Pedro Piñeyro
IMPRESO EN LA ARGENTINA
Queda hecho el depósito que exige la ley 11.723
Buenos Aires
1970
edición del autor 1970
Al genial filósofo,
sociólogo, economista,
creador del materialismo dialéctico,
fundador del socialismo científico,
organizador de la "Primera Internacional",
autor del "Manifiesto del Partido Comunista",
de "El Capital",
de cien obras medulosas que acicatearon la gesta proletaria.
Quien, a lo largo de cuarenta años de áspera lucha,
ignoró sistemáticamente la existencia de
la Banca Rothschild,
el más formidable bastión
del supercapitalismo.
,.. y el primer hombre a quien no asustaron el trueno ni
[el relámpago, inventó a Dios
y Le utilizó en su provecho.
Este libro se terminó de imprimir
en el mes de Agosto de 1970
en Artes Gráficas "Sapientia"
Jvtobeu 1163 - Buenos Aires
85.
RÍOS DE SANGRE
Cuesta concebir la existencia de organismos
de Estado exclusivamente dedicados al asesinato, tan despiadadamente regimentados
como aquellos que en épocas de Lenin y Stalin asolaron a Rusia.
Lenin sostenía cínicamente: "El terror indiscriminado consolidará
nuestro triunfo".
Se atribuyen a la Cheka de ese primer lustro
de régimen bolchevique más de dos millones de ejecuciones. Entre ellas, en
números redondos, las de treinta obispos, mil quinientos sacerdotes, veinte
mil funcionarios jerarquizados, doscientos cincuenta mil obreros y un millón
ochocientos mil campesinos.
Stalin, sin enfáticas declaraciones
previas, superó con creces a su antecesor. Al cumplir los primeros cinco años
de su sangrienta dictadura, ya había triplicado esa cantidad. Pero no
se detuvo. Lejos de ello, inició un drástico Plan Quinquenal (1929-1933) que se
apoyaba en dos pilares básicos: industrialización masiva y colectivización del
agro.
La desesperada resistencia de los kulaks
(chacareros) llegó a asumir aspectos de rebeldía: quemaron sembrados y
sacrificaron animales que el nuevo régimen pretendía expropiar a título
gratuito.
Stalin los deportó a Siberia en número de
cinco millones.
Todos ellos murieron de hambre y de frío.
Las purgas de Stalin fueron escalofriantes.
No hizo distingos de ninguna índole. Zinoviev, Kamenev, Bujarín, Rykov —Máximo
Gorki conminado a suicidarse- Radek, Kaganovich, Sokolnikov —el Mariscal
Tugachevsky, héroe de la guerra civil, ídolo del Ejército Rojo y del pueblo,
acusado de estar en connivencia con Alemania y Japón— generales, coroneles, sus
propios ministros —Yejov y Yagoda— y miles de revolucionarios de la época
zarista que habían sufrido —algunos de ellos junto al mismo Stalin— el frío y
el hambre de las prisiones de Siberia y miles de amigos íntimos y miles de
íntimos colaboradores víctimas de intencionadas intrigas, se sumaron a sus
víctimas.
Según estadísticas policiales publicadas
durante la campaña de "destalinización" promovida por Krushchev
veinte años después, ocho millones de rusos habían sido enviados a morir en
Siberia en sólo un año: 1938.
Las mismas estadísticas oficiales
calculaban que entre febrero de 1924 y diciembre de 1938, cuarenta millones de
ciudadanos rusos
habían sido encarcelados por la Cheka y la aún más sanguinaria G.P.U. del
régimen staliniano.
Cuando Trotzky fue, por fin, ejecutado en
México por orden de Stalin, éste pudo pensar que de los hombres que iniciaran
la revolución de 1917 junto a Lenin, sólo él, Stalin, sobrevivía.
Es decir, sólo él y, a
medias —porque en esa época era oficial del ejército zarista— el Coronel
Alejandro Gregoriev Maisky, su embajador en Londres.109
109 El Coronel Maisky constituyó la más
rara excepción staliniana, porque Stalin fue consecuente con Maisky.
Stalin, dictador absoluto, perverso
obsesivo que condenaba a muerte a sus propios amigos sólo porque sospechara que
sus demostraciones de amistad fueran fingidas o simplemente porque esos amigos
cumplían funciones para las que, de pronto, creía haber encontrado un
candidato más apto; que había asistido desde su disimulado palco grillé a las refinadas torturas a que se
sometía a hombres que le habían acompañado en distintas etapas de su gobierno
como, por ejemplo, sus ministros Yejov y Yagoda; que habla gozado la ejecución
de mariscales y generales del ejército Rojo, todos ellos héroes de la
sangrienta y difícil guerra civil; que había ultimado a tiros de revólver a su
propia mujer, la hermosa morena eslava Nadia; Stalin, el más sanguinario
déspota de la historia, fue leal a un hombre: el Coronel Maisky.
Le nombró Embajador ante la Corte de Saint James y le
mantuvo en el cargo hasta la muerte del propio Maisky, acaecida en Londres, en
1948,
86.
EL FOUCHE RUSO
El Coronel Maisky (1876-1948) merece un
comentario aparte.
Primogénito de un prestigioso médico judío
de la Corte de Alejandro II (1818-1881), había cumplido cinco años de edad
precisamente aquel día 20 de julio de 1881 en el que los nihilistas asesinaran
al Zar.
Alejandro III había mantenido en el cargo
al Doctor Maisky y ello había hecho posible que el futuro Coronel Maisky
ingresara al Colegio Militar Imperial luego de haber perdido un año en la
Facultad de Medicina de la Universidad de San Petersburgo. Su
fracaso como estudiante de medicina se había debido a la incoercible repugnancia que le producían las disecciones
sobre cadáveres que constituían los trabajos prácticos de Anatomía.
Habían resultado inútiles las instancias de
su padre y los esfuerzos de su condiscípulo y entrañable amigo Pablo Levín,
quien habría de llegar a ser Profesor titular de Toxicología y médico de
cabecera de Nicolás Lenin.
Los padres de los dos jóvenes, médicos
ambos, habían sido, a su vez, compañeros de estudios y mantenían una
cordialísima amistad que se prolongaba a sus familias.
El Doctor Maisky atendía con judía
solicitud al Gran Duque Vladimir. La rebelde gota que mantenía postrado al
ilustre enfermo justificaba que le viera cada día.
