—Usted tiene la culpa de que yo esté lleno de pesadillas durante las noches por haber orientado mis ideas, hace una semana, hacia las manifestaciones del Satanismo en las Sociedades contemporáneas, me reprocha amigablemente el abate Multi, al abrirme la puerta de su casa; y añade con tristeza: Aún no hemos terminado y, casualmente, la jornada de esta noche va a ser la peor de recorrer. Permanece afable y cortés, pero noto que, en el fondo, está nervioso e irritable, y me digo para mis adentros que lo más acertado es abstenerse hoy de toda contradicción y dejarle transformar el diálogo en soliloquio, como es su tendencia habitual. Hojea sus fichas y empieza: —No tengo necesidad de repetir todas las
reiteradas condenaciones pontificias que han atacado a la diabólica doctrina de la Revolai- ción y, muy especialmente, a los dos errores democráticos fundamentales sobre los que acabamos de insistir. Sin embargo, no es su- perfluo el recordar alguna, entre Jas más explícitas, ya que la táctica constante de nuestros adversarios es la de echar sobre ellos el velo del silencio. Nunca hablan de esto ni jamás hacen aLusión esperando hacerles caer en el olvido, gracias a este mutismo. Esta estrategia na parece mala, pues ha contribuido a desarrollar la asombrosa ignorancia de la casi totalidad de Jos católicos contemporáneos. Hay que reconocer, desgraciadamente, que por timidez, inconsciencia y por dejarse llevar, muchas personas de recta intención, pero de inteligencia poco cultivada y formación religiosa demasiado rudimen* taria, cooperan a este modo de echar tierra sobre el asunto y hacen juego al Diablo sin sospecharlo. Por eso prefiero volver, hasta sobre hechos que debieran ser conocidos por todos los fieles, sin excepción. Ya sabe usted que las advertencias solemnes y apremiantes no han faltado. Le he citado las primeras reacciones de Pío VI, y recuerde la Encíclica Mirari vos, de Gregorio XVI, en 1832, contra Lamennais y la es*
cuela de L‘Avenir, que es la primera admonición dirigida contra el Liberalismo (1). Pió IX continuó desarrollando sin descanso las condenaciones promulgadas por su predecesor, y se dedicó especialmente a perseguir a Satanás a través de todos los disfraces, más o menos ingeniosos, de que lia podido revestirse sucesivamente el infernal Frégoli (2): Naturalismo, Racionalismo, Indiferentismo, Lati- tudinarismo, Americanismo, Liberalismo, propiamente dicho, fueron desenmascarados y estigmatizados, y el Papa llevó su solicitud hasta añadir a la Encíclica Quanta cura, para mayor claridad y comodidad, ese catálogo llamado Sylabus, en el cual enumera 80 proposiciones tachadas de herejías o de graves errores, visados por actos pontificios anteriores. Señalemos, solamente para nuestro fin, la proposición condenada en el número 60: “La autoridad no es otra cosa más que la suma del número y de las fuerzas materiales.” Ahí se encuentra directamente condenada la So
(1) Lamennais fundó el periódico L ‘A venir en Octubre de: 1830. Con él colaboraron, al principio; sus discípulos Lacorda.re y Monta- lembert que le abandonaron en cuanto empezaron los extravíos doctrinales del desgraciado abate. (N. del T.). (2) Los lectores que no sean muy jóvenes recordarán Haber visto en nuestros teatros a este famoso transformista italiano. (N. del l.j.
beranía del Pueblo en su aspecto práctico de sufragio universal—ese sufragio que el Papa calificaba de “mentira universal"—, el cual está destinado, evidentemente, a establecer y a consagrar la autoridad absoluta del número. De la misma manera está condenada la 80 y última proposición: “El Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, al liberalismo y la civilización moderna.” La forma general y absoluta en que está redactada fué escogida, sin duda, para impresionar los espíritus y obligarlos a reflexionar, pues no hay que decir que el Papa no condena, en el progreso y civilización moderna, las conquistas de la ciencia, sino solamente la concepción material y anticristiana según la cual se las pretende utilizar. Por otra parte, la Encíclica Quanta cura estigmatiza formalmente la aserción en virtud de la cual “la voluntad del Pueblo manifestada por lo que algunos llaman opinión pública o de cualquier otra manera, constituiría la ley suprema, con independencia de todo derecho divino o humano”. Pío IX cuidó especialmente de descubrir y frustrar los esfuerzos y engaños de esos espíritus enamorados de la conciliación a cual
quier precio que sueñan con la unión, contra ¡natura, entre el sí y el no, y se empeñan en establecer un acuerdo aparente entre la herejía y la ortodoxia. Por eso se levantó explícitamente contra el híbrido sistema bautizado por sus protagonistas con el nombre de Liberalismo católico; ve en él la más audaz y descarada de las astucias diabólicas, y no se priva de decirlo con insistencia. Por ejemplo, al recibir una delegación francesa, con motivo del 25 aniversario de su pontificado, denuncia abiertamente “la mezcla de principios” opuestos que tales y tales se obstinan en realizar, y no duda en decir, con íorma ruda como un latigazo, que no es habitual en él: “Hay en Francia un mal más reprobable que la Revolución y que todos los miserables de la Commune, especie de demonios salidos del infierno, y es el Liberalismo católico. Lo he dicho más de cuarenta veces y lo repito por razón del amor que os profeso.” Mas, he aquí que sube a la cátedra de San Pedro un Papa reputado como más politican- te que zelfmte, y los espíritus de tendencia liberal sienten renacer sus esperanzas de combinazioni, y los anticlericales se hacen la ilusión de manejar al nuevo Pontífice. Gam- betta, que le juzga “aún más diplomático que
sacerdote” y que la califica de “oportunista sagrado”, prevé ya la eventualidad de una “unión de razón” entre la Democracia y la Iglesia. Inútil espera. León XIII demostrará en su doctrina el mismo rigor que su antecesor. En la Encíclica Insrutabili Dei, donde reitera expresamente las condenaciones llevadas a cabo por Pío IX y confirma el Syllabus, reprocha a los partidarios del dogma revolucionario de haber eliminado a Dios “por una impiedad muy nueva que los mismos paganos no han conocido”, y de “haber proclamado que la autoTidad pública no tomaba de El su principio, su majestad y la fuerza para mandar, sino de la multitud del pueblo, la cual, creyéndose desligada de toda sanción divina, no ha soportado el estar sometida a otras leyes más que a las que ella habría promulgado conforme a sus caprichos”. En la Encíclica Immórtale Dei, que también se refiere al Syllabus, declara que “la soberanía popular que, sin tener a Dios en cuenta, dice residir en el pueblo por derecha natural” y los otros principios revolucionarios de Libertad y de Igualdad, constituyen doctrinas “que la razón humana reprueba” y que la Santa Sede no ha tolerado nunca ver- emitidas impunemente. En la Encíclica Diu
turnum illud insiste de nuevo: Al hacer depender el poder público de la voluntad—perpetuamente revocable—del pueblo, se comete, primero, un error de principio, y, además, no se da a la autoridad más que un fundamento frágil y sin consistencia”. Y añade aún: “De la herejías (de la Reforma) es de donde nacieron el derecho moderno, la Soberanía del Pueblo y esta licencia sin freno fuera de la cual no saben muchos ver la verdadera libertad”. La Encíclica Humanum genus opone a la trilogía revolucionaria, estigmatizándola una vez más, la noción cristiana de la Libertad, Igualdad y Fraternidad, y la Encíclica Libertas prdestantissimus renueva explícitamente la censura contra la teoría según la cual el origen de la comunidad civil debe buscarse en la libre voluntad de cada uno y “el poder público emana de la multitud como de su fuente primera”, y tan bien, que el ex abate Charbonnel se lamenta de que “jamás ningún Papa haya anatematizado tanto las teorías democráticas y revolucionarias como León XIII, Papa liberal”. Otros veinte textos podrían añadirse a éstos, si fuera preciso, del mismo León XIII y de sus sucesores. Hagamos notar solamente que Pío X, en la Carta Notre charge aposto
tique sobre el Sillón, califica de “ideal condenado” la doctrina que “coloca la autoridad en ei Pueblo”; pretenden realizar la nivelación de las clases, y quiere que “la autoridad suba de abajo para ir hacia lo alto’7. “El Sillón, dice, se imagina un género de Democracia cuyas doctrinas son erróneas” (1). El Papa prohibe “hacer entre el Evangelio y la revolución aproximaciones blasfemas”, del tipo de las que citaré en seguida algunos ejemplos. La Encíclica contra el Modernismo ataca a la. última transformación de este Liberalismo que poco después nos mostraría Pío XI “abriendo el camino al Comunismo ateo”. Y si Pío XII, como antes León XIII, se presta, según luego veremos, a ciertas concesiones de vocabulario, no cede ni una jota, muy al contrario, en cuestión de principios, y frente a las concesiones revolucionarias toma exac
(i) M ar Sangnier fundó en Francia con mucho éxito, en 18 9 4 la asociación de jóvenes católicos, principalmente, llamada Le Sillón (El Surco). Recta intención y sincero entusiasmo, pero falta de principios seguros y estables. Tendencias políticas peligrosas; iniciaciones místicas en la Iglesia y defensa de la secularización de la democracia; afición a novedades, hasta tratar con protestantes y manifestar simpatía por los anarquistas rusos, el Sillón sufrió el desvío del Episcopado francés y de la Santa Sede primero, y la solemne condenación el 33 de Agosto de 19 10 . Sangnier y la mayor parte de sus compañeros se sometieron al fallo de la autoridad de la Iglesia. (N . del T.)
