domingo, 23 de junio de 2019

LA VICTORIA ARGENTINA DEL 25 DE MAYO

El HMS "Coventry" se hunde en aguas abiertas

Casi en el momento en que el mayor Puga vio explotar el avión de Castillo, sintió sobre sí el impacto de un misil. Con desesperación trató de ganar altura pero al accionar la palanca de comando el aparato se invirtió y lo peor, comenzó a incendiarse. Cuando el ala derecha se le desprendió, comprendió que debía eyectarse y sin perder un segundo, accionó el mecanismo de su asiento y salió despedido. En ese momento el avión tenía una inclinación de 90º razón por la cual, el aviador fue lanzado en forma paralela al agua.
Una vez fuera de la cabina, Puga perdió el conocimiento pero lo recobró enseguida, al sentir el tirón de su paracaídas. Durante el descenso agradeció a Dios estar vivo y mientras lo hacía, se preparó para entrar en el mar. El oleaje era muy fuerte pero enseguida notó que el mismo no rompía y eso le permitiría mantenerse a flote. Se desprendió rápidamente de los arneses porque una vez empapado el paracaídas se iba a hundir y su peso lo iba a arrastrar hacia el fondo del mar. Acto seguido intentó desenganchar el chaleco de supervivencia del bote y desenrollar algunas cuerdas en torno a su cabeza pero no lo logró, como tampoco utilizar el desconector porque estaba enroscado. Eso lo asustó pues el empapado paracaídas amenazaba con hundirlo, sin embargo, esforzándose por no entrar en pánico anudó las cuerdas en su brazo izquierdo y al liberarse de los arnesesde, mantuvo el bote a flote. Pero el peligro no había pasado porque parte del correaje continuaba enredado. Lo más sensato era liberarse de la balsa y por esa razón se desprendió de ella y continuó boyando con su traje antiexposición que le resultó extremadamente útil para soportar el frío.

Despojado de la máscara de oxígeno y el casco, procedió a inflar el chaleco salvavidas notando que una de sus partes se había destrozado durante la eyección. Aun así llegó a inflarse (a medias) y logró permanecer fuera del agua.
Para aligerar el peso se quitó el anti "G" y casi enseguida se puso a nadar pero el intento le resultó imposible.
Si bien las olas eran altas, se deslizaban lentamente y eso le daba tiempo de observar los alrededores cuando las mismas lo elevaban. Más allá de la orilla 
se extendía un páramo desierto y a lo lejos se recortaba un cerro, ideal para trepar sus laderas y otear los alrededores.
Puga miró su reloj y vio que el mismo se había detenido a las 11:08 (el momento en el que se había eyectado). No fue un detalle menor pues si bien no funcionaba, le permitió calcular la hora en base al tiempo transcurrido. Mientras braceaba en dirección a la costa vio pasar varios Dagger y Harrier. Sin dejar de nadar, se dio cuenta que el promontorio con el cual se orientaba comenzaba a deslizarse a la derecha y eso lo llevó a deducir que la corriente lo estaba arrastrando hacia el este. Preocupado, trató de aumentar su velocidad pero enseguida desistió porque a causa del frío, se desvaneció. Ni bien recuperó el sentido se puso a rezar, rogando a Dios por su alma y especialmente por su esposa y sus hijos. Estaba convencido de que su hora había llegado y que de esa no salía. Sin embargo, cerca de media tarde recobró la esperanza. Después de varias horas en el agua helada, alcanzó a divisar a lo lejos lo que parecía un puerto natural hacia el cual se dirigía. Era la Bahía Elefante Marino un punto cercano a la Estación Aeronaval “Calderón”, indicio claro de presencia amiga en las cercanías.
A esa altura, la corriente había cambiado y le había hecho perder de vista el cerro por lo que, haciendo un esfuerzo supremo, volvió a desplazarse a la derecha, hasta dar nuevamente con la elevación. Serían cerca de las 17.00 y en poco más de media hora comenzaría a obscurecer.
El piloto siguió nadando (lo hizo durante seis horas) y de esa manera, muy lentamente, se acercó a la costa, donde ahí sí, las olas rompían contra las rocas. Para aumentar la velocidad se puso de espaldas y continuó braceando tragando bastante agua por el esfuerzo. Próximas a la playa flotaban las traicioneras “kelpers”, las peligrosas algas marinas malvinenses en las que, como temía, terminó enredándose. Urgido por escapar de las mortíferas “garras”, aplicó un método que le dio resultados: se arrojó encima de ellas y haciéndolas deslizar bajo su cuerpo, pudo seguir avanzando.
Era de noche cuando alcanzó la primera roca. Intentó asirse a ella pero no lo logró porque estaba realmente agotado. No le quedó más remedio que dejarse llevar por las olas hasta sentarse en el lecho marino, logrando mantener medio cuerpo fuera del agua.
Una vez en la playa se echó al suelo y allí permaneció tirado, mirando el cielo estrellado, durante varios minutos, luego se dio vuelta y besó el suelo, agradeciendo a Dios haber llegado vivo.
Recostado sobre la arenilla se puso a meditar un plan de supervivencia recordando una frase que había aprendido años atrás: “Ante una emergencia paras y piensas”
Estaba realmente extenuado, tenía un fuerte golpe en la columna y acusaba dolores en la rodilla, el brazo y la muñeca, aunque ninguno de gravedad. En vista de ello, preparó su equipo de primeros auxilios y siguiendo las instrucciones del manual de supervivencia, se dispuso a montar un refugio, señalizando el lugar y haciendo acopio de agua.
Para sobrevivir debía superar esa primera noche. Para ello era imperioso caminar y tomar agua dulce a efectos de sanear la que había tragado
del mar. De ese modo echó a andar, buscando el puerto natural que alcanzó a divisar cuando flotaba en el agua, siempre paralelo a la costa a fin de no perderse.
En esas condiciones llegó a la entrada de Bahía Elefante Marino sin encontrar nada. Temiendo que aquel puerto fuese una alucinación decidió regresar a su refugio y así pasó la noche, esperando el amanecer para reiniciar la marcha hacia la parte alta de la meseta.
Caminó durante varias horas y una vez en lo alto vio una columna de humo elevándose a lo lejos. Esperanzado pen que podría tratarse de un puesto rural o un caserío pues había uno en la isla, cerca de la pista.
Movido por la ansiedad apresuró el paso pero desilusionado vio que se trataba de los restos del Dagger del teniente Volponi, quien se había estrellado el día anterior. Intentando no perder al ánimo, continuó un poco más y pasado un tiempo vio un vehículo desplazándose a la distancia.
Al principio dudó y hasta temió que fuera una alucinación, pero haciendo caso omiso se dirigió directamente hacia él, comprobando que se trataba de un Land Rover empantanado al que unas personas intentaban remolcar con un tractor.
Puga corrió agitando los brazos mientras hacía sonar su silbato y entonces, uno de los individuos lo vio.

-¡¡¿Mirage?!! - le gritaron de lejos.

-¡¡Sí!! – respondió el piloto.

- ¡Teniente de navío Castro –respondió el individuo – Íbamos a rescatar a otro piloto eyectado!

Puga experimentó una alegría inmensa al escuchar esas palabras pero cuando los vehículos se detuvieron a su lado, las fuerzas lo abandonaron y se desmayó. Lo condujeron hasta el caserío Peeble
en el Land Rover de un kelper y al llegar a una de sus casas, le brindaron los primeros auxilios. Estaba efectivamente, en la isla Borbón, muy cerca de la Estación Aeronaval “Calderón”, atendido por su propia gente.
En la vivienda donde había sido alojado se encontró con su compañero de escuadrilla, el capitán Díaz, quien se hallaba tendido sobre una camilla con lo que parecía ser una fractura de columna y un golpe en el codo.
Desde el caserío, Puga estableció contacto con el continente informando por radio que se hallaba vivo y en buen estado. La novedad llenó de alegría al personal de la base, que desde su derribo nada sabía de él. Allí permaneció cinco días. El 29 de mayo fue rescatado por el Twin Otter T-82 del capitán Uriona, en el cual voló primero a Puerto Argentino y desde allí al continente.

