrados” hubiesen registrado la operación? ¿Nadie pensó en los malvinenses? ¿Podían ser ellos quienes pasaban esa información?
Las horas transcurrían y al caer la noche, los hombres de Castagneto se hallaban apostados en torno a la Secretaría de Gobierno, atentos al menor movimiento. Fue en esas circunstancias cuando tal como lo adelantara Doglioli, a las 21.00 se inició un tiroteo con disparos intermitentes que parecían provenir de diferentes puntos, especialmente la parte posterior de la Casa de Gobierno.
Los argentinos respondieron con fuego graneado, apuntando en dirección a la residencia y a Wireless Ridge (Colina de la Radio), donde se hallaba estacionado el Regimiento de Infantería 7. La bahía se iluminó con las trazadoras y a los pocos minutos, los arbustos secos que rodeaban el monumento de la batalla naval de las Islas Malvinas en la Primera Guerra Mundial, comenzaron a arder, desatando un incendio de consideración.
Los comandos disparaban con decisión, respondiendo el intenso fuego generado por  elementos desconocidos y así lo hicieron durante una hora hasta que, pasadas las 22.00, el combate finalizó. Nadie resultó herido pero quedó latente la sensación de que efectivamente, el enemigo había infiltrado fuerzas especiales y que Menéndez era un inepto, el típico general de escritorio al mostrar abiertamente su cambio de posición.
A las 05.00 de la mañana, se produjo el segundo bombardeo de los Vulcan, con los mismos resultados del anterior. Durante la noche, se montó un nuevo operativo a cargo de los capitanes Frecha, Figueroa, Jándula, Llanos y Negretti, cuyo objetivo era el mercado de West Store (Mercado del Oeste) donde se presuponía se movían efectivos británicos mimetizados entre la población. Como bien explica Ruiz Moreno, numerosos civiles se refugiaban allí buscando amparse de los bombardeos nocturnos ya que el edificio, construido en piedra, era extremadamente sólido y su techo ostentaba la inscripción “Defensa Civil”.
Los comandos rodearon la construcción y protegidos por la obscuridad se asomaron por las ventanas justo cuando alguien en el interior apagaba las luces.
Los hombres de la 601 comprobaron que desde ese lugar era sumamente fácil seguir los desplazamientos de las tropas y por esa razón decidieron proceder.
Para informar la novedad, el capitán Figueroa sacó su equipo de radio y tras establecer comunicación y dar cuenta de lo ocurrido, recibió la escueta orden de esperar.
En plena noche y torturados por el frío, los efectivos argentinos aguardaban agazapados, observando permanentemente el mercado hasta que, de pronto, un disparo solitario pegó muy cerca de donde se encontraba ubicado el capitán Jándula. Pese a la sorpresa, el oficial supo mantener el aplomo y permaneció quieto en su lugar aunque sin poder evitar una imprecación.
Los disparos aislados se tornaron frecuentes en la ciudad, sobre todo de noche y eran, por lo general, producto de conscriptos nerviosos que reaccionaban ante cualquier movimiento extraño. Sin embargo, había otros, ocasionados por efectivos infiltrados, que darían origen a la infundada versión de que los propios malvinenses abrían fuego contra las tropas ocupantes.
Amanecía cuando llegó al lugar el mayor Castagneto decidido a ingresar en el interior del edificio.
Y así ocurrió. A una orden suya, los comandos se incorporaron y se abalanzaron con suma brusquedad sobre los accesos, sobresaltando a los kelpers que dormían en el interior.
Los argentinos irrumpieron a los gritos, apuntando a los temblorosos malvinenses con sus armas, generando su consabido temor e incertidumbre. Se los obligó a formar una hilera con las manos en alto, de cara contra la pared y se procedió a revisarlos, no sin cierta brusquedad. Los pobres individuos estaban realmente asustados y nada dijeron al ser sometidos a tan riguroso control.
Los hombres de Castagneto no hallaron nada porque simplemente se trató de una falsa alarma. Por esa razón, cuando se retiraron, los pobladores fueron corriendo hasta el despacho del comodoro Carlos Bloomer Reeves, con quien tenían muy buenas relaciones y le presentaron su queja.


