GUERRA CONTRARREVOLUCIONARIA
Doctrina Política Antisubversiva
Estudio preliminar
Se debe precisar que
Genta no fue una inteligencia principalmente especulativa en el sentido en que
lo que fue el P. Meinvielle, por ejemplo. Sus condiciones y su vocación—-incluso
su sentido del deber—• lo impulsaron por otros caminos, que él no supo recorrer
sino hasta sus últimos tramos y consecuencias. Genta fue, a su modo, un maestro
para la acción. No tomó a su cargo la empresa de "crear" un
pensamiento nuevo, original o distinto. Ciertamente, no fue tampoco un repetidor.
Se propuso, y se limitó, a la difusión del pensamiento tradicionalista. Que en
la Argentina se llama Nacionalismo. Pero esta tarea de difusión fue rica v,
ella sí, dinámica y creadora, porque se dirigió a la formación de hombres. Para
decirlo todo, Genta se dedicó a formar hombres cristianos para la acción, para
una política cristiana. Y por eso lo asesinaron. Genta se propuso confeccionar
un programa para ubicar a Los soldados argentinos —casi los últimos
aristócratas, los últimos dispuestos a servir hasta con la vida el bien común
nacional, los últimos aristócratas si no contáramos a hombres de la raza de
Genta, precisamente— en el complicado y oscuro proceso que se vive. Este
proceso se aproxima a su culminación, que es el Reino del Anticristo. Su
sentido último es, por lo tanto, religioso; y su estudio se debe realizar a la
luz de la teología. Pollo demás, es sabido que la vida expone sus secretos y
claves sólo cuando se la considera subespecie aeternitatis. Lo que ocurre en la
Argentina es un proceso universal. Se trata de la descristianización del país y
del mundo, de su desacralización y de su apostasía.
La Argentina y el
mundo han abandonado el orden cristiano, han cedido a la Revolución. Más aún: han
repudiado ese orden. En alguna medida, lo han vuelto imposible. La inteligencia
moderna ha desmontado punto por punto, pieza por pieza, todos los artefactos
del mundo clásico cristiano. Esta tarea se lleva, aun hoy, a cabo hasta los
límites más profundos, hasta la construcción del hombre nuevo —marxista o
nihilista—, que constituye la mayor herejía, aquella que descalabra el ser del
modo más total y lo hunde en el vacío del mal: la herejía de no servir a Dios
porque se aspira a ser como Dios. Repitamos: hombres cristianos para una acción
cristiana. Esta fórmula, une Genta alzó como una bandera y practicó como un
programa, fija con exactitud los lindes de una generosa empresa pedagógica, así
como su contenido. Genta no se sintió tentado nunca por replantear ni adaptar a
la cristiandad, como lo intentó Maritain. Aspiró, sí, a rescatar sus elementos
permanentes y universales, aventados por la tormenta revolucionaria. Este fue
uno de los límites que se impuso: no se permitió ni originalidad audaz ni
imaginación frívola, dos constantes en la "nueva teología". Tampoco
cedió a un humanismo equívoco ni multívoco ni naturalista ni horizontalista ni
sincretista. Su humanismo fue Cristo céntrico, en donde el hombre actúa
recuperada y ordenada su naturaleza por un único foco central, la Cruz. Su
humanismo reconocía como lo substantivo al cristianismo —entendido como el
operar de Cristo y de Su Gracia en el hombre y en la historia—, es decir, al
cristianismo como lo especificante y como la única posibilidad del hombre de
reconquistar y sanar su naturaleza. Para el hombre, incluso para andar en este
mundo, no hay otros caminos que los del Señor, porque quien se busca a sí mismo
se pierde. Es decir, no admitía que el cristianismo fuera una opción más,
cultura] o política; ni que a un cristiano le sea indiferente o igualmente
válido transitar un sendero que otro, comprometerse con un programa o con otro
distinto, perseguir esta o aquella pista, exaltar este o aquel mínimo valor. La
intencionalidad no líos rescata del mal. Genta vio y afirmó que el cristianismo
es el gran y único drama que se desarrolla a través de la Historia y a través
