8ºVA: PARTE- 2 DE 2
Pedro Piñeyro
IMPRESO EN LA ARGENTINA
Queda hecho el depósito que exige la ley 11.723
Buenos Aires
1970
edición del autor 1970
Al genial filósofo,
sociólogo, economista,
creador del materialismo dialéctico,
fundador del socialismo científico,
organizador de la "Primera Internacional",
autor del "Manifiesto del Partido Comunista",
de "El Capital",
de cien obras medulosas que acicatearon la gesta proletaria.
Quien, a lo largo de cuarenta años de áspera lucha,
ignoró sistemáticamente la existencia de
la Banca Rothschild,
el más formidable bastión
del supercapitalismo.
,.. y el primer hombre a quien no asustaron el trueno ni
[el relámpago, inventó a Dios
y Le utilizó en su provecho.
Este libro se terminó de imprimir
en el mes de Agosto de 1970
en Artes Gráficas "Sapientia"
Jvtobeu 1163 - Buenos Aires
93.
UN SIMPLE TRAMITE FORMAL
Harding asumió la Presidencia unos pocos
meses después —4 de marzo de 1921— cuando el peligro de una guerra con Japón se
mantenía todavía latente. Sin embargo, por decreto del 2 de junio
siguiente —no habían transcurrido todavía tres meses desde que asumiera la
primera magistratura— transfirió las reservas petrolíferas Elk Hills, Buena
Vista y Teapot Dome de la Secretaría de Marina a cargo de Edwin Denby a la Secretaría del Interior, cuyo titular era su
íntimo amigo Albert B. Fall.
La sorpresiva resolución del Presidente
Harding provocó comentarios, pero como se presumió que se trataba de un asunto
de incidencia militar que podía estar referido a la seguridad de la nación,
esos comentarios cesaron. Luego de ese trámite formal, el Secretario
del Interior, Albert B. Fall, dejó que transcurrieran diez meses. Al cabo de ese tiempo consideró que la inexplicada transferencia
de las reservas petrolíferas estaba ya totalmente olvidada y se atrevió a
disponer de ellas.
El 7 de abril de 1922 por un decreto que no
dio a publicidad, otorgó al magnate petrolero Harry Sinclair, propietario de la
mayoría accionaria de la Mammoth Oil Co, permiso de explotación de la reserva
petrolífera fiscal N° 3 —Teapot Dome—, sin restricciones de ninguna índole.
Sinclair inició una intensa labor de
perforación de pozos. Sus ejecutivos estaban en el secreto; no así su personal
técnico y administrativo. Estos creían que la explotación se efectuaba por
cuenta y orden de la Secretaría del Interior. Los elementos mecánicos
no llevaban ninguna inscripción alusiva a la Mammoth Oil Co. Simplemente unas
iniciales: D. of I.
Teapot Dome Reserve y números correlativos.
D. of I. sugería Department of Interior, forma ambigua que llevaba el
propósito de evitar comentarios desfavorables y tendía a corroborar la idea de
que el gobierno estaba extrayendo fluido de un yacimiento propio para sus
propias necesidades.
El 12 de diciembre del mismo año, es decir,
ocho meses después, el mismo Secretario del Interior, Albert Fall, firmó un
segundo decreto, similar al anterior, cediendo a Edward F. Doheny, principal
accionista de la poderosa Panamerican Oil Co, la reserva Nº 1 de Elk Hills.
Esta concesión, al igual que la anterior,
fue resuelta entre gallos y media noche, por tramitación secreta, sin cumplir
indispensables requisitos legales de licitación previa, publicidad, etc. También
Doheny, tal como ya lo había hecho Sinclair, inició una intensísima labor de
explotación. Su dispositivo mecánico llevaba inscripciones D. of I. Elk Hills Reserve y llevaba numeración
correlativa. También sus ingenieros y sus administrativos creían estar
realizando la tarea por cuenta y orden del gobierno.
Sinclair y Doheny estaban asociados de
antemano, por documento privado, para el operativo "Reservas Petrolíferas
Fiscales". Ambos habían constituido en Montreal —Canadá— la Continental
Trading Co Ltd., futura común intermediaria de todas las operaciones y
designado Presidente de la misma al prestigioso abogado canadiense Dr. E.
Osler.