El 5 de mayo fue un día especial para los comandos porque el propio gobernador militar les encomendó una misión de alto riesgo. Debían explorar la Isla de los Leones Marinos, al sudeste de la península de Lafonia, donde aviones de exploración propios habían detectado lo que parecían ser antenas y radares. Al parecer, la Fuerza de Tareas británica utilizaba esos elementos para orientar un desembarco intermedio de pertrechos, tropas y helicópteros y por esa razón, era imperioso neutralizarlos.
Se trataba en verdad de una tarea sumamente arriesgada pues la isla se encontraba dentro del radio de acción de los Harrier y las unidades de superficie enemigas y podía ser batida con facilidad.
Fue una vez más la sección del teniente primero Duarte la seleccionada para llevar a cabo la tarea aunque esta vez, su jefe manifestó ciertos reparos por considerar que las posibilidades de sus hombres iban a ser nulas. A su entender, veinte efectivos solos no podrían con toda la flota y por esa razón resultaba imperioso planificar mejor la operación. Según cuenta Ruiz Moreno, al escuchar esas palabras a alguien le parecieron ideales para el título de una película bélica: “Veinte hombres contra la flota”.
Era realmente una misión suicida que implicaría la muerte de toda la sección en caso de establecerse contacto con las fuerzas enemigas. Pero el mayor Castagneto insistió pues el alto mando ya había impartido la orden y no había más que discutir. Y para aumentar la sensación de abandono, desde el continente se informó que dadas las condiciones climáticas, los aviones destinados a brindar protección, no iban a poder operar.
Duarte no dijo más. “A ver si después de todo, piensan que tengo miedo”, pensó4.
En cumplimento de las órdenes recibidas, alistó su equipo y cuando los relojes daban las 06.00 abordó un helicóptero Puma y después de esperar que el viento y la lluvia amainasen, despegó con su sección, escoltado por un Agusta.
Integraban el grupo, además de Duarte, los capitanes Frecha y Llanos y los suboficiales Quintana, Alonso, Ríos, Moreno, Cálgaro, Altamirano, Rivero, Vera, Contreras, Pichihuelches, Tunini y los dos Gómez.
Aquella misma noche una lancha patrullera de la PNA partió hacia el mismo destino5, llevando a bordo a un escuadrón de comandos anfibios de la Armada quienes debía operar como avanzada en lo que sería la primera operación conjunta de las fuerzas argentinas6.
Los helicópteros volaban a escasos cinco metros de un mar encrespado, separados a una distancia de 150 metros uno de otro, llevando en su interior a los comandos, con sus trajes de camuflaje y sus rostros embadurnados de betún. Viajaban sin pronunciar palabra, sujetando sus armas con firmeza, intentando minimizar la tensión y el nerviosismo propio de las misiones de alto riesgo.
Sus pares de la marina los precedían en la patrullera, intentando alcanzar antes el objetivo, al que llegaron después de bordear la costa oriental de la isla Soledad, dejando a su derecha Fitz Roy, Bahía Agradable y la gran desembocadura del seno Choiseul. A la altura de la bahía de los Abrigos, pusieron proa al sur y con mucha cautela -debido al mal tiempo-, se adentraron en aguas abiertas.
Una vez frente a la isla principal, abordaron los botes inflables y comenzaron a remar hacia la costa, siempre al amparo de la obscuridad. Ellos también llevaban los rostros ennegrecidos, vestían completamente de negro y cubrían sus cabezas con gorros de lana del mismo color.
Ni bien tocaron la playa, saltaron al agua y arrastraron las balsas para depositarlas sobre la arena y el pedregullo. Con mucha previsión subieron las barrancas rocosas y una vez en lo alto comenzaron a aproximarse lentamente al establecimiento. Su indumentaria y su apariencia habrían aterrorizado a cualquiera, más sabiendo a esos hombres dispuestos a abrir fuego.
Deslizándose agazapados a través del terreno, llegaron a la edificación principal y tras una minuciosa inspección, pudieron determinar que no había nadie. Aparentemente el islote estaba deshabitado.
