sábado, 29 de junio de 2019

UN ABOLENGO ILUSTRE


Hospital Provincial del Centenario en Rosario, lugar de nacimiento del Che


A mediados de junio de 1928, un vapor de la línea fluvial del río Paraná procedente de Asunción, atracó lentamente en el puerto de Rosario.
Entre los pasajeros que descendían por la pasarela destacaba un joven matrimonio que se desplazaba con cierta lentitud por el avanzado estado de gravidez de la mujer. El marido la sujetaba del brazo y en la otra mano cargaba el equipaje.
Una vez fuera de la estación fluvial, la pareja se acercó a un taxi estacionado cerca de la dársena y le preguntó al conductor si los podía ayudar. El chofer, un brasilero llamado José Beltrán, abrió la puerta trasera del vehículo para que la muchacha se sentase e inmediatamente después acomodó los bultos en el baúl. Terminada la faena se ubicó en su asiento y preguntó a donde se dirigían.
El joven marido le pidió que los llevase hasta el hospital más cercano porque su mujer estaba a punto de dar a luz y así partieron en dirección al Hospital Provincial del Centenario.
Cuando Beltrán echó a andar, ignoraba que aquella joven de buen aspecto y rasgos delicados llevaba en su vientre a uno de los personajes de mayor trascendencia en la historia del siglo XX, un dirigente revolucionario temido y admirado, que proyectaría su imagen en el espacio y el tiempo como pocos personajes de la historia moderna; un hombre implacable y decidido, que no mediría las consecuencias a la hora de llevar a cabo sus propósitos y que menos de cuatro décadas después pondría al mundo al borde del Apocalipsis esparciendo el germen de la guerra y la violencia por todo el continente.

Había pasado el mediodía cuando el taxi dejó el sector portuario y se lanzó por las calles, esquivando automóviles, camiones, tranvías y colectivos. Rosario es la tercera ciudad de la Argentina y el puerto cerealero más grande del mundo, por lo que la actividad, a esa hora era ajetreada.
Beltrán conducía rápido aunque prudentemente y así llegó a las puertas del imponente nosocomio, sobre la calle Urquiza, atestado como siempre de gente de todos los estratos y procedencias, casi todos pacientes, acompañantes, médicos y enfermeros, que iban y venían como hormigas por su nido.
Una vez allí, el conductor ayudó al joven marido a bajar a su esposa y juntos cubrieron la distancia que los separaba del gran edificio de estilo clásico, obra de los regímenes conservadores, hasta llegar a los escalones de mármol de sus accesos. Una vez en el hall central, el esposo cargando prácticamente a su mujer preguntó donde quedaba la maternidad y cuando se lo indicaron, se largó a caminar por un largo pasillo, con el taxista detrás, cargando el equipaje. Y allí quedó internada la inminente madre mientras sus contracciones aumentaban a ritmo constante.
¿Pero quienes eran ese hombre y esa mujer que parecían estar solos en la gran ciudad?
Ambos eran porteños, de la más rancia aristocracia nacional. Él, Ernesto Guevara Lynch, era hijo de don Roberto Guevara Castro, respetable ingeniero y geólogo y de doña Ana Lynch Ortiz, dos representantes de la mejor sociedad. La muchacha, Celia de la Serna, era hija del Dr. Juan Martín de la Serna, prestigioso abogado y catedrático y Edelmira de la Llosa Lacroze, dama distinguida y orgullosa, perteneciente a una de los hogares más acaudalados de la Capital Federal.
Que se trataba de dos exponentes de la clase patricia lo prueban las diez generaciones de criollos de las que podía ufanarse Ernesto y las siete con las que contaba Celia.
Por su línea paterna, Guevara remontaba su linaje a los tiempos de la conquista, cuando en 1561 sus antepasados directos, los Ladrón de Guevara, llegaron a Cuyo acompañando al conquistador Pedro del Castillo, para fundar la ciudad de Mendoza, el 22 de febrero de ese mismo año. Y allí se establecieron como propietarios después de recibir tierras durante el reparto de las primeras suertes1.
Dos descendientes de aquellos pioneros, los hermanos Juan Antonio y Gorgonio Guevara Calderón de la Barca, emigraron a California, atraídos por el descubrimiento de oro que tuvo lugar a poco de la anexión de ese territorio por los Estados Unidos. Forzados a abandonar el país por su militancia unitaria, pasaron ambos a Chile y desde allí a California, para asentarse en San Francisco, donde desempeñaron una productiva actividad mercantil que les permitió forjar una posición más que respetable.
Vista aérea de Rosario. La ciudad ofrecía este panorama cuando nació el Che
(Colección Joaquín Chiavazza - Museo de la Ciudad)

