Un precioso tesoro a conservar: sermón de Corpus Christi y artículo
Venga el sermón breve de este domingo de Corpus Christi y un excelente artículo de nuestro amigo, el periodista Agustín de Beitía, aparecido hoy en el diario La Prensa. Vale la pena.
Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi, SE
Un precioso tesoro a conservar
Fuente: diario La Prensa
Por Agustín de Beitía
En
la nochebuena de 1886, un joven Paul Claudel se acercó a la catedral de
Notre Dame de París en busca de inspiración literaria. No era la
religión lo que le interesaba. A los 18 años, influido por el clima de
época, había perdido por completo la fe en la que se había criado.
Comenzaba entonces a escribir y, como diría después, quien poseía un
nombre en el arte, las ciencias o las letras, era no creyente.
Imbuido
de esas ideas acudió a las Vísperas de Navidad. Había llegado atraído,
según se dice, por la belleza de la Sagrada Liturgia, para tener algo
sobre lo cual escribir. Y en medio de la ceremonia ocurrió lo
inexplicable. «En un momento, mi corazón se sintió emocionado, y tuve
fe. Tuve fe con tal intensidad de adhesión, con tal exaltación de todo
mi ser, con una convicción tan poderosa, con tal seguridad, que no
quedaba margen para ninguna especie de duda», contaría en su libro Mi
conversión.
Es
posible que haya pocos testimonios que vinculen más estrechamente la
acción de la gracia divina con la Santa Misa. Como es probable también
que el espíritu del joven escritor haya sido predispuesto de algún modo
por la belleza y el esplendor de ese rito. De hecho, la antigua liturgia
del rito romano, que se celebra en latín, nutrió espiritualmente a la
Iglesia occidental durante más de un milenio, cautivando a numerosas
personas, entre ellas no pocos escritores y artistas, e inspirando a
todos los grandes compositores.
Los
casos de J.R.R. Tolkien y Evelyn Waugh son bien conocidos. Hace pocos
días, el blog Wanderer recordaba también una carta de Federico García
Lorca a su familia, escrita desde New York en 1927, en la que el
escritor granadino destacaba la «enorme poesía y belleza» de cualquier
Misa celebrada en España, así como la «forma exquisita» del ceremonial.
No
son ejemplos aislados. Hay una rica literatura sobre intelectuales
atraídos por la Misa tradicional, que es la misa de nuestros padres y
nuestros ancestros, también llamada Misa Tridentina o Misa de San Pío V,
por ser este papa el que la promulgó en el año 1570. Pero es «la Misa
de todas las épocas». Porque San Pío V introdujo sólo pequeñas
modificaciones a un rito que ya estaba plenamente conformado en el siglo
IV, con el papa San Dámaso (366-384), y que incluso tiene sus orígenes
en las más remotas tradiciones apostólicas.
Esa
Misa, que alimentó a los más destacados santos, suscitó la atracción
también de los modernos conversos de la literatura que siguieron al
cardenal Newman. «Muchas de estas figuras estaban vivas cuando tuvo
lugar la reforma litúrgica (hace 50 años) y mostraron su desagrado con
ella: no sólo Evelyn Waugh sino también Graham Green, el poeta y artista
David Jones y muchos más», recuerda a este diario el académico
británico Joseph Shaw, presidente de la Latin Mass Society.
La
misma fascinación de los conversos podría experimentar hoy cualquier
persona que haya crecido frecuentando la Misa posconciliar y asista por
primera vez a la liturgia antigua. Con un mínimo de sensibilidad sentirá
el mismo tipo de deslumbramiento de quien se asoma a un mundo nuevo,
junto a la felicidad de quien regresa al propio hogar. Como en la figura
del navegante de Chesterton, que al final de su periplo cree haber
llegado a una isla maravillosa para darse cuenta de que es el mismo
lugar del que partió.
Aquella
«poesía y belleza» tan estimada por Lorca es difícil de precisar. Pero
seguramente a ella contribuyen la rica ornamentación del celebrante y
del altar, la gravedad de los desplazamientos, así como la solemnidad
del rito, la profundidad de los momentos de adoración y, sin dudas, la
música sacra, con el canto gregoriano y los coros polifónicos.
No
es extraño que un hedonista y disoluto como Oscar Wilde -de quien se
afirma que se convirtió al final de su vida- aludiera a la sublimidad de
la ceremonia. Wilde lo dejó asentado en una preciosa página en El
retrato de Dorian Gray que evoca con gran fuerza descriptiva el impacto
estético que le causó a su protagonista, y se presume que a él mismo.