En esos momentos, en otro lugar, el teniente primero Duarte le indicaba al Agusta que los sobrepasase para ametrallar cualquier movimiento sospechoso.
Ruiz Moreno describe el establecimiento de la isla principal ocupando el total del promontorio, cuyas costas se hallaban pobladas por gran número de elefantes marinos y una inmensa variedad de aves. Cerca de la casa, que era el edificio más próximo al litoral por el noreste, pastaban tranquilamente ovejas, vacas y caballos de muy buena calidad y algo más al sur se alzaban galpones, depósitos y más casas.
La sección de Duarte aterrizó cerca de la propiedad y ni bien pisó tierra, se unió a sus pares navales para seguir explorando. Cuando echaron andar, comprobaron que la puerta de la viviendas principal se hallaba abierta y que nada se movía a su alrededor. Con mucha precaución la rodearon e inmediatamente después varios hombres se lanzaron al interior.
El lugar parecía haber sido abandonado recientemente; en la vivienda encontraron una videocassetera conectada a un televisor, uniformes británicos, dos fusiles y un equipo de radio. Afuera hallaron un pozo de zorro y trincheras y cerca de allí, un Land Rover y una lancha con su motor fuera de borda. Lo más llamativo fueron los numerosos tambores de combustible y las balizas apiladas cerca de uno de los galpones, prueba de que los británicos planeaban acondicionar el lugar para operar con sus helicópteros desde allí.
A media mañana, la isla había sido completamente explorada, lo mismo varios de los islotes cercanos, razón por la cual, después de comprobar que el área estaba deshabitada, los efectivos subieron a la lancha, otros a las aeronaves y emprendieron el regreso.
Durante el vuelo, se recibió una comunicación desde Puerto Argentino dando cuenta de un avión argentino derribado en la Isla de Bougainville, al este de Lafonia, ordenándoles dirigirse allí para investigar.
Los helicópteros viraron hacia ese punto y al llegar, aterrizaron cerca de unas elevaciones bajas, al noroeste de la isla, comprobando que buena parte del terreno ardía y que los restos del aparato se hallaban dispersos por doquier.
Como la búsqueda no arrojó resultados, decidieron trasladarse al establecimiento Lively para interrogar a sus moradores. Se encontraron con gente amable, que los trató con mucha cortesía y hasta les manifestaron su deseo de ver a Gran Bretaña derrotada (seguramente intentando congraciarse con los recién llegados)7.
Los malvinenses dijeron haber presenciado el combate aéreo y creían que el avión británico que había derribado al caza argentino también fue alcanzado. Ruiz Moreno especula sobre aquellos kelpers, alejados de sus connacionales, abandonados a su suerte e incluso olvidados. Los isleños manifestaron estar desabastecidos y hasta pasar hambre y por esa razón, los comandos les dejaron parte de sus raciones.
Los pobladores de Lively despidieron a los “visitantes” con calurosas muestras de afecto, estrechando sus manos, palmeándolos y agitando sus brazos en señal de saludo. Incluso cuando los helicópteros se elevaron, comenzaron a aplaudir.
Para tener una idea de lo riesgos de la operación, el autor de Comandos en Acción recuerda que tres días después de aquella patrulla (9 de mayo), fue hundido en aguas próximas a la Isla de los Elefantes Marinos el pesquero “Narwal” y que un helicóptero del Ejército despachado en su rescate, fue abatido por las fuerzas enemigas pereciendo sus tres tripulantes.


Otra de las misiones que llevaron a cabo los comandos fue el reconocimiento de las inmediaciones del puente Murrel, sobre el río homónimo.
La misión fue encomendada al capitán Frecha y el teniente primero Fernández, quienes partieron de Puerto Argentino a las 10.00 a bordo de sendas motos tipo motocross, tomando el camino a monte Kent, bajo un cielo plomizo, azotados por una helada llovizna. Siete horas después (17.00) se encontraban en el puesto de mando del mayor Oscar Jaimet, jefe del Regimiento de Infantería 6, donde se comunicaron por radio con el mayor Castagneto para informarle que pasarían la noche allí porque la niebla era sumamente espesa y no les permitía continuar (apenas se podía ver a dos o tres metros de distancia).