tamente la actitud de los anteriores Pontífices. No, hay que perder toda esperanza de ver nunca a la Santa Sede volverse atrás de una doctrina tan minuciosamente definida y tan expresamente promulgada. Entra en el tesoro riquísimo de las verdades adquiridas, y no sería posible atenuarla o modificarla sin renegar de la tradición apostólica y consumar la más estrepitosa de las quiebras morales. Podría creerse que con estos reiterados golpes la Bestia democrática, por volver a la imagen de San Juan, había quedado herida de muerte y, en efecto, si las instrucciones dadas por la Santa Sede hubiesen sido observadas, la ofensiva diabólica hubiera tenido que reconocerse vencida; pero, naturalmente, Satanás se ingenió para detener la acción dirigida contra él. Su estrategia ha sido sumamente hábil, como era de suponer, y le ha permitido reparar sus pérdidas y llegar más allá. Por una parte, retirada táctica y resistencia silenciosa; por otra, recurso a la mentira en grandes dosis, mentira cínica o sutil», descarada o suavizada; mentira universal erigida en regla de vida polítcia y en el sistema de organización social. En lugar de movilizar en seguida todas
sus fuerzas y suscitar una rebelión genera) con gran estrépito; en vez de lanzarse inmediatamente a un combate decisivo de conjunto en el que hubiera corrido grave riesgo de ser vencido por completo, como en su primera rebelión, Satanás prefirió establecer una resistencia elástica y pasiva, limitando la oposición abiera a algunas manifestaciones esporádicas, suficientes para mantener Jos dogmas destructores, pero no lo bastante graves, en apariencia, como para hacer presagiar una gran disgregación. En la mayor parte de los casos, Satanás encaja los golpes en silencio y sin protestas. Por eso, cuando la Santa Sede fulmina las condenaciones de las que he citado a usted algunos ejemplos, halla casi siempre, una obediencia aparente, pero superficial y floja, sin adhesión verdaderamente filial y profunda; un eco dócil al exterior, pero no una colaboración real de los espíritus y de los cuerpos, y, con frecuencia, sus admoniciones han sido recibidas con “el alma fugitiva”, como diagnosticaba Pío X por algunos elementos del Sillón. Se acataba con las formas, manifestando, si era preciso, discretas reservas más o menos respetuosas, una especie de escepticismo con tinte de conmiseración por la in
transigencia y torpeza de la Santa Sede o de simpatía respecto a sus víctimas, y una esperanza, apenas declarada, en posibles desquites para el porvenir, y se continuaba profesando, in petto, de modo más o menos explícito, el error censurado invocando las necesidades de oportunidad y las exigencias de la hipótesis. No se organizaba contra él la lucha paciente, tenaz, con sanciones adecuadas y con la vigilancia ininterrumpida que hubiera sido indispensable, de manera que con el olvido, que llegaba pronto, la doctrina condenada recuperaba su vigor poco a poco, reclutaba nuevos partidarios y, rejuvenecida, maquillada, transformada, volvía o ganar terreno. Al cabo de algunos años, la masa, y hasta la mayor parte de los mandos, habían perdido la noción y el recuerdo preciso de las intervenciones pontificias y todo se hallaba como para volver a empezar de nuevo. Gracias a estas hábiles maniobras, el espíritu del Mal ha conseguido espantosos progresos. Sólidamente instalado, ya lo hemos visto, sobre las dos posiciones dominantes de la teoría revolucionaria, la Soberanía popular y el Liberalismo, que la ofensiva papal no ha conseguido desmantelar, a pesar de sus
reiterados ataques; manejando, como maestro consumado, el orgullo humano, ha multiplicado sus infiltraciones e invasiones dentro de la organización y la vida sociales con progresos, ya esporádicos, ya indurables. La infestación diabólica se manifiesta y se asegura por todas partes, incesante y multiforme. A los avisados se les descubre por una señal irrecusable, infaliblemente característica “del que es mentiroso desde el principio” porque “no hay verdad en él”. Ya implica disimulo e hipocresía la actitud que hemos descrito ahora, pero este punto de vista parcial debe ser generalizado infinitamente. En efecto, el Príncipe de la bribonería y del fraude ha conseguido hacer reinar en el mundo contemporáneo, hasta un grado anormal, la confusión y la mentira, que es su esencial y más preciso medio de acción. Lo domina con maestría, y Simona Weil tiene razón al señalar, por ejemplo, que, “habiendo Dios producido el bien puro, el Diabla ha mezclado el mal con él, de tal manera, que Dios no pudiera separarlos sino destruyendo los dos... El Demonio es, en verdad, muy poderosa” (1).
