LA BATALLA DIPLOMÁTICA
El 2 de abril de 1982 el mundo despertó conmocionado. De un
día para otro, el lejano Atlántico Sur pasaba a ocupar las primeras planas de
los diarios y noticieros del planeta, desplazando a otros escenarios
conflictivos como el Medio Oriente, el Golfo Pérsico, Centroamérica o el
sudeste asiático.
Tras
la batalla de Puerto Stanley, aquella misma mañana, una
sección de Infantería helitransportada del Ejército al mando del
teniente
primero Carlos Daniel Esteban, desembarcó del “Almirante Irizar” y tomó
los
caseríos de Puerto Darwin y Prado del Ganso (incluyendo su aeródromo),
requisando sus casas, confiscando algunos vehículos y secuestrando el
armamento que encontró en
poder de los civiles.
El “Almirante Irizar” siguió hacia Bahía Fox, sobre la costa
este de la Gran Malvina,
muy cerca de donde se levantaba otro caserío y funcionaba un establecimiento
rural de relativa importancia, y dejó otra fracción que constituyó la
primera avanzada en esa porción del archipiélago. Finalizada la operación,
el rompehielos regresó a Puerto Argentino donde descargó 200 tambores de
combustible y poco después recibió a bordo al teniente de fragata Diego García
Quiroga para ser atendido de sus heridas.
En el campo de la diplomacia, la cuestión no difería
mucho. En realidad, la batalla de las negociaciones había comenzado algún
tiempo antes, comprometiendo a importantes figuras del quehacer internacional.
El 1 de abril, alrededor de las 21.30 (hora argentina), el
teléfono que comunicaba la
Casa Rosada con el presidente de los Estados Unidos
sonaba
insistentemente en el despacho presidencial. Un Galtieri intranquilo
miraba el
aparato mientras iba y venía por la habitación. Sabía de sobra quién
estaba llamando y por nada del mundo deseaba atenderlo. De todos modos,
estaba al tanto
que aquello iba a suceder y que a la larga, debería contestar.
En realidad, los norteamericanos también sabían que Galtieri
no los quería escuchar. Desde hacía meses estaban alerta, preparados para una
cosa así, en especial desde el extraño y nada positivo reemplazo del embajador
argentino en Londres, Carlos Ortiz de Rozas, por un militar, el vicealmirante
Rodolfo Carmelo Luchetta, ex gobernador de la provincia de Santa Fe.
El primero en sorprenderse con aquel cambio fue el propio
embajador, experimentado diplomático porteño, descendiente de una de las
familias más distinguidas del país, a la que había pertenecido el omnipotente
dictador Juan Manuel de Rosas1, “el tirano de las pampas”, con quien
Inglaterra y Francia habían mantenido duras disputas e incluso una guerra2.
Ortiz de Rozas viajó a Buenos Aires para entrevistarse con
su superior, el ministro de Relaciones Exteriores y Culto, Dr. Nicanor Costa
Méndez, quien le acababa de ofrecer la embajada de Italia, propuesta que el diplomático
cambió por la de Naciones Unidas.
La reunión entre ambos tuvo lugar en el Palacio San Martín,
la lujosa sede de la
Cancillería, donde Costa Méndez le comunicó a su subordinado
que Luchetta iba a ser su reemplazante y que la solicitud de hacerse cargo de
la representación argentina en las ONU había sido rechazada. Su nuevo destino
iba a ser el Vaticano, donde Ortiz de Rozas debería negociar el espinoso asunto
del Canal de Beagle en lugaro de Guillermo Moncayo, cuya gestión no
convencía al gobierno. Era embajador ante la Santa Sede otro
representante de la aristocracia argentina, el Dr. José María Álvarez de
Toledo, quien venía ocupando ese puesto desde el año anterior.
Londres vio con muy malos ojos el reemplazo de un embajador
civil por otro militar, sentimiento que su representante en Buenos Aires,
Anthony Williams, comunicó a las autoridades de gobierno a través del mismo
Ortiz de Rozas, a quien había llamado a su residencia de la Av. Gelly y Obes, para
tratar el asunto. El argentino tomó nota de su queja pero le dijo a su par que
aquella no era la vía correcta para presentar ningún reclamo por lo que
Williams decidió concurrir directamente a la Cancillería.
Ortiz de Rozas también se dirigió hacia allí, ganándole de
mano y cuando el anglosajón llegó al ministerio, en otros tiempos fastuoso
palacio de la familia Anchorena, se encontró con que el vicecanciller Enrique
Ros, a quien iba a ver, se hallaba ocupado. En realidad estaba reunido con
Ortiz de Rozas, quien le refería la charla que habían mantenido en la
residencia del inglés.
En eso estaban ambos, cuando la secretaria de Ros
interrumpió la conversación para informar que Williams esperaba afuera y
solicitaba una entrevista urgente. Se le mandó decir que debía esperar, razón
por la cual, el diplomático británico se fue a dar una vuelta por los
alrededores, uno de los lugares más bellos y elegantes de Buenos Aires.
Precisamente allí, frente al Palacio San Martín y al no
menos ostentoso Círculo Militar, antigua residencia de la familia Paz3,
había tenido lugar una de las batallas más crudas de la Primera Invasión
Inglesa4, en 1806. Williams ignoraba que Ortiz de Rozas se le había
adelantado.
El embajador británico regresó y una vez frente a Ros,
presentó su queja. La misma fue rechazada y generaría un ataque se furia del
mismo Galtieri, quien aullando como un poseído dijo a los gritos que los
ingleses debían dejarse de molestar (ese no fue el término que utilizó) ya que la Argentina podía hacer lo
que quería con sus diplomáticos. Al menos en eso, el corpulento dictador estaba
en lo cierto.
Ortiz de Rozas aceptó la
misión vaticana con una condición: que le diesen poder de decisión y que
solo le rendiría cuentas al canciller y al presidente de la Nación; tenía muy malos
recuerdos de los tiempos de la crisis del Beagle, cuando los
diplomáticos argentinos hicieron las veces de simples mensajeros de los
militares.
Aquel agitado 1 de abril el embajador norteamericano Harry
Shlaudeman inquirió frontalmente al general Galtieri exigiéndole una respuesta
concreta en cuanto a si se iba a producir un ataque argentino al archipiélago
malvinense. Detrás suyo se había estado moviendo el formidable aparato de
inteligencia de los Estados Unidos y éste había llegado a la conclusión de que
una acción militar era inminente. Eso fue, además, lo que sir Nicholas
Henderson, embajador británico en Washington, había recogido después de 48
horas de intenso trabajo y de mantener contactos con el Departamento de Estado
norteamericano, noticia que informó luego a su canciller, Lord Carrington.
En forma impetuosa, Galtieri respondió (a Shlaudeman) que no
iba a responder nada porque su gobierno no tenía que rendirle cuentas a nadie,
por lo que el norteamericano, muy nervioso, se dirigió a su embajada para telefonear
al secretario de Estado, Alexander Haig y confirmar sus sospechas.
Pasadas las 22.00 hs. el teléfono del despacho presidencial
volvió a sonar y cuando Galtieri manifestó su molestia, Costa Méndez, que se
encontraba presente, le aconsejó que atendiese. Se encontraban presentes
numerosos funcionarios, entre ellos el teniente coronel Bauzá, especialista en
conexiones telefónicas de alta complejidad y el secretario de la Cancillería, Roberto
García Moritán, que, a pedido de Costa Méndez, haría las veces de intérprete. Bauzá había instalado tres aparatos con una extensión, para escuchar las conversaciones en forma simultánea.
Galtieri atendió y tras las salutaciones de rigor, Reagan
fue directo al grano diciendo que tenía información fidedigna de que la Argentina adoptaría medidas
de fuerza respecto de las islas Malvinas y eso lo preocupaba mucho, por lo que
creía conveniente hallar una alternativa para evitar el uso de la fuerza.
Sentado frente a su escritorio Galtieri le agradeció su preocupación y después habló de los
diecisiete años de conversaciones infructuosas con Gran Bretaña, del desdén con
el que aquella había tratado el tema, de que las islas eran territorio
argentino por derecho propio y que el Reino Unido había amenazado a ciudadanos
argentinos, trabajadores civiles que se encontraban legítimamente en las
Georgias del Sur, a quienes el gobierno tenía la obligación de proteger. Reagan
insistió en continuar con las conversaciones a lo que el mandatario argentino
respondió que su país no había variado su vocación negociadora y el
norteamericano agregó que tenía buenas razones para asegurar que Gran Bretaña
iba a utilizar la fuerza para recuperar lo que creía y estaba convencida, era
suyo. Ofreció los buenos oficios de su gobierno y propuso como representantes a
su vicepresidente, George Bush y a la embajadora Janne Kirkpatrick de las
Naciones Unidas.
Ante las respuestas evasivas de Galtieri, Reagan agregó una
frase con la que pretendió tocar la conciencia de su interlocutor. Dijo que un
conflicto de tal naturaleza repercutiría en todo el hemisferio creando una
grave tensión por lo que, recalcando las buenas relaciones existentes entre su
administración y la
Argentina, volvió a insistir en una solución pacífica.
La respuesta de su contraparte fue terminante:
solo habría solución si Gran Bretaña reconocía esa misma noche la soberanía
argentina en las Malvinas, cortando así toda posibilidad al intento de Reagan.
Entonces, el presidente norteamericano cambió de táctica,
dejando ver con cautela y astucia, cual iba a ser su postura si el
conflicto se agravaba.
- Señor presidente, creo que es mi obligación advertirle que
Gran Bretaña está dispuesta a responder militarmente a un desembarco argentino.
Así me lo ha hecho saber el Reino Unido. Además, la señora Thatcher, mi amiga,
es una mujer decidida y ella tampoco tendría otra alternativa. El conflicto
será trágico y tendrá graves consecuencias hemisféricas – y ante la dura
postura de Galtieri agregó – La opinión pública norteamericana y mundial adoptarán una actitud negativa frente
al uso de la fuerza por parte de la Argentina. Además,
el esfuerzo que se ha hecho para reconstruir las buenas relaciones entre
nuestros gobiernos se verá gravemente afectado. Gran Bretaña, señor presidente,
es un amigo muy estrecho de los Estados Unidos y la nueva relación que mantiene
hoy Washington con Buenos Aires, lograda después de un largo esfuerzo hecho
ante la opinión pública, se verá irremediablemente afectada.
Y a continuación siguió la amenaza solapada pero latente que
el presidente norteamericano dejó entrever cautelosamente, creyendo que de ese
modo lograría ablandar a su par argentino.
-Solo puedo decir que lamento no haber tenido éxito al
transmitir mi preocupación por el efecto de esta situación en el futuro del
hemisferio. Intenté crear un buen clima de diálogo para persuadirlo de que no
utilice la fuerza pero no podía dejar de llamarlo porque sé cuales serán las
consecuencias de esta acción.