Conversando con Jaimet comieron una ración en caliente y hasta disfrutaron de un poco de licor que el jefe del regimiento les convidó antes de retirarse a dormir a una de las carpas especialmente acondicionadas para ellos.
A las 01.00 horas la zona comenzó a ser batida por el cañoneo naval. Frecha y Fernández se incorporaron y buscaron cobertura junto a los soldados que abandonaban sus bolsas de dormir para ocupar puestos de combate.
El tronar de las explosiones se prolongó hasta la mañana siguiente, cuando la fragata se alejó en dirección este, buscando el amparo del mar abierto.
Muy temprano en la mañana, con las primeras luces del día, después de una noche realmente espantosa, los oficiales reanudaron la marcha, decididos a continuar la exploración ya que además de relevar el terreno, debían determinar una posición para instalar una batería antiaérea, idea con la que Jaimet había estado completamente de acuerdo.
Los comandos llegaron al lugar y a las 12.00, después de recorrerlo y estudiarlo detenidamente, emprendieron el regreso, convencidos de haber cumplido la misión. Lejos de allí, a bordo del “Fearless”, los británicos analizaban las cartas de ese mismo lugar para efectuar el desembarco.
El alto mando argentino consideraba a la bahía de San Carlos uno de los puntos en los que las fuerzas británicas intentarían la operación y suponiendo que hubiesen desembarcado unidades del SAS y el SBS para hacer reconocimiento, decidió enviar hacia allí a varios efectivos con la intención de neutralizarlos.
Después de una breve deliberación con el gobernador y su plana mayor, se determinó que las secciones 1 y 2 de la Compañía de Comandos 601 avanzasen sobre el Establecimiento San Carlos en tanto la 3 haría lo propio en Puerto San Carlos que, como se recordará, era otra localidad, separada de aquella por un brazo de mar que daba forma a la gran bahía, sobre la desembocadura del río homónimo8.
Debían explorar los alrededores, así como cada vivienda en ambos poblados, levantar un censo y estudiar la posibilidad de montar una batería antiaérea en algún punto de la región. Cumplida la misión, serían reemplazados por una compañía de infantería.
El mayor Castagneto reclamó para sí la mayor cantidad de helicópteros dado que la operación iba a movilizar a toda la Compañía, petición a la que el general Parada primero se negó pero, tras una breve discusión, aceptó, poniendo a su disposición cinco unidades.
Con las primeras luces del 12 de mayo, los helicópteros se elevaron y se dirigieron al oeste pero el pésimo estado del tiempo les impidió seguir avanzando. La misión fue pospuesta para el día siguiente, cuando dos Bell UH-1H, dos Puma y un Agusta de ataque como escolta y protección despegaron de Moody Brook transportando a los comandos a bordo.
Tras un vuelo rasante sobre los campos de turba y las elevaciones centrales de la Isla Soledad, las dos primeras secciones aterrizaron a 500 metros del Establecimiento San Carlos, depositando en primer lugar al grupo de emboscada del capitán Frecha, provistos de un lanzador de misiles Blow Pipe.
Los efectivos avanzaron hacia el caserío con mucha precaución y al llegar a sus primeras edificaciones, procedieron a efectuar una minuciosa revisión, casa por casa según se dijo, siguiendo después por los alrededores. Para su alivio y desazón, no encontraron nada, salvo unas latas de raciones militares esparcidas a 600 metros del pueblo, que atribuyeron a desperdicios anteriores a la guerra, dejados allí por los royal marines de la guarnición permanente de las islas.
En una de las alturas circundantes, los comandos creyeron distinguir lo que parecía ser una antena de radar y por esa razón decidieron enviar al Agusta con algunos hombres de la segunda sección.
El pelotón aterrizó en las inmediaciones del objetivo a las órdenes del teniente primero García Pinasco y una vez allí, pudo comprobar que, en efecto, se trataba de una antena en forma de torre utilizada por los kelpers para comunicarse con la capital y las localidades del interior a través de sus aparatos de radio.
