Pedro Piñeyro
IMPRESO EN LA ARGENTINA
Queda hecho el depósito que exige la ley 11.723
Buenos Aires
1970
edición del autor 1970
Al genial filósofo,
sociólogo, economista,
creador del materialismo dialéctico,
fundador del socialismo científico,
organizador de la "Primera Internacional",
autor del "Manifiesto del Partido Comunista",
de "El Capital",
de cien obras medulosas que acicatearon la gesta proletaria.
Quien, a lo largo de cuarenta años de áspera lucha,
ignoró sistemáticamente la existencia de
la Banca Rothschild,
el más formidable bastión
del supercapitalismo.
,.. y el primer hombre a quien no asustaron el trueno ni
[el relámpago, inventó a Dios
y Le utilizó en su provecho.
Este libro se terminó de imprimir
en el mes de Agosto de 1970
en Artes Gráficas "Sapientia"
Jvtobeu 1163 - Buenos Aires
145.
IGNORANDO A SUKARNO
Sukarno parecía haber perdido la cabal
conciencia de la realidad. Rodeado de sus hombres de confianza, desplegaba una
actividad tan intensa que sólo habría podido compararse a la de sus años de
lucha contra los holandeses. Actividad
inútil. Sus órdenes
oficiales o extraoficiales sediluían sin cumplirse. Djakarta, ciudad
capital y Java, la isla más importante del archipiélago —según expresión
corriente "cerebro, corazón y estómago de la República"— estaban
totalmente copadas por el Ejército.
Clausurada la Agencia
Oficial de Noticias Ajilara y con ella todos los diarios comunistas,
encarcelados sus directores y redactores, exonerados y aprehendidos los
conspicuos comunistas infiltrados en todos los ministerios civiles,
perseguidos a muerte los dirigentes partidarios (al Presidente del Partido
Comunista Aidit, se le halló escondido en casa de un amigo y se le ultimó a
balazos; al vicepresidente del Partido, NjoCo, también vicepresidente de la
Cámara de Diputados y Ministro sin cartera del Gabinete Sukarno, se le arrestó
al abandonar el Palacio Presidencial luego de haber participado en el Acuerdo
General de Ministros del 6 de octubre de 1965) todas las actividades de Indonesia
quedaron prácticamente controladas por Nasution y Suharto.
No se daba cumplimiento a un decreto ni se
cursaba una resolución, una orden o un simple despacho telegráfico oficial que
el Ejército no hubiera revisado y aprobado.
La estructura oficial sukarnista se había
desmoronado.
Sin embargo, Sukarno actuaba como si no lo
hubiera advertido. Sólo podía confiar, teóricamente, en sus legiones
comunistas, pero también esas fuerzas habían sido neutralizadas, acefalizadas y
reducidas al mínimo en su gravitación política.
Desde el Primer Ministro Subandrio hasta el
último de los colaboradores de Sukarno trataban de concertar una acción aceptablemente
positiva.151
Todo era inútil.
151 Una declaración oficial del
Presidente del Partido Comunista Indonés, Dipa Nmantara Aidit, fechada el I9
de octubre de 1965, enviada como convencional "circular" a los diarios
comunistas de Java y Sumatra, había sido interceptada, en todos los casos.
Afirmaba Aidit "que el brutal
asesinato simultáneo de seis generalas indoneses era la simple consecuencia de
una feroz lucha interna del Ejército, en la que, justo era consignarlo, no
intervenían la Aeronáutica Militar, la Marina de Guerra ni la Policía. El "Consejo Militar
Revolucionario" dirigido por los generales Nasution y Suharto,
sospechosamente salvados de una matanza de generales en la que debieron estar
incluidos, amenazaba la vida de Sukarno y la libertad de Indonesia. La estrecha
colaboración de los agentes americanos de CÍA con Nasution y Suharto,
anticipaba la absorción de Indonesia por un imperialismo aún más peligroso que
aquel que los indonesios habían soportado dorante siglos".
Un único mensajero, pedaleando su
bicicleta por las noches, había logrado salvar el cerco y alcanzar jiuabaja, a
750 kilómetios de Üjakana. La nota de Aidit fue publicada el día 8 por el
diario comunista Dja'an Hakjat (Camino
del Pueblo), que fue clausurado un día después. El mismo día en que Aidit fue
hallado y muerto.
146.
REACCIÓN ANTICOMUNISTA
Aquello era realmente una guerra.
Después de dos semanas de intensos
preparativos —neutralizaciones, bloqueos, clausuras de comités partidarios y
de centros de adoctrinamiento, detenciones de dirigentes, etc.— que debilitaban
al poderoso enemigo comunista, Nasution y Suharto se lanzaron decididamente a
la acción.
El 15 de octubre de 1965 dio comienzo a una
de las más impresionantes orgías de sangre de que el mundo tenga memoria. Se
inició simbólicamente en Blitar, pueblo natal de Sukarno y se esparció de
inmediato por Java, Sumatra, Borneo, Bali, las Célebes y otras islas densamente
pobladas.
El fanatismo político y la mística
religiosa exacerbaron el latente clima de odio. Los sacerdotes de todas
las religiones son igualmente duchos para llevar agua hacia sus molinos.