( i) M M O N E W E IL : La ConnaiJiancc surnaturelles, p. 3 7 1 . 152
En estas tinieblas, como observa muy bien Blanc de Saint-Bonnet, han desaparecido todas Las bases sólidas de la vida pública, toda la integridad del alma social, y en todas partes han sido reemplazadas por fingimientos. La duplicidad es universal y nos ciega, nos ahoga, nos extravia, pudre y disuelve todos nuestros puntos de apoyo. Nuestra época y nuestro espíritu se hallan tan gangrenadós de la mentira, que contaminan casi indefectiblemente hasta las instituciones y los hombres que quisieran permanecr indemnes, y los llevan, a falta de cosa mejor, a recurrir a la mentira para luchar contra la mentira. Mentira en la filosofía política, que pretende subrepticiamente reemplazar el espíritu por la materia, la cualidad por la cantidad, el Criador por la criatura, la razón por la ciega aritmética. Mentira en el lenguaje político, y especialmente en la jerga parlamentaria, que ha llegado a ser anfibológica y casi hermética, y de la que ni una palabra, como indica acertadamente Péguy, ha conservado1 su significación natural. Mentira en las instituciones políticas edificadas sobre fundamentos inestables y ruino
sos, y mentira en particular, lo hemos visto, en la soberanía del Pueblo, que desfigura la autoridad de la que hace una esclava, y el poder, al cual convierte en un despojo. Mentira en la Justicia, que se convierte en dócil sirvienta de la iniquidad triunfante, sin preocuparse siquiera de la evidencia; se prostituye a los poderosos de la actualidad, y pretende, impasiblemente, transformar la culpabilidad en inocencia, y la inocencia en culpabilidad. Mentira en la policía, que pervierte la moralidad pública que está obligada a defender, y mentira en la represión y en la venganza, que se esconden bajo la máscara de la legalidad y en la sombra de los calabozos. Mentira en la interpretación del bien común y del interés general, que no son invocados más que para servir el interés de los partidos o que se rebajan a un concepto sórdido, groseramente utilitario, que se confunde voluntariamente con el bienestar, las comodidades materiales y las satisfacciones concedidas a los institutos egoístas de las muchedumbres. Mentira en la Ley, que no es racional, impuesta para el bien de todos, sino la simple expresión, camuflada en derecho formal, de la
voluntad del más fuerte, entregándola así a una perpetua inestabilidad y a una injusticia permanente. Mentira en La Libertad, que no se quiere ver como es, a saber, una conquista lenta y penosa y la sublime íacuLtad de ser causa, sino un don gratuito y congénito al que se transforma en proveedora del mal, en disolvente de la autoridad, en negación de la responsabilidad. Mentira en la Igualdad, en cuyo nombre se pretende estúpidamente dar a todos los hombres un estatuto, derechos y satisfacciones uniformes. Mentira en la Fraternidad, que se envanece de hacer inútil la Caridad, y no consigue más que renovar sin interrupción el drama de Caín y AbeL Mentira en La Moral, privada de su base y de su fin, que ha llegado a ser puramente ficticia, y mentira en el himno entonado por doquier a la apoteosis de la persona humana, cuya dignidad nunca ha sido tan desconocida y ultrajada. Mentira en la educación, que es sólo un cebo sin función educadora y cesa, por tanto, de merecer el nombre que se le atribuye. Mentira en el crédito, que el Estado confunde abiertamente con la expoliación y el robo, y mentira en la moneda, cuyo valor real
está cada vez en mayor desequilibrio con el valor aparente y tiende irresistiblemente hacia el cero. Mentira en la virtud y la honestidad, reducidas, con demasiada generalidad, a no ser más que máscaras engañadoras, y mentira en el lenguaje, en que se obliga a las palabras a decir lo contrario de lo que ellas quieren significar. Mentira, diré yo, hasta en las oraciones, que algunos políticos, que se hacen reclamo con la religión, elevan públicamente al Cielo por la salvación de un Estado que es la negación y la violación permanente de los derechos divinos, pues según la gran frase de Bossuet, Dios se ríe de las súplicas que se le dirigen para evitar las públicas calamidades,, cuando no se opone nada a lo que se hace para atraerlas. Mentira, para remate de todo, en el comportamiento de los mejores, que juzgan un deber, pretendiendo evitar un mal peor, el pactar con lo falso, ostentar opiniones que no son las suyas y hacerse pasar por lo que no son. Mentira, ¡ay!, en la verdad, a la cual se incorpora sistemáticamente una parte de error, y mentira en el error, al cual se aña
de sistemáticamente una parte de verdad perturbando de tal modo el espíritu de los nombres, que a los ojos de muchos vienen a ser prácticamente indiscernibles o intercambiables. La perversión y la confusión han llegado a ser tan grandes, que un parlamentario francés ha podido proclamar, sin suscitar ninguna reprobación: “Más vale unirse en el error, que dividirse en la verdad”. Lo repito: no hay Indice más revelador ni más temible de la empresa diabólica en nuestra patria, y en el mundo entero, que ese descrédito absoluto y general en que ha caído la verdad; que esa indiferencia y tranquilo menosprecio que demuestran, respecto a ella, nuestros ciegos contemporáneos. Nada evidencia mejor la deformación, la intoxicación de los caracteres por las potencias infernales, que esta convicción, de que cada cual alardea, de ser verdad lo que a él le parece. Aún quedan oposiciones personales a esta concepción, pero en la sociedad civil no hay ninguna institución protectora contra semejante estado de espíritu Muy al contrario, toda la organización política de la Ciudad tiende a desarrollarle y reforzarle. Nada más siniestro que la quietud, la beatitud que parece experi
mentar en esta atmósfera, y tanto mayores cuanto más saturadas están de engaños, falsedades y perjurios. Casi podría decirse que la Ciudad practica el disimulo y la hipocresía con orgullo, ostentación y entusiasmo, y, bien entendido, Satanás previene toda mejora y cualquier arrepentimiento, y emboscado en los dogmas revolucionarios lanza sobre el mundo sus nubes corrosivas de imposturas, como oleadas de gases deletéreos. ¡Qué triunfo para el Padre de la Mentira el haber abusado así, con engañosos fantasmas, de la credulidad del pueblo soberano, que soñando con paz, dicha y tesoros, se despierta horrorizado, de cuando en cuando, para contemplar los hojas secas y los reptiles venenosos que tenía entre las manos! No puedo contener un gesto de aprobación, pero el abate Multi está tan absorto que ni siquiera me ve, y continúa: Contemple usted cómo después de haber corrompido las inteligencias y haber entretenido en el error el espíritu de los hombres, “el Mono de Dios” ha coronado su tarea con una obra maestra de duplicidad e insolencia. Le vemos empeñado, en todos los puntos del globo, y más particularmente entre nosotros, en copiar la obra divina, desnatura
lizandola y caricaturizándola de la manera mas odiosa para destruirla mejor. Sustituye disimuladamente doctrina con doctrina, místi- ca con mística, credo con credo, y da a la Revolución democrática el aspecto de una religión al revés, para captar las aspiraciones espirituales de las almas, invirtiendo todos los caracteres del catolicismo. Como Cristo vino a abrir al hombre el camino del Cielo, el Diablo pretende dar a éste libre acceso a los goces de este mundo y transportar el Paraíso a la tierra. Construye su falaz reino a imagen del reino celestial, y su malhechora Iglesia sobre el modelo de la Iglesia verdadera. A esta Contra-Iglesia, que él se esfuerza con éxito en hacer “católica” en el sentido etimológico de universal, ha dado un gran Fetiche, el Pueblo deificado en sus elementos y en su masa, el pueblo hiposta- siado (1) por la doctrina revolucionaria, y especialmente por Michelet, en un Idolo dotado de una personalidad propia, infalible e impecable, creando así una verdadera ido- latría democrática, una Demolatría cierta. Le ha dado un símbolo, condensado en la
(i) Traducimos literalmente este participio que no existe en castellano, en lugar de escribir personificado, que e s la palabra exacta.
(N . del T.).
Declaración de los Derechos, y una verdadera teología, con exégetas sutiles en los doctores y pontífices que ofician en los cenáculos parlamentarios, y los comités políticos con misioneros que siembran incansablemente, por la palabra y la prensa, la cizaña que debe ahogar la buena semilla. Tiene su catecismo compuesto de slogans muy sencillos, repetidos constantemente para saturar bien las inteligencias, y propuestos sin descanso a la veneración de las muchedumbres, como axiomas indiscutibles. Tiene sus prestigiadores, que se esfuerzan en imitar los milagros, pero presentándose como exclusivamente científicos; su magia, que pretende operar la tran- substanciación de las ignorancias, de los impulsos frívolos, de los bajos intereses y de las opiniones malsanas en una Voluntad General infalible “siempre recta, inalterable y pura”. Tiene su culto y objetos sagrados figurados por las urnas electorales y las papeletas de voto, sus fieles, de los que hablaremos en seguida, sus sacristanes y sus pertigueros. De arriba abajo de esta Contra-Iglesia circula una fe ardiente y viva, inflamada y enardecida por abundante concesión de prerrogativas y ventajas, que llega, a menudo, hasta el más ciego fanatismo, y que sigue cui
dadosamente en todos los puntos esenciales el contrapié (1) de la fe católica. Bajo la cubierta de reivindicaciones políticas y sociales, el Príncipe de este Mundo establece progresivamente su imperio, y por su acción insidiosa la Democracia se identifi- ca cada vez más con la Demonocracia. Demos y Demon se parecen mucho, y Satanás habita con gusto en el número. ¿No dice él mismo que su nombre es Legión? Las masas, ciegas por naturaleza, no distinguen el carácter infernal de esta ocupación, cada día más extendida y poderosa. Atraídas por el reclamo de ciertas apariencias halagadoras, creen perseguir su propio bien, el mejoramiento de su suerte, y hasta un ideal más perfecto de justicia, mientras caen entre las redes del Tentador. Sin embargo, sus elementos más refinados empiezan a sentir inquietudes al comprobar el creciente desorden y la inseguridad e inestabilidad generales que se manifiestan en todas las comunidades nacionales* y en cuanto a las inteligencias un poco perspicaces, hace mucho tiempo que no tienen ninguna duda. Si hubiese sido necesaria, además, una prueba suplementaria de la acción inferna.!,
(i) Huellas del pie vistas de fuente. (N. del T.).