de todos los hombres. Un drama en el que todos son protagonistas, aunque no lo
sepan o no lo quieran. El cristianismo, sin ser inmóvil, es definitivo. Porque
encierra la última palabra, la última solución, el último amor. Está formulado
para siempre y marca a los hombres para siempre. Y así es que el cristianismo
está capacitado —sólo él— para desarrollar sus propios principios y sus propias
fórmulas y para esclarecer —en la medida en que ello es posible— sus propios
misterios. La consecuencia es obvia: el cristianismo no necesita de ningún
movimiento exterior para perfeccionarse —porque todo le viene de su fundador—
ni de ninguna fuerza extrínseca para avanzar ni de ninguna interpretación
extraña para definirse. El cristianismo puede progresar sin cambiar,
evolucionar sin contradecirse y precisarse sin menoscabarse. Todo lo que le
pertenece está en él. Genta ve esto con claridad inusual, con la claridad de un
profeta. Denuncia y describe el proceso de descristianización de la
inteligencia, proceso que se reproduce en la Argentina en estos días. Ese
movimiento, que se conoce con el nombre genérico de Revolución, comienza con el
liberalismo filosófico, que se inicia a su vez con la Reforma de Lutero en
religión (protestantismo) y de Descartes en el orden especulativo (idealismo).
Pero el sentido último de este movimiento sólo se alcanza en el marxismo.
"La doctrina y la práctica comunistas no son más que el liberalismo
moderno llevado hasta sus últimas consecuencias en la negación del orden
occidental y cristiano". Por su parte, el marxismo, cuya esencia es la
dialéctica —es decir esa suerte de dinámica creadora que se extiende y se
explica por la negación— es, en el fondo, un nihilismo absoluto. "De
negación en negación, el proceso dialéctico. . . concluye inevitablemente,
inexorablemente, en la suma de negaciones que es el comunismo marxista".
Pero, como queda dicho, la Revolución es la contradicción puntual y sistemática
del orden cristiano. "La doctrina positiva del Occidente cristiano se
funda en la Verdad de Dios de orden sobrenatural o Revelación y de dos verdades
objetivas de orden natural: la filosofía del ser con su lógica de la identidad
y el derecho romano como estructura jurídica básica del Estado o Poder
Político". A partir de estos presupuestos se construye todo ese riquísimo
entramado de instituciones culturales, políticas, sociales y jurídicas que aún
nos maravilla y del que aún vivimos, la cristiandad: Patria, familia,
profesión, propiedad, el Estado al servicio del Bien Común, cuerpos
intermedios. . . Fuerzas Armadas, que son las encargadas de defender ese orden.
En contraposición, el Demonio edifica la Ciudad del Hombre, sobre los restos de
la Ciudad de Dios. Y se empieza por la inteligencia: "Contra los derechos
de la afirmación de la identidad y de la fidelidad, el liberalismo exalta la
prioridad de los derechos de la duda, de la crítica, de la negación y del
cambio. Contra la Cátedra de Dios el libre examen; y contra la lógica de la
identidad fundada en la esencia realísima de lo que es, la lógica de la
contradicción o dialéctica". Estamos en la raíz de la inteligencia
modernista. Estamos en el centro de la dialéctica. No es el caso detenerse en
ella, pero sí debemos denunciar sus efectos que se registran en todas las
áreas, un poco por todas partes. La dialéctica, en su sentido moderno —-que
para nada coincide con el modo con que se entiende este término en Platón y
Aristóteles— reconoce un indubitable origen idealista. El idealismo, como
observa Cornelio Fabro., es más una actitud metafísica que una instancia
gnoseológica. Y así se comprende la afirmación de su esencia: las leyes
inmanentes de la conciencia se transforman en las leyes del ser. Y así es que
la naturaleza deriva del espíritu y se produce una confusión total entre el
pensar y el ser, entre lo absoluto y lo relativo, lo infinito y lo finito, la
unidad y la multiplicidad. Las consecuencias son varias y profundas. Por la dialéctica,