El 25 de mayo es la fecha patria argentina y los británicos lo sabían. Por esa razón, intuyeron que el enemigo iba a preparar algo especial y en ese sentido adoptaron todos los recaudos para neutralizar acciones de envergadura.
Aquel día, el fuego naval enemigo comenzó muy temprano (01.00 hora argentina), tanto en Puerto Argentino como en Bahía Fox y Prado del Ganso, punto este último donde las esquirlas de una bomba impactaron en un Pucará, aunque sin consecuencias.
Otro ataque de la misma naturaleza tuvo lugar a las 09.30 (12.30Z) y un tercero a las 10.00 (13.00Z), éste último a muy baja altura, algunas de cuyas bombas quedaron clavadas en la turba sin explotar.
La incursión más importante de esa jornada tuvo lugar alrededor de las 11.25 (14.25Z) cuando dos Sea Harrier del Escuadrón 800 y cuatro Harrier GR.3 se aproximaron desde el noreste con la misión de iniciar un tercer bombardeo. Se trataba de los aviones matrícula XZ455 y ZA191 tripulados por los tenientes Neil Thomas y Clive Morell, quienes habían partido del “Hermes” a las 11.17 (14.17Z), seguidos por los GR3 del Escuadrón 1 (F) piloteados por su líder, Jerry J. Pook (XZ988), Peter Harris (XZ989), Peter T. Squire (XZ789) y John Rochford (XZ997). Su misión de bombardear nuevamente la pista de la capital resultó infructuosa. Regresando al portaviones pasadas las 11.50 (14.56Z) sin haber alcanzado el objetivo por lo que Squire y Rochford volvieron a salir a las 13.31 (16.31Z) disppuestos a acometer nuevos ataques, lo mismo Harris, acompañado ahora por el teniente Mark Hare en el avión matrícula XV789. Despegaron los cuatro a las 14.28 (17.28Z), y regresaron a las 14.02 (17.02Z) sin haber cumplido la misión ya que ni Squire ni Rochford lograron arrojar sus bombas y los otros dos erraron los blancos.
Harris volvió a despegar dos horas después (19.27Z), junto a los Sea Harrier XZ460 y ZA194 del Escuadrón 800 (tenientes Clive Morrell y Andy Mc Harg respectivamente) y regresaron todos a las 17.20 (20.41Z) asegurando haber visto a los Super Etendard detectados el día 23.


Con las primeras luces del día, los argentinos comenzaron a preparar el primero de los mortíferos ataques que llevarían a cabo ese día contra la fuerza de tareas británica. En previsión de ello, el almirante Woodward desplegó sus unidades para contener posibles ataques, enviando al HMS “Coventry” (D118) y a la HMS “Broadsword” (F88) al norte de la isla Borbón.
Aproximadamente a las 07.20 horas (10.20Z), partieron de Río Gallegos los Skyhawk A4B de la escuadrilla “Marte” al mando del veterano capitán Hugo Ángel Del Valle Palaver (avión matrícula C-244 ), formada por el teniente Daniel Gálvez (C-250) como primer numeral, el teniente Vicente Autiero (C-221) y el alférez Hugo Gómez (C-209) cerrando la formación.
Los aviones partieron de noche, bajo un cielo estrellado, armados con bombas MK-17 de 1000 libras y se dirigieron directamente al punto donde los esperaba el avión cisterna del vicecomodoro Domínguez. Veinticinco minutos después, Autiero advirtió fallas y regresó seguido por el alférez Gómez, que minutos después perdió contacto radial.
Palaver y Gálvez continuaron solos hasta contactar al KC-130 (indicativo “París”) y abastecerse. Se conectaron a las mangueras extendidas y finalizada la operación, continuaron en dirección sur, internándose en un espeso banco de brumas que les impedía ver más allá de las narices de sus aviones.
El contratiempo los obligó a regresar al punto inicial y de ahí buscar nuevamente las islas, alcanzando la Roca Negra a las 09.10, donde giraron a la derecha y pusieron rumbo al objetivo.
En esos momentos el “Coventry” y el “Broadsword” dirigían las patrullas de Sea Harrier, a 15 kilómetros al norte de la isla Borbón, confiados en detectar a tiempo cualquier intento de aproximación enemiga.
Después de recorrer todo el estrecho, los argentinos divisaron lo que parecía ser la silueta de un buque y hacia allí enfilaron decididos a atacarlo. Cuando estaban a menos de 200 metros, listos para disparar, distinguieron una gran cruz roja pintada sobre su estructura y eso los hizo desistir, girando a la derecha a la altura de Laguna Paloma. Era el HMS “Uganda” que navegaba lentamente por la bahía.
La maniobra había desplazado a los pilotos un tanto al sudeste, llevándolos por error a Puerto Darwin, de donde se alejaron a toda prisa efectuando un pronunciado giro a la derecha para evitar fuego propio. Fue así como dieron con el “Monsunen” al que atacaron confundiéndolo con una nave británica.
Desde el istmo de Darwin las baterías antiaéreas abrieron fuego pensando que se trataba de un nuevo bombardeo enemigo y uno de los proyectiles dio en el avión de Palaver, que a esa altura había arrojado sus bombas.
Pensando que estaban sobre San Carlos, Gálvez bombardeó un grupo de casas y casi enseguida ganó el estrecho, atravesando Bahía Elefante Marino junto a su líder e iniciando desde ahí el escape.
Se encontraban a 51º 25’ S/59º 30’ cuando el “Coventry” lanzó un Sea Dart que impactó al jefe de la sección. En esos momentos, Palaver tenía sus tanques de combustible prácticamente en 0 y por ese motivo nunca hubiera alcanzado el continente. El proyectil hizo estallar su avión y sus restos cayeron en llamas sobre Bahía Elefante Marino, muy cerca de la isla Borbón.
Quien logró eludir los misiles y llegar ileso a la Patagonia fue el teniente Gálvez. Cincuenta minutos después del ataque (11.50), tocó pista en Río Gallegos poniendo fin a su misión.
En ese mismo momento despegaban de Río Grande los Dagger de las escuadrillas “Rango” y “Bingo” guiados por los capitanes Carlos Rohde (C-418), Roberto Jannet (C-431), Amílcar Cimatti (C-436) y Carlos Moreno (C-435), quienes debían destruir un radar inglés en las islas de Beaucheme.
Las formaciones despegaron por secciones a las 10:00 y 10:20 respectivamente y en su recorrido, fueron guiadas por el Learjet LR-35 matrícula T-23, tripulado por los capitanes Nicolás Benza y Jacinto Despierre y su mecánico, el Cabo 1º Juan Mothe.
El avión civil guió a los “Rango” hasta cien millas de las islas Beaucheme y regresó a Río Grande a las 12.05, después de un trayecto impecable.
Cuando los Dagger llegaron a la zona de operaciones el clima era bueno, pero después de explorar el área regresaron porque no dieron con el radar como tampoco con buques enemigos1.
Los “Bingo” volaron sin acompañamiento del Lear, debido a ciertas fallas que experimentaron a poco de su partida. Una vez sobre Malvinas, aceleraron a 500 nudos hasta alcanzar Punta Belgrano, donde abrieron fuego con sus cañones sin observar tiro de artillería. Salieron patrullando por bahía San Felipe y la Isla de los Pájaros y regresaron a Río Grande donde aterrizaron a las 12.20.
Casi al mismo tiempo, despegó de Comodoro Rivadavia el Hansa HS-125, matrícula LV-ALW al comando del vicecomodoro Torres y el mayor Medina2 (indicativo “Rayo”). La aeronave decoló a las 10.20 en misión de control aéreo táctico hasta los 52º 00' S/64º 30' O y regresó dos horas y treinta y tres minutos después, sin ninguna novedad.
Para entonces, los cuatro Skyhawk A4C de la escuadrilla “Toro”, se hallaban empeñados en combate.
La integraban su líder, el capitán Jorge Osvaldo García (C-304), el teniente Ricardo Lucero (C-319), el teniente Daniel Alberto Paredi (C-312) y el alférez Gerardo Guillermo Isaac (C-302) quienes habían despegado de San Julián a las 11.30, en busca del Hércules KC-130 con el que debían reabastecerse. Un quinto avión debió regresar a poco de su partida porque su cabina se había llenado de humo.
Volando en forma rasante sobre un mar bastante picado, los argentinos se aproximaron a los objetivos, separados por una distancia de 50 metros uno del otro.
Mientras la tensión a bordo iba aumentando, los pilotos observaban detenidamente los accidentes del terreno, estudiando cada detalle, en especial las diminutas edificaciones que emergían de tanto en tanto, las cuales constituían potenciales puestos de observación e incluso ataque, en caso de que el enemigo dispusiese de un Blow-Pipe o misiles Rapier.
Si bien el día era hermoso, con un cielo completamente despejado, presentaba un serio inconveniente: el de volar con el sol de frente.
En esas condiciones, los cazas alcanzaron las alturas Rivadavia y encabezados por su líder, se lanzaron al ataque.

-¡Ahí están! – gritó García rompiendo el silencio de radio.

