martes, 3 de diciembre de 2019

15-EL SUPER CAPITALISMO INTERNACIONAL-SU DOMINIO DEL MUNDO EN EL AÑO 2000

 
8ºVA: PARTE- 1 DE 2
Pedro Piñeyro 

IMPRESO EN LA ARGENTINA
Queda hecho el depósito que exige la ley 11.723
Buenos Aires
1970
edición del autor 1970

Al genial filósofo,
sociólogo, economista,
creador del materialismo dialéctico,
fundador del socialismo científico,
organizador de la "Primera Internacional",
autor del "Manifiesto del Partido Comunista",
de "El Capital",
de cien obras medulosas que acicatearon la gesta proletaria.
Quien, a lo largo de cuarenta años de áspera lucha,
ignoró sistemáticamente la existencia de
la Banca Rothschild,
el más formidable bastión
del supercapitalismo.
,.. y el primer hombre a quien no asustaron el trueno ni
[el relámpago, inventó a Dios
y Le utilizó en su provecho.


Este libro se terminó de imprimir

en el mes  de Agosto de 1970

en Artes Gráficas "Sapientia"

Jvtobeu 1163 - Buenos Aires

85.    RÍOS DE SANGRE

     Cuesta concebir la existencia de organismos de Estado exclu­sivamente dedicados al asesinato, tan despiadadamente regimen­tados como aquellos que en épocas de Lenin y Stalin asolaron a Rusia.
    Lenin sostenía cínicamente: "El terror indiscriminado conso­lidará nuestro triunfo".
    Se atribuyen a la Cheka de ese primer lustro de régimen bolchevique más de dos millones de ejecuciones. Entre ellas, en números redondos, las de treinta obispos, mil quinientos sacer­dotes, veinte mil funcionarios jerarquizados, doscientos cincuenta mil obreros y un millón ochocientos mil campesinos.
    Stalin, sin enfáticas declaraciones previas, superó con creces a su antecesor. Al cumplir los primeros cinco años de su san­grienta dictadura, ya había triplicado esa cantidad. Pero no se detuvo. Lejos de ello, inició un drástico Plan Quinquenal (1929-1933) que se apoyaba en dos pilares básicos: industrialización masiva y colectivización del agro.
    La desesperada resistencia de los kulaks (chacareros) llegó a asumir aspectos de rebeldía: quemaron sembrados y sacrificaron animales que el nuevo régimen pretendía expropiar a título gratuito.
    Stalin los deportó a Siberia en número de cinco millones.
    Todos ellos murieron de hambre y de frío.
    Las purgas de Stalin fueron escalofriantes. No hizo distingos de ninguna índole. Zinoviev, Kamenev, Bujarín, Rykov —Máximo Gorki conminado a suicidarse- Radek, Kaganovich, Sokolnikov —el Mariscal Tugachevsky, héroe de la guerra civil, ídolo del Ejército Rojo y del pueblo, acusado de estar en connivencia con Alemania y Japón— generales, coroneles, sus propios ministros —Yejov y Yagoda— y miles de revolucionarios de la época zarista que habían sufrido —algunos de ellos junto al mismo Stalin— el frío y el hambre de las prisiones de Siberia y miles de amigos íntimos y miles de íntimos colaboradores víctimas de intenciona­das intrigas, se sumaron a sus víctimas.
    Según estadísticas policiales publicadas durante la campaña de "destalinización" promovida por Krushchev veinte años des­pués, ocho millones de rusos habían sido enviados a morir en Siberia en sólo un año: 1938.
    Las mismas estadísticas oficiales calculaban que entre febrero de 1924 y diciembre de 1938, cuarenta millones de ciudadanos rusos habían sido encarcelados por la Cheka y la aún más sanguinaria G.P.U. del régimen staliniano.
    Cuando Trotzky fue, por fin, ejecutado en México por orden de Stalin, éste pudo pensar que de los hombres que iniciaran la revolución de 1917 junto a Lenin, sólo él, Stalin, sobrevivía.
Es decir, sólo él y, a medias —porque en esa época era oficial del ejército zarista— el Coronel Alejandro Gregoriev Maisky, su embajador en Londres.109
 109 El Coronel Maisky constituyó la más rara excepción staliniana, por­que Stalin fue consecuente con Maisky.

Stalin, dictador absoluto, perverso obsesivo que condenaba a muerte a sus propios amigos sólo porque sospechara que sus demostraciones de amistad fueran fingidas o simplemente porque esos amigos cumplían funcio­nes para las que, de pronto, creía haber encontrado un candidato más apto; que había asistido desde su disimulado palco grillé a las refinadas torturas a que se sometía a hombres que le habían acompañado en distintas etapas de su gobierno como, por ejemplo, sus ministros Yejov y Yagoda; que habla gozado la ejecución de mariscales y generales del ejército Rojo, todos ellos héroes de la sangrienta y difícil guerra civil; que había ultimado a tiros de revólver a su propia mujer, la hermosa morena eslava Nadia; Stalin, el más sanguinario déspota de la historia, fue leal a un hombre: el Coronel Maisky.

Le nombró Embajador ante la Corte de Saint James y le mantuvo en el cargo hasta la muerte del propio Maisky, acaecida en Londres, en 1948,