Los enfermos, por importantes que sean, se
humildizan ante sus médicos y al prestar obediencia a sus prescripciones
terminan por someterse a ellos en otros aspectos.
El Doctor Maisky sacó provecho del
ascendiente que tenía sobre el Gran Duque para obtener que éste se interesara
ante su hijo, Director del Colegio Militar Imperial, a fin de que el joven
Alejandro Maisky pudiera ingresar a ese instituto de enseñanza militar tan
difícilmente franqueable para los plebeyos y sobre todo, si además de plebeyos
eran judíos.
A pesar de las mil y una bromas pesadas de
que se le hizo víctima durante los dos primeros años —en un ejercicio de cruce
del Moskova sobre pontones, fue empujado a las frías aguas con todo su equipo,
costó varios minutos rescatarlo y debió ser internado en el Hospital Militar—
Alejandro Maisky se sentía muy feliz dentro de su uniforme de cadete.
Poseedor de una clara inteligencia,
naturalmente aplicado, encauzado en una disciplina que le agradaba sobremanera,
debió ingeniarse para no descollar. Su padre le había advertido que ni sus
compañeros ni sus profesores permitirían que un muchacho plebeyo y judío
disputara los primeros puestos de la promoción a rancios aristócratas herederos
de los más importantes títulos nobiliarios.
Graduado ya, sus comienzos fueron también
sumamente difíciles. Sin embargo, su enorme capacidad de trabajo y su buena
voluntad para ocupar los puestos que exigían mayores sacrificios, le
permitieron ir ganando la consideración de sus compañeros y jefes y llegar al
grado de Teniente Coronel de Artillería algunos meses antes de iniciarse la
primera guerra mundial.
Su comportamiento en las distintas batallas
en que le tocó actuar fue invariablemente ejemplar y le granjeó la
consideración de sus jefes y la admiración de sus subordinados.
Mereció tres citaciones en la Orden del Día
pero obtuvo su consagración como soldado de temerario coraje en la reñida
acción de Zamose-Komarov. Con el húmero izquierdo astillado por una bala,
hostigado de cerca por el ala derecha de las tropas austríacas del General von Auffenberg
que le doblaban en número, defendió una codiciada posición llave hasta que el
propio General Brusiloff pudo acudir en su ayuda.
Fue ascendido a Coronel en pleno campo de
batalla.
Corrió serio riesgo de perder el brazo,
pudo haber optado dignamente por desempeñar servicios auxiliares pero contra la
opinión y el consejo de médicos y superiores, retornó al frente cuatro meses
después.
El General Kornilov le incorporó al Estado
Mayor General y le mantuvo a su lado como hombre de su confianza y de su
afecto. Ello no impidió que, ya en plena guerra civil, el Coronel Maisky
proporcionara a Trotzky datos precisos que permitieron colocar una bomba en el
recinto en que Kornilov presidiría una reunión de su Estado Mayor.
El Coronel Maisky y dos colegas de
Comunicaciones —estos últimos totalmente ajenos a la maniobra de Maisky— se
salvaron "providencialmente" porque se
hallaban cumpliendo una misión dispuesta por el propio Kornilov.
Años atrás, cuando el Zar Nicolás II ya se
hallaba a punto de caer, un espía de la Internacional Financiera llamado
O'Reilly, agregado al Servicio de Inteligencia británico y asignado transitoriamente
a la Embajada Inglesa en Petrogrado, había servido de nexo inicial entre el
Coronel Maisky y Trotzky.
El prestigioso oficial ruso ya era, para
entonces, un definido quintacolumnista bolchevique.
A las órdenes de
Trotzky cumplió algunas difíciles comisiones con singular acierto.
Su estratégica
ubicación en el Estado Mayor General y su extraordinaria aptitud personal para
este tipo de tareas, le permitieron ganar la consideración de Trotzky, frío,
rígido, incapaz de prodigar el menor estímulo hasta el punto de que resultara
ciertamente ingrato trabajar a sus órdenes.
Maisky se convirtió, a la sombra de O'Reilly,
en un típico espía-con traespía.
O'Reilly era, sin duda, un as en su difícil
profesión. Aún así, Maisky le superó en algunos aspectos. Sagacísimo,
diabólico, dueño de una inteligencia excepcional, podía llegar a parecer contradictorio
y hasta ilógico. De una alucinante versatilidad, expuso su vida por el Zar
Nicolás cada día en el frente, en actos de temeridad suicida, tal como si le
impulsara la mística de la veneración, pero le traicionó después fríamente, sin
el menor escrúpulo, con la misma espeluznante frialdad con que luego ejecutara
al Generalísimo Kornilov, o envenenara a Trotzky, que había llegado a
dispensarle su más afectuosa confianza.
Creemos que Maisky pudo haber constituido
un difícil problema para psicoanalistas.
Quizá su sedimentado encono de plebeyo por
las feroces bromas soportadas en el aristocrático Colegio Militar Imperial en
el que nunca llegó a pagar del todo su "derecho de piso", los
manteos, los purgantes en las comidas, el chapuzón en el Moskova, las ratas
vivas depositadas entre las sábanas de su cama o en los hondos bolsillos de su
capote, el tafilete de su kepí manchado con negro-humo, las cartas de amor
apócrifas enviadas con su firma falsificada a las esposas de sus profesores y
tantas otras del más variado tinte y calibre, quizá todo eso, decíamos,
explicara algunas manifestaciones de su desconcertante personalidad. Sin
embargo, nada nos permite deducir una explicación que explique —valga
la redundancia— su ilógica militancia staliniana, segundón de Trotzky ni su
traición a Trotzky, ejecutivo de la Internacional Financiera a quien tanto las
embajadas aliadas como O'Reilly y él —Maisky— estaban obligados a proteger.
Tampoco nos explicamos que la Corte de
Saint James, sensible a las reacciones de la Internacional Financiera o de
Rothschild, su más conspicuo representante, le hubiera concedido el exequátur
para que actuara como Embajador de Stalin ante Su Graciosa Majestad
Británica. Aunque la verdad era que
alguien tendría que ser aceptado en representación de Stalin y alrededor de
Stalin no había muchos entre quienes se pudiera elegir. Pero eso ya era cosa de
la desaprensiva diplomacia inglesa.