Lamentablemente, los argentinos no se percataron del contenido
de esas palabras.
La
mañana del 2 de abril el mundo se hallaba desconcertado.
En Buenos Aires, como en el resto del país, la gente se volcó a las
calles para
exteriorizar su alegría, olvidando los violentos incidentes que habían
tenido
lugar tres días antes, tanto en la capital como en las principales
ciudades, cuando el gobierno reprimió una marcha de protesta organizada
por la Multipartidaria,
en repudio a la política económica y social. El saldo de aquellas
manifestaciones fue de un muerto en la ciudad de Mendoza, varios heridos
y decenas de detenidos.
Sin embargo, aquel histórico 2 de abril, nadie parecía
recordar eso.
Eran las 14.30 cuando la Cadena Nacional de
Radio y Televisión cortó sus programas habituales para anunciar que el general
Galtieri iba a hacer el anuncio oficial de que las islas Malvinas, Georgias y
Sándwich del Sur habían sido recuperadas.
Compatriotas.
En
nombre de la Junta
Militar y en mi carácter de presidente de la Nación, hablo en este crucial
momento histórico a todos los habitantes de nuestro suelo para transmitirles
los fundamentos que avalan una resolución plenamente asumida por los
comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas que interpretaron así el profundo
sentir del pueblo argentino.
Hemos
recuperado, salvaguardando el honor nacional, sin rencores, pero con la firmeza
que las circunstancias exigen, las islas australes que integran por legítimo
derecho, el patrimonio nacional.
Esta
decisión obedeció a la necesidad de poner término a la interminable sucesión de
evasivas y dilaciones instrumentadas por Gran Bretaña para perpetuar un dominio
sobre las islas y su zona de influencia.
Esta
actitud fue considerada por el Gobierno Nacional en las actuales
circunstancias, como prueba concluyente de su falta de buena voluntad para
entablar negociaciones serias y en corto plazo, sobre el objeto central de la
disputa y reconocer de una vez y para siempre, que sus supuestos derechos no
tienen otro origen que un acto de despojo.
La
situación que se planteó se refería a un virtual emplazamiento a un grupo de
argentinos, para que abandonara las islas Georgias, donde ese grupo
desarrollaba legalmente un trabajo común, siendo que su situación jurídica
estaba protegida por acuerdos establecidos oportunamente por los dos países.
El
envío de una fuerza naval y el término perentorio que se le quiso imponer, son
demostraciones claras de que se persiste en encarar la cuestión con argumentos
basados en la fuerza y sólo se ve la solución en el desconocimiento liso y llano
de los derechos argentinos.
Frente
a esa inaceptable pretensión, el gobierno argentino no puede tener otra
respuesta que la que acaba de dar en el terreno de los hechos.
La
posición argentina no representa ningún tipo de agresión contra los habitantes
de las islas cuyos derechos y modo de vida serán respetados con la misma
hidalguía que lo fueron los pueblos liberados durante nuestras guerras
libertadoras, pero no hemos de doblegarnos ante los hechos intimidatorios de
fuerzas británicas que, lejos den haber usado las vías pacíficas de la
diplomacia, han amenazado con el uso indiscriminado de esas fuerzas.
Nuestras
fuerzas solo actuarán en la medida de lo estrictamente necesario. No
perturbarán en modo alguno, la vida de los habitantes de las islas y, bien por
el contrario, protegerán a las instituciones y personas que convivan con
nosotros. Más no tolerarán desmán alguno en tierra insular o continental.
Tenemos
clara la importancia de la actitud asumida, y para su defensa, se levanta la
nación argentina íntegra. Espiritual y materialmente sabemos muy bien que es nuestro el respaldo de un pueblo consciente
de su destino, conocedor de sus derechos y obligaciones, y que desde hace mucho
tiempo aspira a reintegrar las islas Malvinas, Georgias y Sandwich del Sur y
zonas de influencia, al territorio nacional.
El
paso que acabamos de dar se ha decidido sin tener en cuenta cálculo político
alguno. Ha sido pensado en nombre de todos y cada uno de los argentinos, sin
distinción de sectores o banderías y con la mente puesta en nombre de todos los
gobiernos, instituciones y personas que en el pasado, sin excepción y a través
de 150 años, han luchado por la reivindicación de nuestros derechos.
Sé,
y lo reconozco con profunda emoción, que el país entero vive el alborozo de una
nueva gesta y que se apresta a defender lo que es propio, sin reparar en
sacrificios que, es posible, debamos realizar o en problemas sectoriales que,
por comprensibles que sean, jamás podrán anteponerse al interés nacional
supremo, donde se juega el ser o no ser de la Patria.
Ruego
con fe cristiana que quienes hoy son nuestros adversarios comprendan a tiempo
su error y reflexionen profundamente antes de mantener una postura que es
rechazada por los pueblos libres del mundo y por todos los que han sufrido el
cercenamiento de su territorio, el colonialismo o la explotación.
Ruego
con fe cristiana por nuestros hombres en el mar austral, por vuestros hijos,
esposos, hermanos, padres; por los conscriptos, suboficiales y oficiales que
son la avanzada de un esfuerzo argentino que no cejará hasta la victoria final.
Invocando
la protección de Dios y su Santa Madre, comprometámonos todos los argentinos a
cumplir con nuestro deber, como lo hicieron las generaciones del siglo pasado,
que no repararon en la rudeza del clima, en las distancias, en la enfermedad o
en la pobreza cuando se trató de defender la libertad.
Ellas, al integrar la
misión libertadora de Belgrano al Paraguay, las del Alto Perú, allende la
cordillera, por el Pacífico con el general San Martín a su frente o en le
desierto, no vacilaron en abandonar la familia, las comodidades, lo poco o
mucho que tenían. Esta, nuestra generación de hoy, es capaz de emularlas. ¡¿O
no somos capaces de hacerlo?! Yo creo en vosotros. Debemos todos creer en
nosotros mismos y levantar, todos unidos, muy en alto, nuestra bandera, como
emblema de la libertad, para que flote soberana y definitivamente en nuestra
Patria Grande.
Ello
no basta para que persistamos en nuestra tradición de país amante de la paz y el respeto a todas las naciones del
orbe, ni impedirá que con gesto de amistad que nace de nuestra hidalguía
natural, retomemos en un plano de dignidad, la vía diplomática que asegure
institucionalmente la situación que
hemos alcanzado, el clara salvaguarda de legítimos intereses que siempre hemos
sabido respetar.
Nuestros
brazos siempre estarán abiertos para sellar compromisos nobles y para olvidar
agravios del pasado en pos de un futuro de paz, que deseamos para el mundo
civilizado.
¡Al
gran pueblo argentino, salud!
Dios
así lo quiera.
Este discurso grandilocuente, cargado de errores históricos
y falacias, fue largamente ovacionado por la multitud que se había reunido en
Plaza de Mayo.
En las islas Británicas, en tanto, el estupor no tenía
límites, sumándose al mismo una creciente cuota de indignación.
Aquel día, las oficinas de Fleet Street recibieron en forma
constante, comunicaciones procedentes de sus agencias noticiosas en Buenos
Aires dando cuenta de lo que acontecía en el sur.
El orgullo del pueblo británico estaba herido hasta tal
punto, que en la Cámara
de los Comunes el segundo del Ministerio de Relaciones Exteriores, Humphrey
Atkins, aseguraba que tales noticias eran falsas y que no se había producido
ningún desembarco.
Sin ninguna duda el gobierno de Su Majestad había sido
tomado por sorpresa y cuando la opinión pública lo supo, su gabinete comenzó a tambalear.
El prestigioso diario “The Times” consideró errónea la forma
de proceder de los funcionarios londinenses. El director de la Falklands Island
Company, Brian Frow, dijo en la capital británica que aquellos habían sido
excesivamente blandos ante Buenos Aires y los periódicos conservadores “Daily Telegraph” y “Daily Express”
anunciaron la invasión con títulos como “Humillación”
y “Vergüenza”.
John Nott, que se había defendido argumentando que haberse
adelantado a los hechos habría precipitado las cosas, anunció la urgente
reunión de una fuerza naval que en un primer momento estaría integrada por dos
portaaviones a los que se unirían otras unidades.
En el Parlamento se abordó el tema de los 1800 habitantes de
las Malvinas, sin mencionar a los civiles que estaban en las Georgias, súbditos
de la corona británica todos, quienes según lo que argumentaban los
constituyentes, quedarían a merced de la feroz dictadura argentina, tema con el
que los británicos machacarían a lo largo de todo el conflicto.
El ministro de Relaciones Exteriores, Lord Carrington, se
hallaba de viaje por Bruselas e Israel cuando a las 18.00 hs. del 2 de abril su
par de Defensa, John Nott, anunció en conferencia de prensa que las islas
australes de Gran Bretaña habían sido invadidas por la Argentina, noticia que
generó la estampida de los periodistas presentes.
La reunión en la
Cámara de los Comunes tuvo lugar al día siguiente, sábado el
3 de abril y fue la primera vez que se hacía en fin de semana desde la crisis
del Canal de Suez, último conflicto armado del Reino Unido del que, para mayor
preocupación de los presentes, había salido derrotado.
Al iniciarse la reunión, el viceministro de Relaciones
Exteriores y portavoz de esa cartera en el recinto, Humphrey Atkins, solicitó
la palabra para pedir disculpas por su equivocación del día anterior, al haber
asegurado que las noticias de la invasión eran falsas. A continuación, la primera
ministra, visiblemente nerviosa, se puso de pie y comenzó su exposición,
brindando un panorama de la situación. Dicen Eddy, Linklater y Gillman que lo
primero que hizo fue asumir la responsabilidad por la pérdida territorial que
Gran Bretaña había sufrido (la primera desde la Segunda Guerra
Mundial), prometiendo a continuación que se pondría en marcha un vasto
operativo para recuperarlas.
El
debate fue intenso y duró más de tres horas durante las cuales Margaret
Thatcher, aunque firme en apariencia, dio muestras de estar perturbada
pues no hablaba con claridad, sobre todo durante los virulentos ataques
de los
parlamentarios opositores que, irritados, la increparon por no haber
previsto y
evitado la invasión. Fue entonces que confirmó que las primeras unidades
navales
zarparían el lunes 5 de abril, aduciendo la necesidad de defender a los
casi
dos mil ciudadanos británicos que poblaban los archipiélagos.
Uno de los ataques más certeros que la primera ministra
soportó y ante el cual estuvo a punto de sucumbir, fue el del laborista Michael
Foot, que había convencido a muchos de los presentes que la culpa de todo lo
que estaba ocurriendo era del gobierno. La pregunta clave fue ¿por qué no se
había actuado con mayor rapidez como lo habían hecho los laboristas en 1977. Sir
Nigel Fisher, por su parte, efectuó una tonta proposición cuando mocionó pidiendo que la Argentina
fuese expulsada de los mundiales de fútbol, una estupidez que parecía
evidenciar que el parlamentario no tenía demasiada conciencia de la gravedad
del asunto.