El volumen de la primera operación
concertada por Sinclair y Doheny con la Continental Trading Co Ltd., permite
apreciar las proyecciones del negociado: 33.333.333 barriles de petróleo al
precio de 1.50 dólares el barril.
De inmediato, la Continental Trading Co
Ltd., suscribía sendos contratos con cuatro compañías petroleras americanas:
la Mexía Oil gc, representada por
el Coronel Humphreys; Standard Oil de Indiana, por el Coronel Steward; Midwest
Oil Co, por Harry Blackmer, y Prairie Oil Co, por James O'Neil, distribuyendo
entre ellas los mismos 33.333.333 de barriles a 1.75 dólares cada barril.
Esta primera operación arrojaba una gancia
total de 8.333.333 dólares que se repartirían según determinado prorrateo entre
los seis magnates petroleros nombrados por orden de aparición: Sinclair,
Doheny, Humphreys, Steward, Blackmer y O'Neil, como utilidad personal
"negra". (Los distintos grupos de accionistas de las cuatro compañías
ignoraban esta primera parte de la operación y sólo participarían de la
eventual utilidad que pudiera producir la posterior comercialización del
petróleo adquirido a la Continental Trading Co Ltd. al precio de 1.75 dólares
cada barril).
El doctor Osler, abogado representante de
la Continental Trading Co Ltd. tenía asignado el 2 % en concepto de arancel
profesional; Sinclair y Doheny, concesionarios de las Reservas
Fiscales, se
reservaban la parte del león aduciendo que en sus respectivas asignaciones
estaban incluidas las importantes participaciones que ellos habían convenido
pagar a algunos funcionarios del más alto nivel.
La investigación realizada por el Senado
muchos meses después —de la cual extraemos todos estos datos— probaba, además,
que en una suite del Hotel
Vanderbilt (Park Avenue y 34th Street, Nueva York) el Presidente de la Continental
Trading Co Ltd., Dr. Osler, había hecho entrega de las siguientes sumas: Harry
Blackmer, Midwest Oil Co, 763.000 dólares; James O'Neil, Prairie Oil Co,
800.000 dólares; Coronel Robert W. Steward, Standard Oil de Indiana, 759.000
dólares, y Coronel E. A. Humphreys, Mexia Oil Co, 757.000 dólares.
En la referida reunión del Vanderbilt quedó
flotando una imprecisa referencia a los "cardenales de Washington D. C." a quienes
sería preciso quemar incienso. Pese a la vaguedad con que se expresaron,
Sinclair y Doheny dieron la idea de que se trataba de un cónclave muy numeroso
y muy caro.
La investigación del Senado probó que
"los numerosos cardenales de Washington
D. C." no eran otros
que el Secretario del Interior Albert B. Fall y el Director General de Correos
Will H. Hays y que el exorbitante costo de ambos sólo había alcanzado a 360.000
y 110.000 dólares, respectivamente, lo que tampoco podía considerarse "muy
caro" si se tenía en cuenta la magnitud de la operación.
Sinclair y Doheny prosiguieron su intensa
labor de explotación de las reservas con encomiable ahinco. Perforaron enorme
cantidad de pozos en las áreas que constituían las reservas propiamente dichas
pero multiplicaron las perforaciones, en abierto abanico, en toda la parte
exterior de los perímetros fijados por el decreto del Presidente Taft, hasta
una distancia que se auto-regulaba por la decreciente productividad.
Los geólogos de Sinclair y Doheny habían
advertido que los perimetrajes de ambas áreas habían sido imperfectamente determinados
por los técnicos estatales de principios de siglo, quizá por la
rudimentariez de los elementos con que contaban para hacerlo o porque en
determinadas partes de ambas ollas se habían comprobado declinaciones
geológicas de cuarenta o más grados que no constituían, sin embargo, soluciones
de continuidad ni impedían que los mantos se prolongaran a sus alrededores,
hasta enormes distancias.
La multiplicación de equipos de bombeo en
la parte exterior de las reservas, había sido científicamente organizada en
previsión de lo que, lamentablemente, podría ocurrir en cualquier momento.
Cuando explotó la bomba y el Senado ordenó
que fueran cegados todos los pozos abiertos en las reservas petrolíferas navales,
los pozos perforados alrededor de esas reservas siguieron drenando fabulosas
cantidades de fluido. Porfiada obstinación en la estafa.