Uno de los edificios que atrajo su atención fue la planta frigorífica de Bahía Ajax abandonada muchos años atrás, una construcción de proporciones, ideal para el refugio y alojamiento de las tropas. El helicóptero la sobrevoló lentamente, comprobando que se hallaba deshabitada y con signos de haberse incendiado mucho antes de la guerra.
La herrumbre delataba lo añejo del inmueble y el estado de completo abandono de su estructura, destacando el elevado número de tambores de combustible apilados en el exterior.
El helicóptero giró y se alejó de aquel sitio desolado; en su interior, García Pinasco meditaba preocupado, convencido de que deberían haber descendido para explorar; el sitio era ideal para alojar un batallón completo con su plana mayor e incluso y representaba un a amenaza para el dispositivo argentino. 
Mientras volaban de regreso, distinguieron una casa aislada en medio del campo a la cual resolvieron reconocer. La aeronave argentina se posó sobre la turba, a cierta distancia de la vivienda y los efectivos de la 601 saltaron a tierra para aproximarse con mucha cautela.
Los hombres del Ejército entraron en ella notando que casi no tenía mobiliario aunque en la cocina, guardados en la alacena, había víveres como para una docena de hombres. Los recogieron a todos y tras una última inspección, regresaron al helicóptero.
En San Carlos, los kelpers les explicaron que efectivamente, el alimento encontrado pertenecía a los royal marines y se encontraba allí desde antes de la invasión.
Ya de noche, una vez establecidos los puestos de guardia, se disponían a pernoctar cuando ocurrió algo que nadie esperaba: los pilotos de los helicópteros le dijeron a Castagneto que regresaban a Puerto Argentino porque su jefe, el teniente coronel Carlos Washington Reveand9, les había dado esas instrucciones antes de partir. Según sus palabras, debían preservar las aeronaves y permanecer en ese punto las ponía en peligro.
La decisión tomó por sorpresa a los comandos porque de esa manera, la Compañía quedaba prácticamente inmovilizada.
Como las directivas provenían del centro de mando de la Brigada, los helicópteros se elevaron y partieron hacia el este mientras los comandos se dedicaban a acondicionar el galpón de esquila para pernoctar.
A todo esto, la Sección 3 del teniente primero Daniel González Deibe exploró Puerto San Carlos y en su requisa encontró antiguas vainas de municiones utilizadas por los marines en sus prácticas de rutina.
Los comandos rastrearon la zona en profundidad para ver si era posible montar allí una pista de aterrizaje y en vista de ello recorriendo las elevaciones aprovechando de paso para revisar los galpones y las viviendas particulares donde se suponía, podía haber armas y equipos de radio.
A efectos de congraciarse con los lugareños, traían consigo la correspondencia, medida un tanto ingenua que no iba a variar en absoluto el sentir de esa gente.
Entre los personajes sometidos a interrogatorio se encontraba el administrador del lugar cuyo hijo, como el de Pitaluga, también se manifestó indignado por la presencia argentina. Se trataba de un adolescente de apenas 16 años, quien se mostró sumamente nervioso y como aquel, hablaba fluidamente español por haber hecho el ciclo secundario en Córdoba.
Él también llamó invasores a los comandos, dijo que las Malvinas eran territorio británico y que los habitantes de islas solo deseaban ser súbditos del Reino Unido. Tal como lo hiciera Jándula con el hijo de Pitaluga, Negretti, por el solo hecho de aumentar su fastidio, le preguntó porque en vez de ir a estudiar a Inglaterra lo había hecho en la provincia de Córdoba. La respuesta lo dejó sorprendido:
-Porque mi viejo no tiene “guita”10.

Ante la sonrisa complaciente de sus compañeros, Llanos también azuzó al muchacho con preguntas irritantes y por eso, su superior lo llamó aparte para encomendarle una nueva misión.
González Deibe y parte de su sección partieron a pie hacia Fanning Head, la Altura 234 donde se posicionaría la sección del subteniente Reyes para enfrentar el desembarco inglés. En ese lugar espantoso, con vientos helados y lluvias torrenciales, montaron su vivac y se prepararon a pasar la noche bajo un cielo encapotado que con el paso de las horas se fue despejando.
