domingo, 23 de junio de 2019

HUNDIMIENTO DEL HMS “ARDENT”

La Aviación Naval ataca al HMS "Ardent"
(Ilustración: Carlos Adrián García)

En la madrugada del 21 de mayo, la fragata HMS “Ardent” se hallaba en la bahía de San Carlos formando junto a la HMS “Broadsword”, el HMS “Antrim”, el HMS “Argonaut” y el HMS “Arrow”, un escudo defensivo tendiente a “atajar” las oleadas de aviones provenientes del continente. Junto a esa tarea, se le había encomendado cañonear las posiciones argentinas en Puerto Darwin y Prado del Ganso, para evitar posibles incursiones de los Pucará desde ese aeródromo.

A las 11.30 hora argentina (14.30Z), despegó desde la base aérea de Río Gallegos la escuadrilla “Mula”, integrada por cuatro Skyhawk A4B del Grupo 5 de Caza. La encabezaba su líder, el capitán Pablo Marcos Rafael Carballo, seguido por sus numerales, teniente Carlos Rinke y primer teniente Carlos Cachón, con el alférez Leonardo Carmona cerrando la formación como escolta.

Las aeronaves despegaron una tras otra, volando directamente hacia el punto de encuentro con uno de los dos Hércules KC-130H que la FAS mantenía en operaciones entre las islas y el continente.

Los aviones se aproximaron pausadamente y de ese modo, se fueron enganchando sucesivamente a la manguera, primero el jefe de la sección, después su primer numeral y enseguida el primer teniente Cachón y el alférez Carmona. Fallas técnicas impidieron a este último cargar combustible por lo que luego de informar a su líder y comunicarse con la torre, hizo un amplio viraje y regresó a la base.

Los pilotos restantes se dirigieron hacia el objetivo volando en condiciones climáticas realmente espectaculares, con un cielo cubierto en un 50% y una visibilidad excelente.


