LOS ÚLTIMOS MOVIMIENTOS
Con
la tranquilidad de que el día anterior Susana y Andrés Lonardi habían
partido hacia Córdoba en compañía de Ricardo Quesada, el general y su
esposa se levantaron temprano y después del aseo, prepararon las dos
valijas que pensaba llevar de viaje.
General Eduardo Lonardi |
Marta
corrió hasta su casa para dar aviso del inconveniente y luego abordó un
taxi mientras su hermano se dirigía presurosamente hasta el lugar donde
se había quedado el coche para cambiar la rueda.
Marta
recogió a sus padres en el punto indicado y regresó pasadas las 16.00.
No hubo tiempo para las despedidas; Luis Ernesto y sus progenitores
abordaron el automóvil de su hermana y partieron hacia Plaza Once a gran
velocidad, acompañados por Deheza. Durante el trayecto, Lonardi
aprovechó para relatar sus últimos movimientos y brindar un panorama de
cómo marchaban las cosas: acababa de tener una última reunión con el
coronel Señorans en el consultorio odontológico del Dr. Cornejo Saravia y
su subalterno había vuelto a solicitar unos días de plazo para iniciar
las operaciones. Según su explicación, era imperioso coordinar los
movimientos en el Litoral y los tiempos no daban.
Cuando su hijo y su
yerno le preguntaron cual había sido su respuesta, el general contestó
que se había negado rotundamente porque las órdenes ya estaban
impartidas. También les dijo que le había pedido que viajase con ellos a
Córdoba y que Señorans le había solicitado autorización para hacerle
saber personalmente al general Aramburu que la revolución estaba en
marcha. Su idea era seguirlo a Curuzú Cuatiá porque se sentía obligado a
su persona, todo ello siempre y cuando Lonardi lo aprobase. El jefe del
alzamiento estuvo de acuerdo y finalizó diciendo:
-Coronel Señorans, si consigue eso, merecerá el bien de la Patria.
Según
explicó Lonardi, aquella conversación lo había dejado en extremo
satisfecho porque sabía que su interlocutor era un alto oficial
capacitado, enérgico y decidido.
Llegaron
a la terminal de ómnibus en Plaza Once a las 16.30 y enseguida
procedieron a despachar el equipaje. Recién entonces, el general se dio
cuenta de que tenía solo $14 por lo que su yerno se ofreció a
facilitarle algo de dinero.
-Muchas
gracias José Alberto, estos $14 me alcanzan para llegar. Si la
revolución fracasa, no voy a necesitar plata, y si triunfa, no la
precisaré para mi regreso.
A
las 16.50, faltando solamente diez minutos para la partida, llegó el
mayor Guevara, poniendo fin a la inquietud que generaba su ausencia.
Traía consigo noticias buenas y malas, por lo que su superior le
solicitó primero las malas.
1)
El Colegio Militar no se plegaba al alzamiento y era dudosa la
participación del Regimiento de Infantería 1. Por esa razón, el general
Uranga solicitaba permiso para dirigirse a la Base Naval de Río Santiago
a apoyar con los elementos que pudiese reunir, a la Escuela Naval
Militar.
2) El teniente coronel Arribau se dirigía a Curuzú Cuatiá para iniciar las operaciones.
3) El general Lagos redisponía a marchar a Cuyo con el mismo fin y salía esa misma noche.
4)
El general Bengoa insistía en que su fuga anularía el factor sorpresa y
por esa razón, proponía quedarse en la Capital Federal para colaborar
con el movimiento y brindar todo su apoyo desde allí.
Lonardi
fue terminante a la hora de insistir en que el general Uranga debía
avanzar sobre Rosario pero de no poder hacerlo, actuase con total
libertad y procediese de acuerdo a su parecer.
Cuando
los parlantes de la estación anunciaron la partida del ómnibus, los
Lonardi procedieron a despedirse. El viejo general estrechó a su yerno
en un abrazo y después de hacer lo propio con su subalterno le dijo:
-Cuento con usted, Guevara y lo espero en Córdoba.
Lo
mismo hizo Luis Ernesto, al igual que su madre, e inmediatamente
después, subieron al micro (en primer lugar la señora), no sin antes
mantener un último intercambio de palabras.
-Guevara -dijo el general desde el estribo- vamos a necesitar un santo y seña.
-Ya lo tenía pensado, general. ¿Qué le parece “Dios es Justo”?
-Me
parece al mas adecuado- y después de dar una leve palmada sobre el
hombro del mayor, subió los tres peldaños y comenzó a caminar por el
pasillo, hacia los asientos del fondo.
Lonardi
y su esposa se ubicaron detrás porque el alto oficial no quería
molestar al pasaje con el humo de su tabaco. Su hijo lo hizo en el
asiento delantero y así, con el pasaje completo, el ómnibus cerró su
puerta y partió con destino a la provincia mediterránea.
Mientras
el micro se desplazaba lentamente por las atestadas calles de Buenos
Aires, el teniente coronel Sánchez Lahoz se dirigía a Corrientes para
sublevar sus guarniciones y en Curuzú Cuatiá, el mayor Montiel Forzano,
adoptaba las últimas decisiones junto a varios oficiales, asistido por
el coronel Arias Duval y el teniente coronel Arribau. Debían esperar la
llegada del general Armaburu y el coronel Señorans para ponerse al
frente de sus fuerzas.
Con
la misma finalidad, el general Lagos viajaba hacia Cuyo pese a que no
se tenían noticias de lo que allí sucedía porque Eduardo Lonardi (h) aún
no había regresado.
Una
sola cosa preocupaba al jefe de la sublevación, la falta de apoyo del
Colegio Militar en Buenos Aires y por consiguiente, la no participación
del Regimiento de Infantería 1 que debía anular a las fuerzas de
Rosario. Del resto de las unidades militares se tenían vagas referencias
y todo indicaba que la situación era en extremo precaria. Aún así,
estaba decidido a seguir adelante hasta vencer o morir.
Inmediatamente
después de que el ómnibus abandonase la estación, el coronel Señorans
se comunicó con el general Aramburu para citarlo en un punto determinado
de la ciudad a efectos de “comunicarle algo”. Se encontraron a las
22.00, en el Petit Café de Av. Santa Fe y Callao, y se sentaron en una
mesa lejos de las ventanas para conversar con mayor tranquilidad.
Una
vez frente a frente, después de ordenar un par de cafés, Señorans miró
fijo a su superior y le informó que la revolución estaba en marcha y que
en esos momentos el general Lonardi viajaba hacia Córdoba para iniciar
las acciones.
-Mi
general, vengo en cumplimiento de una orden del general Lonardi para
transmitirle que se ha fijado la fecha e la revolución para las 0 horas
del 16 de septiembre.
-¡¡¿Pero como?!! – exclamó Aramburu sorprendido y disgustado a la vez.
Acto
seguido, Señorans explicó los movimientos que se habían llevado a cabo
hasta el momento, así como las decisiones y los resultados y luego
detalló el plan de operaciones que su superior escuchó inmutable. Cuando
le dijo que Lonardi contaba con él para dirigir las operaciones en el
Litoral, respondió secamente.
-Allí estaré.
Feliz
de contar con la participación de su jefe, Señorans le informó que al
día siguiente un enlace les iba a proveer los pasajes para Puerto
Constanza, Entre Ríos y luego se despidieron, tomando cada uno rumbos
distintos.
En
ese preciso instante, Lonardi y doña Mercedes viajaban por la Ruta 9 en
dirección a Córdoba, el primero sumido en profundos pensamientos aunque
entablando alguno que otro diálogo con su esposa, para no preocuparla
con su silencio. En el asiento de adelante, su hijo Luis Ernesto
intentaba dormir, aprovechando la obscuridad y el monótono ruido del
motor.
Según
ha relatado posteriormente la señora Mercedes Villada Achaval, su
marido se veía tranquilo y optimista pese a la seriedad de su rostro y a
sus largos silencios en los que caía.
Viajaban
en medio del campo, más allá de Rosario, cuando repentinamente, el
ómnibus aminoró la marcha y se detuvo al costado de la ruta.