En este caso, la sutil tarea de captación
de los monjes mahometanos dio óptimos frutos inmediatos.
El Comunismo era e! enemigo. Alá ofrecía
esta singular ocasión de destruir al Comunismo, a los comunistas y al propio
Sukarno.
Los imanes —monjes mahometanos— estimulaban
la matanza de los enemigos del Islam, transformando una lucha política en una
guerra santa. Bendecían con unción los parangs —dagas de 15
centímetros de largo de hoja, filo, contrafilo y punta—, que penetraban hasta
el mango cuando eran lanzadas desde algunos metros de distancia por los
diestros jóvenes indoneses.
En Java y Bali, las islas más densamente
pobladas, el exterminio de comunistas cobró características de carnicería
indiscriminada.
El sukarnismo y el comunismo se confundían.
Nadie hubiera podido determinar ni les preocupaba hacerlo, donde terminaba uno
y empezaba el otro.
Viejos vecinos que siempre habían
demostrado su devoción por Sukarno, eran visitados, saludados con el mismo
amistoso "Buenas noches" cambiado diariamente durante años, invitados
a salir y golpeados, mutilados y decapitados allí mismo, en presencia de sus
desesperados mujer e hijos.
Los comunistas eran buscados en todo lugar
donde un ser humano pudiera ocultarse, desde las copas de los más frondosos
árboles del bosque hasta cuevas de la costa rocosa cuyas entradas sólo se
hacían visibles en la bajamar.
Eran duramente golpeados, aturdidos.
Algunos de ellos trataban inútilmente de defenderse. Se les maniataba a la
espalda y se les obligaba a hincarse. Apenas exhalaban un quejido cuando se les
cortaba de un solo tajo la oreja izquierda, luego la derecha, la nariz y
enseguida, con ayuda de uno o dos brazos fuertes que le tiraban del pelo
obligándole a ofrecer la garganta, la feroz puñalada que seccionaba yugular y
carótida, haciendo manar la sangre a borbotones.
Cuando se trataba de dirigentes, separaban
las cabezas de los cuerpos y las clavaban en picas que eran enterradas en las
playas o apoyadas sobre el frente de sus respectivas viviendas.
Los cadáveres quedaban abandonados y eran
generalmente llevados por algunos vecinos hasta la playa más próxima, donde un
camión municipal les recogería al día siguiente.
Los jóvenes vindicantes proseguían sus
correrías nocturnas cargando la pequeña bolsa en la que juntaban narices y
orejas por docenas.
Eran trofeos. El sentido religioso que se
había dado a esta matanza influía para que los jóvenes estudiantes sintieran
que estaban sirviendo a Indonesia y a Alá.
Los monjes y los estudiantes fueron dos
revulsivos que se complementaron eficazmente para mantener tono y ritmo del
operativo "Destrucción del Comunismo".
Desde el 15 de octubre de 1965 se había
permitido —ya lo dijimos— que los jóvenes indoneses gustaran del acre placer de
matar. En
realidad, no hubiera sido necesario porque el Partido Comunista estaba ya
totalmente desarticulado. Su Presidente,
Aidit, había sido buscado, hallado, ejecutado en el sitio e inhumado en forma
anónima, en una fosa colectiva; su vicepresidente, Njoto y directivos del
comité central y de las filiales que funcionaban en cada una de las ciudades del
archipiélago, estaban ya recluidos en prisiones militares; todos los oficiales
y suboficiales comunistas de las fuerzas armadas, habían sido arrestados; toda
la policía arrestada y reemplazada por elementos militares de confianza; las
milicias populares virtualmente arrasadas, sus dirigentes detenidos, su tropa
desarmada, sus cuarteles incendiados.
Cada día, tal como se había hecho con
Njoto, decenas de conspicuos comunistas que mantenían contacto personal con el
propio Presidente Sukarno, eran, asimismo, detenidos y alojados en prisiones
militares.
Sukarno había quedado desarmado. Subsistía
como Presidente, por simples razones de política doméstica. Pero
convenía, por las mismas razones —las revoluciones sin teatralidad permanente
languidecen— que corriera sangre y que se registraran algunos miles de muertos.
Los jóvenes vengadores contaban con
franquicias que les aseguraban impunidad y facilitaban sus desplazamientos,
pero sus actividades estaban en cierto modo restringidas al canalizarse los
itinerarios de sus incursiones hacia los suburbios.
Estas restricciones habían podido imponerse
a los jóvenes de Java y Sumatra. No así a los de la isla de Bali.
Bali tiene la forma de un pez nadando hacia
Levante; cincuenta kilómetros de extensión entre cabeza y cola y alrededor de
veinte en su parte más ancha.
Sería injusto decir que Bali es la isla más
hermosa del archipiélago —ninguna isla indonesa lo es más que otra— pero puede
afirmarse que el origen hindú de su religión oficial incide en las costumbres y
distingue netamente a los dos millones de balineses de las mayorías musulmanas
de las demás islas.
La pequeña superficie de Bali, escasamente
retributiva por las dificultades de su empinado desarrollo topográfico —2.200 metros
sobre el nivel del mar en la región de Kintamani— y la necesidad de hacer los
cultivos en terrazas, justificó la desatención administrativa en que siempre la
tuvieron los colonizadores holandeses.