La Cámara
de los Comunes solicitó la presencia de Lord Carrington por considerarlo el
principal responsable de la crisis. Sin embargo, a último momento se decidió
convocarlo unos días después pero en la Cámara de los Lores donde a pedido de Lord Shackleton,
se lo trató con un poco más de benevolencia. El “Sunday Telegraph”
calificó a aquello como la jornada más aciaga del gobierno conservador.
La crisis quedó en evidencia cuando el 5 de abril Lord
Carrington presentó su renuncia. El ministro del Interior, William Whitelaw
intentó disuadirlo por todos los medios pero no lo logró. Lo mismo hizo
Margaret Thatcher con idénticos resultados. Junto a él dimitieron Humphrey
Atkins, Richard Luce, tercero en escalafón y el ministro de Defensa John Nott.
Habían rodado varias cabezas a causa del conflicto y era imperioso evitar que otras lo
hicieran.
Margaret Thatcher se opuso terminantemente al alejamiento de
aquel último funcionario y casi rogándole, le exigió que se quedara. Nott
accedió pero con la condición de que se lo solicitase por escrito, cosa que
aquella aceptó inmediatamente. De esa manera, en su segunda aparición ante la Cámara de los Comunes, el 7
de abril, la primera ministra apareció junto a un renovado ministro de Defensa,
mucho más confiado y seguro de sí mismo, con quien presentó un nuevo informe
al organismo, admitiendo en parte, lo que sostenía la oposición en cuando a que
se habían cometido errores.
Carrington fue reemplazado por otro funcionario de carrera,
Francis Pym, con quien la señora Thatcher no se llevaba muy bien.
Por esos días, la junta militar argentina recibió un
telegrama de la reina Isabel II de Inglaterra exigiendo el inmediato retiro de
sus fuerzas de los archipiélagos australes, algo que Buenos Aires ni siquiera
tomó en cuenta.
Quienes estaban sumamente sorprendidos por la noticia de la
recuperación de las islas eran los funcionarios del Proceso de Reorganización
Nacional, entre ellos los ministros Alfredo Oscar Saint Jean, titular de la
cartera de Interior y Roberto T. Alemann, de Economía quienes, como la mayoría
de sus colegas, poco y nada sabían antes del 2 de abril.
El que había estado siguiendo las alternativas de los sucesos en el lejano sur fue Atilio Molteni, encargado de negocios de
la embajada argentina en el Reino Unido, quien se sobresaltó cuando aquella
mañana leyó en “The Times” de Londres, que su país había invadido los
archipiélagos australes. Casualmente guardaba un artículo del mismo diario,
aparecido en una edición anterior, donde el periodista Michael Fidman se
refería a los militares argentinos como impredecibles y aseguraba que era
posible un ataque a las islas. Por entonces las comunicaciones entre Buenos
Aires y la capital de Inglaterra estaban prácticamente paralizadas y utilizar
el teléfono implicaba un riesgo porque los servicios de inteligencia británicos
conocían y dominaban las claves argentinas.
Molteni, bastante angustiado y desorientado, venía
observando como se manejaban los agregados navales de la embajada, almirante
Raúl González y capitán de navío Alfredo Febré y recordó que el 30 de marzo
anterior, el primero había deslizado algo referente a las Georgias, asegurando
que el incidente iba a traer consecuencias graves. Al día siguiente, un alto
funcionario de Aerolíneas Argentinas le dijo que creía que estaban por suceder
cosas importantes porque los vuelos entre ambos países se hallaban suspendidos.
En vista de ello, Molteni llamó al gerente de la sucursal
del Banco de la
Nación Argentina en Londres y lo alertó sobre la necesidad de
transferir los fondos a alguna cuenta suiza dado que, de producirse algún
acontecimiento imprevisto, era seguro que los ingleses iban a tomar represalias
bloqueando los fondos y confiscando los bienes de nuestro país.
Mucho nerviosismo se vivía también en el Foreign Office.
Un día antes del ataque, el 1 de abril, el parlamentario
conservador Ray Whitney se encaminó a la embajada argentina y le ofreció a
Molteni el envío de un representante de su gobierno a Buenos Aires o al lugar
donde la Junta
creyese conveniente, para dialogar sobre el asunto. El argentino preguntó quien
sería ese funcionario y Whitney le respondió que John Ure, su jefe en el
gabinete de Lord Carrington o Richard Luce, aquel que había solucionado en
Nueva York el asunto de Nicholas Ridley, un funcionario que había estado a
punto de desencadenar un conflicto en 1979 cuando tras su visita a Puerto
Stanley, hizo mordaces comentarios sobre el régimen militar y la violación de los
derechos humanos.
Molteni
guardó silencio un instante y al cabo de un rato sugirió como
interlocutor al vicecanciller Enrique Ros. Mientras eso ocurría,
Atkins volaba a Israel para reemplazar a Lord Carrignton a fin de que
este
pudiese volver a Londres.
Casi cuando el gobierno británico anunciaba la probabilidad
de una crisis en el sur, en Washington, Esteban Tacaks recibió un llamado de la
embajadora Jeanne Kirkpatrick, quien le informó que el gabinete estaba al tanto
del inminente ataque. Tacaks quedó estupefacto porque, al parecer, carecía de
información al respecto y no supo muy bien que decir. Quien sí lo sabía era el
representante argentino ante las Naciones Unidas, Eduardo Roca, que de
inmediato se comunicó con Costa Méndez para pedir instrucciones, utilizando
para ello el teléfono que distorsionaba las voces.
Tacaks recibió otro llamado, esta vez el de Thomas Enders,
subsecretario de Asuntos Interamericanos de los Estados Unidos, quien lo citaba
urgentemente al despacho de Alexander Haig. El diplomático argentino llegó en
menos de veinte minutos para escuchar la misma información que le pasara
Kirkpatrick. Se le ofreció la mediación del vicepresidente Bush y se le dejó
entrever cuales iban a ser las consecuencias si la Junta Militar
rechazaba el ofrecimiento.
-Usted comprenderá, señor embajador, la importancia que tienen
para mi país lan relaciones con Gran Bretaña. Nosotros no deseamos una
alternativa bélica porque quizás, no podamos ser neutrales.
Más claro imposible. Y como se vería en el futuro, aquellas
palabras eran reales.
Tacaks regresó más que volando a la embajada y allí convocó
a todos sus agregados a quienes puso al tanto de lo que ocurría. Acto seguido llamó
a Buenos Aires para hablar con Costa Méndez que tomó nota de lo que el
diplomático le dijo.
Mientras tanto, Ros citó al embajador soviético, Sergei
Striganov, urgido por plantearle la necesidad del veto en el Consejo de
Seguridad. Costa Méndez reiteraría el pedido al día siguiente y lo mismo haría
con el representante chino mientas se cursaban telegramas a las legaciones
argentinas en Moscú y Pekín instruyendo a sus titulares para que hiciesen lo
propio ante esos gobiernos.
Los días 31 de marzo y 1 de abril el canciller porteño se
reunió con el vacilante embajador británico, Anthony Williams, quien aguardaba
una respuesta a la pregunta que Londres había formulado vía Molteni. Lo que
obtuvo fue una durísima réplica de Costa Méndez que en pocas
palabras, dejó entrever que la
Argentina rechazaba la proposición.
En
Estados Unidos, Janne Kirkpatrick invitó a Eduardo Roca y
a Anthony Parsons, embajador del Reino Unido, a tomar el té en su
domicilio.
Con anterioridad, el secretario general de las Naciones Unidas, el
peruano
Javier Pérez de Cuellar, había convocado a ambos para expresarles su
preocupación ante la amenaza de una guerra pero ni el argentino ni el
inglés alcanzaron a verse por haber llegado en diferentes horarios. En
vista de ello
Cuellar hizo una apelación pública a ambos gobiernos solicitando una
solución
pacífica.
En cuanto a la invitación en casa de Janne Kirkpatrick, Roca
prefirió no concurrir porque no sabía como actuar y tampoco tenía instrucciones
al respecto. Además, estaba al tanto de que desde el 1 de abril la flota de su país
amagaba el archipiélago malvinense y que la invasión se había pospuesto por
cuestiones climáticas.
Roca llamó a la funcionaria y se excusó, manifestando la
conveniencia de postergar la invitación para más adelante aunque dijo que tenía
previsto dirigirse al Palacio de Cristal para ponerse en contacto con el
funcionario británico en lo que creía, era un marco más adecuado.
El encuentro tuvo lugar, finalmente, en una pequeña sala
contigua al Consejo de Seguridad, donde se desarrolló un breve diálogo que
Parsons concluyó repentinamente, porque se lo acababa de convocar a su sede
diplomática. Lo esperaba un cable urgente de Londres informando que la
invasión al archipiélago era inminente.
Parsons leyó el mensaje en su despacho y con él en la mano,
corrió de regreso al Palacio de Cristal para solicitar una reunión urgente del
Consejo de Seguridad. El mismo se constituyó en su sesión Nº 2345, presidido
por el zaireño (congoleño) Kamanda Wa Kamanda, quien abrió el cónclave dando la
palabra a los británicos.
De su boca supieron los representantes de las naciones
miembros, de la amenaza argentina. Después de escuchar, Kamanda
invitó a ambas partes a evitar el uso de la fuerza y sometió el tema a
tratamiento. De resultas de ello, fue aprobada la Resolución 502 por la
que se instaba a ambas partes a dar una solución pacífica al asunto evitando,
por todos los medios, el uso de la fuerza y respetando los principios de la Carta de las Naciones
Unidas.
Argentina no salió bien parada de aquella reunión ya que
solo obtuvo el apoyo de Panamá en tanto los franceses, fieles aliados de
Inglaterra, consiguieron los votos de Togo, Zaire (Congo), Uganda, Jordania y
Guyana, esta última, temerosa de sus problemas limítrofes con Venezuela, país
que pidió y obtuvo un plazo de 24 horas para darle tiempo a su canciller de
llegar a Nueva York.
El tema estaba instalado en el Consejo y constituía un
triunfo para los británicos, en especial su embajador, quien de ese modo, había
puesto en marcha la hábil diplomacia de su país, aquella que tantos éxitos le
reportara a lo largo de la historia.
En Londres, Carrington (todavía ministro) y Noott discutían
el envío de una fuerza militar al Atlántico Sur después que el segundo pusiese
en estado de alerta a sus fuerzas armadas. Pocas horas después, un cable
proveniente de Puerto Stanley daba cuenta que el archipiélago estaba siendo
invadido.