 
86.    EL FOUCHE RUSO


     El Coronel Maisky (1876-1948) merece un comentario aparte.
    Primogénito de un prestigioso médico judío de la Corte de Alejandro II (1818-1881), había cumplido cinco años de edad precisamente aquel día 20 de julio de 1881 en el que los nihilistas asesinaran al Zar.
    Alejandro III había mantenido en el cargo al Doctor Maisky y ello había hecho posible que el futuro Coronel Maisky ingresara al Colegio Militar Imperial luego de haber perdido un año en la Facultad de Medicina de la Universidad de San Petersburgo. Su fracaso como estudiante de medicina se había debido a la incoercible repugnancia que le producían las disecciones sobre cadáveres que constituían los trabajos prácticos de Anatomía.
    Habían resultado inútiles las instancias de su padre y los esfuerzos de su condiscípulo y entrañable amigo Pablo Levín, quien habría de llegar a ser Profesor titular de Toxicología y médico de cabecera de Nicolás Lenin.
    Los padres de los dos jóvenes, médicos ambos, habían sido, a su vez, compañeros de estudios y mantenían una cordialísima amistad que se prolongaba a sus familias.
    El Doctor Maisky atendía con judía solicitud al Gran Duque Vladimir. La rebelde gota que mantenía postrado al ilustre enfer­mo justificaba que le viera cada día.
    Los enfermos, por importantes que sean, se humildizan ante sus médicos y al prestar obediencia a sus prescripciones terminan por someterse a ellos en otros aspectos.
    El Doctor Maisky sacó provecho del ascendiente que tenía sobre el Gran Duque para obtener que éste se interesara ante su hijo, Director del Colegio Militar Imperial, a fin de que el joven Alejandro Maisky pudiera ingresar a ese instituto de enseñanza militar tan difícilmente franqueable para los plebeyos y sobre todo, si además de plebeyos eran judíos.
    A pesar de las mil y una bromas pesadas de que se le hizo víctima durante los dos primeros años —en un ejercicio de cruce del Moskova sobre pontones, fue empujado a las frías aguas con todo su equipo, costó varios minutos rescatarlo y debió ser inter­nado en el Hospital Militar— Alejandro Maisky se sentía muy feliz dentro de su uniforme de cadete.
    Poseedor de una clara inteligencia, naturalmente aplicado, encauzado en una disciplina que le agradaba sobremanera, debió ingeniarse para no descollar. Su padre le había advertido que ni sus compañeros ni sus profesores permitirían que un muchacho plebeyo y judío disputara los primeros puestos de la promoción a rancios aristócratas herederos de los más importantes títulos nobiliarios.
    Graduado ya, sus comienzos fueron también sumamente difíciles. Sin embargo, su enorme capacidad de trabajo y su buena voluntad para ocupar los puestos que exigían mayores sacrificios, le permitieron ir ganando la consideración de sus compañeros y jefes y llegar al grado de Teniente Coronel de Artillería algunos meses antes de iniciarse la primera guerra mundial.
    Su comportamiento en las distintas batallas en que le tocó actuar fue invariablemente ejemplar y le granjeó la consideración de sus jefes y la admiración de sus subordinados.
    Mereció tres citaciones en la Orden del Día pero obtuvo su consagración como soldado de temerario coraje en la reñida acción de Zamose-Komarov. Con el húmero izquierdo astillado por una bala, hostigado de cerca por el ala derecha de las tropas austríacas del General von Auffenberg que le doblaban en nú­mero, defendió una codiciada posición llave hasta que el propio General Brusiloff pudo acudir en su ayuda.
    Fue ascendido a Coronel en pleno campo de batalla.
    Corrió serio riesgo de perder el brazo, pudo haber optado dignamente por desempeñar servicios auxiliares pero contra la opinión y el consejo de médicos y superiores, retornó al frente cuatro meses después.
    El General Kornilov le incorporó al Estado Mayor General y le mantuvo a su lado como hombre de su confianza y de su afecto. Ello no impidió que, ya en plena guerra civil, el Coronel Maisky proporcionara a Trotzky datos precisos que permitieron colocar una bomba en el recinto en que Kornilov presidiría una reunión de su Estado Mayor.
    El Coronel Maisky y dos colegas de Comunicaciones —estos últimos totalmente ajenos a la maniobra de Maisky— se salvaron "providencialmente" porque se hallaban cumpliendo una misión dispuesta por el propio Kornilov.
    Años atrás, cuando el Zar Nicolás II ya se hallaba a punto de caer, un espía de la Internacional Financiera llamado O'Reilly, agregado al Servicio de Inteligencia británico y asignado transi­toriamente a la Embajada Inglesa en Petrogrado, había servido de nexo inicial entre el Coronel Maisky y Trotzky.
    El prestigioso oficial ruso ya era, para entonces, un definido quintacolumnista bolchevique.
A las órdenes de Trotzky cumplió algunas difíciles comisiones con singular acierto.
Su estratégica ubicación en el Estado Mayor General y su extraordinaria aptitud personal para este tipo de tareas, le per­mitieron ganar la consideración de Trotzky, frío, rígido, incapaz de prodigar el menor estímulo hasta el punto de que resultara ciertamente ingrato trabajar a sus órdenes.
    Maisky se convirtió, a la sombra de O'Reilly, en un típico espía-con traespía.
    O'Reilly era, sin duda, un as en su difícil profesión. Aún así, Maisky le superó en algunos aspectos. Sagacísimo, diabólico, due­ño de una inteligencia excepcional, podía llegar a parecer con­tradictorio y hasta ilógico. De una alucinante versatilidad, expuso su vida por el Zar Nicolás cada día en el frente, en actos de temeridad suicida, tal como si le impulsara la mística de la veneración, pero le traicionó después fríamente, sin el menor escrúpulo, con la misma espeluznante frialdad con que luego ejecutara al Generalísimo Kornilov, o envenenara a Trotzky, que había llegado a dispensarle su más afectuosa confianza.
    Creemos que Maisky pudo haber constituido un difícil pro­blema para psicoanalistas.
    Quizá su sedimentado encono de plebeyo por las feroces bromas soportadas en el aristocrático Colegio Militar Imperial en el que nunca llegó a pagar del todo su "derecho de piso", los manteos, los purgantes en las comidas, el chapuzón en el Moskova, las ratas vivas depositadas entre las sábanas de su cama o en los hondos bolsillos de su capote, el tafilete de su kepí manchado con negro-humo, las cartas de amor apócrifas enviadas con su firma falsificada a las esposas de sus profesores y tantas otras del más variado tinte y calibre, quizá todo eso, decíamos, explicara algunas manifestaciones de su desconcertante personalidad. Sin embargo, nada nos permite deducir una explicación que explique —valga la redundancia— su ilógica militancia staliniana, segundón de Trotzky ni su traición a Trotzky, ejecutivo de la Internacional Financiera a quien tanto las embajadas aliadas como O'Reilly y él —Maisky— estaban obligados a proteger.
    Tampoco nos explicamos que la Corte de Saint James, sen­sible a las reacciones de la Internacional Financiera o de Rothschild, su más conspicuo representante, le hubiera concedido el exequátur para que actuara como Embajador de Stalin ante Su Graciosa Majestad Británica.   Aunque la verdad era que alguien tendría que ser aceptado en representación de Stalin y alrededor de Stalin no había muchos entre quienes se pudiera elegir. Pero eso ya era cosa de la desaprensiva diplomacia inglesa.
    El más significativo triunfo del desconcertante Coronel Maisky se concretó al ganar para Trotzky la cómplice colaboración del Profesor Levín, médico de la absoluta confianza de Lenin y la Krupskaya.
    El Profesor Levín aliviaba al líder rojo de perturbaciones funcionales que eran lógica secuela de su sífilis juvenil. Concertada una secretísima entrevista entre el Profesor Levín y Trotzky —dada la magnitud del asunto Trotzky debió actuar personalmente— el ya Secretario de Guerra y Comandante en Jefe del Ejército Rojo manifestó al Profesor Levín que existían razo­nes de Estado, que no podían ser analizadas, que hacían indis­pensable la muerte de Lenin en un plazo no mayor de tres meses. Agregó que se había pensado que su médico de cabecera era el hombre indicado para producir ese hecho.
    Se trataba de una orden.
    Era una orden.
    El Profesor Levín debía responder, antes de retirarse, si estaba dispuesto a cum­plirla.
    El Profesor Levín comprendió que en su respuesta iba su vida.
    —Sí; estoy dispuesto a hacerlo.
    Finalizaba octubre de 1923.
 
