martes, 3 de diciembre de 2019

21-EL SUPER CAPITALISMO INTERNACIONAL-SU DOMINIO DEL MUNDO EN EL AÑO 2000




Pedro Piñeyro 

IMPRESO EN LA ARGENTINA
Queda hecho el depósito que exige la ley 11.723
Buenos Aires
1970
edición del autor 1970

Al genial filósofo,
sociólogo, economista,
creador del materialismo dialéctico,
fundador del socialismo científico,
organizador de la "Primera Internacional",
autor del "Manifiesto del Partido Comunista",
de "El Capital",
de cien obras medulosas que acicatearon la gesta proletaria.
Quien, a lo largo de cuarenta años de áspera lucha,
ignoró sistemáticamente la existencia de
la Banca Rothschild,
el más formidable bastión
del supercapitalismo.
,.. y el primer hombre a quien no asustaron el trueno ni
[el relámpago, inventó a Dios
y Le utilizó en su provecho.


Este libro se terminó de imprimir

en el mes  de Agosto de 1970

en Artes Gráficas "Sapientia"
                                                  Jvtobeu 1163 - Buenos Aires


145.    IGNORANDO A SUKARNO


    Sukarno parecía haber perdido la cabal conciencia de la realidad. Rodeado de sus hombres de confianza, desplegaba una acti­vidad tan intensa que sólo habría podido compararse a la de sus años de lucha contra los holandeses. Actividad  inútil.  Sus  órdenes  oficiales  o  extraoficiales  sediluían sin cumplirse. Djakarta, ciudad capital y Java, la isla más importante del archipiélago —según expresión corriente "ce­rebro, corazón y estómago de la República"— estaban totalmente copadas por el Ejército.
    Clausurada la Agencia Oficial de Noticias Ajilara y con ella todos los diarios comunistas, encarcelados sus directores y redac­tores, exonerados y aprehendidos los conspicuos comunistas in­filtrados en todos los ministerios civiles, perseguidos a muerte los dirigentes partidarios (al Presidente del Partido Comunista Aidit, se le halló escondido en casa de un amigo y se le ultimó a balazos; al vicepresidente del Partido, NjoCo, también vicepre­sidente de la Cámara de Diputados y Ministro sin cartera del Gabinete Sukarno, se le arrestó al abandonar el Palacio Presi­dencial luego de haber participado en el Acuerdo General de Ministros del 6 de octubre de 1965) todas las actividades de In­donesia quedaron prácticamente controladas por Nasution y Suharto.
    No se daba cumplimiento a un decreto ni se cursaba una resolución, una orden o un simple despacho telegráfico oficial que el Ejército no hubiera revisado y aprobado.
    La estructura oficial sukarnista se había desmoronado.
    Sin embargo, Sukarno actuaba como si no lo hubiera adver­tido. Sólo podía confiar, teóricamente, en sus legiones comunistas, pero también esas fuerzas habían sido neutralizadas, acefalizadas y reducidas al mínimo en su gravitación política.
    Desde el Primer Ministro Subandrio hasta el último de los colaboradores de Sukarno trataban de concertar una acción acep­tablemente positiva.151
    Todo era inútil.
 151 Una declaración oficial del Presidente del Partido Comunista Indonés, Dipa Nmantara Aidit, fechada el I9 de octubre de 1965, enviada como con­vencional "circular" a los diarios comunistas de Java y Sumatra, había sido interceptada, en todos los casos.
Afirmaba Aidit "que el brutal asesinato simultáneo de seis generalas indoneses era la simple consecuencia de una feroz lucha interna del Ejército, en la que, justo era consignarlo, no intervenían la Aeronáutica Militar, la Marina de Guerra ni la Policía. El "Consejo Militar Revolucionario" diri­gido por los generales Nasution y Suharto, sospechosamente salvados de una matanza de generales en la que debieron estar incluidos, amenazaba la vida de Sukarno y la libertad de Indonesia. La estrecha colaboración de los agentes americanos de CÍA con Nasution y Suharto, anticipaba la absorción de Indonesia por un imperialismo aún más peligroso que aquel que los indonesios habían soportado dorante siglos".
Un único mensajero, pedaleando su bicicleta por las noches, había logrado salvar el cerco y alcanzar jiuabaja, a 750 kilómetios de Üjakana. La nota de Aidit fue publicada el día 8 por el diario comunista Dja'an Hakjat (Ca­mino del Pueblo), que fue clausurado un día después. El mismo día en que Aidit fue hallado y muerto.
 