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Satanás la hubiera dado en el caso en que, sobrepasando ios límites de una infestación cotidiana, hábilmente disimulada, revelara su terrible poder en fenómenos que ofrecieran todos los caracteres de una abierta crisis de posesión colectiva. Me refiero a los enormes trastornos acompañados de convulsiones sociales tetánicas como han sido, en España, la reciente Revolución roja, y entre nosotros, el Terror jacobino, y el Terror llamado depuración de los años 1944 y siguientes. No comprendo cómo se puede desconocer la influencia demoníaca en esos acontecimientos. Está patente y estalla en ellos, tanto por la explosión general y paroxística de los instintos más perversos, como por la voluntad deliberada de pudrir y corromper todas las nociones más corrientes, y hasta el mismo lenguaje, para mejor desorientar y perturbar los espíritus, sustituyendo, por todas partes, con un significado nuevo, vicioso o criminal, las ideas más venerables y los vocablos legítimamente consagrados: Religión, Patria, Ley, Piedad, Libertad, Igualdad, por ejemplo. Pero esa influencia brilla, sobre todo', en la orgía de sacrificios humanos, que interrumpen y alteran, de cuando en cuando, el pesa
do sueno de Demos. Porque Satanás, y ésta es otra señal tan probatoria y reveladora como la anterior de su intervención directa, no olvida que es, no solamente mentiroso y* padre de la mentira, sino “homicida desde el principio”, como declaró Jesucristo. No contento con engañar a sus inocentes y con frustrar las esperanzas que suscita en ellos, los somete, con intervalos cada vez más frecuen- tes, a*espantosas carnicerías, que ningún esfuerzo humano consigue prevenir ni detener. Aquí se conjugan y afirman la duplicidad y la crueldad, pues jamás se ha celebrado más pomposamente el sagrado derecho a la vida y las imprescindibles prerrogativas del.sér humano, que desde la promulgación de los dogmas demoníacos de la Revolución, y nunca han corrido por el mundo más torrentes de sangre. Jamás ha estado la existencia de los hombres más avasallada y tiranizada por leyes y reglamentos arbitrarios e impersonales, más despreciada, más alegremente sacrificada a ideologías ilusorias y vanas, ni nunca habían adquirido las inmolaciones humanas esta amplitud, tan terrible que, ni los peores caníbales, la han demostrado más atroz. Fusilamientos y guillotinamientos del Terror del 93, guerras de la Revolución, guerras
del Imperio, guerras coloniales, guerra de Oriente, guerra franco-alemana y finalmente guerras mundiales de infierno, bajo cuyo fuego hemos visto desaparecer generaciones enteras y sucumbir los soldados por millones. Y a medida que se afirma y extiende la Soberanía del Pueblo y el derecho al voto es más ampliamente concedido, se agranda también el torbellino sangriento, porque, según la justa observación de Taine, el sufragio político universal e igualitario pide el servicio militar igualitario y universal, y la papeleta de voto del ciudadano no se concibe sin el fusil del soldado. Y vea usted: las mujeres, a quienes por todas partes se les va concediendo lo primero, empiezan a notar que se les impone también el segundo. Las guerras han llegado a ser conflagraciones de naciones, y luego de continentes, en vez de permanecer siendo rivalidades de príncipes y quedar limitadas a los ejércitos de profesión; y las poblaciones civiles se ven expuestas a golpes mortales. No es sólo el enemigo el que las arruina y destruye; no solamente los campos de concentración, de represalias, de exterminio, devoran miríadas de víctimas inocentes, sino que el contagio de homicidio y la evolución fatal
de la guerra son tan imperiosos y desarrollan tal frenesí, que los beligerantes extermi- nan en masa, con el pretexo de hacer posibles las operaciones militares destinadas a Liberar las mismas poblaciones aliadas, como hicieron las escuadrillas de bombardeo inglesas y americanas en los países invadidos por Alemania. Esta sangrienta paradoja parece muy natural, y los supervivientes, apenas se ven al abrigo de sus perseguidores y de sus libertadores, son asaltados por una nueva crisis de furor fratricida, y su primer cuidado es el de matarse unos a otros en una orgía de asesinatos espontános u organizados, entregándose a una ciega represión Estos son verdaderos fenómenos de ocupación y de posesión colectivas, que provocan, naturalmente, una erupción de ocupaciones y hasta, eventualmente, de posesiones individuales, porque el desorden del ambiente social hace más accesibles a las empresas demoníacas el alma de cada uno de nosotros. Ya he señalado el hecho en la España comunis- ta y en la Alemania hitleriana. Francia, ¡ay!, se las había adelantado en este camino, y por un humillante golpe de rechazo, las ha imitado después criminalmente.
La historia de la Revolución abunda en atrocidades cometidas por monstruos, tan desprovistos de todo sentimiento humano, que parecen evidentemente, al menos en algunas ocasiones, dóciles instrumentos del Maestro de toda abominación. Aquel Juan Bon Saint- André, que deseaba reducir a la mitad la población francesa para asegurar la República. Aquel Hebert, que cada día predicaba ferozmente la necesidad de una “depuración” radical. Geoffroy, que pretendía reducir a cinco millones la cifra de los habitantes de Francia. Carrier, que declaraba que valía más transformarla en cementerio que no regenerarla a la moda republicana. ¡Cuántos otros podría citar, y cuántos émulos encontraron en provincias! ¡Cuántos asesinos de menor envergadura hicieron estragos por todos los puntos del territorio!... Pero existen muchos contemporáneos que no han desmerecido de sus ilustres antepasados, y se han entregado, a su vez, al demonio homicida que les inspiraba. Se empiezan a conocer algunos de los afrentosos crímenes que han ensangrentado a Francia durante la época de locura llamada Depuración: torturas sádicas con refinamientos de crueldad infligidos por la más ligera sospecha, o hasta sin mo
tivo, a los adversarios políticos; hecatombe de mujeres y de ancianos; asesinatos de niños en la cuna; ejecuciones arbitrarias con fútiles pretextos, destinadas únicamente a saciar los instintos sanguinarios de una horda de criminales desencadenados. Y todo esto con la aprobación y la complicidad de jeíes, algunos de los cuales se llaman católicos, y pretenden conciliar el crimen con la religión. Pues las perspectivas del mañana son aún más terroríficas. Los “progresos” de la técnica científica, puesta al servicio del infierno, permiten decuplicar, centuplicar la eficacia de los medios de destrucción y de mortandad; de aniquilar de un solo golpe, por decenas y centenas de millar, las vidas humanas, como en Hirosima y en Nagasaki. Hay a la vista hasta un “perfeccionamiento”, y se anuncia una máquina más potente en sus efectos que la bomba atómica. Tanto, que los sabios, espantados, dejados atrás por su ciencia diabólica, acaban preguntándose si algún megalómano desatado o algún loco furioso no sería pronto capaz de destruir la vida en la tierra entera... Esto sería, evidentemente, la más bella réplica de Satanás a la creación de Dios Hasta ahora no he hablado a usted ma
qiitt dol homicidio en hu forma iiiAn rnincllln, vlNlhlo y n m lo rln l: ln doNtruculón do lo» uuor- pim. puro no un onu o| nNpmito mAn Imporlniito y trdiílco do ln iHitmClOn, lHti Itolno do Inn Tlnlolílnw dul qtm J)Iom non Imhln muwdo, dlcti H urí Mutilo, pnrn trn** lndnnum ni do ln Lux (1). Obrtorvo untad (juo, on ronlldud, HntnnA» nlnen tin ol intuido contamporáuoo, Aún má» ni onplrllu, u ln imón, ni nínitt. tloclr, quo dirijo nun o.ifuor/.OM n nmtur on ol hombro lo quo lo lineo vordudorniuonta hombro. Lo mn- In lntaloctunl, moral y onplrltuiilmonto, y «I proeeno do onU» homicidio en biiHtnuLo doliendo y difícil do duiiKml.i'ur, porque no hnlln, uo ino nlompro, cuIdndoMii ilion tu rodeado do mU- torio y cnmurindo hunlu ol extremo do pro* ntmtnr c
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Pero casi no puedo decirle nada de este punto de vista capital porque estoy viendo marchar inexorablemente la aguja del reloj, y quisiera, al menos, poner de relieve otra manifestación muy reprobable de la duplicidad y actividad de Satanás, a propósito del reclutamiento, la composición y el comportamiento del ejército de ejecución que ha lanzado sobre el mundo, porque es un asunto que también merece una atención muy particular. En términos generales puede decirse que este ejército comprende dos categorías, y enfrente de nosotros tenemos, por una parte, los hijos legítimos de Lucifer y de la Revolución francesa; de otra, la multitud, un poco heteróclita, de los que yo llamaré bastardos de Satanás. Al oír este calificativo tan original, ha debido aparecer en mi semblante una expresión de risa, pues el abate se incomoda y se sofoca. —No se ría usted, dice, ni siquiera se sonría, pues llegamos aquí al punto más trágico de nuestras explicaciones y ponemos el dedo en la llaga más viva, que no sabemos si será mortal. No se distraiga usted, por lo que puede haber de involuntariamente pintoresco en
un lenguaje que procuro hacer adecuado a las exigencias de la verdad, y únase, si le es posible, al dolor que me causa esta exposición. Debía aplazar el final, pero me resulta tan penoso, que prefiero hacer el esfuerzo de terminar hoy, y de imponer a usted el de escucharme, si es preciso, parte de la noche; pero aguarde un poco y permítame detenerme y recogerme unos minutos antes de abordar la última etapa.