Cuando las cosechas son escasas el hambre
se enseñorea de Bali. Sólo se salvan los miles de monos que aullan como
demonios en la Selva Sagrada de Sangeh. La principal industria
—turismo— sólo es aprovechada por el gobierno central, los hoteles, los
artesanos de la plata, madera y textiles y por los monjes, que organizan
espectáculos exóticos aprovechando diferentes celebraciones.
Hasta las hermosas jóvenes que bailan a
pecho descubierto al ritmo que marcan rudimentarios instrumentos de percusión
golpeados por muchachos dé su edad, lo hacen reuniendo fondos para sus
parroquias.
Los comunistas habían hallado un promisorio
campo de acción entre la masa hambrienta de Bali. Esa fue, principalmente,
la razón que privó para que la versión balinesa de la "guerra santa"
cobrara proporciones inverosímiles.
La pugna latente entre los monjes hindúes y
las masas ya comunizadas explotó con la misma violencia de sus milenarias
erupciones volcánicas. También allí las legiones de muchachones
adoctrinados por los monjes se dedicaron con fría ferocidad a la eliminación de
los comunistas y de todos los balineses que seducidos
por la prédica de los agitadores antireligiosos habían dejado de contribuir
para el mantenimiento de los templos.
Los cadáveres eran arrojados a los ríos que
descendían al mar. Las aguas de los caudalosos Klungkung y Karangasm bajaban
teñidas de rojo.
Ya nadie pescaba en ellas. Ya ningún nativo
comía pescado en Bali.
En todas las islas indonesas había monjes.
Ellos fueron quienes, velando por sus propios intereses, manejaron discrecionalmente
las huestes estudiantiles e incentivaron sus respectivas "guerras
santas".
En ocasiones, el número de víctimas excedía
el cálculo de los organismos militares y llegaba a preocupar porque, al escapar
a su control, podía agudizarse hasta transformarse en una represión exagerada.
En enero de 1966, a cuatro meses del
asesinato de los seis generales, Nasution continuaba en la conducción militar
del país, sin haber exteriorizado la menor intención de debilitar los poderes
del Presidente Vitalicio.
147.
DESTITUCIÓN DE NASUTION
El Teniente General Nasution, jefe del
movimiento revolucionario indonés por razones jerárquicas, habría podido ser un
valioso elemento revolucionario si hubiera logrado substraerse a la enfermiza
influencia que el Presidente Sukarno ejercía sobre él. Pero
esto resultaba superior a él mismo. Pensaba —lo sentía sinceramente— que
Indonesia era un país libre y soberano gracias al exclusivo esfuerzo de
Sukarno.
¿Qué podría importar que Sukarno hubiera
tenido cinco mujeres y hubiera sido un desordenado administrador, si la independencia
de Indonesia —potencialmente el cuarto país de la Tierra— se debía
exclusivamente a Sukarno?
Destruir políticamente a Sukarno en sus
últimos años de vida, le resultaba a Nasution tan desleal e injusto como si los
hijos de un hombre que hubiera ganado una colosal fortuna pretendieran
declararle incapaz de seguir administrándola porque en sus últimos años
dilapidara una pequeña parte de esa colosal fortuna que sólo él había amasado.
Nasution consideraba que luego de haberse
desarmado a Sukarno podía reconocérsele el derecho de vivir en paz. No se
le ocurría pensar que Sukarno podría repetir, con mejor suerte, su intento de
eliminarles a él —Nasution— y a Suharto. No
pensaba que, en ese caso, Indonesia habría de ser la la única víctima de una
eventual resurrección política de Sukarno oue le permitiera reactualizar sus
pactos con Mao Tse Tung.
Pero así como Sukarno era el padre de
Indonesia, Nasution era el padre del ejército indonés.
El ejército sentía por Nasution, el
honesto, intachable Nasution, la misma profunda devoción que el pueblo indonés
sentía por Sukarno. Era preciso tener con Nasution los mismos
cuidados que debían de tenerse con Sukarno.
La función de gobierno, inevitablemente
agresiva, aún en época de bonanza, obliga a echar la conciencia a los mil
diablos cuando se cruzan contingencias decisivas.
La prueba cotidiana, de progresiva dureza;
es un simple test diario de capacitación que el hombre de gobierno tiene el
deber de resolver sin concesiones sentimentales.
Suharto y CÍA decidieron desplazar a
Nasution.
Resultó tarea fácil para los hombres de
Suharto convencer a sus camaradas de armas que el Ejército debía reclamar del
Poder Ejecutivo que pusiera al Partido Comunista indonés fuera de la ley.
También resultó fácil que esta patriótica
aspiración se convirtiera en un verdadero clamor.
El Ministro de Defensa, absolutamente
coincidente, no tuvo inconveniente en hacer suyo ese pedido. Lo hizo por una
conceptuosa nota, ampliamente fundada, que puso en manos del Primer Ministro
Subandrio.
En el Gabinete de Sukarno había un hombre
"diferente": el Ministro de Economía, Hamengku Buwono, Sultán de
Jogjakarta, príncipe javanés de sangre real, descendiente del ya legendario
Príncipe Diponegoro, cuyos títulos y posesiones habían sido respetados por los
holandeses. Buwono había cursado estudios universitarios en Holanda y asumido
el sultanato en 1940, a la muerte de su padre. Posteriormente, había prestado
sincera adhesión a la gesta emancipadora de Sukarno y colaborado con probado
desinterés personal al reconocerse la independencia de Indonesia.