Algunos historiadores han pretendido hallar las raíces revolucionarias del futuro líder, fabulando con supuestas intervenciones de aquellos dos pioneros en favor de los residentes mexicanos, despojados de sus dominios por la ley de los Squatters según la cual, el gobierno norteamericano autorizaba a los ciudadanos de su país a avanzar sobre aquellas tierras. No existe al respecto ninguna prueba que confirme esa versión pero se sabe que los hermanos se arraigaron en aquel nuevo destino y que contrajeron matrimonio con mujeres del lugar.
Juan Antonio se casó en 1854 con doña María Concepción Castro Peralta, a quien los genealogistas entroncan, sin demasiado rigor científico, con el Duque de la Conquista, don Pedro de Castro Figueroa y Salazar2, Virrey de Nueva España entre 1740 y 1741. Con ella tuvo tres hijos, uno de los cuales, Roberto Guevara Castro, fue padre del Ernesto con el que comenzamos nuestra historia.
Roberto se casó con Ana Lynch Ortiz, una muchacha californiana que también descendía de un linaje patricio argentino (aunque no tan remoto como el de su marido) y de esa unión nacería una numerosa progenie.
Hay quienes remontan los ascendientes e la joven Ana hasta Hugo Lynch, señor de Normandía, que comandó la caballería de Guillermo el Conquistador en la batalla de Hastings (octubre de 1066). Según esos estudiosos, la descendencia de aquel guerrero pasó a Irlanda, donde se apoderó de numerosos territorios y un portador de ese apellido acompañó a Ricardo Corazón de León a las cruzadas para combatir contra Saladino en Tierra Santa. También se los sitúa en las guerras de religión que tuvieron lugar en Inglaterra en el siglo XVI y que al ser derrotado el partido católico, regresaron a Normandía para pasar a España, de donde una tercera rama emigró a América del Norte. También se ha dicho que Charles Lynch, el poderoso terrateniente y plantador de Virginia que hizo popular el término “linchamiento”, pertenecía a aquel linaje, pero nada de eso se puede probar. Todos sabemos con cuanta ligereza los genealogistas de todo el mundo y en especial los argentinos, manipulan los datos y las homonimias para colgarse de las ramas colaterales de alguna gran prosapia (y colgar a sus allegados) y así pasar el resto de su existencia regodeándose con sus supuestas ascendencias.
Entrada del apartamento de la calle Entre Ríos 480. Allí el Che Guevara vivió sus primeros días

A decir verdad, los Lynch rioplatenses, que son los mismos que dieron origen a los de Chile, no necesitan de fábulas ni leyendas para demostrar que son una importante casta criolla.
El primero en llegar a estas tierras fue Patrick Lynch, nacido en Galway, Irlanda, en 1715, hijo del capitán del mismo nombre y de Agnes Blake. Su arribo se produjo en 1749 desde Bilbao y a poco de establecerse en Buenos Aires, contrajo matrimonio con Rosa Galayn y de la Cámara, con la que tuvo nueve hijos.
Este ancestro directo del vástago que estaba a punto de nacer en Rosario, ocupó cargos de importancia en la Buenos Aires hispana, uno de ellos el de regidor y otro el de capitán de milicias. Su hijo Justo Pastor Lynch fue un hombre en extremo destacado ya que, entre los cargos que desempeñó sobresale el de administrador de la Aduana Real, con el que alcanzó gran prestigio y poder. De su matrimonio con Ana María Bernarda Roo y Cabezas nació Patricio Lynch Roo, rico hacendado porteño, propietario de vastas extensiones de tierra a las que algunas fuentes señalan expropiadas por Rosas (al menos buena parte de ellas). Su hermano, Estanislao Lynch Roo, oficial del Ejército Argentino, es el que dio origen a la rama chilena, cuyo representante más ilustre fue su hijo, el marino Patricio Lynch Soto Zaldivar, vicealmirante de la armada de aquel país y héroe de la guerra del salitre.
Patricio Lynch Roo se casó con María Isabel Zavaleta Riglos y tuvo trece hijos, uno de los cuales, Francisco de Paula Eustaquio, emigró también a California, atraído por la fiebre del oro. Sería el abuelo materno del angustiado marido que llegó al Hospital Centenario de Rosario cargando a su mujer en cinta, terrateniente, hacendado, guerrero de la Independencia y nuestras contiendas civiles.
Doña Ana conoció a Roberto Guevara Castro en la lejana California y se casó con él en San Francisco, el 1 de agosto de 1854. Su hermana Eloisa haría lo propio con Guillermo Belidoro, hermano de Roberto, entroncando dos veces a ambas familias.
Don Patricio Lynch y Roo
bisabuelo del Che
por línea paterna


