PALABRAS PREVIAS
El 10 de diciembre de 1983, el Proceso de Reorganización Nacional
entregó el poder, luego de casi ocho años de gobierno. En su lugar, asumió Raúl
Ricardo Alfonsín, abogado oriundo de Chascomús, de amplia trayectoria en las
filas de la Unión Cívica Radical. Finalizaba un período clave en la historia
nacional y con el advenimiento de la democracia, comenzaba otro.
Como era de esperar, la población estaba ávida de revancha por
años de opresión, crisis económica y la derrota militar en el Atlántico Sur y
más lo estuvo a medida que fueron saliendo a la luz sucesos que como en la
Alemania nazi y la Italia fascista, la gente desconocía o decía
desconocer.
Así fue como se supo que muchas de las personas muertas o
desaparecidas, lo habían sido de manera brutal, por métodos ilegales y
procedimientos arbitrarios; que hubo centros clandestinos de detención -versión
criolla y algo más reducida de los campos de concentración-, que se fusiló y
torturó a personas y se las enterró en fosas comunes de manera clandestina, que
hubo expropiación de niños, que a otros se los mató, que en los interrogatorios
y los tormentos participaron médicos, que nuestro país fue el epicentro del
Plan Cóndor ideado en comunión con las dictaduras regionales, que estuvo detrás
del derrocamiento de la presidenta boliviana Lidia Gueiler Tejada en 1980, que
tomó parte en la represión y los secuestros que tuvieron lugar inmediatamente
después en esa nación; que envió tropas a Centroamérica para combatir a las
guerrillas, exportando la “guerra sucia” a Nicaragua, El Salvador, Honduras,
Guatemala y Costa Rica y que había cometido todos los atropellos y dislates
imaginables, el peor, fuera de lo descripto anteriormente, haber rechazado un
laudo arbitral dictado por una corte internacional a la que había recurrido en
1977, porque su fallo no fue el esperado (Crisis del Canal de Beagle).
Fue entonces que la ciudadanía, sedienta de desquite, acompañó el
proceso de aplicar justicia y aplaudió la constitución de los tribunales
destinados a juzgar a los responsables, civiles y militares, la creación de
organismos (CONADEP), el estreno de películas y documentales, la emisión de
programas especiales y las sentencias dictadas.
Y mientras el pueblo saltaba entusiasmada y disertaba en las
sobremesas y los bares, la televisión, la radio y el cine saturaban con la
temática, incentivados por las manifestaciones de aprobación que llegaban del
exterior. Pero pronto se hizo evidente que tanto la justicia como aquel clamor
estaban viciados de parcialidad. Pasado el fervor inicial, fue fácil comprobar
que sólo se mostraba una cara de la moneda y se ocultaba aviesamente la otra.
Nadie parecía recordar lo ocurrido; que todo aquel horror había comenzado antes
del golpe militar y si alguien lo intentaba, enseguida era tildado de cómplice,
golpista y “gorila”, enemigo de las libertades y sicario de imperialismos e
intereses espurios. Pero como era evidente que la hecatombe no había comenzado
el 24 de marzo de 1976, se intentó desviar la atención hacia la dictadura
anterior, la llamada Revolución Argentina, que encabezó el teniente general
Juan Carlos Onganía y finalizó su par, Alejandro Agustín Lanusse. Y entonces
volvieron a la carga con la caída de Illia, la Noche de los Bastones Largos, la
“fuga de cerebros”, el Cordobazo, la masacre de Trelew y los hechos acaecidos
antes del advenimiento de Cámpora. De eso sí se hablaba, pero de lo otro no y
si se lo hacía, era para justificar: habían asesinado brutalmente al general
Aramburu pero se lo merecía por ser el rostro visible de la Revolución
Libertadora; sus verdugos pasaron a ser los “jóvenes idealistas” y de golpe y
porrazo todo el mundo olvidó que las bandas sediciosas habían robado,
secuestrado, torturado y asesinado, aún a niños y personas indefensas; cometido
atentados, colocado bombas, atacado desde el anonimato, copado localidades,
asaltado poderosas unidades militares, tomado cuarteles y comisarías, hundido
buques de guerra, enjuiciado y fusilado aplicando códigos encontrados con los
que regían a la Nación. Incluso se intentó cercenar el suelo patrio buscando
para ello el apoyo de organismos internacionales. Si algo había ocurrido entre
la Revolución Argentina y el Proceso de Reorganización Nacional eran culpa de
José López Rega y la Triple A, escuadrón de la muerte por él creado, según la
creencia popular.
“Jóvenes idealistas” definieron a las bandas asesinas de
ultraizquierda, quienes con la democracia tuvieron acceso a los micrófonos y
los cargos públicos.
De esa manera, aquel primer gobierno surgido de las urnas
desencadenó una verdadera caza contra las FF.AA. y las instituciones (jueces,
organismos, asociaciones), condenando por igual a culpables e inocentes, héroes
y villanos, soldados y asesinos, sólo porque usaban uniforme o habían integrado
gobiernos de facto. Fue el primero en ablandar la justicia, en reducir las
penas de los delincuentes comunes, en generar la inseguridad, implantar leyes
garantistas, realizar actos de corrupción (Pollos de Mazorín, préstamos del
Banco Hipotecario), instaurar la inestabilidad y desencadenar el caos, la
crisis social y la hiperinflación que lo llevaron a abandonar el poder antes de
tiempo, sin que nadie lo echara. Pero además, implantó el odio, el revanchismo
y la mentira para desprestigiar y de esa manera, aparecieron crápulas que con
absoluta ligereza y parcialismo hablaban de “jóvenes idealistas”, “caza de
brujas”, “actos de guerrilla y no de terrorismo” y represión ilegal, ocultando
que la misma fue dispuesta por un régimen democrático.