Informado de lo que estaba ocurriendo, Costa Méndez recibió
un llamado del embajador argentino en Moscú, Ernesto de la Guardia, quien lo puso al
tanto de sus gestiones. El diplomático se había entrevistado con el
viceministro de Relaciones Exteriores, Igor Zemskov y el embajador Arkadi
Volski, quienes le habían garantizado que la Unión Soviética le
estaba dando toda la consideración al asunto.
El canciller argentino llamó a Molteni (Londres) y a Roca
(Washington) para informarles sobre el éxito del desembarco y antes de
finalizar, le dijo al último que esa misma noche partía para la capital de los
Estados Unidos, donde se verían antes de la sesión.
Aquel 1 de abril fue la jornada del gran triunfo británico
en las Naciones Unidas, ello gracias a la iniciativa del embajador Parsons,
quien a lo largo de sus dos años de gestión, había hecho numerosos amigos.
La Argentina acababa de hacer un nuevo cambio de
embajadores, enviando a Roca a los Estados Unidos, por coincidencia, el 24 de
marzo, aniversario del golpe de estado de 1976. Y de un inesperado regreso del diplomático a Buenos Aires por problemas de salud, Parsons supo sacar
ventajas importantes.
Todo pareció jugar a favor de Inglaterra cuando Kamanda Wa
Kamanda reemplazó a la señora Kirkpatrick en la presidencia del Consejo de
Seguridad, el 31 de marzo, es decir, el día anterior al mencionado viaje,
movida providencial para sus intereses porque Londres tenía motivos suficientes
para sospechar que la embajadora era partidaria de la posición argentina.
En la capital británica, mientras tanto, la situación se
complicaba para los argentinos.
Producida la invasión, Molteni, intuyendo que el embargo y
bloqueo de los bienes de su país en Gran Bretaña eran inevitables, se comunicó
urgentemente con la sucursal londinense del Banco de la Nación Argentina
para ordenar a su gerente la salida hacia Suiza de todo el dinero disponible.
Se extrajeron unos u$s 500.000.000 pero quedaron otros u$s 1500.000.000 que no
hubo tiempo de sacar. Después de eso, sabiendo que en cualquier momento las
autoridades británicas tomarían medidas contra la sede diplomática, convocó en
forma urgente a todo el personal y una vez reunido, lo puso al tanto de lo que
estaba ocurriendo. Se encontraban presentes cuatro colegas suyos, Juan Eduardo
Fleming, Jaureguiberry, Iglesias y Salvador, además de diez militares y
cincuenta empleados civiles.
El jefe de la legación acompañó sus palabras con una suerte
de arenga, diciendo entre otras cosas, que aquel 2 de abril era un día
histórico porque se había recuperado una porción irredenta de nuestra
tierra. Al finalizar, invitó a los presentes a entonar el Himno Nacional (un
momento de gran emotividad) y acto seguido, dispuso la destrucción de toda la
documentación mientras se aprestaba a hacer unas llamadas.
El personal de la embajada se movió presurosamente. Lo
primero que hizo fue bajar de los altillos dos tambores de kerosén vacíos que
se colocaron en el patio y una vez acondicionados, procedió a quemar los papeles
junto con las claves existentes.
Molteni aprovechó la ocasión para retratar el momento,
tomando fotografías de su gente cuando quemaba los archivos. Pocas veces un
país latinoamericano había vivido situaciones propias de una película de guerra
y espionaje como aquella.
En un determinado momento, uno de los agregados militares se
acercó a Molteni para decirle que no debía ser tan fatalista y que sería bueno
alejar de su mente el fantasma de un conflicto armado ya que el mismo era
improbable. El consejero Carlos Echagüe estuvo de acuerdo, pero el tiempo les demostraría su error.
En esas estaban diplomáticos y empleados cuando llegó a la
embajada la tan esperada citación del Foreign Office. Eran las 14.00 hs. en
Londres y la cita para Molteni estaba programada para las 17.00 en punto.
El diplomático llamó a Buenos Aires y pidió con el
canciller. Cuando Costa Méndez atendió, aquel le requirió instrucciones a lo
que el ministro le ordenó proceder de acuerdo al protocolo.
Después de almorzar frugalmente, Molteni siguió supervisando
la destrucción de la documentación y a las 16.30 partió hacia el
ministerio. Llegó puntualmente y fue recibido por la secretaria de Sir Arthur
Michael Palliser, subsecretario permanente, que lo hizo esperar apenas dos
minutos.
El saludo que recibió fue frío y distante. El funcionario de
la Corona le
extendió un sobre y mientras lo hacía, dijo secamente.
-Ustedes han invadido territorio británico.
Molteni leyó la nota y vio que se trataba de la ruptura de
relaciones diplomáticas.
- Disculpe –contestó- Nosotros no hemos invadido nada. Hemos
recuperado lo que es nuestro.
- Eso se va a discutir en las Naciones Unidas y en otros
ámbitos también – agregó el anglosajón en tono de amenaza.
- Así será – respondió el argentino dando media vuelta para
retirarse.
A punto estaba de abrir la puerta cuando a sus espaldas,
alcanzó a oír la voz de Palliser diciéndole que, a partir de ese momento, Suiza
representaría los intereses británicos en la Argentina. Molteni
lo miró e intentando demostrar calma, manifestó que iba a informar a su
canciller. Acto seguido, se retiró.
Ese día, por la noche, tuvo lugar una cena en la embajada,
donde primó la cordialidad y el buen ánimo aunque un poco de incertidumbre y
tensión también ya que a lo largo del día, se habían recibido amenazas
telefónicas sobre posibles atentados. Eran todas falsas,
producto de nacionalistas exaltados, pero no dejaron de inquietar, sobre todo
al personal femenino.
Al final hubo un brindis, oportunidad que Molteni aprovechó
para comunicar a funcionarios y empleados que tenían cuatro días para abandonar
el país.
Del
mismo modo, el personal de la Comisión Naval Argentina en Europa, cuyo
asiento se encontraba en Londres, también se dispuso a evacuar
territorio británico.
La
mañana del 26 de marzo de 1982, una llamada telefónica advirtió a su
jefe, el contraalmirante Raúl Jorge González, sobre la urgente necesidad
de transferir los fondos que la representación tenía depositados en los
bancos de esa capital, hacia el continente. Quien hablaba era el
contraalmirante contador Horacio R. Nadale, titular de la Contraloría
General Naval, cuyas oficinas se encontraban en el segundo piso del
Edificio Libertad. Seguía directivas del Estado Mayor General de la
Armada en cuanto a preservar esos caudales ante la posibilidad de
sanciones por parte del Reino Unido una vez iniciadas las acciones.
Por eso, ni bien cortó la comunicación, González convocó a su equipo de
colaboradores y a puertas cerradas les impartió las primeras directivas,
recomendando para ello la mayor discreción.
Con
la Flota de Mar ultimando los preparativos en Buenos Aires, Punta Alta y
Mar del Plata, dio comienzo la operación destinada a retirar los
caudales, incluyendo una considerable suma de dinero en dólares
estadounidenses que la misión guardaba en sus cajas fuertes, intentando
no despertar sospechas entre las autoridades británicas.
Cuando
el 2 de abril, Londres impuso el bloqueo a los capitales argentinos,
buena parte de los mismos habían sido girados al extranjero o se
encontraban en poder del personal naval, listos para ser conducidos a la
Subcomisión Naval con sede en Alemania Occidental. Como lo explica el
contraalmirante Pablo E. Arguindeguy, en su libro Logística de la guerra de Malvinas,
al momento de actuar, los ingleses apenas pudieron accionar sobre un
saldo menor de esos capitales, el cual permanecería en su poder hasta
1985, cuando tras el acuerdo firmado entre Londres y el gobierno
democrático que regía entonces, fueron restituidos.
Ese
mismo día, la administración Thatcher dio a conocer su decisión de
expulsar a todo el personal argentino en su territorio, poniendo como
fecha tope el 8 de abril, aclarando que en caso de no cumplir la
resolución, el mismo sería considerado elemento hostil y en
consecuencia, proclive de ser arrestado y puesto a disposición de la
justicia militar.
En
tanto el personal comenzaba la tarea de destrucción de la documentación
clasificada a excepción de aquella que pudiese ser transportada, se
adoptaron las medidas destinadas a retirar los capitales y evacuar al
personal y sus familias, tomándose los recaudos necesarios para no ser detectados y su equipaje decomisado.
Entre
el 7 y el 8 de abril, Jueves Santo en todo el mundo, los argentinos
iniciaron su salida en dirección a Dover, en medio del flujo turístico
de Semana Santa. Fueron escoltados por motocicletas policiales en
prevención de actos vandálicos por parte de la población civil que a
excepción de algún gesto aislado, no se produjeron.
Antes
de partir, los capitanes de fragata contadores Rubén R. Barbero y
Nelson A. Schaller supervisaron personalmente el traslado del equipaje a
los automóviles particulares que formaban la caravana, en especial las
maletas en las que se encontraban los dólares estadounidenses, iniciando
a continuación un viaje en extremo tenso y peligroso.
El
derrotero se inició el 7 de abril por diferentes rutas y finalizó al
día siguiente, cuando los aludidos fondos llegaron a la Subcomisión
Naval en Alemania, la cual pasaría a funcionar como central a partir del
4 de mayo.
Dadas las restricciones que la Comunidad Económica Europea impuso a la
Argentina, oficiales, suboficiales y auxiliares civiles de la entidad
debieron dispersarse por diversos países de Europa y aguardar directivas
en lo que a decisiones futuras se refiere.
Para
entonces, la nación sudamericana sufría el embargo internacional y era
objeto de constantes sanciones, por lo que era imperioso moverse con
mucha cautela.
Algo similar ocurrió en territorio norteamericano cuando la
administración Reagan bloqueó sus caudales y cercenó la adquisición de
armamento, repuestos y equipo. El titular de la Comisión Naval en ese
país, vicealmirante Rubén O. Franco y su segundo, el capitán de fragata
contador Jorge Rodríguez, jefe del Departamento Económico-Financiero de
su Plana Mayor, se vieron obligados a adoptar recaudos para adquirir
esos componentes fuera de los Estados Unidos.
Mayor
suerte se tuvo en Italia, donde la agregaduría naval argentina logró
adquirir algunos implementos, entre ellos repuestos para el sistema de
armas, procedimientos que se vieron sumamente beneficiados cuando el 20
de abril de 1982, Roma y Dublin, desistieron de aplicar las medidas
impuestas por la CEE.
El 2 de abril la representación argentina en Washington ofreció a la embajadora Kirkpatrick una cena en su honor. La invitación tomó por sorpresa a la diplomática quien, sin embargo, aquel mismo día, por la tarde, llamó por teléfono a Tacaks y le confirmó su asistencia. Para ella, la Argentina era un aliado de importancia en las guerras centroamericanas y tenía muchas simpatías por nuestro país del cual, incluso, había escrito un libro5.