El pelotón dormía bajo la luz de la luna cuando repentinamente Llanos se incorporó y observó en dirección al estrecho. Allí, en medio de las aguas, a cinco kilómetros de distancia, creyó distinguir lo que parecía ser la silueta de un buque, razón por la cual corrió hasta donde dormía González Deibe y lo despertó. El jefe de la sección tomó sus prismáticos y miró en la dirección señalada comprobando que la nave en cuestión era un peñasco que emergía de las heladas aguas de la bahía.
Pese a que eso tranquilizó bastante a los hombres, la noche pasó en medio de sobresaltos, con los aullidos lejanos de los lobos marinos y el chillido de los pingüinos, semejante a voces de mando. El viento y el batir de las aves también aportaron lo suyo.
A la mañana siguiente, se presentó el mayor Castagneto para informar que los helicópteros acababan de partir y por consiguiente, la sección iba a permanecer allí algún tiempo pues nadie iba a venir por ellos. Como es fácil deducir, la noticia cayó mal y provocó expresiones imposibles de reproducir.
El clima había vuelto a empeorar y seguía así cuando a las 12.00 se le ordenó a la sección replegarse hacia el pueblo.
La marcha a través de los riscos y la turba fue terrible, con vientos gélidos soplando incesantemente, la persistente llovizna empapándolos, la nieve y el barro dificultando el desplazamiento.
Los hombres avanzaban lentamente, algunos de ellos transportando el armamento pesado sobre sus hombres (ametralladora MAG, morteros Instalaza y municiones) y otros sin manifestar el más mínimo cansancio, tal el caso del sargento primero Juan Carlos Helguero quien no parecía sentir los rigores del clima y la geografía. El hombre venía de cumplir seis meses de servicio en la Antártida y por esa razón, aquella marcha, para él, no significaba nada. Otro que daba la sensación de no tener demasiados problemas físicos era Arroyo, no así los sargentos Robledo y Salazar a quienes por quienes debían realizar frecuentes altos en el camino debido a su dificultad para caminar. Para ellos, como para el resto, el proceso fue lento y penoso, no por falta de entrenamiento sino por aquel clima atroz con el que también debían lidiar.
La noche alcanzó a los hombres de González Deibe a mitad de camino, muy separados unos de otros. Una seria preocupación venía turbando al jefe del pelotón ya que a las 22.00 se cortaba la luz en Puerto San Carlos y eso les podía traer problemas, además de dificultarles la orientación.
Llegaron así a un punto denominado Establecimiento de la Roca (Roca Settlement), desde donde el camino iniciaba su descenso. En ese sitio el capitán Pablo Llanos se ofreció para adelantarse hasta el pueblo y ordenarle al administrador local que mantuvieses las luces encendidas.
González Deibe accedió y el médico se perdió en la obscuridad, como tragado por la noche. Sus compañeros, reanudaron el avance mucho más lentamente hasta que, para su fortuna, las nubes comenzaron a disiparse y dieron paso a la luna llena cuya luz iluminó fantasmagóricamente la región, lo suficiente como para distinguir los accidentes geográficos y las edificaciones.
Una hora después vieron a lo lejos las luces de San Carlos, prueba fehaciente de que Llanos había cumplido su misión.


Al separarse de la sección, el oficial médico Llanos se internó en la obscuridad, avanzando lenta y cautelosamente en dirección a Puerto San Carlos. Para su fortuna, a mitad de camino, la luz de la luna le permitió distinguir la silueta de una casa solitaria y hacia allí se dirigió con mucha precaución. Al llegar golpeó la puerta y dando un paso atrás ordenó a sus moradores que abrieran. Los kelpers, preocupados, lo hicieron pasar y lo condujeron hasta el teléfono a través del cual entabló contacto con el administrador para ordenarle que encendiese inmediatamente las luces del poblado. El hombre obedeció y menos de cinco minutos después puso en marcha la usina eléctrica.