reiteradas condenaciones pontificias que han atacado a la diabólica doctrina de la Revolai- ción y, muy especialmente, a los dos errores democráticos fundamentales sobre los que acabamos de insistir. Sin embargo, no es su- perfluo el recordar alguna, entre Jas más explícitas, ya que la táctica constante de nuestros adversarios es la de echar sobre ellos el velo del silencio. Nunca hablan de esto ni jamás hacen aLusión esperando hacerles caer en el olvido, gracias a este mutismo. Esta estrategia na parece mala, pues ha contribuido a desarrollar la asombrosa ignorancia de la casi totalidad de Jos católicos contemporáneos. Hay que reconocer, desgraciadamente, que por timidez, inconsciencia y por dejarse llevar, muchas personas de recta intención, pero de inteligencia poco cultivada y formación religiosa demasiado rudimen* taria, cooperan a este modo de echar tierra sobre el asunto y hacen juego al Diablo sin sospecharlo. Por eso prefiero volver, hasta sobre hechos que debieran ser conocidos por todos los fieles, sin excepción. Ya sabe usted que las advertencias solemnes y apremiantes no han faltado. Le he citado las primeras reacciones de Pío VI, y recuerde la Encíclica Mirari vos, de Gregorio XVI, en 1832, contra Lamennais y la es*
cuela de L‘Avenir, que es la primera admonición dirigida contra el Liberalismo (1). Pió IX continuó desarrollando sin descanso las condenaciones promulgadas por su predecesor, y se dedicó especialmente a perseguir a Satanás a través de todos los disfraces, más o menos ingeniosos, de que lia podido revestirse sucesivamente el infernal Frégoli (2): Naturalismo, Racionalismo, Indiferentismo, Lati- tudinarismo, Americanismo, Liberalismo, propiamente dicho, fueron desenmascarados y estigmatizados, y el Papa llevó su solicitud hasta añadir a la Encíclica Quanta cura, para mayor claridad y comodidad, ese catálogo llamado Sylabus, en el cual enumera 80 proposiciones tachadas de herejías o de graves errores, visados por actos pontificios anteriores. Señalemos, solamente para nuestro fin, la proposición condenada en el número 60: “La autoridad no es otra cosa más que la suma del número y de las fuerzas materiales.” Ahí se encuentra directamente condenada la So
(1) Lamennais fundó el periódico L ‘A venir en Octubre de: 1830. Con él colaboraron, al principio; sus discípulos Lacorda.re y Monta- lembert que le abandonaron en cuanto empezaron los extravíos doctrinales del desgraciado abate. (N. del T.). (2) Los lectores que no sean muy jóvenes recordarán Haber visto en nuestros teatros a este famoso transformista italiano. (N. del l.j.
beranía del Pueblo en su aspecto práctico de sufragio universal—ese sufragio que el Papa calificaba de “mentira universal"—, el cual está destinado, evidentemente, a establecer y a consagrar la autoridad absoluta del número. De la misma manera está condenada la 80 y última proposición: “El Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, al liberalismo y la civilización moderna.” La forma general y absoluta en que está redactada fué escogida, sin duda, para impresionar los espíritus y obligarlos a reflexionar, pues no hay que decir que el Papa no condena, en el progreso y civilización moderna, las conquistas de la ciencia, sino solamente la concepción material y anticristiana según la cual se las pretende utilizar. Por otra parte, la Encíclica Quanta cura estigmatiza formalmente la aserción en virtud de la cual “la voluntad del Pueblo manifestada por lo que algunos llaman opinión pública o de cualquier otra manera, constituiría la ley suprema, con independencia de todo derecho divino o humano”. Pío IX cuidó especialmente de descubrir y frustrar los esfuerzos y engaños de esos espíritus enamorados de la conciliación a cual
quier precio que sueñan con la unión, contra ¡natura, entre el sí y el no, y se empeñan en establecer un acuerdo aparente entre la herejía y la ortodoxia. Por eso se levantó explícitamente contra el híbrido sistema bautizado por sus protagonistas con el nombre de Liberalismo católico; ve en él la más audaz y descarada de las astucias diabólicas, y no se priva de decirlo con insistencia. Por ejemplo, al recibir una delegación francesa, con motivo del 25 aniversario de su pontificado, denuncia abiertamente “la mezcla de principios” opuestos que tales y tales se obstinan en realizar, y no duda en decir, con íorma ruda como un latigazo, que no es habitual en él: “Hay en Francia un mal más reprobable que la Revolución y que todos los miserables de la Commune, especie de demonios salidos del infierno, y es el Liberalismo católico. Lo he dicho más de cuarenta veces y lo repito por razón del amor que os profeso.” Mas, he aquí que sube a la cátedra de San Pedro un Papa reputado como más politican- te que zelfmte, y los espíritus de tendencia liberal sienten renacer sus esperanzas de combinazioni, y los anticlericales se hacen la ilusión de manejar al nuevo Pontífice. Gam- betta, que le juzga “aún más diplomático que
sacerdote” y que la califica de “oportunista sagrado”, prevé ya la eventualidad de una “unión de razón” entre la Democracia y la Iglesia. Inútil espera. León XIII demostrará en su doctrina el mismo rigor que su antecesor. En la Encíclica Insrutabili Dei, donde reitera expresamente las condenaciones llevadas a cabo por Pío IX y confirma el Syllabus, reprocha a los partidarios del dogma revolucionario de haber eliminado a Dios “por una impiedad muy nueva que los mismos paganos no han conocido”, y de “haber proclamado que la autoTidad pública no tomaba de El su principio, su majestad y la fuerza para mandar, sino de la multitud del pueblo, la cual, creyéndose desligada de toda sanción divina, no ha soportado el estar sometida a otras leyes más que a las que ella habría promulgado conforme a sus caprichos”. En la Encíclica Immórtale Dei, que también se refiere al Syllabus, declara que “la soberanía popular que, sin tener a Dios en cuenta, dice residir en el pueblo por derecha natural” y los otros principios revolucionarios de Libertad y de Igualdad, constituyen doctrinas “que la razón humana reprueba” y que la Santa Sede no ha tolerado nunca ver- emitidas impunemente. En la Encíclica Diu
turnum illud insiste de nuevo: Al hacer depender el poder público de la voluntad—perpetuamente revocable—del pueblo, se comete, primero, un error de principio, y, además, no se da a la autoridad más que un fundamento frágil y sin consistencia”. Y añade aún: “De la herejías (de la Reforma) es de donde nacieron el derecho moderno, la Soberanía del Pueblo y esta licencia sin freno fuera de la cual no saben muchos ver la verdadera libertad”. La Encíclica Humanum genus opone a la trilogía revolucionaria, estigmatizándola una vez más, la noción cristiana de la Libertad, Igualdad y Fraternidad, y la Encíclica Libertas prdestantissimus renueva explícitamente la censura contra la teoría según la cual el origen de la comunidad civil debe buscarse en la libre voluntad de cada uno y “el poder público emana de la multitud como de su fuente primera”, y tan bien, que el ex abate Charbonnel se lamenta de que “jamás ningún Papa haya anatematizado tanto las teorías democráticas y revolucionarias como León XIII, Papa liberal”. Otros veinte textos podrían añadirse a éstos, si fuera preciso, del mismo León XIII y de sus sucesores. Hagamos notar solamente que Pío X, en la Carta Notre charge aposto
tique sobre el Sillón, califica de “ideal condenado” la doctrina que “coloca la autoridad en ei Pueblo”; pretenden realizar la nivelación de las clases, y quiere que “la autoridad suba de abajo para ir hacia lo alto’7. “El Sillón, dice, se imagina un género de Democracia cuyas doctrinas son erróneas” (1). El Papa prohibe “hacer entre el Evangelio y la revolución aproximaciones blasfemas”, del tipo de las que citaré en seguida algunos ejemplos. La Encíclica contra el Modernismo ataca a la. última transformación de este Liberalismo que poco después nos mostraría Pío XI “abriendo el camino al Comunismo ateo”. Y si Pío XII, como antes León XIII, se presta, según luego veremos, a ciertas concesiones de vocabulario, no cede ni una jota, muy al contrario, en cuestión de principios, y frente a las concesiones revolucionarias toma exac
(i) M ar Sangnier fundó en Francia con mucho éxito, en 18 9 4 la asociación de jóvenes católicos, principalmente, llamada Le Sillón (El Surco). Recta intención y sincero entusiasmo, pero falta de principios seguros y estables. Tendencias políticas peligrosas; iniciaciones místicas en la Iglesia y defensa de la secularización de la democracia; afición a novedades, hasta tratar con protestantes y manifestar simpatía por los anarquistas rusos, el Sillón sufrió el desvío del Episcopado francés y de la Santa Sede primero, y la solemne condenación el 33 de Agosto de 19 10 . Sangnier y la mayor parte de sus compañeros se sometieron al fallo de la autoridad de la Iglesia. (N . del T.)
