• 1. Definición de la Iglesia.Los teólogos católicos dicen que es la sociedad de los fie­les reunidos por la profesión de una misma fe, por la participación de unos mismos sacramentos y por la sumisión de los legítimos prelados, principalmente al romano Pon­tífice.
     No se puede negar que Jesucristo vino al mundo a fundar una religión a enseñar a los hombres el modo con que Dios quiere ser honrado, y los medios de llegar a la felicidad eterna. Toda religión lleva consigo la idea de sociedad entre los que la profesan. Las palabras religión, Iglesia, sociedad nos hacen ya comprender, que así como hay entre todos los cristianos un solo interés, que es la salud eterna, así también debe haber entre ellos una unión tan estrecha, como lo exige este interés común. Una vez que Jesucristo estableció por medio de la salvación la fe, los sacramentos y la disciplina que arregla las costumbres, se sigue que los miembros de la Iglesia deben estar reunidos en la profesión de una misma fe, en la participación de los sacramentos instituidos por Jesucristo, y en la obediencia a los prelados que él mismo ha establecido. La desunión en uno de estos puntos producirla la anarquía y destruiría toda sociedad.
 
  1.  Notas ó caracteres de la Iglesia. Una vez que Jesucristo llama a la Iglesia su reino, su redil y su herencia, sin duda nos ofrece las notas ó signos para reconocerla. Según el símbolo de Constantinopla, que es una ampliación del de Nicea, la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Debemos hacer ver que en efecto hay en el mundo una sociedad cristiana, que reúne todos estos caracteres, y que no se hallan en ninguna otra: todas son consecuencias de la ha que hemos dado de la Iglesia en su definicion.
     La Iglesia de Jesucristo es una, dice cardenal de la Luzerna (Dissert. sur les plises catholiques et protestantes, t. 1, c. 4, 74); tiene una doble unidad de fe y de comunión.
     La unidad de fe es la creencia común en todos los artículos de fe sin distinción ni excepción, que han sido revelados por Jesucristo, y declarados como tales por la Iglesia. La unidad de comunión es la reunión de todos los que profesan esta fe en una misma sociedad, con la participación de los mismos sacramentos y de las mismas oraciones, bajo dirección de los prelados legítimos, y esencialmente del romano pontífice, que es su cabeza sobre la tierra. La unidad de comunión mantiene la unidad de Fe; la unión y sumisión a los obispos y al papa conservan la unidad de comunión.
No hay ni puede haber en ella mas que una Fe verdadera. En todo género la verdad es una: todo lo que la es opuesto es error; y hay un gran número de errores, porque hay muchas maneras de oponerse una cosa a la verdad. Dios, al dar a los hombres la verdadera fe, quiso que la adoptasen y que no se entregaran a los errores; por esto mismo se la ha revelado. Quiso, pues, esta­blecer en todo el género humano la unidad de fe. Para formar y mantener esta unidad entre hombres separados los unos de los otros por grandes distancias, y que difieren entre si por el lenguaje, los usos, las costumbres, el gobierno, etc., estableció la uni­dad de comunión; es decir, que fundó una sociedad de la que todos los hombres, que profesen su fe, sean miembros; en la que estén reunidos por un mismo culto, por ora­ciones y por ritos comunes. Esta sociedad es la Iglesia de Jesucristo. Como está formada con la doble unidad de fe y de comunión, hay dos maneras de cesar de hacer parte de ella: la una abandonando la fe, y es la here­jía; la otra separándose de la comunión de ritos y oraciones, y es el cisma.
Para mantener esta preciosa unidad, así de fe como de comunión, entre tantos hom­bres y pueblos diversos, instituyó la supre­ma Sabiduría un ministerio esparcido en todas las partes de su Iglesia, y que por to­das partes es el mismo, a quien encargó pre­dicar y enseñar la fe, administrar los sacra­mentos, celebrar los santos ritos, y en fin regir la Iglesia. Dividió además este ministe­rio en diversos órdenes, que forman una je­rarquía. En cada lugar habitado quiso que hubiese un ministro del orden inferior, y en cada región un ministro de la clase superior, que se ha llamado obispo, al cual están sometidos los pastores inferio­res, y el que comunica con los obispos de otras regiones. Así este ministerio forma un lazo de unión entre los católicos esparcidos sobre toda la tierra. Todos ellos, hallándose unidos a sus pastores, que lo están entre sí, lo están necesariamente los unos a los otros.