 El capitán Carballo pensó para sí, que aquella era la jornada ideal para efectuar un vuelo en tiempos de paz. Tal como lo relata en Dios y los Halcones, todo era azul, tanto el firmamento como el mar, un cielo y un mar tan inmensos que en caso de caer al agua nadie podría encontrarlos.
Los jets entraron a vuelo rasante por la Bahía San Julián, al oeste de la Gran Malvina, sobrevolando tierra hasta el monte María, al que encontraron cubierto de nubes. Al llegar a ese punto, se desviaron un tanto a la derecha y tomando a los montes Hornby como referencia, siguieron avanzando a una velocidad que oscilaba entre los 900 y los 950 km/h, siempre en busca del enemigo.
Fue entonces que el teniente Rinke comenzó a experimentar problemas en su tanque suplementario, ubicado bajo una de las alas. Una falla impidió el envío de combustible al depósito principal y por esa razón, el capitán Carballo le ordenó regresar, sin embargo, su subalterno se negó, aduciendo que podía seguir volando.
El líder debió ponerse firme para que Rinke obedeciera. De mala gana, el bravo numeral viró al oeste y sin disminuir la velocidad, se alejó rumbo a Río Gallegos en tanto la escuadrilla, reducida al capitán Carballo y el alférez Carmona alcanzaba la ladera oeste de las alturas Hornby, donde ambos se pegaron lo más posible al mar.
En esos momentos, la fragata “Ardent”, se desplazaba hacia el norte cumpliendo la directiva de contener los ataques que llegasen desde el sur.
Mientras tanto, dejando atrás las mencionadas elevaciones, Carballo y Carmona divisaron una bahía que se extendía al otro lado del estrecho y dentro de ella la inconfundible silueta de una fragata clase 21.
Lanzando el grito de guerra de la Fuerza Aérea Argentina (¡Viva la Patria!), los dos pilotos se arrojaron sobre la presa, listos para atacar. Pero entonces aconteció algo que llamó poderosamente la atención del guía: pese a su aproximación, la nave no le tiraba y eso le dio mala espina. Todavía estaba fresco en su mente el recuerdo del 1 de mayo, cuando bombardeó y ametralló por error al transporte “Formosa”. Por esa razón, se abstuvo de disparar y continuó avanzando urgido por identificar el blanco.
Intentando prevenir a Carmona, estableció contacto de radio para transmitirle su temor pero su reacción fue tardía; el joven numeral había lanzado su bomba y se preparar a accionar sus cañones. Fue un breve instante de incertidumbre para los dos aviadores, sensación que desapareció al instante al doblar hacia la izquierda y comprobar aliviados que se trataba de un buque enemigo.
Como el alférez Carmona se había quedado sin bombas, Carballo le ordenó retirarse en tanto él continuó con  rumbo norte, en busca de un nuevo blanco.
Volando rasante, con las aguas discurriendo bajo de su avión a gran velocidad, el líder de la formación sintió una extraña sensación de confianza y una euforia especial, que atribuyó al hecho de volar en la Gracia de Dios.
De repente, al ingresar en la Bahía Ruiz Puente se recortó ante él una fragata que sin ninguna duda era enemiga. Se trataba de la HMS “Ardent”, la cual, a primera vista, no le pareció tan grande como se había imaginado a las clase 21.
Poniendo sus motores a plena potencia, Carballo se lanzó al ataque al tiempo que la embarcación abría fuego sobre él.
El argentino vio que el agua parecía hervir a causa de las esquirlas y algo muy veloz pasaba a 50 metros de su ala derecha (sin ninguna duda un misil), mientras delante suyo comenzaba a tomar cuerpo una suerte de túnel formado por los disparos y proyectiles que se le acercaban.
Avanzando entre las columnas de agua que levantaban las municiones, accionó sus cañones de 30 mm perforando el casco de la nave. Al cabo de dos minutos que le parecieron interminables, se elevó y lanzó su bomba.
Una cosa que llamó poderosamente la atención de Carballo fue el sonido de un extraño jadeo que se escuchaba a través de sus auriculares; algo así como los estertores de alguien que agonizaba. En su regreso al continente, el alférez Carmona también los sintió y así lo manifestó una vez finalizada la misión. Tardó mucho en darse cuenta que se trataba de su propia respiración.
El argentino tuvo la sensación de que se iba a estrellar contra las antenas de la nave pero un movimiento instintivamente de su palanca y la pérdida de peso que el avión experimentó al lanzar las cargas explosivas, lo hicieron tomar altura y pasar por encima de ellas, a escasos centímetros de la más elevada. Casi enseguida recuperó la calma y virando suavemente hacia la izquierda se pegó al mar y dio potencia a sus turbinas. Notó entonces, que una columna de humo emergía de la proa de la fragata, tres kilómetros a su izquierda, producto de los disparos que la misma le efectuaba pero para su fortuna, los proyectiles le pasaron lejos, por detrás de la cola de su avión.
Inmediatamente después distinguió a su derecha otro buque, aparentemente detenido, notando con alivio que tampoco le tiraba.
El bravo piloto jamás encontraría explicación a eso y una vez más atribuyó su suerte a la divina protección de Nuestro Señor Jesucristo cuya imagen llevaba a la vista en el interior de su cabina.
Tras un retorno sin sobresaltos, Carballo aterrizo en Río Gallegos y al descender de su avión tuvo la grata sorpresa de que en el aeropuerto lo estaba esperando el brigadier Basilio Lami Dozo, quien había estado siguiendo desde la base las incidencias de la misión, acompañado por altos oficiales de la fuerza.
Lami Dozo ya había hablado con el alférez Carmona (una fotografía suya estrechando la mano del joven aviador, rodeados ambos por jefes y oficiales, fue publicada en el libro La campaña de las Malvinas, de los españoles Bendala, Martín y Pérez Seoane) y se había impuesto de los planes de batalla programados para todo ese día.
Junto al máximo comandante, integrante de la Junta Militar, Carballo y sus superiores se encaminaron al interior del edificio y ya en la sala de pilotos, los puso al tanto de los pormenores de su incursión.
Lami Dozo felicitó a sus hombres por su profesionalismo y los incitó a seguir adelante, "con los dientes apretados", porque la lucha continuaba y todavía quedaba un largo camino por recorrer.
El HMS “Ardent” había recibido impactos de cañones de 30 mm y la bomba de Carballo que si bien no llegó a explotar, causó importantes averías y un incendio de magnitud que los británicos pudieron controlar al cabo de varias horas de trabajo.