Una docena de buques comenzaron a agrandarse a medida que se aproximaban. Al verlos venir por el sur, las unidades navales abrieron fuego forzando a los pilotos a hacer pronunciados zigzag para esquivar los proyectiles.
En su corrida de tiro, el teniente Lucero reconoció la silueta del HMS “Fearless” (L-10) desplazándose hacia la costa en busca de protección. Cuando estaba por lanzarle sus bombas la nave abrió fuego y un segundo después una fuerte explosión sacudió su avión. Un misil Rapier le había destruido la nariz del aparato, haciéndole perder el control.
Lucero vio pasar grandes trozos de su radomo3 y al sentir fuertes vibraciones, intentó controlar su aeronave pero para su desazón, los mandos no le respondían. Cuando quiso comunicar la novedad a su líder, notó que el equipo de radio tampoco funcionaba y con la cabina llenándose de humo comenzó a caer en tirabuzón invertido.
Creyendo llegada su hora, le pidió a Dios por su mujer y sus hijos y sin esperar más, accionó la palanca de su asiento y se eyectó. Tenía la conciencia tranquila porque había cumplido con su deber. Los A4 restantes siguieron adelante disparando sus cañones de 30 mm. El alférez Isaac se asustó al percibir el tableteo de las armas porque por un momento pensó que los ingleses lo habían alcanzado. Afortunadamente no fue así pues casi enseguida se dio cuenta que se trataba de sus propias bocas de fuego.
Volando siempre rasante, los aviones se aproximaron a las embarcaciones y en el punto indicado se elevaron para soltar sus bombas. El alférez Isaac pasó a centímetros de la antena DD-42 cuadriculada que giraba en la parte más alta del buque, pegándose inmediatamente al agua para dirigirse a las colinas cercanas y perderse detrás ellas.           
En ese preciso momento, la voz del capitán García se dejó oír a través de la radio, informando que la luz hidráulica de su tablero se hallaba encendida pero que, aparentemente, podía controlar el avión. Ni bien terminó de hablar, un misil Rapier disparado de tierra lo alcanzó en la parte inferior del fuselaje.
El avión atravesaba Green Hill (Campos Verdes) cuando estalló y se convirtió en una bola de fuego. Sus restos cayeron como lluvia incandescente sobre la región y allí permanecen hasta el día de hoy.
Ni Isaac ni Paredi se percataron de lo ocurrido por lo que en varias oportunidades intentaron establecer contacto con su líder, sin obtener respuesta.
Como le había ocurrido al capitán Zubizarreta, las bombas del teniente Paredi no llegaron a desprenderse y eso le provocó mucho fastidio. Para colmo de males, su aparato comenzó a largar una estela de combustible fácilmente detectable en la lejanía y por esa razón llegó a evaluar la posibilidad de eyectarse.
Como no quería perder el avión, trató de serenarse y acomodar sus pensamientos mientras el corazón comenzaba a latirle con fuerza. En vista de tan grave situación, llamó al KC-130 que se encontraba en las inmediaciones y solicitó su inmediata aproximación para efectuar el tan necesario traspaso de combustible. Su caso era de extrema emergencia y requería de urgente apoyo pues de no recibir el preciado líquido terminaría por sucumbir en el mar. Tanto él como Isaac arrojaron sus tanques externos y eso les permitió ascender varios metros y ahorrar carburante.
A 15 millas al oeste de la Gran Malvina y con 500 libras en sus depósitos, Isaac y el Hércules se acoplaron exitosamente y comenzaron a trasvasar. Como la pérdida de su plano externo era de consideración, el caza y el cisterna decidieron continuar unidos hasta el continente, operación que finalizó con éxito y permitió a ambos aterrizar sin inconvenientes.
Para ese momento, en la base de Río Grande se creía que el Grupo 4 de Caza había perdido otros dos halcones pero en horas de la noche, se supo por la televisión que eso no era así.


Lucero cayó en las aguas de San Carlos, en medio de la flota enemiga. Años después, el capitán Pablo Marcos Carballo recogería sus vivencias en uno de los capítulos más interesantes de Dios y los Halcones.
Una vez en el agua, procedió a inflar su balsa salvavidas con el objeto de mantenerse a flote. Todavía estaba fresca en su mente la maravillosa sensación espiritual que había experimentado durante la caía:

A pesar de creer y verme dentro del avión, yo sentí una gran sensación de paz, y al no oír ruidos di gracias a Dios, porque no había sufrido dolor, y además pedí para que de alguna forma, mi querida esposa y familiares, me perdonaran por el dolor que les causaría con mi muerte...4

Reaccionó a los pocos minutos, cuando un fuerte sacudón, acompañado por el golpe de una ráfaga de viento helado, lo hizo reaccionar. Casi enseguida notó que estaba vivo, que flotaba en las heladas aguas del estrecho y que alrededor suyo se encontraba buena parte de la flota enemiga.
Entonces comenzó una lucha contra su paracaídas intentando no dejarse arrastrar hacia el fondo del mar. Para ello era necesario desenredar las cuerdas que se habían anudado y eran imposibles de aflojar.
Lo peligroso de todo ese asunto era el agua helada. A causa de ello, se le habían contraído los pulmones y eso parecía agravarse. Sin embargo, gracias al oxígeno de emergencia de su equipo de supervivencia, pudo respirar varios minutos y de ese modo nadar (o al menos intentarlo), sumergiéndose unos metros buscando desprenderse de su equipo de supervivencia. Comprendiendo que aquello era inútil, volvió a salir a la superficie y haciendo un gran esfuerzo, procuró mantenerse a flote:

...emergí y la mascara se me pegó a la cara; al acabarse la carga de oxigeno; me la quité e intenté inflar el bote salvavidas, me dolían fuertemente las rodillas. El fuerte viento me arrastró hacia el velamen y comencé a enredarme en sus cuerdas nuevamente. Mientras trataba de liberarme de ellas, las manos se me congelaban quedando inútiles. Alcé mi brazo izquierdo, y grité pidiendo auxilio, pero nadie podía verme, seguí tratando de inflar el bote, pues si el paracaídas se hundía, me arrastraría con él hacia el fondo de la bahía, tenía mucho miedo de morir ahogado...
Estaba ocupadísimo en mi tarea, cuando algo duro golpeó contra mi casco, me di vuelta y vi junto a mí, un bote que no había escuchado llegar debido al fuerte viento; uno de sus ocupantes me apuntaba con su fusil, por lo que alcé mis manos, y recién entonces, sin dejar de apuntarme me tomaron del arnés del torso...5

Un segundo bote, llegó hasta el lugar pero a causa del fuerte oleaje, les resultó imposible a sus ocupantes subir al piloto. Una lancha de desembarco con su rampa baja fue la primera en acercarse, pero al pasar junto a Lucero, éste se hundió nuevamente y acabó succionado debajo de la explanada.
Los gritos desesperados del aviador y los integrantes del equipo de rescate británico evitaron el desastre. Fueron los golpes que el argentino pegó con su casco debajo de la rampa los que guiaron a los ingleses hasta el otro lado y así lograron tomarlo del casco, sacaron su cabeza fuera del agua y lo subieron.
Una vez a bordo, el semicongelado Lucero fue despojado del equipo de vuelo, acto seguido lo pusieron boca abajo y enseguida sintió el pie de un marine sobre su espalda mientras le apuntaba con su fusil directamente a la cabeza.
Existe un documental británico donde se lo ve en el piso, dentro de la embarcación y al marine en cuestión, encañonándolo con su rifle mientras llegan los médicos para asistirlo.
Los ingleses trataron a Lucero de maravillas. Lo primero que hicieron fue aplicarle morfina con el propósito de aliviarle los dolores de sus piernas; inmediatamente después le pintaron una “M” en la frente y le proporcionaron los primeros auxilios.
Una vez en el “Fearless” lo higienizaron, lo alimentaron y le dieron abrigo. Se lo sometió a un breve interrogatorio, es verdad, pero las preguntas se hicieron sin ningún tipo de presión y con mucha cortesía.
Había pensado, ingenuamente, que al momento de ser izado a cubierta lo iban a fusilar pero enseguida comprendió lo absurdo de aquel pensamiento.
El piloto supo por los médicos que se le habían roto los ligamentos de la pierna izquierda y tenía una distensión en los de la derecha. Para su mejor atención fue subido a un helicóptero Lynx y trasladado al hospital de Bahía Ajax. donde conoció al célebre capitán cirujano Rick Jolly quien le aseguró que se lo iba a atender como si se tratase de un soldado propio. Y así fue.
Durante su convalecencia, los médicos le dijeron que no podría volar más pero se equivocaron de cabo a rabo. Finalizada la guerra, después de una serie de operaciones y un rígido tratamiento de rehabilitación, volvió a pilotear un A4. De hecho seguiría haciéndolo hasta el 3 de marzo de 2010 cuando el avión fumigador que piloteaba sobre unos campos de Las Varillas, muy cerca de Sacanta, provincia de Córdoba, se estrelló contra unos árboles, pereciendo instantáneamente.


