UN ABOLENGO ILUSTRE
A
mediados de junio de 1928, un vapor de la línea fluvial del río Paraná
procedente de Asunción, atracó lentamente en el puerto de Rosario.
Entre
los pasajeros que descendían por la pasarela destacaba un joven
matrimonio que se desplazaba con cierta lentitud por el avanzado estado
de gravidez de la mujer. El marido la sujetaba del brazo y en la otra
mano cargaba el equipaje.
Una
vez fuera de la estación fluvial, la pareja se acercó a un taxi
estacionado cerca de la dársena y le preguntó al conductor si los podía
ayudar. El chofer, un brasilero llamado José Beltrán, abrió la puerta
trasera del vehículo para que la muchacha se sentase e inmediatamente
después acomodó los bultos en el baúl. Terminada la faena se ubicó en su
asiento y preguntó a donde se dirigían.
El
joven marido le pidió que los llevase hasta el hospital más cercano
porque su mujer estaba a punto de dar a luz y así partieron en dirección
al Hospital Provincial del Centenario.
Cuando
Beltrán echó a andar, ignoraba que aquella joven de buen aspecto y
rasgos delicados llevaba en su vientre a uno de los personajes de mayor
trascendencia en la historia del siglo XX, un dirigente revolucionario
temido y admirado, que proyectaría su imagen en el espacio y el tiempo
como pocos personajes de la historia moderna; un hombre implacable y
decidido, que no mediría las consecuencias a la hora de llevar a cabo
sus propósitos y que menos de cuatro décadas después pondría al mundo al
borde del Apocalipsis esparciendo el germen de la guerra y la violencia
por todo el continente.
Había
pasado el mediodía cuando el taxi dejó el sector portuario y se lanzó
por las calles, esquivando automóviles, camiones, tranvías y colectivos.
Rosario es la tercera ciudad de la Argentina y el puerto cerealero más grande del mundo, por lo que la actividad, a esa hora era ajetreada.
Beltrán
conducía rápido aunque prudentemente y así llegó a las puertas del
imponente nosocomio, sobre la calle Urquiza, atestado como siempre de
gente de todos los estratos y procedencias, casi todos pacientes,
acompañantes, médicos y enfermeros, que iban y venían como hormigas por
su nido.
Una
vez allí, el conductor ayudó al joven marido a bajar a su esposa y
juntos cubrieron la distancia que los separaba del gran edificio de
estilo clásico, obra de los regímenes conservadores, hasta llegar a los
escalones de mármol de sus accesos. Una vez en el hall central, el
esposo cargando prácticamente a su mujer preguntó donde quedaba la
maternidad y cuando se lo indicaron, se largó a caminar por un largo
pasillo, con el taxista detrás, cargando el equipaje. Y allí quedó
internada la inminente madre mientras sus contracciones aumentaban a
ritmo constante.
¿Pero quienes eran ese hombre y esa mujer que parecían estar solos en la gran ciudad?
Ambos
eran porteños, de la más rancia aristocracia nacional. Él, Ernesto
Guevara Lynch, era hijo de don Roberto Guevara Castro, respetable
ingeniero y geólogo y de doña Ana Lynch Ortiz, dos representantes de la
mejor sociedad. La muchacha, Celia de la Serna, era hija del Dr. Juan Martín de la Serna, prestigioso abogado y catedrático y Edelmira de la Llosa Lacroze, dama distinguida y orgullosa, perteneciente a una de los hogares más acaudalados de la Capital Federal.
Que
se trataba de dos exponentes de la clase patricia lo prueban las diez
generaciones de criollos de las que podía ufanarse Ernesto y las siete
con las que contaba Celia.
Por
su línea paterna, Guevara remontaba su linaje a los tiempos de la
conquista, cuando en 1561 sus antepasados directos, los Ladrón de
Guevara, llegaron a Cuyo acompañando al conquistador Pedro del Castillo,
para fundar la ciudad de Mendoza, el 22 de febrero de ese mismo año. Y
allí se establecieron como propietarios después de recibir tierras
durante el reparto de las primeras suertes1.
Dos descendientes de aquellos pioneros, los hermanos Juan Antonio y Gorgonio Guevara Calderón de la Barca,
emigraron a California, atraídos por el descubrimiento de oro que tuvo
lugar a poco de la anexión de ese territorio por los Estados Unidos.
Forzados a abandonar el país por su militancia unitaria, pasaron ambos a
Chile y desde allí a California, para asentarse en San Francisco, donde
desempeñaron una productiva actividad mercantil que les permitió forjar
una posición más que respetable.