146.    REACCIÓN   ANTICOMUNISTA


    Aquello era realmente una guerra.
    Después de dos semanas de intensos preparativos —neutrali­zaciones, bloqueos, clausuras de comités partidarios y de centros de adoctrinamiento, detenciones de dirigentes, etc.— que debilita­ban al poderoso enemigo comunista, Nasution y Suharto se lan­zaron decididamente a la acción.
    El 15 de octubre de 1965 dio comienzo a una de las más impresionantes orgías de sangre de que el mundo tenga memoria. Se inició simbólicamente en Blitar, pueblo natal de Sukarno y se esparció de inmediato por Java, Sumatra, Borneo, Bali, las Célebes y otras islas densamente pobladas.
    El fanatismo político y la mística religiosa exacerbaron el latente clima de odio. Los sacerdotes de todas las religiones son igualmente duchos para llevar agua hacia sus molinos.
    En este caso, la sutil tarea de captación de los monjes maho­metanos dio óptimos frutos inmediatos.
    El Comunismo era e! enemigo. Alá ofrecía esta singular oca­sión de destruir al Comunismo, a los comunistas y al propio Sukarno.
    Los imanes —monjes mahometanos— estimulaban la matanza de los enemigos del Islam, transformando una lucha política en una guerra santa. Bendecían con unción los parangs —dagas de 15 centímetros de largo de hoja, filo, contrafilo y punta—, que penetraban hasta el mango cuando eran lanzadas desde algunos metros de distancia por los diestros jóvenes indoneses.
    En Java y Bali, las islas más densamente pobladas, el exter­minio de comunistas cobró características de carnicería indiscri­minada.
    El sukarnismo y el comunismo se confundían. Nadie hubiera podido determinar ni les preocupaba hacerlo, donde terminaba uno y empezaba el otro.
    Viejos vecinos que siempre habían demostrado su devoción por Sukarno, eran visitados, saludados con el mismo amistoso "Buenas noches" cambiado diariamente durante años, invitados a salir y golpeados, mutilados y decapitados allí mismo, en pre­sencia de sus desesperados mujer e hijos.
    Los comunistas eran buscados en todo lugar donde un ser humano pudiera ocultarse, desde las copas de los más frondosos árboles del bosque hasta cuevas de la costa rocosa cuyas entradas sólo se hacían visibles en la bajamar.
    Eran duramente golpeados, aturdidos. Algunos de ellos trataban inútilmente de defenderse. Se les maniataba a la espalda y se les obligaba a hincarse. Apenas exhalaban un quejido cuando se les cortaba de un solo tajo la oreja izquierda, luego la derecha, la nariz y enseguida, con ayuda de uno o dos brazos fuertes que le tiraban del pelo obligándole a ofrecer la garganta, la feroz puñalada que seccionaba yugular y carótida, haciendo manar la sangre a borbotones.
    Cuando se trataba de dirigentes, separaban las cabezas de los cuerpos y las clavaban en picas que eran enterradas en las playas o apoyadas sobre el frente de sus respectivas viviendas.
    Los cadáveres quedaban abandonados y eran generalmente llevados por algunos vecinos hasta la playa más próxima, donde un camión municipal les recogería al día siguiente.
    Los jóvenes vindicantes proseguían sus correrías nocturnas cargando la pequeña bolsa en la que juntaban narices y orejas por docenas.
    Eran trofeos. El sentido religioso que se había dado a esta matanza influía para que los jóvenes estudiantes sintieran que estaban sirviendo a Indonesia y a Alá.
    Los monjes y los estudiantes fueron dos revulsivos que se complementaron eficazmente para mantener tono y ritmo del operativo "Destrucción del Comunismo".
    Desde el 15 de octubre de 1965 se había permitido —ya lo dijimos— que los jóvenes indoneses gustaran del acre placer de matar. En realidad, no hubiera sido necesario porque el Partido Comunista estaba ya totalmente desarticulado. Su Presidente, Aidit, había sido buscado, hallado, ejecutado en el sitio e inhumado en forma anónima, en una fosa colectiva; su vicepresidente, Njoto y directivos del comité central y de las filiales que funcionaban en cada una de las ciudades del archipié­lago, estaban ya recluidos en prisiones militares; todos los oficiales y suboficiales comunistas de las fuerzas armadas, habían sido arrestados; toda la policía arrestada y reemplazada por elementos militares de confianza; las milicias populares virtualmente arrasa­das, sus dirigentes detenidos, su tropa desarmada, sus cuarteles incendiados.      
    Cada día, tal como se había hecho con Njoto, decenas de conspicuos comunistas que mantenían contacto per­sonal con el propio Presidente Sukarno, eran, asimismo, detenidos y alojados en prisiones militares.
    Sukarno había quedado desarmado. Subsistía como Presiden­te, por simples razones de política doméstica. Pero convenía, por las mismas razones —las revoluciones sin teatralidad permanente languidecen— que corriera sangre y que se registraran algunos miles de muertos.
    Los jóvenes vengadores contaban con franquicias que les aseguraban impunidad y facilitaban sus desplazamientos, pero sus actividades estaban en cierto modo restringidas al canalizarse los itinerarios de sus incursiones hacia los suburbios.
    Estas restricciones habían podido imponerse a los jóvenes de Java y Sumatra. No así a los de la isla de Bali.
    Bali tiene la forma de un pez nadando hacia Levante; cin­cuenta kilómetros de extensión entre cabeza y cola y alrededor de veinte en su parte más ancha.
    Sería injusto decir que Bali es la isla más hermosa del archipiélago —ninguna isla indonesa lo es más que otra— pero puede afirmarse que el origen hindú de su religión oficial incide en las costumbres y distingue netamente a los dos millones de balineses de las mayorías musulmanas de las demás islas.
    La pequeña superficie de Bali, escasamente retributiva por las dificultades de su empinado desarrollo topográfico —2.200 metros sobre el nivel del mar en la región de Kintamani— y la necesidad de hacer los cultivos en terrazas, justificó la desatención administrativa en que siempre la tuvieron los colonizadores holandeses.
    Cuando las cosechas son escasas el hambre se enseñorea de Bali. Sólo se salvan los miles de monos que aullan como demonios en la Selva Sagrada de Sangeh. La principal industria —turismo— sólo es aprovechada por el gobierno central, los hoteles, los artesanos de la plata, madera y textiles y por los monjes, que organizan espectáculos exóticos aprovechando diferentes celebraciones.
    Hasta las hermosas jóvenes que bailan a pecho descubierto al ritmo que marcan rudimentarios instrumentos de percusión golpeados por muchachos dé su edad, lo hacen reuniendo fondos para sus parroquias.
    Los comunistas habían hallado un promisorio campo de acción entre la masa hambrienta de Bali. Esa fue, principalmente, la razón que privó para que la versión balinesa de la "guerra santa" cobrara proporciones inve­rosímiles.
    La pugna latente entre los monjes hindúes y las masas ya comunizadas explotó con la misma violencia de sus milenarias erupciones volcánicas. También allí las legiones de muchachones adoctrinados por los monjes se dedicaron con fría ferocidad a la eliminación de los comunistas y de todos los balineses que seducidos por la prédica de los agitadores antireligiosos habían dejado de contri­buir para el mantenimiento de los templos.
    Los cadáveres eran arrojados a los ríos que descendían al mar. Las aguas de los caudalosos Klungkung y Karangasm baja­ban teñidas de rojo.
    Ya nadie pescaba en ellas. Ya ningún nativo comía pescado en Bali.
    En todas las islas indonesas había monjes. Ellos fueron quie­nes, velando por sus propios intereses, manejaron discrecionalmente las huestes estudiantiles e incentivaron sus respectivas "guerras santas".
    En ocasiones, el número de víctimas excedía el cálculo de los organismos militares y llegaba a preocupar porque, al escapar a su control, podía agudizarse hasta transformarse en una represión exagerada.
    En enero de 1966, a cuatro meses del asesinato de los seis generales, Nasution continuaba en la conducción militar del país, sin haber exteriorizado la menor intención de debilitar los poderes del Presidente Vitalicio.
 