«Ciertamente
-dice ese fragmento- el ritual romano siempre le había atraído mucho.
El sacrificio diario de la Misa, más terriblemente real que todos los
sacrificios del mundo antiguo, le conmovía tanto por su supremo
desprecio del testimonio de los sentidos como por la primitiva
simplicidad de sus elementos y el eterno patetismo de la tragedia humana
que trataba de simbolizar. Le gustaba arrodillarse sobre el frío
mármol, y contemplar al sacerdote, con su tiesa casulla floreada,
apartar lentamente con sus manos marfileñas el velo del tabernáculo, y
alzar la custodia con la pálida hostia que, a veces, a uno le gustaría
creer, es en realidad el «panis caelestis», el alimento de los ángeles; o
revestido con los atributos de la Pasión de Cristo, partir la sagrada
forma dentro del cáliz y golpearse el pecho para pedir la remisión de
todos los pecados. Los humeantes incensarios, que los serios
monaguillos, con sus encajes y sotanas rojo escarlata, lanzaban al aire
como grandes flores doradas, ejercían en Dorian Gray una sutil
fascinación».
No por nada a esta liturgia se la ha comparado con una inmersión en una obra de arte sacro.
La
belleza, se sabe, tiene por objeto elevar el espíritu. Peter
Kwasniewski, un teólogo estadounidense especialista en liturgia, ha
escrito en abundancia sobre ello. El profesor, que fue contactado
también para esta nota y de quien acaba de traducirse al español su
primer libro sobre el tema, Resurgimiento en medio de la crisis. Sagrada
Liturgia, Misa tradicional y renovación en la Iglesia, recuerda que la
belleza apunta hacia más allá de si misma, nos apela y nos atrae. Y en
definitiva la considera como el primer, último y más efectivo mensajero
de Dios.
Porque
la belleza en la liturgia conduce a contemplar el misterio. Kwasniewski
dirá, con una hermosa frase, que la liturgia vierte un «argumento»
directamente en nuestras almas. Y es verdad. Lo primero que se aprecia
en la liturgia romana antigua es el sentido de lo sagrado. Algo evidente
desde el momento mismo en que el sacerdote se arrodilla para rezar las
oraciones al pie del altar y el Confiteor, y se reconoce indigno de
entrar en el Santo de los Santos. Un sentido de lo sagrado que se
prolonga al verlo celebrar luego la Misa con esa misma orientación hacia
el altar, o ad orientem, elemento éste que resalta el carácter
sacrificial de la Misa y teocéntrico.
Todo
cobra sentido. Desde el sacerdote que realiza él mismo las tareas que
le son propias, como las lecturas o la comunión, hasta las frecuentes
reverencias de los fieles. Desde el espíritu de recogimiento que
envuelve a todos, hasta el uso del latín, lengua que garantiza la pureza
doctrinal y la universalidad de la Iglesia.
Hay
todavía un impacto intelectual asombroso al descubrir oraciones que hoy
fueron recortadas o son desconocidas fuera de este ámbito. De ellas se
ha dicho con justicia que fueron desarrolladas a lo largo de la historia
para instruir a los fieles, aumentar su fe e inflamar su devoción.
Abrir los ojos a esas palabras cargadas de sentido es también un tesoro
invaluable.
REFORMA
Parece
mentira que la Misa de San Pio V haya sido reemplazada después del
Concilio Vaticano II. Pero así sucedió bajo el pontificado de Pablo VI.
Desde 1965 y durante cuatro años, una cascada de decretos empezó a
modificar la liturgia. Se abandonó el latín. Se cambió la orientación de
los altares y el sacerdote ya no se volvió más hacia Dios para
ofrecerle el divino sacrificio en nombre de los fieles sino hacia el
pueblo. Se eliminaron las oraciones al pie del altar. Se difundió la
comunión en la mano (ahora de pie y distribuida por laicos). Se suprimió
la oración colecta… El 30 de noviembre de 1969, hace hoy casi cincuenta
años, Pablo VI promulgó el llamado «Novus Ordo Missae», que es la
liturgia que hoy conocemos, incorporando todos esos cambios.
La
puesta en marcha de la reforma fue un giro copernicano para los fieles.