Pero aquello no era todo.
A las 10.15 hs (13.15Z), seis Skyhawk A4Q navales despegaron desde Río Grande conformando una escuadrilla de dos secciones que debían atacar a los buques de transporte que navegaban frente a Bahía Fox.
Integraban la primera el capitán Rodolfo Castro Fox (jefe de la escuadrilla), el teniente de fragata Alejandro Daniel Olmedo y el teniente de navío Marcos A. Benítez, en tanto la segunda iba conformada por el capitán de corbeta Carlos Zubizarreta, el teniente de corbeta Félix Medici y el teniente de navío Carlos Oliveira.
Mientras volaban hacia sus blancos, sin haber hecho reabastecimiento en vuelo debido a la urgencia de prestar apoyo aéreo, se les ordenó cambiar de ruta y dirigirse al norte del estrecho donde en esos momentos, penetraban dos barcos.
En cumplimiento de esa directiva los pilotos se encaminaron rumbo al nuevo objetivo y cuando se hallaban a mitad de recorrido, recibieron una nueva comunicación aclarando que los buques que en esos momentos ingresaban en San Carlos, eran doce y no dos. Escasos de combustible, los A4Q abortaron la misión y regresaron a la base a efectos de planificar una nueva misión y proveerse del armamento adecuado.
Mientras tanto, aguardando en pista se encontraban el capitán de corbeta Alberto J. Philippi, el teniente de fragata Marcelo Gustavo Márquez y el teniente de navío José César Arca, atentos a la orden de decolar, el primero en el avión matrícula 3-A-518, el segundo en el 3-A-519 y el tercero en el 3-A-294.
Recibida la directiva desde la torre, los aviadores dieron máxima potencia a sus turbinas e iniciaron el carreteo con una diferencia de un minuto entre uno y otro. Bajo una persistente y fría llovizna, los cazas navales se elevaron uno detrás de otro llevando cuatro bombas con cola de retardo cada uno además 190 cargas de proyectiles de 20 mm en sus cañones.
Volando a 30.000 pies de altura y a 900 km/h, pusieron proa hacia los objetivos seguidos a escasos seis minutos por los tenientes de navío Benito Italo Rotolo como sublíder (avión matrícula 3-A-306), Roberto Gerardo Sylvester (3-A-301) y Carlos Alberto Lecour (3-A-305), quienes debían prestar apoyo a la sección del capitán Philippi.
A poco de adentrarse en el mar, la torre de Río Grande le comunicó al líder que una PAC de por lo menos cuatro Sea Harrier protegía a las unidades de superficie y por tal motivo, en caso de no hallar el blanco, debían dirigirse a San Carlos para atacar a los barcos allí apostados.
Con la Gran Malvina a la vista Philippi ordenó iniciar el descenso, efectuando para ello un balanceo con sus alas, pues estaba terminantemente prohibido romper el silencio de radio. Dando comienzo a la maniobra, los pilotos conectaron sus masters de armamento y aceleraron.
Impulsados por un viento de cola extremadamente fuerte, los Skyhawk llegaban a la zona con cinco minutos de anticipación, sabiendo que las corrientes de aire les proporcionaban mayor velocidad y les permitían ahorrar combustible, algo que habían esperado en vano el 1 de mayo, cuando se programó el ataque a la Task Force desde el portaaviones "25 de Mayo".
Volando con lluvias, chubascos y un techo de nubes bajo, Philippi descendió hasta tocar casi las aguas, maniobra que imitaron sus numerales con diferencia de segundos. En esas condiciones alcanzaron la Isla de los Pájaros, al sudeste de la Gran Malvina, pegándose a la costa a 50 pies de altura, con una visibilidad que no alcanzaba los 1000 metros.
El mencionado promontorio emergía de las negras aguas del mar como una mole rocosa de impresionantes dimensiones, en cuya base rompían con fuerza las olas.
Mientras volaban, atentos a no chocar contra los accidentes geográficos, con el agua del mar salpicando sus parabrisas y la sal amenazando con cristalizarse en ellos, Philippi evaluó si era acertado seguir adelante o si convenía regresar. De haber optado por la segunda opción, hubiera sido una decisión totalmente justificada dadas las difíciles condiciones que imperaban en esos momentos. Además, los Sea Harrier merodeaban amenazadoramente las fragatas contaban con un sistema de misiles Sea Wolf que disparaban automáticamente cuando el radar captaba sus blancos a 5 millas de distancia. Confiando en la Providencia decidió seguir.
A bordo de las embarcaciones, se sabía que los pilotos atacantes carecían de detector de contramedidas electrónicas y que su visibilidad era de apenas 4 millas, es decir, una menos que la de los misiles y eso los hacía presas extremadamente fáciles de aquel mecanismo. Sin embargo, los Skyhawk siguieron avanzando, girando a la izquierda casi a ciegas, buscando el  rumbo 070º para cruzar hacia el estrecho de San Carlos y atravesarlo en solo cuatro minutos.
Para entonces, la fragata “Ardent” se había ubicado en la ensenada de Grantham Sound y cañoneaba Puerto Darwin y Prado del Ganso en un intento por neutralizar a los Pucará y de paso, apoyar el ataque de distracción que los SAS efectuaban a 18 kilómetros del lugar.
En su avance, el capitán Philippi cometió el error de romper inconscientemente el silencio de radio cuando se dijo a sí mismo, en voz alta: “¿Que largo es esto!”. Nadie le respondió porque la tensión y la ansiedad eran sumamente intensas.
En el punto calculado, los argentinos no hallaron nada, razón por la cual, se dirigieron al blanco alternativo, sobrevolando la costa oeste de la Isla Soledad en dirección norte.
Giraron a la izquierda, pusieron rumbo 025º y poco después comenzaron a recorrer las playas, siempre a 50 pies de altura y 450 nudos de velocidad. Fue ahí cuando notaron que el clima empezaba a mejorar.
La escuadrilla repasó Puerto Finlay y casi enseguida ubicó un barco muy cerca de Bahía King, al que Philippi señaló moviendo las alas. Sin embargo, casi al mismo tiempo, se dio cuenta que se trataban del averiado “Río Carcarañá” y desistió de atacar.
Cinco millas antes de Bahía Ruiz Puente, los aviadores navales vieron otro buque que se movía detrás del promontorio rocoso conocido como Isla del Noroeste, sobre el extremo norte de la misma, a escasa distancia de Punta Federal y decidieron que ese sería su blanco. Fue el teniente Arca quien rompió el silencio para dar el alerta a sus compañeros.

