lunes, 26 de enero de 2015
EL CENTENARIO DEL ASESINATO DEL GRAL. ALEJANDRO HEREDIA*
Por Alberto Ezcurra Medrano
No
es nuestro propósito escribir una biografía del General Alejandro
Heredia. Vamos a hablar tan solo de su muerte, cuyo centenario se
cumplió el 12 de noviembre del año 1938. Y lo vamos a hacer, porque este
centenario, como otros recientes, no será sin duda muy recordado por el
liberalismo, ya que Heredia no cayó asesinado por la “mazorca” sino por
los unitarios.
Sólo
diremos respecto de Alejandro Heredia, que este General teólogo[1], que
fue gobernador de Tucumán, se caracterizó siempre por su gobierno
paternal y progresista. De la magnanimidad de sus sentimientos dio
pruebas repetidas veces. Así, cuando estalló y fue sofocada la
revolución del 22 de junio de 1834, habían sido justamente condenados a
muerte 25 de sus promotores, pero Heredia les conmutó la pena.
Y se
cuenta que la noche del perdón varios de los condenados bailaron una
misma contradanza con el generoso gobernador. En cuanto al carácter
progresista de su gobierno, lo reconoce el propio Zinny, a pesar de su
fobia contra los hombres de lo que él llama la “seudo-federación”. “El
gobernador Heredia -dice- introdujo las más importantes mejoras en la
administración de la provincia, estableciendo un sistema, el más
adecuado al sostén del orden y al fomento de la felicidad pública. La
policía, la administración de justicia, toda la economía interior de la
provincia, sintió el benéfico influjo de su gobierno, que se desvelaba
por borrar las pasadas desgracias y activar la completa organización de
Tucumán”[2]
Y,
sin embargo, este gobernador de la Federación, a quien no puede
acusarse de tirano, murió asesinado. ¿Por qué? Precisamente a causa de
su misma generosidad, que lo movió a buscar una imposible conciliación
de partidos y a confiar ingenuamente en hombres que sólo esperaban el
momento oportuno para desembarazarse de él. Rosas lo vio claro y se lo
advirtió; pero Heredia siguió en sus trece. Por eso Rosas, en carta a
Ibarra, comenta su muerte con palabras duras y amargas, pero que
revelan, una vez más, su clarividencia política.
“El
general finado -dice- abrigaba muchos disparates en su cabeza, pero no
era un malvado. Antes su candor y demasiada credulidad, es preciso
repetirlo, lo precipitaban en juicios erróneos, lo inducían a ser
indulgente con los unitarios, quienes lo hacían enredarse a cada paso
con los lazos que le tendían, porque se había empeñado en esa maldita
idea de la fusión de partidos, que ha puesto al país en el fatal estado
en que lo vemos. Esa credulidad, no me cansaré de repetirlo, esa
indulgencia excesiva con los unitarios y esa idea de fusión de partidos
sobre que tanto le predicaba yo en mis cartas (y como le dije usted en
1835, para que también lo advirtiese, “que era preciso consagrar el
principio de que estaba contra nosotros el que no estaba del todo con
nosotros”), han sido las verdaderas causas de su desgracia”[3]
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El hecho, escuetamente, se produjo en la siguiente forma:
El
12 de noviembre de 1838, mientras Heredia se dirigía en coche a su casa
de campo, fue asaltado en Los Lules por una partida al mando del
comandante Gabino Robles, y compuesta por Juan de Dios Paliza, Vicente
Neyrot, Gregorio Uriarte y José Casas. Heredia, que en cierta ocasión
había insultado de hecho a Robles, comprendió sus intenciones, y se dice
que ofreció cuanto pidiese, contestándole Robles que sólo quería su
vida y descerrajándole tres tiros.
¿Se
trataba, como se ha dicho, de una simple venganza personal, o fue un
crimen político? La “vox populi” sindicó como instigador del hecho al
doctor Marco Avellaneda, y esta creencia se perpetuó en romances
populares que Juan Alfonso Carrizo ha recopilado en su Cancionero de
Tucumán. Dice así uno de los romances:
“Avellaneda y Lavalle
Manchados de sangre están
Estos defienden de Rosas
Las tierras de Tucumán.
Del primero se murmura
Que con su verba sin par
Convenció a Gabino Robles
Que a Heredia debía matar.
Del segundo, quién no sabe
La locura sin igual,
De hacer sin causa y proceso
A Dorrego fusilar.