87.    LENIN Y TROTZKY ENFERMAN SIMULTÁNEAMENTE

    Trotzky no volvió a recibir al Profesor Levín. Habría sido peligroso hacerlo.
    Por otra parte, el Coronel Maisky podía responder a cada una de sus preguntas.
    Maisky visitaba a Trotzky con regular asiduidad. Cada vez que lo hacía, vistiendo ropas civiles, un oficial le esperaba y le acompañaba a través de dos guardias de imaginarias y de un corto viaje en un pequeño ascensor privado, hasta las habitaciones contiguas al despacho oficial del Comisario de Guerra donde Trotzky solía estar preferentemente.
    Allí le era franqueada al visitante la última puerta.
    La recepción era siempre cordial. Trotzky se sentía cómodo a solas con Maisky, Le atraía la romántica personalidad de aquel veterano soldado, verdadero héroe de guerra, que evitaba cuida­dosamente toda referencia a sus proezas.
    Sólo un consumado actor como el Coronel Maisky podía impresionar a otro consumado actor como el Comisario Trotzky. Ninguno de ambos era bebedor pero el apetitoso caviar del Caspio, huevas elegidas que venían directamente del esturión a aquella mesa, obligaba a abundantes sorbos de vodka.
    Maisky era un eximio cocinero. De tanto en tanto, era él quien preparaba algún plato típico según había visto hacerlo a su madre. Las sobremesas siempre se prolongaban por horas. Maisky era un ameno conversador que, además, sabía escuchar. Dueño de una memoria prodigiosa, recordaba anécdotas de toda época en las que siempre aparecía como simple espectador y en las que hacía amable referencia a generales o aristócratas de la era zarista.
    Hablando, Maisky parecía amar a cada uno de sus seme­jantes.
    Era sólo un  año mayor que  Trotzky —contaba  entonces cuarenta y siete— pero se declaraba fatigado y deseoso de ver a Rusia organizada y lanzada a la conquista de sus grandes destinos para recluirse en su vieja casa de las afueras y peder terminar su vida como Cincinato, entre coles y libros.
    Trotzky no le contradecía pero pensaba para sí, sonriendo, que aquel hombre habría de serle muy útil, por muchos años todavía.
    Hacía ya dos meses que el Profesor Levln había visitado a Trotzky cuando Nicolás Lenin, agravadas sus viejas dolencias, se vio impedido de abandonar el lecho.
    Apenas diez días después, sorpresivamente, Trotzky cayó, asimismo, enfermo de un mal que resultaba virtualmente impo­sible diagnosticar y localizar.
    Se pensó en una forma de grippe a virus similar a otra que le había postrado por dos meses en Canadá, pero el antecedente sólo sirvió para confundir a los médicos porque en el nuevo caso, si bien se observaba una aguda, espectacular congestión primaria del aparato respiratorio, esta congestión se extendía con la misma intensidad al aparato digestivo en un complejo síndrome infeccioso que se presentaba con fiebres intermitentes de hasta 41°.
    Los más exhaustivos análisis y cultivos no permitieron llegar a comprobaciones concretas. Resultó imposible aislar aquel virus filtrable. Al cabo de dos semanas, Trotzky carecía de fuerzas hasta para permanecer algunos instantes sentado en la cama.
    Constituyó una amarga ironía que el propio Lenin, veinte días antes de morir, enviara a su viejo camarada Radek a visitar a Trotzky para hacerle llegar su cordial y un poco burgués saludo de Año Nuevo y la candorosa sugestión de que utilizara los servi­cios de su médico de cabecera, el eminente profesor y prestigioso toxicólogo doctor Levín.
    Stalin, en cambio, no perdía tiempo en este tipo de public relations. Trabajaba febrilmente, sin atender a otra cosa que a lo suyo. Se dedicaba a crear convincentes intereses personales con cada uno de los miembros de los distintos consejos internos del partido en una intensa labor de promoción que debería dar sus frutos apenas se produjera la decretada muerte de Lenin.
    Transcurrieron tres semanas de angustiosa, creciente zozobra para Trotzky; de sobrehumana actividad para Stalin.
    Cuando Lenin murió, el 21 de enero de 1924, la pertinaz fiebre infecciosa ya había convertido a Trotzky en una miserable piltrafa humana. Su vigoroso corazón constituía la única espe­ranza.
Luego de espectaculares honras fúnebres que se prolongaron a lo largo de una semana de intensas nevadas, la Asamblea se reunió por primera vez en una de las sesiones preparatorias en que habrían de cambiarse impresiones para elegir al sucesor del ilustre líder desaparecido.
    También por primera vez, Totzky pasó las veinticuato horas de ese día sin que le acometieran fiebres altas.