El más significativo triunfo del
desconcertante Coronel Maisky se concretó al ganar para Trotzky la cómplice colaboración
del Profesor Levín, médico de la absoluta confianza de Lenin y la Krupskaya.
El Profesor Levín aliviaba al líder rojo de
perturbaciones funcionales que eran lógica secuela de su sífilis juvenil. Concertada una secretísima entrevista entre el Profesor
Levín y Trotzky —dada la magnitud del asunto Trotzky debió actuar
personalmente— el ya Secretario de Guerra y Comandante en Jefe del Ejército
Rojo manifestó al Profesor Levín que existían razones de Estado, que no podían
ser analizadas, que hacían indispensable la muerte de Lenin en un plazo no
mayor de tres meses. Agregó que se había pensado que su médico de cabecera era
el hombre indicado para producir ese hecho.
Se trataba de una orden.
Era una orden.
El Profesor Levín debía responder, antes de
retirarse, si estaba dispuesto a cumplirla.
El Profesor Levín comprendió que en su
respuesta iba su vida.
—Sí; estoy dispuesto a hacerlo.
Finalizaba octubre de 1923.
87.
LENIN Y TROTZKY ENFERMAN SIMULTÁNEAMENTE
Trotzky no volvió a recibir al Profesor
Levín. Habría sido peligroso hacerlo.
Por otra parte, el Coronel Maisky podía
responder a cada una de sus preguntas.
Maisky visitaba a Trotzky con regular
asiduidad. Cada vez que lo hacía, vistiendo ropas civiles, un oficial le
esperaba y le acompañaba a través de dos guardias de imaginarias y de un corto
viaje en un pequeño ascensor privado, hasta las habitaciones contiguas al
despacho oficial del Comisario de Guerra donde Trotzky solía estar preferentemente.
Allí le era franqueada al visitante la
última puerta.
La recepción era siempre cordial. Trotzky
se sentía cómodo a solas con Maisky, Le atraía la romántica personalidad de
aquel veterano soldado, verdadero héroe de guerra, que evitaba cuidadosamente
toda referencia a sus proezas.
Sólo un consumado actor como el Coronel
Maisky podía impresionar a otro consumado actor como el Comisario Trotzky. Ninguno
de ambos era bebedor pero el apetitoso caviar del Caspio, huevas elegidas que
venían directamente del esturión a aquella mesa, obligaba a abundantes sorbos
de vodka.
Maisky era un eximio cocinero. De tanto en
tanto, era él quien preparaba algún plato típico según había visto hacerlo a su
madre. Las
sobremesas siempre se prolongaban por horas. Maisky era un ameno conversador
que, además, sabía escuchar. Dueño de una memoria prodigiosa, recordaba
anécdotas de toda época en las que siempre aparecía como simple espectador y en
las que hacía amable referencia a generales o aristócratas de la era zarista.
Hablando, Maisky parecía amar a cada uno de
sus semejantes.
Era sólo un
año mayor que Trotzky
—contaba entonces cuarenta
y siete— pero se declaraba fatigado y deseoso de ver a Rusia organizada y
lanzada a la conquista de sus grandes destinos para recluirse en su vieja casa
de las afueras y peder terminar su vida como Cincinato, entre coles y libros.
Trotzky no le contradecía pero pensaba para
sí, sonriendo, que aquel hombre habría de serle muy útil, por muchos años
todavía.
Hacía ya dos meses que el Profesor Levln
había visitado a Trotzky cuando Nicolás Lenin, agravadas sus viejas dolencias,
se vio impedido de abandonar el lecho.
Apenas diez días después, sorpresivamente,
Trotzky cayó, asimismo, enfermo de un mal que resultaba virtualmente imposible
diagnosticar y localizar.
Se pensó en una forma de grippe a virus
similar a otra que le había postrado por dos meses en Canadá, pero el
antecedente sólo sirvió para confundir a los médicos porque en el nuevo caso,
si bien se observaba una aguda, espectacular congestión primaria del aparato
respiratorio, esta congestión se extendía con la misma intensidad al aparato
digestivo en un complejo síndrome infeccioso que se presentaba con fiebres
intermitentes de hasta 41°.
Los más exhaustivos análisis y cultivos no
permitieron llegar a comprobaciones concretas. Resultó imposible aislar aquel
virus filtrable. Al cabo de dos semanas, Trotzky carecía de fuerzas hasta para
permanecer algunos instantes sentado en la cama.
Constituyó una
amarga ironía que el propio Lenin, veinte días antes de morir, enviara a su
viejo camarada Radek a visitar a Trotzky para hacerle llegar su cordial y un
poco burgués saludo de Año Nuevo y la candorosa sugestión de que utilizara los
servicios de su médico de cabecera, el eminente profesor y prestigioso
toxicólogo doctor Levín.
Stalin, en cambio, no perdía tiempo en este
tipo de public relations. Trabajaba
febrilmente, sin atender a otra cosa que a lo suyo. Se dedicaba a crear
convincentes intereses personales con cada uno de los miembros de los distintos
consejos internos del partido en una intensa labor de promoción
que debería dar sus frutos apenas se produjera la decretada muerte de Lenin.
Transcurrieron tres semanas de angustiosa,
creciente zozobra para Trotzky; de sobrehumana actividad para Stalin.
Cuando Lenin murió, el 21 de enero de 1924,
la pertinaz fiebre infecciosa ya había convertido a Trotzky en una miserable
piltrafa humana. Su vigoroso corazón constituía la única esperanza.
Luego de
espectaculares honras fúnebres que se prolongaron a lo largo de una semana de
intensas nevadas, la Asamblea se reunió por primera vez en una de las sesiones
preparatorias en que habrían de cambiarse impresiones para elegir al sucesor
del ilustre líder desaparecido.
También por primera vez, Totzky pasó las
veinticuato horas de ese día sin que le acometieran fiebres altas.
Afortunadamente, al propio tiempo que la
Asamblea cumplía las todavía imprecisas labores iniciales, el estado febril del
enfermo parecía ceder.
Esto hacía más dificultosa la conquista de
los relativamente escasos votos que Stalin aún necesitaba para consagrarse
sucesor de Lenin, porque esos votos correspondían a delegados controlados por
Trotzky, por las embajadas extranjeras o por la Internacional Financiera y
estos poderosos factores de poder no terminaban de convencerse de que Trotzky
no pudiera ser elegido aunque se hiciera preciso llevarle a la Asamblea en una
silla de ruedas.