Sombras de Heredia y Dorrego
Si es que ya en el cielo estáis
Os rogamos por la Patria
Que estas tierras protejáis.
A esta tierra en que con gloria
La fama de Uds. vive,
No dejéis que la profanen
Las tropas que trae Oribe.
No dejéis que en mil hogares
Se sufran negros dolores,
No dejéis que aquí la paguen
Los justos por pecadores”.
Y otro, da a entender lo mismo:
“Una tarde de noviembre
Por una boscosa senda
En su galera viajaba
El Gobernador Heredia.
No lleva escolta a su lado
Que en su vanidad ingenua
Cree que lo escolta su fama
De héroe de la independencia.
Doctorcitos unitarios
Lo mandan a matar.
Mal hicieron los doctores
Y caro la pagarán.
No era malo el indio Heredia
Que sabía perdonar.
Que lo diga sino Alberdi,
Que lo diga Marcos Paz
Y hasta el propio Avellaneda
Lo podría atestiguar”.
No
obstante, la participación de Avellaneda ha sido negada por no haberse
probada documentalmente y por considerársele indigna del “Mártir de
Metán”. A lo primero debemos observar que la prueba documental no es en
estos casos la única, y a lo segundo, que se parte de un prejuicio
histórico. Avellaneda, como todos los próceres de esa tendencia -y sin
que esto implique negar su inteligencia y verdaderos méritos- ha sido
previamente deshumanizado por sus admiradores incondicionales y se le ha
colocado bajo ese tabú protector que ahora se ha dado en llamar “el
fallo inapelable de la historia”, y cuya violación es causa de
amonestaciones ministeriales. Pero el Avellaneda real no es el semidiós
togado que aparece en las ilustraciones de los textos de historia
“oficial”. Es un hombre, con cualidades, defectos y pasiones, como todo
hombre.
La
participación en el crimen de Lules no está en contradicción con otros
hechos de Avellaneda, que no escatimó la violencia ni los procedimientos
terroristas durante la Coalición del Norte. Los embargos, en los cuales
basa su nuevo capítulo de acusación contra Rosas el señor Dellepiane,
fueron aplicados por dicha Coalición dos meses antes del famoso decreto
de Rosas, como lo prueba documentalmente Ernesto Quesada.[4] Las notas
que el gobierno de Tucumán pasó a las provincias, horrorizaron a los
mismos coaligados, provocando reacciones como ésta, del gobierno de
Salta:
“La
nota de ese gobierno dirigida a Ibarra es degradante a nuestra causa, y
sólo puede servir para exaltar los ánimos y con justicia contra
nosotros, en vez de darnos aliados o partidarios. La decencia y
circunspección deben presidir en todas las comunicaciones oficiales; ese
lenguaje de sangre y exterminio debe proscribirse; siendo el menos a
propósito para conquistar voluntades, es también contradictorio al
objeto proclamado de la organización de la República; la sangre sólo da
sangre por fruto y promoviendo continuas reacciones se radica la
anarquía de los rencores personales y se radica de un modo terrible y
espantoso. Acusamos a Rosas por haber empapado el suelo de la patria con
sangre humana. ¿Y es posible proclamar que se derramará aún más? ¿Y la
sangre de los hijos y de los parientes, por delitos que nunca pudieron
cometer? ¿Qué podrán juzgar de nosotros si sentamos tales principios de
pura barbarie?”...[5].
Pero
las amenazas no quedaban sólo en los documentos. El terrorismo
desplegado por la Coalición en Salta superó los peores excesos de la
mazorca porteña y obligó a otro coaligado, el General Dionisio Puch, a
dirigir a Avellaneda una nota de la cual entresacamos los siguientes
párrafos:
“Muchos
son los conductos por donde el gobierno sabe los excesos de toda clase
que cometen los soldados de la división que V.E ha traído de Tucumán a
la Frontera. El país que han pisado ha quedado arrasado, y no es posible
ya al infrascrito ser indiferente a tanto desorden, a hechos cuyas
consecuencias serán funestas a su país, y más que a éste, a la causa de
la libertad de la República...El robo a los amigos y enemigos; toda
clase de excesos prodigados indistintamente; la compleja desolación del
suelo que ocupa la división de V.E., no son el riesgo benéfico que hará
florecer el árbol de la libertad, tan marchito ya en la
República...¿Prevalecerá contra el verdugo de Buenos Aires la coalición,
si se talan sus campos, se diezman sus habitantes y se agotan las
fuentes de su riqueza y porvenir? [6]
Tal
es el hombre, examinado fríamente a la luz de los documentos emanados
de sus propios aliados. Tal es por lo menos bajo uno de los aspectos,
porque no está en discusión ahora su inteligencia , sus cualidades
oratorias o su capacidad como gobernante, sino sus métodos
revolucionarios, en los cuales puso todo el fuego y toda la imprudencia
de sus 26 años.