Sukarno recurría permanentemente a su
asesoramiento.
En la consulta confidencial que el
Presidente había formulado a su amigo, el Ministro de Asuntos Económicos,
Hamengku Buwono, Sultán de Jogjakarta, éste había convenido con el Presidente
en que el Ministro de Defensa, Teniente General Nasution, al reclamar se
pusiera al Partido Comunista al margen de la ley, había excedido los límites de
su función específica.
El Presidente Sukarno, cierto de que le
asistía razón, había destituido a su Ministro de Defensa, Teniente General
Nasution y dejándose llevar por su indignación y por su natural arrogancia, le
había reemplazado por dos jefes de su confianza, notorios procomunistas,
quienes habían asumido los cargos de Ministro y Vice-ministro de Defensa una
hora después de haberse comunicado la destitución de aquél.
148.
SUHARTO ASUME LA
DIRECCIÓN DEL MOVIMIENTO
Al separarse a Nasution de toda función
militar activa —Sukarno le había pasado a "disponibilidad"— Suharto
quedó como Jefe del Ejército y como única cabeza visible del paralelo movimiento
anticomunista.
El Ejército reaccionó como él había
previsto que lo haría: se unió estrechamente a él.
Promediaba febrero de 1966.
De pronto, como si la destitución de
Nasution hubiera provocado el fenómeno, la ola de terrorismo arreció en toda
Indonesia. Los
jóvenes universitarios, reforzados por campesinos y obreros y por los
integrantes del primitivo Comunismo Nacionalista (MURBA) fundado por el líder
nacional-sukarnista Tan Malaka, en 1948, totalmente volcado al nacionalismo
revolucionario desde que Sukarno cancelara su personería jurídica impidiéndole
actuar como partido político, aparecieron armados de granadas de mano,
pistolas, ametralladoras y abundante provisión de munición.
Eran 500.000 enfurecidos jóvenes
antisukarnistas, que habían arribado desde las principales ciudades de Java y
Sumatra e inundaban las calles de Djakarta, portando carteles revolucionarios,
sin que la policía o el ejército intentaran contenerles.
Ejército y Policía parecían impotentes ante
aquellas enloquecidas hordas juveniles de ambos sexos de las que se desprendían
nutridas brigadas que se iban desplazando a todos los puntos de la ciudad y
alrededores, portadores de nóminas extraídas de los registros oficiales de
adherentes del Partido Comunista Indonés.
Allanaban las casas de los comunistas, las
incendiaban si hallaban resistencia, sacaban al exterior, a golpes y culatazos
de pistola, al jefe de familia y a sus hijos, a quienes sometían al excitante
ritual de la extirpación de orejas y narices y posterior degüello o decapitación.
Furia y saña en acción fríamente
sistematizada.
Si las muertes de comunistas producidas en
los primeros cuatro meses que siguieron a la noche del asesinato de los seis
generales, habían justificado que se hablara de "orgías de sangre",
ya no se encontrarían palabras ni metáforas que dieran idea aproximada de lo
que aquello iba a ser en adelante.
El trabajo material, mecánico, de dar
muerte a los millones de comunistas activos inscriptos habría de ser largo,
pesado y tedioso.
Los registros oficiales del Partido,
analizados y discriminados minuciosamente por jefes y oficiales especializados
del Estado Mayor de Suharto, consignaban 3.500.000 adherentes, de los cuales,
1.900.000 actuaban en Java —más de 500.000. en la capital, Djakarta y
alrededodes— 600.000 en Sumatra, 500.000 en Borneo, 200.000 en Bali, 100.000 en
las Célebes, 100.000 en Nueva Guinea, etc.
La fría muerte de comunistas se aderezaba
con fríos actos de terrorismo.
Todo automóvil privado que se hallara en
las calles era puesto ruedas arriba e incendiado. Los comercios minoristas eran
invadidos, se echaban abajo sus puertas si se les hallaba cerrados;
comestibles, bebidas, prendas de vestir, etc., pasaban a poder de los
depredadores; las casas registradas como domicilios de comunistas eran
allanadas, los padres e hijos eran muertos y las madres e hijas sometidas a
toda clase de excesos y algunas de ellas, por indóciles, castigadas y lanzadas
desnudas a la calle.
La Embajada China comunista ocupaba un
hermoso palacete de dos plantas, rodeado de jardines, a sólo trescientos metros
de! monumental Hotel Indonesia, construido por los japoneses como indemnización
de guerra.
Tres mil jóvenes estudiantes invadieron la
Embajada, lanzando "¡mueras!" a Mao Tse Tung. Se quemaron los
automóviles, se derribaron las puertas, se hirió de consideración a todos los
miembros de su personal, se destruyeron los modernos equipos de trasmisión y
recepción radial; toda la documentación archivada fue quemada en los jardines,
con los muebles que la contenían; la bandera china fue, asimismo, quemada,
colocándose en su lugar la blanca y roja enseña indonesa.
Los soldados indoneses que prestaban
guardia a la Embajada, eran meros espectadores.