Sin embargo, si bien se insinuaba en
Trotzky una promisoria recuperación, todavía era incapaz de ponerse de pie o
sentarse simplemente, sin sentir que todo giraba a su alrededor y experimentar
desagradables mareos y vahídos que le obligaban a horizontalizarse de nuevo.
Rakovsky, Kamenev, Zinoviev,
Maisky y otros hombres de la absoluta confianza de Trotzky reconocieron que,
pese a sus inestimables méritos partidarios y a su elevadísima jerarquía de
doble Comisario de Relaciones Exteriores y de Guerra, Comandante y creador
del poderoso Ejército Rojo y Director discrecional de la no menos poderosa
Cheka, no podían presentarle tal como estaba, enfermo, envejecido, piel y
huesos, para que, por contraste, realzara la lozanía de Stalin, exultante e
insultante expresión de vigor y optimismo.
El clima político llegaba ya a un grado de
tensión insostenible.
Trotzky seguía sin poder asistir a ninguna
de las sesiones preparatorias del Comité Central, en ese preámbulo artificialmente prolongado
por sus partidarios que ya empezaba a incidir en
su contra y era ventajosamente aprovechado por Stalin y sus hombres, quienes
seguían desplegando una increíble actividad.
La elección no podía postergarse por más
tiempo y los jerarcas del Partido tampoco se avendrían a considerar la
candidatura de un
hombre ausente, enfermo, cuya gravedad seguía siendo maliciosamente exagerada por los sostenedores de Stalin.
Virtualmente eliminado
Trotzky de la
pugna, carecía de sentido apelar a aquella arma
secreta —el testamento político de Lenin— que
en circunstancias normales habría definido la lucha sin necesidad de recurrir a
medidas de fuerza.
En ese momento habría sido inoperante e
inoportuno.
Resolvió aceptarse una proposición que el Coronel Maisky formulara
valientemente al propio Trotzky: admitir la definida, incurable enfermedad de
Trotzky y anticipar que sus partidarios votarían
en apoyo de Stalin, sobre quien recaería la responsabilidad histórica de
continuar la magna obra revolucionaria del gran Lenin.
En una palabra: mostrarse tan stalinistas
como los stalinistas, elegir a Stalin, tranquilizarle y
aprovechando la distensión política que lógicamente sobrevendría, esperar la
franca recuperación de Trotzky y preparar el sorpresivo ataque y la sangrienta
remoción de Stalin.
Entonces, sí, habría de apelarse a todas
las armas: ejército rojo, Cheka, apoyo de gobiernos amigos, Internacional
Financiera y aquel
testamento político de Lenin, decisivamente constituido en la máxima razón
revisionista.
Así fue como Stalin resultó elegido por
unanimidad.
Pero a partir de ese momento se produjo un
estado de cosas totalmente nuevo, totalmente imprevisto e imprevisible: el tímido,
huidizo, taimado, introvertido Stalin se convirtió, como por diabólico milagro,
en un genio destructivo, tan feroz y enfermizo que con la misma frialdad
ordenaba la detención e inmediata ejecución de sus enemigos que la de sus más
íntimos colaboradores.
Los sótanos de la Lubianka se transformaron
en lóbregas cámaras de tortura.
Stalin adivinaba la conspiración y quería
saber quienes la integraban. No tenía confianza en nadie. Cada uno de sus
amigos era un traidor en potencia. Destruir por cualquier medio la
poderosísima estructura trotzkista: ejército Rojo, Cheka, red de espionaje,
etc., fue su obsesión excluyente.
Esto no lo habrían podido sospechar los
amigos de Trotzky que habían contribuido a la elección del hasta entonces manso
Stalin para que sucediera a Lenin en una temporaria solución transaccional.
Mucho menos habrían podido sospechar que el
virus que produjera a Trotzky aquellas rebeldes fiebres cuya etiología había
sido imposible precisar, no era otra cosa que el producto de ptomaínas no
que su íntimo amigo el Coronel Maisky había agregado a una de las comidas que
ocasionalmente preparara para él.
110 El cuadro infeccioso de Trotzky
se debió a la ingestión de ptomaínas,
(del grierro: ptoma, materia
muerta, e ina, relativo a) .
AI descomponerse una substancia animal:
carne bovina, por ejemplo, se producen elementos nitrogenados —alcaloides—
sumamente venenosos. Esta carne, en estado de total putrefacción puede
mezclarse en proporciones de 10 ó 15 % con la carne fresca, picada, de una
albóndiga o de cualquier otro plato que admita el complemento de una salsa
fuertemente sazonada con especias.
En todos los casos provocará un cuadro
análogo al que presentara Trotzky.
El Coronel Maisky, de acuerdo con Stalin
y con la asesoría científica del eminente lexicólogo. Profesor Levín, se
ingenió para proporcionar la necesaria dosis de ptomaínas a Trotzky. cuando el
Coronel se prestaba a cocinar algún plato regional, haciendo gala de su
extraordinaria habilidad culinaria.
Trotzky no almorzaba pero en su comida
de la noche se conducía como un gourmand. Esto y su afición por los platos muy condimentados,
habían facilitado los propósitos de Maisky.
88.
EL ANTECEDENTE DEL PRESIDENTE HARDING
Al dar estos detalles del envenenamiento de
Trotzky nos vence la tentación de referirnos a un episodio similar que, según
lo sospechamos, pudo haber influido en aquel hecho.
Trotzky no podía ser eliminado por un
disparo de arma de fuego. No habría faltado el mesiánico "idiota
útil" a quien los hombres de Stalin hubieran podido catequizar para la
comisión de ese crimen político.
Así habían sido ultimados los herederos del
trono austro-húngaro en Sarajevo, Rathenau en Rapallo y el Embajador von
Mirbach en Moscú.
Pero en el caso de Trotzky, Comisario de
Relaciones Exteriores, Comisario de Guerra, Comandante en Jefe del ya poderosísimo
ejército Rojo, Jefe absoluto de la temible Cheka y virtual sucesor de Lenin, un
asesinato de ese tipo habría provocado un revuelo de alcances imprevisibles.