147.    DESTITUCIÓN  DE  NASUTION

      El Teniente General Nasution, jefe del movimiento revolucionario indonés por razones jerárquicas, habría podido ser un valioso elemento revolucionario si hubiera logrado substraerse a la enfermiza influencia que el Presidente Sukarno ejercía sobre él. Pero esto resultaba superior a él mismo. Pensaba —lo sentía sinceramente— que Indonesia era un país libre y soberano gracias al exclusivo esfuerzo de Sukarno.
    ¿Qué podría importar que Sukarno hubiera tenido cinco mujeres y hubiera sido un desordenado administrador, si la inde­pendencia de Indonesia —potencialmente el cuarto país de la Tierra— se debía exclusivamente a Sukarno?
    Destruir políticamente a Sukarno en sus últimos años de vida, le resultaba a Nasution tan desleal e injusto como si los hijos de un hombre que hubiera ganado una colosal fortuna pretendieran declararle incapaz de seguir administrándola porque en sus últimos años dilapidara una pequeña parte de esa colosal fortuna que sólo él había amasado.
    Nasution consideraba que luego de haberse desarmado a Sukarno podía reconocérsele el derecho de vivir en paz. No se le ocurría pensar que Sukarno podría repetir, con mejor suerte, su intento de eliminarles a él —Nasution— y a Suharto. No pensaba que, en ese caso, Indonesia habría de ser la la única víctima de una eventual resurrección política de Sukarno oue le permitiera reactualizar sus pactos con Mao Tse Tung.
    Pero así como Sukarno era el padre de Indonesia, Nasution era el padre del ejército indonés.
    El ejército sentía por Nasution, el honesto, intachable Nasu­tion, la misma profunda devoción que el pueblo indonés sentía por Sukarno. Era preciso tener con Nasution los mismos cuidados que debían de tenerse con Sukarno.
    La función de gobierno, inevitablemente agresiva, aún en época de bonanza, obliga a echar la conciencia a los mil diablos cuando se cruzan contingencias decisivas.
    La prueba cotidiana, de progresiva dureza; es un simple test diario de capacitación que el hombre de gobierno tiene el deber de resolver sin concesiones sentimentales.
    Suharto y CÍA decidieron desplazar a Nasution.
    Resultó tarea fácil para los hombres de Suharto convencer a sus camaradas de armas que el Ejército debía reclamar del Poder Ejecutivo que pusiera al Partido Comunista indonés fuera de la ley.
    También resultó fácil que esta patriótica aspiración se con­virtiera en un verdadero clamor.
    El Ministro de Defensa, absolutamente coincidente, no tuvo inconveniente en hacer suyo ese pedido. Lo hizo por una conceptuosa nota, ampliamente fundada, que puso en manos del Primer Ministro Subandrio.
   En el Gabinete de Sukarno había un hombre "diferente": el Ministro de Economía, Hamengku Buwono, Sultán de Jogjakarta, príncipe javanés de sangre real, descendiente del ya legendario Príncipe Diponegoro, cuyos títulos y posesiones habían sido res­petados por los holandeses. Buwono había cursado estudios uni­versitarios en Holanda y asumido el sultanato en 1940, a la muerte de su padre. Posteriormente, había prestado sincera adhesión a la gesta emancipadora de Sukarno y colaborado con probado desinterés personal al reconocerse la independencia de Indonesia.
    Sukarno recurría permanentemente a su asesoramiento.
    En la consulta confidencial que el Presidente había formula­do a su amigo, el Ministro de Asuntos Económicos, Hamengku Buwono, Sultán de Jogjakarta, éste había convenido con el Pre­sidente en que el Ministro de Defensa, Teniente General Nasution, al reclamar se pusiera al Partido Comunista al margen de la ley, había excedido los límites de su función específica.
    El Presidente Sukarno, cierto de que le asistía razón, había destituido a su Ministro de Defensa, Teniente General Nasution y dejándose llevar por su indignación y por su natural arrogancia, le había reemplazado por dos jefes de su confianza, notorios procomunistas, quienes habían asumido los cargos de Ministro y Vice-ministro de Defensa una hora después de haberse comu­nicado la destitución de aquél.
 