Vista aérea de Rosario. La ciudad ofrecía este panorama cuando nació el Che (Colección Joaquín Chiavazza - Museo de la Ciudad) |
Algunos
historiadores han pretendido hallar las raíces revolucionarias del
futuro líder, fabulando con supuestas intervenciones de aquellos dos
pioneros en favor de los residentes mexicanos, despojados de sus
dominios por la ley de los Squatters según la cual, el gobierno
norteamericano autorizaba a los ciudadanos de su país a avanzar sobre
aquellas tierras. No existe al respecto ninguna prueba que confirme esa
versión pero se sabe que los hermanos se arraigaron en aquel nuevo
destino y que contrajeron matrimonio con mujeres del lugar.
Juan
Antonio se casó en 1854 con doña María Concepción Castro Peralta, a
quien los genealogistas entroncan, sin demasiado rigor científico, con
el Duque de la Conquista, don Pedro de Castro Figueroa y Salazar2,
Virrey de Nueva España entre 1740 y 1741. Con ella tuvo tres hijos, uno
de los cuales, Roberto Guevara Castro, fue padre del Ernesto con el que
comenzamos nuestra historia.
Roberto
se casó con Ana Lynch Ortiz, una muchacha californiana que también
descendía de un linaje patricio argentino (aunque no tan remoto como el
de su marido) y de esa unión nacería una numerosa progenie.
Hay
quienes remontan los ascendientes e la joven Ana hasta Hugo Lynch,
señor de Normandía, que comandó la caballería de Guillermo el
Conquistador en la batalla de Hastings (octubre de 1066). Según esos
estudiosos, la descendencia de aquel guerrero pasó a Irlanda, donde se
apoderó de numerosos territorios y un portador de ese apellido acompañó a
Ricardo Corazón de León a las cruzadas para combatir contra Saladino en
Tierra Santa. También se los sitúa en las guerras de religión que
tuvieron lugar en Inglaterra en el siglo XVI y que al ser derrotado el
partido católico, regresaron a Normandía para pasar a España, de donde
una tercera rama emigró a América del Norte. También se ha dicho que
Charles Lynch, el poderoso terrateniente y plantador de Virginia que
hizo popular el término “linchamiento”, pertenecía a aquel linaje, pero
nada de eso se puede probar. Todos sabemos con cuanta ligereza los
genealogistas de todo el mundo y en especial los argentinos, manipulan
los datos y las homonimias para colgarse de las ramas colaterales de
alguna gran prosapia (y colgar a sus allegados) y así pasar el resto de
su existencia regodeándose con sus supuestas ascendencias.
Entrada del apartamento de la calle Entre Ríos 480. Allí el Che Guevara vivió sus primeros días |
A
decir verdad, los Lynch rioplatenses, que son los mismos que dieron
origen a los de Chile, no necesitan de fábulas ni leyendas para
demostrar que son una importante casta criolla.
El
primero en llegar a estas tierras fue Patrick Lynch, nacido en Galway,
Irlanda, en 1715, hijo del capitán del mismo nombre y de Agnes Blake. Su
arribo se produjo en 1749 desde Bilbao y a poco de establecerse en
Buenos Aires, contrajo matrimonio con Rosa Galayn y de la Cámara, con la que tuvo nueve hijos.
Este ancestro directo del vástago que estaba a punto de nacer en Rosario, ocupó cargos de importancia en la Buenos Aires hispana,
uno de ellos el de regidor y otro el de capitán de milicias. Su hijo
Justo Pastor Lynch fue un hombre en extremo destacado ya que, entre los
cargos que desempeñó sobresale el de administrador de la Aduana Real,
con el que alcanzó gran prestigio y poder. De su matrimonio con Ana
María Bernarda Roo y Cabezas nació Patricio Lynch Roo, rico hacendado
porteño, propietario de vastas extensiones de tierra a las que algunas
fuentes señalan expropiadas por Rosas (al menos buena parte de ellas).
Su hermano, Estanislao Lynch Roo, oficial del Ejército Argentino, es el
que dio origen a la rama chilena, cuyo representante más ilustre fue su
hijo, el marino Patricio Lynch Soto Zaldivar, vicealmirante de la armada
de aquel país y héroe de la guerra del salitre.
Patricio
Lynch Roo se casó con María Isabel Zavaleta Riglos y tuvo trece hijos,
uno de los cuales, Francisco de Paula Eustaquio, emigró también a
California, atraído por la fiebre del oro. Sería el abuelo materno del
angustiado marido que llegó al Hospital Centenario de Rosario cargando a
su mujer en cinta, terrateniente, hacendado, guerrero de la Independencia y nuestras contiendas civiles.
Doña
Ana conoció a Roberto Guevara Castro en la lejana California y se casó
con él en San Francisco, el 1 de agosto de 1854. Su hermana Eloisa haría
lo propio con Guillermo Belidoro, hermano de Roberto, entroncando dos
veces a ambas familias.
Pero
las raíces de aquellos pioneros no estaban arraigadas con demasiada
fuerza en aquel suelo y por esa razón, al cabo de unos años, regresaron
a la Argentina,
para radicarse nuevamente en Mendoza, siendo ellos quienes introdujeron
la primera trilladora de trigo y la primera vaca lechera Holando en la
región de Cuyo.
Don Patricio Lynch y Roo bisabuelo del Che por línea paterna |
Roberto Guevara Castro, adquirió una considerable extensión de tierra que con el correr de los años se convirtió en el distrito La Guevarina,
en el partido de General Alvear. Allí vivió varios años explotando sus
viñedos hasta que decidió establecerse en Buenos Aires, atraído por
mejores perspectivas. Su hermano Juan Antonio, poderoso estanciero y
militante del Partido Liberal, fue subdelegado de gobierno del
departamento mendocino de Junín y eso lo convirtió en la máxima
autoridad de la zona.
Con
el correr de los años, la familia se fue entroncando con otros hogares
de abolengo, siendo algunos de ellos, los Sáenz Valiente Pueyrredón, los
Tellechea y los Gainza, con quienes reforzarían sus vínculos con la
alta aristocracia nacional4.
A los De la Serna,
la familia de Celia, los “estudiosos” y “genealogistas” también le
fabricaron una ascendencia ilustre, entroncándolos con el virrey del
Perú, José de la Serna e
Hinojosa, aquel que gobernó los dominios hispanos entre 1821 y 1824 y
se enfrentó a los ejércitos del general San Martín, pero todo indica que
no solo no son parientes directos sino que ni siquiera poseen un lejano
vínculo de sangre porque, al parecer, se trata de linajes distintos.
Pero
tal como sucede con los Guevara y los Lynch, tampoco ellos necesitaban
de quimeras para probar que forman parte del patriciado rioplatense.
Juan Martín, el padre de la inminente madre fue, como se ha dicho, catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, diputado nacional por la Unión Cívica Radical y embajador en Alemania en tanto su abuelo, Martín José de la Serna,
además de haber tomado parte en la conquista del desierto y poseer
importantes extensiones de tierras, fue juez de paz de Quilmes, fundador
de la ciudad de Avellaneda y su primer presidente municipal entre 1852 y
1853, funciones que volvió a desempeñar en el período 1856 -1857. Esta
familia y la del coronel Ezequiel de la Serna, vecino de Lomas de Zamora que sucedió al general José Inocencio Arias como gobernador de la provincia de Buenos Aires5, comparten un mismo origen cantábrico ya que las dos provienen de Ontón, localidad del municipio de Castro Urdiales, a 65 kilómetros de Santander, Castilla la Vieja. Pero salvo ese detalle no se trataron por no considerarse parientes ni tener relaciones en común.
Pero
volviendo a Rosario y a 1928, ¿que hacía aquel matrimonio solo en una
ciudad que no era la suya? La idea era llegar a Buenos Aires para que la
muchacha diese a luz allí, cerca de los suyos, recibiendo el cuidado y
tratamiento acorde a su posición social, pero el parto se adelantó y por
esa razón, necesitaron hacer esa escala.
En aquellos días la Argentina era
uno de los países más ricos del mundo, con una economía sólida y una
moneda estable. Rosario era un importante puerto y centro comercial, con
una actividad mercantil ajetreada y un movimiento que para la época
podía considerarse vertiginoso.
La
ciudad comenzó a surgir en una fecha incierta, como un simple villorrio
en el camino que unía a Córdoba, el centro urbano más importante del
interior, con Buenos Aires, que a partir de 1776 pasó a ser la capital
del Virreinato del Río de la Plata. Había padecido
las consecuencias de las guerras civiles, entre ellas el incendio por
parte de las tropas porteñas del general Balcarce y dos bombardeos
navales de la escuadra de aquella ciudad.
Su
progreso y crecimiento comenzó entre 1860 y 1870, cuando se empezaron a
empedrar sus calles, a extender las vías férreas que la conectaban con
las principales poblaciones del país y a recibir la corriente
inmigratoria europea, con la que cobró gran impulso el comercio, la
industria y por sobre todo, la actividad agrícola.
En
1867 la ciudad-puerto estuvo a punto de convertirse en capital de la
nación pero ni Mitre ni Sarmiento lo permitieron, pese a que el Congreso
había aprobado las leyes que lo establecían. Aún así, de simple aldea
rural, pasó a convertirse en una significativa urbe de 25.000
habitantes, que comenzó a competir con Córdoba en la supremacía del
interior.
La
llegada de la maquinaria a vapor dio impulso a la fuerza motriz y eso
posibilitó la radicación de importantes industrias, destacando
principalmente la metalúrgica. A fines de siglo XIX existían 160
fábricas y talleres, en los que se producían motores a vapor, caños de
plomo para gas y agua corriente, cocinas económicas, máquinas de coser,
lámparas eléctricas y municiones. Por entonces, la ciudad contaba con
110.000 habitantes y editaba el periódico más antiguo del país de lo que
aún subsisten, “La Capital”,
fundado por el periodista porteño Ovidio Lagos. Importantes casas
bancarias abrían sus puertas a diario, lo mismo compañías aseguradoras,
sociedades comerciales, establecimientos de enseñanza, bibliotecas y
universidades, al tiempo que su clase pudiente comenzaba a levantar
lujosos palacios y magníficos edificios que nada tenían que envidiar a
los de la Capital Federal.
En 1884 un grupo de inversores fundó la Bolsa de
Comercio local, por entonces denominada Centro Comercial; en 1890 se
inauguró el servicio de luz eléctrica y doce años después el intendente
municipal Luis Lamas abrió el Parque Independencia, su principal paseo,
colocando también la piedra fundamental del nuevo puerto, factor
principal de crecimiento y desarrollo de la ciudad, por el que saldrían a
diario toneladas de cereales, carne y todo tipo de productos
proveniente del agro.
Buques
con banderas de todos los países del mundo lanzarían amarras en sus
radas y otros habrían de aguardar aguas afuera, esperando ingresar para
cargar sus bodegas.
Tal
fue la importancia de Rosario en esos días, que el gobierno decidió
tender una línea ferroviaria de carga entre su puerto y el de Bahía
Blanca, una de las pocas que hacía su recorrido sin pasar por la
orgullosa y absorbente Buenos Aires.
Después
de una rápida revisión, los médicos decidieron llevar a Celia a la sala
de partos. Ernesto se quedó fuera con Beltrán y mientras se llevaban a
su esposa en camilla le preguntó si podía esperar, en previsión de
alguna contingencia. El brasilero respondió afirmativamente y poco
después, a las 15.05, supieron por boca de una enfermera que acababa de
nacer un varón.
El
taximetrero fue el primero en saludar al flamante padre y poco después
llevó a Ernesto hasta una inmobiliaria para que pudiese alquilar un
departamento.
De
esa manera, el joven porteño pudo cerrar la operación y tener listo un
lugar adecuado donde llevar a su esposa y su hijo recién nacido cuando
los médicos les dieran el alta.
Se
trataba de un elegante apartamento de tres dormitorios con dependencia
de servicio, living, comedor, cocina y dos baños, ubicado en el edificio
situado en la calle Entre Ríos 480, casi esquina Gral. Urquiza, la
misma arteria que pasaba frente al Hospital Centenario, unas diecisiete
cuadras en dirección oeste.
Tras
la firma del boleto, Ernesto llamó a Buenos Aires y comunicó la novedad
a su familia. Esa misma noche, su madre, doña Ana y sus hermanas
solteras Beatriz y Ercilia, abordaron el tren a Rosario ansiosas por
conocer al retoño y prestar asistencia a Celia.
El
recién nacido, un chiquillo sietemesino débil y delgado, fue inscripto
al día siguiente, en el Registro Civil de la ciudad, por su titular, el
Sr. Ernesto G. Jimeno, quien apuntó de puño y letra que se trataba de un
niño blanco, de nombre Ernesto, hijo legítimo del matrimonio formado
por Ernesto Guevara Lynch y Celia de la Serna,
que había nacido en su domicilio particular de la calle Entre Ríos y no
en el mencionado nosocomio. Uno de los tantos errores que suelen
contener los documentos consultados y que después generan tanta
confusión.
Actuaron
como testigos el abnegado José Beltrán y quien parece ser un familiar
del padre, Raúl Lynch, marino soltero, de veintidós años, que
seguramente, por su profesión, estaba de paso en la ciudad.
El pequeño Ernestito en brazos de su madre |
Muchos años después de aquellos hechos, una autocalificada amiga de Celia de la Serna,
la escritora tucumana Julia Constenla de Giussani, se descolgó con el
infaltable “dato novedoso”, siempre presente en toda biografía de
envergadura, deseosa, sin duda, de pasar a la posteridad. Y así como de
un día para otro San Martín es hijo adulterino de Carlos María de Alvear
y una ignota india correntina y que Nerón no incendió Roma sino que
incluso, hasta la quiso apagar; del mismo modo que Perón nació en Roque
Pérez y no en Lobos, que Evita lo hizo en Junín y no en Los Toldos y
tendría una hija adulterina, que Hitler murió en l Argentina o que
Gardel es francés (pese a que toda documentación existente prueba que
nació en Uruguay), el hijo de los Guevara Lynch no vino al mundo el 14
de junio sino un mes antes y se lo anotó en aquella fecha “para ocultar
el embarazo prematuro de Celia”.
Y
así es como, una vez más, versiones tardías, que no se pueden probar,
son tomadas como verdad absoluta, y aceptadas con asombrosa celeridad,
por el simple hecho de ser novedosas. Lo peor es que historiadores de
renombre se han apresurado a afirmar que el dato es verídico solo porque
el norteamericano Jon Lee Anderson lo transcribe en su libro, del mismo
modo que Simon Collier asegura que el zorzal criollo era de origen
galo.