Lo probable era que Lenin, en caso de estar
aún vivo, o los jerarcas del Partido, hubieran optado por la vía fácil de
expresar su sincera indignación por ese crimen absurdo y habrían facilitado
toda investigación tendiente a esclarecer su móvil real. Stalin,
único beneficiario personal de la muerte de Trotzky, se hubiera visto envuelto
en el torbellino del escándalo.
Llegadas las cosas a
ese punto, Lenin o los altos comandos del Partido no hubieran tenido
inconvenientes en satisfacer la vindicta pública declarando a Stalin culpable
con degradación y ejecución consecuentes.
Cabía también la posibilidad de que alguno
de los amigos de Trotzky ultimara a Stalin antes de que transcurrieran muchas
horas. De
cualquier modo, Stalin no hubiera podido gobernar luego de la eliminación
violenta de Trotzky.
Tales las razones que influyeron para que
se optara por un asesinato que tuviera todas las apariencias de una enfermedad.
Algunos meses antes de la fecha en que se
produjo la intoxicación de Trotzky, el Presidente americano Warren G. Harding
había debido interrumpir en San Francisco su viaje de regreso a Washington,
luego de una gira por Alaska, por haber contraído una pulmonía que le postró en
cama con fiebres altas y le produjo la muerte al complicarse sorpresivamente
con un ataque de apoplejía.
Estos fueron los hechos según la
información periodística y los comentarios domésticos, pero no lo fueron para
las versiones que diseminaron por el mundo los servicios de espionaje
adscriptos a determinadas representaciones diplomáticas extranjeras.
Para ellos, el deceso del Presidente
Harding se había producido por la ingestión de una alta dosis de ptomaínas. Se
trataba de un crimen político de anticuado tipo borgiano, no por obsoleto menos
eficaz.
Las claras razones políticas que habían
provocado el envenenamiento de Harding y la categoría de la víctima,
influyeron para que los más prestigiosos toxicólogos del mundo lo analizaran minuciosamente. Resultó
lógico, pues, que el Profesor Levin, eminente especializado ruso, concibiera
la idea de repetir el procedimiento aunque en escala cuidadosamente calculada
para que sólo invalidara a Trotzky temporariamente.
89.
Y YA QUE CITAMOS A HARDING...
Hacía apenas dos años que había sido
elegido Presidente de la Unión con el decisivo apoyo de Wall Street.
Hijo de un hercúleo médico rural que no se
distinguía por su continencia sexual ni por su abstinencia alcohólica, había
heredado de su padre excepcional vigor físico, órganos de extraordinario
rendimiento y, en lo psíquico, una libido verticalmente lujuriosa.
Además, su distinción y su natural
arrogancia constituían un digno complemento de su privilegiado equilibrio
psicosomático. Medía casi dos metros de altura (six feet, four)111,
pesaba doscientas veinte librasI12, atlético, recio, con una viril
cabeza de pelo negro, frente ancha, cejas espesas, mentón cuadrado y una limpia
mirada y una expresión naturalmente amable que trasuntaban lealtad y amistosa
predisposición.
Sus gestos y ademanes eran espontáneos,
naturales, carecían, de toda afectación. Parecía no advertir su propia perfección
física y esto le hacía todavía más atrayente.
Era un hombre que hacía cosquillear el
subconsciente de las más virtuosas mujeres. Enemigo de toda disciplina, sólo
había asistido durante tres años al Colegio Nacional de Ohio. Era
entonces un mozalbete de dieciseis años a quien empezaban a negrearle las
mejillas. Abandonados los estudios, sus días transcurrían lánguidamente,
manejando el cabriolet de su padre cuando le acompañaba en sus visitas a los
enfermos de las afueras del pueblo o alternando con excursiones de caza y pesca
o con alguna escaramuza amorosa por los montes o por el desván de algún
granero.
La población de Marión —su pueblo natal— no
pasaba de ocho mil almas.
Poco antes de cumplir dieciocho años empezó
a trabajar en el periódico local Star, del cual era el único reportero.
Con el andar del tiempo se convertiría,
además, en un consumado tipógrafo que manejaría hábilmente los tipos sueltos y
compondría los galerones de noticias que él mismo había escrito, ubicaría los
espacios de publicidad y terminaría por redactar, armar e imprimir, sin
ayuda, las cuatro páginas de cada edición semanal.
Ocho años más tarde adquiriría el Star en
la suma de trescientos dólares que le prestaría el banquero local Amos Kling a
instancias de su hija Florence.
Warren Harding parecía estar en el momento
de sus mejores éxitos.
Su irresistible simpatía personal le
franqueaba todas las puertas. Era puramente casual que siempre hubiera allí una
mujer adelantándose a abrírselas. Nunca había necesitado cortejar a
las mujeres. Se había dejado cortejar por ellas, simplemente. Su sensualidad voraz, insaciable, le impedía discriminar,
elegir. Todas le atraían; todas tenían para él algún encanto que justificara
el acto. Jóvenes, cuarentonas, rubias, morenas, gordas o menos gordas, limpias
o menos limpias, señoras o mucamas, iba enhebrándolas una tras otra en una
heterogénea sarta de conquistas baratas.
Sin embargo, prefería a las prostitutas.
Alguna vez, después de beber cuatro copas en reunión de amigos, lo había
explicado con ingenuo cinismo:
—Cristo me lo enseñó. Todos encontraban
repugnante al perro sarnoso pero El vio que sus dientes parecían perlas.
Florence Kling, hija del banquero de Marión,
no fue una excepción. Seis años mayor que él, se enamoró perdidamente del
apasionado muchacho, al punto de que se divorció de Henry de Wolfe, de quien
tenía un hijo de 12 años, para contraer inmediatas nupcias con el flamante
propietario del Star.
Huérfana de madre, ella era ya la mujer más
rica de la pequeña comunidad. A la muerte de su achacoso padre, pasaría a ser
una de las mujeres más ricas del Estado. Mentalmente fría, decidió capitalizar
electoralmente aquel incalculable tesoro personal del que su marido no extraía
el menor provecho.
Compartió la dirección y administración del
periódico, modernizó el taller, aumentó el tiraje, convirtió al Star en una
sólida cabecera de puente y lanzó a Warren a la política.
111 Six feet, four: seis pies, cuatro pulgadas, o sea 1,93
m,
112 220 libras: 99 kilogramos.
90.