El
pasaje debió descender en la fría noche invernal y allí, bajo el cielo
estrellado, los Lonardi comenzaron a preocuparse por la demora y por la
posibilidad de que su equipaje fuera revisado y hallasen en su interior
los uniformes de combate del general y su hijo.
-¿Pensás que vas a triunfar? – le preguntó su esposa.
-No te preocupés… tengo mucha fe en la victoria.
Una
hora después llegó un segundo ómnibus delante de la banquina. Los
pasajeros subieron al nuevo colectivo y al cabo de unos pocos minutos,
reanudaron viaje, no sin antes intercambiar unas breves palabras.
Lonardi le comentó a su hijo que le preocupaba que las valijas siguiesen
hasta Córdoba en el vehículo descompuesto pero confiaron todo en la
providencia.
El
general y su esposa se ubicaron nuevamente en los asientos traseros en
tanto Luis Ernesto lo hizo más adelante, junto a una bella y simpática
jovencita que comenzó a darle charla.
La
muchacha pertenecía a la UES y estaba encantada porque viajaba a la
ciudad mediterránea para asistir a una gran fiesta que la entidad
organizaba el 15 de septiembre para festejar la llegada de la primavera.
-Habrá un gran baile – dijo entusiasmada- y posiblemente venga el propio general Perón.
-Pero que bien – respondió Luis Ernesto mientras pensaba “¡No te imaginás el baile que van a tener!”.
El
ómnibus llegó a Córdoba a eso de las 10.00 y media hora después, una
vez retirado el equipaje que llegó algo más tarde, doña Mercedes se
dirigió al domicilio de su hermano en tanto Lonardi y su hijo lo
hicieron hacia el del Dr. Calixto de la Torre, cuñado de Villada
Achaval, donde el coronel Ossorio Arana los estaba esperando1.
Por
entonces, finalizaba la gira de supervisión que el ministro de
Ejército, general Franklin Lucero, realizaba por las unidades de la
provincia y eso fue lo primero que se le informó a Lonardi. Sin embargo,
nada parecía evidenciar que el gobierno había detectado algo y eso
aumentó la confianza de los cabecillas del alzamiento.
Esa
misma noche, tuvo lugar la reunión de oficiales que Ossorio Arana había
organizado en la casa de De la Torre. En esa oportunidad, estuvieron
presentes el brigadier Landaburu y Damián
Fernández Astrada, quienes tenían a su cargo los comandos civiles revolucionarios de la región.
Mayor
Juan Francisco Guevara
|
Lonardi
insistió en que esos civiles debían entrar en acción después de las
01.00 del 16 y Fernández Astrada informó que el general Videla Balaguer
se hallaba oculto en su departamento de la Av. Olmos, en el centro de la
ciudad, y que a pedido suyo, Lonardi debía acudir allí para mantener
una entrevista con él. El general sanjuanino se hallaba imposibilitado
de abandonar ese refugio porque las fuerzas de seguridad le seguían los
pasos muy de cerca, por esa razón, Lonardi aceptó, partiendo
inmediatamente hacia allí.
En
la charla que ambos tuvieron se abordaron diversos temas, todos ellos
en detalle, el principal, la orden que el recién llegado había
impartido, en el sentido de que Videla Balaguer se hiciese cargo de los
comandos civiles para apoderarse de los principales puntos de la ciudad y
los pasos que debía seguir una vez iniciadas las acciones.
A
las 22.00 el general estaba de regreso en lo de Calixto de la Torre
para iniciar una nueva conferencia. En esta nueva oportunidad, se
encontraban presentes el mayor Melitón Quijano y el capitán Ramón E.
Molina de la escuela de Artillería; el teniente primero Julio Fernández
Torres de la Escuela de Paracaidistas, el mayor Oscar Tanco de la
Escuela de Suboficiales de Aeronáutica, los capitanes Mario Efraín
Arruabarrena y Juan José Claisse del Liceo Militar y el capitán Eduardo
Maguerit, único oficial de la Escuela de Infantería que se había plegado
a la asonada. Cada uno de ellos presentó a Lonardi un informe de
situación de las unidades militares a las que pertenecían e
inmediatamente después, procedieron a ajustar el plan de acción que
consistía en:
1-
Tomarían parte en la sublevación la Escuela de Artillería, la Escuela
de Tropas Aerotransportadas, la Escuela de Aviación, la Escuela de
Aspirantes a Suboficiales de Aeronáutica y el Liceo General Paz.
2-
Los paracaidistas se apoderarían de la Escuela de Tropas
Aerotransportadas y una vez copada, apostarían piquetes en las rutas de
acceso a la capital provincial para detener a todo aquel que intentase
pasar.
3- Se sublevarían las escuelas de Aviación Militar y Suboficiales de Aeronáutica.
4-
El capitán Molina debería copar la Escuela de Artillería y franquear el
acceso al general Lonardi y sus acompañantes para detener
inmediatamente después al director del establecimiento. Una vez logrado
ese objetivo, se alistarían las tropas y se girarían las piezas e
artillería hacia la Escuela de Infantería.
5- La Escuela de Aspirantes se apoderaría del I.A.M.E.
6-
El capitán Maguerti y el subteniente Gómez Pueyrredón, de la Escuela de
Infantería, procederían a abrir sus puertas a los paracaidistas y
dejarían en la Escuela de Tropas Aerotransportadas a oficiales del Liceo
Militar para que se encargasen de su custodia.
Los
presentes se manifestaron su acuerdo y solo el capitán Molina hizo una
observación, solicitando que el arresto del director de la Escuela de
Artillería se hiciera junto con el general Lonardi, petitorio que el
jefe de la revolución aceptó sin reparos.
Como
en esa época del año buena parte de la oficialidad de Artillería se
hallaba en maniobras en Pampa de Olaén, a 110 kilómetros de Córdoba,
Lonardi aprobó postergar el alzamiento tan solo una hora, e insistió en
eso de intentar convencer al coronel Brizuela, jefe de la Escuela de
Infantería, para que se plegarse al alzamiento y evitar, de ese modo, un
inútil derramamiento de sangre. Inmediatamente después, arengó a los
presentes y finalizó diciendo con voz firme:
-¡Señores, hay que proceder, para asegurar el éxito inicial, con la máxima brutalidad!
Lonardi
estrechó en un abrazo a todos y cada uno de los presentes y ese fue un
momento de gran significación que quedó grabado para siempre en el
espíritu de todos.
La
reunió finalizó a las 01.00 del 15 de septiembre, a solo 24 horas del
estallido revolucionario que iba a cambiar el curso de la historia
argentina.
Mientras
en Córdoba tenían lugar esos acontecimientos, en el resto del país, las
principales unidades rebeldes hacían aprestos para la lucha.
En
Corrientes, el coronel Héctor Solanas Pacheco, ignorante de la actitud
reticente del general Bengoa, esperaba su llegada en una estancia
situada entre Mercedes y Curuzú Cuatiá. Para entonces, el mayor Pablo
Molinari, jefe del Distrito Militar de Gualeguay había establecido los
primeros contactos tendientes a brindar apoyo a Armaburu y Señorans
durante su traslado por la provincia de Entre Ríos y otros oficiales
aguardaban expectantes la orden de iniciar las acciones.
En
Buenos Aires, mientras tanto, el capitán Palma había informado a los
mandos navales, a través de sus enlaces, y varios marinos partían hacia
el sur divididos en dos grupos, el primero, al mando del capitán Rial,
se dirigía a la Base Comandante Espora para ponerse a su frente y el
otro, encabezado por el capitán de navío Mario Robbio, lo hacia a Puerto
Belgrano, dispuesto a sublevar a la Flota de Mar.
Rial
estaría al frente de la Aviación Naval y por esa razón, al caer el sol,
reunió en su casa de la localidad de Olivos al grupo de oficiales que
constituirían su comando, para ajustar los últimos detalles del plan de
operaciones. Por ese motivo, su esposa Susana Núñez Monasterio le había
dicho a la mucama que ese día se tomase franco y mantenía las cortinas y
persianas de la casa cerradas, para que nada se filtrase a través de
ellas.