También se prestó a deformaciones que no harían más que agravarse. Se
eliminaron las balaustradas que delimitaban el presbiterio. Se
removieron muchos tabernáculos del lugar central y en su lugar se colocó
el asiento del sacerdote. Los jeans asomaron bajo las vestimentas
litúrgicas, que se exigían fueran pobres. Se abolió la costumbre de
santiguarse con agua bendita, el incienso, los reclinatorios, cirios y
confesionarios. La iconoclastia llevó a cierto clero a dejar las
iglesias «tan despojadas y sin adornos como un garaje», según la feliz
expresión que usa Vitorio Messori en el prólogo del libro del teólogo
Nicola Bux Cómo ir a Misa y no perder la fe.
«On
nous change la réligion», lema surgido de Francia, fue el grito de los
disconformes, que aún denuncian -y con razón- por la protestantización
del nuevo rito introducido en la Iglesia, con un marcado giro
antropocéntrico y más parecido a un banquete que al sacrificio incruento
de Nuestro Señor.
La
crítica no es antojadiza. Pablo VI encomendó la reforma a una comisión
integrada por seis asesores protestantes para favorecer el ecumenismo.
El
disgusto generalizado confirmó la impresión de que el cambio había sido
impuesto por las jerarquías, no reclamado por los fieles.
RESISTENCIA
Hasta
escritores no católicos se movilizaron en un intento extremo de salvar
lo que consideraron un «patrimonio de la cultura universal». Fue en una
petición pública firmada por cincuenta de las más prominentes figuras
culturales del momento, entre ellos artistas, músicos y escritores como
Agatha Christie, Colin Davis, Iris Murdoch y Nancy Mitford.
«No
estamos, en este momento, considerando la experiencia religiosa o
espiritual de millones de individuos», escribieron. «El rito en
cuestión, en su magnífico texto en latín, ha inspirado también una
multitud de logros invaluables en las artes: no solo obras místicas,
sino trabajos de poetas, filósofos, músicos, arquitectos, pintores y
escultores de todos los países y épocas».
Muchos
fueron los intelectuales que se alzaron contra la reforma. Tolkien
nunca aceptó la introducción de la lengua vernácula y, para vergüenza de
su nieto, siguió respondiendo en latín. Waugh escribió una carta en
1966 a Lady Diana Mosley en la que se quejaba. «La Pascua significaba
mucho para mí…antes de que el Papa Juan y su Concilio destruyeran la
belleza de la liturgia. Todavía no me rocié con nafta para prenderme
fuego, pero ahora me aferro obstinadamente a la Fe, sin alegría. Ir a la
Iglesia es un mero deber. No viviré para verla restaurada…». Waugh
moriría diez días después.
Joseph
Shaw enumera otros autores disconformes: la novelista Alice Thomas
Ellis, con su colección de ensayos titulada Serpent on a Rock; la nuera
de Malcolm Muggeridge, Anne Roche Muggeridge, con su libro Revolution in
the City of God; o el filósofo alemán Dietrich von Hildebrand, que
escribió trabajos particularmente importantes sobre el tema, en especial
Trojan Horse in the City of God y Devastated Vineyard.
Hoy
está claro que la Misa de San Pío V tiene un valor indiscutido como
catequesis. El papa Benedicto XVI afirmó que «la Sagrada Liturgia
celebrada según el uso romano no sólo enriqueció la fe y la piedad sino
la cultura de muchas poblaciones». Así lo expresó en el motu proprio
Summorum Pontificum con el que aclaró que este rito nunca había sido
abrogado, como llegó a creerse, y con el que liberalizó su uso como
«forma extraordinaria del rito romano».
El
mismo papa alemán es el que reconoce que actualmente hay «deformaciones
de la liturgia hasta el límite de lo soportable». Y con el tiempo ha
advertido que el punto central de las mismas es el asunto de la
sumisión. Más aún, en el volumen litúrgico de sus obras completas llega a
decir que la causa más profunda de la actual crisis de la Iglesia sería
el oscurecimiento de Dios en la liturgia. Bajo esta perspectiva, la
importancia de recuperar la liturgia romana en el «usus antiquor» se
acrecienta.
La
llamada «Misa de todas las épocas» sobrevivió hasta hoy pese a todos
los esfuerzos por ocultarla y relegarla. Considerada como «un tesoro
precioso que hay que conservar», y como una de las riquezas del
patrimonio litúrgico de la Iglesia, está allí para ser descubierta.
Esperando para ayudar a revitalizar la fe de todos y favorecer la
esperada renovación de la Iglesia.
Por Agustín de Beitía