HARDING POLÍTICO
Tal como ella lo había previsto, Warren
triunfó y en el curso de una meteórica trayectoria de quince años, fue elegido,
sucesivamente, Senador estatal, Vice-Gobernador y como broche de oro, Senador
Nacional por un período de seis años.
Corría 1915. Los germanos acababan de
desatar una espantosa guerra submarina en la que era hundido el 80 % de los
barcos que se atrevían a cruzar el Atlántico Norte. El hundimiento del
Lusitania había provocado la renuncia del Secretario de Estado Bryan por
considerar excesivamente severa la reclamación del Presidente Woodrow Wilson.
Estados Unidos declaraba personas no gratas a los
embajadores von Papen, de Alemania y Dumba, de Austria-Hungría, por comprobadas
actividades de espionaje.
Toda Europa se sacudía conmocionada por
aquel maremagnum bélico que se temía pudiera alcanzar en algún momento a
Estados Unidos. El aburguesado pueblo americano se empeñaba en creer, sin
embargo, que podría evadirse de ser complicado en la contienda.
Warren Harding había cumplido 49 años pero
a pesar de su pronunciada canicie parecía tener diez años menos. Su aparición
en el recinto del Senado produjo una profunda impresión en la calificada
sociedad de Washington que solía concurrir a las sesiones inaugurales de cada
período. Pocas
veces, si alguna, habíase visto allí a un senador cuyo aspecto físico inspirara
mayor admiración y simpatía. Parecía más alto y arrogante enfundado en su temo
azul de buen corte. Su cabeza totalmente gris,
sus rasgos clásicos y sobre todo la expresión de nobleza y dignidad que daba a
su rostro su mirada profundamente limpia, le convertían en el prototipo del
político de promisorio futuro,
Como siempre, él era el único que parecía
no advertirlo. Se sabía observado pero esa certidumbre no provocó el menor endurecimiento
en la natural elegancia de sus maneras.
En el curso de su mandato siempre observó
la más digna compostura. Cauto, mesurado, escuchaba con la misma respetuosa
atención a sus camaradas de la bancada republicana que a sus adversarios del
sector demócrata.
Habló algunas veces. Brevemente, con
precisión, apelando a expresiones formales, de rutina, pero revelando, en todos
los casos, plena conciencia de las razones que le impulsaban a compartir la
opinión republicana.
Se comportó invariablemente como un
disciplinado Old Guard
Republican. Jamás discutió una
sugestión de las autoridades de su Partido.
91.
HARDING SE GRANJEA EL TOTAL APOYO DE WALL STREET
Su conducta le valió el firme apoyo de la
alta finanza americana, gracias al cual se le eligió Presidente de la
República por el período 1921-1925 sucediendo a Woodrow Wilson.
Un proyecto de ley aprobado por la Cámara
de Representantes el 21 de mayo de 1919 y ratificado por el Senado el 4 de
junio inmediato, acordó a la mujer americana el derecho de votar y los comicios
que consagraron a Warren Harding Presidente de la Nación, fueron los primeros
en que la mujer ejerció ese derecho. El aporte femenino permitió que
la fórmula republicana Warren Harding-Calvin Coolidge derrotara a la fórmula
demócrata James Cox-Franklin D. Roosevelt por 16.152.185 a 9.147.077 votos.
La incapacidad intelectual de Harding para
afrontar la tremenda responsabilidad de ejercer con propiedad la primera magistratura
era harto conocida por las poderosas fuerzas de presión
que habían decidido y
producido su elección, pero eso estaba muy lejos de constituir un inconveniente
insuperable.
Ya se sabe que el Presidente de una
potencia superdesarrollada ha pasado a ser, contemporáneamente, un simple
representante de omnipotentes factores financieros de poder. Un ente cuya misión es, taxativamente, la
de presidir pero no la de gobernar.
En la hora presente las democracias
organizadas, siguiendo el juicioso ejemplo de las grandes sociedades anónimas,
han optado decididamente por los "hombres de paja" —strawmen- tipo Hoover,
Roosevelt, Truman, Eisenhower o Johnson, hombres que se limitan a cumplir
órdenes tal como si en lugar de dirigir los destinos del país se llamaran
Charles E. Wilson o Robert S. Mc Namara y fueran los presidentes-robots de
General Motors o Ford Motor Co.
Cuando trata de filtrarse un rebelde
indeseable como Adlai Stevenson, queda en el camino y cuando llega a filtrarse
alguien que olvide compromisos, como John Kennedy, se le ejecuta fríamente.
En el caso de Warren Harding, Wall Street
le adosó el más eficiente poker de primeras espadas de que disponía: el multimillonario
Charles Evans Hughes para la Secretaría de Estado, el archimagnate Andrew S.
Mellon para la del Tesoro, el tycoon Herbert Hoover para Comercio y en la
Secretaría de Trabajo, al insustituible laboralista de Filadelfia, James J.
Davis, quien necesitó subsistir durante los períodos continuados de Harding,
Coolidge y Hoover para perfeccionar los planes de sitio y conquista de los
sindicatos como complemento de la blitzkrieg que Wall Street desataría contra
la industria americana durante la gestión de Herbert Hoover.
Las gestiones iniciales del Presidente
Harding fueron realmente promisorias.
Impuso cuotas a la inmigración en una ya
reclamada política laboral proteccionista que mereció el cálido aplauso de los
trabajadores americanos; envió a la formal aprobación del Capitolio un
Presupuesto General que, por primera vez en la historia administrativa del
país, había podido ser unificado y racionalmente balanceado; calmó la ansiedad
de los distintos grupos financieros rebajando valientemente las elevadas
sobretasas que pesaban sobre sus grandes ingresos; cortó por lo sano las desmedidas
pretensiones de los obreros de talleres ferroviarios que tuvieron la osadía de
declararse en huelga y logró que drásticas medidas represivas llamaran a la
cordura a otros sindicatos que se aprestaban a imitar aquel pernicioso ejemplo;
consolidó la deuda británica de guerra; pero el más extraordinario acto de
gobierno de su breve gestión presidencial, lo constituyó el categórico triunfo
de la tesis americana en la Conferencia para la Limitación de Armamentos que se
celebró en el Memorial Continental Hall de Washington con asistencia de
Inglaterra y Japón. Estados Unidos obtuvo entonces que se aprobara una tregua
naval por el término de diez años, que se interrumpiera la alocada carrera
armamentista, se suspendiera la construcción de unidades de guerra que por un
total de 2 millones de toneladas habían iniciado independientemente aquellas
dos potencias y se mantuviera el status de las respectivas posesiones insulares
en el Pacífico.