El 2 de abril la representación argentina en Washington ofreció a la embajadora Kirkpatrick una cena en su honor. La invitación tomó por sorpresa a la diplomática quien, sin embargo, aquel mismo día, por la tarde, llamó por teléfono a Tacaks y le confirmó su asistencia. Para ella, la Argentina era un aliado de importancia en las guerras centroamericanas y tenía muchas simpatías por nuestro país del cual, incluso, había escrito un libro5.
No era, por cierto, el único funcionario norteamericano que
opinaba de esa forma; en el Pentágono eran muchos los que valoraban las
operaciones militares que el régimen sudamericano llevaba a cabo en Honduras,
Nicaragua, El Salvador y Guatemala y creían necesario apoyar su posición.
Por el contrario, Alexander Haig era un acérrimo partidario de la postura
británica y en tal sentido, estaba empeñado en evitar todo asunto que pudiese
resentir la histórica relación entre ambas naciones.
Aquella noche acudieron a la embajada argentina el
secretario general de la OEA,
Alejandro Orfila; la agasajada, Janne Kirkpatrick; Tomas Enders, subsecretario
de Estado para Asuntos Interamericanos; Walter Stoessel, segundo después de
Haig; Frank Carlucci, subsecretario de Defensa; Charles Meyer, titular del
Ejército y William Middendorf, representante norteamericano en la OEA.
Como era de esperar, el Atlántico Sur fue el tema dominante
y en la oportunidad, el embajador argentino quiso saber cual sería la actitud
de los Estados Unidos en caso de una contienda a gran escala.
La cena transcurrió en un clima tenso y según la editora del
“Washington Dossier”, que estuvo
presente, fue un momento horrendo. Cuando Kirkpatrick habló, dijo que los
argentinos eran buenos para todo menos para gobernarse, expresión que
reiteraría tiempo después en otro lugar.
Finalizada la reunión, la agasajada comunicó a Tacaks que
Estados Unidos apoyaría a Gran Bretaña en el Consejo de Seguridad, noticia que
dejó perplejo al funcionario argentino. Kirkpatrick se ofreció como mediadora y
luego lo invitó junto a Roca, a una cena en el Waldorf Tower, al día siguiente.
Los que no quedaron nada satisfechos con aquel agasajo
fueron los británicos, quienes criticaron y hasta acusaron a la señora
Kirkpatrick por su marcada posición argentina. Nicholas Henderson,
representante de Londres en las Naciones Unidas, llegó a decir que la
concurrencia de la diplomática a aquel banquete fue lo mismo que si un
funcionario de la Corona
hubiese aceptado una invitación a cenar en la embajada de Irán el día del secuestro de los rehenes
norteamericanos en Teherán.
El 3 de abril por la mañana, Nicanor Costa Méndez se hallaba
en Nueva York. Ese día, Gran Bretaña presentó el caso en el Consejo de
Seguridad de las Naciones Unidas y en la Comunidad Económica
Europea, logrando importantes respaldos. Mientras tanto, en Buenos Aires se
especulaba hasta tal punto con que los vetos de la Unión Soviética y
China frenarían toda medida favorable a los ingleses, que un programa de
televisión llegó a decir que era casi imposible que Londres obtuviera éxito.
En el Consejo de Seguridad la gestión de Costa Méndez
terminó en el más completo fracaso. El ultraconservador canciller argentino
cometió un grave error al intentar darle a los presentes una lección de
historia y peor todavía cuando quiso “orientar” su voto. “Malvinas es un problema colonial por lo que los señores embajadores
deben votar con una postura anticolonialista”6.
Aquello molestó a los presentes, más cuando Costa Méndez,
con absoluta falta de tacto, no respondió la pregunta de uno de los
representantes, argumentando que no tenía tiempo de hacerlo.
Como “actuación desastrosa” catalogaron los analistas la
gestión del canciller.
La
Resolución 502 fue aprobada por diez votos a favor de Gran
Bretaña contra uno -el de Panamá-, en favor de la Argentina, además de
cuatro abstenciones, dos de ellas, sorpresivas, la de la URSS y China7.
Ese mismo día, Margaret Thatcher
hizo frente en el Parlamento a un verdadero temporal político en el que, incluso, se le llegó a
pedir su renuncia. Por el contrario, la primera ministra se mantuvo incólume y
según algunos observadores, hasta se sintió imbuida por la tradición imperial
de su patria, disfrutando el desafío.
Las críticas se enfocaron, principalmente, en el hecho de no
haber reforzado las islas teniéndose, como se tenían, pruebas de que la Argentina iba a realizar
algún tipo de acción. Se volvieron a mencionar los 1800 británicos cautivos de
la dictadura militar y se puso énfasis en el enorme esfuerzo que debería
hacerse para rescatarlos.
La
Thatcher soportó estruendosas carcajadas cuando explicó que
se le había enviado un telegrama al gobernador Rex Hunt informándole que las
islas iban a ser invadidas. Realmente toleró todo con mucho estoicismo y al
finalizar la reunión, anunció el envío de una fuerza militar para restablecer
el dominio británico en el área. Terminó diciendo que si había que
combatir se iba a combatir y que, en caso de hacerlo, no lo harían para perder.
Al mismo tiempo, Noott informó a la ciudadanía a través de radio y televisión,
que la Marina Real
estaba pronta a partir en una misión de guerra y que estaba dispuesta a luchar
en caso de tener que hacerlo.
Entre el 2 y el 3 de abril se llevaron a cabo en Buenos
Aires grandes concentraciones populares que tuvieron al pueblo como principal
protagonista, especialmente en la histórica Plaza de Mayo. Ni bien Galtieri terminó de hablar, la
multitud partió enfervorizada para
recorrer el centro de la ciudad y mientras eso ocurría, numerosos países
comenzaron a solidarizarse con Gran Bretaña y a repudiar la actitud argentina,
entre ellos Francia, Canadá, Australia y Nueva Zelanda.
Aquella última nación rompió relaciones diplomáticas y
retiró su embajador al tiempo que exigía el inmediato retorno de las tropas
acantonadas en el archipiélago. Incluso algunos estados latinoamericanos
parecieron justificar el reclamo inglés, entre ellos Chile, Colombia, Brasil y
Uruguay en donde los órganos de prensa locales lanzaban duras críticas contra la Argentina. Los británicos Max Hastings y Simon Jenkins no se equivocan cuando en La batalla por las Malvinas,
aseguran que de ese modo, América Latina castigaba a su soberbia hermana
europea por haberla mirado siempre con marcado desprecio y aires de superioridad.
Aquel 3 de abril, el jefe de la marina de guerra
norteamericana en Buenos Aires canceló su visita a Puerto Belgrano y regresó a
su país. El día anterior, el Departamento de Estado había solicitado a la Argentina que
suspendiese todas las hostilidades y retirase sus tropas en tanto los medios de
prensa gráficos remarcaban la difícil situación en la que se encontraba Estados
Unidos ya que por un lado, Gran Bretaña era su aliado histórico más importante
y por el otro, la Argentina
estaba cumpliendo un papel importante en las pequeñas guerras de América
Central.
El día 5 fue una jornada clave con la renuncia de Lord
Carrignton y sus principales colaboradores y el ofrecimiento de Reagan para
mediar en el conflicto. Durante el transcurso del día, la Unión Soviética
criticó la posición imperialista de Gran Bretaña y el periodista francés Robert
Solé escribió en “Le Monde” de París
que los lazos que unían a ambos continentes eran muy estrechos pero que Estados
Unidos podía llegar a ser el mejor mediador. Reagan no ocultaba su apoyo a la Resolución 502 y los argentinos aguardaban ansiosos una reacción favorable.
Al tiempo que en el Reino Unido se iniciaban los aprestos bélicos, la Argentina se dedicaba a
consolidar su posición en las islas.
Mientras
en las calles de Buenos Aires la gente saltaba y
aullaba de alegría, en Puerto Stanley, rebautizado Puerto Argentino,
blindados
Amtracks recorrían la población emitiendo sonidos desagradables,
siniestros a oídos de sus habitantes. Al tiempo que eso ocurría, más
vehículos
descendían por las rampas de los transportes navales,
abarrotados de soldados y armamentos, en tanto en el aeropuerto el
tránsito aéreo se
tornaba intenso, con los enormes Hércules C-130 descendiendo y
despegando uno
tras otro, llevando tropas, víveres, municiones y armamento pesado que
soldados
conscriptos y suboficiales descargaban velozmente.
El teniente coronel Mohamed Alí Seineldín era quien
supervisaba personalmente la operación, impartiendo directivas e, incluso,
dando una mano personalmente cuando la situación lo requería.
Los habitantes de Puerto Argentino, acostumbrados al lento
paso de unos pocos automóviles particulares, en especial los Land Rovers, veían
con espanto aquel incesante desfile mientras su pacífica comunidad se iba
convirtiendo rápidamente en un campamento militar. Incluso presenciaron un
accidente de transito cuando el jeep que conducía el mayor Jorge Alberto Romero
Mundani8 (corto de vista), se llevó por delante a un camión del
Ejército. Había asombro en los niños y angustia en los mayores.
Ni bien finalizó la batalla, las fuerzas de ocupación se
posesionaron de los principales edificios de la población.
El jefe de la
Compañía de Vehículos Anfibios a Oruga, teniente de navío
Mario Forbice, se encaminó al juzgado para instalar su puesto de comando.
Cuando llegó, se encontró a los residentes argentinos que los británicos
concentraron allí el día anterior, quienes le ofrecieron un pormenorizado
relato de los acaecido en las horas previas al desembarco. Se les mandó
regresar a sus casas y a los agentes del orden locales se les confiscaron las armas y se les ordenó dirigirse al edificio de
Policía en espera instrucciones.
El jefe del Apostadero Naval Malvinas, capitán de fragata
Adolfo Aurelio Gaffoglio, tuvo a su cargo la toma de las instalaciones de la Falklnads Islands
Company, previa recorrida de lo que sería su jurisdicción. Poco después se le
encomendó la triste tarea de conducir al cuerpo sin vida del capitán Giachino
desde el hospital hasta el aeropuerto, donde fue subido a un Hércules que lo
condujo de regreso al continente. Luego acompañó al almirante Büsser en su
inspección por los cuarteles de Moody Brook y juntos pasaron al muelle de
combustible para reconocer sus instalaciones. Una vez allí encontraron gran
cantidad de armamento abandonado y hasta artefactos explosivos montados ex
profeso, a los que se procedió a desactivar.