Con las primeras luces del 25 de mayo el FAS programó un nuevo ataque destinado a destruir las unidades navales que operaban al norte de la Isla Borbón para sostener y alertar las incursiones provenientes del continente.
En Río Gallegos el capitán Pablo Marcos Carballo, el teniente Carlos Rinke, el alférez Leonardo Carmona, el primer teniente Mariano Velasco, el teniente Carlos Ossés y el alférez Jorge “Bam Bam” Barrionuevo recibieron la orden de alistamiento.
Sabiendo que les esperaba una difícil misión, los hombres del Grupo 5 se dirigieron a la habitación en la que los pilotos se colocaban los trajes antiexposición, seguidos por  varios de sus compañeros y personal de servicio, mientras intercambiaban opiniones y algún comentario jocoso para aligerar la tremenda tensión.
Cuando estuvieron listos salieron al exterior y con sus cascos en las manos, se encaminaron a los aviones. Los potros del aire esperaban a un costado de la pista, cerca de los hangares, donde mecánicos y técnicos efectuaban los últimos ajustes.
Al pie de los aviones, Carballo y Velasco dieron algunas instrucciones a sus subalternos y después subieron las escalerillas. Carballo lo hizo en su fiel C-225 a quien quería como a un amigo; Rinke abordó el C-214 y Carmona el C-239, conformando los tres la escuadrilla “Vulcano”.
El primer teniente Velasco hizo la última revisión de su aeronave y luego de intercambiar breves palabras con los mecánicos, subió velozmente y se ubicó en el asiento de su jet, el matrícula C-212. Su primer numeral, Carlos Ossés lo hizo en el C-204 y el alférez Barrionuevo en el C-207.
Después que los operarios les dieran el visto bueno, cerraron las cabinas y encendieron los motores mientras chequeaban el panel de control en espera de la orden de despegue. Antes de que el capitán Carballo cerrase la suya, el suboficial Escobar, parado a su lado en el extremo superior de la escalerilla, le preguntó si estaba conforme con la limpieza del parabrisas. El aviador asintió sonriendo alzando su pulgar.
La orden llegó unos minutos después y los seis cazas comenzaron a rodar hacia la cabecera e la pista, con los “Vulcano” en primer lugar. Mientras lo hacían, técnicos y asistentes lanzaban vivas agitando los brazos y revoleando sus gorras. Algunos, incluso, echaron a correr detrás cuando los aviones se dirigían al punto de partida, como queriendo brindarles el calor de su afecto hasta el último instante. 
Ya en la cabecera, a minutos de iniciar el despegue, el avión del alférez Carmona experimentó fallas que le impidieron salir. El aparato fue retirado y la sección quedó reducida a dos pilotos.
A las 15.00 horas en punto la torre de control dio la orden y uno tras otro, los Skyhawk comenzaron a carretear, atronando la atmósfera con el poder de sus turbinas, primero Carballo, después Rinke y luego los “Zeus” encabezados por Velasco.
A esa misma hora 15.00 (18.00Z), despegaron del “Hermes” los Sea Harrier XZ177 y XZ460 al comando de Neil Thomas y David Smith, para patrullar el área al norte de la Gran Malvina dirigidos por la “Broadsword” y el “Coventry”.
Una vez en el aire, los aviadores argentinos fueron en busca del Hércules KC-130 para el reabastecimiento, hallándolo en el punto señalado durante la planificación del ataque. Pero ocurrió que a la hora de efectuar el “enganche”, el teniente Ossés presentó algunos inconvenientes que le impidieron realizar la operación y por consiguiente, motivaron su regreso a la base.
De esa manera, las dos escuadrillas se redujeron a una sola de dos secciones, al mando del capitán Carballo. Y en esas condiciones, emprendieron vuelo hacia la Bahía del Rey Jorge. En ese momento, Carballo comenzó a padecer un serio inconveniente que le recordó las palabras del suboficial Escobar antes de partir: la sal del mar se le estaba acumulando en el parabrisas dificultándole la visión.
Justo en ese instante, cuando sobrevolaba Puerto Ruiseñor, la sección entró en contacto con el avión de apoyo que volaba bajo el indicativo “Rayo” al comando del vicecomodoro Pereyra y el mayor Medina, quienes informaron sobre una PAC de Harrier que merodeaba por la región.
Debido al problema de la cristalización de la sal sobre los parabrisas, la formación debió cambiar el rumbo, bordeando la costa a muy baja altura y al repasar la Isla Pasaje, el radar de la “Broadsword” la detectó. En razón de ello su capitán, Bill Canning, ordenó a Thomas y Smith que alejasen sus Sea Harrier del lugar porque temía que fuesen derribados por fuego propio.
Los argentinos localizaron las siluetas de las embarcaciones en el horizonte y a una orden de su líder, se abalanzaron sobre ellas dispuestos a atacarlas, Carballo y Rinke sobre la “Broadsword”, Velasco y Barrionuevo sobre el “Coventry”.
Los pilotos entraron en la corrida de bombardeo con sus turbinas a toda potencia y a 60 metros del blanco, oprimieron los pulsadores de VHF y se concentraron sobre sus presas.

-¡Viva la Patria! – gritó Carballo.


Eran aproximadamente las 15.15 (18.15Z) cuando los radares del “Coventry” interceptaron emisiones de radio anormales a 160 kilómetros de distancia. Los operadores de pantalla no tardaron en comprender que se trataba de Skyhawk argentinos y lanzaron la advertencia.

-¡Contacto hostil perforando 2,3,0… rango 3,0 a 2,7,0, velocidad 2,8,0 rasantes! – advirtió el asistente del radar poniendo en alerta a la tripulación.

En ese preciso instante las alarmas comenzaron a sonar y los hombres echaron a correr hacia sus puestos mientras se colocaban sus trajes antiflama y cerraban las compuertas detrás de sí.
David Hart-Dyke, capitán del “Coventry” con mando sobre la flotilla integrada por el destructor y la fragata “Broadsword”, ordenó colocar los buques en posición reversa a los atacantes con la firme intención de enfrentarlos. Según recordaría años más tarde, los argentinos burlaban los radares al volar tan bajo entre los imperfectos contornos de las montañas, desapareciendo completamente de sus pantallas.

-¡Señor, dos contactos moviéndose rápidamente a 266 grados! – informó el radarista.

En esos momentos, los cazas enemigos sobrepasaban la Isla Borbón y se lanzaban mar abierto a más de 900 kilómetros por hora.

-¡Peligro de fuego a 270 grados!

En ese preciso instante, las dos secciones de Skyhawk fueron identificados por los sistemas Sea Dart.

-¡¡Compañía a cualquiera. Posible ruta 1,2,1,1 hostiles!! – anunció la voz del radarista cada vez más agitada.

-¡Aviones! ¡Pájaro, pájaro, hostiles 1,2,1,1! – agregó otro operador.

El vuelo rasante de los argentinos hacía que los británicos perdiesen constantemente sus señales, protegidos como estaban por el relieve de las islas, de ahí la dificultad en concentrar sobre ellos los sistemas de defensa. Por un momento, el radar de la “Broadsword” captó a los aviones con sus misiles Sea Wolf pero casi enseguida experimentó una falla y su pantalla los perdió de vista.

-1-9-5. ¡Viene muy bajo! – informó uno de los radaristas

-¡¡Alarma, avión!! –gritó uno de los vigías en cubierta señalando hacia el horizonte- ¡¡Reactiven todo!!

En el interior de la nave cundía la tensión.

-¡¡Vienen dos halcones!! – gritó el operador del radar.

-¡En uno, tomados! – dijo otro.

-¡¡Fuego!!

Sin perder un segundo, los cañones y las antiaéreas comenzaron a disparar ininterrumpidamente haciendo temblar el aire en tanto los marineros en cubierta accionaban sus ametralladoras livianas. Sin embargo, los aviones no estaban a distancia de tiro y seguían avanzando.

-¡A esa distancia no les podemos pegar, señor! – informó alguien, pero la advertencia fue en vano6.

Los cazas enemigos aparecieron frente a los buques desafiando temerariamente la artillería de a bordo.
El operador Peter Bradford se hallaba en uno de los hangares ojeando un catálogo de máquinas de cortar el césped cuando un compañero le advirtió que la nave estaba siendo atacada.

-¡Hey, Pete! ¡Vamos a ser atacados!

Bradford miró incrédulo a su interlocutor y éste le volvió a repetir:

-¡¡Estamos bajo ataque!!

Inconsciente aún del peligro, el joven marino de 19 años tomó su cámara fotográfica y corrió al exterior, decidido a registrar el paso de los aviones. “Va a ser algo bizarro, seguramente –pensó para sí – y a mi regreso tendré algo que mostrar a mi familia y amigos”. Pero ni bien salió a la cubierta se dio cuenta de lo que realmente ocurría.

-¡¡¿Pero, que demonios es esto?!! – gritó instintivamente al ver a los cazas viniéndoseles encima.

Fue ahí donde su guerra comenzó7.
Girando sobre sus talones, mientras el aire se sacudía por el tronar de los cañones, las ametralladoras y las turbinas de los aviones, Bradford entró corriendo al hangar al tiempo que gritaba como un poseído. Como diría muchos años después ante las cámaras de la BBC, nunca en su vida había estado tan asustado; nunca antes había experimentado semejante miedo.
Los cazas pasaron tronando sobre el destructor y enfilaron hacia la “Broadsword” en momentos en que la tripulación se arrojaba al suelo en busca de protección.


Carballo se sentía insignificante frente a aquellos colosos de hierro y la situación le recordaba las viejas películas de guerra que tantas veces había visto en cine y televisión.
Los aviadores avanzaban hacia el objetivo disparando sus cañones y ya se aprestaban a arrojar sus bombas cuando los sistemas de misiles los tuvieron en la mira.
Carballo lanzó primero y saltó por sobre la fragata, a centímetros de sus mástiles, seguido de cerca por Rinke.

-¡¿Pasó dos?! – preguntó ansioso por la radio.