Cuando, al cabo de
siete horas de desmanes, los jóvenes invasores abandonaron el lugar,
no quedaba una sola puerta o ventana sobre sus goznes; un mueble, un artefacto
eléctrico o un vidrio sanos.
Sukarno, a la sazón en el palacio
presidencial Merdeka (Libertad), en Djakarta, recibía detallada información de
cuanto estaba ocurriendo en la ciudad y en todo el país.
(Suharto había tenido
buen cuidado de ajustar este valioso complemento psicológico.)
El Presidente Sukarno
convocó a sus ministros, consejeros y funcionarios que asistían comúnmente a las
reuniones de Gabinete.
El Teniente General Suharto, entre ellos.
Hacía media hora que todos los convocados
charlaban informalmente, en grupos.
Esperaban, de pie o
sentados —el flamante Ministro de Defensa a la derecha del Ministro de Asuntos
Económicos, Sultán de Jogjakarta— cuando empezó a oírse un sordo rumor cuyo
volumen iba aumentando progresivamente.
Alguien dijo: "—¡Vienen hacia
aquí!".
Otro agregó, enseguida: "—¡Son
miles!".
Ya los primeros manifestantes se aferraban
a las verjas de los jardines del Palacio y lanzaban gritos estentóreos. En ese
preciso instante, el Presidente Sukarno entró al gran salón de Acuerdos.
Suharto, aislado, en décimo término sobre
la izquierda, se puso de pie a la llegada del Presidente y saludó con una
inclinación de cabeza.
El Primer Ministro Subandrio, acompañante
de Sukarno, golpeó por dos veces sus manos. La mayoría de los presentes, absorbidos
por el desplazamiento de la enardecida muchedumbre que parecía desfilar frente
al Palacio desplegando centenares de banderas de vivos colores, no habían
advertido la llegada del Presidente.
—¡Señores! —reclamó en voz alta Subandrio.
—¡Señores idiotas! —corrigió Sukarno en voz
más alta, visiblemente fastidiado.
Suharto y el Sultán de Jogjakarta se
miraron inexpresivamente.
—¿Qué significa esto, General Suharto?
—preguntó Sukarno, sin prestar mientes en el nuevo Ministro de Defensa, quien
se hallaba entre ambos.
—Son estudiantes. .. Adolescentes, señor
Presidente. Están "jugando" a la revolución.
—¡Pero acaban de destruir la Embajada
China! ¡Nos exponen a un serio conflicto internacional!
—La represión violenta desencadenaría la
guerra civil, señor Presidente.
Llegaron gritos. "¡Queremos a
Subandrio! ¡Queremos al traidor!".
El Teniente Coronel que había reemplazado a
Untung en la jefatura de la Tjakrabirawa entró en ese momento y se cuadró ante
el Presidente.
—El Palacio está rodeado por cincuenta mil
revoltosos armados, Excelencia. Sólo tengo trescientos hombres y una carga de
munición. No podríamos resistir, si atacaran...
Subandrio, a la derecha del Presidente,
dejó sobre la mesa algunos papeles que sostenía, tratando de disimular el
temblor de su mano.
Desde todos los sectores llegaba el mismo
grito: "¡Queremos a Subandrio! ¡Queremos al traidor!".
El Presidente miró interrogativamente a
Suharto.
—Considero conveniente
su traslado a Bogor, señor Presidente. Su helicóptero está listo para
despegar.
El Primer Ministro Subandrio miró
ansiosamente al Presidente. Su tez cobriza había empalidecido al azul cerúleo.
Sukarno también estaba nervioso. No podía
dejar sus labios quietos.
—¡Ya arreglaremos esto! —dijo de pronto,
incorporándose.
La súbita retirada de Sukarno, mascullando
un saludo, sorprendió a Subandrio. Se puso de pie y corrió tras el
Presidente. A diez metros se detuvo. Estaba descalzo. Tenía la costumbre de
descalzarse cada vez que se sentaba a una mesa. Sukarno ya había desaparecido,
en dirección al patio interior donde le esperaba su moderno helicóptero
privado, con el motor en marcha. Tras un décimo de segundo de indecisión,
dominado por el pánico, Subandrio echó a correr de nuevo, abandonando los
zapatos.
Nadie sonrió; todos experimentaron la misma
sensación de asco.
Suharto se acercó entonces al Sultán de
Jogjakarta para invitarle a viajar con él, en su jeep del ejército. Lo hacía
cordialmente, ofreciéndole seguridad, pero el Sultán invirtió con la misma
cordialidad la invitación, asegurando a Suharto que su coche refrigerado
ofrecía mayor espacio y la ventaja de no ser oídos por el conductor. Sugería,
además, una inspección de visu por algunos barrios de la capital.
Cuando el Cadillac del Sultán cruzó el
portalón del palacio presidencial, la enardecida muchedumbre que diez minutos
antes reclamara la cabeza de Subandrio se alejaba del lugar, encolumnándose en
distintas direcciones.
Habían visto elevarse al helicóptero. Ya
sabían que Sukarno y Subandrio habían huido a Bogor.
149.
ANTICOMUNISMO DEPORTIVO
Los asesinatos y depredaciones
recrudecieron en todas las islas del archipiélago.