    Afortunadamente, al propio tiempo que la Asamblea cumplía las todavía imprecisas labores iniciales, el estado febril del enfer­mo parecía ceder.
    Esto hacía más dificultosa la conquista de los relativamente escasos votos que Stalin aún necesitaba para consagrarse sucesor de Lenin, porque esos votos correspondían a delegados controla­dos por Trotzky, por las embajadas extranjeras o por la Interna­cional Financiera y estos poderosos factores de poder no termi­naban de convencerse de que Trotzky no pudiera ser elegido aunque se hiciera preciso llevarle a la Asamblea en una silla de ruedas.
    Sin embargo, si bien se insinuaba en Trotzky una promisoria recuperación, todavía era incapaz de ponerse de pie o sentarse simplemente, sin sentir que todo giraba a su alrededor y expe­rimentar desagradables mareos y vahídos que le obligaban a horizontalizarse de nuevo.
Rakovsky, Kamenev, Zinoviev, Maisky y otros hombres de la absoluta confianza de Trotzky reconocieron que, pese a sus inesti­mables méritos partidarios y a su elevadísima jerarquía de doble Comisario de Relaciones Exteriores y de Guerra, Comandante y creador del poderoso Ejército Rojo y Director discrecional de la no menos poderosa Cheka, no podían presentarle tal como estaba, enfermo, envejecido, piel y huesos, para que, por contraste, realzara la lozanía de Stalin, exultante e insultante expresión de vigor y optimismo.
    El clima político llegaba ya a un grado de tensión insostenible.
    Trotzky seguía sin poder asistir a ninguna de las sesiones preparatorias del Comité Central,  en ese preámbulo artificialmente prolongado por sus partidarios que ya empezaba a incidir en su contra y era ventajosamente aprovechado por Stalin y sus  hombres, quienes seguían desplegando una increíble actividad.
    La elección no podía postergarse por más tiempo y los jerarcas del Partido tampoco se avendrían a considerar la candidatura de un hombre ausente, enfermo, cuya gravedad seguía siendo maliciosamente exagerada por los sostenedores de Stalin.
    Virtualmente  eliminado  Trotzky  de  la  pugna,  carecía  de sentido apelar a aquella arma secreta —el testamento político de Lenin— que en circunstancias normales habría definido la lucha sin necesidad de recurrir a medidas de fuerza.
    En ese momento habría sido inoperante e inoportuno.
    Resolvió aceptarse una proposición que el Coronel Maisky formulara valientemente al propio Trotzky: admitir la definida, incurable enfermedad de Trotzky y anticipar que sus partidarios votarían en apoyo de Stalin, sobre quien recaería la responsabilidad histórica de continuar la magna obra revolucionaria del gran Lenin.
    En una palabra: mostrarse tan stalinistas como los stalinistas, elegir a Stalin, tranquilizarle y aprovechando la distensión polí­tica que lógicamente sobrevendría, esperar la franca recuperación de Trotzky y preparar el sorpresivo ataque y la sangrienta remo­ción de Stalin.
    Entonces, sí, habría de apelarse a todas las armas: ejército rojo, Cheka, apoyo de gobiernos amigos, Internacional Financiera y aquel testamento político de Lenin, decisivamente constituido en la máxima razón revisionista.
    Así fue como Stalin resultó elegido por unanimidad.
    Pero a partir de ese momento se produjo un estado de cosas totalmente nuevo, totalmente imprevisto e imprevisible: el tími­do, huidizo, taimado, introvertido Stalin se convirtió, como por diabólico milagro, en un genio destructivo, tan feroz y enfermizo que con la misma frialdad ordenaba la detención e inmediata ejecución de sus enemigos que la de sus más íntimos colabora­dores.
    Los sótanos de la Lubianka se transformaron en lóbregas cámaras de tortura.
    Stalin adivinaba la conspiración y quería saber quienes la integraban. No tenía confianza en nadie. Cada uno de sus amigos era un traidor en potencia. Destruir por cualquier medio la poderosísima estructura trotzkista: ejército Rojo, Cheka, red de espionaje, etc., fue su obsesión excluyente.
    Esto no lo habrían podido sospechar los amigos de Trotzky que habían contribuido a la elección del hasta entonces manso Stalin para que sucediera a Lenin en una temporaria solución transaccional.
    Mucho menos habrían podido sospechar que el virus que produjera a Trotzky aquellas rebeldes fiebres cuya etiología había sido imposible precisar, no era otra cosa que el producto de ptomaínas no que su íntimo amigo el Coronel Maisky había agre­gado a una de las comidas que ocasionalmente preparara para él.
  110 El cuadro infeccioso de Trotzky se  debió a la ingestión de ptomaínas, (del grierro: ptoma, materia muerta, e ina, relativo a) .