-¡Si, señor! – respondió su numeral.
La respuesta llegó con unos segundos de retraso y eso le hizo pensar lo peor. Sin embargo, al escuchar a su compañero, el líder respiró aliviado e inició la maniobra de evasión para salir del alcance de los radares enemigos.
Sus bombas habían quedado cortas, pero una de ellas rebotó en el mar, golpeó la sección posterior de la nave, pasó sobre la cubierta destrozando el frente del helicóptero Lynx HAS.2 matrícula ZX729 del Escuadrón 815 y cayó del otro lado, explotando en el mar8.
En el interior de las naves británicas la situación era otra,

-¡¡Señor, primer pájaro hostil 1,2,1,1. Solo contacto!! – informó el operador de radar.

-¡¡Dispárale a esos cerdos!! – le dijo alguien a Russell Ellis, encargado del sistema de misiles Sea Dart.

-¡Están a 16 kilómetros…14…!

Ellis intentó apuntar hacia los aviones y por una fracción de segundo los enfocó. Sin embargo, inmediatamente después volvió a perder la señal y cuando lanzó, el proyectil voló trabado, sin consecuencias, hasta perderse en el aire.

-¡Primero perdido. Primero perdido! – se anunció a través de la radio.

-¡Están a 12 kilómetros. Fuego encendido. Activado!

-¡¡Están a 9 kilómetros!!

-¡¡¡A todas las armas disponibles: fuego a discreción!!! – ordenó el capitán.

Las piezas en cubierta comenzaron a tronar mientras las ametralladoras escupían sus proyectiles ensordecedoramente.
En esos momentos, el señalero Tim “Trev” Trevarthen se hallaba junto a su reflector de cubierta cuando recibió una orden que lo dejó absorto.

-¡¡Apunte con su faro a los pilotos y encandílelos!!

Trev no daba crédito a lo que acababa de escuchar

-¡Déjese de joder! – respondió pensando que se trataba de una broma.

-¡¡Cumpla inmediatamente la orden!! – volvieron a insistir.

-¡Mire que no me responsabilizo por los heridos que esto ocasione! – respondió el señalero con ironía y fastidio.

Entonces, una serie de improperios le llegaron a través de los audífonos insistiendo en que cumpliese la orden.

-¡Déjese de joder! – volvió a decir y encendió el reflector.


La “Broadsword” capturó a Velasco y Barrionuevo mientras transitaban el último tramo de su corrida.
Los pilotos volaban a una distancia de 100 metros uno de otro, el primero a la derecha y el segundo a la izquierda un tanto retrasado y como no tenían radar, iban haciendo el control a simple vista, como mejor podían, Barrionuevo desde el frente a la izquierda y Velasco desde el frente a la derecha.

-¡Señor, a la izquierda están! - dijo el alférez por radio mirando a su guía (volaban ambos pegados al agua).

-¡Tengo blanco a la vista y estoy entrando! – gritó Velasco y enseguida hizo un brusco viraje a la izquierda obligando a su numeral a elevar su avión para no ser embestido.

La maniobra introdujo a Barrionuevo en el área de tiro del radar del “Coventry” y éste, por estar en automático, lanzó su Sea Dart.
En ese momento, el alférez escuchó por radio la voz del capitán Carballo que advertía a su numeral.

-¡¡El misil, el misil!!

-¡Quédese tranquilo, señor - respondió Rinke- No se preocupe que van por otro lado!

Efectivamente, el proyectil iba hacia otro lado, más precisamente, a donde se encontraban Velasco y Barrionuevo, pero no los alcanzó.
Los Sea Dart necesitan un tiempo para nivelarse e ir tras el blanco y como los aviones estaban muy cerca, le pasaron por debajo a vuelo rasante, logrando que aquel siguiese de largo.
“Bueno –pensó Barrionuevo- ahora por tiempo no me va a alcanzar.  A 900/950 kilómetros de velocidad como voy, el misil, a 1.6 o 1.8 de mach, no llega. Hasta que gire y me busque, habrá consumido todo su combustible y va a caer al mar porque su autonomía no pasa de 1 minuto a 1,10. Éste no me alcanza más”9.
La “Broadsword” estaba apunto de lanzar sus misiles cuando David Hart-Dyke, el capitán del “Coventry”, ordenó maniobrar a los efectos de interponerse entre los aviones y la fragata, sin saber que acababa de condenar a su buque.
La fragata volvió a perder los ecos y los cazas llegaron hasta el destructor sin ningún problema.
Barrionuevo, que volaba a 50 o 100 metros detrás de su guía, vio como las bombas del teniente Velasco perforaban el casco del destructor en tres sectores diferentes, a menos de un metro de la línea de flotación y estallaban en su interior. Dos de las de Barrionuevo erraron por poco pero la tercera logró penetrar la estructura y también explotó.


A una orden del capitán, con los cañones y los artilleros disparando en cubierta, el resto de la tripulación se arrojó al piso cubriéndose las cabezas instintivamente. Algunos marineros rezaban y otros, incluso, lloraban. Siguieron momentos que, según palabras de Hart-Dyke, parecieron los últimos.
El supervisor de radiocomunicaciones Sam Mac Farlane se tiró al piso junto a varios hombres y con la cabeza cubierta debajo del escritorio vio a dos operadores apoyados de espaldas contra la CCX.

-¡¡Salgan de allí idiotas; están en la línea de impacto de esa mierda que viene!! – les gritó.

Sin perder una décima de segundo, los marinos se avalanzaron hacia adelante y eso les salvó la vida.
En medio de las alarmas, Russell Ellis sintió un “zasp”, en lugar del estallido que esperaba escuchar. Las explosiones llegaron inmediatamente después.
Lo que ocurrió entonces fue una verdadera catástrofe. Las explosiones desencadenaron un infierno y los orificios, cataratas incontenibles de agua.
Mientras una bola de fuego recorría el interior de la nave desatando incendios incontrolables y cortando las comunicaciones, el capitán Hart-Dyke se incorporó y, semiaturdido como estaba, intentó caminar a través de la humareda. Logró ver que tenía las manos y el rostro quemados y que otros hombres corrían envueltos en llamas por los pasillos.
Una de las bombas estalló debajo de la sala de máquinas matando instantáneamente a nueve hombres. Según el capitán, había gente que gritaba y se arrastraba y otra que ardía “como si fueran velas”10, la mayoría intentando alcanzar las salidas con desesperación.
Seguido por varios de sus subalternos y en medio de gran confusión, Hart-Dyke subió una escalinata de hierro completamente deformada por el calor y llegó hasta el puente de mando. El lugar parecía un infierno, envuelto en llamas y cubierto de humo. Como pudo se abrió paso hasta que al llegar a un punto, debió ponerse en cuatro patas para desplazarse más rápidamente, pegando su nariz lo más cerca posible del piso donde el aire era más puro. A esa altura, el sistema de comunicaciones y de refrigeración había dejado de funcionar.

-¡¡Coventry!! –anunciaron desde el HMS “Broadsword” al resto de la flota- ¡¡Ambos lados. El Coventry parece haber sido impactado en ambos lados! ¡¡El Coventry voló!!

La Task Force enmudeció por unos segundos.
A todo esto, en el destructor, el oficial de operaciones Dick Lane intentaba hacer funcionar su radar de largo alcance cuando por el hueco de la escalerilla que conducía a la cubierta inferior emergió un hombre envuelto en llamas.

-¡¡Dick!! ¡¡Dick!! – gritaba el sujeto desesperado - ¡¡Ayúdame, por favor!! ¡¡Ayúdame Dick!!

Lane comenzó a arrastrarse por entre las llamas, desesperado por socorrer al pobre marino; haciendo un esfuerzo supremo se deslizó hacia él y en el preciso instante en que extendía sus manos para sujetarlo, este cayó por el agujero gritando aterrorizado. Recordaría esa escena por el resto de su vida.
En ese momento, el capitán vio al oficial O’Connell, su segundo en el mando, a quien le ordenó poner en marcha la nave para alejarse rumbo al este lo más rápidamente posible. Enseguida se dio cuenta de que aquello era un disparate porque el buque se estaba hundiendo, pero al volverse para advertir a O’Connell, este ya había desaparecido para cumplir la orden.
Los hombres ganaron el exterior, muchos de ellos con horribles quemaduras, y comenzaron a abandonar la nave, inflando previamente las balsas y ayudándose con los chalecos salvavidas.
Una vez en cubierta, el oficial de operaciones Chris Howe sintió las terribles heridas que tenía por todo el cuerpo pero según explicaría años después a la BBC, la adrenalina lo ayudó a mitigar los dolores. Al ver a varios de sus compañeros en carne viva pensó que después de todo, lo suyo no era tan terrible. “Estos tipos no van a sobrevivir”, se dijo al sentir las primeras curaciones.
A las 15.48 (18.48Z) el barco comenzó a escorarse rápidamente.
El capitán Hart-Dyke se introdujo en el agua y abordó uno de los botes. En el momento en que lo hacía, recordó a un suboficial de apellido Burke que le había regalado una estampita con la imagen de San José diciéndole que con ella tendría el regreso asegurado. Grande fue su alegría al hallarlo a bordo de la balsa.

-¿Vio, señor? –le dijo el marinero sonriendo – Siempre da resultado.