el hombre hace al mundo, pero lo hace por un irrenunciable —e incontrolable—
proceso de contradicción. Por lo tanto, todo se alcanzará por oposición que nos
lucha y destrucción. La historia y la vicia serán, para siempre, revolución. Y
está claro que, en base a semejante mezcla de inmanentismo y voluntarismo,
quedan derogadas las leyes universales y necesarias. La lógica so disuelve
junto con el ser y, diríamos, a su mismo ritmo. Todo este proceso de
destrucción, todo este proceso prometeico, se consuma, entonces, en la gran
hoguera en que arden la lógica, la metafísica y la religión, Dios y el hombre,
el sentido común, la libertad y la verdad objetiva. Esta "contradicción
infinita" se alimenta de la pasión de la libertad y se sostiene por la
negación radical de las esencias. Todo se vuelve opcional y crítico, ya no
habrá más valores objetivos —puesto que no hay sustancias— ni deberes
trascendentes. Sólo queda el hombre, fin y medida de todas las cosas y de sí
mismo. Un hombre biológico que, de degradación en degradación, cada vez más
corre el riesgo de hundirse en el no-ser. Por eso, Genta apunta que "El
liberalismo llevado hasta sus últimas consecuencias es nihilismo puro".
Desde aquí, entonces, se contempla y se advierte la íntima connaturalidad que
une al liberalismo filosófico con el político y a éstos con el actual proceso
nihilista que destroza a Occidente y que amenaza hacer lo mismo con la Iglesia.
Es decir, al comienzo fue el liberalismo —Lutero, Descartes, Kant—. El marxismo
no es más que el liberalismo sistematizado, extremado, por así decirlo, vuelto
metafísico y convertido en praxis. Y al comienzo fue también la trilogía
naturalista de Libertad, Igualdad y Fraternidad, que da origen a la Democracia
como forma religiosa "que quieras que no es el camino que lleva al
comunismo". Si el liberalismo ha enloquecido a la libertad, al punto que
desaparece la realidad en la medida en que ésta significa un límite, una norma
o una sujeción, queda posibilitada la redención del hombre por el hombre. Una
vez más, repitiendo sus orígenes, la nueva moral, la nueva psicología y el
nuevo arte basan la objetividad (la norma ética, el mundo interior del hombre,
la belleza) en la conciencia. La libertad del liberalismo no se detiene ante
liada y el marxismo simplemente le acuerda un sentido redentor. Esta redención
se realiza por medio de la desalienación. Desalienar significa liberar, pero
con una dimensión "ontológica", para que el hombre vuelva a ser él.
Liberarlo de la religión, de la familia, de la clase social, del Estado, de la
propiedad. Una vez desalienado, el hombre volverá a ser él mismo, en su unidad
y totalidad. Y en él, por la negación de las metafísicas, quedarán soterradas
las esencias. El hombre —que empezó a divagar con el liberalismo y que se pierde
en la oscuridad del marxismo— se sumerge en el abismo de lo contingente:
"la evasión de su carácter dialéctico en ese sentido de la eternidad y lo
que es eterno en las cosas". El liberalismo pues, como el marxismo,
identifica ser y libertad, hasta el momento y la instancia en que disuelven
aquél en éstas, para, finalmente, precipitarse en la nada de la contradicción,
recomenzar infinitamente un proceso que empieza y termina en el nihilismo y del
que el hombre, cada hombre, es apenas un punto contingente de referencia. En la
Argentina, todo esto se dio, se da, si bien en forma menos radical. Pero la
inteligencia marxista y la guerrilla trabajan para ahondar el proceso. Sus
nombres: la organización pensada por Sarmiento y Alberdi, ley 1420, Reforma
Universitaria. Y, claro, todo el aparato cultural de la izquierda: positivismo,
sociologismo, freudismo. Todo el resto del libro es una descripción, casi un
canto, a la civilización católica. La Ciudad Católica es sacramental, eterna,
trascendente, de una belleza precisa; todo se armoniza en ella, la unidad y la
totalidad, lo permanente y lo contingente, el pasado, el presente y el futuro.