González Deibe y sus hombres vieron encenderse las luces del caserío y por esa razón aceleraron al máximo el paso. Cuando estaban a menos de dos kilómetros de la primera vivienda, mientras caminaban por una huella, vieron a lo lejos las luces de un vehículo que se aproximaba hacia ellos y enseguida se dieron cuenta que se trataba de un jeep. A bordo del rodado venían Llanos y el administrador dispuestos a cargar a los hombres más fatigados y conducirlos a la localidad. Antes de partir, Llanos descendió y continuó a pie junto a sus compañeros, comentándoles las alternativas de su “expedición”.
Los kelpers de aquel lugar también resultaron gente extremadamente cordial; incluso organizaron una recepción, que si bien pudo estar movida por la intención de ser condescendientes con los argentinos en tanto durase la ocupación, fue bien recibida por aquellos.
Lo primero que hicieron fue alojar a los comandos en sus casas, les permitieron asearse, les dieron alimentos calientes y les ofrecieron el calor de sus hogares.
La casa del administrador resultó ser la más confortable, totalmente alfombrada y muy bien decorada, destacando especialmente los cuadros de la reina y el casamiento de los príncipes de Gales. Sus bodegas repletas de alimentos, bebidas, medicamentos y todo tipo de vituallas parecieron a los recién llegados la cueva de un tesoro y su salón principal, un hotel de lujo.
Después de cenar, los soldados se encaminaron al edificio de la escuela y allí se dispusieron a pernoctar, organizando turnos de una hora de vigilancia.
Habían pasado varias horas cuando el centinela que hacía guardia anunció que venía gente por el camino principal. Los efectivos prácticamente saltaron de sus bolsas de dormir y después de tomar sus armas, se ubicaron en diferentes puntos, observando atentamente a través de las ventanas para abrir fuego.
Al cabo de un momento, comprobaron que se trataba del hijo del administrador y un grupo de amigos que, completamente borrachos (única diversión para un adolescente kelper en esos parajes), se dirigían resueltos hacia donde se encontraban los argentinos.
Llegaron y saludaron ofreciendo cerveza y a continuación, entraron en la escuela para observar el equipo y las armas. La cosa no agradó a los hombres de la Compañía quienes, en tono de pocos amigos, los invitaron a retirasen. Encabezados por el hijo del administrador, que en un momento pareció envalentonarse, los jóvenes desoyeron la solicitud y siguieron en la suya, adoptando incluso actitud desafiante. Entonces los soldados los tomaron del brazo y los arrojaron fuera a empujones. Llanos, harto de la postura estúpida del hijo del administrador, lo agarró violentamente del cuello y sujetando en su otra mano una granada, le gritó:

-¡Te la voy a meter en la boca, pedazo de hijo de puta!

Fue el mejor de los remedios. El cabecilla cambió su rostro de suficiente por una expresión sombría y se marchó junto a sus amigos sin decir más.
Por la mañana, los efectivos hablaron con el administrador, le narraron lo sucedido y le dijeron que la próxima vez abrirían fuego contra quien fuera. De más está decir que mientras duró la presencia argentina en la zona, ningún otro malvinense volvió a circular de noche.
En la mañana del 15 de mayo (10.10 horas) aterrizaron en Puerto San Carlos un Sea King y un Chinook del Ejército, transportando al Equipo de Combate “Güemes” al mando del teniente primero Carlos Daniel Esteban, relevo de la Compañía de Comandos.
Tras el correspondiente intercambio de saludos, los recién llegados los pusieron al tanto de la incursión de tropas del SAS sobre la Estación Aeronaval “Calderón”, noticia que dejó a los comandos profundamente conmocionados.
En Establecimiento San Carlos aprovecharon para descansar y racionar en caliente y a las 10.30 subieron a los helicópteros para volar a la Isla Borbón, donde aterrizaron veinte minutos después, a un kilómetro del caserío Peeble y la pista de aterrizaje.
Al abrir las compuertas, mientras los comandos saltaban a tierra, un grupo de hombres pertenecientes a la FAA corrió hacia los aparatos para arrojar sus pertenencias en el interior y abordarlos presurosamente; inmediatamente después levantaron vuelo y se alejaron, dejando una vez más a la Compañía librada a su suerte.