La balsa, sin embargo, comenzó a ser absorbida por el destructor y así fue como se incrustó contra uno de los cañones de 4,5 pulgadas, pinchándose con la punta de un misil. Todos sus ocupantes terminaron en el agua helada, braceando e intentando asirse de algo. La mayoría trepó por la estructura del barco y al alcanzar los puntos más altos, permaneció aferrada hasta la llegada de los helicópteros.
Varios Sea King y Wessex se aproximaron desde San Carlos y guiándose por las densas columnas de humo que se elevaban desde el buque. Los pilotos hicieron maravillas para subir a los heridos y recoger a quienes aún permanecían a bordo.
Una vez en el “Broadsword”, Hart-Dyke pudo ver en que estado se encontraba, especialmente sus manos, su rostro y sus pies, estos últimos azules por el frío.
Diecinueve hombres perecieron en el “Coventry” y uno más en los días posteriores; doscientos ochenta y tres lograron salvarse, algunos de ellos con graves heridas y quemaduras que les dejarían secuelas de por vida.
A las 16.22 (19.22Z), veinte minutos después del ataque, el buque se dio vuelta de campana y comenzó a desaparecer bajo las grises aguas del Atlántico Sur, con la “Broadsword” y varias balsas salvavidas peligrosamente cerca de su estructura.
En ese momento, los tenientes Andy Auld y Ted Ball al comando de los Sea Harrier matrícula ZA177 y ZA 176 del Escuadrón 800, sobrevolaron la escena del desastre y alcanzaron a ver al buque poco antes de desaparecer. Era el tercer destructor clase 42  que Gran Bretaña perdía en combate y eso dejaba en claro la ineficacia de los sistemas misilísticos de la flota y sus alertas tempranas. Una evaluación posterior permitiría determinar que el intenso frío parecía ser la causa del desperfecto al afectar los sistemas de guiado y orientación.
En un primer momento, los náufragos fueron asistidos por los tripulantes de la fragata donde pudieron bañarse y cambiarse de ropa antes de ser transferidos al RFA “Fort Austin” (A386). Los heridos fueron conducidos inmediatamente al hospital de Bahía Ajax donde los enfermeros supervisados por Rick Jolly les brindaron una atención más exhaustiva.
Uno de los héroes de la jornada fue el teniente Alf Trupper, al aproximar su helicóptero a las llamas tratando de rescatar a más de cincuenta hombres.
Mientras eso ocurría en el mar, los cuatro aviadores regresaban eufóricos a Río Gallegos, lanzando tales vivas y gritos de triunfo que el vicecomodoro Pereyra debió llamarlos al orden, solicitándoles silencio de frecuencia.
Poco después Rinke manifestó ciertas dificultades con su velocímetro pero pasado un tiempo pudo comprobar que el inconveniente no revestía gravedad, algo que el capitán Carballo agradeció a Dios.
Cuando los pilotos vieron la pista, el líder llamó a la torre de control e informó que llegaban todos sin ningún problemas, información que causó algarabía entre el personal de la base.

-¡En el día de la patria, misión cumplida! – dijo Carballo a través de la radio.

Los bravos aviadores recibieron una ruidosa y calurosa bienvenida.
Barrionuevo aterrizó último y lo primero que vio después de posarse fueron las largas hileras de mecánicos, operarios y personal de la base encolumnados a ambos lados de la pista, agitando banderas y gorros. Gritaban y saltaban eufóricos lanzando vivas a la patria en tanto varios de ellos seguían a los aviones a la carrera mientras rodaban hacia la plataforma. “Que bueno –pensó- están festejando el día de la patria y deben estar contentos por el regreso de los cuatro aviones”.
Después de estacionar detuvo los motores y al abrir la cabina, vio a sus compañeros del Grupo 5 y hasta el jefe del escuadrón acercándose eufóricos a saludarlo.

-¡¿Qué hizo, alférez?! ¡¿Qué hizo?! –le preguntó este último al pie de la escalerilla.

El piloto no entendía nada y eso lo preocupó.

-¡¿Qué hizo?! – volvió a preguntarle su jefe.

-¡No sé, señor. El avión está en servicio; no se rompió. No le hice nada!

-¡No, no… pero… ¿que hizo?! – volvió a preguntarle tomándolo de las solapas.

-¡¡Señor… no sé…!! – contestó Barrionuevo cada vez más confundido. “Me habré despeinado… tengo los zapatos sin lustrar” – pensó.

-¡¡Acaba de hundir un buque en veinte minutos!! – le dijo su superior mientras lo estrechaba en un abrazo11.

Acto seguido, se encaminaron a la capilla e hincados frente a la imagen del Señor y su Santa Madre, agradecieron su buena fortuna.


En la Base Aérea de Río Grande, en tanto, la 2ª Escuadrilla de Caza y Ataque se mantenía alerta. Los hombres del capitán de corbeta Jorge Colombo, todos ellos pilotos de elite, aguardaba la orden de partida, con los trajes antiexposición puestos y el espíritu pronto.
El 23 de mayo se había detectado un blanco al norte de las Malvinas, dato no del todo preciso pues a esa altura no se contaba más con los veteranos aviones Neptune de exploración, como había acontecido cuando el hundimiento del “Sheffield”.
Para entonces, como es sabido, los vetustos aparatos de origen norteamericano habían sido retirados de servicio y Argentina carecía de medios adecuados para efectuar patrullas marítimas de detección, debiendo emplear en algunos casos, aviones Hércules, poco apropiados para ese tipo de tareas.
Quien acudió en su ayuda, una vez más, fue Brasil (quien representaba diplomáticamente al gobierno de Buenos Aires ante el Reino Unido), facilitándole dos Embraer 111 P-95A Bandeirantes que operaban en la fuerza aérea de ese país con las matrículas FAB 7058 y FAB 7060.
En condiciones poco claras, por decisión directa del presidente Joao Baptista Figueiredo, los dos aviones fueron “alquilados” a nuestro gobierno (más precisamente al COAN), a donde viajaron piloteados por personal argentino el 12 de mayo. Evidentemente, a fines de abril, la Argentina sabía que sus aviones de detección estaban llegando al fin de su vida útil y por esa razón, el 27 de ese mes, tras una serie de tratativas secretas, varios técnicos viajaron a Brasil con la intención de adiestrarse en el manejo de las nuevas aeronaves. Versiones no confirmadas hablan de pilotos de ese origen volando con los argentinos hasta Punta Indio para supervisar su desempeño en vuelo y efectuar en tierra los últimos controles. En la mencionada base naval, los aparatos fueron disimulados con insignias y camuflaje de la Armada Argentina, el FAB 7058 recibió la matrícula Nº 2-P-201 y el FAB 7060 la Nº 2-P-202, con las que estuvieron operando hasta el fin de la guerra.
Su configuración básica consistía en un radar APS-128 para emisión continua y representación sectorial 240º hacia proa. La autonomía de vuelo en misiones tácticas y derrotas aleatorias era de seis horas, con un radio de acción de 500 millas y un alcance de 65 lo que los hacía ideales para ese tipo de misiones. El único inconveniente era la carencia de equipos MAE y de sistemas antihielos en las alas y la falta de armamentos.
El 14 de mayo los Bandeirantes fueron conducidos a la Base Comandante Espora para realizar un último chequeo y el 22 a Río Gallegos, donde quedaron incorporados a la Escuadrilla Aeronaval de Exploración.
Su primera misión tuvo lugar a las 09.45 del 23 de mayo, cuando el 2P-201 decoló con instrucciones de explorar una amplia zona al oeste del archipiélago. A las 10.23 el avión tuvo un contacto de radar importante sobre los 50º 56’ S de latitud y 67º 10’ O de longitud y otro mediano a 6 millas al sudeste del anterior, comprobándose que se trataba de tráfico propio razón por la cual no fueron investigados. 
El aparato siguió patrullando y a las 11.25 detectó un nuevo eco a 52º 50’ S de latitud/62º 40' O de longitud y dos horas y media después (13.54), dio con un blanco grande a 52º 10’ S de latitud/63º 20’ O de longitud que resultaron ser chubascos.
Cumplida su misión, la aeronave viró hacia el continente y aterrizo a las 15.30 horas, sin problemas. 
Al día siguiente, a las 06.19, despegó el 2-P-201. A los veinte minutos obtuvo su primer blanco de superficie y hasta las 07.25 dio con cuatro más, perdiéndolos de su pantalla al poco tiempo. A las 08.38 el avión detectó otros 6 ecos a 50 millas al sudoeste de las islas pero como en el día anterior, resultaron ser chubascos. Sin más que reportar, la aeronave emprendió el regreso y aterrizó a las 10.40. 
A las 17.00 de ese mismo día el 2-P-201 inició un nuevo vuelo al oeste de las Malvinas. Entre las 17.33 y las 17.47, su analizador de espectro obtuvo una señal con aumento de intensidad que se apresuró a informar a la base y menos de una hora después (18.40) obtuvo un contacto radar a los 53º 01’ S de latitud/64º 10’ O de longitud. Pasados once minutos, detectó otros cinco medianos en 53º 35’ S de latitud/63º 25’ O de longitud, posiblemente pesqueros. 