Pero las raíces de aquellos pioneros no estaban arraigadas con demasiada fuerza en aquel suelo y por esa razón, al cabo de unos años, regresaron a la Argentina, para radicarse nuevamente en Mendoza, siendo ellos quienes introdujeron la primera trilladora de trigo y la primera vaca lechera Holando en la región de Cuyo.
Roberto Guevara Castro, adquirió una considerable extensión de tierra que con el correr de los años se convirtió en el distrito La Guevarina, en el partido de General Alvear. Allí vivió varios años explotando sus viñedos hasta que decidió establecerse en Buenos Aires, atraído por mejores perspectivas. Su hermano Juan Antonio, poderoso estanciero y militante del Partido Liberal, fue subdelegado de gobierno del departamento mendocino de Junín y eso lo convirtió en la máxima autoridad de la zona.
Con el correr de los años, la familia se fue entroncando con otros hogares de abolengo, siendo algunos de ellos, los Sáenz Valiente Pueyrredón, los Tellechea y los Gainza, con quienes reforzarían sus vínculos con la alta aristocracia nacional4. A los De la Serna, la familia de Celia, los “estudiosos” y “genealogistas” también le fabricaron una ascendencia ilustre, entroncándolos con el virrey del Perú, José de la Serna e Hinojosa, aquel que gobernó los dominios hispanos entre 1821 y 1824 y se enfrentó a los ejércitos del general San Martín, pero todo indica que no solo no son parientes directos sino que ni siquiera poseen un lejano vínculo de sangre porque, al parecer, se trata de linajes distintos.
Pero tal como sucede con los Guevara y los Lynch, tampoco ellos necesitaban de quimeras para probar que forman parte del patriciado rioplatense.
Juan Martín, el padre de la inminente madre fue, como se ha dicho, catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, diputado nacional por la Unión Cívica Radical y embajador en Alemania en tanto su abuelo, Martín José de la Serna, además de haber tomado parte en la conquista del desierto y poseer importantes extensiones de tierras, fue juez de paz de Quilmes, fundador de la ciudad de Avellaneda y su primer presidente municipal entre 1852 y 1853, funciones que volvió a desempeñar en el período 1856 -1857. Esta familia y la del coronel Ezequiel de la Serna, vecino de Lomas de Zamora que sucedió al general José Inocencio Arias como gobernador de la provincia de Buenos Aires5, comparten un mismo origen cantábrico ya que las dos provienen de Ontón, localidad del municipio de Castro Urdiales, a 65 kilómetros de Santander, Castilla la Vieja. Pero salvo ese detalle no se trataron por no considerarse parientes ni tener relaciones en común.
Pero volviendo a Rosario y a 1928, ¿que hacía aquel matrimonio solo en una ciudad que no era la suya? La idea era llegar a Buenos Aires para que la muchacha diese a luz allí, cerca de los suyos, recibiendo el cuidado y tratamiento acorde a su posición social, pero el parto se adelantó y por esa razón, necesitaron hacer esa escala.
En aquellos días la Argentina era uno de los países más ricos del mundo, con una economía sólida y una moneda estable. Rosario era un importante puerto y centro comercial, con una actividad mercantil ajetreada y un movimiento que para la época podía considerarse vertiginoso.
La ciudad comenzó a surgir en una fecha incierta, como un simple villorrio en el camino que unía a Córdoba, el centro urbano más importante del interior, con Buenos Aires, que a partir de 1776 pasó a ser la capital del Virreinato del Río de la Plata. Había padecido las consecuencias de las guerras civiles, entre ellas el incendio por parte de las tropas porteñas del general Balcarce y dos bombardeos navales de la escuadra de aquella ciudad.
Su progreso y crecimiento comenzó entre 1860 y 1870, cuando se empezaron a empedrar sus calles, a extender las vías férreas que la conectaban con las principales poblaciones del país y a recibir la corriente inmigratoria europea, con la que cobró gran impulso el comercio, la industria y por sobre todo, la actividad agrícola.
En 1867 la ciudad-puerto estuvo a punto de convertirse en capital de la nación pero ni Mitre ni Sarmiento lo permitieron, pese a que el Congreso había aprobado las leyes que lo establecían. Aún así, de simple aldea rural, pasó a convertirse en una significativa urbe de 25.000 habitantes, que comenzó a competir con Córdoba en la supremacía del interior.
La llegada de la maquinaria a vapor dio impulso a la fuerza motriz y eso posibilitó la radicación de importantes industrias, destacando principalmente la metalúrgica. A fines de siglo XIX existían 160 fábricas y talleres, en los que se producían motores a vapor, caños de plomo para gas y agua corriente, cocinas económicas, máquinas de coser, lámparas eléctricas y municiones. Por entonces, la ciudad contaba con 110.000 habitantes y editaba el periódico más antiguo del país de lo que aún subsisten, “La Capital”, fundado por el periodista porteño Ovidio Lagos. Importantes casas bancarias abrían sus puertas a diario, lo mismo compañías aseguradoras, sociedades comerciales, establecimientos de enseñanza, bibliotecas y universidades, al tiempo que su clase pudiente comenzaba a levantar lujosos palacios y magníficos edificios que nada tenían que envidiar a los de la Capital Federal.
En 1884 un grupo de inversores fundó la Bolsa de Comercio local, por entonces denominada Centro Comercial; en 1890 se inauguró el servicio de luz eléctrica y doce años después el intendente municipal Luis Lamas abrió el Parque Independencia, su principal paseo, colocando también la piedra fundamental del nuevo puerto, factor principal de crecimiento y desarrollo de la ciudad, por el que saldrían a diario toneladas de cereales, carne y todo tipo de productos proveniente del agro.
Buques con banderas de todos los países del mundo lanzarían amarras en sus radas y otros habrían de aguardar aguas afuera, esperando ingresar para cargar sus bodegas.
Tal fue la importancia de Rosario en esos días, que el gobierno decidió tender una línea ferroviaria de carga entre su puerto y el de Bahía Blanca, una de las pocas que hacía su recorrido sin pasar por la orgullosa y absorbente Buenos Aires.