  148.    SUHARTO  ASUME  LA  DIRECCIÓN DEL MOVIMIENTO

      Al separarse a Nasution de toda función militar activa —Su­karno le había pasado a "disponibilidad"— Suharto quedó como Jefe del Ejército y como única cabeza visible del paralelo movi­miento anticomunista.
    El Ejército reaccionó como él había previsto que lo haría: se unió estrechamente a él.
    Promediaba febrero de 1966.
    De pronto, como si la destitución de Nasution hubiera pro­vocado el fenómeno, la ola de terrorismo arreció en toda Indo­nesia. Los jóvenes universitarios, reforzados por campesinos y obreros y por los integrantes del primitivo Comunismo Naciona­lista (MURBA) fundado por el líder nacional-sukarnista Tan Malaka, en 1948, totalmente volcado al nacionalismo revolucionario desde que Sukarno cancelara su personería jurídica impi­diéndole actuar como partido político, aparecieron armados de granadas de mano, pistolas, ametralladoras y abundante provisión de munición.
    Eran 500.000 enfurecidos jóvenes antisukarnistas, que habían arribado desde las principales ciudades de Java y Sumatra e inun­daban las calles de Djakarta, portando carteles revolucionarios, sin que la policía o el ejército intentaran contenerles.
    Ejército y Policía parecían impotentes ante aquellas enlo­quecidas hordas juveniles de ambos sexos de las que se despren­dían nutridas brigadas que se iban desplazando a todos los puntos de la ciudad y alrededores, portadores de nóminas extraídas de los registros oficiales de adherentes del Partido Comunista Indonés.
    Allanaban las casas de los comunistas, las incendiaban si hallaban resistencia, sacaban al exterior, a golpes y culatazos de pistola, al jefe de familia y a sus hijos, a quienes sometían al excitante ritual de la extirpación de orejas y narices y posterior degüello o decapitación.
    Furia y saña en acción fríamente sistematizada.
    Si las muertes de comunistas producidas en los primeros cuatro meses que siguieron a la noche del asesinato de los seis generales, habían justificado que se hablara de "orgías de sangre", ya no se encontrarían palabras ni metáforas que dieran idea aproximada de lo que aquello iba a ser en adelante.
    El trabajo material, mecánico, de dar muerte a los millones de comunistas activos inscriptos habría de ser largo, pesado y tedioso.
    Los registros oficiales del Partido, analizados y discriminados minuciosamente por jefes y oficiales especializados del Estado Ma­yor de Suharto, consignaban 3.500.000 adherentes, de los cuales, 1.900.000 actuaban en Java —más de 500.000. en la capital, Djakarta y alrededodes— 600.000 en Sumatra, 500.000 en Borneo, 200.000 en Bali, 100.000 en las Célebes, 100.000 en Nueva Gui­nea, etc.
    La fría muerte de comunistas se aderezaba con fríos actos de terrorismo.
    Todo automóvil privado que se hallara en las calles era puesto ruedas arriba e incendiado. Los comercios minoristas eran invadidos, se echaban abajo sus puertas si se les hallaba cerrados; comestibles, bebidas, prendas de vestir, etc., pasaban a poder de los depredadores; las casas registradas como domicilios de comu­nistas eran allanadas, los padres e hijos eran muertos y las madres e hijas sometidas a toda clase de excesos y algunas de ellas, por indóciles, castigadas y lanzadas desnudas a la calle.
    La Embajada China comunista ocupaba un hermoso palacete de dos plantas, rodeado de jardines, a sólo trescientos metros de! monumental Hotel Indonesia, construido por los japoneses como indemnización de guerra.
    Tres mil jóvenes estudiantes invadieron la Embajada, lan­zando "¡mueras!" a Mao Tse Tung. Se quemaron los automóviles, se derribaron las puertas, se hirió de consideración a todos los miembros de su personal, se destruyeron los modernos equipos de trasmisión y recepción radial; toda la documentación archivada fue quemada en los jardines, con los muebles que la contenían; la bandera china fue, asimismo, quemada, colocándose en su lugar la blanca y roja enseña indonesa.
    Los soldados indoneses que prestaban guardia a la Embajada, eran meros espectadores.
Cuando, al cabo de siete horas de desmanes, los jóvenes invasores abandonaron el lugar, no quedaba una sola puerta o ventana sobre sus goznes; un mueble, un artefacto eléctrico o un vidrio sanos.
   Sukarno, a la sazón en el palacio presidencial Merdeka (Libertad), en Djakarta, recibía detallada información de cuanto estaba ocurriendo en la ciudad y en todo el país.