Los
marinos trabajaban sobre un plano de rutas y carreteras del Automóvil
Club Argentino cuando sonó repentinamente el timbre. Presas de gran
nerviosismo, se miraron en silencio y se incorporaron alarmados,
dispuestos a huir por los fondos de la vivienda, cuando la dueña de casa
apareció para decirles que se trataba de un oficial rezagado que
acababa de llegar2.
En
Puerto Belgrano, se hallaban anclados los acorazados “Moreno” y
“Rivadavia”, los cruceros “Almirante Brown” y “25 de Mayo”, los
destructores “Mendoza” y “Tucumán”, dos lanchones de desembarco BDI,
tres lanchas torpederas, buques auxiliares sin artillería, remolcadores y
chatas. El crucero “9 de Julio”, gemelo del “17 de Octubre”, se
encontraba en reparaciones junto a tres destructores, por esa razón, su
comandante, el capitán de navío Rafael Francos, se movía afanosamente
para acelerar los trabajos a efectos de tener a la embarcación lista
para entrar en operaciones. En cuanto a los acorazados, los mismos se
hallaban inmovilizados en puerto pero se pensaba utilizar sus poderosas
piezas de artillería en la defensa de la base3.
En
lo que respecta al personal de suboficiales, en su mayoría partidario
del gobierno, se decidió despacharlo hacia Bahía Blanca con distintas
comisiones, a efectos de mantenerlo lejos al momento de desatarse la
lucha.
En
la cercana Base Comandante Espora, en tanto, la totalidad del personal
se hallaba lista para entrar en acción, de ahí el precipitado regreso
del capitán de fragata Edgardo S. Andrew, por entonces sometido a la
autoridad de los tribunales militares, para hacerse cargo de sus
funciones.
Capitán
Jorge E. Perren
|
A
las 09.00 tuvo lugar un encuentro en el camino que conducía a
Comandante Espora entre los capitanes Perren y Andrews. Los oficiales
navales se desplazaban a baja velocidad por la ruta a Bahía Blanca, en
el automóvil del primero, mientras abordaban verbalmente todo lo
relacionado con el armamento y las municiones de los aviones, la
ocupación de la ciudad por los infantes de Marina, la asignación de
tareas para cada oficial, la vigilancia del cercano Regimiento de
Infantería 5, la toma de prisioneros, la voladura de caminos, puentes y
vías férreas, el corte de cables de comunicaciones, la distribución de
panfletos, las alertas, la radiación de mensajes y otros asuntos de
envergadura.
Otro
encuentro de las mismas características tuvo lugar entre Andrew y un
grupo de oficiales a las 22.00 horas mientras en Buenos Aires los
comandos civiles trabajaban activamente en la asignación de tareas y
roles.
Florencio
Arnaudo junto a Carlos Burundarena y Raúl Puigbó, trazaron los planes
de la denominada Operación Rosa Negra destinada a ocupar y neutralizar
las emisoras de radio en tanto otros grupos se dedicaban a acopiar y
esconder armas y documentación, uno de ellos el matrimonio de Alberto V.
Pechemiel y Angelita Menéndez (sobrina del viejo general rebelde),
integrantes del comando civil de la parroquia del Espíritu Santo, que
dirigía el capitán Alberto Fernández, quienes convirtieron su
apartamento de Coronel Díaz y Av. Libertador, en un verdadero arsenal.
En
el sur patagónico, frente a Puerto Madryn, se hallaba fondeado el
grueso de la Flota de Mar con el crucero “17 de Octubre” a la cabeza
cuyo comandante, el capitán de navío Agustín P. Lariño, había anunciado
que estaba dispuesto a plegarse. El resto de las unidades, casi todas
pertenecientes al grupo de destructores que comandaba el capitán de
navío Raimundo Palau, se mantenía a la espera junto a buques de menor
calado. Por otra parte, en tierra, aviones Grumman de la Escuadrilla de
Observación aguardaban estacionados junto a la pista de la Estación
Aeronaval, a las órdenes del teniente de navío Juan María Vassallo.
El
jueves 15 de septiembre transcurrió con absoluta normalidad en Río
Santiago, pese a que la oficialidad estaba al tanto de que esa misma
noche iba a estallar la revolución.
Antes
del medio día, se presentaron en la base los capitanes de fragata Jorge
Palma y Carlos Sánchez Sañudo que debían haber acompañado al general
Bengoa a Paraná. Hicieron lo propio, además, el capitán de navío Carlos
A. Bourel, director del Liceo Naval, el capitán de corbeta (RE) Andrés
Troppea, el general Uranga y varios oficiales del Ejército, entre
quienes se encontraban el teniente coronel Heriberto Kurt Benner de la Escuela Superior de Guerra.
Ese
día, el almirante Isaac Francisco Rojas, director de la Escuela Naval
de Río Santiago, citó a su despacho al comandante de la base, capitán de
navío Luis M. García, para ponerlo al tanto de lo que estaba ocurriendo
e informarle que a las 0 horas de ese mismo día, estallaba la
revolución. Poco después, hizo lo propio con su plana mayor, integrada
por el capitán de navío Abel R. Fernández, subdirector de la Escuela
Naval y los capitanes de fragata Juan Carlos Bassi, jefe del cuerpo de
cadetes y Miguel Rondina, jefe de estudios.
El
plan de acción consistía en cortar las comunicaciones fluviales desde
la rada La Plata para establecer el bloqueo a Buenos Aires, privando al
gobierno del suministro de combustible.
Almirante
Isaac Francisco Rojas |
El
poder de fuego de la unidad se apoyaba casi exclusivamente en la Fuerza
Naval de Instrucción que constituía la Escuadra de Ríos, al mando del
capitán de navío Fernando Muro de Nadal. La conformaban los destructores
ARA “Cervantes” (D-1) y ARA “La Rioja” (D-4), los patrulleros ARA
“King” (P-21) y ARA “Murature” (P-20), las lanchas de desembarco BDI,
rastreadores y remolcadores con todas sus dotaciones, así como con los
efectivos destinados a la defensa de la base, los centros de estudio y
los astilleros, a saberse, oficiales y suboficiales de la Escuela de
Aplicación, cadetes mayores de la Escuela Navaly marineros armados con
ametralladoras, pistolas y fusiles.
En la isla Martín García, el jefe de la Escuela
de Marinería, capitán de fragata Juan Carlos González Llanos, aguardaba
expectante, pues desde el mes de julio sabía del complot, cuando se lo
comunicó el mismo capitán Rial. De acuerdo al plan de operaciones, debía
trasladar a los efectivos y armas a su cargo hasta la Escuela Naval, en
Río Santiago y una vez allí, ponerlos a disposición del almirante Rojas
para incorporarlos a la lucha. Ese mismo día llegó a la isla su
secretario ayudante quien le confirmó que el alzamiento comenzaba a las 0
horas de esa misma noche y que en vista de ello, debía embarcar a las
tres compañías que conformaban la Compañía de Infantería Nº 2 allí
apostadas.
El jueves por la mañana, el general Lonardi concurrió al convento de los frailes capuchinos4, para escuchar la santa misa y comulgar. Ese día cumplía 59 años de edad y por su cabeza pasaban muchas cosas.
Finalizada
la ceremonia, regresó a la casa de su cuñado y una vez allí, se
encontró con el joven Eduardo Molina, esposo de su sobrina, Ana María
Villada Achaval y comando civil revolucionario quien, al verlo ingresar,
le comunicó que en caso de que la asonada fracasase, tenía listo un
avión particular para evacuarlo de la ciudad.
El
general escuchó con gesto grave y cuando Molina terminó de hablar, le
agradeció su intención y le dijo que la aeronave no era necesaria porque
la revolución iba a triunfar.
El
resto del día lo pasó tranquilo, en compañía de su esposa y algunos
familiares con quienes almorzó y departió unos momentos después del
café.