Los comunistas que
hubieran tenido activa militancia, sólo se salvaban si lograban cruzar a
Singapur o a Malasia. Cumpliendo una función minuciosamente
programada por el Teniente General Suharto y por los activistas de la CÍA,
medio millón de jóvenes —a algunos de los cuales se les habían proporcionado
pistolas de reglamento, ametralladoras, granadas de mano o afilados parangs— y
muchos miles de garridas muchachas de todas
las regiones de Java y Sumatra —los románticos "idiotas útiles" de
siempre— vivaqueaban en plazas y playas de Djakarta.
Universitarios de KAMI, secundarios de
KAPPI, resentidos de MURBA, agricultores, obreros y recias muchachas ya
veteranas en las cruentas correrías, se divertían matando comunistas a pleno
sol y luego se daban repetidos chapuzones en el mar para refrescarse y lavar
la sangre que manchaba sus ropas y sus cuerpos, nadar, jugar, perseguirse y
hacer el amor allí mismo, en la rompiente, también a pleno sol.
La vecina Bali, pequeña, empinada,
refulgente esmeralda cónica tan traslúcida en el verde negro de sus bosques
sagrados como en el verde pastel de sus laderas luminosas, era un colorido
poema de hambre.
Las terrazas-pañuelo, agresivamente robadas
a la montaña de pétrea concreción volcánica y los pequeños valles naturales,
laboriosamente desmontados, resultaban insuficientes para abastecer de arroz a
una población de 3 millones de habitantes que sólo contaba con un 15 % de suelo
laborable.
Cuando las cosechas se malograban por
monzones, lluvias excesivas, poco profundo revolvimiento de las pesadas masas
de barro en que se enterraban las plantas de arroz o porque el activo Agung
entrara en una de sus periódicas erupciones, los frutos del bosque —plátanos,
fresas, durangos, te verde y algún pájaro, agregados a los pescados que se
recogían en enormes redes que se levantaban desde la orilla por una
rudimentaria grúa basculante—, completaban una dieta que apenas superaba las
mil calorías.
Como todo feudo administrado por
religiosos, estos eran los únicos que no sufrían hambre, a pesar de su alto
número y de los centenares de templos y capillas que plagaban la isla.
Sobre toda cosecha familiar —arroz, te,
verduras, huevos, leche, aves y cochinillos— pesaba un diezmo que, por razones
religiosas, nadie dejaba de oblar.
El turismo era manantial inagotable.
Ningún turista que arribe a Djakarta dejará
de tomar el no muy obsoleto avión "Electra" de la oficial Garuda
Lines para bajar,
luego de cuatro horas y una o dos etapas facultativas, en el pequeño aeropuerto
de Tuban, cerca de Denpasar e iniciar esa visita —réplica del ¡Vedi Nápoli! que
han hecho inexcusable una inteligente sugestión publicitaria y la abundante
dosis de snobismo con que todos contribuimos espontáneamente.
Las mujeres exhiben sus bustos desnudos a
pesar de la ordenanza prohibitiva que rige para toda Indonesia. Los monjes
saben que ese detalle constituye la pulgarada de exotismo que el turista,
invariablemente estúpido, busca para ese monstruito voraz que es su cámara
fotográfica.
Grupos de hermosas jóvenes descalzas, sin
más vestimenta que las faldas de vivos colores y las vinchas que sujetaban las
flores y frutos que adornaban sus cabezas, ejecutaban en espacios abiertos de
las casas de te y los hoteles, lánguidas danzas milenarias a compás de la
música que tañían veinte muchachos en el emparrillado de otros tantos xilofones
dispuestos sobre alargados cajones decorados en rojo y oro.
Todo el dinero que recibían de sus
espectadores, extranjeros generosos y las gratificaciones que se agregaban por
"pose" o por la cesión de algún souvenir, se entregaba a los monjes
de la orden o parroquia a la que ese grupo de músicos y danzarines pertenecía.
No existen en Bali bailarines
"laicos" o independientes. Esa industria está exclusivamente
explotada por los monjes. Los comunistas de Sukarno, ateos,
indiferentes a todo culto que no fuera el que inspiraba el Bung, obligaban a
los monjes hinduístas a una serie de antieconómicas restricciones.
Suharto sabía que podía dejar la matanza de
comunistas —única cosa que le interesaba, de momento— en manos de aquellos feroces
monjes y de sus no menos feroces acólitos. Para estos enconados anticomunistas
balineses, cada enemigo degollado era un sacrificio que ofrendaban a Vishnú, el
Preservador.
La playa del imponente Hotel Bali, las más
pequeñas de Seghara y Sindhu y las que rodeaban Denpasar o Singaradja, eran
recorridas por camiones municipales que recogían diez, quince o veinte
cadáveres dejados en cada una de ellas durante la noche, sumados
a aquellos que los ríos traían de lo alto, lanzaban al mar y el mar devolvía a
la costa, al cabo de unos días, hinchados y semidevorados por los peces.
Las bajas comunistas aumentaron
considerablemente durante la primera semana de marzo de 1966, como consecuencia
de la destitución del Ministro de Defensa, General Nasution. Cálculos
fidedignos hacían ascender a 27.000 las muertes violentas comprobadas solo en
Java, Sumatra, Bali, Sur de Borneo y Célebes, durante esos siete días.