AI descomponerse una substancia animal: carne bovina, por ejemplo, se producen elementos nitrogenados —alcaloides— sumamente venenosos. Esta carne, en estado de total putrefacción puede mezclarse en proporciones de 10 ó 15 % con la carne fresca, picada, de una albóndiga o de cualquier otro plato que admita el complemento de una salsa fuertemente sazonada con especias.

En todos los casos provocará un cuadro análogo al que presentara Trotzky.

El Coronel Maisky, de acuerdo con Stalin y con la asesoría científica del eminente lexicólogo. Profesor Levín, se ingenió para proporcionar la necesaria dosis de ptomaínas a Trotzky. cuando el Coronel se prestaba a cocinar algún plato regional, haciendo gala de su extraordinaria habilidad culinaria.

Trotzky no almorzaba pero en su comida de la noche se conducía como un gourmand. Esto y su afición por los platos muy condimentados, habían facilitado los propósitos de Maisky.

  
88.    EL ANTECEDENTE DEL PRESIDENTE HARDING


     Al dar estos detalles del envenenamiento de Trotzky nos vence la tentación de referirnos a un episodio similar que, según lo sospechamos, pudo haber influido en aquel hecho.
    Trotzky no podía ser eliminado por un disparo de arma de fuego. No habría faltado el mesiánico "idiota útil" a quien los hombres de Stalin hubieran podido catequizar para la comisión de ese crimen político.
   Así habían sido ultimados los herederos del trono austro-húngaro en Sarajevo, Rathenau en Rapallo y el Embajador von Mirbach en Moscú.
    Pero en el caso de Trotzky, Comisario de Relaciones Exte­riores, Comisario de Guerra, Comandante en Jefe del ya pode­rosísimo ejército Rojo, Jefe absoluto de la temible Cheka y virtual sucesor de Lenin, un asesinato de ese tipo habría provocado un revuelo de alcances imprevisibles.
    Lo probable era que Lenin, en caso de estar aún vivo, o los jerarcas del Partido, hubieran optado por la vía fácil de expresar su sincera indignación por ese crimen absurdo y habrían facili­tado toda investigación tendiente a esclarecer su móvil real. Stalin, único beneficiario personal de la muerte de Trotzky, se hubiera visto envuelto en el torbellino del escándalo.
Llegadas las cosas a ese punto, Lenin o los altos comandos del Partido no hubieran tenido inconvenientes en satisfacer la vindicta pública declarando a Stalin culpable con degradación y ejecución consecuentes.
    Cabía también la posibilidad de que alguno de los amigos de Trotzky ultimara a Stalin antes de que transcurrieran muchas horas. De cualquier modo, Stalin no hubiera podido gobernar luego de la eliminación violenta de Trotzky.
    Tales las razones que influyeron para que se optara por un asesinato que tuviera todas las apariencias de una enfermedad.
    Algunos meses antes de la fecha en que se produjo la intoxi­cación de Trotzky, el Presidente americano Warren G. Harding había debido interrumpir en San Francisco su viaje de regreso a Washington, luego de una gira por Alaska, por haber contraído una pulmonía que le postró en cama con fiebres altas y le produjo la muerte al complicarse sorpresivamente con un ataque de apo­plejía.
    Estos fueron los hechos según la información periodística y los comentarios domésticos, pero no lo fueron para las versiones que diseminaron por el mundo los servicios de espionaje adscriptos a determinadas representaciones diplomáticas extranjeras.
    Para ellos, el deceso del Presidente Harding se había produ­cido por la ingestión de una alta dosis de ptomaínas. Se trataba de un crimen político de anticuado tipo borgiano, no por obsoleto menos eficaz.
    Las claras razones políticas que habían provocado el envene­namiento de Harding y la categoría de la víctima, influyeron para que los más prestigiosos toxicólogos del mundo lo analizaran mi­nuciosamente. Resultó lógico, pues, que el Profesor Levin, eminente espe­cializado ruso, concibiera la idea de repetir el procedimiento aunque en escala cuidadosamente calculada para que sólo inva­lidara a Trotzky temporariamente.
 
89.    Y YA QUE CITAMOS A HARDING...


     Hacía apenas dos años que había sido elegido Presidente de la Unión con el decisivo apoyo de Wall Street.
    Hijo de un hercúleo médico rural que no se distinguía por su continencia sexual ni por su abstinencia alcohólica, había heredado de su padre excepcional vigor físico, órganos de extraordinario rendimiento y, en lo psíquico, una libido verticalmente lujuriosa.
    Además, su distinción y su natural arrogancia constituían un digno complemento de su privilegiado equilibrio psicosomático. Medía casi dos metros de altura (six feet, four)111, pesaba doscientas veinte librasI12, atlético, recio, con una viril cabeza de pelo negro, frente ancha, cejas espesas, mentón cuadrado y una limpia mirada y una expresión naturalmente amable que trasuntaban lealtad y amistosa predisposición.
    Sus gestos y ademanes eran espontáneos, naturales, carecían, de toda afectación. Parecía no advertir su propia perfección física y esto le hacía todavía más atrayente.
    Era un hombre que hacía cosquillear el subconsciente de las más virtuosas mujeres. Enemigo de toda disciplina, sólo había asistido durante tres años al Colegio Nacional de Ohio. Era entonces un mozalbete de dieciseis años a quien empeza­ban a negrearle las mejillas. Abandonados los estudios, sus días transcurrían lánguidamente, manejando el cabriolet de su padre cuando le acompañaba en sus visitas a los enfermos de las afueras del pueblo o alternando con excursiones de caza y pesca o con alguna escaramuza amorosa por los montes o por el desván de algún granero.
    La población de Marión —su pueblo natal— no pasaba de ocho mil almas.
    Poco antes de cumplir dieciocho años empezó a trabajar en el periódico local Star, del cual era el único reportero.
    Con el andar del tiempo se convertiría, además, en un con­sumado tipógrafo que manejaría hábilmente los tipos sueltos y compondría los galerones de noticias que él mismo había escrito, ubicaría los espacios de publicidad y terminaría por redactar, armar e imprimir, sin ayuda, las cuatro páginas de cada edición semanal.
    Ocho años más tarde adquiriría el Star en la suma de tres­cientos dólares que le prestaría el banquero local Amos Kling a instancias de su hija Florence.
    Warren Harding parecía estar en el momento de sus mejores éxitos.
    Su irresistible simpatía personal le franqueaba todas las puertas. Era puramente casual que siempre hubiera allí una mujer adelantándose a abrírselas. Nunca había necesitado cortejar a las mujeres. Se había dejado cortejar por ellas, simplemente. Su sensualidad voraz, insaciable, le impedía discriminar, ele­gir. Todas le atraían; todas tenían para él algún encanto que justificara el acto. Jóvenes, cuarentonas, rubias, morenas, gordas o menos gordas, limpias o menos limpias, señoras o mucamas, iba enhebrándolas una tras otra en una heterogénea sarta de conquistas baratas.
    Sin embargo, prefería a las prostitutas. Alguna vez, después de beber cuatro copas en reunión de amigos, lo había explicado con ingenuo cinismo:
    —Cristo me lo enseñó. Todos encontraban repugnante al perro sarnoso pero El vio que sus dientes parecían perlas.
   Florence Kling, hija del banquero de Marión, no fue una excepción. Seis años mayor que él, se enamoró perdidamente del apasionado muchacho, al punto de que se divorció de Henry de Wolfe, de quien tenía un hijo de 12 años, para contraer inme­diatas nupcias con el flamante propietario del Star.
    Huérfana de madre, ella era ya la mujer más rica de la pequeña comunidad. A la muerte de su achacoso padre, pasaría a ser una de las mujeres más ricas del Estado. Mentalmente fría, decidió capitalizar electoralmente aquel incalculable tesoro personal del que su marido no extraía el menor provecho.
    Compartió la dirección y administración del periódico, modernizó el taller, aumentó el tiraje, convirtió al Star en una sólida cabecera de puente y lanzó a Warren a la política.
 111 Six feet, four: seis pies, cuatro pulgadas, o sea 1,93 m,

 112 220 libras: 99 kilogramos.
 