La
tarde fue el momento crucial. Había llegado la hora y se tenía que
despedir. Lo hizo con la altura propia de un hombre de su categoría,
acorde con el momento que se vivía. Después de abrazar a su esposa y
cada uno de los presentes, el general se colocó su chaqueta y su gorra e
inmediatamente después salió seguido por el coronel Ossorio Arana y su
hijo.
Abordaron
el automóvil Villada Achaval y partieron hacia la quinta que el Dr.
Lisardo Novillo Saravia, tenía en Argüello, barrio suburbano en las
afueras, al noroeste de Córdoba, con Luis Ernesto Lonardi al volante y
su padre a su lado. Villada Achaval los seguía en otro vehículo llevando
al Dr. Lisardo Novillo Saravia (h) y al ingeniero Calixto de la Torre,
con quienes debía esperar la llegada del brigadier Landaburu y redactar
la proclama revolucionaria junto con su cuñado.
Mientras pasaban las horas, en la Escuela
de Artillería se hallaban listos los capitanes Ramón E. Molina y Daniel
Alberto Correa junto al teniente Augusto Alemanzor, ayudante del jefe
de la Agrupación Tropa. Por otra parte, en la vecina Escuela de Tropas
Aerotransportadas aguardaban los tenientes Julio Fernández Torres, César
Anadón, Eduardo Müller, Bernardo Chávez, Abel Romero, el subteniente
Armando Cabrera Carranza y otros oficiales, listos para iniciar las
acciones.
Cuando
los relojes de todo el país marcaban las 21.00, el general Lonardi, el
coronel Ossorio Arana y el brigadier Landaburu, abandonaron la quinta de
Novillo Saravia vistiendo sus uniformes de combate, y se dirigieron a
la casa de fin de semana que Calixto de la Torre tenía en el barrio la
Carolina, algo más al noroeste, donde debían reunirse con otros
oficiales rebeldes para seguir hacia La Calera, punto en el que lo
esperaba otro grupo de militares y civiles para seguir desde allí a la
Escuela de Artilleríar5.
Coronel Arturo Ossorio Arana |
A
esa misma hora, en Buenos Aires, los comandos civiles que dirigían Raul
Puigbó y Florencio Arnaudo, recibieron una orden suicida: debían
neutralizar las emisoras de radio estatales y luego regresar a la
Capital Federal con todo su armamento, para custodiar las instalaciones
del Hospital Naval.
A
la quinta de Calixto de la Torre fueron llegando uno tras otro, los
integrantes del alto mando revolucionario, en primer lugar los capitanes
Daniel Alberto Correa y Néstor Ulloa, seguidos por el teniente primero
Horacio Varela Ortiz, los tenientes Jorge Ibarzábal y Héctor Nin y los
capitanes Juan José Buasso y Carlos Oruezabala, estos últimos con
órdenes de recibir instrucciones para partir inmediatamente después a
prestar apoyo al mayor Quijano.
El
capitán Buasso era portador de noticias inquietantes ya que, durante el
trayecto, había visto en el camino, movimientos de elementos extraños,
que posiblemente fueran servicios de inteligencia leales al gobierno.
Tal como lo relata Lusi Ernesto Lonardi en Dios es Justo, al ver que aquello generaba cierta inquietud entre los presentes, su padre dijo con firme tono de voz:
-Señores,
en toda operación de guerra los acontecimientos no se desarrollan como
uno los desea. Quiero manifestarles que debemos multiplicarnos de manera
de ponernos en relación de uno a diez y proceder con brutalidad.
Capitán Buasso, marche a cumplir su misión.
-¡A la orden, mi general! – fue la respuesta.
Pasada
la medianoche (00.30), se presentaron en la quinta de De la Torre,
Arturo Ossorio Arana (h) junto a dos de sus amigos, Marcelo Gabastou e
Iván Villamil quienes venían a sumar su concurso a los comandos.
Fue
entonces que el general Lonardi decidió ponerse en marcha, pero antes
de hacerlo, reunió en torno suyo al grupo de oficiales y civiles
presentes y les volvió a reiterar su premisa anterior:
-Señores,
vamos a llevar a cabo una empresa de gran responsabilidad. La única
consigna que les doy es que procedan con la máxima brutalidad posible.
El
13 de septiembre por la tarde, el general Julio Alberto Lagos aguardaba
novedades en su domicilio de San Isidro. Como las mismas no llegaron,
se despidió de su esposa y salió a la calle para abordar la camioneta
rural Mercedez Benz que se encontraba estacionada afuera.
Lo
seguían el Dr. Bonifacio del Carril, que se ubicó en el asiento
posterior y Carlos A. Lagos, propietario del automotor, quien debía
guiar todo el trayecto hasta Mendoza, donde su hermano planeaba sublevar
al 2º Ejército de Cuyo, en apoyo del general Lonardi, una fuerza de
10.000 hombres, distribuida entre San Juan, Mendoza y San Luis, cuyo
comando se encontraba en las afueras de la capital puntana.
Partieron
a las 8 p.m. en dirección a Luján, siguiendo una hoja de ruta, que los
llevaría por Mercedes, Trenque Lauquen, General Villegas, Realicó,
Huinca Renanco, Del Campillo, Justo Daract, General Roca, Villa Mercedes
y las sierras puntanas, trayecto de mil kilómetros que les permitiría
eludir controles y puestos de vigilancia.
A
poco de partir, el militar se volvió hacia el Dr. Del Carril y comenzó a
explicarle el programa de acción que pensaba poner en marcha una vez
llegado a destino: tomar el mando del 2º Ejército, sublevarlo,
apoderarse de las emisoras de radio, neutralizar a la CGT y detener a
los dirigentes de la oposición. En un Ford 54 negro, se desplazaba el
Dr. Jorge L. Aguilar, llevando en el baúl el uniforme del general; debía
hacer el viaje por la vía ordinaria y encontrarse con ellos en Mendoza,
donde Lagos esperaba montar su cuartel general.
El
viaje se realizó sin inconvenientes, con tan solo una parada para
cargar combustible, pero al llegar a Justo Daract, en los lindes
provinciales de San Luis, el motor de la rural comenzó a recalentar y
eso los obligó a salir del camino y detenerse en la banquina.
Cuando
abrieron el capot, se produjo un pequeño incendio que fue apagado por
un baqueano que apareció providencialmente, con una palada de arena.
Después
de aguardar un tiempo para que el motor se enfriara, reanudaron la
marcha enfilando hacia Villa Reynolds, asiento de la V Brigada Aérea,
por la que pasaron sin detenerse quince minutos después. Era el 14 por
la mañana y no había indicios de que los estuvieran siguiendo.
En
horas del mediodía, se detuvieron en un paraje denominado Cuesta del
Gato, cerca de El Volcán, a 11 kilómetros de la sede del Comando, donde
el general Lagos y el Dr. Del Carril se bajaron para introducirse en un
matorral y aguardar escondidos, a cierta distancia de la ruta. Carlos
siguió hasta Cruz de Piedra, donde debía recoger al general Eugenio
Arandía, jefe del Estado Mayor del Ejército de Cuyo, que vivía allí.
Minutos después, llegaron ambos y tras las salutaciones de rigor, se apartaron nuevamente del camino para evaluar la situación.
Sentados
sobre sendas piedras, Lagos preguntó cuál era la situación y Arandía le
explicó que dado el movimiento en falso del general Videla Balaguer en
los días pasados, el momento era complicado, cuadro que se agravaba con
la designación del general José Epifanio Sosa Molina como comandante
interventor del 2º Ejército de Cuyo, quien acababa de llegar de Buenos
Aires en compañía de varios oficiales y policías federales.
Finalizado
el diálogo, Arandía señaló un atajo que conducía a las Termas de San
Jerónimo, sobre la carretera que une San Luis con San Juan y por ahí
tomaron, alcanzando los baños en horas de la tarde.
Después
de dejar a Arandía en su domicilio, decidieron pasar la noche en la
hostería de las termas, pues hacía más de veinticuatro horas que no
dormían y debían alimentarse e higienizarse.