Medio siglo después, Estados Unidos y Rusia
repetirían la maniobra diplomática con respecto a las armas nucleares.
Volviendo a las vicisitudes de nuestro
héroe: ya antes de haber asumido la Presidencia de la República, el Mister Hyde
que había en Warren Harding estaba harto de representar aquel forzado papel de
Dr. Jekyll que venía caracterizando desde que arribara a Washington para ocupar
una banca en el Senado.
Llegar al Capitolio supuso haber alcanzado
la órbita nacional. Un gran honor pero también un gran inconveniente: quien
debiera actuar allí experimentaba la inhibitoria sensación de vivir en una casa
de cristal permanentemente iluminada a giorno.
Desde entonces, Harding se había visto
obligado a vivir con hipócrita disimulo, aún en Marión, Una insípida etapa de
seis años aseptizados artificialmente.
Pero él había encontrado el paliativo:
interrumpía en Nueva York sus viajes de ida y regreso, robando algunas horas
para sí.
92.
EL EROTOMANO HARDING
Breves horas aprovechadas para realizar,
con alguno de sus compinches de turno, rápidas salidas de Manhattan, utilizando
el ferry que le llevaba desde el vértice de Battery Park al muelle de la
Johnston Avenue, en New Jersey.
Le encantaba ir a un teatrucho de las
afueras de Jersey City en el que, a altas horas de la noche, se intercalaban
picantes espectáculos de burlesque.113
Estos espectáculos eran rigurosamente
clandestinos y estaban sujetos a eventuales suspensiones, aunque la verdad era
que sólo se habían suspendido cuando el mal tiempo impedía la concurrencia del
elemento foráneo cuyos dólares lubricaban la maquinaria.
En todo Estados Unidos los salarios de los
agentes del orden son muy bajos y el concepto de inmoralidad muy elástico. Un
garito o un burdel pueden funcionar años, en regular clandestinidad, si sus
actividades no se manchan con sangre.
Nadie va al burlesque a matar. Es sagrada
ley del hampa que los maquereaux que se disputan la posesión de una mujer
podrán solucionar a tiros su entredicho en plena misa de cualquier iglesia,
antes que en el santuario en que se ganan honradamente la vida.
La
amable concurrencia femenina
que alternaba en
la pequeña
platea del burlesque de New Jersey constituía sabroso complemento del show.114
Cuando la lluvia o la nieve hacían
demasiado molesto el cruce del Hudson, el itinerario del Senador Harding se
acortaba y se dedicaba a husmear en los tenebrosos holes —agujeros— de la 49th East de Manhattan, en los que el humo era un tul
que velaba aún más la escasa iluminación indirecta.
En cualquiera de ellos, bajo un rayo de luz
de cambiantes colores, prostitutas prontuariadas se desnudaban una tras otra,
al compás de la música de un gramófono, en un convencional strip tease que se realizaba o se suspendía según
estuviera a cargo de la inspección policial el sargento amigo que lo permitía
por unos dólares o "el
maldito idiota" que hacía méritos para el ascenso.
La bailarina de turno se contoneaba sobre
una tarima tan pequeña que no le permitía el menor desplazamiento lateral. La
danza se reducía a mover los glúteos y a hacer bailotear los pechos, con mayor
preocupación por los broches que debía de ir soltando que por el ritmo que
debía de ir siguiendo.
La supuesta danza era sólo un pretexto.
Como los escaparates a la calle de los prostíbulos de Hamburgo, servía para
exhibir una mercadería de la que podía hacerse uso inmediato en alguna estrecha
habitación contigua. La media luz reinante impedía advertir en las sábanas,
nuevamente estiradas luego de cada servicio, arrugas y otras huellas de
anteriores tránsitos amorosos.
De un semioculto canastillo rinconera al
que las mujeres arrojaban las toallas usadas, subía, en vaharadas, un
identificable olor de semen que se mezclaba con los dulzones perfumes baratos
que flotaban en el ambiente.
La clandestinidad excluía toda pretensión
de higiene y esa falta de higiene era, precisamente, lo que retrollevaba a
Harding a la época de sus furtivos amores juveniles con maritornes de olores
rancios por cuanto granero existía en Marión.115
Warren Harding había heredado de su padre
ese tipo de sensualidad que se excitaba bestialmente por efecto del peligro y
de los olores agrios.
Warren recordaba las veces que su padre le
había ordenado llevar al pueblo, en urgente búsqueda de alguna determinada
medicina, a granjeros cuyas incitantes mujeres estaba revisando clínicamente.
Pero su padre y la infinidad de anécdotas
suyas de todo género constituían un recuerdo impreciso. Harding
solía preguntarse si muchas de las alocadas aventuras en las que
indistintamente habían participado su padre o él mismo, habían sido realmente
vividas por ellos o las había leído él en páginas de Mark Twain. Todo en la
vida de ambos había sido así, accidental, imprevisto, circunstancial.
A los 55 años de edad, dueño de un vigor
físico que le permitía poseer a tres diferentes mujeres en un mismo día, se
encontraba convertido en Presidente del país más poderoso de la tierra, sin
planes, sin ideas y aún sin saber si debía su elección a los poderosos
financistas que le habían apoyado o a las románticas mujeres americanas que le
habían votado cediendo a su irresistible magnetismo viril.
Ser Presidente de los Estados Unidos de
Norte América constituía, sin duda, el más grande honor que pudiera alcanzar un
hombre, pero él se sentía molesto porque había perdido totalmente su intimidad.
De pronto, había pasado a ser un hombre observado, analizado, espiado, como un
animal raro al que se priva de su libertad para estudiar sus costumbres y
reacciones.
Envidiaba al solemne
Coolidge —¡grandísimo tonto!— y hubiera cambiado con él su principalísimo
primer puesto por el secundario cargo de Vice-Presidente, tan similar a aquel
de Vice-Gobernador de Ohio ligado a los más felices días de su vida.