Y así, en términos cristianos, no tiene sentido hablar de progreso y menos de
progreso indefinido. Porque el progreso no puede consistir sino en la
perfección del encuentro del hombre con Dios en Cristo, en un conocimiento cada
vez más cercano y amoroso, sin saltos dialécticos, sin sorpresas, sin trampas.
En la Ciudad Católica todo tiene su fundamento en Cristo. Por ejemplo, la dignidad
del hombre deriva de su condición de hijo de Dios y se efectiviza por el amor
al prójimo. La verdadera libertad femenina toma su arquetipo y su fuerza de la
Virgen, Madre y Corredentora. La educación se ordena según la Verdad y la
política según el Bien Común. En cambio, todo se vuelve confuso y sobre todo
contradictorio en la Ciudad del Hombre Así, el Libre Examen sustituye a la
Autoridad de la Verdad y el principio de la duda fundamenta ese pluralismo
relativista o agnóstico, al que desdichadamente parece haberse abierto la
Iglesia misma y la Cátedra de Pedro, otrora sede de la Verdad y de la unidad en
la verdad (Tema II), Lo mismo ocurre en el plano de la
filosofía. El hombre cristiano, heredero de Platón y de Aristóteles, ha
integrado la razón natural con la fe sobrenatural, síntesis que se destroza a
partir de Descartes; esta ruptura ha vuelto, primero, innecesaria a la teología
y después imposible a la metafísica (Tema III). Y aquí se vuelve al núcleo
de la inteligencia modernista, la negación de entidad del ser, por lo que
"nada es lo que es". En el plano del derecho, el cristianismo también
integra la justicia natural con la caridad sobrenatural. Ese hermoso edificio
compuesto por la justicia distributiva y conmutativa, cuya expresión es el Contrato,
se realza, se completa y se extrema por la Caridad. Nada puede sustituir al
amor, a la generosidad, a la capacidad de sacrificio. El amor está en la base
de la Patria y de la Familia. Pero la Revolución Francesa alteró este orden y
destruyó estos presupuestos. Desacralizó la sociedad, secularizó el poder,
impuso la soberanía popular sobre la de Dios y los derechos del hombre contra
los del Creador (Tema IV). A su vez, la generosidad
—manifestación del amor— fue violentamente suplantada por el egoísmo
individualista, cuya raíz psicológica es el placer desordenado, su explicación
biológica es el darwinismo y su expresión socioeconómica, el capitalismo. La
Patria. ¿Qué es la Patria? Es aquella porción espiritual que hace del hombre un
ser con raíces en el pasado, un hijo de algo, un heredero —como dijo Maurras,
el hombre es, ante todo, un heredero—. La Patria es un hecho voluntario ni su
ser deriva de la convención ni sus caracteres del consentimiento o del capricho
de los hombres. Es un hecho de la naturaleza, de la historia y del espíritu. Es
un hecho político, geográfico, emociona], cultural y económico. La Patria no se
elige, se recibe, no se la crea, se la continúa, no se la inventa, se la
admite. Como la familia, la sangre y el nombre. Es un orden donde, lejos de
retacearse, la libertad del hombre se ensalza y, por así decirlo, se enriquece,
se dignifica y se significa. Por lo tanto, la Patria no es una reunión de
individuos agregados, no es un conglomerado de voluntades aisladas, es más bien
un cuerpo orgánico que "tiene la misión de resistir a las tormentas del
Tiempo", para citar de nuevo a Maurras. El amor por la patria es o supone
el amor al pasado. Porque el elemento vivo de la patria es la Tradición,
aquello que fue, que se hizo y que se transmite. Y en ese acto de entrega y de
recepción, en ese traspaso, sea en lo que consiste la concepción dinámica de la
Patria. Pero, también, la Patria es una esencia fija, como dice Genta.
"Las patrias son eternas", como decía Barres y repetía Maurras. Este
amor al pasado envuelve un acto de piedad. Siempre el cristianismo está
recorriendo con su sangre fecundizante los sentimientos del hombre occidental.
