¿El fin de la aventura?
La hazaña heroica se ha convertido en un acto de consumo, y urge
encontrar nuevas fronteras para cumplir con ese mandato de la especie

Hay
algo incongruente, algo que desafía el sentido común en la imagen de
una fila esperando turno para alcanzar la cima del monte Everest. Uno
asocia habitualmente la conquista de esa cumbre emblemática al esfuerzo,
el peligro, lo imprevisto y la hazaña individual, y la foto remite al
fastidio colectivo y rutinario de una fila de consumidores a la espera
de que abra la tienda, o de espectadores en plan de adquirir sus
entradas. Ambas nociones son antitéticas, pertenecen a órdenes
distintos, y sin embargo aquí las vemos, confundidas en una situación
sin lugar a dudas real. Los que las unen en su incoherencia son los que
están allí, los que pusieron sus vidas en riesgo (y de hecho algunas la
perdieron) para cumplir el sueño personal del desafío heroico y se
encontraron con la cotidiana, vulgar y urbana experiencia del atasco
multitudinario.
El mandato de lanzarse a la aventura y completar la hazaña está
grabado a fuego en la masculinidad occidental, como lo atestiguan desde
los antiguos ciclos de relatos fantásticos y mitológicos hasta las
producciones cinematográficas de hoy, y ha sido el motor de incontables
empresas que permitieron al género humano imponer su señorío sobre lo
creado. El mandato puede ser ajeno, como condición para conseguir algún
tipo de recompensa (un reino, la mano de una princesa, riquezas), o
propio, como respuesta a un desasosiego que necesita resolverse para que
la vida pueda seguir adelante. En la mayoría de los casos la empresa
heroica sirve a algún propósito común, pero en todos los casos supone un
viaje, un desplazamiento, cuyo protagonista va al encuentro de sí
mismo, tensa sus músculos y su voluntad, pone a prueba sus límites, y
conoce por fin su verdadero rostro.
El imperativo sigue latente en la especie, pero la posibilidad de la
aventura –tal como la entendemos en nuestra época, lejos de dragones y
dioses caprichosos, más bien ligada a la existencia de un mundo
desconocido, misterioso e indomable– parece haberse agotado. El siglo
XVIII completó el descubrimiento, la exploración y el inventario de
nuestro planeta y de lo que en él habita; el siglo XIX procedió a su
explotación; el siglo XX lo redujo a una mota de polvo. Desde que Yuri
Gagarin colocó la mirada del hombre en el espacio, fuera de la Tierra,
el planeta se empequeñeció y las fronteras, entendidas como fronteras
civilizatorias, las fronteras entre lo conocido y lo desconocido,
desaparecieron literalmente en un abrir y cerrar de ojos.
Lanzarse a una aventura, aún cuando era posible hacerlo, no era para
todos. Además de cualidades personales sobresalientes, exigía algunos
soportes adicionales, empezando por los pecuniarios. El común de las
gentes satisfacía ese apetito de manera vicaria, y de ahí la popularidad
de los poemas épicos, los relatos fantásticos, las novelas y el cine de
aventuras. Hoy carecemos incluso de escenarios para esas ficciones. Las
playas de la isla misteriosa están regadas de botellas de plástico, y
en el claro de la selva de Borneo hay un MacDonald’s atendido por
solícitos nativos. Las andanzas de Indiana Jones, el
último gran aventurero, debieron ser remitidas a la década del 30 y
relacionadas con su trabajo como arqueólogo: pasado montado sobre
pasado. La saga Guerra de las Galaxias extrapola a un futuro
impreciso personajes y situaciones tan emparentados con los antiguos
relatos que merecieron la atención de Joseph Campbell, el famoso experto
en mitologías clásicas.
Pero el mandato de la aventura heroica sigue en los genes, y donde
hay una demanda, hay una oferta. Para no hablar del camino desviado de
las drogas, digamos que desde la fugaz experiencia de la montaña rusa
hasta una variada gama de deportes “extremos”, y desde los safaris
africanos en busca de elusivos leones especialmente entrenados hasta las
costosas expediciones para alcanzar la cima del Everest –minuciosamente
descriptas en la película Avalancha–, la aventura de antaño se
ha convertido hogaño en un acto de consumo, tan intrascendente e
insatisfactorio como esperar que nos llegue el turno en la caja del
supermercado. En el final del viaje, el hombre que busca su rostro se
encuentra con una multitud de rostros iguales al suyo. Su esfuerzo no
sirve a ningún bien social –no elimina monstruos, ni libera cautivos, ni
allana el camino al comercio– y se consagra más bien al narcisismo de
la selfie. Y una vez pagada la última cuota a los sherpas y agotado el impacto de las fotos en las redes sociales, ¿qué queda?
El escenario típico de la aventura, dijimos, es la frontera, allí
donde lo conocido linda con lo desconocido. Borradas las fronteras de
antaño, parece aconsejable encontrar otras nuevas. Siempre podemos mirar
al espacio, pero montar una expedición interplanetaria es hoy mucho más
complicado y costoso que organizar las flotas que partían siglos atrás
desde España y Portugal hacia mares desconocidos. Por supuesto, hay
otras fronteras: en las artes, en el conocimiento, en la técnica; podría
decirse que cada una de las actividades humanas tiene un desafío en el
horizonte, un más allá por descubrir, una valla por superar. El lenguaje
corriente habla de héroes de la medicina, de titanes de la ciencia, de
hazañas deportivas. El espíritu de la aventura impregna de manera más o
menos visible las mejores empresas, justamente aquéllas cuyos logros
aportan al bien común y que la sociedad a la que pertenecen sus
protagonistas reconoce como propias.
Casi todos los retos mencionados exigen un compromiso físico y
suponen, llegado el momento, una efusión de adrenalina, como la del
andinista que alcanza la cumbre o el deportista que supera la marca o el
violinista que con su último compás hace estallar la ovación de la
sala. A ese momento extremo solemos llamarlo la hora de la verdad,
e incluye naturalmente el fracaso. Asunto que nos conduce a la última
frontera, la frontera interior, el abismo desconocido del espíritu, que
los orientales han venido explorando sabiamente desde hace mucho tiempo y
que para nosotros es todavía territorio casi virgen. ¿Quién sabe qué
misterios nos aguardan en sus hondonadas, qué grutas tenebrosas, qué
monstruos, qué dioses y qué tesoros? ¿Qué fuerzas, qué clase de fuerzas
necesitaremos para mirarlos cara a cara, para vencerlos o conquistarlos,
o para ajustar cuentas con ellos y acordar la paz?
Convengamos en que la “aventura interior”, como la llamaba Mallea, no
es enteramente ajena a Occidente. Desde el “Conócete a ti mismo”
inscripto en el templo de Apolo hasta la psicología contemporánea,
pasando por las Confesiones de San Agustín y una larga
tradición literaria, y más recientemente también científica, hay un
esfuerzo continuado para trazar la cartografía de ese reino compartido, y
a la vez tan personal e íntimo, que los franceses llaman esprit y los ingleses mind.
Esta empresa de exploración y descubrimiento, al igual que la aventura
exterior, produce consecuencias individuales pero también sociales. Las
hazañas de los héroes del espíritu -que los hay– expanden el mundo en un
sentido distinto del geográfico, y amplían las capacidades humanas más
allá del rendimiento muscular o del virtuosismo artesanal; pero en
términos personales, a cada aventurero, a cada uno que se atreve, que
responde al mandato, le espera también la recompensa -o el castigo– de
encontrarse cara a cara con su verdadero rostro, único e irrepetible.
Irrenunciable.
–Santiago González