Para
el común denominador de la gente, estudiosos inclusive, el hecho de que
esos autores sean extranjeros y en especial anglosajones, los hace
infalibles. Sin embargo, no debemos olvidar que Collier comete gruesos
errores en su libro y que en la primera edición de su biografía,
Anderson apunta con total ligereza, que Celia era descendiente del
virrey José de la Serna y que la independencia argentina se declaró en la ciudad de Jujuy6.
En
cuanto a que el Che Guevara nació el 14 de mayo, no existe ninguna
prueba más que la palabra de una persona que surgió de la nada para
decir que la falsificación de la partida de nacimiento del pequeño
Ernesto se debió a la necesidad de ocultar un embarazo prematuro.
Ernesto Guevara Lynch es claro en su libro Mi hijo, el Che cuando apunta que el niño fue concebido en Misiones. “Allí mi mujer, Celia de la Serna, gestó a su hijo Ernesto Guevara de la Serna”7 y nada dice en Aquí va un soldado de América,
como tampoco en ninguna de sus charlas y reportajes, algo extraño si
tomamos en cuenta el tiempo transcurrido, el hecho que el padre del
mítico guerrillero hacía años que se había separado de su primera
esposa, fallecida en 1965 y que, a esa altura de su vida, nada tenía que
ocultar, más cuando fueron gente de avanzada a la que poco y nada les
importaban las formalidades y las apariencias. No olvidemos que Celia se
atrevió a promover el feminismo y hasta cierta libertad sexual en
tiempos difíciles y que no dudó en fugarse con su novio sin el
consentimiento de sus mayores.
El
pequeño Ernesto nació el 14 de junio de 1928 y pocas horas después, su
madre recibió el alta. Su marido y el taxista la llevaron hasta el
apartamento de la calle Entre Ríos y al día siguiente, llegaron sus
familiares desde Buenos Aires, para hacerse cargo de su cuidado.
Dada su condición de sietemesino, a los quince días de su nacimiento Ernestito contrajo neumonía bronquial8 y a partir de entonces su salud se tornó en extremo delicada.
En el documental Mi hijo el Che,
don Ernesto Guevara Lynch explica que posiblemente ese haya sido el
origen del asma de su hijo y que el mismo los tuvo a maltraer en
aquellos primeros días, cuando la pareja se pasó más de una semana
mirando al bebé porque se negaba a comer y a tomar leche.
Afortunadamente, cuando temían lo peor el niño se prendió al pezón de su
madre y comenzó a lactar.
-Vieja –le dijo Ernesto a su esposa- el chico se salvó.
El
matrimonio vivió poco tiempo en Rosario ya que un mes después, embarcó
de regresó a Misiones, llevándose consigo a Carmen Arias, una niñera
gallega, de rubia cabellera y ojos claros, que había llegado al país en
1923 procedente de Sarria, su aldea natal, en la provincia de Lugo. Ahí
termina toda relación del niño con su ciudad natal y a excepción de su
simpatía por el club de fútbol Rosario Central (deporte que poco le
interesó), nada más lo vincula a ella.
El
viaje hasta la lejana provincia norteña duraba varios días y dado el
tiempo que le iba a llevar a la pareja y su retoño llegar a destino,
apòvechamos para rememorar los orígenes de aquella historia.
Guevara
Lynch conoció a Celia cuando él tenía 27 años y ella 20. Ex alumna del
aristocrático Colegio del Sagrado Corazón de Buenos Aires, la muchacha
era llamativa, vivaz y muy conocida por sus ideas de avanzada. Había
perdido a su padre a poco de nacer y a su madre cuando tenía 15 años,
por lo que al momento de cruzar su camino con el de su futuro marido,
vivía al cuidado de su hermana mayor, Carmen y una tía que le
administraban su herencia que entre otras cosas incluía “…la
propiedad de una estancia agrícola-ganadera en la provincia mediterránea
de Córdoba y algunos bonos convertibles de su cuenta en fideicomiso…”9.
Ernesto,
alto, extrovertido, simpático y apuesto, pese a las gafas con aumento
que debía usar, había invertido sus capitales en el Astillero San
Isidro, propiedad de su primo segundo Germán Frers. Se desempeñaba como
supervisor cuando coincidió en la reunión social en la que conoció a
Celia.
Impresionante vista de las cataratas del Iguazú, provincia de Misiones |
Por
aquellos días, una idea rondaba por su cabeza y era hecerse rico a
costa del “oro verde”, es decir, la producción de yerba mate en la
provincia de Misiones, que alguien le había mencionado y lo tentaba. Por
esa razón, a poco de aquel encuentro, le propuso a su flamante novia
matrimonio y cuando ella aceptó, decidió jugarse. Sin embargo, había un
impedimento: la joven era menor de edad y necesitaba el consentimiento
sus tutores por lo que, cuando la familia se la negó, se fugaron y se
refugiaron en la casa de la hermana mayor del novio, forzando a las De la Serna a dar su consentimiento a sabiendas de que no les quedaba otro camino si querían evitar el escándalo.