-¡Vamos a atacar! – ordenó el capitán Philippi mientras la formación entraba en la corrida de tiro.

Después de conectar los masters de armamentos, los argentinos atravesaron la bahía y casi a cara descubierta embistieron de babor a estribor.
Al verlos venir, la fragata aceleró tanto sus motores que Philippi necesitó hacer una brusca maniobra hacia la izquierda para arrojar sus bombas. Sin proponérselo, le hizo perder al teniente Arca su radio de giro.
Con el teniente Márquez a su izquierda, el capitán Philippi accionó sus cañones pero estos se negaron a disparar. Lanzando una maldición siguió avanzando y cuando estuvo a distancia, soltó sus bombas observando como desde la fragata le tiraba frenéticamente.


El capitán Alan West se encontraba en el puente de mando, hablando con la sala de máquinas, cuando vio venir a los jets. A los gritos ordenó a todos buscar cobertura e inmediatamente después se arrojó al suelo. En ese preciso momento una impresionante explosión hizo estremecer la nave.
En el comedor se encontraba el suboficial Ken Entiakajab, jefe del equipo de control de daños y responsable de los sistemas de refrigeración, aire acondicionado y maquinarias domésticas, quien a poco de producirse el estallido, se incorporó y echó a correr hacia el lugar del impacto, seguido por algunos de sus hombres. El característico olor acre y el humo denso comenzaban a inundar los pasillos interiores del “Ardent” en tanto numerosas vías de agua empezaban a inundar las cámaras próximas a las cubiertas superiores. Había rajaduras en los techos de las recámaras contiguas al punto de la explosión y daños de distinta consideración por todas partes.
Rápidamente ordenó a su equipo preparar las bombas para extraer el agua y trabajando duro junto a su gente, logró aislar los sistemas en torno al área siniestrada, disminuyendo con ello el ingreso del líquido. Se efectuó entonces una evaluación de los daños y se comprobó que el total de los tableros estaba destruido, cortados a la mitad con sus cables colgando y que existía peligro de que alguien se electrocutase. En ese sentido, se tomaron los recaudos necesarios para que ello no ocurriera, alejándose a la gente del lugar.
Pese a que los motores todavía funcionaban, poco a poco, muy lentamente, la nave comenzó a escorarse.


Después de lanzar sus bombas, el capitán Philippi saltó por encima del buque e inició la retirada tratando de ingeniárselas para evitar el contraataque enemigo.
Se hallaba inmerso en esa maniobra cuando le llegó nítida la voz del teniente Arca: 
-¡¡Bravo señor, una en la popa!!