(Suharto había tenido buen cuidado de ajustar este valioso complemento psicológico.)
El Presidente Sukarno convocó a sus ministros, consejeros y funcionarios que asistían comúnmente a las reuniones de Ga­binete.
    El Teniente General Suharto, entre ellos.
    Hacía media hora que todos los convocados charlaban infor­malmente, en grupos.
Esperaban, de pie o sentados —el flamante Ministro de Defensa a la derecha del Ministro de Asuntos Económicos, Sultán de Jogjakarta— cuando empezó a oírse un sordo rumor cuyo volumen iba aumentando progresivamente.
    Alguien dijo: "—¡Vienen hacia aquí!".
    Otro agregó, enseguida: "—¡Son miles!".
    Ya los primeros manifestantes se aferraban a las verjas de los jardines del Palacio y lanzaban gritos estentóreos. En ese preciso instante, el Presidente Sukarno entró al gran salón de Acuerdos.
    Suharto, aislado, en décimo término sobre la izquierda, se puso de pie a la llegada del Presidente y saludó con una inclinación de cabeza.
    El Primer Ministro Subandrio, acompañante de Sukarno, gol­peó por dos veces sus manos. La mayoría de los presentes, absor­bidos por el desplazamiento de la enardecida muchedumbre que parecía desfilar frente al Palacio desplegando centenares de banderas de vivos colores, no habían advertido la llegada del Presidente.
    —¡Señores! —reclamó en voz alta Subandrio.
    —¡Señores idiotas! —corrigió Sukarno en voz más alta, visi­blemente fastidiado.
    Suharto y el Sultán de Jogjakarta se miraron inexpresiva­mente.
    —¿Qué significa esto, General Suharto? —preguntó Sukarno, sin prestar mientes en el nuevo Ministro de Defensa, quien se hallaba entre ambos.
    —Son estudiantes. .. Adolescentes, señor Presidente. Están "jugando" a la revolución.
    —¡Pero acaban de destruir la Embajada China! ¡Nos exponen a un serio conflicto internacional!
    —La represión violenta desencadenaría la guerra civil, señor Presidente.
    Llegaron gritos. "¡Queremos a Subandrio! ¡Queremos al traidor!".
    El Teniente Coronel que había reemplazado a Untung en la jefatura de la Tjakrabirawa entró en ese momento y se cuadró ante el Presidente.
    —El Palacio está rodeado por cincuenta mil revoltosos armados, Excelencia. Sólo tengo trescientos hombres y una carga de munición. No podríamos resistir, si atacaran...
    Subandrio, a la derecha del Presidente, dejó sobre la mesa algunos papeles que sostenía, tratando de disimular el temblor de su mano.
    Desde todos los sectores llegaba el mismo grito: "¡Queremos a Subandrio! ¡Queremos al traidor!".
    El Presidente miró interrogativamente a Suharto.
—Considero conveniente su traslado a Bogor, señor Presi­dente. Su helicóptero está listo para despegar.
    El Primer Ministro Subandrio miró ansiosamente al Presi­dente. Su tez cobriza había empalidecido al azul cerúleo.
    Sukarno también estaba nervioso. No podía dejar sus labios quietos.                                                                                
    —¡Ya arreglaremos esto! —dijo de pronto, incorporándose.
    La súbita retirada de Sukarno, mascullando un saludo, sorprendió a Subandrio. Se puso de pie y corrió tras el Presidente. A diez metros se detuvo. Estaba descalzo. Tenía la costumbre de descalzarse cada vez que se sentaba a una mesa. Sukarno ya había desaparecido, en dirección al patio interior donde le esperaba su moderno helicóptero privado, con el motor en marcha. Tras un décimo de segundo de indecisión, dominado por el pánico, Suban­drio echó a correr de nuevo, abandonando los zapatos.
    Nadie sonrió; todos experimentaron la misma sensación de asco.
    Suharto se acercó entonces al Sultán de Jogjakarta para invitarle a viajar con él, en su jeep del ejército. Lo hacía cordialmente, ofreciéndole seguridad, pero el Sultán invirtió con la misma cordialidad la invitación, asegurando a Suharto que su coche refrigerado ofrecía mayor espacio y la ventaja de no ser oídos por el conductor. Sugería, además, una inspección de visu por algunos barrios de la capital.
    Cuando el Cadillac del Sultán cruzó el portalón del palacio presidencial, la enardecida muchedumbre que diez minutos antes reclamara la cabeza de Subandrio se alejaba del lugar, encolumnándose en distintas direcciones.
    Habían visto elevarse al helicóptero. Ya sabían que Sukarno y Subandrio habían huido a Bogor.
   