Después de una rápida revisión, los médicos decidieron llevar a Celia a la sala de partos. Ernesto se quedó fuera con Beltrán y mientras se llevaban a su esposa en camilla le preguntó si podía esperar, en previsión de alguna contingencia. El brasilero respondió afirmativamente y poco después, a las 15.05, supieron por boca de una enfermera que acababa de nacer un varón.
El taximetrero fue el primero en saludar al flamante padre y poco después llevó a Ernesto hasta una inmobiliaria para que pudiese alquilar un departamento.
De esa manera, el joven porteño pudo cerrar la operación y tener listo un lugar adecuado donde llevar a su esposa y su hijo recién nacido cuando los médicos les dieran el alta.
Se trataba de un elegante apartamento de tres dormitorios con dependencia de servicio, living, comedor, cocina y dos baños, ubicado en el edificio situado en la calle Entre Ríos 480, casi esquina Gral. Urquiza, la misma arteria que pasaba frente al Hospital Centenario, unas diecisiete cuadras en dirección oeste.
Tras la firma del boleto, Ernesto llamó a Buenos Aires y comunicó la novedad a su familia. Esa misma noche, su madre, doña Ana y sus hermanas solteras Beatriz y Ercilia, abordaron el tren a Rosario ansiosas por conocer al retoño y prestar asistencia a Celia.
El recién nacido, un chiquillo sietemesino débil y delgado, fue inscripto al día siguiente, en el Registro Civil de la ciudad, por su titular, el Sr. Ernesto G. Jimeno, quien apuntó de puño y letra que se trataba de un niño blanco, de nombre Ernesto, hijo legítimo del matrimonio formado por Ernesto Guevara Lynch y Celia de la Serna, que había nacido en su domicilio particular de la calle Entre Ríos y no en el mencionado nosocomio. Uno de los tantos errores que suelen contener los documentos consultados y que después generan tanta confusión.
Actuaron como testigos el abnegado José Beltrán y quien parece ser un familiar del padre, Raúl Lynch, marino soltero, de veintidós años, que seguramente, por su profesión, estaba de paso en la ciudad.
El pequeño Ernestito en brazos de su madre