Se casaron el jueves 10 de noviembre de 1927 en casa de Edelmira de la Serna de Moore y al otro día partieron hacia Misiones, donde Ernesto acababa de comprar 200 hectáreas de tierra, utilizando parte de la herencia de su flamante esposa.
Al
puerto de Buenos Aires los fueron a despedir unos pocos familiares, y
plenos de entusiasmo y expectativas zarparon hacia Posadas.
No
sabemos mucho de lo que ocurrió durante el trayecto, solo que Ernesto
soñaba con un futuro promisorio, una vida a la intemperie y con
restaurar, al menos en parte, la fortuna familiar.
La
travesía llevó varios días y transcurrió sin contratiempos, con sus
escalas en San Pedro, San Nicolás de los Arroyos, Rosario, Paraná, Santa
Fe, Goya, Resistencia y Corrientes. En ese punto, los pasajeros que se
dirigían a Posadas, la capital de Misiones, debían hacer trasbordo y fue
así como los esposos dejaron el buque que los había llevado hasta allí
para seguir en el “Iberá”, “…un venerable vapor victoriano con rueda de paletas que había transportado a funcionarios coloniales británicos por el Nilo”10.
El flamante matrimonio se internó en aquel territorio agreste y selvático que la Argentina se había anexado medio siglo antes, después de la devastadora guerra de la Triple Alianza que había dejado al vecino Paraguay en ruinas11.
Mientras
la nueva embarcación se desplazaba lentamente en dirección a las
majestuosas cataratas del Iguazú, desde la cubierta se podían apreciar
la espesura y la tierra roja desplazándose despaciosamente a ambos
lados. Era la tierra del jaguar y la anaconda, del águila y el papagayo,
del ocelote y el yacaré, donde pululaban monos de diversas especies,
carpinchos y coatíes y donde las plantas carnívoras y venenosas, eran
una realidad.
A
ese ritmo sereno y silencioso, fueron quedando atrás las incipientes
poblaciones blancas y los vestigios de lo que Leopoldo Lugones llamó
acertadamente el “Imperio Jesuítico”, añejas ciudades en ruinas,
erigidas entre los siglos XVI y XVII por los religiosos de la gran orden
fundada por San Ignacio de Loyola en 1539.
En
su intento por contemporizar con la ideología de su hijo, Ernesto
Guevara Lynch utiliza palabras amargas al referirse a la obra de
aquellos religiosos, afirmando sin fundamento, que la suya fue una
empresa en provecho propio, como la de cualquier colonizador, y que los
aborígenes fueron explotados y expoliados por sus supuestos bienhechores12.
Nada más lejos de la realidad. La labor de los jesuitas fue ciclópea,
sirvió para dignificar al indio, civilizándolo, educándolo y poniéndolo a
resguardo de conquistadores, terratenientes, encomenderos y cazadores
de esclavos y solo finalizó cuando el gobierno español, torpe y mediocre
por tradición, los expulsó de sus dominios.
Las imponentes ruinas de San Ignacio Miní (provincia de Misiones) |
Envueltas
por la espesura, a pocos metros de la costa, la selva cubría las ruinas
de Candelaria, Santa Ana, Loreto, San Ignacio, Corpus Christi, San
Carlos, San José, Santa María, Mártires, Apóstoles, Concepción de la Sierra y
San Javier, todas ellas en el lado argentino, así como los cimientos de
las mucho más antiguas Jesús, Trinidad, Itapuá, San Cosme, Santiago,
Santa Rosa, Santa María de Fe y San Ignacio Guazú, por el paraguayo.
También las hubo en Corrientes, destacando entre ellas Santo Tomé, la Cruz y
Yapeyú, cuna del Libertador José de San Martín y en Brasil, donde se
erigían San Borja, San Nicolás, San Luis, San Lorenzo, San Miguel, San
Juan y Santo Ángel de la Guarda, cuna de otro prócer de nuestras guerras patrias, Carlos María de Alvear, cuando todo aquello era dominio español.
A
pocos kilómetros del arroyo Tarumá se alza el pequeño caserío de
Montecarlo, conformado mayoritariamente por pobladores alemanes, único
sitio habitado en cientos de kilómetros a la redonda. Allí descendieron
Ernesto y Celia notando, para su alivio, que había un almacén, una
farmacia y un médico de origen germano que, al parecer, bebía mucho.
Los
Guevara conocieron a un inglés extremadamente simpático que se había
radicado en el lugar después de trabajar muchos años en el ferrocarril.
Se trataba de Charles Benson, individuo cordial y hospitalario que se
había construido un bungalow y vivía de la caza y la pesca. No fue
difícil trabar amistad con él y con los Kraft, inmigrantes alemanes,
propietarios de una hostería en las afueras del poblado, padres de una
niña de ocho años llamada Gertrudis, que tomó mucho cariño por los
recién llegados.