En las islas restantes, menos pobladas,
donde los comunistas resultaban, por ello, menos mimetizables, la razzia se
había cumplido exhaustivamente entre el 15 de octubre y el 31 de diciembre de
1965. Las pequeñas partidas de bajas comunistas que se fueron asignando a esas
islas, con posterioridad, correspondían, invariablemente, a exiliados que huían
de sus puntos de residencia habitual y creían hallar refugio en lugares donde
no se les conocía.
Todo desconocido era sistemáticamente
ejecutado, pero su escaso número no incidía de manera sensible en el cómputo
general de bajas comunistas.
El Teniente General Suharto y CÍA habían
convenido que este tipo de estadística fuera regularmente proporcionado al Presidente
Sukarno.
150.
DECANTACIÓN POLÍTICA
La sensación de inminente peligro serenó la
mente del Presidente Sukarno y le indujo a apreciar la realidad con los pies
en la tierra. La maniobra política concebida al planearse el asesinato de
los ocho generales anticomunistas habría sido perfecta de haberse cumplido tal
como se había planeado.
Lamentablemente, había fracasado.
¡Había fracasado y eso era todo! Nada se
ganaba con mesarse los pelos y maldecir al maldito Untung y al maldito imbécil
que había dado muerte a la maldita chiquilla de Nasution.
La torpeza de Untung... Sukarno apretaba
los puños al recordar la seguridad con que aquel maldito imbécil había afirmado:
"—¡Un juego de niños, Excelencia! ¡Un simple juego de niños!".
¡Un simple juego de niños... y dos
generales habían huido! ¡Ah, cómo habría querido tener a Untung en su poder
para cortarle lentamente los testículos y verle desangrarse!
—¡Serénate! —se dijo.
Recordó el consejo de su anciana madre,
cuando la visitara en Blitar, el día de su último cumpleaños: "—Nunca
pierdas la calma, hijo. La mente fresca te permitirá ser justo. Y todos te amarán".
Era un buen consejo, pero no le importaba
seguirle por que le amaran. Eso le tenía sin cuidado. ¡No perder la calma, mantener
la mente fresca! Esto era lo importante.
Volvía a su problema. Sí, era preciso
serenarse. Ganar tiempo. ¿Quieren a Subandrio? ¡Pues, ahí le tienen! Pero, no.
Subandrio era un pretexto, un simple pretexto. ¡Era a él, a Sukarno, a quien
querían! ¡Suharto, maldito zorro, maldito ambicioso, sirviéndose de los
estudiantes, de esos chiquillos idiotas, para subir, para escalar posiciones!
El mismo les había enviado a cercar
Merdeka.152
Al remontar vuelo en el helicóptero, había
podido percibir la magnitud del peligro corrido —la masa revolucionaria que
rodeaba al Palacio Presidencial era un compacto anillo humano de no menos de
cincuenta metros de ancho— y al volar sobre la ciudad, había apreciado las
pavorosas proporciones de esas enloquecidas hordas que amenazaban destruirlo
todo.
Al recordarlo, experimentaba el típico
fenómeno del pánico retroactivo.
Pensó que él mismo acababa de beneficiar a
Suharto al destituir a Nasution. Y bien: las cosas se habían
presentado así, se habían producido así. Era preciso serenarse, tomarlas así,
aceptarlas así y partir desde ahí.
¿Con qué contaba él?
Enumeró: su Partido
Comunista, el tercero del mundo, deshecho; el leal Aidit, ejecutado; Njoto,
preso... también ejecutado, de seguro; las Milicias Populares, copadas y
anuladas; la Policía, totalmente relevada; la Marina de Guerra, apolítica,
indiferente; la Aeronáutica Militar. .. quizá Dhani y algún otro jefe de su
Estado Mayor, porque los aviadores estaban plegados al Ejército; el Ejército,
copado, depurado y en poder de Suharto... El, el Presidente de la República, el
Bung, el "Padre de la Nación, sólo contaba con los tres mil idiotas de su
Tjakrabirawa, una fuerza comandada por otro imbécil, tan imbécil como Untung,
quien no había previsto la necesidad de tener un buen almacén de municiones en
el Palacio Presidencial, quien sólo contaba con la carga de cada pistola...
¡Oh, sí! Suharto era su temible enemigo.
¡Suharto! ¡Suharto! ¡Estaba en poder de
Suharto!
Era preciso ganar tiempo, halagarle,
conquistarle...
En algún momento habría de ser posible
sorprenderle y destruirle.
¡La deliciosa Dewi! ¿Cómo no se le había
ocurrido antes? El la aleccionaría y haría de ella una insubstituible
embajadora.
Las mujeres son leales; pueden ser muy
útiles.
Esta reflexión le trajo un antiguo recuerdo:
su gestión de oficioso alcahuete, al proporcionar 120 prostitutas de Sumatra a los soldados
del Coronel Fujiyama.
¡Oh, sí, las mujeres pueden ser muy útiles! ¿Quién
podría ofrecer el Ministerio de Defensa a Suharto con más irresistible
seducción que la deliciosa Dewi? Al día
siguiente, la deliciosa Dewi se constituyó en el Palacio Merdeka. Llamó por teléfono al Teniente General Suharto. Le invitaba
a visitarla para retrasmitirle un importante mensaje
del Presidente, quien permanecía en Bogor.