Muchos años después de aquellos hechos, una autocalificada amiga de Celia de la Serna, la escritora tucumana Julia Constenla de Giussani, se descolgó con el infaltable “dato novedoso”, siempre presente en toda biografía de envergadura, deseosa, sin duda, de pasar a la posteridad. Y así como de un día para otro San Martín es hijo adulterino de Carlos María de Alvear y una ignota india correntina y que Nerón no incendió Roma sino que incluso, hasta la quiso apagar; del mismo modo que Perón nació en Roque Pérez y no en Lobos, que Evita lo hizo en Junín y no en Los Toldos y tendría una hija adulterina, que Hitler murió en l Argentina o que Gardel es francés (pese a que toda documentación existente prueba que nació en Uruguay), el hijo de los Guevara Lynch no vino al mundo el 14 de junio sino un mes antes y se lo anotó en aquella fecha “para ocultar el embarazo prematuro de Celia”.
Y así es como, una vez más, versiones tardías, que no se pueden probar, son tomadas como verdad absoluta, y aceptadas con asombrosa celeridad, por el simple hecho de ser novedosas. Lo peor es que historiadores de renombre se han apresurado a afirmar que el dato es verídico solo porque el norteamericano Jon Lee Anderson lo transcribe en su libro, del mismo modo que Simon Collier asegura que el zorzal criollo era de origen galo.
Para el común denominador de la gente, estudiosos inclusive, el hecho de que esos autores sean extranjeros y en especial anglosajones, los hace infalibles. Sin embargo, no debemos olvidar que Collier comete gruesos errores en su libro y que en la primera edición de su biografía, Anderson apunta con total ligereza, que Celia era descendiente del virrey José de la Serna y que la independencia argentina se declaró en la ciudad de Jujuy6.
En cuanto a que el Che Guevara nació el 14 de mayo, no existe ninguna prueba más que la palabra de una persona que surgió de la nada para decir que la falsificación de la partida de nacimiento del pequeño Ernesto se debió a la necesidad de ocultar un embarazo prematuro.
Ernesto Guevara Lynch es claro en su libro Mi hijo, el Che cuando apunta que el niño fue concebido en Misiones. “Allí mi mujer, Celia de la Serna, gestó a su hijo Ernesto Guevara de la Serna”7 y nada dice en Aquí va un soldado de América, como tampoco en ninguna de sus charlas y reportajes, algo extraño si tomamos en cuenta el tiempo transcurrido, el hecho que el padre del mítico guerrillero hacía años que se había separado de su primera esposa, fallecida en 1965 y que, a esa altura de su vida, nada tenía que ocultar, más cuando fueron gente de avanzada a la que poco y nada les importaban las formalidades y las apariencias. No olvidemos que Celia se atrevió a promover el feminismo y hasta cierta libertad sexual en tiempos difíciles y que no dudó en fugarse con su novio sin el consentimiento de sus mayores.
El pequeño Ernesto nació el 14 de junio de 1928 y pocas horas después, su madre recibió el alta. Su marido y el taxista la llevaron hasta el apartamento de la calle Entre Ríos y al día siguiente, llegaron sus familiares desde Buenos Aires, para hacerse cargo de su cuidado.
Dada su condición de sietemesino, a los quince días de su nacimiento Ernestito contrajo neumonía bronquial8 y a partir de entonces su salud se tornó en extremo delicada.
En el documental Mi hijo el Che, don Ernesto Guevara Lynch explica que posiblemente ese haya sido el origen del asma de su hijo y que el mismo los tuvo a maltraer en aquellos primeros días, cuando la pareja se pasó más de una semana mirando al bebé porque se negaba a comer y a tomar leche. Afortunadamente, cuando temían lo peor el niño se prendió al pezón de su madre y comenzó a lactar.

-Vieja –le dijo Ernesto a su esposa- el chico se salvó.

El matrimonio vivió poco tiempo en Rosario ya que un mes después, embarcó de regresó a Misiones, llevándose consigo a Carmen Arias, una niñera gallega, de rubia cabellera y ojos claros, que había llegado al país en 1923 procedente de Sarria, su aldea natal, en la provincia de Lugo. Ahí termina toda relación del niño con su ciudad natal y a excepción de su simpatía por el club de fútbol Rosario Central (deporte que poco le interesó), nada más lo vincula a ella.


El viaje hasta la lejana provincia norteña duraba varios días y dado el tiempo que le iba a llevar a la pareja y su retoño llegar a destino, apòvechamos para rememorar los orígenes de aquella historia.
Guevara Lynch conoció a Celia cuando él tenía 27 años y ella 20. Ex alumna del aristocrático Colegio del Sagrado Corazón de Buenos Aires, la muchacha era llamativa, vivaz y muy conocida por sus ideas de avanzada. Había perdido a su padre a poco de nacer y a su madre cuando tenía 15 años, por lo que al momento de cruzar su camino con el de su futuro marido, vivía al cuidado de su hermana mayor, Carmen y una tía que le administraban su herencia que entre otras cosas incluía “…la propiedad de una estancia agrícola-ganadera en la provincia mediterránea de Córdoba y algunos bonos convertibles de su cuenta en fideicomiso…”9.
Ernesto, alto, extrovertido, simpático y apuesto, pese a las gafas con aumento que debía usar, había invertido sus capitales en el Astillero San Isidro, propiedad de su primo segundo Germán Frers. Se desempeñaba como supervisor cuando coincidió en la reunión social en la que conoció a Celia.
Impresionante vista de las cataratas del Iguazú, provincia de Misiones

