Partitocracia. Por Juan Manuel de Prada
Las resacas electorales siempre nos
traen, como una marea de detritos, los ‘pactos’ y ‘alianzas’ de los
partidos para formar gobiernos ‘estables’ (o sea, gobiernos que
garanticen la estabilidad a quienes pactan). Y, con la atomización del
mapa político, estos ‘pactos’ y ‘alianzas’ post-electorales alcanzan
cotas de chalaneo difícilmente superables, tan descaradas y sórdidas que
hasta la gente con más tragaderas siente que su idolatría
partitocrática se tambalea. «¡Yo no voté a Fulanito para que ahora forme
gobierno con Menganito!», se quejan amargamente algunos. ¡Qué
espectáculo de conmovedora ingenuidad!
En sus Notas para la supresión de los partidos políticos,
la filósofa francesa Simone Weil nos enseña que «nunca hemos conocido
nada que se asemeje, ni de lejos, a una democracia. En lo que nombramos
con ese nombre, el pueblo no ha tenido nunca la ocasión ni los medios de
expresar un parecer sobre un problema cualquiera de la vida pública; y
todo lo que escapa a los intereses particulares se deja para las
pasiones colectivas, a las que se alimenta sistemática y oficialmente».
De hecho, ¿qué son los partidos políticos, sino máquinas confeccionadas
para atender intereses particulares (los de quienes los integran y los
de sus patrocinadores), a la vez que exaltan pasiones sectarias y
divergentes entre sus adeptos? Estas pasiones divergentes no se
neutralizan entre sí –prosigue Simone Weil—, sino que «chocan entre sí
con un ruido verdaderamente infernal que hace imposible que se oiga, ni
por un segundo, la voz de la justicia y de la verdad».
Los partidos políticos no tienen otro
fin sino su propio crecimiento; y, para lograrlo, fanatizan a sus
adeptos, haciéndoles creer cínicamente que dan voz a sus quejas y
anhelos, enarbolando causas de apariencia noble. Todo ello con el
objetivo de «matar en las almas el sentido de la verdad y la justicia».
Para
lograr este fin, los partidos dejan huérfana de representación política
a la sociedad, prohibiendo el mandato imperativo de los electores; y, a
cambio, consagran una parodia de representación fundada en el mandato
imperativo de los líderes de cada partido, que hacen con los votos de
sus adeptos lo que se les antoja. Se afirma grotescamente que la
soberanía «reside en el pueblo»; pero luego resulta que ese presunto
soberano… ¡tiene prohibido dar instrucciones a sus representantes, tiene
prohibido exigir el cumplimiento de sus promesas electorales, tienen
prohibido revocar el poder que les otorgaron! ¿Qué mierda de ‘soberanía’
es esa? La dura realidad es que los partidos políticos disponen de sus
votantes como si fueran siervos, mientras la sociedad política es
suplantada por una ‘opinión pública’ artificiosamente creada por los
medios de comunicación (con sus hijas tontas, las encuestas
demoscópicas), que moldean a su antojo la agenda política, siempre según
el dictado plutocrático. Se trata de la más monstruosa usurpación de
poderes que uno imaginarse pueda: nuestros diputados pueden pavonearse
de que no son mandatarios ni delegados; pueden presumir de no recibir
instrucciones de sus votantes; pueden pasarse las promesas electorales
por salva sea la parte; pueden utilizar el poder que les otorgaron sus
votantes para hacer exactamente lo contrario de lo que sus votantes les
demandaban o exigían. ¡Y a este contubernio los ilusos lo llaman
democracia!
La representación política, en los
regímenes partitocráticos, ha dejado de fundarse en un mandato para
convertirse, simple y llanamente, en una usurpación. Y toda posibilidad
de influencia sobre el gobierno se reduce a una elección periódica,
atendiendo a un programa que los candidatos no tienen obligación alguna
de cumplir. Los partidos políticos que mediatizan la representación del
pueblo lo hacen como el tutor de un niño o de un disminuido mental al
que no tiene sentido alguno consultar. En las elecciones nos ofrecen
listas cerradas que no cabe alterar; y la victoria les otorga libertad
absoluta para dirigir nuestras vidas en la dirección que les pete, sin
más límite que el que ellos mismos, magnánimamente, quieran imponerse.
No habrá democracia mientras no se recupere la representación como
mandato; es decir, mientras el candidato elegido no tenga que responder
ante los votantes de su circunscripción, sin disciplina partidaria.
Hasta entonces seguiremos disfrutando de los primores de la
partitocracia, un régimen de alternancia de oligarquías que –como no
podía ser de otra manera– pactan entre sí lo que les conviene, seguras
de que sus adeptos terminarán aceptándolo, pues para entonces ya han
matado en sus almas el sentido de la verdad y la justicia.
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