90.      HARDING POLÍTICO


     Tal como ella lo había previsto, Warren triunfó y en el curso de una meteórica trayectoria de quince años, fue elegido, sucesivamente, Senador estatal, Vice-Gobernador y como broche de oro, Senador Nacional por un período de seis años.
    Corría 1915. Los germanos acababan de desatar una espan­tosa guerra submarina en la que era hundido el 80 % de los barcos que se atrevían a cruzar el Atlántico Norte. El hundimiento del Lusitania había provocado la renuncia del Secretario de Estado Bryan por considerar excesivamente seve­ra la reclamación del Presidente Woodrow Wilson. Estados Unidos declaraba personas no gratas a los embaja­dores von Papen, de Alemania y Dumba, de Austria-Hungría, por comprobadas actividades de espionaje.
    Toda Europa se sacudía conmocionada por aquel maremagnum bélico que se temía pudiera alcanzar en algún momento a Estados Unidos. El aburguesado pueblo americano se empeñaba en creer, sin embargo, que podría evadirse de ser complicado en la contienda.
    Warren Harding había cumplido 49 años pero a pesar de su pronunciada canicie parecía tener diez años menos. Su apari­ción en el recinto del Senado produjo una profunda impresión en la calificada sociedad de Washington que solía concurrir a las sesiones inaugurales de cada período. Pocas veces, si alguna, habíase visto allí a un senador cuyo aspecto físico inspirara mayor admiración y simpatía. Parecía más alto y arrogante enfundado en su temo azul de buen corte. Su cabeza totalmente gris, sus rasgos clásicos y sobre todo la expresión de nobleza y dignidad que daba a su rostro su mirada profundamente limpia, le convertían en el prototipo del político de promisorio futuro,
    Como siempre, él era el único que parecía no advertirlo. Se sabía observado pero esa certidumbre no provocó el menor endu­recimiento en la natural elegancia de sus maneras.
    En el curso de su mandato siempre observó la más digna compostura. Cauto, mesurado, escuchaba con la misma respetuosa atención a sus camaradas de la bancada republicana que a sus adversarios del sector demócrata.
    Habló algunas veces. Brevemente, con precisión, apelando a expresiones formales, de rutina, pero revelando, en todos los casos, plena conciencia de las razones que le impulsaban a compartir la opinión republicana.
    Se comportó invariablemente como un disciplinado Old Guard Republican. Jamás discutió una sugestión de las autorida­des de su Partido.
 
91.    HARDING SE GRANJEA EL TOTAL APOYO DE WALL STREET

      Su conducta le valió el firme apoyo de la alta finanza ameri­cana, gracias al cual se le eligió Presidente de la República por el período 1921-1925 sucediendo a Woodrow Wilson.
     Un proyecto de ley aprobado por la Cámara de Represen­tantes el 21 de mayo de 1919 y ratificado por el Senado el 4 de junio inmediato, acordó a la mujer americana el derecho de votar y los comicios que consagraron a Warren Harding Presi­dente de la Nación, fueron los primeros en que la mujer ejerció ese derecho. El aporte femenino permitió que la fórmula republicana Warren Harding-Calvin Coolidge derrotara a la fórmula demó­crata James Cox-Franklin D. Roosevelt por 16.152.185 a 9.147.077 votos.
    La incapacidad intelectual de Harding para afrontar la tre­menda responsabilidad de ejercer con propiedad la primera ma­gistratura era harto conocida por las poderosas fuerzas de presión
que habían decidido y producido su elección, pero eso estaba muy lejos de constituir un inconveniente insuperable.
    Ya se sabe que el Presidente de una potencia superdesarrollada ha pasado a ser, contemporáneamente, un simple representante de omnipotentes factores financieros de poder.     Un ente cuya misión es, taxativamente, la de presidir pero no la de gobernar.
    En la hora presente las democracias organizadas, siguiendo el juicioso ejemplo de las grandes sociedades anónimas, han optado decididamente por los "hombres de paja" —strawmen- tipo Hoover, Roosevelt, Truman, Eisenhower o Johnson, hombres que se limitan a cumplir órdenes tal como si en lugar de dirigir los destinos del país se llamaran Charles E. Wilson o Robert S. Mc Namara y fueran los presidentes-robots de General Motors o Ford Motor Co.
    Cuando trata de filtrarse un rebelde indeseable como Adlai Stevenson, queda en el camino y cuando llega a filtrarse alguien que olvide compromisos, como John Kennedy, se le ejecuta fríamente.
    En el caso de Warren Harding, Wall Street le adosó el más eficiente poker de primeras espadas de que disponía: el multi­millonario Charles Evans Hughes para la Secretaría de Estado, el archimagnate Andrew S. Mellon para la del Tesoro, el tycoon Herbert Hoover para Comercio y en la Secretaría de Trabajo, al insustituible laboralista de Filadelfia, James J. Davis, quien necesitó subsistir durante los períodos continuados de Harding, Coolidge y Hoover para perfeccionar los planes de sitio y con­quista de los sindicatos como complemento de la blitzkrieg que Wall Street desataría contra la industria americana durante la gestión de Herbert Hoover.
    Las gestiones iniciales del Presidente Harding fueron real­mente promisorias.
    Impuso cuotas a la inmigración en una ya reclamada política laboral proteccionista que mereció el cálido aplauso de los tra­bajadores americanos; envió a la formal aprobación del Capitolio un Presupuesto General que, por primera vez en la historia administrativa del país, había podido ser unificado y racional­mente balanceado; calmó la ansiedad de los distintos grupos financieros rebajando valientemente las elevadas sobretasas que pesaban sobre sus grandes ingresos; cortó por lo sano las des­medidas pretensiones de los obreros de talleres ferroviarios que tuvieron la osadía de declararse en huelga y logró que drásticas medidas represivas llamaran a la cordura a otros sindicatos que se aprestaban a imitar aquel pernicioso ejemplo; consolidó la deuda británica de guerra; pero el más extraordinario acto de gobierno de su breve gestión presidencial, lo constituyó el cate­górico triunfo de la tesis americana en la Conferencia para la Limitación de Armamentos que se celebró en el Memorial Con­tinental Hall de Washington con asistencia de Inglaterra y Japón. Estados Unidos obtuvo entonces que se aprobara una tregua naval por el término de diez años, que se interrumpiera la alocada carrera armamentista, se suspendiera la construcción de unidades de guerra que por un total de 2 millones de toneladas habían iniciado independientemente aquellas dos potencias y se mantuviera el status de las respectivas posesiones insulares en el Pacífico.
    Medio siglo después, Estados Unidos y Rusia repetirían la maniobra diplomática con respecto a las armas nucleares.
    Volviendo a las vicisitudes de nuestro héroe: ya antes de haber asumido la Presidencia de la República, el Mister Hyde que había en Warren Harding estaba harto de representar aquel forzado papel de Dr. Jekyll que venía caracterizando desde que arribara a Washington para ocupar una banca en el Senado.
    Llegar al Capitolio supuso haber alcanzado la órbita nacio­nal. Un gran honor pero también un gran inconveniente: quien debiera actuar allí experimentaba la inhibitoria sensación de vivir en una casa de cristal permanentemente iluminada a giorno.
    Desde entonces, Harding se había visto obligado a vivir con hipócrita disimulo, aún en Marión, Una insípida etapa de seis años aseptizados artificialmente.
    Pero él había encontrado el paliativo: interrumpía en Nueva York sus viajes de ida y regreso, robando algunas horas para sí.
 