Se
registraron en la recepción, donde el encargado pareció reconocer al
general Lagos y se alojaron en sendas habitaciones, atentos a los
movimientos del sujeto.
Temprano
por la mañana reanudaron la marcha, buscando alejarse lo más
rápidamente posible del puesto de policía que se alzaba a metros del
hospedaje, con sus agentes armados, su jeep patrullero y su amenazadora
antena de radiotelefonía y así continuaron, en dirección a la
cordillera, eludiendo la capital puntana.
En
un nuevo control caminero levantaron a un agente del orden que les
preguntó si lo podían llevar hasta un pueblo cercano y eso les
posibilitó cruzar el límite provincial sin ningún riesgo.
Lagos
llegó a Mendoza el 15 de septiembre a las 14:50 horas y tal como estaba
previsto, se dirigió a la casa de la familia De la Vega-Arizu, donde
sus propietarios, el Dr. Roberto de la Vega y doña Clara Arizu, se
pusieron a su entera disposición6.
Lo
primero que hizo, una vez en el interior de la vivienda, fue hincarse
ante la histórica imagen de Nuestra Señora de la Merced, generala del
Ejército de los Andes, a cuyos pies se encontraba el bastón de mando del
general San Martín, la cual había sido trasladada en secreto desde la
iglesia de San Francisco la noche del 16 de junio, cuando la ola de
violencia e incendios que se desató en Buenos Aires hizo temer actos
similares en el resto del país.
Lagos
permaneció en silencio frente a ella, implorando su protección y al
cabo de unos minutos se incorporó, impartiendo directivas en el sentido
de ubicar con la mayor urgencia al teniente coronel Fernando Elizondo,
quien en esos momentos se encontraba de maniobras, fuera de la ciudad.
El
Dr. de la Vega partió enseguida en su busca y tras un viaje lleno de
peripecias, lo pudo ubicar en un punto no determinado, sobre las
primeras estribaciones del cordón andino.
Elizondo
se manifestó extremadamente asombrado cuando De la Vega le informó que
el general Lagos se encontraba en la capital provincial; le dijo que le
resultaba imposible dejar su puesto en ese momento y lo despachó
asegurándole que lo haría ni bien pudiese desligarse del mando.
Llegó esa misma noche a las 20:00 hora y una vez frente a su superior le
manifestó que se plegaba a la revolución.
Lagos
conversó con él en presencia de los doctores De la Vega, Del Carril y
Aguilar, que para entonces había llegado con el uniforme del general y
su hermano Carlos A. Lagos, todos en el salón comedor de la vivienda en
tanto doña Clara Arizu de De la Vega atendía sus necesidades y vigilaba
los movimientos de la mucama, temiendo que delatase su presencia.
El
cuadro de situación era en extremo delicado, con el 2º Ejército
intervenido, los jefes de Mendoza hostiles, la CGT en estado de alerta y
las fuerzas revolucionarias dispersas entre Uspallata, Tupungato, San
Rafael y Marquesado, provincia de San Juan, lo que tornaba imposible
reunirlas a corto plazo.
Como
explica Bonifacio del Carril en sus memorias, era necesario reevaluar
la situación y modificar los planes si lo que se quería era dar
cumplimiento a la consigna del general Lonardi, en cuanto a impedir que
las fuerzas de Cuyo fuesen utilizadas contra la guarnición rebelde de
Córdoba.
Elizondo prometió tomar contacto con sus camaradas y le recomendó a Lagos permanecer oculto.
El
oficial estaba en lo cierto, resultaba imperioso que la presencia del
general fuese ignorada y por esa razón, en horas de la noche, se
organizó su traslado al domicilio del Dr. Jorge Vera Vallejo,
magistrado, jurisconsulto y catedrático de renombre, cuñado del Dr. De
la Vega, en las afueras de la ciudad.
El
cambio de ubicación se hizo sin problemas pero la ausencia de noticias
por parte de Elizondo, comenzó a inquietar los ánimos. Por esa razón, se
creyó conveniente un nuevo traslado y a la mañana siguiente, muy
temprano, Roberto Norton se presentó con su automóvil para conducir a
Lagos y su comitiva hasta las bodegas de su propiedad, en la localidad
de Perdriel.
La
intención era buena, pero la ausencia de medios de comunicación (las
instalaciones carecían de teléfono), decidieron al general a emprender
el regreso a la ciudad y alojarse en el domicilio del ingeniero Einar
Roth, ausente en esos momentos en Buenos Aires, un amplio chalet de dos
pisos sobre la Av. Villanueva, cerca de los cuarteles de Mendoza.
De
camino a las bodegas Norton, la comitiva supo por radio que se había
sofocado un intento de alzamiento en la guarnición militar de Curuzú
Cuatiá y que Perón había cancelado la reunión programada para esa misma
mañana, con los delegados de la CGT. Aun cuando nada se dijo de la
situación en Córdoba y Puerto Belgrano, la decisión era un indicio de
que algo grave estaba sucediendo.
Desde
la casa del ingeniero Roth, el Dr. Del Carril regresó a lo de Vera
Vallejo en busca de novedades y a poco de llegar, supo que la señora
María Teresa Amengual de Gargiulo, cuñada del teniente coronel Elizondo,
había estado allí con un mensaje verbal para Lagos y que al no
encontrarlo, se marchó.
Como
no debía estar lejos, partió enseguida en su busca y para su alivio, la
encontró a las pocas cuadras, caminando de regreso a su casa.
Cuando detuvo el auto y se presentó, la mujer le dijo:
-Tengo un mensaje para el general, no para usted.
Del
Carril le dijo que subiera y partió velozmente hasta el domicilio del
ingeniero Roth, donde la señora de Gargiulo fue conducida hasta el
living, en presencia de Lagos. Al verla entrar, éste le requirió el
mensaje y entonces la recién llegada informó que el general Lonardi se
había alzado en armas y solicitaba el urgente refuerzo de las tropas de
Cuyo, dijo también que era imperioso actuar de inmediato porque Sosa
Molina organizaba la represión y la CGT reunía vehículos (ómnibus,
camiones), para trasladar a las tropas hacia San Luis. Elizondo, por su
parte, tenía establecidos varios contactos y solicitaba instrucciones a
la brevedad.
La
señora de Gargiulo partió hacia el cercano cuartel, llevando consigo
la respuesta. La condujo el Dr. Roberto Videla Zapata, compañero de
universidad de Bonifacio del Carril, que ocasionalmente pasaba por el
lugar con su automóvil, mientras el general Lagos adoptaba las primeras
medidas tendientes a contrarrestar cualquier intento de represión por
parte de Sosa Molina.
Recién
entonces, los complotados repararon en que la mucama de Roth había
desaparecido. Lo primero que hicieron fue anular la línea telefónica y
efectuar el registro de la vivienda para tratar de encontrarla. La
hallaron en una de las habitaciones del piso superior, con el tubo
todavía en la mano, haciendo señas a su colega de la casa vecina, para
que fuese a avisar a la CGT.
Tomándola con violencia de un brazo, la condujeron a otro ambiente y
allí la encerraron bajo llave, pero para entonces sabían todos que
corrían un riesgo enorme y podían ser detectados.
Sin
pensarlo dos veces, decidieron evacuar la morada en dirección al
domicilio de Jorge María Vallée, sito en Perú 756, donde llegaron a las
14:00 horas.
Los recibió la señora Lidia González de Vallée, quien al ver entrar al
general Lagos cayó de rodilla y agradeció al Todopoderoso su presencia.
-¡Gracias a Dios. Habrá revolución! – exclamó exultante de felicidad.
Actuando
con celeridad, Lagos se comunicó con Emilio Olaechea, quien coordinaba a
los comandos civiles en la ciudad y tomó contacto con el teniente de
aviación retirado Ricardo José Auhali, que vivía en la casa vecina. Al
primero le indicó cómo debía desplegar a su gente en tanto al segundo le
encomendó las tareas de enlace entre el comando rebelde y los pilotos
antiperonistas mendocinos que se habían pronunciado en 1951. Poco
después, se supo por el Dr. Federico Leal que los coroneles Cecilio
Labayru y Francisco A. Merediz estaban comprometidos con la revolución y
que se habían producido los primeros arrestos, señal inequívoca de que
había llegado el momento de proceder7.