tamente la actitud de los anteriores Pontífices. No, hay que perder toda esperanza de ver nunca a la Santa Sede volverse atrás de una doctrina tan minuciosamente definida y tan expresamente promulgada. Entra en el tesoro riquísimo de las verdades adquiridas, y no sería posible atenuarla o modificarla sin renegar de la tradición apostólica y consumar la más estrepitosa de las quiebras morales. Podría creerse que con estos reiterados golpes la Bestia democrática, por volver a la imagen de San Juan, había quedado herida de muerte y, en efecto, si las instrucciones dadas por la Santa Sede hubiesen sido observadas, la ofensiva diabólica hubiera tenido que reconocerse vencida; pero, naturalmente, Satanás se ingenió para detener la acción dirigida contra él. Su estrategia ha sido sumamente hábil, como era de suponer, y le ha permitido reparar sus pérdidas y llegar más allá. Por una parte, retirada táctica y resistencia silenciosa; por otra, recurso a la mentira en grandes dosis, mentira cínica o sutil», descarada o suavizada; mentira universal erigida en regla de vida polítcia y en el sistema de organización social. En lugar de movilizar en seguida todas
sus fuerzas y suscitar una rebelión genera) con gran estrépito; en vez de lanzarse inmediatamente a un combate decisivo de conjunto en el que hubiera corrido grave riesgo de ser vencido por completo, como en su primera rebelión, Satanás prefirió establecer una resistencia elástica y pasiva, limitando la oposición abiera a algunas manifestaciones esporádicas, suficientes para mantener Jos dogmas destructores, pero no lo bastante graves, en apariencia, como para hacer presagiar una gran disgregación. En la mayor parte de los casos, Satanás encaja los golpes en silencio y sin protestas. Por eso, cuando la Santa Sede fulmina las condenaciones de las que he citado a usted algunos ejemplos, halla casi siempre, una obediencia aparente, pero superficial y floja, sin adhesión verdaderamente filial y profunda; un eco dócil al exterior, pero no una colaboración real de los espíritus y de los cuerpos, y, con frecuencia, sus admoniciones han sido recibidas con “el alma fugitiva”, como diagnosticaba Pío X por algunos elementos del Sillón. Se acataba con las formas, manifestando, si era preciso, discretas reservas más o menos respetuosas, una especie de escepticismo con tinte de conmiseración por la in
transigencia y torpeza de la Santa Sede o de simpatía respecto a sus víctimas, y una esperanza, apenas declarada, en posibles desquites para el porvenir, y se continuaba profesando, in petto, de modo más o menos explícito, el error censurado invocando las necesidades de oportunidad y las exigencias de la hipótesis. No se organizaba contra él la lucha paciente, tenaz, con sanciones adecuadas y con la vigilancia ininterrumpida que hubiera sido indispensable, de manera que con el olvido, que llegaba pronto, la doctrina condenada recuperaba su vigor poco a poco, reclutaba nuevos partidarios y, rejuvenecida, maquillada, transformada, volvía o ganar terreno. Al cabo de algunos años, la masa, y hasta la mayor parte de los mandos, habían perdido la noción y el recuerdo preciso de las intervenciones pontificias y todo se hallaba como para volver a empezar de nuevo. Gracias a estas hábiles maniobras, el espíritu del Mal ha conseguido espantosos progresos. Sólidamente instalado, ya lo hemos visto, sobre las dos posiciones dominantes de la teoría revolucionaria, la Soberanía popular y el Liberalismo, que la ofensiva papal no ha conseguido desmantelar, a pesar de sus
reiterados ataques; manejando, como maestro consumado, el orgullo humano, ha multiplicado sus infiltraciones e invasiones dentro de la organización y la vida sociales con progresos, ya esporádicos, ya indurables. La infestación diabólica se manifiesta y se asegura por todas partes, incesante y multiforme. A los avisados se les descubre por una señal irrecusable, infaliblemente característica “del que es mentiroso desde el principio” porque “no hay verdad en él”. Ya implica disimulo e hipocresía la actitud que hemos descrito ahora, pero este punto de vista parcial debe ser generalizado infinitamente. En efecto, el Príncipe de la bribonería y del fraude ha conseguido hacer reinar en el mundo contemporáneo, hasta un grado anormal, la confusión y la mentira, que es su esencial y más preciso medio de acción. Lo domina con maestría, y Simona Weil tiene razón al señalar, por ejemplo, que, “habiendo Dios producido el bien puro, el Diabla ha mezclado el mal con él, de tal manera, que Dios no pudiera separarlos sino destruyendo los dos... El Demonio es, en verdad, muy poderosa” (1).