En la casa del gobernador los argentinos habían arriado la
bandera británica y quitado el cuadro de la reina mientras la radio impartía,
una y otra vez, las normas impuestas por el nuevo régimen. Nadie podía salir de
su casa sin portar una bandera o paño blanco; desde el 2 de abril regía el
dinero argentino junto a las libras esterlinas, el idioma español pasaba a ser
oficial, se conduciría por el lado derecho de las calles, Radio Malvinas dejaba
de transmitir la BBC
y pasaba a regir el estado de sitio en todo el archipiélago. Se impondrían
castigos a quienes violasen esas reglas que iban desde el pago de multas hasta
el encarcelamiento y se confiscarían bienes en caso de ser necesario.
Los kelpers sintieron horror e indignación cuando los
argentinos comenzaron a cambiar los nombres de la nomenclatura local, en
especial al enterarse que la capital iba a denominarse “Puerto Rivero”.
Afortunadamente primó la sensatez y como el nombre del temible gaucho no era el
apropiado, se lo cambió por Puerto Argentino, mucho más significativo aunque no
menos molesto para los malvinenses.
El trato hacia los isleños fue siempre correcto pues esas
eran las instrucciones que las fuerzas de ocupación habían recibido antes de
partir. Hoy se sabe que los militares se cuidaron muy bien de evitar todo tipo
de roces, poniendo especial cuidado en no violar los estatutos de la Convención de Ginebra.
La fama de la que gozaban era la peor y sabían que los ojos del mundo estaban
puestos en ellos.
Los militares instruyeron a los soldados, especialmente a
los reclutas de 19 y 20 años, para que cuidasen su comportamiento con los
civiles. De todas maneras, no pudieron evitarse roces e inconvenientes.
La señora Ángela White, esposa del piloto civil Ian White,
contó que después de la invasión había soldados vigilando permanentemente las
casas y aunque nunca tuvo miedo, prefirió mantener a sus hijos lejos de ellos,
en especial de sus armas. Luego veremos como por las noches conscriptos asustados disparaban a todo lo que se movía.
La joven Claudette Moseley, empleada de la emisora radial,
contó a su vez que los jóvenes soldados se mostraban solícitos y amables pero
que tanto era el empeño que ponían, que terminaban por tornarse pesados. Por
esa razón, le pidió un día a un oficial que los retirara de la oficina, cosa a
la que aquel accedió.
Pero no todo fue color de rosa. Como contrapartida, se
suspendieron las clases durante todo el tiempo que duró la ocupación, los
negocios permanecieron cerrados y se obligó a algunos pobladores a trabajar
para las fuerzas de ocupación, en especial en la radio y en las oficinas de
correo, al frente de la cual fue designado un oficial argentino. El viejo jefe
de la estafeta, William Ethrige, debió leer a sus compañeros los estatutos de la Convención de Ginebra
para quitarles el trauma de que eran traidores.
Pese
a ello, los kelpers sabían que aunque estaban bajo una
dura dictadura, acusada de los peores crímenes y violaciones a los
derechos
humanos, de momento estaban a salvo debido a que los ocupantes
intentarían mostrar al mundo cuan bondadosos podían llegar a ser y que
beneficioso iba a resultarles el nuevo régimen. Como prueba de
ello, el poco serio periodismo argentino, amplia mayoría aún hoy,
comenzó a
publicar notas estúpidas y superficiales con títulos como “Ellos ya son
argentinos”, hablando de los nuevos hermanos malvinenses y de lo
afortunados
que iban a ser a partir de ese momento cuando todo el mundo sabía,
especialmente en la Argentina, cual era el pensamiento de los kelpers.
La demagogia no se hizo esperar.
En Buenos Aires, Alexander Betts fue a tramitar su Documento
Nacional de Identidad argentino y lo obtuvo en menos de 24 horas cuando lo
común eran colas de varias cuadras, horas interminables de espera, meses de
demora para su entrega y un trato pésimo.
Sin embargo, pese al cuidado que se puso, las cosas no les
salieron del todo bien a los demagogos de turno.
Soldados argentinos, en busca de leña para combatir el frío
nocturno, destrozaron las vallas y los cercos de varias propiedades, haciendo
añicos los prolijos jardines que los isleños cuidaban con esmero. Se llevó a
cabo una poco amistosa requisa de viviendas para buscar armas, confiscar
equipos de radio y requisar vehículos, en especial los Land Rovers que el Ejército
utilizó para sus desplazamientos. Por otra parte, los pesados blindados iban de un lado a
otros destrozando con sus orugas, postes, veredas y hasta algunos cercos,
chocando a veces entre sí o llevándose por delante lo que se les cruzara en el
camino, a veces vallas, a veces autos e incluso edificios.
El kelper Betts cuenta que cuando su gente vio la bandera
celeste y blanca flameando en la gobernación, sintió que una dictadura militar
acababa de instalarse para someterlos, sentimiento que se mantuvo durante los
74 días que duró la ocupación. Las comunicaciones con el exterior quedaron severamente
restringidas y cesó el transporte marítimo interisleño, medio vital para la
existencia de las pequeñas comunidades del interior. Sin embargo, lo que reveló
a las claras cual iba a ser la suerte de los pobladores en caso de que la Argentina llegase a
triunfar fue lo que les ocurrió, entre otros, a Philip Rozee y a la familia
Luxton.
Todo comenzó con la reaparición de la nada tranquilizadora figura de Patricio Dowling, jefe de la Sección de Inteligencia de
la Policía Militar
181, el argentino que más miedo infundió entre los malvinenses, según fuentes
británicas.
El
joven Philip, novio de Claudette Moseley, trabajaba en el
Departamento de Obras Públicas de la isla al momento de producirse la
invasión. A la
mañana siguiente caminaba hacia su casa cuando fue rodeado por un
sinnúmero de
fusiles que le apuntaban amenazadoramente; fue conducido a empellones
hasta el Departamento de Policía y a poco de legar se lo sometió a
interrogatorio acusado
de espionaje.
En realidad los kelpers habían montado un débil movimiento
de resistencia que llevó a cabo unas pocas acciones de sabotaje como el corte de algunos cables de comunicación, fotografiar las posiciones argentinas, inhabilitar vehículos (la mayoría tractores) para evitar su uso por
parte de los invasores, obtener información para enviarla secretamente
al exterior (cantidad de efectivos, armamento, vehículos etc.), ocultar
combustible, alguno que otro equipo de radio y nada más.
Entre
los más activos miembros de la “resistencia” figuran
el veterinario Steve Whitley, que se la pasaba hablando de “apuñalar
enemigos”
pero nunca hizo nada y el maestro de escuela Phil Middleton, quien se
proveyó de algunas tijeras para castrar carneros. Otros dos fueron el
canadiense Bill Curtis que una noche intentó
desviar una baliza de aeronavegación argentina y terminó arrestado y
Eric Goss
de Prado del Ganso, que junto a otros granjeros escondió combustible.
Los
electricistas Les Harris y Bob Gilgert también cortaron redes de
electricidad y en su lugar, colocaron fusibles de baja intensidad que
más
adelante servirían a las tropas británicas.
Volviendo a Philip Rozee, después de su detención fue
conducido al primer piso del edificio de Policía, donde quedó frente a frente
con Patricio Dowling. El corpulento oficial lucía gafas negras y vestía una
chaqueta azul, detalle que en su conjunto le daban un aspecto estremecedor. La sección a
cargo del argentino de ascendencia irlandesa se había instalado en la dependencia
y la utilizaba como centro de interrogación.
Según algunas fuentes, las primeras noticias sobre el
comportamiento de Dowling y su sección, llegaron a Gran Bretaña por boca de los
deportados.
El kelper fue sometido a un duro interrogatorio durante el
cual fue zamarreado, insultado y golpeado. A continuación, Dowling le dijo que había sido encontrado
culpable de espionaje y que iba a ser fusilado. Tal fue el susto que se llevó,
que junto a su novia decidieron abandonar las islas.
Todo el mundo sabía lo capaces que eran los militares
argentinos de llevar a cabo acciones por el estilo pues ya lo habían hecho en
su país, en Centroamérica y en Bolivia, luego del golpe de Estado
que derrocó a la presidenta Lidia Gueiler (por ellos orquestado). De ahí el cuidado que la mayoría de los malvinenses puso en
irritarlos y hacerles perder la paciencia.
Otro día Hill Luxton, propietario de estancias en las
tierras de Chasters, Gran Malvina, se dirigía al edificio del Ayuntamiento
cuando se cruzó con Dowling.
Luxton se encontraba con su esposa en Puerto Argentino cuando
se produjo la invasión y pretendía solicitar permiso para regresar a su
propiedad. Dowling lo detuvo y con cara de pocos amigos le dijo que tenía
pésimos informes tanto de él como de los suyos y por esa razón, debía
andar con cuidado. En realidad, el oficial de inteligencia sabía todo acerca de
los 800 habitantes de la capital insular y sospechaba de unos 500 de ellos.
Luxton y su esposa regresarían a sus tierras unos días
después, luego de atravesar la isla Soledad en Land Rover y cruzar el Estrecho
de San Carlos en una embarcación. Cuarenta y ocho horas después, más
precisamente el Domingo de Pascua, cerca de las 10.00 hs., un helicóptero Puma
aterrizó frente a su casa generando la consabida angustia y temor. Del aparato
descendieron una docena de hombres armados, a las ordenes Dowling, quienes
informaron al propietario, ni bien éste salió a recibirlos, que sería conducido
a Puerto Argentino a efectos de comparecer. El kelper preguntó si se podía
negar, cosa que Dowling respondió con una sonrisa lobuna que lo hizo
estremecer. El mismo Luxton comentaría después de la guerra, que le costó muy
poco comprender que no le convenía negarse.
El estanciero y su familia fueron subidos al helicóptero y
trasladados a la capital. Según referiría años después, cuando
travesaban las aguas del estrecho que separaba a ambas islas, tuvo la sensación
de que iban a ser arrojados al vacío. Temblaba angustiado, como el resto de su
familia, mientras sobrevolaban las aguas y respiraron aliviados al ver que nada
les había ocurrido. Lo tuvieron detenido tres días, al cabo de los cuales, fue
deportado junto a los suyos y un grupo de pobladores entre quienes se
encontraban Dick Baker, su mujer y sus hijos. Hasta ese momento, Baker había
asumido la difícil tarea de representar al expulsado Rex Hunt aunque poco pudo hacer.
Emotiva fue la partida de Baker y aquel grupo de personas
(entre ellas la familia Luxton), tanto, que varios pobladores
desahogaron su pena con llanto pues con él desaparecía el último vínculo con la Madre Patria.
Quienes tampoco la pasaron bien fueron Neil y Glenda Watson
de Long Island, cuando Patricio Dowling, “…el
siniestro y peligroso jefe de inteligencia de la policía militar que
personificaba la ‘maquinaria de terror’ argentina” según fuentes
británicas, se apersonó en su granja y los amenazó colocando el cañón de
su arma en la cabeza de la pequeña Lisa, que sentada en un sillón
no atinaba a comprender lo que ocurría.