Arca tenía esperanzas de que las bombas de Philippi erraran el blanco para no recibir el impacto de sus esquirlas, pero no fue así, la cuarta dio de lleno en la parte posterior de la nave y produjo una explosión tan tremenda que no tuvo otra opción que lanzar las suyas al atravesar la columna de fuego desencadenada por su líder.
Detrás suyo llegó el teniente Márquez y habiendo arrojado sus cargas, iniciaron al mismo tiempo el escape, pegándose al agua lo más posible. Philippi volaba adelante, Arca mil metros detrás y Márquez a mil quinientos, cerrando la formación.
En plena maniobra de escape, 15 segundos después de efectuado el ataque, la sección fue detectada por una PAC de Sea Harrier que patrullaban el sector. Orientados posiblemente por la “Brilliant”, los cazas británicos se lanzaron tras ella a gran velocidad.
El teniente Márquez fue quien dio el alerta, informando que los aviones enemigos se les venían por la izquierda.

-¡¡Harrier!! ¡¡Harrier enemigos a la izquierda!! – gritó.

Se trataba de los tenientes John Leeming y Clive Morell del Escuadrón 800, quienes advertidos por las explosiones en el “Ardent” y observando las evoluciones que efectuaban los cazas enemigos, iniciaron su persecución.
Al verlos aproximarse, el capitán Philippi ordenó desprender los tanques exteriores e iniciar la retirada hacia el sur del estrecho.
Morell disparó una ráfaga con sus cañones y alcanzó al teniente Márquez cuyo avión desprendió una extensa lengua de fuego y se desintegró en el aire. Leeming, a su vez, lanzó un Sidewinder que comenzó a seguir a Philippi cuando realizaba una pronunciada curva. El misil le pegó en la parte trasera pero no lo derribó; aun así, alcanzó a sentir una explosión y una fuerte sacudida colocó a su avión de nariz hacia arriba mientras viraba velozmente a la derecha. Al notar que la palanca no le respondía, giró la cabeza a estribor y para su desazón vio la negra silueta de un Sea Harrier aproximándose a velocidad supersónica. El británico intentaba rematarlo desde una posición demasiado cercana y los segundos que perdió en acercarse le salvaron la vida.
Philippi informó a su división que había sido alcanzado, que se encontraba bien y se eyectaba. Acto seguido, accionó la palanca de su asiento y salió despedido, perdiendo el conocimiento por la velocidad que llevaba.
El combate, sin embargo, no había finalizado.
Persiguiendo al teniente Arca, Morell disparó uno de sus misiles pero el mismo se negó a salir. Al notar la falla, oprimió el obturador y alcanzó a su oponente, sin lograr abatirlo. El argentino sintió el impacto pero comprobó aliviado que el aparato le respondía por lo que tomó altura e intentó evadirse realizando un nuevo viraje. Pero el teniente Leeming estaba allí y lo acribilló con sus cañones.
Arca vio las luces de alarma encenderse en su tablero y comprendió que se hallaba en grave peligro. Sin embargo, volteó nuevamente hacia la izquierda y al ver a los Sea Harrier retirándose por la falta de combustible las esperanzas de sobrevivir renacieron en él. Sabía que las condiciones de su avión no le permitirían alcanzar el continente y por esa razón se dirigió a Puerto Argentino decidido a aterrizar allí.
Con solamente 1100 litros, redujo la velocidad a 200 nudos e intentó comunicarse con la torre de control para avisar que avanzaba en esa dirección. Mientras lo hacía, se alejó lo más ráìdamente posible de Prado del Ganso para no ser derribado por las antiaéreas propias.
Una veloz ojeada a la parte visible de su aparato le permitió comprobar la existencia de seis orificios de cañón en su ala izquierda y cuatro en la derecha.
En la capital malvinense no pudieron captarlo aunque sí un helicóptero del Ejército que hizo de puente. Gracias a ello, se le informó desde la torre que podía aproximarse tranquilo porque las baterías de tierra habían sido advertidas. Pero como a través de la radio se escuchaban voces en inglés, Arca decidió suspender las comunicaciones y guiarse por la carta de navegación que tenía sobre sus rodillas.
Así identificó primero a Fitz Roy, muy cerca de Bluff Cove y después Puerto Argentino, hacia donde se dirigía.
Volando sobre Bahía Agradable volvió a establecer comunicación con la torre de control y para su tranquilidad, sus interlocutores le informaron que lo tenían identificado en pantalla y que debía eyectarse.
Arca se negó a abandonar su avión porque abrigaba la esperanza de preservarlo. Sin embargo, durante la maniobra de aproximación, volvieron a reiterarle la orden y una vez más la volvió a rechazar.
Fue en ese momento que una nueva PAC apareció de la nada disparándole con sus cañones aunque sin alcanzarlo.