( i) M M O N E W E IL : La ConnaiJiancc surnaturelles, p. 3 7 1 . 152
En estas tinieblas, como observa muy bien Blanc de Saint-Bonnet, han desaparecido todas Las bases sólidas de la vida pública, toda la integridad del alma social, y en todas partes han sido reemplazadas por fingimientos. La duplicidad es universal y nos ciega, nos ahoga, nos extravia, pudre y disuelve todos nuestros puntos de apoyo. Nuestra época y nuestro espíritu se hallan tan gangrenadós de la mentira, que contaminan casi indefectiblemente hasta las instituciones y los hombres que quisieran permanecr indemnes, y los llevan, a falta de cosa mejor, a recurrir a la mentira para luchar contra la mentira. Mentira en la filosofía política, que pretende subrepticiamente reemplazar el espíritu por la materia, la cualidad por la cantidad, el Criador por la criatura, la razón por la ciega aritmética. Mentira en el lenguaje político, y especialmente en la jerga parlamentaria, que ha llegado a ser anfibológica y casi hermética, y de la que ni una palabra, como indica acertadamente Péguy, ha conservado1 su significación natural. Mentira en las instituciones políticas edificadas sobre fundamentos inestables y ruino
sos, y mentira en particular, lo hemos visto, en la soberanía del Pueblo, que desfigura la autoridad de la que hace una esclava, y el poder, al cual convierte en un despojo. Mentira en la Justicia, que se convierte en dócil sirvienta de la iniquidad triunfante, sin preocuparse siquiera de la evidencia; se prostituye a los poderosos de la actualidad, y pretende, impasiblemente, transformar la culpabilidad en inocencia, y la inocencia en culpabilidad. Mentira en la policía, que pervierte la moralidad pública que está obligada a defender, y mentira en la represión y en la venganza, que se esconden bajo la máscara de la legalidad y en la sombra de los calabozos. Mentira en la interpretación del bien común y del interés general, que no son invocados más que para servir el interés de los partidos o que se rebajan a un concepto sórdido, groseramente utilitario, que se confunde voluntariamente con el bienestar, las comodidades materiales y las satisfacciones concedidas a los institutos egoístas de las muchedumbres. Mentira en la Ley, que no es racional, impuesta para el bien de todos, sino la simple expresión, camuflada en derecho formal, de la
voluntad del más fuerte, entregándola así a una perpetua inestabilidad y a una injusticia permanente. Mentira en La Libertad, que no se quiere ver como es, a saber, una conquista lenta y penosa y la sublime íacuLtad de ser causa, sino un don gratuito y congénito al que se transforma en proveedora del mal, en disolvente de la autoridad, en negación de la responsabilidad. Mentira en la Igualdad, en cuyo nombre se pretende estúpidamente dar a todos los hombres un estatuto, derechos y satisfacciones uniformes. Mentira en la Fraternidad, que se envanece de hacer inútil la Caridad, y no consigue más que renovar sin interrupción el drama de Caín y AbeL Mentira en La Moral, privada de su base y de su fin, que ha llegado a ser puramente ficticia, y mentira en el himno entonado por doquier a la apoteosis de la persona humana, cuya dignidad nunca ha sido tan desconocida y ultrajada. Mentira en la educación, que es sólo un cebo sin función educadora y cesa, por tanto, de merecer el nombre que se le atribuye. Mentira en el crédito, que el Estado confunde abiertamente con la expoliación y el robo, y mentira en la moneda, cuyo valor real
está cada vez en mayor desequilibrio con el valor aparente y tiende irresistiblemente hacia el cero. Mentira en la virtud y la honestidad, reducidas, con demasiada generalidad, a no ser más que máscaras engañadoras, y mentira en el lenguaje, en que se obliga a las palabras a decir lo contrario de lo que ellas quieren significar. Mentira, diré yo, hasta en las oraciones, que algunos políticos, que se hacen reclamo con la religión, elevan públicamente al Cielo por la salvación de un Estado que es la negación y la violación permanente de los derechos divinos, pues según la gran frase de Bossuet, Dios se ríe de las súplicas que se le dirigen para evitar las públicas calamidades,, cuando no se opone nada a lo que se hace para atraerlas. Mentira, para remate de todo, en el comportamiento de los mejores, que juzgan un deber, pretendiendo evitar un mal peor, el pactar con lo falso, ostentar opiniones que no son las suyas y hacerse pasar por lo que no son. Mentira, ¡ay!, en la verdad, a la cual se incorpora sistemáticamente una parte de error, y mentira en el error, al cual se aña
de sistemáticamente una parte de verdad perturbando de tal modo el espíritu de los nombres, que a los ojos de muchos vienen a ser prácticamente indiscernibles o intercambiables. La perversión y la confusión han llegado a ser tan grandes, que un parlamentario francés ha podido proclamar, sin suscitar ninguna reprobación: “Más vale unirse en el error, que dividirse en la verdad”. Lo repito: no hay Indice más revelador ni más temible de la empresa diabólica en nuestra patria, y en el mundo entero, que ese descrédito absoluto y general en que ha caído la verdad; que esa indiferencia y tranquilo menosprecio que demuestran, respecto a ella, nuestros ciegos contemporáneos. Nada evidencia mejor la deformación, la intoxicación de los caracteres por las potencias infernales, que esta convicción, de que cada cual alardea, de ser verdad lo que a él le parece. Aún quedan oposiciones personales a esta concepción, pero en la sociedad civil no hay ninguna institución protectora contra semejante estado de espíritu Muy al contrario, toda la organización política de la Ciudad tiende a desarrollarle y reforzarle. Nada más siniestro que la quietud, la beatitud que parece experi
mentar en esta atmósfera, y tanto mayores cuanto más saturadas están de engaños, falsedades y perjurios. Casi podría decirse que la Ciudad practica el disimulo y la hipocresía con orgullo, ostentación y entusiasmo, y, bien entendido, Satanás previene toda mejora y cualquier arrepentimiento, y emboscado en los dogmas revolucionarios lanza sobre el mundo sus nubes corrosivas de imposturas, como oleadas de gases deletéreos. ¡Qué triunfo para el Padre de la Mentira el haber abusado así, con engañosos fantasmas, de la credulidad del pueblo soberano, que soñando con paz, dicha y tesoros, se despierta horrorizado, de cuando en cuando, para contemplar los hojas secas y los reptiles venenosos que tenía entre las manos! No puedo contener un gesto de aprobación, pero el abate Multi está tan absorto que ni siquiera me ve, y continúa: Contemple usted cómo después de haber corrompido las inteligencias y haber entretenido en el error el espíritu de los hombres, “el Mono de Dios” ha coronado su tarea con una obra maestra de duplicidad e insolencia. Le vemos empeñado, en todos los puntos del globo, y más particularmente entre nosotros, en copiar la obra divina, desnatura
lizandola y caricaturizándola de la manera mas odiosa para destruirla mejor. Sustituye disimuladamente doctrina con doctrina, místi- ca con mística, credo con credo, y da a la Revolución democrática el aspecto de una religión al revés, para captar las aspiraciones espirituales de las almas, invirtiendo todos los caracteres del catolicismo. Como Cristo vino a abrir al hombre el camino del Cielo, el Diablo pretende dar a éste libre acceso a los goces de este mundo y transportar el Paraíso a la tierra. Construye su falaz reino a imagen del reino celestial, y su malhechora Iglesia sobre el modelo de la Iglesia verdadera. A esta Contra-Iglesia, que él se esfuerza con éxito en hacer “católica” en el sentido etimológico de universal, ha dado un gran Fetiche, el Pueblo deificado en sus elementos y en su masa, el pueblo hiposta- siado (1) por la doctrina revolucionaria, y especialmente por Michelet, en un Idolo dotado de una personalidad propia, infalible e impecable, creando así una verdadera ido- latría democrática, una Demolatría cierta. Le ha dado un símbolo, condensado en la
(i) Traducimos literalmente este participio que no existe en castellano, en lugar de escribir personificado, que e s la palabra exacta.
(N . del T.).
Declaración de los Derechos, y una verdadera teología, con exégetas sutiles en los doctores y pontífices que ofician en los cenáculos parlamentarios, y los comités políticos con misioneros que siembran incansablemente, por la palabra y la prensa, la cizaña que debe ahogar la buena semilla. Tiene su catecismo compuesto de slogans muy sencillos, repetidos constantemente para saturar bien las inteligencias, y propuestos sin descanso a la veneración de las muchedumbres, como axiomas indiscutibles. Tiene sus prestigiadores, que se esfuerzan en imitar los milagros, pero presentándose como exclusivamente científicos; su magia, que pretende operar la tran- substanciación de las ignorancias, de los impulsos frívolos, de los bajos intereses y de las opiniones malsanas en una Voluntad General infalible “siempre recta, inalterable y pura”. Tiene su culto y objetos sagrados figurados por las urnas electorales y las papeletas de voto, sus fieles, de los que hablaremos en seguida, sus sacristanes y sus pertigueros. De arriba abajo de esta Contra-Iglesia circula una fe ardiente y viva, inflamada y enardecida por abundante concesión de prerrogativas y ventajas, que llega, a menudo, hasta el más ciego fanatismo, y que sigue cui
dadosamente en todos los puntos esenciales el contrapié (1) de la fe católica. Bajo la cubierta de reivindicaciones políticas y sociales, el Príncipe de este Mundo establece progresivamente su imperio, y por su acción insidiosa la Democracia se identifi- ca cada vez más con la Demonocracia. Demos y Demon se parecen mucho, y Satanás habita con gusto en el número. ¿No dice él mismo que su nombre es Legión? Las masas, ciegas por naturaleza, no distinguen el carácter infernal de esta ocupación, cada día más extendida y poderosa. Atraídas por el reclamo de ciertas apariencias halagadoras, creen perseguir su propio bien, el mejoramiento de su suerte, y hasta un ideal más perfecto de justicia, mientras caen entre las redes del Tentador. Sin embargo, sus elementos más refinados empiezan a sentir inquietudes al comprobar el creciente desorden y la inseguridad e inestabilidad generales que se manifiestan en todas las comunidades nacionales* y en cuanto a las inteligencias un poco perspicaces, hace mucho tiempo que no tienen ninguna duda. Si hubiese sido necesaria, además, una prueba suplementaria de la acción inferna.!,
(i) Huellas del pie vistas de fuente. (N. del T.).