La noche del 15 de septiembre, en la Escuela
de Artillería, situada a escasos kilómetros de la ciudad de Córdoba, el
capitán Ramón Eduardo Molina, siguiendo el plan elaborado por el alto
mando revolucionario, se hizo cargo de la guardia después de notificar
que esa noche se desempeñaría como oficial de servicios. Una vez en
funciones, hizo saber, a través del teniente Carlos Alfredo Carpani, que
los puestos de guardia estaban en poder de los rebeldes y esa fue la
señal que el grupo encabezado por el general Lonardi esperaba para en
marcha.
Junto a esa unidad militar se encontraban las instalaciones de la Escuela de Tropas
Aerotransportadas
y frente a ambas, ruta de por medio, su par de Infantería, poderosa
unidad de combate a cargo del coronel Guillermo Brizuela, con más de
2000 efectivos a sus órdenes. A esta última se le había fusionado el
Regimiento 13 de Infantería cuando se dispuso su traslado a Córdoba y en
ambos, escuela y regimiento, la doctrina justicialista había prendido
con fuerza, por lo que los mandos rebeldes intuían que la misma no iba a
resultar presa fácil.
Muy cerca, en la Escuela
de Aviación Militar, los capitanes Jorge Guillamondegui e Hilario
Maldonado, los cabecillas del grupo rebelde, aguardaban el comienzo de
la lucha, preocupados por una reunión de oficiales que tenía lugar en
esos momentos. Sin embargo, a esa altura, pasase lo que pasase, nada
podría impedir la puesta en marcha de las operaciones.
Siguiendo
las instrucciones impartidas, a las 23.30 del 15 de septiembre las
escuelas de Artillería, Tropas Aerotransportadas y Aviación Militar,
iniciaron aprestos bélicos. En el mas absoluto silencio, provistos de su
equipo de guerra y vistiendo uniforme de combate, sus efectivos
procedieron a tomar posiciones, girando las piezas de artillería y el
armamento pesado hacia la Escuela
de Infantería y emplazando varios nidos de ametralladoras en los puntos
preestablecidos, después de reducir a todas aquellas secciones que
habían ofrecido algún tipo de resistencia. Media hora después, partió
del Aeroparque de la ciudad de Buenos Aires, un avión DC-3 que llevaba a
bordo a cinco oficiales rebeldes de la Aeronáutica, con la misión de colaborar en el control de la Base Espora.
Lonardi y sus acompañantes llegaron a la Escuela
de Artillería sin contratiempos, ingresando por la parte posterior a
bordo de varios automóviles. Lo recibieron el sargento ayudante Claudio
García y el capitán Ramón Eduardo Molina, con quienes se encaminó hacia
el casino de oficiales después de estacionar los vehículos en cercanías
del acceso.
Lonardi
fue puesto al tanto de los últimos acontecimientos, los principales, el
arresto de todos los suboficiales y el alistamiento del cuerpo de
aspirantes, un centenar de soldados que debían suplir a los efectivos
detenidos. Inmediatamente después, ingresó al casino de oficiales
seguido por el capitán Molina, el coronel Ossorio Arana, los oficiales
Ezequiel Pereyra y David Uriburu, Marcelo Gabastou, Iván Villamil, Luis
Ernesto Lonardi y Arturo Ossorio Arana (h) y con ellos subió, pistola en
mano, hasta las habitaciones del coronel Juan Bautista Turconi,
director de la Escuela, ubicadas en el primer piso.
Una vez allí, el capitán Molina abrió la puerta en ingresó en la habitación.
-Mi coronel, le traigo un mensaje urgente – dijo e inmediatamente después, dio paso al general Lonardi.
-¡Entréguese, coronel! – fue la orden que le dio el jefe de la asonada mientras le apuntaba con su pistola 45.
Lejos
de amedrentarse, Turconi se abalanzó sobre el recién llegado y comenzó a
forcejear con el objeto de desarmarlo. Lonardi disparó y la bala le
rozó la oreja derecha obligándolo a deponer su actitud. El comandante de
la unidad fue reducido y conducido a la enfermería para ser atendido en
tanto el general rebelde se hacía del control de la Escuela. A esa
altura era evidente que estaba decidido a actuar de acuerdo a la
consigna que él mismo había impartido antes de partir: “proceder con la máxima brutalidad” y en base a ello, ordenó al capitán Molina alistar la unidad de combate:
-Presénteme la Escuela en la plaza de armas, lista para entrar en acción.
-¡A la orden, mi general!
Minutos
después, más de 3000 efectivos aguardaban formados en el exterior.
Quien primero les habló fue el capitán Molina, para explicar con firme
tono de voz que a causa de la corrupción y prepotencia de un gobierno
que hacía tiempo, venía avasallando a vastos sectores de la sociedad, la
Escuela se había sublevado. A continuación habló Lonardi, pronunciando
una encendida arenga en la que puso al tanto a la tropa que estaban a
punto de entrar en combate y que para ello se necesitaba toda la firmeza
y decisión posibles. Finalizada la misma, dio la orden de ocupar
posiciones y después de impartir una serie de directivas a sus
asistentes más cercanos, se dirigió a su puesto de combate.
La Escuela
disponía de 60 cañones de grueso calibre que, a falta de tropa,
constituían su principal sistema de defensa y contaba con soldados de
una compañía de Infantería, cantidad suficiente para establecer un
perímetro relativamente importante aunque no suficiente.
Doce
obuses, al mando del mayor Melitón Quijano fueron emplazados fuera de
los límites del establecimiento, apuntando hacia el lateral derecho de
la Escuela de Infantería que contarían con el apoyo de los capitanes
José Antonio Buasso, Eduardo Fossatti y Carlos Oruezabala, quienes
actuando conjuntamente con otros oficiales, intentarían cubrirlos desde
ambos laterales.
Poco después de tomada la Escuela, se produjo la primera muerte de aquella segunda fase de la revolución.
Desde
hacía varias horas, el general Alberto Morello intentaba ponerse en
contacto con el coronel Brizuela para advertirle que algo fuera de lo
normal estaba ocurriendo en las unidades militares de la provincia y al
no ubicarlo, despachó hacia el lugar al teniente coronel Ernesto Félix
Frías a los efectos de que lo impusiera personalmente de la situación.
Frías abordó un jeep y acompañado por un conductor enfiló hacia la
Escuela de Infantería pero, en plena ruta, se topó con una patrulla de
paracaidistas que le dio la voz de “alto”. Lejos de acatarla, ignoró la
orden y siguió desplazándose en dirección al piquete.
-¡Por favor, no se mueva, mi teniente coronel!.– gritó el oficial a cargo al ver que Frías seguía avanzando - ¡¡Alto!!
El
desenlace fue tremendo. En vista de que el oficial leal continuaba
acercándose decidido hacia la posición, los paracaidistas abrieron fuego
y lo abatieron, en el momento en que aquel desenfundaba su arma. Quedó
tendido sobre el asfalto, sin vida, en medio de un charco de sangre.
En
ese preciso momento, la Escuela de Infantería encendió sus luces para
que la tropa se vistiese y armase, evidenciando que el factor sorpresa
con que contaban las fuerzas revolucionarias se había perdido.
En
un último intento por evitar un inútil derramamiento de sangre, Lonardi
telefoneó a la Escuela de Infantería para hablar con su jefe, pero
Brizuela colgó sin entablar diálogo. Y cuando después de un segundo
llamado se negó a cruzar palabra, quedó en evidencia que el combate era
inevitable.
Todo
estaba listo en la Escuela de Artillería, con todas sus piezas
apuntando a su par de Infantería y sus hombres dispuestos a entrar en
acción.