149.    ANTICOMUNISMO  DEPORTIVO
 
    Los asesinatos y depredaciones recrudecieron en todas las islas del archipiélago.
Los comunistas que hubieran tenido activa militancia, sólo se salvaban si lograban cruzar a Singapur o a Malasia. Cumpliendo una función minuciosamente programada por el Teniente General Suharto y por los activistas de la CÍA, medio millón de jóvenes —a algunos de los cuales se les habían propor­cionado pistolas de reglamento, ametralladoras, granadas de mano o afilados parangs— y muchos miles de garridas muchachas de todas las regiones de Java y Sumatra —los románticos "idiotas útiles" de siempre— vivaqueaban en plazas y playas de Djakarta.
    Universitarios de KAMI, secundarios de KAPPI, resentidos de MURBA, agricultores, obreros y recias muchachas ya veteranas en las cruentas correrías, se divertían matando comunistas a pleno sol y luego se daban repetidos chapuzones en el mar para refres­carse y lavar la sangre que manchaba sus ropas y sus cuerpos, nadar, jugar, perseguirse y hacer el amor allí mismo, en la rom­piente, también a pleno sol.
    La vecina Bali, pequeña, empinada, refulgente esmeralda cónica tan traslúcida en el verde negro de sus bosques sagrados como en el verde pastel de sus laderas luminosas, era un colorido poema de hambre.
    Las terrazas-pañuelo, agresivamente robadas a la montaña de pétrea concreción volcánica y los pequeños valles naturales, labo­riosamente desmontados, resultaban insuficientes para abastecer de arroz a una población de 3 millones de habitantes que sólo contaba con un 15 % de suelo laborable.
    Cuando las cosechas se malograban por monzones, lluvias excesivas, poco profundo revolvimiento de las pesadas masas de barro en que se enterraban las plantas de arroz o porque el activo Agung entrara en una de sus periódicas erupciones, los frutos del bosque —plátanos, fresas, durangos, te verde y algún pájaro, agre­gados a los pescados que se recogían en enormes redes que se levantaban desde la orilla por una rudimentaria grúa basculan­te—, completaban una dieta que apenas superaba las mil calorías.
    Como todo feudo administrado por religiosos, estos eran los únicos que no sufrían hambre, a pesar de su alto número y de los centenares de templos y capillas que plagaban la isla.
    Sobre toda cosecha familiar —arroz, te, verduras, huevos, le­che, aves y cochinillos— pesaba un diezmo que, por razones reli­giosas, nadie dejaba de oblar.
    El turismo era manantial inagotable.
    Ningún turista que arribe a Djakarta dejará de tomar el no muy obsoleto avión "Electra" de la oficial Garuda Lines para bajar, luego de cuatro horas y una o dos etapas facultativas, en el pequeño aeropuerto de Tuban, cerca de Denpasar e iniciar esa visita —réplica del ¡Vedi Nápoli! que han hecho inexcusable una inteligente sugestión publicitaria y la abundante dosis de snobismo con que todos contribuimos espontáneamente.
     Las mujeres exhiben sus bustos desnudos a pesar de la orde­nanza prohibitiva que rige para toda Indonesia. Los monjes saben que ese detalle constituye la pulgarada de exotismo que el turista, invariablemente estúpido, busca para ese monstruito voraz que es su cámara fotográfica.
     Grupos de hermosas jóvenes descalzas, sin más vestimenta que las faldas de vivos colores y las vinchas que sujetaban las flores y frutos que adornaban sus cabezas, ejecutaban en espacios abiertos de las casas de te y los hoteles, lánguidas danzas mile­narias a compás de la música que tañían veinte muchachos en el emparrillado de otros tantos xilofones dispuestos sobre alargados cajones decorados en rojo y oro.
    Todo el dinero que recibían de sus espectadores, extranjeros generosos y las gratificaciones que se agregaban por "pose" o por la cesión de algún souvenir, se entregaba a los monjes de la orden o parroquia a la que ese grupo de músicos y danzarines pertenecía.
    No existen en Bali bailarines "laicos" o independientes. Esa industria está exclusivamente explotada por los monjes. Los comunistas de Sukarno, ateos, indiferentes a todo culto que no fuera el que inspiraba el Bung, obligaban a los monjes hinduístas a una serie de antieconómicas restricciones.
    Suharto sabía que podía dejar la matanza de comunistas —única cosa que le interesaba, de momento— en manos de aque­llos feroces monjes y de sus no menos feroces acólitos. Para estos enconados anticomunistas balineses, cada enemigo degollado era un sacrificio que ofrendaban a Vishnú, el Preservador.
    La playa del imponente Hotel Bali, las más pequeñas de Seghara y Sindhu y las que rodeaban Denpasar o Singaradja, eran recorridas por camiones municipales que recogían diez, quince o veinte cadáveres dejados en cada una de ellas durante la noche, sumados a aquellos que los ríos traían de lo alto, lanzaban al mar y el mar devolvía a la costa, al cabo de unos días, hinchados y semidevorados por los peces.
    Las bajas comunistas aumentaron considerablemente durante la primera semana de marzo de 1966, como consecuencia de la destitución del Ministro de Defensa, General Nasution. Cálculos fidedignos hacían ascender a 27.000 las muertes violentas com­probadas solo en Java, Sumatra, Bali, Sur de Borneo y Célebes, durante esos siete días.
    En las islas restantes, menos pobladas, donde los comunistas resultaban, por ello, menos mimetizables, la razzia se había cum­plido exhaustivamente entre el 15 de octubre y el 31 de diciembre de 1965. Las pequeñas partidas de bajas comunistas que se fueron asignando a esas islas, con posterioridad, correspondían, invaria­blemente, a exiliados que huían de sus puntos de residencia habitual y creían hallar refugio en lugares donde no se les conocía.
    Todo desconocido era sistemáticamente ejecutado, pero su escaso número no incidía de manera sensible en el cómputo general de bajas comunistas.
    El Teniente General Suharto y CÍA habían convenido que este tipo de estadística fuera regularmente proporcionado al Pre­sidente Sukarno.
 