Benson
condujo al matrimonio en su carruaje hasta Puerto Caraguatay, donde
solo encontraron tierra roja, selva y un muelle de madera que se
adentraba en el río, que en ese punto alcanza un ancho de 600 metros.
Para
edificar su casa, Ernesto debió contratar unos peones y así surgió
rápidamente un esqueleto cuadrado con techo de tejas a cuatro aguas
rematado por un mirador, suerte de respiradero, con un pequeño techo
similar al anterior pero de menores proporciones. Rodeada al complejo
una galería apoyada sobre postes de madera, cuyo frente daba a la
barranca que conducía al río y permitía una buena ventilación.
Ni
bien llegaron al lugar, los Guevara Lynch comenzaron los trabajos de
desmonte, contratando para ello a un capataz paraguayo y a varios peones
de la zona, algunos criollos y unos pocos indios del vecino país.
Eran
tiempos duros, en los que partidas de mayorales y trabajadores blancos,
a sueldo de los grandes propietarios, salían a conchabar jornaleros
para trabajar en las plantaciones, utilizando métodos brutales. En los
establecimientos rurales, la violencia era cotidiana y en muchos casos
llegaba a desenlaces fatales.
Por
el contrario, Guevara Lynch demostró ser un hombre compasivo y pronto
se corrió la voz de que pagaba en efectivo, que respetaba los días de
descanso y que se preocupaba cuando alguno de sus peones caía enfermo.
La casa de los Guevara Lynch-De la Serna en Puerto Caraguatay, Misiones |
La
familia soportó con estoicismo los rigores del clima y la hostilidad
del lugar. Las nubes de insectos, en especial los mosquitos, las lluvias
torrenciales, los huracanes y las crecidas eran constantes y la amenaza
de serpientes, roedores, alimañas y fieras, un peligro latente. Por las
noches, Curtido, el capataz paraguayo, solía quitar las garrapatas de
los pies de Ernestito, utilizando para ello, una aguja caliente.
Las visitas a lo de los Kraft o a lo de Benson se hicieron frecuentes, lo mismo las cabalgatas al pueblo en pos de provisiones.
Tiempo
después Ernesto mandó traer desde su astillero una lancha de madera con
cuatro cuchetas, llamada “Kid”, con la que la familia comenzó a hacer
largos paseos por el Paraná, internándose en arroyos y riachos e
incluso, al menos en una oportunidad, aproximándose a las fabulosas
cataratas del Iguazú, cuyas brumas, según algunas versiones, se
percibían desde muy lejos.
Que la zona era un vergel lo demuestra la cantidad de individuos que atrajo a través de los años.
Hombres
de los más variados orígenes, estratos sociales y culturas, atraídos
por las facilidades que el gobierno argentino ofrecía para la
explotación forestal y la actividad agropecuaria.
Uno
de ellos, quizás el más célebre, fue Horacio Quiroga, el gran escritor
uruguayo, gran maestro del cuento corto latinoamericano13,
célebre por su narrativa de terror, aventuras y fantasía, inmersas, por
lo general, en un clima agobiante que tanto recuerda a Edgar Alan Poe, a
quien admiró e intentó emular.
Ernestito junto a Curtido el capataz paraguayo de su padre |
Nacido
en Salto, República Oriental del Uruguay, el 31 de diciembre de 1878,
era hijo de Prudencio Quiroga, vicecónsul argentino en esa ciudad y
Pastora Forteza, dama de la localidad, conocida por su temple y
decisión. Su familia paterna estaba entroncaba con la del célebre
caudillo riojano Juan Facundo Quiroga y por consiguiente, se hallaba
emparentada con Domingo Faustino Sarmiento y monseñor José Manuel
Eufrasio de Quiroga Sarmiento, primer obispo de Cuyo. Y al igual que los
Guevara Calderón, entre sus ancestros también había conquistadores y
fundadores de la ciudad de Mendoza.
Quiroga
llegó a Misiones como fotógrafo de la expedición de Leopoldo Lugones a
las ruinas jesuíticas, financiada por el Ministerio de Educación de la Nación. La exhuberancia
y belleza de la región lo cautivaron de entrada y por esa razón decidió
establecerse allí, decidido a pasar el resto de su vida en contacto con
la naturaleza.
Tras
un paso fugaz por Chaco, Quiroga egresó a Buenos Aires y después de
contraer matrimonio con una joven alumna (era profesor de Literatura),
regresó a la selva para levantar un bungalow a escasos metros de las
imponentes ruinas de San Ignacio Miní, construcción que como la de la
familia Guevara Lynch, se hallaba sobre las barrancas, a metros del río,
aunque con su entrada principal orientada hacia las sierras. Poco
tiempo después comenzó a cultivar y fue designado juez de paz a cargo
del Registro Civil de la localidad, actividades todas ellas que no le
impidieron efectuar largas recorridas y marchas por la selva que
inspirarían buena parte de su obra, convirtiéndose, de paso, en un sagaz
observador. El germen de sus Cuentos de la Selva y Cuentos de Amor, de Locura y de Muerte brotó allí, lo mismo los de Anaconda, El Desierto, Los Desterrados y El Salvaje.