Una
hora después, la deliciosa Dewi y Suharto iniciaban una interesante negociación
diplomática.
152 Merdeka: Libertad. Nombre del
Palacio Presidencial de Djakarta.
151.
INTERCAMBIO DE PROPUESTAS
Suharto y la vivaz japonesita se entendieron
sin dificultades. La conferencia que ambos
sostuvieron en un luminoso
pequeño despacho del primer piso del Palacio Merdeka,
mientras
saboreaban dos tazas
de te verde, se extendió por algo más de una hora.
Diez minutos después de salir Suharto del
Palacio, lo hacía a su vez, Dewi, rumbo a Bogor.
Casi toda la amable charla había versado
sobre generalidades, pero a Suharto le había sorprendido encontrar en su
interlocutora, una insospechada capacidad de comprensión de problemas políticos
que ella parecía apreciar en todo su alcance.
Haciendo gala de fino tacto diplomático
ella se refirió a los extraordinarios
antecedentes de Sukarno, su
heroica lucha de veinte años, las
persecuciones de que había sido objeto, las
prisiones que había sufrido
y luego, su triunfo sobre el colonizador holandés; puso vivo énfasis al comentar las alternativas de la lucha por la anexión de Nueva Guinea y terminó preguntando
a Suharto, si el hombre que había realizado el milagro de mantener
espiritualmente unidas tres mil islas en una misma lengua y un mismo credo
político merecía que se le permitiera descansar en paz.
Suharto no mentía al decirle que coincidía
con ella. El podía asegurar que apreciaba la extraordinaria obra del
Presidente. Lamentaba no poder aceptar el honroso ofrecimiento que el Presidente
le formulaba por intermedio de tan gentil embajadora, pero él no podía actuar
aisladamente porque estaba unido a todo el ejército indonés. Rogaba a la
encantadora señora Dewi pidiera al Señor Presidente se sirviera recibir a
los tres generales más antiguos, quienes le visitarían esa noche en
representación del ejército para proponerle una solución de emergencia que
contribuiría a refirmar la seguridad del gobierno de Sukarno.
El Presidente acababa de sentarse a la mesa
acompañado de su mujer, la japonesita Dewi, del Primer Ministro Subandrio y del
Ministro de Asuntos Económicos, Hamengku Buwono, Sultán de Jogjakarta, cuando
los generales llegaron a Bogor.
A los postres, Sukarno abandonó la mesa
para atenderles.
Les escuchó sin mirarles, conteniéndose
para no insultarles y echarles de allí a empellones. Hervía de indignación. Se
contuvo, sin embargo. Levantó su mano izquierda indicándoles que esperaran y
retornó al comedor. Cambiaría ideas con sus comensales. Ganaría
tiempo.
El Ejército notificaba oficialmente al
Presidente Sukarno que, en conocimiento de que 500.000 jóvenes levantados en
armas, se proponían atacar el Palacio de Bogor, no podría garantizar la
seguridad del gobierno ni la vida del Presidente, a menos que el Presidente
transfiriera transitoriamente sus poderes al Teniente General Suharto.
El proyecto de decreto que los tres
generales entregaron a Sukarno establecía textualmente "que el Teniente General Suharto, en representación
del Ejército, quedaba autorizado a adoptar, en nombre del Excelentísimo
Presidente Sukarno, toda medida que contribuyera a refirmar la seguridad del
gobierno del Excelentísimo Presidente Sukarno."
Subandrio recordó a Sukarno que, al levantar
vuelo en el helicóptero, habían podido percibir la magnitud del peligro corrido
esa tarde. La masa revolucionaria que rodeaba al Palacio Merdeka era un
compacto anillo humano de no menos de cincuenta metros de ancho.
También recordaron que, al volar sobre la
ciudad, habían apreciado, asimismo, las gigantescas proporciones de esas enloquecidas
hordas que amenazaban destruir Djakarta.
La propuesta del Ejército ofrecía garantías
de seguridad para el gobierno del Presidente Sukarno.
El Sultán de Jogjakarta y la grácil Dewi
coincidieron en que el Teniente General Suharto era un jefe responsable y que
por ese decreto quedaba comprometido ante el propio Ejército a resguardar la
seguridad, valía decir, la continuidad del gobierno del Presidente Sukarno.
El Presidente Sukarno sabía —agregaron— que
120 millones de indoneses le tenían en su corazón y que ningún ejército se
atrevería a intentar inferirle el menor daño, sin correr el riesgo de provocar
la más espantosa guerra civil de todos los tiempos.
Sukarno pensó, entonces, que a él le
convenía que fuera Suharto quien se hiciera responsable de cualquier exceso en
que debiera
de incurrir para poner en vereda a aquellos peligrosos jovenzuelos
desorbitados.
Cuando el Primer Ministro Subandrio,
delegado por el Presidente, entregó a los tres generales, una hora después, el
decreto ya
firmado por Sukarno que él —Subandrio— se había apresurado a refrendar, su
expresión era la de un hombre feliz.
Eran las 11.45 p.m. del 12 de marzo de
1966.