En la Escuela
de Tropas Aerotransportadas, en tanto, el capitán Arruabarrena
aguardaba con todo su personal desplegado. Para entonces, Lonardi había
intentado, una vez más, entablar diálogo con el coronel Brizuela y ante
una nueva negativa, no tuvo más remedio que dar comienzo a las
hostilidades. Con pena y dolor, aunque con absoluta decisión, se
encaminó hacia su puesto de mando, en lo alto del tanque de agua de la
unidad militar, acompañado por su viejo y leal amigo, el coronel Ossorio
Arana y a las 01.00 horas del 16 de septiembre, ordenó el ataque.
En
la medianoche del 15 de septiembre, el capitán de fragata Carlos
Sánchez Sañudo se presentó en el domicilio particular del almirante
Rojas, en la Base Aeronaval de Punta Indio, para anunciarle que la hora
establecida por el comando revolucionario había llegado.
-Señor almirante: son las doce.
Rojas,
que en esos momentos leía un libro sentado en uno de los sillones del
living, se incorporó y desde su teléfono convocó a reunión en su
despacho, a todos los miembros de su estado mayor integrado por su
comandante, el capitán Jorge Palma, el propio Sánchez Sañudo como jefe
de Comunicaciones, el capitán de fragata Silvio René Casinelli a cargo
de Operaciones, su ayudante, el capitán de corbeta Andrés Troppea y el
jefe de la Escuadra de Ríos, capitán de navío Fernando Muro de Nadal.
Durante
el cónclave, Muro de Nadal puso en duda el éxito de la operación debido
a la falta de oficiales del Ejército comprometidos y en esas estaba,
explicando su punto de vista, cuando entró en el recinto un teniente
para anunciar que el general Juan José Uranga acababa de llegar,
acompañado por dos de sus sobrinos, oficiales también, que lo traían en
auto desde Rosario. Era la señal que Rojas esperada, razón por la cual,
sin perder tiempo, ordenó el alistamiento de los destructores “La Rioja” y “Cervantes”, para que en las primeras horas del día ganaran aguas abiertas y establecieran el bloqueo del Río de la Plata. Al
mismo tiempo, se impartieron directivas destinadas al capitán de
corbeta Mariano Queirel para que zarpara hacia la isla Martín García a
bordo de una lancha torpedera, a efectos de que la Escuela
de Marinería despachase desde allí a todos sus efectivos con el objeto
de reforzar Río Santiago. Inmediatamente después, se ordenó el
alistamiento de la base.
El
mismo comenzó a las 03.00 de la mañana del 16 cuando los oficiales
navales, haciendo sonar sus silbatos, encendieron las luces de las
habitaciones y ordenaron a los cadetes de 1º y 2º año que en esos
momentos dormían, saltar de sus indicativa de vestirse y preparar sus
bolsos para embarcar. Les llamó poderosamente la atención que muchos de
los que impartían las órdenes eran cadetes de 4º año vestidos con ropa
de combate y que la base se hallase totalmente iluminada.
Cuando
los marineros salieron a los pasillos, notaron que había oficiales del
Ejército que también vestían uniformes de combate y entonces
comprendieron que algo grave estaba ocurriendo.
La
tropa fue conducida al patio de estudios y, una vez allí, se la hizo
formar en cuadro. Recién entonces, los cadetes se dieron cuenta que la
máxima autoridad de la base, el almirante Isaac Francisco Rojas, se
encontraba en el lugar junto a otros oficiales, uno de los cuales, el
capitán de fragata Bassi (jefe del Cuerpo), dio un paso adelante para
hacer uso de la palabra.
Por
boca de su superior, los cadetes, escucharon atónitos que la Armada
se había rebelado contra el gobierno y que se aprestaba a entrar en
combate para derrocarlo. Acto seguido, el jefe de los cadetes de 4º año
anunció en voz alta que aquel que no estuviese de acuerdo con lo que iba
a suceder debía dar un paso al frente y luego esperó. La consigna era
no involucrar a aquellos que no estuvieran de acuerdo con la revolución
aclarándose muy especialmente que no se iba a tomar ningún tipo de
represalia. Como refiere Isidoro Ruiz Moreno, para su satisfacción y la
de sus superiores, ninguno se movió.
En
ese mismo momento los cadetes de preparatoria, entre quienes se
hallaban los hijos de Rojas y Rial, fueron despertados por su jefe, el
teniente Jorge Isaac Anaya8, encargado de imponerlos de la novedad, antes e ordenar su alistamiento para cumplir tareas auxiliares y de guardia.
Infantes
de Marina por un lado y cadetes por el otro, fueron ocupando posiciones
de combate y varios más formaron en fila para abordar las unidades
navales a las que habían sido asignados.
En los destructores “Cervantes” y “La Rioja”,
sus comandantes, los capitanes de fragata Pedro J. Gnavi y Rafael A.
Palomeque, supervisaban el alistamiento mientras impartían directivas
constantemente. Debían zarpar una vez que los preparativos hubiesen
finalizado, después de recibir el plan de operaciones de manos del
capitán Sánchez Sañudo.
Los
cadetes se alinearon junto al “Hall de las Batallas”, amplio salón
adornado por magníficos cuadros que representaban las principales
batallas navales de nuestras guerras decimonónicas y desde allí
marcharon encolumnados para embarcar, saludados por el director de la Escuela Naval y los miembros de su estado mayor.
Una vez en los muelles del canal que separaba a la Escuela
de los Astilleros, los marineros comenzaron a abordar, los de mayor
edad y mejor adiestrados ocupando sus puestos junto a las piezas de
artillería y comunicaciones y los menores, los de vigilancia, sobre el
puente de mando.
En
la cercana ciudad de La Plata, el teniente de navío Juan Manuel Jiménez
Baliani, dormía junto a su esposa cuando un timbre prolongado e
insistente lo despertó en medio de la noche. Sumamente preocupado, se
quedó quieto en la cama pues en aquellos días, las historias de
detenciones a altas horas de la madrugada eran moneda corriente.
Permaneció sin moverse cerca de medio minuto esperando en lo más
profundo de su ser, que se hubiera tratado de un sueño, cuando un
segundo toque lo sobresaltó. Aún en la obscuridad, pudo ver que su
despertador marcaba las 04.00 de la mañana y eso lo inquietó aún más.
Su
esposa estaba despierta cuando se levantó. Le dijo que se quedara
tranquila y que iba a ver de que se trataba, y mientras se colocaba las
pantuflas, se dirigió a la puerta de entrada, sin prender ninguna luz.
Manteniendo la puerta cerrada preguntó quien era y del otro lado, una voz débil le respondió:
-Teniente Pérez, de la Escuela de Aplicación de Oficiales, señor.
Recién
entonces Jiménez Baliani abrió y se asomó fuera. Pudo ver que,
efectivamente, se trataba de un oficial de la Armada luciendo su
uniforme, pero no lo conocía.
-Muéstreme su identificación – le dijo al recién llegado.
El
oficial obedeció extendiéndole su credencial y después de echarle una
detenida mirada al documento, Jiménez Baliani preguntó, en un tono que
evidenciaba molestia y falta de cortesía.
-¿Qué pasa? ¿Qué quiere?
-Me
han dado la orden que le informe que se debe presentar de inmediato a
su destino. La situación hace que esto sea urgente. Se ha dispuesto el
alistamiento de todas las unidades.
-Muy bien. Gracias –respondió- Me presentaré de inmediato.
-Lo espero, señor. Tengo en la puerta un jeep estacionado, para llevarlo a la base.
Como Jiménez desconocía al oficial que tenía enfrente, desconfió y le respondió que no era necesario que lo esperase porque iba a ir en su propio automóvil.
-¡Es que se va a hacer tarde! – insistió el joven teniente.
-¡Retírese! –le ordenó el oficial- me presentaré a mi destino de inmediato. Vaya a cumplir con otros deberes que tenga.
-Bien, señor. Buenas noches – fe la respuesta, y acto seguido, el subalterno abordó su jeep y se retiró.
Jiménez
Baliani cerró la puerta y al ver a su esposa parada en el pasillo, le
dijo que se cambiase de ropa porque debía llevarlo inmediatamente a Río
Santiago. Se vistieron apresuradamente y en medio de la noche, salieron
al exterior y subieron al automóvil que se hallaba estacionado en la
puerta, la mujer al volante y el oficial a su lado.