Cuando a Dowling se le ordenó regresar al continente, el
comodoro Carlos Bloomer Reeve y el capitán Barry Melbourne Hussey se
transformaron en los rostros agradables de la ocupación, quizás ayudados por su
ascendencia y apellidos británicos. Ambos oficiales sabían lo que era
estar bajo fuego por su participación en las acciones armadas de 1955 e hicieron
mucho “…por proteger a los isleños de los
excesos de sus connacionales en lo que él consideraba una ‘aventura
equivocada’. Era amigable, siempre se presentaba con una sonrisa, no tenía
motivaciones políticas para estar allí y había vivido previamente junto con su
familia y hecho amigos entre los isleños durante su estadía entre 1975/1976
cuando supervisaba el servicio de pasajeros que la Fuerza Aérea
Argentina ofrecía desde y hacia las islas. Su trabajo en 1982 consistía en
organizar una administración militar provisoria, apoyado por el capitán Barry
Melbourne Hussey, un ‘hombre de principios humanos’ quien trabajó en apoyo de
los habitantes de las islas”9. Graham Bound, autor del libro Falklands Islanders at War dice: “... en ellos, los isleños habían encontrado
amigos poderosos quienes, aún siendo argentinos, demostraron que la decencia
fundamental podía prevalecer aún cuando las demás tendencias de comportamiento
civilizado se estuviesen desmoronando”10.
Mientras esos sucesos acontecían en el Atlántico Sur,
Inglaterra reunía su poderosa maquinaria bélica, movilizándola como no lo hacía desde
la Segunda Guerra
Mundial.
Todas las unidades militares fueron puestas en estado de
alerta al tiempo que se requisaba un considerable número de naves mercantes,
entre ellas el “Canberra”, segundo
transatlántico más lujoso del Reino Unido, que por esos tiempos llegaba
a Gibraltar procedente de un periplo turístico por el
Mediterráneo.
La autoridades comisionaron para la tarea a un grupo de
técnicos militares que vestidos de civil, lo abordaron en el más absoluto
secreto para efectuar un minucioso estudio con el fin de adaptarlo a buque de
transporte de tropas.
El mundo fue testigo de una gigantesca movilización que
involucró a todas las bases navales del Reino Unido así como también a unidades
aéreas y del ejército.
Después que Margaret Thatcher anunciara al Parlamento la
partida de una poderosa fuerza de tareas encabezada por los portaaviones
“Hermes” e “Invencible”, el lord mayor del Almirantazgo, Sir Henry Leach, llegó
al edificio de la Royal Navy,
en Whitehall, procedente de una base en la que había tenido lugar una
ceremonia y una vez allí supo de la puesta en marcha de la operación.
Desde el gran centro naval se encaminó al edificio de la Cámara de los Comunes buscando
a John Noott y ni bien hizo su arribo se puso al tanto de lo que acontecía.
Para entonces, se venían llevando a cabo numerosas reuniones
de jefes de estado mayor que darían como resultado la constitución de un
gabinete de guerra con Sir Terence Lewin como coordinador y consejero militar
en jefe Se trataba de un individuo enérgico
y seguro de sí mismo, designado directamente por Noott, al que durante la crisis se llegó a llamar “el hombre
más poderoso de Gran Bretaña”.
Del
nuevo organismo emanarían las decisiones hacia el
cuartel general de Northwood, ubicado en un barrio del noroeste de
Londres, un gigantesco edificio de granito y cristal cuya máxima
autoridad era el almirante
Sir John Fieldhouse, quien desde allí emitiría las órdenes diariamente
al
contingente naval.
El almirante John Woodward, apodado “Sandy” por el color
rubio-rojizo de su cabello (hacía recordar el matiz de la arena), recibió
instrucciones de alistar al grupo de tareas durante la semana precedente a la
invasión. Se vivieron momentos de gran nerviosismo y excitación al conocerse
los motivos de aquel gigantesco despliegue, tanto en el comando de la flota
en Northwood como en las tripulaciones de cada nave, las unidades
de Infantería de Marina y los comandos del SAS (Special Air Service) y SBS
(Special Boat Service) que integrarían los grupos de asalto. Lo mismo ocurría
con el personal de portaaviones, buques escolta y puertos donde las expectativas
eran aún mayores.
Woodward, que había sido seleccionado por sobre almirantes
más experimentados y veteranos, entre ellos Sir John Cox y Sir Derek Refell,
recibió el respaldo de los altos jefes de la Marina
cuando se hallaba al frente de la escuadra en alta mar. Al
parecer, la designación llegó a preocupar a los políticos, incluyendo al
mismo Noott, quien preguntó en algún momento de quien se trataba y si
era
veterano de alguna guerra.
El día 5 de abril, el mismo de la renuncia de Lord
Carrington y sus colaboradores, las primeras unidades navales de la Tark Force zarparon
desde Portsmouth, encabezadas por los portaaviones HMS “Hermes” y HMS
“Invencible”, dotados ambos de aviones Sea Harrier de aterrizaje vertical y
helicópteros Sea King para lucha antisubmarina. El primero era bastante viejo y cuando el conflicto estalló estaba destinado a ser desguazado mientras el
segundo, algo pequeño según algunos autores, se hallaba prácticamente vendido a
Australia.
Cientos de personas se dieron cita en los muelles para ver
partir a la flota, parientes, amigos, periodistas y curiosos que en su interior
experimentaban sentimientos tan encontrados como orgullo, angustia, temor e
incertidumbre, sensaciones propias de una generación que no conocía la guerra. Muchos
dudaban de que hubiera enfrentamientos y lo que más se escuchaba decir era que
los argentinos no iban a pelear.
Con sus tripulaciones formadas en cubierta, las
naves levaron anclas al tiempo que hacían sonar sus sirenas y la gente en
los muelles vivaba y saltaba agitando banderas. Incluso hubo jovencitas (y
otras no tanto), muchas de ellas esposas de los soldados que partían, que se
quitaron los sostenes y enseñaron sus senos en un intento de darles mayores
bríos.
Otras unidades partieron desde Gibraltar, entre ellas el HMS
“Sheffield”, al comando del capitán James “Sam” Salt; sus gemelos, el HMS
“Glasgow” y el HMS “Coventry”, la fragata misilística HMS “Plymouth” y otros
navíos que constituirían una avanzada de 20 embarcaciones, a las que
posteriormente se les sumarían muchas más. El “Uganda”, en tanto, comenzó a ser
acondicionado como buque-hospital, ignorando que iba a constituir una pieza esencial
a la hora de transportar heridos de uno y otro bando.
Los tres destructores mencionados iban armados con misiles
Sea Dart mientras las fragatas Tipo 22, entre ellas las HMS “Broadsword” y HMS
“Brilliant” lo hacían equipadas con defensas antiaéreas de misiles Sea Wolf.
Sin duda había preocupación en el alto mando británico; la
flota había sido reducida por cuestiones de presupuesto y desde hacía
algún tiempo importantes sectores de la marina bregaban por convertir el arma en
una fuerza de submarinos. Además, se dudaba de la efectividad de algunas
unidades y se desconocía por completo al enemigo al que iban a enfrentar. Otro
grave problema era el clima riguroso del Atlántico Sur, que podía entorpecer
las acciones.
No solo la
Marina Real fue movilizada. La Real Fuerza Aérea
(RAF) recibió la orden de alistarse y poner en estado de alerta a todas sus
unidades en tanto en 1 de abril, una avanzada de siete aviones Hércules C-130
despegaron de la base aérea de Lyneham (Yorkshire), con destino a Gibraltar,
llevando a bordo equipos, suministro y armamento.
Mientras eso ocurría, la ayuda norteamericana comenzó a
percibirse, lenta y disimulada al principio y mucho más abierta después, cuando
los ingleses comenzaron a buscar una base a medio camino en la que sus
unidades pudiesen hacer escala.
Sudáfrica, nación con la que Argentina mantuvo siempre lazos
de amistad, se negó a facilitar el puerto de Simon’s Town cuando le fue
requerido; se pensó en Freetown (Sierra Leona) pero enseguida se lo desechó;
Uruguay tampoco iba a ceder sus instalaciones portuarias y Punta Arenas, Chile
constituía un punto distante y trasmano. El lugar ideal era la isla Ascensión,
dominio británico a medio camino entre Gran Bretaña y Malvinas,
arrendado por Estados Unidos como base de operaciones de la OTAN. Por esa razón, si
los británicos necesitaban usarla, debían solicitar autorización.
Washington no puso ningún reparo y sin problemas de
conciencia cedió la isla por lo que, en breve lapso de tiempo, comenzaron a
arribar técnicos, operarios, mecánicos y personal militar junto con el equipo
necesario (aparatos de radar, sistemas de defensa antiaérea y mecanismos de
control de tráfico aéreo). Incluso los americanos facilitaron parte de sus
instalaciones.
Las fuerzas terrestres británicas continuaban movilizándose
cuando los primeros buques dejaron los puertos. Cuenta el general de brigada
Julian Thompson, una de las estrellas de esta historia, que el 2 de abril, a
eso de las 03.15 hs., la campanilla de su teléfono lo despertó súbitamente. Cuando
atendió sintió del otro lado al general Jeremy Moore, jefe de la fuerza de
comandos de la Real
Infantería de Marina, quien lo llamaba para informarle sobre
graves problemas en el Atlántico Sur y la urgente necesidad de alistar cuanto
antes las fuerzas a su mando.
La brigada de Thompson, la 3ª de Comandos de Infantería de
Marina, aunque al tanto de una posible invasión a las islas, no tenía
instrucciones de estar preparada para una movilización inmediata, por lo que el
llamado le cayó como balde de agua fría. Incluso el día anterior, la
última de sus subunidades había sido licenciada debido a la cercanía de Pascua,
lo mismo el Comando 45, que debía salir esa misma mañana.
Con motivo de la invasión, todas las licencias fueron
suspendidas, lo que llevará al lector a adivinar lo
que pensaron y dijeron de la
Argentina los efectivos de cada uno de esos regimientos al
saber la novedad.
La 3ª Brigada de Thompson era la mayor fuerza de desembarco
de Gran Bretaña y la segunda anfibia de la OTAN. Cada regimiento
se componía de tres secciones, divididas a su vez en tres compañías de fusileros
de 120 hombres cada una, una de ellas de apoyo y otra de cuartel general.
Esas
compañías, a su vez, se componían de una
subcompañía de cuartel general y tres grupos de infantes, cada uno de
los cuales se dividía en un grupo de cuartel general y tres
de infantes
constituidos como los de la
Infantería no Mecanizada del Ejército, es decir, pelotones de
30 hombres comandados por un teniente.