El 25 de mayo a las 05.55 despegó el 2-P-201; entre las 06.15 y las 06.35, su radar captó diez blancos de superficie en cercanías del Estrecho de Magallanes, los que al menos en apariencia, parecían buques mercantes. El avión puso proa al continente y aterrizó en Río Gallegos a las 10.41.
Ese mismo día partieron de Río Grande el capitán Roberto Agotegaray y el teniente de navío Juan Rodríguez Mariani, tripulando los Super Etendard matrícula 3-A-202 y 3-A-203, para atacar blancos a la distancia. En el punto señalado durante la planificación de la misión efectuaron reabastecimiento con un Hércules KC-130 (posiblemente el TC-69 del vicecomodoro Litrenta), y siguieron con rumbo oeste en busca de los objetivos.
Las emisiones de radar efectuadas durante el trayecto no arrojaron resultados positivos y durante las millas siguientes la ausencia de ecos fue total. Aún así, decidieron continuar otro trecho, hasta alcanzar el límite de su radio de acción. Una vez allí, efectuaron un amplio giro a la izquierda y con sus mortíferas cargas debajo de las alas iniciaron el viaje de vuelta.
Volaban de noche cuando en cercanías de la isla Beauchene, en el extremo sur del archipiélago, se encendieron las luces de contramedidas electrónicas en sus tableros, indicando que un radar enemigo los había detectado.
Siguiendo instrucciones, los aviones voltearon hacia el sur y se pegaron al agua, medida extremadamente arriesgada porque en esos momentos volaban en plena obscuridad. Algunos minutos después las luces desaparecieron y sumamente aliviados regresaron al nivel anterior, continuando vuelo en el más absoluto silencio de radio. A tres horas de su partida, aterrizaron en Río Grande sin mayores inconvenientes.
Recién el 25 de mayo la escuadrilla efectuó su siguiente salida, designándose para llevarla a cabo al capitán de corbeta Roberto Curilovic y al teniente de navío Julio Barraza, otros dos experimentados pilotos de la 2ª Escuadrilla de Caza y Ataque que desde la puesta a punto del dispositivo, se venían adiestrado en las técnicas de lanzamiento.
El primero se despertó muy temprano y siendo aun de noche, se encaminó hacia el hangar donde se guardaban los Super Etendard para hacer la inspección ocular de los aparatos.
Cuando salió al exterior, eran las 07.30 horas, el frío calaba hasta los huesos y caía una persistente y helada llovizna que hacía temblar hasta a los árboles. Mientras caminaba, no podía dejar de pensar en los camaradas caídos el día 21, sus amigos Alberto Philippi, Carlos Zubizarreta y Marcelo Márquez, preguntándose constantemente si aún estarían con vida.
Aunque intentaba alejar esos pensamientos, varias dudas lo asaltaban. ¿Correría la misma suerte?, ¿lograría impactar a alguna nave enemiga como sus compañeros Augusto Bedacarratz y Armando Mayora?
Finalizada la inspección, volvió sobre sus pasos y caminó de regreso a la sala de prevuelo donde a petición de los no fumadores, absoluta mayoría entre los aviadores navales (Curilovic entre ellos), se había decidido prohibir el molesto vicio.
Al llegar al umbral se detuvo y al abrir la puerta vio a varios hombres, la mayoría pilotos como él, planeando la misión sobre los mapas extendidos en la mesa.
A eso de las 09.00 sonó el teléfono que comunicaba la sala con el COC (Centro de Operaciones de Combate) y el teniente Barraza atendió. Era el capitán Colombo, comandante del escuadrón, pidiendo hablar con Curilovic. Cuando el oficial tomó el tubo, su jefe le comunicó que se habían detectado dos blancos a 110 millas al noroeste de Puerto Argentino, más precisamente a 50º38’S y 56º08’O y que el comando naval había decidido atacarlos. Curilovic retransmitió el mensaje y el grupo de aviadores se abocó de lleno a completar la planificación.
En esta oportunidad, el objetivo se hallaba al norte del archipiélago y no al sur como en el caso del “Sheffield” y aunque el alto mando argentino no lo sabía, navegaba escoltado por numerosas embarcaciones.
Transcurridas dos horas desde la llamada de Colombo, Curilovic y Barraza fueron a una habitación contigua y se colocaron los trajes antiexposición. Ni bien terminaron tomaron sus cascos y se dirigieron a los hangares, donde técnicos y mecánicos efectuaban los últimos ajustes.
Los pilotos llegaron acompañados por personal de la base y procedieron a realizar la inspección ocular de rutina y recibir las últimas directivas. Después de comprobar que todo estaba ok, abordaron los aviones y se dispusieron a conducirlos hasta la cabecera de la pista, en espera de la orden de despegue.
Curilovic lo hizo en el aparato matrícula 0753/3-A-203 (el mismo que había utilizado Mayora en el ataque al “Sheffield”) y Barraza el 0754/3-A-204, ambos desplegados desde la Base Comandante Espora entre el 19 y el 20 de mayo.
Mientras supervisaban sus tableros en el interior de sus cabinas, recibieron la noticia de que el Hércules KC-130 asignado para efectuar el reabastecimiento aéreo no iba a estar disponible y por esa razón la misión debió posponerse.
Recién a las 14.30 los cazas de fabricación francesa comenzaron a rodar rumbo a la cabecera, en espera de la orden de partida. Se colocándose uno al lado de otro y allí permanecieron con sus turbinas ensordeciendo la atmósfera.
Los minutos parecían una eternidad, la orden de decolar no llegaba nunca y eso tornaba la situación tensa e irreal. Cuando la torre dio la autorización, dieron máxima potencia y sujetando con fuerza sus palancas comenzaron a carretear y se elevaron, Curilovic con el indicativo “Tito” y Barraza” con “Leo”. Bajo sus alas derechas destacaban los mortíferos Exocet AM-39, dos de los tres que le quedaban a la Argentina y bajo las izquierdas, sus tanques suplementarios.
Los aviones enfilaron hacia el noreste y en el punto convenido efectuaron el reabastecimiento. Concretada la operación, siguieron vuelo y a 150 millas del blanco, descendieron hasta colocarse a solo 10 metros de las olas.
Volaron en esas condiciones, sobre las aguas plomizas del Mar Argentino, después de estabilizar sus unidades y preparar el sistema de tiro para el lanzamiento.
En el cuadrante señalado durante la planificación de la misión, los pilotos efectuaron una primera exploración de radar elevándose unos metros y volviendo a descender. Grande fue su sorpresa al ver los blancos en el lugar indicado, casi sin haber variado su posición.
Se trataba de dos buques de porte y otro más pequeño que se desplazaban a 150 millas náuticas al noreste de Puerto Argentino, prueba concluyente de que la información obtenida en Río Grande era fidedigna.
A partir de ese momento, los sistemas de a bordo comenzaron a transmitir sus datos automáticamente, enviándolos al calculador de navegación de los misiles para mantener actualizados los movimientos de los blancos elegidos y asegurar el impacto.
Volando a 200 metros uno del otro, a 31 millas del objetivo, los pilotos sintonizaron los equipos enfocando los blancos de mayor envergadura y a 950 kilómetros por hora, se elevaron y dispararon.
Los Exocet se desprendieron de sus soportes, cayeron algunos metros y a los pocos segundos hicieron ignición para iniciar su vertiginosa trayectoria a una velocidad de 315 metros sobre segundo12. Eran las 16.32 (19.32Z) del 25 de mayo.
A menos de medio minuto de haber oprimido sus obturadores, Curilovic y Barraza viraron hacia la izquierda y se alejaron rumbo al continente mientras en las unidades navales británicas comenzaban a sonar las alarmas y se ponían en funcionamiento las contramedidas destinadas a neutralizar los misiles.
 A las 16.33 (19.33Z) el radar 992 del HMS “Ambuscade” (F172) detectó a los ultrasónicos jets cuando ambos lanzaban sus “peces voladores” y segundos después lo hizo el “Hermes”, que arrojó el chaff con el objeto de desorientarlos.
Los demás buques hicieron lo mismo y varios helicópteros despegaron de las cubiertas llevando sus equipos especiales encendidos para interferir radares y cohetes.
Ninguna medida resultó efectiva; menos de dos minutos después, el Exocet de Curilovic pegó en el gigantesco portacontenedores “Atlantic Conveyor”, perforando su estructura y estallando en el interior con infernal violencia. El enorme buque, virtual tercer portaaviones de la Task Force, comenzó a incendiarse rápidamente y a desprender una gruesa columna de humo, visible a varios kilómetros de distancia.
El capitán Machel Layard, oficial naval superior a bordo, se desesperó al pensar en la preciosa carga que transportaban en las cubiertas y bodegas. Justamente, en pocas horas debía dirigirse a San Carlos y una vez allí descargar todo aquel material destinado a las tropas de tierra. Abrigando todavía alguna esperanza de salvar algo, ordenó a los equipos contra incendios correr a la cubierta superior y evitar (o al menos intentarlo) que el siniestro alcanzase a los Wessex, Chinooks y demás elementos allí apilados; sin embargo, a esa altura era demasiado tarde. Los helicópteros se achicharraban envueltos en llamas y el resto del equipo parecía correr la misma suerte. Para los británicos fue el golpe más demoledor de la guerra.
El “Atlantic Conveyor” era un barco nuevo. No hacía mucho que había salido de los astilleros Swan Hunter Shipbuilders Limited de Newcastle-Upon-Tyne, Inglaterra, con sus 14.946 toneladas de desplazamiento y su capacidad para 900 contenedores y 70 remolques playos. Una de sus características principales era la plataforma de despegue de dos plazas desde donde llegaban y partían los Harrier GR3 y los helicópteros que transportaba, lo mismo su rampa de popa, de la que se podía acceder a las dos cubiertas destinadas a vehículos.
Había sido requisado por la Marina Real junto a su gemelo, el “Atlantic Couseway” y enviados  ambos al sur, para reforzar el dispositivo logístico.
El 25 de abril estuvo listo en Plymouth, donde se llevaron a cabo las pruebas de aterrizaje y despegue de los Harrier y Sea Harrier. Los mandos experimentaron alivio cuando el teniente comandante Ted Gedge se posó suavemente sobre su plataforma, seguido por los Wessex y los Chinook destinados al frente.
Acompañado por el “Europic Ferry”, el portacontenedores viajó hasta la isla Ascensión donde llegó el 5 de mayo, zarpando a los pocos días, después de transferir el grueso de su carga al “Stromness” y recibir los ocho Sea Harrier y seis Harrier GR3 del Escuadrón 899 que debía llevar al teatro de operaciones.