Tomaron
por las desiertas calles suburbanas y enfilando hacia Ensenada, se
internaron en el descampado, atravesando previamente un barrio de
emergencia a mitad de camino, donde la mujer aceleró la marcha cuando
creyeron ver movimientos.
Llegaron
así a las puertas del Astillero, donde encontraron los portones de
hierro cerrados y a la guardia apostada indicándoles detener la marcha
mientras los encandilaba iluminándolos con unos focos extremadamente
poderosos. Sin moverse del rodado vieron a un oficial de la Infantería
de Marina que se les acercaba iluminándolos con una linterna. Al llegar
junto a la ventanilla, el marino reconoció al teniente Jiménez, lo
saludó haciéndole la venia:
-Buenos días. ¿Hacia donde se dirige?
-Al torpedero “La Rioja”, donde estoy destinado.
-Bien –fue la respuesta- descienda del auto y diríjase al muelle a pie. Conviene que se apure.
Amanecía
cuando Jiménez Baliani se despidió de su esposa y descendió del auto.
La joven mujer permaneció en el interior del vehículo, con las manos al
volante y el motor encendido, mirando como su marido cruzaba el portón y
se alejaba. Recién entonces se atrevió a hablar para preguntarle al
oficial de guardia si se podía quedar allí estacionada hasta que
aclarara ya que tenía temor de regresar sola.
-Señor,
¿podría quedarme a un costado, cerca de la reja, hasta que amanezca y
haya luz suficiente como para regresar sin problemas?
-Señora –le respondió cortésmente el marino - ¿Usted sabe manejar bien?
-Si – respondió ella.
-Entonces no espere ni un minuto. Dentro de media hora aquí se arma la maroma”. Váyase cuanto antes y que tenga suerte.
-Gracias – respondió la señora. Y poniendo primera, se alejó del lugar, presa de viva preocupación.
La
esposa de Jiménez regresaba a su domicilio mientras su marido apuraba
el paso por los caminos internos del astillero en dirección a los
muelles. Fue una imprudencia de su parte haberse hecho llevar hasta la
base porque los lugares por los que debió pasar de ida y vuelta eran
inseguros y porque era inminente un enfrentamiento a gran escala.
Una
vez en el muelle, vio al personal formando dos hileras, listo para
abordar y al capitán de corbeta Carlos F. Peralta, su segundo
comandante, supervisando la alineación junto a dos oficiales.
De
una lista, previamente preparada, iban nombrando los apellidos de
quienes constituirían la tripulación que saldría a navegar. Cuando
alguien era nombrado, respondía ¡Presente! y se encaminaba a bordo.
Me
presenté al Segundo Comandante quien en breves palabras me impuso de
mis obligaciones: preparar el armamento para el combate. Tenía dos
ayudantes: el permanente que era el en ese entonces teniente Juan R.
Ayala Torales y uno temporario, el teniente Federico Ríos, cursante de
la Escuela de Aplicación de Oficiales, que había sido designado para
esta oportunidad.
Jiménez
Baliani fue puesto al tanto de lo que estaba ocurriendo y de esa manera
supo que una vez embarcado el personal, los buques se harían a la mar
en misión de guerra.
Mientras
tanto, la base organizaba presurosamente su dispositivo defensivo a las
órdenes del capitán de navío Carlos Bourel, que para ello contaba con
efectivos de Infantería de Marina y oficiales del Ejército. Se ubicaron
puestos de francotiradores en diferentes puntos de las instalaciones y
se alistaron las piezas de artillería de los patrulleros “King” y “Murature”,
el primero de ellos en reparaciones. Una vez iniciada la revolución, el
alto mando rebelde esperaba la reacción del Regimiento 7 de Infantería y
el Comando de la II División con asiento en La Plata a las órdenes del general Heraclio Ferrazzano, por lo que sus movimientos, a esa hora de la madrugada, eran febriles.
Notas
1 Ese
día, el Instituto de Investigaciones Científicas y Técnicas de las
Fuerzas Armadas había organizado una demostración de tiro a la que
fueron especialmente invitados los agregados militares y corresponsales
de guerra de diferentes países. Debía concurrir la totalidad de los
oficiales de la Escuela de Artillería, casi todos comprometidos con el
alzamiento.
2 Tal
como relata Isidoro Ruiz Moreno, en aquellos días, el domicilio y los
movimientos del capitán Rial eran monitoreados por personal de seguridad
que se desplazaba a bordo de un automóvil con patente Nº 340 de la
provincia de Buenos Aires.
3 El desplazamiento de la tropa debía realizarse en las BDI Nº 6 y Nº 11
4 Se hallaba ubicado en la intersección de Buenos Aires con Obispo Oro.
5
En la mencionada residencia se disponían a pasar el fin de semana el
dueño de casa, su esposa Irene Gravier y sus siete hijos. Luis Ernesto
Lonardi recuerda en Dios es Justo
a uno de ellos, Irene de la Torre, encantadora jovencita de 15 años de
edad, que les preparó y sirvió alimentos y bebidas con gran presencia de
ánimo, entusiasmada por prestar su colaboración.
6 La
familia Arizu era propietaria de las bodegas Luigi Bosca
7 Entre el 16
y el 17 de junio, el general Lagos debió efectuar numerosos cambios de
domicilio a efectos de no ser detectado. El primero de ellos tuvo lugar la
noche del 16, cuando Roberto Norton condujo al grupo a lo del ingeniero Agustín
Rosas y de allí a la casa de Carlos Aguirre Cano -ausente en Buenos Aires-, ubicada
en Perú 1026, a tres cuadras de la familia Vallée. La misma se comunicaba a
través del jardín, por una puerta que daba al domicilio del Dr. Emilio
Descotte, donde además, funcionaba su estudio jurídico, la cual serviría como
posible vía de escape.
A
las 24:00 horas de aquel agitado día, se hizo presente el teniente coronel
Mario R. Graci, a quien Lagos designó asistente personal, un colaborador leal
en todo sentido, que no se separó un solo instante de su jefe mientras duró la
revolución.
En
horas de la madrugada, el grupo abandonó la vivienda para dirigirse a la finca “San
José”, propiedad del Dr. Leal en Guaymallén y al mediodía del 17 pasó a la
Bodega Reboredo, situada en San Francisco del Monte, departamento de Godoy Cruz,
donde Lagos decidió cortar todo contacto con los comandos civiles
revolucionarios porque debido a su entusiasmo, estaban poniendo en riesgo la
operación.
La
noticia de la detención de Descotte llevó alarma a su comando y lo decidió a
actuar de inmediato. Dirigiéndose a los presentes les impartió una serie de indicaciones
y despachó al señor Manuel A. Moreno con el plan de acción para el general
Arandía. La movilización de Cuyo había comenzado.
8 En 1982 sería el exponente más duro de de la Junta Militar que desencadenó la guerra del Atlántico Sur.
Fuentes principales
-Isidoro Ruiz Moreno, La Revolución del 55, Emecé, Buenos Aires, 1994.
-Luis Ernesto Lonardi, Dios es justo, Francisco A. Colombo, Buenos Aires, 1958.
-Bonifacio del Carril (h), Juan D. Perón. Ascenso y caída, Emecé Memoria argentina, Buenos Aires, 2005.
-Jorge Perren, Puerto Belgrano y la Revolución Libertadora, Instituto de Publicaciones Navales, Buenos Aires, 1997.
-Comisión de Afirmación de la Revolución Libertadora, A 30 años de la Revolución Libertadora, Buenos Aires, 1985.
-Bonifacio del Carril (h), Juan D. Perón. Ascenso y caída, Emecé Memoria argentina, Buenos Aires, 2005.
-Jorge Perren, Puerto Belgrano y la Revolución Libertadora, Instituto de Publicaciones Navales, Buenos Aires, 1997.
-Comisión de Afirmación de la Revolución Libertadora, A 30 años de la Revolución Libertadora, Buenos Aires, 1985.