     Mas estos pastores esparcidos en regiones muy distan­tes, podrían dividirse entre si, enseñar diversas doctrinas, y formar diferentes so­ciedades. La Providencia ha obviado también a este inconveniente, dando un jefe ó cabeza al ministerio eclesiástico. A este ha revestido con un primado de honor,  a fin de que ele­vado sobre toda la Iglesia, pueda ser apercibido de todas partes, y ser un centro común de unidad al que de todas partes se acuda. Le ha investido de un primado de jurisdicción, a fin de que por su autoridad pueda, ó separar de la unidad a los que yerran, ó atraer a ella a los extraviados.
     Esta jerarquía de órdenes y de poderes garantiza plenamente la doble unidad de fe y de comunión.
     Garantiza desde luego la unidad de fe. En ninguna parte de la Iglesia, cualquiera que sea, puede introducirse un error sobre un punto de doctrina, sin que sea notado in­mediatamente por alguno de los obispos, que como centinelas de Israel velan sobre el de­pósito de la fe confiada a sus cuidados. Des­cubierto por algunos de ellos, ó es contenido por su celo, ó denunciado a los otros, y aun si es necesario al mismo jefe, a fin de que por sus esfuerzos sea reprimido en su nacimiento; y si no pueden lograr esto, impiden por lo menos al que yerra obstinadamente que di­vida la unidad, separándole a él mismo de ella. No hay ni puede haber dos doctrinas en la Iglesia, cuando aquel que trae una doctrina diferente de la de la Iglesia es arrojado de su seno, y no hace ya parte de ella.
     La unidad de comunión halla también una garantía en la jerarquía. El católico más sencillo y menos instruido no puede ignorar que está unido en comunión con su pastor inmediato, este con su obispo, y el obispo con el soberano pontífice. Así tiene un ga­rante cierto de que hace parte de la Iglesia católica, y que está en sociedad de oraciones y comunión de sacramentos con todos los católicos esparcidos sobre la tierra.
     En muchos lugares de sus Epístolas esta­blece claramente el apóstol San Pablo esta doc­trina. Yo os ruego, hermanos míos, dice a los romanos, que observéis a aquellos que causan disensiones y escándalos contra la doctrina que habéis aprendido, y que os alejéis de ellos, XVI, 17. Aquí hallamos la unidad de comunión fundada sobre la unidad de fe. El Apóstol, al recomendar a los fieles el alejarse de los que combaten la sana doctrina, tiene ciertamente por objeto prohibirles la comu­nicación religiosa. Esta es la separación de la comunión de que les habla. Más ¿quiénes son aquellos de quienes deben separarse? Son los que están en disensión con la doc­trina que los romanos han aprendido. Vemos pues, según San Pablo, que toda disensión contraria a la doctrina revelada trae consigo la separación de comunión; y se pierde una y otra unidad cuando sobre un punto, cualquiera que sea, es contraria la fe que nos han ensenado los apóstoles.
     En su primera Epístola a los corintios les dice San Pablo: Yo os conjuro, hermanos míos, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que tengáis todos un mismo lenguaje, y que no haya entre vosotros ningún cisma, sino que seáis todos perfectos en un mismo pensa­miento y en un mismo sentimiento, I, 10. El Apóstol muestra aquí claramente en qué consiste el cisma ó la escisión de la unidad, por la cosa a que él le opone: es a la unidad del lenguaje, de pensamiento y de senti­miento.
     El apóstol San Juan establece también los principios católicos sobre la unidad de Fe y de comunión. Todo el que se retira y no permanece en la doctrina de Jesucristo no pose a Dios. El que permanece en la doctrina posee al Padre y al Hijo. Si alguno viene a vosotros, no creyendo esta doctrina, no le recibáis en vuestra casa ni le saludéis. (II Joan., IX, 10.)