Los grupos y secciones de fusileros estaban al mando de un
teniente asistido por un subteniente y sus secciones por un sargento y un cabo.
A partir de ese día, desde cada región del Reino Unido, es
decir, desde Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda del Norte, comenzaron a
llegar los integrantes de la brigada, cuyos elementos habían sido convocados
con urgencia por medio de telegramas, avisos en los medios de prensa y anuncios
en estaciones de autobuses y trenes, especialmente los componentes del estado
mayor. Otros lo hicieron desde puntos distantes como Noruega, Dinamarca y
Groenlandia, donde llevaban a cabo prácticas de entrenamiento y los menos,
desde sitios tan disímiles como la isla de Man, la Guayana británica y Belice,
todo ello parte de una movilización que no se veía desde la Segunda Guerra
Mundial, según se ha dicho.
El 4 de abril Moore instaló su cuartel general en Hamoaze
House y desde allí comenzó a impartir directivas a las unidades navales en las
que debía embarcar a la tropa. En 48 horas las listas de Estado Mayor quedaron
constituidas y casi de inmediato comenzaron los trabajos de carga.
Para la selección de los cargueros, los comandantes
consultaron el Libro Rojo de la Marina Mercante que contenía la lista completa de
sus barcos y de ese modo pudieron determinar cuales de ellos
resultarían útiles para ser requisados.
En lo que a la flota de guerra se refiere, se convino embarcar en
el “Hermes” una compañía de comandos, la 40, en tanto el lujoso
“Canberra”, de 45.000 toneladas de desplazamientos y una capacidad de 2000
pasajeros, haría lo propio con la
Compañía de Comandos de Infantería de Marina de Julian
Thompson.
En su carácter de coordinador
de logística de la flota, el comandante Brian Goodson, encargado de supervisar el embarque y la carga de equipos,
fue quien seleccionó las embarcaciones que habrían de conformar la Task Force, lo mismo la
larga lista de buques-tanque, buques-depósito, buques-cisterna, buques-talleres
y buques-hospital, en total, 54 unidades, excluyendo las de combate.
Para el 8 de abril, el “Canberra” ya había sido
acondicionado con una plataforma de aterrizaje de helicópteros, instalaciones
sanitarias, un quirófano, subestructuras para el reaprovisionamiento en alta
mar, equipos de comunicaciones navales y depósitos.
El enorme buque, con su característico color blanco, zarpó
de Southampton el 9 de abril llevando la 3ª Brigada completa a bordo.
En realidad, la operación de movilización y traslado de
tropas hacia los muelles resultó un éxito debido a la puntillosa organización
que ha caracterizado siempre a los británicos.
Pero el enorme dispositivo que se había puesto en marcha no
se limitó solo a lo descripto.
Por indicación de Thompson, la base aérea de Yeovilton, en
Somerset, fue despojada de todos sus helicópteros en tanto en los muelles comenzaban
a embarcarse vehículos oruga Volvo, tanques Scorpion y Scimitar, jeeps y
grandes cantidades de misiles antiaéreos Rapier.
Carreteras y autopistas de toda Inglaterra vieron pasar
caravanas de camiones, ómnibus y transportes que se dirigían velozmente hacia
los puertos del sur, en especial los de Plymouth y Portsmouth, donde se estaba
concentrando casi todo el aparato militar.
Cuando las naves comenzaron a zarpar, eran muchos los que
creían que todo se arreglaría por la vía diplomática y que la cosa no pasaría
de eso. Muy pocos opinaban lo contrario, entre ellos Hew Pike del 3 de
Paracaidistas, quien el 3 de abril arengó a sus hombres en la base de
Tidoworth, Hampshire, diciéndoles que todo parecía indicar que iba a haber
pelea.
El
mismo Fieldhouse comentó que aquel iba a
ser “un asunto triste y sangriento” mientras las multitudes en los
muelles cantaban el “Rulles Britannia” y agitaba banderas saludando con
lágrimas en los
ojos a los barcos que se alejaban.
Se trataba, sin dudas, de un episodio único en la historia
de la Inglaterra
moderna, que, según Eddy, Linklater y Gillman, rememoraba el pasado glorioso de
sus tiempos imperiales, en especial, los de la reina Victoria y el rey Eduardo.
Incluso a más de un memorioso le recordó las febriles movilizaciones de la Primera y Segunda Guerra
Mundial.
En las reuniones de comandantes que se llevaron a cabo en
Hamoaze House, destacó por sobre todos los presentes el mayor Ewen
Southby-Tailyour, hombre de vasta experiencia en materia de Malvinas por haber estado allí destinado en 1978.
Gran aficionado a la náutica, Southby-Tailyour había
recorrido y estudiado minuciosamente la geografía del archipiélago, en especial
sus costas, llenando de notas un cuaderno entero que luego guardó en un armario
de su casa pensando que a nadie le iba a interesar. Nunca imaginó que esos
apuntes constituirían un documento de inestimable valor para las fuerzas
armadas de su país y que él mismo iba a desempeñar un papel fundamental en la
campaña que se avecinaba.
En una de las juntas que los altos mandos celebraron en Hamoaze House, Southby-Tailyour puso sobre el tapete sus
conocimientos, asombrando a sus oyentes y convenciéndolos, sin proponérselo, de
que él mismo en persona, iba a constituir una pieza clave en la campaña. Allí
se encontraban Nick Vaux de 46 años, jefe de la Compañía de Comandos 42,
llegado la mañana del 2 de abril desde la base norteamericana de
Norfolk, Virginia, perteneciente a la
OTAN, lo mismo el jefe de Comandos de Inteligencia, Henk de
Jeger, que venía de Nueva York, donde había tenido que aplazar su boda a
causa de la guerra.
Southby-Tailyour habló también ante la comisión de almirantes y
jefes donde puso especial énfasis en el “Efecto Caribe”, aquel que induce al
engaño para calcular las distancias en el mar por la transparencia del aire.
Fue escuchado con atención cuando se trató
el espinoso asunto del desembarco y al preguntársele cual era, a su modo de ver,
el lugar adecuado para llevarlo a cabo, no dudó en mencionar la bahía de San
Carlos, al oeste de la
Isla Soledad, por las características de sus playas. Otro
dato importante que brindó fue el nombre de una muchacha malvinense, casada con
un soldado escocés que había prestado servicios en las islas, quien conocía los
nombres de todos los radioaficionados del archipiélago y los de aquellos
pobladores que tenían alguna afinidad con la Argentina.
La
idea fue aprobada y la solicitud de ubicar a la joven
kelper en Escocia se concretó pocas horas después. Se le pidió una lista
con aquellos nombres y pocas horas después, la misma era recibida por
telex en el edificio.
Reunida la información, se la remitió a los altos mandos
y estos la retransmitieron al contingente naval para que dispusiesen
de ella. De más está decir que el pedido de Southby-Tailyour, de formar parte
de la fuerza de tareas, fue aprobado por unanimidad.
En la reunión estuvo presente el teniente Val, de la Marina Real, recién llegado de las Georgias del Sur, suministrando una completa información
de aquel otro archipiélago, tan valiosa como la que Southby-Tailyour hizo de
las Malvinas. Después siguió Thompson con un pormenorizado análisis de los acontecimientos durante las siguientes
semanas y al terminar su exposición, se dio por finalizada la reunión.
Después de aquel encuentro, Thompson viajó hasta el cuartel
general del comandante en jefe de la flota en Northwood y el día 5 fue a Brize
Norton para dialogar con los oficiales y las tropas que habían sido capturadas
por los argentinos el día de la invasión.
El 9 de abril, junto con el “Canberra” zarparon en el “Elk” llevando parte del Comando 40 de Infantería de
Marina con los regimientos 2 y 3 de Paracaidistas, todos ellos al mando del
coronel Saccombe, veterano de las campañas de Borneo, Chipre e Irlanda el
Norte. Vehículos, municiones y equipos hicieron lo propio en otras
embarcaciones.
Según cuenta Thompson en No Picnic, en
Borneo Saccombe había cargado sobre sus espaldas a un gurkha herido al que transportó
a través de la selva durante dos días, después de intensos combates contra los
indonesios.
El 6 de abril Thompson, Clapp y Southby-Tailyour abordaron
un helicóptero Sea King y se dirigieron al HMS “Fearless” que aguardaba en
medio del Canal de la Mancha
a poco de abandonar Portsmouth.
Para entonces, navegaban hacia Ascensión junto a la flota,
naves de abastecimiento del Ministerio de Defensa británico comandadas por
hombres de la Marina
Mercante, a las que se conocía en la jerga náutica como “la
segunda armada británica”, de vital importancia en la inminente contienda.
Las islas del Atlántico Sur iban a ser recuperadas pero para ello era imperioso obtener la supremacía aérea y naval. La
Operación “Corporate” estaba en marcha.
Notas
1 Rosas pertenecía a uno de los linajes más encumbrados
el Río de la Plata. Hijo
del militar León Ortiz de Rozas y de doña Agustina López Osornio, había nacido
en Buenos Aires, el 30 de marzo e 1793, en la casa que su abuelo materno, el
poderoso terrateniente Clemente López Osornio, tenía sobre la actual calle
Sarmiento al 500. Descendiente del noble abolengo de los Ortiz de Rozas, su tío
bisabuelo Domingo Ortiz de Rozas, en memoria de quien portaba su tercer nombre, fue
mariscal de campo de los Reales Ejércitos, gobernador de Buenos Aires y la
provincia del Río de la Plata
entre 1741 y 1745 y capitán general de Chile de 1746 a 1755. El rey de
España le concedió el titulo nobiliario de Conde de Poblaciones.
2 Ver capítulo 3
3 Antigua residencia de la familia Paz, sede del
Círculo Militar y Museo de Armas de la Nación
4 A pocos metros de allí, se encuentra la elegante Plaza
San Martín, donde alguna vez se irguieron el mercado de esclavos, la plaza de
toros y el Campo de Marte donde San Martín estableció su cuartel de Granaderos
a Caballo.
5 Dictadura y
Contradicción, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1983.
6 Eddy, Linklater, Gillman, Una cara de la Moneda,
Hyspamérica, Bs. As., 1983, p. 172.
7 Las otras dos fueron Colombia y Chile.
8 El mayor Romero Mundani se quitó la vida en el
interior de uno de los tanques que tenía a su mando al fracasar la asonada
militar del 3 de diciembre de 1990 que encabezó el coronel Mohamed Alí
Seineldín, veterano de Malvinas.
9 Graham Bound,
Falklands Islanders at War, cita extraída de http://www.defensa.pe/showthread.php?t=77&page=16,
Defensa.pe. Foro de Defensa y Actualidad Militar.
10 Ídem.
Publicado 26th February 2015 por Malvinas.Guerra en el Atlántico Sur