Castagneto pudo hablar con el comandante de la base quien le brindó detalles del ataque, acaecido el día anterior. Una recorrida posterior le permitió verificar el grado de destrucción de los once aviones allí desplegados, siendo el Skyvan de la PNA el que más impresión les causó. Acto seguido, el jefe de los comandos procedió a distribuir a los cuadros ordenándole a la abnegada sección del teniente primero Duarte efectuar exploración y patrullaje en el caserío y sus alrededores.
Llamó la atención de los recién llegados la negligencia y el abandono en el que se encontraba la base. Las trincheras y los pozos de zorro se hallaban completamente inundados, todo estaba tirado en el más completo desorden, los cañones de 75 mm sin retroceso totalmente herrumbrados, cajas y tambores de combustible esparcidos sin orden, lo que sumado al calamitoso estado de los aparatos en la pista daba una sensación agobiante de caos y dejadez.
En las primeras horas de la tarde, aparecieron dos Sea Harrier por el este para arrojar bombas a baja altura. Al verlos venir, el cabo primero Jorge Eduardo Martínez apuntó con su Blow Pipe y disparó errando por muy poco a un tercer avión que avanzaba detrás. Las aeronaves se alejaron y la calma volvió a renacer.
Los hombres de Castagneto, ocuparon las instalaciones de la base y algunas de las viviendas deshabitadas del diminuto pueblito isleño, no sin antes apostar una guardia con relevos de media hora en ambos sectores. Fue asombrosa la cantidad de revistas pornográficas halladas en el lugar, una manera kelper de matar la soledad.
Salvo un falso alerta, motivado por movimientos extraños en la obscuridad, la noche transcurrió tranquila e incluso agradable.
El 16 de mayo amaneció primaveral, con el cielo despejado y un clima temblado. Hacia el mediodía llegó al lugar un Bell del Ejército piloteado por el teniente Guillermo Anaya11. Traía como pasajero a un alto oficial de la Armada cuya tarea era inspeccionar el lugar y elevar un informe de lo ocurrido durante la incursión enemiga. A las 12.00 horas hizo lo propio un segundo Chinook, esta vez de la Fuerza Aérea, al que los comandos abordaron para sobrevolar e inspeccionar una vez más la zona de Bahía Ajax. Concluida la misión, regresaron a Puerto Argentino (14.30 horas), después de una patrulla de once días que les permitió efectuar importantes relevamientos en diferentes sectores de la isla Soledad.
De regreso en sus improvisados cuarteles del gimnasio y el Centro Cívico, Castagneto procedió a redactar el informe para sus superiores, detallando lo actuado por los efectivos a su mando.



Notas
1 Revista Cruzada Nº 20 “San Expedito, guerrero del César y soldado de Cristo” (Alberto N. Manfredi h).
2 Isidoro Ruiz Moreno, Los Comandos en Acción. El ejército en Malvinas, p. 77 y ss. La mayor parte de los datos referentes a los comandos han sido extraídos del mencionado trabajo así como de Peter Way (compilador), The Falklands War: A Day-by-day Account from Invasion to Victory, Marshall Cavendish, Londres, 1983, La Guerra de las Malvinas, Ediciones Fernández Reguera, Buenos Aires, 1984-1987, fascículos coleccionables, así como su versión argentina.
3 Ídem.
4 Ídem.
5 Probablemente la patrullera “Islas Malvinas”.
6 Vale recordar que tras la captura de los archipiélagos, los Buzos Tácticos regresaron al continente.
7 Apreciaciones hechas después de la guerra en la Argentina, dan cuenta que los habitantes de los islotes eran diferentes al resto de los malvinenses debido a cierto olvido y desamparo por parte de Londres e incluso, de las mismas autoridades locales. Pero esas afirmaciones no parecen ajustarse a la realidad.
8 Puerto San Carlos se halla recostado sobre la costa norte del río del mismo nombre.
9 Jefe de la Compañía de Helicópteros de la Aviación de Ejército
10  Isidoro Ruiz Moreno, op. cit.
11 De heroica actuación durante la guerra, era hijo del almirante Jorge Isaac Anaya, integrante de la Junta Militar que en esos momentos gobernaba la Argentina.

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