Mientras los Super Etendard regresaban a Río Grande, las llamas, el calor sofocante y el humo se apoderaban del buque.
Sus cubiertas de madera impregnadas en aceite comenzaron a arder, tornando al siniestro incontrolable. Grandes explosiones sacudieron las cubiertas inferiores en tanto el fuego se extendía hacia los almacenes de bombas y municiones y un calor sofocante se desparramaba por los pasillos. De nada sirvieron los desesperados intentos de los equipos de incendio por controlar el desastre porque sus mangueras no fueron suficientes para semejante desastre. Por esa razón se impartió la orden de abandonar la nave, al tiempo que desde los portaaviones y otras embarcaciones despegaban decenas de helicópteros con el fin de rescatar a los sobrevivientes que se debatían en el mar.
El “HMS “Alacrity” (F174) y el HMS “Ambuscade” (F172) se aproximaron con mucho riesgo, para colaborar en las tareas de socorro (carecían de sistemas de chaff), intentando alejar a las balsas de la catástrofe.
En el momento del ataque, el “Atlantic Conveyor” se encontraba a 3 kilómetros a estribor del “Ambuscade”, a 2 millas del “Hermes” y a 8 del “Invincible”, que inmediatamente después de producido el impacto, lanzó tres andanadas de Sea Darts contra lo que pareció ser un blanco “bajo y rápido” a 20 millas de distancia13. Sin duda, el portaaviones atacó una formación de aviones propios porque ninguna aeronave argentina se encontraba en las inmediaciones.
A escasos treinta minutos del impacto, tripulantes y técnicos de la RAF destacados en el “Atlantic Conveyor”, comenzaron a saltar por grupos a los botes. A esa altura, el fuego y las explosiones habían destrozado a la embarcación y arrasado con su carga.
Doce hombres perecieron a bordo, entre ellos su capitán, Ian North, un lobo de mar inglés, de poblada barba y aspecto típico de novelas de aventuras, a quien cariñosamente apodaban “Ojos de pájaro” por las manchas que mostraba su piel.
El veterano marino fue uno de los últimos en abandonar la nave. Vestido con su traje salvavidas color naranja, se lo vio descender al agua y nadar hasta una balsa saturada de gente. Lo quisieron subir a ella pero se negó porque aquello ponía en peligro la estabilidad de la misma y con ello, la vida de sus ocupantes. Nadó en dirección a otro bote, a la vista de todos, hasta que una serie de explosiones acaecidas en el buque distrajeron la atención de los náufragos. Cuando volvieron a mirar, North había desaparecido. Las aguas se lo tragaron, llevándose a las profundidades a una verdadera leyenda. Sería muy llorado en el ambiente naval, donde se le guardaba un cariño especial. Su osamenta fue a dar al fondo del Atlántico Sur pero su espíritu aún perdura en los muelles de Inglaterra y en todo mercante británico que surca los mares.
El "Atlantic Conveyor" momentos antes de hundirse


Los restos del “Atlantic Conveyor” flotaron hasta el 30 de mayo cuando su chamuscado casco se partió en dos y se hundió. Con el se fueron a pique ocho helicópteros Wessex, seis de ellos pertenecientes a la Escuadrilla D del Escuadrón 848; tres Chinook HC.1, una pista de aterrizaje plegable destinada a Puerto San Carlos, una importantísima planta potabilizadora de agua, repuestos para aviones, municiones, vituallas y carpas para 4000 efectivos terrestres. Fue, sin duda, el mayor desastre logístico de las fuerzas británicas y un duro golpe para los altos oficiales de la Task Force. Un cuarto Chinook se salvó milagrosamente por encontrarse en vuelo en el momento del ataque, razón por la cual, se lo bautizó “El Sobreviviente”.
A causa de estas pérdidas, el brigadier general Julian Thompson se vio en la necesidad de rectificar rápidamente su plan de avance sobre Puerto Argentino que, a causa del desastre, se vería retrasado varios días más de los que se habían previsto. Según los autores de Malvinas, La guerra aérea, el Ministerio de Defensa británico nunca reveló los verdaderos alcances de la catástrofe pero a partir de ese día, los portaaviones no volvieron a acercarse a menos de 300 kilómetros de San Carlos y los períodos de patrulla de los Harrier se redujeron considerablemente.
En la nómina de muertos del “Atlantic Conveyor” figura Frank Foulkes, marino mercante cuyo cuerpo sin vida, sería arrojado al mar desde la cubierta del buque, un día después del ataque. Dejó una viuda y tres hijas, una de ellas casada en Alemania, quien se indignó terriblemente cuando, finalizada la guerra se botó un nuevo buque bautizado “Atlantic Conveyor II”. Creía, no sin razón, que una sola nave podía llevar esa denominación en la historia naval británica, aquella en la que su padre había ofrendado la vida por su país.
Los sobrevivientes del ataque fueron enviados a diferentes hospitales de campaña (Bahía Ajax, HMS “Uganda”, etc.) y desde allí repatriados al Reino Unido en el “British Tay”.
Mientras se desarrollaba aquel drama en el mar, Curilovic y Barraza se alejaban a toda prisa, volando hacia Río Grande a muy baja altura14. Aterrizaron sin inconvenientes después de uno de los vuelos más prolongados de la guerra, en el que recorrieron cerca de 3000 kilómetros (1620 millas náuticas) en tres horas y cincuenta minutos.
Una vez en tierra, un mar de abrazos y palmadas cayó sobre ellos entre vivas y gritos ensordecedores.
Mucho se ha especulado sobre lo sucedido con el Exocet de Barraza. Durante años se lo creyó desviado por los sistemas de chaff del “Antrim” para terminar cayendo en el mar después de agotar el combustible. “... y todo hace creer que el misil que alcanzó al transporte dio en el blanco elegido...sin embargo, la flota británica parece haber tenido más éxito con el otro, al que desvió en vez de tratar de destruirlo”15. Sin embargo, años después se comenzó a barajar la hipótesis de que también alcanzó al portacontenedores porque un informe británico así lo indica. Incluso existe una tercera posibilidad: la del espectacular ataque al “Invincible”, según veremos más adelante.
Lo cierto es que aquel 25 de mayo, la Argentina obtuvo una contundente victoria. La Fuerza de Tareas recibió un duro golpe y eso llevó a sus mandos a replantear su estrategia y modificar los planes para la campaña terrestre.

Notas
1 Emprendieron el regreso a vuelo rasante, aterrizando en Río Grande a las 12.00.
2 Completaban la tripulación el primer teniente A. Poggi y el alférez R. Mariano. 3 Se trata de la cubierta de los equipos que van en la proa.
4 Pablo Marcos Rafael Carballo, Halcones e Malvinas, Ediciones Argentinidad, Avellaneda, Buenos Aires, 2009, p. 225.
5 Ídem, p. 226.
6 BBC, Sea of Fire (documental).
7 Ídem.
8 Al mencionar esa explosión Hart-Dyke desmiente a los autores de Falklands. The Air War, quienes sostienen que no lo hizo.
9 César Turturro, Malvinas, la guerra desde el aire (documental), History Channel, 2009.
10 Max Hastings y Simon Jenkins, La batalla por las Malvinas, Emecé, Bs. As., 1986.
11 César Turturro, op. cit.
12 Match 0,93.
13 Rodney A. Burden, Michael I. Drapper, Douglas A. Rouge, Colin R. Smith y David A. Wilton, Malvinas. La Guerra Aérea (Falklands Air War), “2a. Escuadrilla Aeronaval de Caza y Ataque”.
14 Habían perdido el contacto visual a causa de los chubascos.
15 Rodney A. Burden, Michael I. Drapper, Douglas A. Rouge, Colin R. Smith y David A. Wilton, ídem.

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