Allí
en Misiones nacieron sus dos hijos, Eglé y Darío, a quienes intentó
asimilar lo más posible al medio ambiente e inculcarles el amor por el
lugar.
El suicidio de su esposa descalabró aquel proyecto de vida14 y
por esa razón, en 1917 emprendió el regreso a Buenos Aires, decidido a
darles a sus vástagos una educación adecuada. Las instalaciones de su
pequeño ingenio cayeron en el abandono y según algunas fuentes, su casa
fue destruida por los aborígenes aunque, según otras, por un incendio
accidental que la dejó en la más completa ruina hasta que varias décadas
después el gobierno provincial la reconstruyó para montar en ella un
museo y posibilitar el rodaje de una película sobre su vida15.
Ignoramos
si los Guevara supieron que el gran escritor uruguayo había vivido
cerca de su morada y si visitaron algunas de las ruinas jesuíticas, pero
ellos también hicieron lo imposible por integrarse al medio. Sin
embargo, el idilio con aquella tierra inhóspita y cautivante duró poco
ya que en 1929 Celia volvió a quedar embarazada y ocho meses después la
familia decidió regresar a Buenos Aires, por el mismo motivo que en 1928
lo habían hecho con su hijo mayo, es decir, recibir una atención
adecuada. Dejaron a Curtido a cargo de la plantación y un día de octubre
abordaron el vapor que debía llevarlos hasta Posadas y partieron,
ignorando que era la última vez que pisaban el lugar16.
Notas
1 La
ciudad tuvo su primer asentamiento en Guaymallén, desde donde fue
trasladada al emplazamiento actual, el 28 de marzo de 1562.
2 Ernesto Guevara Lynch hace referencia a este parentesco en su libro Mi hijo el Che, pero Rina Cuellar Zazueta, en su completo trabajo, “Raíces sinaloenses y californianas del Che”, publicado en Genealogía del Che el viernes 23 de octubre de 2009, lo niega (http://genealogiadelcheguevara.blogspot.com.ar/2009 _10_01_archive.html).
3 El
artículo titulado “Ex intendente de Junín y bisabuelo del Che”, de
Javier Hernández, aparecido en el diario “Los Andes” de Mendoza, el 2 de
junio de 2010, sostiene erróneamente que Juan Antonio Guevara era
bisabuelo del Che.
4 Antonio
María Lynch Roo se casó con María Juliana Sáenz Valiente Pueyrredón y
sus hermanos Benito Antonio Miguel Estanislao y Martina Josefina con
Benita Tellechea y Pedro Pablo Bernal de Gainza, respectivamente. Marta
Lynch lo hizo con Alberto Benegas Blanco, dando origen a la conocida
rama de los Benegas Lynch.
5 Fue su vicegobernador entre 1910 y 1912.
6 La
declaración de la independencia argentina se llevó a cabo en el
Congreso de Tucumán, celebrado el 9 de julio de 1816. Las provincias de
Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes no enviaron representantes.
7 Ernesto Guevara Lynch, Mi hijo el Che, Planeta, Buenos Aires, 1989, p. 118.
8 Jon Lee Anderson, Che Guevara, una vida revolucionaria, Anagrama, Colección Compactos, Barcelona, 2010, p. 22.
9 Ídem, p. 19.
10 Ídem, p. 22.
11 Además del sector occidental de Misiones, la Argentina también se anexó Formosa.
12 Ernesto Guevara Lynch, op. Cit, p. 113, nota al pie.
13 Waldo
González López, “El salvaje Horacio Quiroga”, Somos Jóvenes Digital,
Casa Editora Abril, 2009
(http://www.somosjovenes.cu/index/semana152/quiroga.htm).
14 La
vida de Quiroga estuvo signada por la tragedia. Su padre falleció
cuando era pequeño, al disparársele accidentalmente su arma. Su esposa,
Ana María Cires se envenenó y sus dos hijos también se quitaron la vida.
Finalmente él también se suicidó, bebiendo un vaso de cianuro.
15 Horacio
Quiroga regresó a Misiones en 1932, acompañado por su segunda esposa,
María Elena Bravo y su hija María Elena, de tres años de edad. En esa
ocasión, construyó una segunda casa, a metros de donde se encontraba la
primera, utilizando piedras de la región para las paredes y chapas de
zinc para el techo.
16 Guevara Lynch contrató a un administrador que estuvo a cargo del establecimiento hasta su venta definitiva.
Publicado 31st August 2014 por Alberto N. Manfredi (h)