Por aquellos días, una idea rondaba por su cabeza y era hecerse rico a costa del “oro verde”, es decir, la producción de yerba mate en la provincia de Misiones, que alguien le había mencionado y lo tentaba. Por esa razón, a poco de aquel encuentro, le propuso a su flamante novia matrimonio y cuando ella aceptó, decidió jugarse. Sin embargo, había un impedimento: la joven era menor de edad y necesitaba el consentimiento sus tutores por lo que, cuando la familia se la negó, se fugaron y se refugiaron en la casa de la hermana mayor del novio, forzando a las De la Serna a dar su consentimiento a sabiendas de que no les quedaba otro camino si querían evitar el escándalo.
Se casaron el jueves 10 de noviembre de 1927 en casa de Edelmira de la Serna de Moore y al otro día partieron hacia Misiones, donde Ernesto acababa de comprar 200 hectáreas de tierra, utilizando parte de la herencia de su flamante esposa.
Al puerto de Buenos Aires los fueron a despedir unos pocos familiares, y plenos de entusiasmo y expectativas zarparon hacia Posadas.
No sabemos mucho de lo que ocurrió durante el trayecto, solo que Ernesto soñaba con un futuro promisorio, una vida a la intemperie y con restaurar, al menos en parte, la fortuna familiar.
La travesía llevó varios días y transcurrió sin contratiempos, con sus escalas en San Pedro, San Nicolás de los Arroyos, Rosario, Paraná, Santa Fe, Goya, Resistencia y Corrientes. En ese punto, los pasajeros que se dirigían a Posadas, la capital de Misiones, debían hacer trasbordo y fue así como los esposos dejaron el buque que los había llevado hasta allí para seguir en el “Iberá”, “…un venerable vapor victoriano con rueda de paletas que había transportado a funcionarios coloniales británicos por el Nilo”10.
El flamante matrimonio se internó en aquel territorio agreste y selvático que la Argentina se había anexado medio siglo antes, después de la devastadora guerra de la Triple Alianza que había dejado al vecino Paraguay en ruinas11.
Mientras la nueva embarcación se desplazaba lentamente en dirección a las majestuosas cataratas del Iguazú, desde la cubierta se podían apreciar la espesura y la tierra roja desplazándose despaciosamente a ambos lados. Era la tierra del jaguar y la anaconda, del águila y el papagayo, del ocelote y el yacaré, donde pululaban monos de diversas especies, carpinchos y coatíes y donde las plantas carnívoras y venenosas, eran una realidad.
A ese ritmo sereno y silencioso, fueron quedando atrás las incipientes poblaciones blancas y los vestigios de lo que Leopoldo Lugones llamó acertadamente el “Imperio Jesuítico”, añejas ciudades en ruinas, erigidas entre los siglos XVI y XVII por los religiosos de la gran orden fundada por San Ignacio de Loyola en 1539.
En su intento por contemporizar con la ideología de su hijo, Ernesto Guevara Lynch utiliza palabras amargas al referirse a la obra de aquellos religiosos, afirmando sin fundamento, que la suya fue una empresa en provecho propio, como la de cualquier colonizador, y que los aborígenes fueron explotados y expoliados por sus supuestos bienhechores12. Nada más lejos de la realidad. La labor de los jesuitas fue ciclópea, sirvió para dignificar al indio, civilizándolo, educándolo y poniéndolo a resguardo de conquistadores, terratenientes, encomenderos y cazadores de esclavos y solo finalizó cuando el gobierno español, torpe y mediocre por tradición, los expulsó de sus dominios.
Las imponentes ruinas de San Ignacio Miní (provincia de Misiones)

Envueltas por la espesura, a pocos metros de la costa, la selva cubría las ruinas de Candelaria, Santa Ana, Loreto, San Ignacio, Corpus Christi, San Carlos, San José, Santa María, Mártires, Apóstoles, Concepción de la Sierra y San Javier, todas ellas en el lado argentino, así como los cimientos de las mucho más antiguas Jesús, Trinidad, Itapuá, San Cosme, Santiago, Santa Rosa, Santa María de Fe y San Ignacio Guazú, por el paraguayo. También las hubo en Corrientes, destacando entre ellas Santo Tomé, la Cruz y Yapeyú, cuna del Libertador José de San Martín y en Brasil, donde se erigían San Borja, San Nicolás, San Luis, San Lorenzo, San Miguel, San Juan y Santo Ángel de la Guarda, cuna de otro prócer de nuestras guerras patrias, Carlos María de Alvear, cuando todo aquello era dominio español.
A pocos kilómetros del arroyo Tarumá se alza el pequeño caserío de Montecarlo, conformado mayoritariamente por pobladores alemanes, único sitio habitado en cientos de kilómetros a la redonda. Allí descendieron Ernesto y Celia notando, para su alivio, que había un almacén, una farmacia y un médico de origen germano que, al parecer, bebía mucho.
Los Guevara conocieron a un inglés extremadamente simpático que se había radicado en el lugar después de trabajar muchos años en el ferrocarril. Se trataba de Charles Benson, individuo cordial y hospitalario que se había construido un bungalow y vivía de la caza y la pesca. No fue difícil trabar amistad con él y con los Kraft, inmigrantes alemanes, propietarios de una hostería en las afueras del poblado, padres de una niña de ocho años llamada Gertrudis, que tomó mucho cariño por los recién llegados.
Benson condujo al matrimonio en su carruaje hasta Puerto Caraguatay, donde solo encontraron tierra roja, selva y un muelle de madera que se adentraba en el río, que en ese punto alcanza un ancho de 600 metros.
Para edificar su casa, Ernesto debió contratar unos peones y así surgió rápidamente un esqueleto cuadrado con techo de tejas a cuatro aguas rematado por un mirador, suerte de respiradero, con un pequeño techo similar al anterior pero de menores proporciones. Rodeada al complejo una galería apoyada sobre postes de madera, cuyo frente daba a la barranca que conducía al río y permitía una buena ventilación.
Ni bien llegaron al lugar, los Guevara Lynch comenzaron los trabajos de desmonte, contratando para ello a un capataz paraguayo y a varios peones de la zona, algunos criollos y unos pocos indios del vecino país.
Eran tiempos duros, en los que partidas de mayorales y trabajadores blancos, a sueldo de los grandes propietarios, salían a conchabar jornaleros para trabajar en las plantaciones, utilizando métodos brutales. En los establecimientos rurales, la violencia era cotidiana y en muchos casos llegaba a desenlaces fatales.
Por el contrario, Guevara Lynch demostró ser un hombre compasivo y pronto se corrió la voz de que pagaba en efectivo, que respetaba los días de descanso y que se preocupaba cuando alguno de sus peones caía enfermo.
La casa de los Guevara Lynch-De la Serna en Puerto Caraguatay, Misiones