Veinte años después, un matrimonio delictivo, secundado por una
gavilla de delincuentes y mafiosos no sólo llegó al poder para hacer de la
corrupción un medio de enriquecimiento, sino que llevó a aquellos terroristas
de los setenta y sus apologistas, a puestos claves en el gobierno. Y así fue
como se reabrieron las heridas, se encarceló sin condena, se persiguió a gente
sin culpa, se descolgaron cuadros, se organizaron fuerzas de choque y se
difundió la mentira, tergiversando los hechos, tal como ocurrió en 1983 y 1989.
Lo peor de todo fue que la ciudadanía acompañó ese proceso.
Es común oír decir que lo acaecido en nuestro país se pudo
arreglar de otra manera; que a la guerrilla se la tendría que haber combatido
con distintos métodos, como hicieron los italianos con las Brigadas Rojas,
slogan al que el hombre medio argentino, víctima consciente del “síndrome del
otro”, recurre inexorablemente cuando se aborda el tema de la guerra
antisubversiva. Se trata de una de las tantas frases hechas que el argentino
mediocre repite como autómata ensayando una falsa erudición.
Los hechos de terrorismo ocurridos en Italia, Alemania y Francia
no se pueden comparar con lo acaecido en nuestra tierra; fueron simples juegos
de niños limitados a uno o dos secuestros resonantes, el de Aldo Moro el
principal, a colocar bombas y desviar aviones. Las acciones acaecidas en
nuestro suelo superaron todo lo imaginable, por su magnitud, organización,
poder de fuego y estrategia. Y como siempre es necesario recurrir a fuentes
foráneas para que la sociedad argentina se convenza (si son europeas y
norteamericanas mejor), veamos lo que dicen los autores británicos de Guerra de guerrillas, obra
editada por Bison Books Ltds, en 1985.
La guerra de guerrilla en la Argentina hay que situarla entre las
más sangrientas de las últimas décadas en América Latina. Existen estadísticas
muy aproximadas en cuanto al número de enfrentamientos entre los ejércitos
guerrilleros y regulares y atentados, pero se pierde precisión en el momento de
determinar el número de muertos en los diez años de lucha.
Las cifras varían entre 7000 y 30.000 conforme a la evaluación que
manejan las partes, aunque éste último dato está distorsionado por haberse
producido en medio de la “guerra psicológica” desarrollada paralelamente con la
pelea armada.
El ex presidente Jorge Rafael Videla –responsable de la
organización de la lucha antiguerrillera- dijo en 1979 que “el enemigo había
tenido 8500 bajas” a las que habría que agregar 1797 muertos civiles y
militares, blancos de la acción guerrillera.
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Con el solo propósito de clarificar éste trágico balance habría
que aportar las declaraciones del dirigente montonero Rodolfo Galimberti en
1978 estimando en 4000 las pérdidas en hombres de la guerrilla en
enfrentamientos directos con el ejército regular.
Como en este dato solos e incluyen las bajas en “enfrentamientos
directos”, queda un margen de víctimas producidas en “acciones no
convencionales”, una de las características esenciales de la guerra de
guerrilla practicadas por los dos bandos en lucha, que quedan inmersas en el
rubro de “desaparecidos”, tema esencial -y aún no aclarado en cifras
fehacientes- para llegar al balance definitivo y real de los muertos en la
guerra que tuvo a la Argentina por escenario.
Si unimos a los 1797 muertos reconocidos en el “bando regular” con
las 8500 bajas del “enemigo” denunciadas por el comandante de la lucha
antiguerrillera, general Jorge Rafael Videla, la cifra –digamos oficial de
muertos sería de 10.297.
De confirmar la justicia lo denunciado por la Comisión Argentina
de los derechos Humanos, habría que sumar a la nómina de muertos los 7671
hombres y mujeres colocados en situación de “desaparecidos” con la que el total
llegaría a 17.968.
Los principales núcleos guerrilleros (Montoneros, ERP), llegaron a
tener 20.000 hombres sobre las armas, protagonistas de 5000 acciones bélicas
(atentados dinamiteros, copamientos de unidades militares, secuestros, crímenes
individuales), con el agregado de dos años de “guerrilla rural” desarrollada en
los montes de Tucumán entre 1974 y 1976.
En la guerrilla rural, el ERP colocó entre 3000 y 5000
combatientes en tanto que el Ejército regular, con el aporte de Gendarmería y
la policía tucumana inició la batalla con 2500 efectivos y la terminó con 4800
hombres1.
La lucha contra la subversión fue un conflicto a gran escala, una
guerra civil no convencional, con grandes enfrentamientos, desplazamiento de
tropas, tácticas de combate, planificación de operaciones, maniobras y
estrategias, que se cobró la vida de no menos de 11.000 personas en nueve años
y solo es comparable con las acciones de Sendero Luminoso en Perú, las FARC en
Colombia y el fanatismo islámico.
Con el presente trabajo intentaremos mostrar como se desarrolló
esa guerra, que fueron los subversivos quienes la desencadenaron y los primeros
en referirse a ella con ese término, que para lograr sus objetivos se valieron
de métodos no convencionales, opuestos a la civilización y los derechos del
hombre, que contaron con apoyo exterior y por sobre todo, fueron los
responsables directos del terrorismo de Estado que se instauró a partir del
golpe de 1976.
Notas
1 John
Pimlott, Ian Beckett, David Johnson, Nigel De Lee, Peter Reed y Francis Toase, Guerra de guerrillas
(operaciones-grupos-tácticas), Ediciones Fernández Reguera, Buenos Aires,
1987 (Copyright Bison Books Ltds, 1985), pp-194-195.
Publicado 27th June 2016 por Alberto N. Manfredi (h)