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Satanás la hubiera dado en el caso en que, sobrepasando ios límites de una infestación cotidiana, hábilmente disimulada, revelara su terrible poder en fenómenos que ofrecieran todos los caracteres de una abierta crisis de posesión colectiva. Me refiero a los enormes trastornos acompañados de convulsiones sociales tetánicas como han sido, en España, la reciente Revolución roja, y entre nosotros, el Terror jacobino, y el Terror llamado depuración de los años 1944 y siguientes. No comprendo cómo se puede desconocer la influencia demoníaca en esos acontecimientos. Está patente y estalla en ellos, tanto por la explosión general y paroxística de los instintos más perversos, como por la voluntad deliberada de pudrir y corromper todas las nociones más corrientes, y hasta el mismo lenguaje, para mejor desorientar y perturbar los espíritus, sustituyendo, por todas partes, con un significado nuevo, vicioso o criminal, las ideas más venerables y los vocablos legítimamente consagrados: Religión, Patria, Ley, Piedad, Libertad, Igualdad, por ejemplo. Pero esa influencia brilla, sobre todo', en la orgía de sacrificios humanos, que interrumpen y alteran, de cuando en cuando, el pesa
do sueno de Demos. Porque Satanás, y ésta es otra señal tan probatoria y reveladora como la anterior de su intervención directa, no olvida que es, no solamente mentiroso y* padre de la mentira, sino “homicida desde el principio”, como declaró Jesucristo. No contento con engañar a sus inocentes y con frustrar las esperanzas que suscita en ellos, los somete, con intervalos cada vez más frecuen- tes, a*espantosas carnicerías, que ningún esfuerzo humano consigue prevenir ni detener. Aquí se conjugan y afirman la duplicidad y la crueldad, pues jamás se ha celebrado más pomposamente el sagrado derecho a la vida y las imprescindibles prerrogativas del.sér humano, que desde la promulgación de los dogmas demoníacos de la Revolución, y nunca han corrido por el mundo más torrentes de sangre. Jamás ha estado la existencia de los hombres más avasallada y tiranizada por leyes y reglamentos arbitrarios e impersonales, más despreciada, más alegremente sacrificada a ideologías ilusorias y vanas, ni nunca habían adquirido las inmolaciones humanas esta amplitud, tan terrible que, ni los peores caníbales, la han demostrado más atroz. Fusilamientos y guillotinamientos del Terror del 93, guerras de la Revolución, guerras
del Imperio, guerras coloniales, guerra de Oriente, guerra franco-alemana y finalmente guerras mundiales de infierno, bajo cuyo fuego hemos visto desaparecer generaciones enteras y sucumbir los soldados por millones. Y a medida que se afirma y extiende la Soberanía del Pueblo y el derecho al voto es más ampliamente concedido, se agranda también el torbellino sangriento, porque, según la justa observación de Taine, el sufragio político universal e igualitario pide el servicio militar igualitario y universal, y la papeleta de voto del ciudadano no se concibe sin el fusil del soldado. Y vea usted: las mujeres, a quienes por todas partes se les va concediendo lo primero, empiezan a notar que se les impone también el segundo. Las guerras han llegado a ser conflagraciones de naciones, y luego de continentes, en vez de permanecer siendo rivalidades de príncipes y quedar limitadas a los ejércitos de profesión; y las poblaciones civiles se ven expuestas a golpes mortales. No es sólo el enemigo el que las arruina y destruye; no solamente los campos de concentración, de represalias, de exterminio, devoran miríadas de víctimas inocentes, sino que el contagio de homicidio y la evolución fatal
de la guerra son tan imperiosos y desarrollan tal frenesí, que los beligerantes extermi- nan en masa, con el pretexo de hacer posibles las operaciones militares destinadas a Liberar las mismas poblaciones aliadas, como hicieron las escuadrillas de bombardeo inglesas y americanas en los países invadidos por Alemania. Esta sangrienta paradoja parece muy natural, y los supervivientes, apenas se ven al abrigo de sus perseguidores y de sus libertadores, son asaltados por una nueva crisis de furor fratricida, y su primer cuidado es el de matarse unos a otros en una orgía de asesinatos espontános u organizados, entregándose a una ciega represión Estos son verdaderos fenómenos de ocupación y de posesión colectivas, que provocan, naturalmente, una erupción de ocupaciones y hasta, eventualmente, de posesiones individuales, porque el desorden del ambiente social hace más accesibles a las empresas demoníacas el alma de cada uno de nosotros. Ya he señalado el hecho en la España comunis- ta y en la Alemania hitleriana. Francia, ¡ay!, se las había adelantado en este camino, y por un humillante golpe de rechazo, las ha imitado después criminalmente.
La historia de la Revolución abunda en atrocidades cometidas por monstruos, tan desprovistos de todo sentimiento humano, que parecen evidentemente, al menos en algunas ocasiones, dóciles instrumentos del Maestro de toda abominación. Aquel Juan Bon Saint- André, que deseaba reducir a la mitad la población francesa para asegurar la República. Aquel Hebert, que cada día predicaba ferozmente la necesidad de una “depuración” radical. Geoffroy, que pretendía reducir a cinco millones la cifra de los habitantes de Francia. Carrier, que declaraba que valía más transformarla en cementerio que no regenerarla a la moda republicana. ¡Cuántos otros podría citar, y cuántos émulos encontraron en provincias! ¡Cuántos asesinos de menor envergadura hicieron estragos por todos los puntos del territorio!... Pero existen muchos contemporáneos que no han desmerecido de sus ilustres antepasados, y se han entregado, a su vez, al demonio homicida que les inspiraba. Se empiezan a conocer algunos de los afrentosos crímenes que han ensangrentado a Francia durante la época de locura llamada Depuración: torturas sádicas con refinamientos de crueldad infligidos por la más ligera sospecha, o hasta sin mo
tivo, a los adversarios políticos; hecatombe de mujeres y de ancianos; asesinatos de niños en la cuna; ejecuciones arbitrarias con fútiles pretextos, destinadas únicamente a saciar los instintos sanguinarios de una horda de criminales desencadenados. Y todo esto con la aprobación y la complicidad de jeíes, algunos de los cuales se llaman católicos, y pretenden conciliar el crimen con la religión. Pues las perspectivas del mañana son aún más terroríficas. Los “progresos” de la técnica científica, puesta al servicio del infierno, permiten decuplicar, centuplicar la eficacia de los medios de destrucción y de mortandad; de aniquilar de un solo golpe, por decenas y centenas de millar, las vidas humanas, como en Hirosima y en Nagasaki. Hay a la vista hasta un “perfeccionamiento”, y se anuncia una máquina más potente en sus efectos que la bomba atómica. Tanto, que los sabios, espantados, dejados atrás por su ciencia diabólica, acaban preguntándose si algún megalómano desatado o algún loco furioso no sería pronto capaz de destruir la vida en la tierra entera... Esto sería, evidentemente, la más bella réplica de Satanás a la creación de Dios Hasta ahora no he hablado a usted ma
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Pero casi no puedo decirle nada de este punto de vista capital porque estoy viendo marchar inexorablemente la aguja del reloj, y quisiera, al menos, poner de relieve otra manifestación muy reprobable de la duplicidad y actividad de Satanás, a propósito del reclutamiento, la composición y el comportamiento del ejército de ejecución que ha lanzado sobre el mundo, porque es un asunto que también merece una atención muy particular. En términos generales puede decirse que este ejército comprende dos categorías, y enfrente de nosotros tenemos, por una parte, los hijos legítimos de Lucifer y de la Revolución francesa; de otra, la multitud, un poco heteróclita, de los que yo llamaré bastardos de Satanás. Al oír este calificativo tan original, ha debido aparecer en mi semblante una expresión de risa, pues el abate se incomoda y se sofoca. —No se ría usted, dice, ni siquiera se sonría, pues llegamos aquí al punto más trágico de nuestras explicaciones y ponemos el dedo en la llaga más viva, que no sabemos si será mortal. No se distraiga usted, por lo que puede haber de involuntariamente pintoresco en
un lenguaje que procuro hacer adecuado a las exigencias de la verdad, y únase, si le es posible, al dolor que me causa esta exposición. Debía aplazar el final, pero me resulta tan penoso, que prefiero hacer el esfuerzo de terminar hoy, y de imponer a usted el de escucharme, si es preciso, parte de la noche; pero aguarde un poco y permítame detenerme y recogerme unos minutos antes de abordar la última etapa.