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Volviendo
al caso de Heredia, existe, además, otro documento: el acta del consejo
de guerra que se le formó a Avellaneda en 1841, cuando cayó prisionero
de Oribe y fue condenado a muerte.
Los dos incisos referentes a su participación en el hecho dicen así:
“Preguntado:
Con qué objeto le prestó su caballo rosillo al teniente Casas, asesino
del finado General Heredia, el día que se perpetró el hecho dijo: que el
día antes del asesinato le pidió el referido asesino Casas el
mencionado caballo al que declara para ir a dar un paseo al punto de Los
Tules y que en éste cometió el hecho.
“Preguntado:
Con qué objeto salió el mismo día que se asesinó al General Heredia y
se vio con uno de los asesinos llamado Robles en circunstancias que
éstos entraban al pueblo, dijo: que su hermano político don Lucas
Zabaleta lo había invitado para que lo acompañase a pasar el día en su
chacra del Manantial: que en su camino a esta chacra y a muy poca
distancia de la Capital, se encontró con los asesinos que tenían una
partida de quince a veinte hombres: que al verlo desde alguna distancia
lo mandaron hacer alto: que el declarante obedeció y que al instante se
adelantaron tres o cuatro de los asesinos, entre ellos, el mencionado
Robles: que éste último, ya completamente ebrio, le alargó la mano
gritando “ya sucumbió el tirano”, cuyo grito fue repetido por los otros
dos o tres que lo acompañaban: que el declarante atemorizado por esta
escena, no atinaba con lo que significaba ella, hasta que el mismo
Robles le dijo que él con sus propias manos había asesinado al
gobernador Heredia: que el declarante más atemorizado entonces procuró
balbucir algunas palabras aplaudiendo su conducta y concluyó pidiéndole
permiso para continuar su camino. Que Robles preguntó entonces al
declarante si él no era Presidente de la Honorable Cámara de
Representantes: que a la contestación afirmativa del declarante replicó
Robles: “hoy no es día de pasear, sino de trabajar por la patria:
vuelva usted a la ciudad y reúna la Sala de Representantes: que nosotros
por nuestra parte no queremos nada”: que el declarante se separó
entonces a galope largo y que, sin embargo de haber andado a éste a la
ciudad, no consiguió llegar sino tres o cuatro minutos antes que
ellos”[7]
De
esta declaración se deducen varios hechos: que Avellaneda prestó su
caballo a uno de los asesinos, que se encontró con ellos después del
crimen y que les aprobó su conducta. Las coincidencias y el temor con
que pretende explicar esos hechos, a nuestro juicio, no resultan
convincentes.
Por
otra parte, sobre el asesinato de Heredia se levantó la Coalición del
Norte, de la cual Avellaneda es el alma. A la semana de haber sido
asesinado Heredia, fue nombrado gobernador Bernabé Piedrabuena, que se
pronunció contra Rosas, y de quien fue ministro general en 1840 el
propio Avellaneda, para sucederle luego en 1841.
Tales
son los antecedentes y consecuencias del hecho desgraciado cuyo
centenario se cumplió el 12 de noviembre de 1938. No vamos a dictar
sobre él ningún “fallo inapelable de la historia”, porque no somos
jueces, ni tribunal de última instancia, ni menos aún pretendemos
identificamos con la historia, como hace “La Nación” cuando lanza contra
Rosas sus desesperados anatemas. Hemos expuesto hechos y documentos sin
otra pasión que la verdad. Cada lector sacará sus conclusiones.
* Revista del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas n° 1, Buenos Aires, Enero 1939.
[1] Heredia era doctor en teología.
[2] Antonio Zinny. “Historia de los gobernadores”. Tomo III. Pág 297. Ed “Cultura Argentina”.
[3] Ibidem pág. 291..
[4] Ernesto Quesada. Acba y la batalla Angaco. Pág. 35.
[5] Op. Cit. Pág. 34.
[6] Bernardo Frías. Tradiciones históricas. Pág.244.
[7] Aquiles B. Oribe. Brigadier Gral. Don Manuel Oribe. Tomo I. Pág. 73.
Tomado de: