sábado, 14 de diciembre de 2019

9-SATAN EN LA CIUDAD. MARCEL DE LA B`IGNE-



SATAN EN LA CIUDAD
POR MARCEL DE LA B'IGNE
ULTIMA VELADA


 —Decía a usted hace un momento que la despacho para calmar su nerviosismo, el abate Multi vuelve al sillón y comienza a cotejar sus notas. —Decía a usted hace un momento que la cohorte satánica de la tierra comprende dos elementos: El primer contingente, que es el más visible, está formado por los que reivindican abiertamente su origen, y son los que yo llamo hijos legítimos de Satanás y de la Revolución francesa. Su posición es clara: han escogido con deliberación, sin subterfugios ni reticencias, entre la doctrina de 1789 y la de la Iglesia; han sentado plaza en la cruzada individualista y laica; son del partido de la Contra-Iglesia; contribuyen a determinar sus planes y su táctica, y son los que constituyen sus cuadros. Encuentran allí, sin duda, una gran satisfacción para sus apetitos y ambiciones, y esta consideración no íes parece despreciable pero, al menos para alguno, no es la única determinante. Hay, entre ellos, convencidos, perfectamente leales y sinceramente fanatizados. Han oído decir tantas veces que el Cristianismo es absurdo, quimérico, prescrito y explotado por los curas, mientras que el dogmatismo revolucionario es la expresión misma de la ciencia y la condición de todo progreso del espíritu, de toda mejora social positiva, que pueden creerlo de buena fe. Además, una vez adoptados los principios, se encuentran cogidos en un sistema cuya lógica formal es atrayente para las inteligencias de tipo deductivo. Por eso, el clericalismo es, para ellos, el enemigo, según la fórmula de Gambeta, y no significa la pretensión excesiva del clero a dominar donde no tiene nada que hacer, sino la doctrina y la disciplina de la Iglesia. Afirman que son defensores irreductibles de la Democracia y de la República, y tampoco ponen equívocos ni anfibología en estos términos. La Democracia es la Soberanía del Número como tal, como lo quiere la Declaración de 1789-1791; de la Cantidad que crea el Derecho, la Ley y ]a Legitimidad con su voluntad arbitraria.

La República es el gobierno fundado únicamente sobre la elección igualitaria; el gobierno que no admite *omo consagración válida más que la del sufragio universal inorgánico e individualista, y que practica rigurosamente el culto de la urna, Así estalla el desacuerdo profundo, radical, irreductible, entre el programa revolucionario ortodoxo y el programa cristiano. El pobre y gran Lamartine sentía y confesaba esto cuando al recibir a la delegación del Consejo Supremo del rito escocés, el 10 de Marzo de 1848, unos días después de la Revolución, le decía: “Estoy convencido de que del fondo de vuestras Logias es de donde han salido, primero en la sombra, luego a media luz y, por fin, a pleno día, los sentimientos que provocaron la explosión sublime de que fui’ mos testigos en 1789.” Para los que no quieren perderse en utopías, es evidente la incompati- bilidad. Renán lo comprendía cuando escribió' “La Revolución es, en definitiva, irreligiosa y atea”. Fernando Buisson lo reconocía, por su parte, al afirmar con la autoridad que le corresponde: “El laicismo es el coro a rio de la Soberanía popular”.
En el extremo opuesto del terreno político, Mons. Freppel expresaba la misma convicción en su animosa declaración de 1890: ‘‘La República, en Francia, es una doctrina anticristiana, cuya idea madre es la laicización o secularización de todas las instituciones bajo la forma del ateísmo social. Es lo que ha sido desde su origen en 1789...; es lo que es en la hora actual”. Casi al mismo tiempo le hacía eco Julio Ferry en el Congreso masónico de 1891: “El Catolicismo y la República francesa son filosóficamente irreductibles el uno a la otra”. En 1892, los Cardenales y el Episcopado francés se lamentaban, en una carta pública, de que el gobierno republicano se hubiera hecho la personificación de una doctrina en oposición absoluta con la fe católica. Poco más tarde, el 15 de Enero de 1901, en la tribuna de la Cámara de Diputados, un ministro republicano, que llegaría a ser, como J. Ferry, presidente del Consejo, Viviani, confirmaba este antagonismo: “No estamos enfrentados con las Congregaciones, sino con la Iglesia”, y con la aprobación de Peiletan; que el 11 de Marzo siguiente declaraba empeñado el conflicto, “entre los Derechos del Hombre y los Derechos de Dios”, el mismo Viviani, el 8 de Noviembre de 1906, se jactaba con más énfasis y lirismo de la tarea anticlerical que había cumplido, e insistía sobre el trabajo de propaganda laica que estimaba necesario todavía: “Nuestros padres, nuestros antepasados, nosotros mismos, todos de acuerdo nos hemos aplicado a una obra de anticlericalismo y de irreligión. Hemos arrancado las creencias de las conciencias. Cuando un desgraciado, fatigado por el trabajo del día, doblaba las rodillas, le hemos levantado diciéndole que más allá de las nubes no había más que quimeras. Todos juntos, con gesto magnífico, hemos apagado en el Cielo las estrellas que no volverán a encenderse más”. Es tan imperiosa la exigencia lógica y está la tradición tan bien fundada, que no se libran de ellas los más rectos y honrados. Cuando Carlos Benoist le dirigía un llamamiento a la conciliación y a la unión, Raimundo Poincaré le respondió: “Entre usted y yo existe tod# la amplitud de Ja cuestión religiosa”. Era eJ intérprete de todos Jos doctrinarios para los cuales las leyes laicas de la III República son el fundamento sagrado del régimen democrático, el Santo de los Santos al cual no se puede tocar. Tales conceptos entrañan un peligro que no puede negarse, ya que constituyen un manantial constante de divisiones, persecuciones y tiranía, y sabido es que los sucesivos, gobiernos democráticos no han dejado de aplicar implacablemente su programa. La primera República, bajo el impulso de su inspirador, fusiló, guillotinó, destrozó y desmoralizó, a su gusto, sacerdotes y fieles; rompió- con la Santa Sede; intentó establecer un cisma en Francia y, luego, extirpar radicalmente la fe. Al hacer esto se juzgaba muy consecuente con la orden de Voltaire: “Aplastemos a la infame”, y con sus propios principios, y no tenía dudas respecto a la extensión de su poder: “Tenemos, ciertamente, el derecho de mudar de religión”, afirmaba el representante Camus, con la aprobación ¿te sus colegas, en la Asamblea Constituyente de 1789. Si la II República fué demasiado efímera para que se la pueda tener eh cuenta seriamente, Lamartine, en la entrevista de la que hablaba hace un momento, reconoció que el patronazgo masónico se encontraba en sus principios, como en su antecesora. En cuanto a la tercera, a pesar de sus orígenes directos (1), se apresuró a volver francamente a los ejemplos de su antepasada: separó la Iglesia del Estado; proscribió, dispersó y robó a las Congregaciones; se apoderó de los fondos de las fábricas de los templos; instituyó una neutralidad mentirosa en la enseñanza, y persiguió las escuelas libres con incesantes importunidades, con su odio y con su deseo de expoliación. La cuarta no ha renegado de esa tradición y sigue declarándola “intangible”. Todo esto es, en verdad, muy grave y deplorable. Es la discordia civil instalada en el país con carácter permanente, pero, al menos, no podemos quejarnos de que tal acción sea irracional; e inesperada; es brutal e imperativamente exigida por el espíritu y la fe democráticos. Se puede sufrir por su causa, pero no puede uno sorprenderse de ello. Brota, como el fruto de la flor, de los dogmas cuyo carácter infernal ya le he probado a usted. Los hijos de Lucifer avanzan contra los de la Iglesia a banderas delegadas, nada de ambigüedades, la victoria dependes únicamente de la fuerza moral y material “ada cual y si uno de los beligerante pare


(l) El segundo imperio v los gobiernos que |e siguieron. (N.del T.).
 

ce, en ciertos aspectos, superior porque dispone de los recursos del “reino de este mundo” ampliamente, el otro tiene con él la potencia inapreciable de la verdad. Pero a Satanás no le gusta combatir asi, a cara descubierta. Prefiere mucho más el disimulo, el fingimiento, el doble o triple juego. Su preocupación esencial es siempre el apoderarse, con fraude, de las inteligencias del adversario; prefiere preparar la caída de la plaza por tratos corruptores; provocar disidencias y defecciones antes que dar prematuramente el asalto. Por eso se esfuerza en deslizar, entre los soldados de la buena causa, agentes encargados de arruinar su moral y de orientarlos poco a poco hacia la capitulación. Tal es la tarea esencial de los que yo he llamado bastardos de Satanás, y, entre ellos, hay diversas variedades. La más fácil de discernir y, tal vez por eso, la menos peligrosa, está formada por las inteligencias atacadas de una enfermedad con- génita del pensamiento que les hace incapaces de escoger entre las dos ortodoxias opuestas. Por efecto de la ceguera o del aguijón del orgullo, se les oye afirmar la identidad de las contradictorias; envanecerse de encontrar la verdad en cada una de ellas y jactarse de reconciliar a Satanás con Dios.
^amana aberración, en la que resulta difícil distinguir entre el desequilibrio mental y la hipocresía, se encuentran algunos extraños y tristes ejemplos de un grado menor o mayor que, a veces, resulta increíble. Uno de los más pasmosos es el de Weishaupt, que proclamaba la identidad de la doctrina ma- sónico-democrática con la cristiana, y cuyo ritual glorifica la obra de “Nuestro Gran Maestro Jesús de Nazaret” Y, sin duda, había convencido a Camilo Desmoulins, que se atrevía a llamar a Jesucristo “el primer sans-culotte” (1), y a Marat, de quien se dice que hacía la apología de los Libros Santos declarando: “La Revolución está en el Evangelio”. Lo cual no le impedía practicar el amor al prójimo con un ardor que se ha hecho célebre... También se encuentra un eco atenuado e inesperado del gran asesino, en Buchez, que en su Historia parlamentaria d£ la Revolución, reedita la opinión de que “la Revolución tuvo su origen en el Evangelio”. Y aquí
 

(1) Si la irreverencia de la comparación no quitase interés a cualquier otro comentario, llamaríamos la atención de los lectores que no hayan reparado en ello, sobre el absurdo anacronismo de vestuario que jupone el nombrar a Nuestro Señor con el apodo de aquellos re- publícanos callejeros de 1793 que, por usar pantalones largos, fueron llamados sans-ctilottes, sin-calzones. Sin el calzón corto que usaban los nobles y las personas distinguidas. (N. del T.).

tiene usted luego, al desgraciado Lamennais, por cuya pluma leemos igualmente: “La Revolución da al Catolicismo un segundo nacimiento”, y el cual se había obligado a restablecer la armonía entre la Democracia y la Doctrina cristiana. La misma extravagante quimera trastornó las cabezas de dos Académicos liberales, el duque Alberto de Broglie y Saint-Marc Girardin, que aspiraban a “purificar los principios de 1789 por Los dogmas de la Religión Católica y hacerlos marchar de acuerdo”. Esta psicosis no ha perdonado a la jerarquía eclesiástica, pues fué un prelado, antiguo Vicario general de Mons, Dupanloup, el que se atrevió a escribir en su obra El Cristianismo y los tiempos presentes: “Se habla de conquistas del 89, y acepto la frase; pero son las conquistas del Evangelio y de la Iglesia sobre el orgullo de la humanidad... Todo esto es la obra del Cristianismo; sale de las entrañas (sic) del Evangelio y es, en fin, al cabo de siglos, su dilatación y florecimiento total”. Semejantes y tan perentorias afirmaciones son muy capaces de hacer delirar a cerebros frágiles o mal equilibrados, y es el caso de ese profesor de una Universidad católica a quien el deseo frenético de aproximar la Revolución a la Iglesia inspira estas líneas con renovadas aserciones análogas de Marc Sangnier, cuyo absurdo confina con el sacrilegio: “Si, más cristiana, la Democracia moderna tuviese conciencia de la grandeza del Cristianismo y de su democracia transcendental, el Cristo, es decir, Dios hecho hombre y hombre del pueblo, el obrero-Dios, sería, -como merece serlo (sic), el personaje (resic) más popular; las iglesias donde pone su divinidad al alcance de todos serían consideradas como los verdaderos palacios de la democracia, y los días más solemnes de la vida nacional serían el de las elecciones, en que el pueblo, por la papeleta de voto, ejerce actos de ciudadano y participa realmente de la Soberanía, y el día de Pascua, en que el pueblo, por la Hostia consagrada, hace actos de cristiano y participa sobrenaturalmente de la Divinidad. La papeleta del voto y la Hostia consagrada son los dos medios por los cuales el pueblo sube al trono coma un rey y al altar como un Dios. El sufragio universal y la comunión general de Pascua son las dos instituciones eminentemente democráticas; la una hace accesible al pueblo la soberanía, la otra le vuelve accesible a la misma Divinidad.” Yo no' conozco un tipo más característico de esas aproximaciones blasfemas que Pío X reprochaba al Sillón más adelante. Desgraciadamente, me sería muy fácil encontrar proposiciones tan erróneas y condenables en muchos teorizantes y políticos de nuestros días y hasta en plumas que debían ser más prudentes. La profunda ignorancia en materias de sociología que el clero tolera o mantiene entre los fieles y que hasta comparte con ellos frecuentemente, permite tal vez conceder algunas circunstancias atenuantes a las extravagancias de cabezas impulsivas o descentradas, aunque no por eso son menos peligrosas. Pero mucho más culpables y temibles aparecen las confusiones que siembran y se esfuerzan por crear y establecer hombres que ostentan el título de católicos y que, con gran refuerzo de sofismas y de aserciones temerarias, procuran engañar sobre la significación real y el: alcance de los dogmas del 89 y los presentan con un aspecto aceptable y hasta atrayente. Estos no merecen excusas, porque deben saber a qué criminal trabajo les empuja su interés personal y en qué atmósfera de constante hipocresía se han condenado a evolucionar. Esta duplicidad fué puesta de manifiesto en una circunstancia que se hizo célebre.
Cuando León XIII, con vacilación, con pesar y rodeando su concesión de restricciones y de condiciones rigurosas, toleró q\ie se utilizara el término Democracia cristiana en la estricta acepción de “una bienhechora acción cristiana entre el pueblo”, prohibiendo que se le hiciera desviar en sentido político, un estremecimiento de júbilo sacudió a nuestros sicofantes, que olvidaron, por un instante, su habitual simulación, y en el paroxismo de un insolente triunfo exclamaron: “Le hemos hecho tragar la palabra, y le haremos tragar la cosa”. Y sin preocuparse lo más mínimo del mundo de prescripciones pontificias, se ingeniaron, como se ha dicho en sentido espiritual, por hacer de la fórmula una unión contra natura de palabras en las que el sustantivo devora inmediatamente a su adjetivo. Inútil es decir por qué no podia realizarse su injuriosa esperanza, pero sólo esta exposición permite comprender el triste fondo de las almas. Una segunda experiencia, no menos concluyente, resulta de la acogida hecha al Mensaje de Navidad de 1944, del Papa Pío XII. El Soberano Pontífice había llevado la condescendencia y el espíritu de conciliación hasta conceder, como lo habían hecho antes que él ciertos teólogos, el empleo de la palabra Democracia hasta en el sentido político, pero siempre, bien entendido, con obligaciones expresas, no permitiendo confundir lo que él llamaba la “verdadera” democracia, es decir un régimen popular respetuoso de la verdadera religión, de la moral, de la autoridad, de la jerarquía y de las desigualdades necesarias, con la “falsa” democracia, o sea, la herejía revolucionaria de la Soberanía absoluta del Pueblo y el pecado de Liberalismo. Con esta extrema tolerancia esperaba el Papa, tal vez, amansar a la fiera, pero pronto debió perder esta ilusión. Como la primera vez, pero con más insolencia aún, el animal respondió con un amenazador crujido de sus mandíbulas. Unos meses más tarde, la nueva Constitución francesa, no contenta con “reafirmar solemnemente” sin modificar nada, la Declaración de los Derechos del 1791, estimó conveniente el precisar, con mayor fuerza aún, su incompatibilidad con el dogma católico, en su artículo I, que estipula que Francia es una República laica y democrática, y el III, aún más sumario y brutal que las formas revolucionarias, en cuyos términos “la Soberanía pertenece a la Nación”.
La O. N. U., por su parte, proclamaba en su propia declaración de los Derechos del Hombre, votada en la sesión del palacio de Chaillot, en Septiembre de 1948, que “la voluntad del Pueblo es el fundamento de la autoridad de los poderes públicos”. Desde entonces no hay escapada ni conciliación posible, pues bien evidente es que se trata de la Soberanía inmediata, de la Soberanía propiedad del pueblo, de la Soberanía condenada. La blasfemia se hace patente o irrecusable en su grosería, y la oposición se afirma irreductible con la doctrina tantas veces expuesta en las recientes Encíclicas: toda teoría según la cual la autoridad pertenece a un hombre a un grupo o a fortiori al Pueblo entero, y que se funda únicamente a gusto del número, es, incontestablemente, de inspiración diabólica, puesto que desprecia la Revelación y pervierte la misma noción del Poder. Esta fué la respuesta de los lugartenientes del Diablo al Vicario de Dios, y yo no he oído decir que los demócratas crisianos hayan rehusado asociarse a ella y hayan boicoteado una Constitución y unas declaraciones que por sólo este hecho debieran parecer- les radicalmente inaceptables desde el punto de vista religioso. Al contrario, no han cesado de participar en el ejercicio de un poder así viciado esencial y originalmente. No podía esperarse otra actitud de parte de los revolucionarios auténticos. El enemigo es irreductible e intransigente en la adhesión a los dogmas del 89. Es la piedra de toque para él, y nunca escogerá entre los suyos a quienes no hayan suscrito expresamente esta profesión de fe y dado pruebas decisivas de su obediencia. Permítame aquí una comparación un poco escatalógica, de la que le ruego me excuse, pero que emplearé, porque es enteramente evocadora. Los demonólogos nos cuentan, como usted sabe, que en algunas ceremonias del culto antiguo luciferino, y tal vez en nuestros tiempos, se imponía al neófito una prueba repugnante: Para demostrar la sinceridad de su adhesión y obtener su iniciación, tenía que besar... el revés del Diablo, es decir, en realidad, de un macho cabrío, que estaba reputado como la encarnación de Satanás. Pues bien, este rito obsceno no ha desaparecido, sólo se ha transformado. Hoy en día, para atraerse a la potencia infernal y beneficiares de su protección y de las ventajas materiales de las que, en apariencia, es una generosa dispensadora, es necesario un gesto análogo con la Declaración de los Derechos del Hombre, y suscribir el concepto revolucionario, no de un modo vago y formularia sino muy expresamente en lo que una y’ otro tienen de herético e inadmisible En una palabra, hay que optar sin reticencias por lo que Pío XII llamaba la “falsa” democracia, que es, precisamente, la que los revolucionarios llaman la “verdadera”, y hay que repudiar la que el Papa califica de verdadera, que, para ellos, es la falsa. Inextricable embrollo en el lenguaje, pero el fondo permanece claro y cierto. Fuerza es romper con la doctrina católica acerca de puntos capitales, si se quiere ser consagrado como perfecto demócrata por los doctores de la Contra-Iglesia. “Ningún católico, a menos que sea un mal católico, puede reconocer y admitir los Derechos del Hombre”, escribía firmemente M. Alberto Bayet. Conclusión: para ser buen demócrata hay que ser mal católico. Por una falta de lógica que puede tener algunas consecuencias personales felices, pero que permanece absolutamente incomprensible desde el punto de vista psicológico, algunos de estos hombres, a quienes su ambición o el extravío de su inteligencia conducen a desencaminarse en un engranaje herético, pretendían, sin embargo, no romper con la fe cristiana. Persisten en engancharse a la vez en las dos doctrinas rivales y, asintiendo a las prendas de fidelidad que reclama el Diablo, se jactan de no malquistarse con Dios. La caridad nos prohíbe sospechar sus intenciones y sondear el misterio de esas actitudes contradictorias y acusarles sin pruebas indudables de traición deliberada; pero la evidencia nos da derecho a decir que toda pasa como si se obstinaran en permanecer en la Iglesia sólo para favorecer las infiltraciones del enemigo y entregarle, poco a poco, las posiciones que están encargados de defender. Son, al menos, desertores virtuales y renegados en potencia. Algunos han llevado su evolución hasta el final, y han reconocido implícitamente, o hasta con cinismo, que ella les conducía fuera de la Iglesia. No quiero citar los nombres, demasiado numerosos, que surgen en mi memoria, pero usted estará pensando también, con seguridad, en esos sacerdotes desviados, en esos antiguos presidentes militantes de la Juventud Católica que han formado en las filas de los demócratas ortodoxos para hacer entre ellos una muy “laica” y fructífera carrera. Por la ostensible lección que se desprende de ella, no haré mención más que de la cínica declaración del ciudadano Flori- mond Bonte, uno de los jefes comunistas más notorios, en una reunión del Partido Demócrata Popular, en Lille, el 10 de Abril de 1927: “En cuanto a vosotros, demócratas cristianos, no os combatimos; nos sois demasiado útiles. Si queréis saber qué tarea estáis cumpliendo, miradme a mí. He salido de entre vosotros; después he ido hasta la conclusión lógica de los principios que me habéis enseñado. Gracias a vosotros, el comunismo penetra donde no permitiríais entrar a sus hombres; en vuestros patronatos, en vuestras escuelas, en vuestros círculos de estudio y en vuestros sindicatos. Trabajad mucho, demócratas cristianos, que todo lo que hagáis por vosotros lo haréis por la Revolución comunista.” Quiero creer que estas felicitaciones, como latigazos, y estos irónicos estímulos, han detenido a algunos demócratas cristianos en la pendiente resbaladiza en que se habían colocado. Vale cien veces más la brutal franqueza de un Florimond Bonte, que no dar lugar a ambigüedades, que el equivoco sostenido cuidadosamente por los que no se deciden a optar y quieren tener un pie en cada campo. Desgraciadamente, son cada vez más numerosos los hombres que fustigaba León XIII en las Encíclicas Sapientiae christianae, Etsi nos e Immortale Dei, con un vigor de expresión bastante raro en los documentos pontificios. Los acusaba de vivir “como cobardes”, practicando frente al adversario una política “de excesiva indulgencia” o de “disimulo pernicioso”. Una vez más resultaron ineficaces esos reproches y esas exhortaciones. Ha llegado a ser espectáculo normal el ver a íefes que no se atreven a hablar con energía y claridad, que se resguardan detrás de anfibologías; se esfuerzan en dar consignas ambiguas y vagas, para no comprometerse, e invocando consideraciones de oportunidad y de prudencia (esta prudencia que nos mata, decía el Cardenal Pie), se agotan en maniobras complicadas y en retiradas estratégicas para evitar el combate. Nada más desmoralizador y de consecuencias más desastrosas para las masas poco advertidas que estas sospechosas evoluciones. Los escasos elementos un poco reflexivos que en ellas se encuentran, no comprenden que se les prediquen sucesivamente, y siempre en nombre de un deber superior, órdenes irreconciliables. El sentido común y la lógica quedan derrotados. ¿Cómo quiere usted que compaginen las prescripciones pontificias, cuando las conocen, con los compromisos electorales? ¿Cómo van a acomodar, por ejemplo, la expresa condenación formulada por el Sy- llabus contra la afirmación de que la autoridad es, sencillamente, la suma de las voluntades del Número, con las protestas rituales de veneración, de confianza, de sumisión, que multiplican los mismos “candidatos buenos” respecto al sufragio universal? ¿Cómo, con el lenguaje de ese leader contemporáneo que, afirmando que es católico, y sin suscitar las censuras, o al menos, la desaprobación de la jerarquía eclesiástica, puede declarar: “En el manantial legítimo, es decir, en el voto del Pueblo es donde hay que sacar con urgencia la autoridad necesaria a los poderes de la República, porque el sufragio universal es el dueño y señor de todos nosotros? Aturdidos y desorientados por las timideces, compromisos y contradicciones de los unos; por las afirmaciones heterodoxas, pero no oficialmente reprobadas, de los otros, contaminados por los malos ejemplos y la ambición, acaban algunos por caer en el escepticismo, sin escuchar más que las sugestiones del interés personal. Otros, más numerosos, dejan coexistir, mezclados y sin procurar ponerlos de acuerdo en la penumbra de su inteligencia, nociones buenas y malas, exactas o falaces, aunque las primeras pierden pronto su claridad y ascendiente por efecto de esa vecindad. También en ellos se embota la rectitud natural de la conciencia, y se desvanece el imperio de la verdad, de manera que, conforme a las previsiones de León XIII, el ejército cristiano pierde su cohesión, la confianza en sí mismo y su fuerza. Embarazado por elementos que practican corrientemente tratos ocultos con el enemigo, y hasta por renegados expertos en traiciones, sus tropas han llegado a dudar de la justicia de su causa y a dejarse seducir por los principios que iban a combatir reunidas. Aún parecen numerosas, pero su corrupción está muy avanzada y, en parte, se hallan ya maduras para la deserción. El abate Multi parece deshecho por la fatiga. Se detiene unos momentos y reanuda con esfuerzo: —He expuesto a usted los puntos que me parecen esenciales en el asunto, y espero haberle hecho compartir mi profunda convicción. En verdad, en verdad, vuelvo a decirlo, me parece imposible que la malicia natural de los hombres pueda ella sola ser la fuente de todos esos fenómenos aterradores. No es capaz de desencadenarlos y, sobre todo, de asegurar su dirección única, su coordinación y su síntesis. Es preciso que esté atizada, sistematizada, azuzada, en su eficiencia, por la acción lúcida de ese maestro del mal a quien, como a él mismo dijo Jesucristo cuando la tentación en el desierto, se ha dado todo poder en el mundo (1). Nunca ha sido esta dominación más real y más desconocida, a la vez. ¡Aih, si supiésemos atravesar la corteza de las cosas! ¡Si tuviéramos la clarividencia sobrenatural de Sor Catalina Emmerich, que, en sus visiones de la Pasión, discernía bajo formas palpables a los espíritus infernales que salían del cuerpo de los actores y de los testigos del sombrío drama y excitaban a los verdugos en su fero'z trabajo! ¡Qué espanto sería el nuestro, si viésemos enjambres de demonios salir de los textos de las Declaraciones y de las Constituciones heréticas o ateas
 

(1) S. Lucas, IV, 6 (N . del T.). 195
 

que nos rigen y que creemos, neciamente, capaces de salvaguardar nuestros derechos; de los artículos de leyes infames; de los propósitos mentirosos de los políticos; de los carteles y urnas electorales; si los viéramos frecuentar, en masa, las asambleas parlamentarias y las conferencias internacionales; pulular entre nuestros propios partidarios, nuestros pretendidos defensores y sus jefes; si los contempláramos cuando pervierten, embrutecen y envilecen, de mil maneras, los espíritus, las almas de nuestros contemporáneos y los empujan, estimulando su miserable vanidad, hacia esos caminos de perdición que no conducen más que a las disensiones, a las luchas, a las guerras civiles y a las catástrofes! ¡Qué justificado terror nos asaltaría al oír a la legión satánica repitiendo por todos ios punto del globo, y casi a cada uno de nosotros, el “Si cadens adoraveris me...”, y obtener, en efecto, el homenaje feudatario de una multitud, cada vez más numerosa! ¡Qué angustia el ver prepararse el advenimiento de esta era de castigo y de furor cuyos principios colocaba la vidente de Dulmen (1) “cincuenta o sesenta años antes del año
 

(1) La misma Sor Ana Catalina Emmerich cjue nació en Flam sk (Wesffali) en 17 7 4 , y murió en Dúlmen de la misma provincia prusiana en 18 24 . (N . del T.).
 
dos mil”, fecha en la que debe ser roto el sello del abismo y desencadenado sobre el universo el mismo Satanás! Hora et potestas te- nebrarum. ¿Quién podrá evitar un estremecimiento de ansiedad al relacionar los acontecimientos que, precisamente desde hace algunos años, sumen los espíritus en la noche de una expectativa llena de terror y estallan sobre el mundo con la violencia y la amplitud de una catástrofe apocalíptica? El* abate se detiene de nuevo un momento, y con tono más sordo continúa: —Pero hasta los mejores tienen cerrados los ojos, como los apóstoles en Getsemaní. ¿Qué cataclismo será necesario para abrírselos, puesto que dos advertencias terribles y próximas no* han sido bastante para despertarlos y volverlos a la conciencia del mal y a la inminencia del riesgo? Esta torpeza frente al peligro y esos perezosos ensayos de transacción con el enemigo son los que me hielan de terror, casi estoy tentado a decir que me desesperan, porque la amenaza se aproxima y estamos expuestos a que el ciclón nos lleve a todos, inocentes y criminales, envueltos en el mismo torbellino. Si la fe nos revela la comunión de los santos
y la reversibilidad de los méritos, la inversa es también verdadera, y podemos comprobar todos los días la comumon de los culpables bajo la égida de Satanás y la reversibilidad de las faltas. Lo mismo que el agua aspirada por el sol en los océanos y en los ríos vuelve a caer sobre la tierra en forma de Lluvia y de nieve, así caen los errores, las equivocaciones y las iniquidades en forma material de explosivos y de ruinas, no sólo sobre quienes los cometen, sino también sobre los que los toleran. Y ha habido tanta maldad desde el advenimiento y difusión de los principios de la Soberanía popular y la democracia, que las repercusiones se hacen, fatalmente, cada vez más extensas, multiplicadas y crueles. Si continuamos por el mismo camino, el castigo no puede dejar de precipitarse y aumentarse todavía más. Las perspectivas que se abren ante nosotros son de espanto: un porvenir de azotes inauditos para el mundo, para Francia, para cada uno de nosotros, porque, en ei orden moral es tan verdadero como en el físico, que nada se crea ni se destruye, y nuestro instinto infalible de justicia nos obliga a creer que las faltas y las perversiones deben ser castigadas. Por eso se impone la necesidad de
otra vida para los individuos; pero, como otra vida no puede ser para las comunidades y las naciones, es en el tiempo donde deben pagar sus deudas, y el castigo caerá, ineludiblemente, con todo su peso, sobre los que vivan en los días de la gran cólera, los cuales no están muy alejados. Tal vez seamos nosotros, o nuestros próximos descendientes, aunque no hayan faltado personalmente, como tantos desgraciados que sin tener nada que reprocharlos, agonizaron en los campos de concentración nazis. Pero, en el fondo, ¿quién no es culpable en nuestra afrentosa época? ¿Quién es el que no tiene que acusarse de no apresurar o agravar, al menos, por complicidad o por inercia, la gran calamidad que ha de venir? Por eso ¡qué grande debiera ser nuestra alarma cuando vemos a la Patria hundirse en el mal, cada vez más, y aumentar el pasivo de iniquidad que tarde o temprano habrá que saldar! Ya pagó Francia con la Revolución las debilidades y prevaricaciones de la Monarquía, pero como no lo comprendió, paga al presente, después de siglo y medio, con una progresiva decadencia y repetidas carnicerías, los crímenes y saturnales revolucionarios. Y como sigue sin comprender y sin arrepentirse y sumergiéndose cada día más profundamente en sus errores y en sus vicios, es preciso pensar que la mano de hierro y de fuego caerá más pesada sobre nosotros. Las calamidades de 1914-1918 no produjeron más que una mejoría muy limitada y e- fimera. Las de 1939-1945 han dado ocasión a nuevas caídas y nuevas iniquidades; a las infamias monstruosas de la “Depuración” y a la vuelta a instituciones absurdas e imoías. Cualquiera que tenga ojos ve que la empresa diabólica no cesa de extenderse y de consolidarse sobre el mundo, y que todo se encuentra transtornado, no sólo en los hechos, sino hasta en la razón de los hombres. La perturbación es tan grande, que el desorden fundamental toma figura de orden; la regla parece anomalía, y la falsedad más evidente está considerada como digna de fe. Y eso sucede hasta el extremo de que los que se esfuerzan por restaurar las sociedades sobre bases verdaderas se ven forzados a levantarse contra la disciplina formal; :a turbar la armonía consagrada de la organización oficial, y a desencadenar la guerra para restablecer las condiciones sólidas de la paz. Por eso son flagelados con el epíteto de anarquistas por Los anarquistas reales insta- lacios en el gobierno; denunciados como sediciosos por los sediciosos que tienen los poderes públicos; perseguidos con todas las sanciones legales como perturbadores del orden por los factores del desorden disfrazados hipócritamente en defensores de!, bien común, y ven levantarse contra ellos, en un concierto de anatemas, a la ciega rutina y al conformismo perezoso de aquellos en defensa de los cuales se sacrificaron, porque el Maestro* del error quita a los hombres, cada vez más, el discernimiento y Ja prudencia. San Juan nos muestra al maldito abriendo el pozo del Caos, del Contra-Ser y “subió de allí un humo semejante al de un gran horno”, que hunde a los humanos en la incoherencia y los entrega a sus impulsos malsanos (1). Tan pronto excita su inteligencia y los dirige por ciertos caminos brillantes hacia perspectivas espectaculares y éxitos embriagadores, y como esto es lo más corriente, los embota sumergiéndolos en ese embrutecimiento pretencioso que caracteriza a las
 

(x) Las palabras textuales son del Apocalipsis, IX, a. En el ver- sículo I se habla de una estrella del cielo caída en la t i e r r a a qulen se dió la llave del poro del abismo. Las palabras Caos, Maldito y Contra-Ser son del autor. (N. del T.).
 