Los ingleses se retiraron y Arca siguió vuelo, comunicándole al mayor Alberto Iannariello, a cargo de la torre de control, que se disponía a aterrizar. El oficial de la Fuerza Aérea le ordenó que bajara el tren de aterrizaje y cuando lo tuvo a la vista, le ordenó con energía que se eyectase de una vez porque la rueda izquierda se le había trabado.
El teniente Arca no tuvo más remedio que obedecer. Se quitó la máscara de oxígeno que pendía de un costado de su casco, desaceleró hasta los 170 nudos, ascendió hasta los 2500 pies y accionó el mando superior de su asiento. Se produjo una violenta explosión y enseguida salió despedido, como si de un bólido se tratase.
Lo primero que sintió fueron las vueltas en el aire y su paracaídas al momento de abrirse. Para su sorpresa y la de quienes observaban desde tierra, el avión continuó dando vueltas en círculo como si se tratase de un potro salvaje en los cielos.
Mientras caía, Arca notó espantado que su A4Q se le venía encima. Maldiciendo su suerte se encomendó a Dios y cerrando con fuerza los ojos rogó por un milagro. Y ese milagro ocurrió.
Hallándose la aeronave a escasos metros suyo, la vio inclinarse y alejarse repentinamente, como guiada por una mano invisible. Arca respiró aliviado y agradeció al Todopoderoso su intervención, pero casi enseguida notó que después de un pronunciado giro, el caza volvía a cargar hacia él, apuntándole directamente con su nariz. Fue necesario que las baterías de tierra lo derribasen, acabando con su alocada carrera. Sus restos se precipitaron envueltos en llamas y quedaron esparcidos a lo largo de la costa.
Comenzaba de ese modo, la segunda parte de la odisea.
Arca cayó en las heladas aguas de Puerto Groussac, a 400 metros de la costa, frente al aeropuerto. Lo primero que hizo fue inflar su bote salvavidas pero éste no solo no respondió, sino que lo dejó en una posición sumamente incómoda.
Después de quitarse los guantes para maniobrar mejor, procedió a inflar su chaleco salvavidas y esta vez sí tuvo éxito, siendo eso lo que lo mantuvo a flote. El traje antiexposición le permitiría sobrevivir unos cuantos minutos en el mar y le daría tiempo al helicóptero Bell UH-1H matrícula AE-424 del Ejército Argentino, para llegar al lugar.
El aparato, piloteado por el capitán Jorge Rodolfo Svendsen y el sargento primero Miguel Ángel Santana, tardó poco tiempo en aparecer. Lo primero que hicieron sus tripulantes fue verificar el estado del aviador y para su alivio, comprobaron que estaba vivo.
La aeronave carecía de los elementos adecuados para un rescate de ese tipo y por esa razón se mantuvo sobre Arca cerca de veinte minutos, maniobrando permanentemente para sacarlo del agua. Al piloto le resultaba imposible moverse porque el salvavidas se lo impedía.
Toda tentativa parecía inútil. Svendsen hizo prodigios aproximando los esquís al agua pero Arca, extenuado, no podía asirse; incluso el viento que producía el rotor lo empujaba con fuerza hacia abajo.
En un momento dado, el aviador del Ejército intentó empujarlo hacia la costa con el aire de la hélice pero la playa se hallaba distante y el náufrago tendía a hundirse o alejarse en sentido contrario. En vista de ello, Arca hizo señas indicándoles que se alejasen y éstos así lo hicieron, retirándose a unos 30 metros de distancia. Eso le permitió quitarse el chaleco salvavidas y obtener mayor movilidad.
Cuando Svendsen se acercó, Arca intentó nuevamente alcanzar el patín de helicóptero pero no logró.
Fue entonces que el cabo primero Martín Héctor San Miguel, sacó su cuerpo fuera del fuselaje y se paró sobre el patín derecho para arrojar una soga mientras la aeronave se mantenía en vuelo estático, a escasos cuatro metros de la superficie.
La gente en la costa se hallaba fuera de sí, presa de viva excitación, sobre todo cuando la soga con la que era izado el aviador se cortó y éste se precipitó. Lanzando gritos intentaban darle ánimo y advertirle que se estaba aproximando a una zona minada, pero aquel no los oía.
El aviador naval no podía más; estaba exhausto, tenía las manos congeladas y la falta de fuerzas le estaba haciendo tragar mucha agua. Entonces Svendsen, demostrando gran habilidad, metió el patín derecho en el mar y eso le permitió a San Miguel tomar al piloto de los pelos y subirlo hacia él. Arca se sujetó con fuerza del esquí y con el suboficial sujetándolo firmemente del brazo, el helicóptero remontó vuelo.
Viendo a Arca colgado, Svendsen le ordenó al cabo San Miguel que impidiese por todos los medios que perdiese el conocimiento. El bravo suboficial hizo todo lo que estuvo a su alcance para que se mantuviese despierto: le frotaba las manos, le masajeaba los brazos y le daba sopapos en el rostro y la cabeza para impedir que se durmiera.