Asombraba a sus inseparables compañeros de
francachelas juveniles y adultas que aún seguían junto a él, cuando afirmaba
ante ellos, con insospechable sinceridad, que "ser Presidente le reventaba el hígado". Felizmente, sus
viejos amigos estaban allí, con él, a su alrededor, designados en cargos más o
menos afines con sus conocimientos y posibilidades.
Cada día, al cese de las aburridas
obligaciones oficiales, ellos hacían un innecesario llamado telefónico por un
teléfono privado que sólo el Presidente atendía, para preguntarle "si Florence estaba en Washington..
Era pregunta clave porque de la respuesta
dependía que el brother Warren pudiera o no acompañarles. Por
suerte, la Primera Dama se aburría solemnemente en la Casa Blanca, en las
ceremonias oficiales, en las embajadas, en los teatros y en todo Washington y
escapaba a Marión cada vez que podía hacerlo. Allá volvía a ser ella.
Apenas quedaba solo, el Presidente llamaba
a sus amigos para saber si ya estaban reunidos y "si los duraznos eran apetitosos".116
Se reunían en una lujosa residencia de la
calle H., alquilada por sus viejos amigos de Marión transplantados a Washington
D. C. para ayudarle a sobrellevar las pesadas tareas de gobierno.
Allí permanecía hasta
la madrugada, "desintoxicándose", como él decía. Comía,
bebía, bailaba, desaparecía por largos ratos en cualquiera de los dormitorios
de la planta alta, cambiando compañeras, como en los pic-nics de Marión.
Más de una vez había retornado a la Casa
Blanca con las primeras claridades y había soportado tediosas entrevistas
con el magro descanso de dos horas de sueño.
Sus compañeros de juerga eran los mismos
que le habían rodeado durante su vicegobernación del Estado de Ohio: Albert
Fall, Will Hays, Harry New, Doc Sawyer, Hubert Work, James Davis, Harry y Mal
Daugherty, Dan Crissinger, Charly Forbes, Jess Smith, Johnny King y Gastón
Means.
Era raro que alguien faltara al "club más exclusivo de Washington D. C.". Siempre había
"piernas" para dos excitantes mesas
de poker, buen whisky, buena mesa, buenas camas y buenos "duraznos".
Prohibido —bajo pena de degradación y
expulsión— formular invitaciones a amigos varones. También se prohibía, bajo
pena de multa en botellas de scotch —cantidad a fijar en cada caso— que se
llevara a mujeres que resultaran reprobadas por feas, tontas o viejas.
Ciertos magnates petroleros habían tratado
inútilmente de incorporarse al grupo. En la residencia de la
calle H. no se hablaba de negocios.
Pero no importaba. Los petroleros sabían
que el brother Warren no dejaría de acceder a cualquier pedido que sus amigos
de Marión le formularan.
El primero de los pedidos era de una tal
irresponsabilidad que rayaba en lo inconcebible.
Cualquier hombre de
Estado habría renegado de la lealtad de amigos que se hubieran atrevido a
insinuarlo siquiera. Sin embargo, los amigos de Harding lo
formularon y Harding lo satisfizo.
El negociado giraba alrededor de las
riquísimas reservas petrolíferas navales —reservas exclusivas de la marina de
guerra de la Unión- clasificadas Nº1, de Elk Hills, N° 2 de Buena Vista, ambas
en el Estado de California y Nº 3, de Teapot Dome, en el Estado de Wyoming.
Luego de minuciosas pruebas técnicas de
cubicación y perimetraje, los geólogos fiscales habían llegado a la conclusión
de que aquellos tres yacimientos eran de una riqueza,
profundidad y extensión tan excepcionales como podía serlo el más productivo
yacimiento petrolífero del mundo y afirmaban que su triple reserva garantizaba
a la Unión la plena satisfacción de todas sus necesidades militares en la más
larga de las guerras previsibles.
Este informe confidencial, elevado al
Presidente Taft por el Secretario de Marina George von Meyer, con fecha 17 de
julio de 1909, sintetizaba su propia opinión en pocas palabras: These fíelds are virtually
inexhaustible. We must get them under control (Estos yacimientos son
virtualmente inagotables. Debemos mantenerlos controlados) .
Por decreto del 9 de agosto siguiente, el
Presidente Taft resolvió confiar la custodia de las tres reservas petrolíferas
a la marina de guerra de la Unión. El
decreto aclaraba, asimismo, que la medida se adoptaba en previsión de una
eventual contingencia bélica.
Diversas circunstancias contribuyeron para
que estos temores recrudecieran en las postrimerías de 1920. Nunca
como entonces, la Marina de Guerra elogió tan calurosamente la sabia previsión
del insigne estadista William Taft. Gracias a él contaba con las incalculables
cantidades de combustible que habría de necesitar para proteger los
archipiélagos filipino y hawaiano en el caso de que estallaran las
hostilidades con Japón.
113 Género teatral del tipo de la
"Revista". Como su nombre lo indica, lleva el propósito esencial de
provocar la hilaridad del espectador combinando sketches variados: conjuntos de hermosas
bailarinas que, sin más vestimenta que la bíblica hoja de parra, danzan
lascivamente mientras entonan a coro canciones picarescas; monologuistas de
ambos sexos que narran los chistes más verdes, todo ello alternado con números
de strip tease, lujuriosas parodias de ballets, etc., etc.
114 Allí fue donde el
Senador Warren Harding, ya promediada su gestión legislativa, conoció a una
atractiva muchacha, Nan Britton, con la que vivió un romance de varios años que
derivó en una hija y un sonado escándalo del que daba cuenta minuciosa la
novela The President's Daughter (La Hija del Presidente) que fue, como es lógico suponerlo, el best seller del momento.
115 Detectives de la Brigada dedicada a
la represión de! comercio de alcaloides sorprendieron al Senador Harding
compartiendo uno de esos lechos con una muchacha que acababa de ofrecer una
exhibición de strip téase.
La nerviosidad del procedimiento y la
negativa de Harding a identificarse ante un segundo individuo a quien supuso repórter de algún diario, agravó su situación
hasta el punto de habérsele llegado a tratar con rudeza.
Felizmente, el Teniente a cargo de la
brigada llegó a tiempo para evitar que el incidente pasara a mayores y accedió
a interrogarle sin testigos.
!16 En inglés familiar, ¡What a peach! — ¡qué duraznol— constituye un piropo que
sólo se prodiga a una muchacha realmente sexy.