muchedumbres contemporáneas haciendo pulular esa especie afrentosa de los “gloriosos idiotas” que nos describe Blanc de Saint-Bon- net. Pero siempre extingue en ellos la verdadera luz del alma con la noción de las relaciones de las cosas, de la justicia y del verdadero fin. De suerte que no se los ve correr, agitados, orgullosos y desabridos, hacia un mal que juzgan su bien; empeorar los sufrimientos que pretendían curar; transformar los progresos que realizan en nuevos factores de miseria, en nuevos medios de destrucción, y provocar el desastre fatal que no se atreven a jactarse de evitar. ¿Cómo prevenir, Señor, los dardos de vuestra justa cólera y desarmaros antes de que sea demasiado tarde? ¿Qué camino de salvación señalar entre los malvados que son activos, astutos, ávidos e inspirados por un espíritu tan perspicaz como malhechor; la masa de los necios, de los locos, de los imbéciles, orgullosos de una ceguera que llaman lucidez, y de una pusilanimidad que bautizan con el nombre de prudencia, y el corto número de los buenos que, a veces, son tontos que no comprenden que la lucha está empeñada; que se dejan engañar por los prestigios demoníacos; que sueñan diplomacia, arreglos y desarme, cuando sería necesario un poderoso arsenal de guerra, una revolución viril y una valentía indefectible para reparar Jas derrotas sufridas; reanudar la ofensiva, y rechazar los ataques de dentro y de fuera? Mira, Señor, que las sombras aumentan, mientras veo cómo se disminuye el número y cede el valor de los que combaten, y mira también que, para colimo de desdichas, la edad y las circunstancias han hecho caer de mis manos las armas mejores en este combate decisivo y supremo. Ya sólo puedo orar, como Moisés, sobre la montaña, con los brazos extendidos, por el éxito, bien comprometido, de nuestros soldados. Pero mis miembros se paralizan sin que nadie se presente a ayudarme y reemplazarme. Mira que las almas, por falta de avisos bastante enérgicos y frecuentes, caen en un letargo mortal, y. poco a poco, se deslizan hasta el abismo sin que mis débiles clamores consigan ponerles en guardia, sin que llegue a persuadir a sus pastores que sacudan su engañosa quietud y reúnan al rebaño, que se disemina y rueda hacia el precipicio. La voz del sacerdote se debilita por momentos, y acabó por extinguirse del todo, mientras el crepúsculo, como anticipación de las tinieblas, cuya proximidad anunciaba, sumía lentamente la estancia en creciente oscuridad. Me levanto sin hacer ruido, sobrecogido de emoción por sus lamentos, y me dirijo discretamente a la puerta, porque he visto que, acodado sobre la mesa, sumergido en una dolorosa meditación y cubierto el rostro con sus manos temblorosas, el abate Multi estaba llorando... Pero, al oír el ruido del pestillo, se levanta, se lanza hacia mí y, cogiéndome por el brazo, me dice: —No, no me escuche usted, y perdóneme por haberle dado el espectáculo de mi debilidad. Me desplomo como un cobarde ante la perspectiva de la prueba inminente. Hace mucho, sin embargo, que nos está anunciada. Recuerde usted que San Pablo escribe: “...vendrá un tiempo en que los hombres no tolerarán la sana doctrina, sino que acudirá a doctores según sus deseos, para calmar la comezón de sus oídos, y los cerrarán a la verdad aplicándolos a las fábulas’-’ (1). San Gregorio Magno completa esta advertencia previniéndonos de que en los últimos tiempos los cristianos, obedeciendo a una falsa política, se callarán ante las violaciones
 

(1) II Ep. a Tim., IV , 3 -4 . (N . del T.). 204
 

de las leyes divinas y humanas; predicarán la prudencia y la política mundana y pervertirán con sus sofismas y facundia el espíritu de los fieles”. Pero ni lo uno ni lo otro nos autOTiza para ceder ante el abatimiento. Hasta cuando nos predica la calamidad nos prescribe el Apóstol tocar a alarma a tiempo y contratiempo; “Praedica verbum, insta opportune, importune, argüe, obsecra, increpa in omni patientia et doctrina” (1). Orden que Santo Tomás repite y confirma al escribir: "Veritas semper dicenda est, máxime ubi pericu- lum immine t”. Ninguno de nosotros tiene derecho a retirarse bajq su tienda, y aunque hubiera que caer sobre la brecha, debe decirse que, tal vez, él es la unidad que completará el número de justos necesario para salvar la Ciudad criminal y la Comunidad corrompida. Estas voces tan altas son las que hay que escuchar, y no las de un desaliento pasajero. Olvídelo, querido amigo, y para humillarme como merezco, medite usted, antes bien, la divisa de un príncipe protestante que puede darnos a los católicos, demasiado temerosos y
 

(1) II Ep. a Tim., IV, a. (N. del T.)205
 

flojos, una lección de ese aguante y esa energía que dan la victoria: “No hay que esperar para emprender ni tener buen éxito para perseverar”. Y recuerde usted, en fin, para sostener la esperanza y el valor necesarios en las luchas decisivas que se preparan, que, si “la Bestia ha de subir del abismo”, como lo vemos en nuestros días, tiene también, cuando nuestro valor haya conseguido el fin de la prueba, que “irse de aquí a la perdición”.
L A U S   D E O