-¡¿Usted como se llama?! –le preguntaba mientras le deba un bofetón.

-José César Arca –respondía el aviador.

-¡¿Qué grado tiene?! – volvía a preguntar el suboficial mientras le daba un nuevo revés en el rostro.

-Teniente de navío

Y así siguieron durante todo el trayecto, a muy baja altura, hasta alcanzar la costa, sobre la que el aviador fue depositado prácticamente entumecido. En la playa lo esperaban los integrantes de diferentes equipos sanitarios quienes lo cargaron, lo subieron a una ambulancia y lo condujeron hasta el hospital de Puerto Argentino para practicarle las primeras curaciones. Fue necesario enyesarle la mano derecha porque se la había fracturado.
José César Arca, casado y padre de tres hijos, permaneció internado ocho días en la capital insular hasta que el 29 de mayo fue evacuado hacia el continente a bordo de un Hércules C-130 de la Fuerza Aérea Argentina, junto a otros pilotos derribados.
Mientras tanto, en San Carlos, la fragata “Ardent” era un verdadero infierno. Había recibido en la popa, el impacto de cuatro bombas de 230 kilogramos (500 libras cada una) dos de Philippi, una de Arca y otra de Márquez, las que al estallar con inusitada violencia, desataron incendios imposibles de controlar.
Cuando el capitán Alan West llegó al sector y comprobó los daños, no tuvo la menor duda de que su barco había quedado fuera de combate, con su sistema de misiles inutilizado y el humo invadiéndolo todo. Aún así, todavía tenía esperanzas de poder salvarlo dado que sus motores en parte respondían.
En otro sector, el oficial Entickajab se desmayó a causa de las heridas que había recibido en su cabeza, por lo que debió ser evacuado. Al volver en sí, comprobó aterrado que tenía un trozo de fórmica incrustado en el cráneo. Mientras intentaba quitárselo, escuchaba los gritos de sus compañeros y sentía el aire completamente enrarecido. Al intentar pararse, notó que le era imposible hacerlo, lo mismo cuando quiso ponerse en cuatro patas con la idea de alejarse del lugar gateando. Fue entonces que empezó a rezar, seguro como estaba, de que iba a morir.
Para su fortuna alguien lo levantó y comenzó a arrastrarlo por entre los escombros; al poco tiempo una ráfaga de oxígeno invadió sus pulmones y eso le devolvió en parte la vitalidad; estaba en cubierta, al aire libre, donde el marinero Dillon le colocó un chaleco salvavidas. A pocos metros, el apuntador de misiles Sea Cat se hallaba cubierto de sangre tras haber volado por el aire.
Varios marineros se arrojaron al agua y comenzaron a nadar. Un barco pasaba cerca y un helicóptero Wessex se aproximaba trayendo a bordo al abnegado cirujano mayor Rick Jolly, quien ordenó evacuar a los heridos hacia el “Canberra”.
Entickajab fue internado allí; los médicos debieron amputarle dos dedos de su mano derecha y lo atendieron de sus graves heridas en la cabeza y la espalda.
Después de recibir la novedad de que también el cañón de 110 mm estaba fuera de servicio, el capitán West intentó llevar la nave a un lugar seguro pero a esa altura, el “Ardent” era un verdadero caos. Aún así, cinco hombres de su dotación, al mando del teniente de navío John Sephton, se apostaron en las ametralladoras montadas sobre los afustes y allí se encontraban cuando los sorprendió el tercer ataque.