92.    EL EROTOMANO HARDING

     Breves horas aprovechadas para realizar, con alguno de sus compinches de turno, rápidas salidas de Manhattan, utilizando el ferry que le llevaba desde el vértice de Battery Park al muelle de la Johnston Avenue, en New Jersey.
    Le encantaba ir a un teatrucho de las afueras de Jersey City en el que, a altas horas de la noche, se intercalaban picantes espectáculos de burlesque.113
    Estos espectáculos eran rigurosamente clandestinos y estaban sujetos a eventuales suspensiones, aunque la verdad era que sólo se habían suspendido cuando el mal tiempo impedía la con­currencia del elemento foráneo cuyos dólares lubricaban la maquinaria.
    En todo Estados Unidos los salarios de los agentes del orden son muy bajos y el concepto de inmoralidad muy elástico. Un garito o un burdel pueden funcionar años, en regular clandestinidad, si sus actividades no se manchan con sangre.
    Nadie va al burlesque a matar. Es sagrada ley del hampa que los maquereaux que se disputan la posesión de una mujer podrán solucionar a tiros su entredicho en plena misa de cual­quier iglesia, antes que en el santuario en que se ganan honra­damente la vida.
    La   amable   concurrencia   femenina   que   alternaba   en   la pequeña platea del burlesque de New Jersey constituía sabroso complemento del show.114
    Cuando la lluvia o la nieve hacían demasiado molesto el cruce del Hudson, el itinerario del Senador Harding se acortaba y se dedicaba a husmear en los tenebrosos holes —agujeros— de la 49th East de Manhattan, en los que el humo era un tul que velaba aún más la escasa iluminación indirecta.
    En cualquiera de ellos, bajo un rayo de luz de cambiantes colores, prostitutas prontuariadas se desnudaban una tras otra, al compás de la música de un gramófono, en un convencional strip tease que se realizaba o se suspendía según estuviera a cargo de la inspección policial el sargento amigo que lo permitía por unos dólares o "el maldito idiota" que hacía méritos para el ascenso.
    La bailarina de turno se contoneaba sobre una tarima tan pequeña que no le permitía el menor desplazamiento lateral. La danza se reducía a mover los glúteos y a hacer bailotear los pe­chos, con mayor preocupación por los broches que debía de ir soltando que por el ritmo que debía de ir siguiendo.
    La supuesta danza era sólo un pretexto. Como los escaparates a la calle de los prostíbulos de Hamburgo, servía para exhibir una mercadería de la que podía hacerse uso inmediato en alguna estrecha habitación contigua. La media luz reinante impedía advertir en las sábanas, nuevamente estiradas luego de cada ser­vicio, arrugas y otras huellas de anteriores tránsitos amorosos.
    De un semioculto canastillo rinconera al que las mujeres arrojaban las toallas usadas, subía, en vaharadas, un identificable olor de semen que se mezclaba con los dulzones perfumes baratos que flotaban en el ambiente.
    La clandestinidad excluía toda pretensión de higiene y esa falta de higiene era, precisamente, lo que retrollevaba a Harding a la época de sus furtivos amores juveniles con maritornes de olores rancios por cuanto granero existía en Marión.115
    Warren Harding había heredado de su padre ese tipo de sensualidad que se excitaba bestialmente por efecto del peligro y de los olores agrios.
    Warren recordaba las veces que su padre le había ordenado llevar al pueblo, en urgente búsqueda de alguna determinada medicina, a granjeros cuyas incitantes mujeres estaba revisando clínicamente.
    Pero su padre y la infinidad de anécdotas suyas de todo género constituían un recuerdo impreciso. Harding solía preguntarse si muchas de las alocadas aven­turas en las que indistintamente habían participado su padre o él mismo, habían sido realmente vividas por ellos o las había leído él en páginas de Mark Twain. Todo en la vida de ambos había sido así, accidental, imprevisto, circunstancial.
    A los 55 años de edad, dueño de un vigor físico que le permi­tía poseer a tres diferentes mujeres en un mismo día, se encontraba convertido en Presidente del país más poderoso de la tierra, sin planes, sin ideas y aún sin saber si debía su elección a los pode­rosos financistas que le habían apoyado o a las románticas mujeres americanas que le habían votado cediendo a su irresistible mag­netismo viril.
    Ser Presidente de los Estados Unidos de Norte América constituía, sin duda, el más grande honor que pudiera alcanzar un hombre, pero él se sentía molesto porque había perdido totalmente su intimidad. De pronto, había pasado a ser un hombre observado, analizado, espiado, como un animal raro al que se priva de su libertad para estudiar sus costumbres y reacciones.
    Envidiaba al solemne Coolidge —¡grandísimo tonto!— y hubiera cambiado con él su principalísimo primer puesto por el secundario cargo de Vice-Presidente, tan similar a aquel de Vice-Gobernador de Ohio ligado a los más felices días de su vida.
    Asombraba a sus inseparables compañeros de francachelas juveniles y adultas que aún seguían junto a él, cuando afirmaba ante ellos, con insospechable sinceridad, que "ser Presidente le reventaba el hígado". Felizmente, sus viejos amigos estaban allí, con él, a su alrededor, designados en cargos más o menos afines con sus conocimientos y posibilidades.
    Cada día, al cese de las aburridas obligaciones oficiales, ellos hacían un innecesario llamado telefónico por un teléfono privado que sólo el Presidente atendía, para preguntarle "si Florence esta­ba en Washington..