La familia soportó con estoicismo los rigores del clima y la hostilidad del lugar. Las nubes de insectos, en especial los mosquitos, las lluvias torrenciales, los huracanes y las crecidas eran constantes y la amenaza de serpientes, roedores, alimañas y fieras, un peligro latente. Por las noches, Curtido, el capataz paraguayo, solía quitar las garrapatas de los pies de Ernestito, utilizando para ello, una aguja caliente.
Las visitas a lo de los Kraft o a lo de Benson se hicieron frecuentes, lo mismo las cabalgatas al pueblo en pos de provisiones.
Tiempo después Ernesto mandó traer desde su astillero una lancha de madera con cuatro cuchetas, llamada “Kid”, con la que la familia comenzó a hacer largos paseos por el Paraná, internándose en arroyos y riachos e incluso, al menos en una oportunidad, aproximándose a las fabulosas cataratas del Iguazú, cuyas brumas, según algunas versiones, se percibían desde muy lejos.
Que la zona era un vergel lo demuestra la cantidad de individuos que atrajo a través de los años.
Hombres de los más variados orígenes, estratos sociales y culturas, atraídos por las facilidades que el gobierno argentino ofrecía para la explotación forestal y la actividad agropecuaria.
Uno de ellos, quizás el más célebre, fue Horacio Quiroga, el gran escritor uruguayo, gran maestro del cuento corto latinoamericano13, célebre por su narrativa de terror, aventuras y fantasía, inmersas, por lo general, en un clima agobiante que tanto recuerda a Edgar Alan Poe, a quien admiró e intentó emular.
Ernestito junto a Curtido
el capataz paraguayo de su padre
La historia de Quiroga se asemeja mucho a la de los Guevara. El también pertenecía a un linaje de abolengo y como ellos, se estableció en Misiones para cultivar yerba mate.
Nacido en Salto, República Oriental del Uruguay, el 31 de diciembre de 1878, era hijo de Prudencio Quiroga, vicecónsul argentino en esa ciudad y Pastora Forteza, dama de la localidad, conocida por su temple y decisión. Su familia paterna estaba entroncaba con la del célebre caudillo riojano Juan Facundo Quiroga y por consiguiente, se hallaba emparentada con Domingo Faustino Sarmiento y monseñor José Manuel Eufrasio de Quiroga Sarmiento, primer obispo de Cuyo. Y al igual que los Guevara Calderón, entre sus ancestros también había conquistadores y fundadores de la ciudad de Mendoza.
Quiroga llegó a Misiones como fotógrafo de la expedición de Leopoldo Lugones a las ruinas jesuíticas, financiada por el Ministerio de Educación de la Nación. La exhuberancia y belleza de la región lo cautivaron de entrada y por esa razón decidió establecerse allí, decidido a pasar el resto de su vida en contacto con la naturaleza.
Tras un paso fugaz por Chaco, Quiroga egresó a Buenos Aires y después de contraer matrimonio con una joven alumna (era profesor de Literatura), regresó a la selva para levantar un bungalow a escasos metros de las imponentes ruinas de San Ignacio Miní, construcción que como la de la familia Guevara Lynch, se hallaba sobre las barrancas, a metros del río, aunque con su entrada principal orientada hacia las sierras. Poco tiempo después comenzó a cultivar y fue designado juez de paz a cargo del Registro Civil de la localidad, actividades todas ellas que no le impidieron efectuar largas recorridas y marchas por la selva que inspirarían buena parte de su obra, convirtiéndose, de paso, en un sagaz observador. El germen de sus Cuentos de la Selva y Cuentos de Amor, de Locura y de Muerte brotó allí, lo mismo los de AnacondaEl DesiertoLos Desterrados y El Salvaje.
Allí en Misiones nacieron sus dos hijos, Eglé y Darío, a quienes intentó asimilar lo más posible al medio ambiente e inculcarles el amor por el lugar.
El suicidio de su esposa descalabró aquel proyecto de vida14 y por esa razón, en 1917 emprendió el regreso a Buenos Aires, decidido a darles a sus vástagos una educación adecuada. Las instalaciones de su pequeño ingenio cayeron en el abandono y según algunas fuentes, su casa fue destruida por los aborígenes aunque, según otras, por un incendio accidental que la dejó en la más completa ruina hasta que varias décadas después el gobierno provincial la reconstruyó para montar en ella un museo y posibilitar el rodaje de una película sobre su vida15.
Ignoramos si los Guevara supieron que el gran escritor uruguayo había vivido cerca de su morada y si visitaron algunas de las ruinas jesuíticas, pero ellos también hicieron lo imposible por integrarse al medio. Sin embargo, el idilio con aquella tierra inhóspita y cautivante duró poco ya que en 1929 Celia volvió a quedar embarazada y ocho meses después la familia decidió regresar a Buenos Aires, por el mismo motivo que en 1928 lo habían hecho con su hijo mayo, es decir, recibir una atención adecuada. Dejaron a Curtido a cargo de la plantación y un día de octubre abordaron el vapor que debía llevarlos hasta Posadas y partieron, ignorando que era la última vez que pisaban el lugar16.                        
Partida de nacimiento del Che