150.    DECANTACIÓN  POLÍTICA
 
    La sensación de inminente peligro serenó la mente del Pre­sidente Sukarno y le indujo a apreciar la realidad con los pies en la tierra. La maniobra política concebida al planearse el asesinato de los ocho generales anticomunistas habría sido perfecta de haberse cumplido tal como se había planeado.
    Lamentablemente, había fracasado.
    ¡Había fracasado y eso era todo! Nada se ganaba con mesarse los pelos y maldecir al maldito Untung y al maldito imbécil que había dado muerte a la maldita chiquilla de Nasution.
    La torpeza de Untung... Sukarno apretaba los puños al recordar la seguridad con que aquel maldito imbécil había afir­mado: "—¡Un juego de niños, Excelencia! ¡Un simple juego de niños!".
    ¡Un simple juego de niños... y dos generales habían huido! ¡Ah, cómo habría querido tener a Untung en su poder para cortarle lentamente los testículos y verle desangrarse!
    —¡Serénate! —se dijo.
    Recordó el consejo de su anciana madre, cuando la visitara en Blitar, el día de su último cumpleaños: "—Nunca pierdas la calma, hijo. La mente fresca te permitirá ser justo. Y todos te amarán".
    Era un buen consejo, pero no le importaba seguirle por que le amaran. Eso le tenía sin cuidado. ¡No perder la calma, man­tener la mente fresca! Esto era lo importante.
    Volvía a su problema. Sí, era preciso serenarse. Ganar tiem­po. ¿Quieren a Subandrio? ¡Pues, ahí le tienen! Pero, no. Subandrio era un pretexto, un simple pretexto. ¡Era a él, a Sukarno, a quien querían! ¡Suharto, maldito zorro, maldito ambicioso, sir­viéndose de los estudiantes, de esos chiquillos idiotas, para subir, para escalar posiciones!
    El mismo les había enviado a cercar Merdeka.152
    Al remontar vuelo en el helicóptero, había podido percibir la magnitud del peligro corrido —la masa revolucionaria que rodeaba al Palacio Presidencial era un compacto anillo humano de no menos de cincuenta metros de ancho— y al volar sobre la ciudad, había apreciado las pavorosas proporciones de esas enlo­quecidas hordas que amenazaban destruirlo todo.
    Al recordarlo, experimentaba el típico fenómeno del pánico retroactivo.
    Pensó que él mismo acababa de beneficiar a Suharto al des­tituir a Nasution. Y bien: las cosas se habían presentado así, se habían produ­cido así. Era preciso serenarse, tomarlas así, aceptarlas así y partir desde ahí.
    ¿Con qué contaba él?
Enumeró: su Partido Comunista, el tercero del mundo, des­hecho; el leal Aidit, ejecutado; Njoto, preso... también ejecutado, de seguro; las Milicias Populares, copadas y anuladas; la Policía, totalmente relevada; la Marina de Guerra, apolítica, indiferente; la Aeronáutica Militar. .. quizá Dhani y algún otro jefe de su Estado Mayor, porque los aviadores estaban plegados al Ejército; el Ejército, copado, depurado y en poder de Suharto... El, el Presidente de la República, el Bung, el "Padre de la Nación, sólo contaba con los tres mil idiotas de su Tjakrabirawa, una fuerza comandada por otro imbécil, tan imbécil como Untung, quien no había previsto la necesidad de tener un buen almacén de municiones en el Palacio Presidencial, quien sólo contaba con la carga de cada pistola...                                                         
    ¡Oh, sí! Suharto era su temible enemigo.
    ¡Suharto! ¡Suharto! ¡Estaba en poder de Suharto!
    Era preciso ganar tiempo, halagarle, conquistarle...
    En algún momento habría de ser posible sorprenderle y destruirle.
    ¡La deliciosa Dewi! ¿Cómo no se le había ocurrido antes? El la aleccionaría y haría de ella una insubstituible embajadora.
    Las mujeres son leales; pueden ser muy útiles.
    Esta reflexión le trajo un antiguo recuerdo: su gestión de oficioso alcahuete, al proporcionar    120 prostitutas de Sumatra a los soldados del Coronel Fujiyama.
    ¡Oh, sí, las mujeres pueden ser muy útiles! ¿Quién podría ofrecer el Ministerio de Defensa a Suharto con más irresistible seducción que la deliciosa Dewi? Al día siguiente, la deliciosa Dewi se constituyó en el Palacio Merdeka. Llamó por teléfono al Teniente General Suharto. Le invitaba a visitarla para retrasmitirle un importante mensaje del Presi­dente, quien permanecía en Bogor.
    Una hora después, la deliciosa Dewi y Suharto iniciaban una interesante negociación diplomática.
 152 Merdeka: Libertad. Nombre del Palacio Presidencial de Djakarta.
 