     El cuadro del tiempo de Tertuliano ¿no representa al natural la del nuestro? Y la unidad que algunos quieren tener sin que sea el centro de este vínculo el Sumo Pontífice, ¿no es justamente la misma que Tertuliano echa en cara a los herejes, y que dice es un verdadero cisma?
     Ya hemos observado que sin unidad no hay propiamente sociedad. Esto lo confirma Jesucristo cuando describe la Iglesia como un reino del cual es cabeza y soberano; y nos advierte que un reino dividido será luego aniquilado. (San Mateo, xii, 25). Pide que sus discípulos se unan como él mismo está unido con su Padre (San Juan, XVII, 11). «Yo, dice, tengo también ovejas que no son de este rebaño, y es preciso que yo las traiga á él, y entonces no habrá mas que un rebaño y un pastor.» (san Juan, XVIII, 10). Se representa como un padre de familia, que envía sus jornaleros a trabajar a su viña, y toma cuentas a sus inferiores, etc. Todas estas ideas de reino, de rebaño, de familia, ¿no llevan claramente consigo la unión mas estrecha entre sus miembros?
     San Pablo añade aun mas, cuando compara la Iglesia de los cristianos con el cuerpo hu­mano, y los fieles con los miembros que le componen: «Nosotros, dice, hemos sido bau­tizados para formar un solo cuerpo y tener un mismo espíritu … No debe haber división en este cuerpo, sino que todos los miembros deben auxiliarse mutuamente: si el uno su­fre, todos los demás deben también sufrir; si el uno es honrado, debe servir de gozo para todos. Vosotros sois el cuerpo de Jesucristo, y miembros los unos de los otros.» (1 Epíst. a los Corint. xii, 13 y 25; a los Roman. xii, 5; a los Efes., IV, 15, etc).
     ¿En qué consiste esta unidad, sino en los tres vínculos de que hemos hablado, en la fe, en el uso de los sacramentos y en la subordinación a los prelados? Si llega a faltar uno de ellos, ¿cómo podrá subsistir la vida de los miembros y la salud del cuerpo? Toda parte que se separa de uno de estos tres vínculos ya no pertenece al cuerpo de la Iglesia. San Pablo nos lo hace ver bastante claro, cuando después de haber dicho que no debía haber en la Iglesia mas que un solo cuerpo y un solo espíritu, añade que no hay mas que un Señor, una fe, un bautismo; que Dios es­tableció a los apóstoles, a los pastores y a los doctores para que nos llevasen a la unidad de la fe. Epíst. a los Efes. IV, 4 y 13.
     Si Jesucristo enseñó esta doctrina, si insti­tuyó un número fijo de sacramentos, si esta­bleció pastores y los revistió de su autoridad, nadie puede sustraerse de ninguna de estasinstituciones sin resistir a lo mandado por Jesucristo, y al orden que él mismo estable­ció, y por consiguiente sin perder la fe, según la exige San Pablo.
  Dirán que la unidad de que habla San Pablo consiste principalmente en la caridad, en la paz y en la recíproca tolerancia. Pero San Pablo nunca mandó que se tolerase el error, ni la rebelión contra el orden establecido en la Iglesia; siempre mandó lo contrario. Es un desatino pretender que la tolerancia de opiniones produce la unidad de la creencia, y la tolerancia de los abusos produce la unidad de los usos. ¿Se ven la caridad y la paz donde domina la indocilidad y la independencia?
     ¿Por qué en la actualidad hay algunos que quieren unidad sin tener el centro de esa unidad que es el Sumo Pontifice? 
Ya más de 54 años de sede vacante, y nuestros obispos no quieren elegir papa; creeranrealmente lo que definió el Concilio Vaticano: «SI ALGUNO DIJERE QUE NO ES DE INSTITUCION DE CRISTO MISMO, ES DECIR, DE DERECHO DIVINO, QUE EL BIENAVENTURADO PEDRO TENGA PERPETUOS SUCESORES EN EL PRIMADO SOBRE LA IGLESIA UNIVERSAL; O QUE EL ROMANO PONTIFICE NO ES SUCESOR DEL BIENAVENTURADO PEDRO EN EL MISMO PRIMADO, SEA ANATEMA» (D. 1825).
Por FSVF