Y es un deber "de piedad hacia el pasado" volvernos hacia España, la
Madre, la que nos incorpora al Imperio de las Dos Romas y nos hace universales.
Todo lo hemos recibido de Ella, desde la Verdad que nos redime y nos hace
libres hasta las instituciones que nos ordenan y el idioma que nos vincula. La
dispersión de esta herencia produjo la dispersión del ser nacional, del ser de
la Patria. Por eso la solución es no tanto política ni tan sólo moral sino
espiritual, que quiere decir total y principista. Volver a una tierra de
señores, "caballeros gauchos como aquellos manchegos". La Patria no
se sostiene por los votos, sino por una voluntad de ser, que se encarna en las
Fuerzas Armadas y no en los partidos. La Patria nació con sus Fuerzas Armadas,
las que, por lo tanto, se deben a la soberanía nacional y no a la soberanía
popular. El liberalismo que las coloca al servicio de la democracia y que
identifica Patria con pueblo o con soberanía popular distorsiona todo y crea
situaciones históricas, políticas y sociales tan acuciantes y desgarradoras
como la presente. Y lo mismo que hace el liberalismo lo hace la izquierda,
cuando encarga a las FF. AA. ponerse al frente de un proceso de cambio
indeterminado en sus alcances. Dramas como este que vive la Argentina, la
Patria nuestra, se originan no sólo en la perversidad de los corazones y en los
sensualismos de los cuerpos, sino en los errores filosóficos, en las
equivocaciones de la inteligencia.
No queremos postergar
más la lectura del libro de Genta que prologamos con más audacia y buena
voluntad que idoneidad. Este es un libro de un maestro, de un jefe y de un
profeta. Y de un mártir. Hoy sabemos que todo él se encuentra avalado por el
testimonio de la sangre derramada. En Genta, todas esas vertientes —maestro,
mártir. ..— se unieron como vocación y destino. Se vincularon en una muerte
católica, española y argentina. Una muerte así, martirológica, no buscada pero
sí secretamente esperada. Tal vez valga como experiencia transmisible la
impresión que dejó en el autor de estas líneas la lectura de GUERRA CONTRARREVOLUCIONARIA. Es uno de esos libros que pueden
cambiar una vida, que pueden rescatar un alma, que pueden orientar a una
generación. No sabemos si cabe decir algo más o algo mejor sobre un libro. Sólo
que no es una obra aislada; está precedida y continuada por otros títulos: EL NACIONALISMO ARGENTINO, LA OPCION POLÍTICA DEL CRISTIANO, EL MANIFIESTO
COMUNISTA, etcétera. El que sigue tal vez no sea la culminación pero sí
el resumen de un extenso e intenso magisterio, que no terminaría sino con el
crimen. Magisterio a veces coloquial, pero siempre enérgico. Genta no vaciló
nunca. Inundada su inteligencia con la luz de la Revelación, pudo escribir
—ahora sabemos que con su sangre— dos frases en que de un modo casi místico
describió su destino: "Ni Dios ni la Patria ni la Familia son bienes que
se eligen. Pertenecemos a ellos y debemos servirlos con fidelidad hasta la
muerte. Y desertar, olvidarlos, volverse en contra es traición, el mayor de los
crímenes"... "Es justo y bello morir por la Patria y por todo lo que
es esencial y permanente en ella: unidad de ser, integridad moral y natural, la
soberanía nacional, la Iglesia de Cristo". Estas frases están escritas con
el estilo militar de la exactitud. No hubo tiempo ni lugar para la retórica. Y
si no fuese vulgaridad, se podría decir que Genta tuvo su propia muerte. Este
libro nos lo explica. Nadie, en la Argentina, caminó con su paso de mártir, de
cara a la muerte justa y bella, como Jordán Bruno Genta. Sólo Carlos Alberto
Sacheri.
VÍCTOR EDUARDO ORDOÑEZ
Buenos Aires, 20 de
octubre de 1975