151.    INTERCAMBIO  DE  PROPUESTAS
 
    Suharto y la vivaz japonesita se entendieron sin dificultades. La conferencia que ambos  sostuvieron en un  luminoso pequeño despacho del primer piso del Palacio Merdeka, mientras
saboreaban dos tazas de te verde, se extendió por algo más de una hora.
    Diez minutos después de salir Suharto del Palacio, lo hacía a su vez, Dewi, rumbo a Bogor.
    Casi toda la amable charla había versado sobre generalidades, pero a Suharto le había sorprendido encontrar en su interlocutora, una insospechada capacidad de comprensión de problemas políticos que ella parecía apreciar en todo su alcance.
    Haciendo gala de fino tacto diplomático ella se refirió a los extraordinarios  antecedentes de  Sukarno,  su  heroica  lucha de veinte años, las persecuciones de que había sido objeto, las
prisiones que había sufrido y luego, su triunfo sobre el colonizador holandés;  puso vivo énfasis al comentar las  alternativas de la lucha por la anexión de Nueva Guinea y terminó preguntando a Suharto, si el hombre que había realizado el milagro de man­tener espiritualmente unidas tres mil islas en una misma lengua y un mismo credo político merecía que se le permitiera descansar en paz.
    Suharto no mentía al decirle que coincidía con ella. El podía asegurar que apreciaba la extraordinaria obra del Presidente. Lamentaba no poder aceptar el honroso ofrecimiento que el Pre­sidente le formulaba por intermedio de tan gentil embajadora, pero él no podía actuar aisladamente porque estaba unido a todo el ejército indonés. Rogaba a la encantadora señora Dewi pidiera al Señor Presidente se sirviera recibir a los tres generales más antiguos, quienes le visitarían esa noche en representación del ejército para proponerle una solución de emergencia que contri­buiría a refirmar la seguridad del gobierno de Sukarno.
    El Presidente acababa de sentarse a la mesa acompañado de su mujer, la japonesita Dewi, del Primer Ministro Subandrio y del Ministro de Asuntos Económicos, Hamengku Buwono, Sultán de Jogjakarta, cuando los generales llegaron a Bogor.
    A los postres, Sukarno abandonó la mesa para atenderles.
    Les escuchó sin mirarles, conteniéndose para no insultarles y echarles de allí a empellones. Hervía de indignación. Se con­tuvo, sin embargo. Levantó su mano izquierda indicándoles que esperaran y retornó al comedor. Cambiaría ideas con sus comensales. Ganaría tiempo.
    El Ejército notificaba oficialmente al Presidente Sukarno que, en conocimiento de que 500.000 jóvenes levantados en armas, se proponían atacar el Palacio de Bogor, no podría garantizar la seguridad del gobierno ni la vida del Presidente, a menos que el Presidente transfiriera transitoriamente sus poderes al Tenien­te General Suharto.
    El proyecto de decreto que los tres generales entregaron a Sukarno establecía textualmente "que el Teniente General Su­harto, en representación del Ejército, quedaba autorizado a adop­tar, en nombre del Excelentísimo Presidente Sukarno, toda medida que contribuyera a refirmar la seguridad del gobierno del Exce­lentísimo Presidente Sukarno."
    Subandrio recordó a Sukarno que, al levantar vuelo en el helicóptero, habían podido percibir la magnitud del peligro corrido esa tarde. La masa revolucionaria que rodeaba al Palacio Merdeka era un compacto anillo humano de no menos de cin­cuenta metros de ancho.
    También recordaron que, al volar sobre la ciudad, habían apreciado, asimismo, las gigantescas proporciones de esas enlo­quecidas hordas que amenazaban destruir Djakarta.
    La propuesta del Ejército ofrecía garantías de seguridad para el gobierno del Presidente Sukarno.
    El Sultán de Jogjakarta y la grácil Dewi coincidieron en que el Teniente General Suharto era un jefe responsable y que por ese decreto quedaba comprometido ante el propio Ejército a resguardar la seguridad, valía decir, la continuidad del gobierno del Presidente Sukarno.
    El Presidente Sukarno sabía —agregaron— que 120 millones de indoneses le tenían en su corazón y que ningún ejército se atrevería a intentar inferirle el menor daño, sin correr el riesgo de provocar la más espantosa guerra civil de todos los tiempos.
    Sukarno pensó, entonces, que a él le convenía que fuera Suharto quien se hiciera responsable de cualquier exceso en que debiera de incurrir para poner en vereda a aquellos peligrosos jovenzuelos desorbitados.
    Cuando el Primer Ministro Subandrio, delegado por el Presidente, entregó a los tres generales, una hora después, el decreto ya firmado por Sukarno que él —Subandrio— se había apresurado a refrendar, su expresión era la de un hombre feliz.
    Eran las 11.45 p.m. del 12 de marzo de 1966.