La sección del teniente Benito Italo Rotolo llegó a la bahía seis minutos detrás de su líder, el capitán Philippi. En pleno descenso, mientras buscaba de los objetivos, los pilotos escucharon por radio las vicisitudes del combate en el que los Sea Harriers se abatían sobre sus compañeros. Eso les dio fuerzas y los indujo a aumentar la velocidad.

-¡A babor! - gritó el teniente Rotolo al ver un buque en la ensenada.

Los aviadores se pegaron al agua y mientras entraban en la corrida de tiro, comenzaron a zigzaguear con violencia para esquivar los proyectiles de las naves apostadas en inmediaciones de los morros; incluso un misil pasó muy cerca de ellos.
A 60 metros de la fragata, el teniente Rotolo tomó altura, niveló su avión y apuntó aun cuando el mar se llenaba de piques.
El teniente Lecour vio su lanzamiento horquillando el blanco. Las bombas no provocaron daños pero levantaron enormes columnas de agua que sacudieron con furia al buque. Él arrojó las suyas y detrás lo hizo el teniente Sylvester iniciando, los tres, maniobras de escape, los dos últimos intentando no perder de vista a su líder dado que era el único que llevaba el equipo de navegación VLF.

-¡Rompo por derecha y me voy por el morro del costado! – comunicó Rotolo a través de la radio.

El silencio angustiante que siguió a continuación le hizo temer lo peor. Sin embargo, para su alivio, pasados unos segundos comenzaron a aparecer sus numerales, primero Lecour y luego Sylvester, iniciando en formación el regreso a Río Grande.
Una de las bombas del teniente Lecour pegó muy cerca del orificio producido por el capitán Carballo, penetrando en profundidad y estallando debajo de los depósitos de combustible.
La embestida fue demoledora y terminó por sellar la suerte de la embarcación. Sephton murió en el acto, alcanzado por las ráfagas de los jets y los estallidos desencadenaron nuevos y feroces incendios que se expandieron a gran velocidad.
Veintidós hombres perecieron en el “Ardent” y un número similar resultó con lesiones de gravedad. Una vez pasado el peligro, helicópteros Sea King y Wessex se acercaron al casco y comenzaron a trasladar heridos a otras embarcaciones.
La mayoría de ellos presentaban espantosas quemaduras y los que eran extraídos del interior salían semiasfixiados o completamente inconscientes. El resto de la tripulación se hallaba shockeada por la violencia de los ataques y aguardaba temblando en cubierta para ser evacuada.
La nave era pasto de las llamas cuando su comandante, con lágrimas en los ojos, impartió la orden de abandono. Oficiales y marineros también lloraban; era el llanto de que los hombres de verdad padecen al enfrentarse a lo inevitable, luego de darlo todo. El capitán diría después del conflicto que desde el principio de la crisis supo que iba a haber guerra “…porque los argentinos no se iban a retirar ya que esa no era la actitud de su pueblo”1.
La fragata HMS “Yarmouth” se aproximó a la “Ardent” y se situó a su lado para recibir a los sobrevivientes en tanto helicópteros Wasp se sumaban a la tarea de trasladar a los heridos hasta el “Canberra”.


El HMS “Ardent” (F184), fragata clase 21, de 2750 toneladas de desplazamiento, 384 pies de eslora y 30 nudos de velocidad, dotada de un helicóptero Westland Lynx HAS Mk-2 con torpedos antisubmarinos, misiles Sea Cat, cañones de 4,5 pulgadas y una pieza de 110 mm, ardió toda la noche y a la mañana siguiente se hundió a la altura de un promontorio que lleva el sugestivo nombre de Punta Naufragio. Construida por la Yarrow Shipbuilders de Glasgow, Escocia, fue puesta en servicio el 14 de octubre de 1977, en la base naval de Devonport, dotada con un sistema lanzatorpedos de última generación que sería destruido durante uno de los ataques.
Se percibe una dosis de resentimiento en las palabras del capitán West cuando le manifestó a los periodistas Michael Milton y Peter Konsminsky que en absoluto lo había sorprendido la decisión y profesionalidad de los aviadores argentinos, lo mismo al minimizar la pérdida de su buque diciendo que “…ellos cayeron en la trampa tendida de ex profeso al atacar a los buques de guerra”2. En contraposición, el corresponsal de la BBC a bordo de la Royal Navy, Brian Hanraham, tuvo expresiones mucho más gallardas al afirmar: “Los pilotos argentinos se comportaron como verdaderos kamikazes”.

Notas
1 Michael Milton, Peter Kosminsky, Hablemos Claro.

2 Ídem.