Notas
1 La ciudad tuvo su primer asentamiento en Guaymallén, desde donde fue trasladada al emplazamiento actual, el 28 de marzo de 1562.
2 Ernesto Guevara Lynch hace referencia a este parentesco en su libro Mi hijo el Che, pero Rina Cuellar Zazueta, en su completo trabajo, “Raíces sinaloenses y californianas del Che”, publicado en Genealogía del Che el viernes 23 de octubre de 2009, lo niega (http://genealogiadelcheguevara.blogspot.com.ar/2009 _10_01_archive.html).
3 El artículo titulado “Ex intendente de Junín y bisabuelo del Che”, de Javier Hernández, aparecido en el diario “Los Andes” de Mendoza, el 2 de junio de 2010, sostiene erróneamente que Juan Antonio Guevara era bisabuelo del Che.
4 Antonio María Lynch Roo se casó con María Juliana Sáenz Valiente Pueyrredón y sus hermanos Benito Antonio Miguel Estanislao y Martina Josefina con Benita Tellechea y Pedro Pablo Bernal de Gainza, respectivamente. Marta Lynch lo hizo con Alberto Benegas Blanco, dando origen a la conocida rama de los Benegas Lynch.
5 Fue su vicegobernador entre 1910 y 1912.
6 La declaración de la independencia argentina se llevó a cabo en el Congreso de Tucumán, celebrado el 9 de julio de 1816. Las provincias de Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes no enviaron representantes.
7 Ernesto Guevara Lynch, Mi hijo el Che, Planeta, Buenos Aires, 1989, p. 118.
8 Jon Lee Anderson, Che Guevara, una vida revolucionaria, Anagrama, Colección Compactos, Barcelona, 2010, p. 22.
9 Ídem, p. 19.
10 Ídem, p. 22.
11 Además del sector occidental de Misiones, la Argentina también se anexó Formosa.
12 Ernesto Guevara Lynch, op. Cit, p. 113, nota al pie.
13 Waldo González López, “El salvaje Horacio Quiroga”, Somos Jóvenes Digital, Casa Editora Abril, 2009 (http://www.somosjovenes.cu/index/semana152/quiroga.htm).
14 La vida de Quiroga estuvo signada por la tragedia. Su padre falleció cuando era pequeño, al disparársele accidentalmente su arma. Su esposa, Ana María Cires se envenenó y sus dos hijos también se quitaron la vida. Finalmente él también se suicidó, bebiendo un vaso de cianuro.
15 Horacio Quiroga regresó a Misiones en 1932, acompañado por su segunda esposa, María Elena Bravo y su hija María Elena, de tres años de edad. En esa ocasión, construyó una segunda casa, a metros de donde se encontraba la primera, utilizando piedras de la región para las paredes y chapas de zinc para el techo.
16 Guevara Lynch contrató a un administrador que estuvo a cargo del establecimiento hasta su venta definitiva.

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