    Era pregunta clave porque de la respuesta dependía que el brother Warren pudiera o no acompañarles. Por suerte, la Primera Dama se aburría solemnemente en la Casa Blanca, en las ceremonias oficiales, en las embajadas, en los teatros y en todo Washington y escapaba a Marión cada vez que podía hacerlo. Allá volvía a ser ella.
    Apenas quedaba solo, el Presidente llamaba a sus amigos para saber si ya estaban reunidos y "si los duraznos eran apeti­tosos".116
    Se reunían en una lujosa residencia de la calle H., alquilada por sus viejos amigos de Marión transplantados a Washington D. C. para ayudarle a sobrellevar las pesadas tareas de gobierno.
Allí permanecía hasta la madrugada, "desintoxicándose", como él decía. Comía, bebía, bailaba, desaparecía por largos ratos en cual­quiera de los dormitorios de la planta alta, cambiando compañe­ras, como en los pic-nics de Marión.
    Más de una vez había retornado a la Casa Blanca con las primeras claridades y había soportado tediosas entrevistas con el magro descanso de dos horas de sueño.
    Sus compañeros de juerga eran los mismos que le habían rodeado durante su vicegobernación del Estado de Ohio: Albert Fall, Will Hays, Harry New, Doc Sawyer, Hubert Work, James Davis, Harry y Mal Daugherty, Dan Crissinger, Charly Forbes, Jess Smith, Johnny King y Gastón Means.
    Era raro que alguien faltara al "club más exclusivo de Washington D. C.". Siempre había "piernas" para dos excitantes mesas de poker, buen whisky, buena mesa, buenas camas y buenos "duraznos".
    Prohibido —bajo pena de degradación y expulsión— formu­lar invitaciones a amigos varones. También se prohibía, bajo pena de multa en botellas de scotch —cantidad a fijar en cada caso— que se llevara a mujeres que resultaran reprobadas por feas, tontas o viejas.
    Ciertos magnates petroleros habían tratado inútilmente de incorporarse al grupo. En la residencia de la calle H. no se hablaba de negocios.
    Pero no importaba. Los petroleros sabían que el brother Warren no dejaría de acceder a cualquier pedido que sus amigos de Marión le formularan.
    El primero de los pedidos era de una tal irresponsabilidad que rayaba en lo inconcebible.
Cualquier hombre de Estado habría renegado de la lealtad de amigos que se hubieran atrevido a insinuarlo siquiera. Sin embargo, los amigos de Harding lo formularon y Harding lo satisfizo.
    El negociado giraba alrededor de las riquísimas reservas petrolíferas navales —reservas exclusivas de la marina de guerra de la Unión- clasificadas Nº1, de Elk Hills, N° 2 de Buena Vista, ambas en el Estado de California y Nº 3, de Teapot Dome, en el Estado de Wyoming.
    Luego de minuciosas pruebas técnicas de cubicación y perimetraje, los geólogos fiscales habían llegado a la conclusión de que aquellos tres yacimientos eran de una riqueza, profundidad y extensión tan excepcionales como podía serlo el más productivo yacimiento petrolífero del mundo y afirmaban que su triple reserva garantizaba a la Unión la plena satisfacción de todas sus necesidades militares en la más larga de las guerras previsibles.
    Este informe confidencial, elevado al Presidente Taft por el Secretario de Marina George von Meyer, con fecha 17 de julio de 1909, sintetizaba su propia opinión en pocas palabras: These fíelds are virtually inexhaustible. We must get them under control (Estos yacimientos son virtualmente inagotables. Debemos mantenerlos controlados) .
    Por decreto del 9 de agosto siguiente, el Presidente Taft resolvió confiar la custodia de las tres reservas petrolíferas a la marina de guerra de la Unión.  El decreto aclaraba, asimismo, que la medida se adoptaba en previsión de una eventual contingencia bélica.
   Diversas circunstancias contribuyeron para que estos temores recrudecieran en las postrimerías de 1920. Nunca como entonces, la Marina de Guerra elogió tan calu­rosamente la sabia previsión del insigne estadista William Taft. Gracias a él contaba con las incalculables cantidades de combus­tible que habría de necesitar para proteger los archipiélagos fili­pino y hawaiano en el caso de que estallaran las hostilidades con Japón.
 113 Género teatral del tipo de la "Revista". Como su nombre lo indica, lleva el propósito esencial de provocar la hilaridad del espectador combinando sketches variados: conjuntos de hermosas bailarinas que, sin más vestimenta que la bíblica hoja de parra, danzan lascivamente mientras entonan a coro canciones picarescas; monologuistas de ambos sexos que narran los chistes más verdes, todo ello alternado con números de strip tease, lujuriosas parodias de ballets, etc., etc.

114 Allí fue donde el Senador Warren Harding, ya promediada su ges­tión legislativa, conoció a una atractiva muchacha, Nan Britton, con la que vivió un romance de varios años que derivó en una hija y un sonado escándalo del que daba cuenta minuciosa la novela The President's Daughter (La Hija del Presidente) que fue, como es lógico suponerlo, el best seller del momento.

115 Detectives de la Brigada dedicada a la represión de! comercio de alcaloides sorprendieron al Senador Harding compartiendo uno de esos lechos con una muchacha que acababa de ofrecer una exhibición de strip téase.

La nerviosidad del procedimiento y la negativa de Harding a identifi­carse ante un segundo individuo a quien supuso repórter de algún diario, agravó su situación hasta el punto de habérsele llegado a tratar con rudeza.

Felizmente, el Teniente a cargo de la brigada llegó a tiempo para evitar que el incidente pasara a mayores y accedió a interrogarle sin testigos.

!16 En inglés familiar, ¡What a peach! — ¡qué duraznol— constituye un piropo que sólo se prodiga a una muchacha realmente sexy.