Pero no fue esto lo peor. El hecho de que,
eventualmente, aparecieran funcionarios como el Secretario del Interior Albert
B. Fall, exonerado y encarcelado, no significaría para un país, a la postre,
otra cosa que una simple pérdida material. Pero en el caso del negociado de las
reservas petrolíferas de Elk Hills y Teapot Dome se agregaron agravantes de
otro orden que indignaron y horrorizaron al pueblo americano.
El Presidente Taft había asignado esas
reservas petrolíferas a la Marina de Guerra en previsión de un conflicto con
Japón.
La obsesiva aspiración nipona a la
hegemonía del Pacífico no perdía latencia. Entonces no podía preverse un ataque
aéreo a Pearl Harbour, pero Taft previo, sin duda, un arrollador ataque naval.
Doce años después, el desaprensivo
Presidente Harding y el inescrupuloso Secretario del Interior Fall, con la
cómplice pasividad del Secretario de Marina Edwin Demby, desnaturalizaban la
patriótica preocupación de Taft, adjudicando las reservas a Harry Sinclair,
Edward Doheny y la Continental Trading Co Ltd., en un apretado haz de intereses
comunes.
Pero lo que produjo doloroso estupor en el
pueblo americano, fue la comprobación realizada por el infatigable Senador
Walsh, Presidente de la Comisión Investigadora: La Continental Trading Co. Ltd.
o sean los magnates petroleros americanos Sinclair y Doheny o sean el
Secretario del Interior Albert B. Fall v el Postmaster General Will H. Hays o
sea, en suma, el propio Presidente de la República Warren G. Harding, quien les
respaldaba mancomunadamente, habían vendido el petróleo de las reservas
navales americanas al gobierno japonés para su flota naval del Pacífico que se
preparaba a luchar contra la flota naval americana. Porque precisamente en esos
días, algunas serias fricciones diplomáticas en el sudeste asiático habían
tensado las relaciones entre ambos países.
El petróleo ocupaba el lugar de preferencia
en el ranking de los negociados porque constituía una fuente inagotable de substanciosas
operaciones comerciales regulares. (Sin embargo, no se le había bautizado aún
con la expresiva denominación de "Prioridad Nº 1").
La batalladora Comisión Investigadora del
Senado comprobó que otros altos funcionarios de la intimidad del Presidente
Harding también habían realizado transacciones sumamente productivas.
Gastón Means, funcionario de la Fiscalía
General de Estado y hombre de la absoluta confianza del Fiscal General Harry M.
Daugherty —este último, compañero de correrías juveniles de Harding por los
pajares de Marión— rentaba con carácter permanente una suite en el Hotel
Vanderbilt.
El mismo Hotel Vanderbilt en que también
tenían una suite los magnates petroleros. Simple coincidencia.
La misión de Means consistía en percibir,
en plena vigencia de la prohibicionista ley Volstead, los pagos que efectuaban
los contrabandistas de licores que habían comprado protección federal. Means
declaró ante la Comisión Investigadora del Senado que calculaba haber recibido
"algo más" de 8 millones de dólares. .. quizá 9 millones... en lo
que había transcurrido de abril a diciembre de
1921... y posiblemente "algo más" de 10 millones de dólares... quizá
11... quizá 12 millones, en lo que había ido de enero a diciembre de 1922,
continuando, más o menos en el mismo "tono", es decir, a razón de 1
millón de dólares por mes, cien mil dólares más, cien mil dólares menos, pero
más valía considerarlos en más que en menos, hasta julio siguiente. Nada más
que hasta julio porque habría sido inútil que él les hubiera seguido
esperando...
A la muerte de Harding, habían dejado de
aparecer...
Means agregó que su jefe, el Fiscal de
Estado Daugherty, había dispuesto, al organizar la tarea, que él (Means)
debería entregar diariamente the lettuce "? y la nómina de los taxpayersll8 a Jess Smith,
tesorero de la "organización".
117 The lettuce — slang, "la lechuga": dólares
en billetes, por su color verde.
118 Taxpayers: contribuyentes
94. OTROS BOTONES DE MUESTRA
Hubo, como es lógico suponerlo, muchos
casos de corrupción administrativa.
Nos limitaremos a citar sólo dos casos más.
Al declararse la guerra a Alemania el
gobierno americano se incautó de todos los bienes germanos y creó un organismo
destinado a custodiarles. Finalizada la guerra, los alemanes
propietarios de esos bienes iniciaron, ante la referida Dirección Nacional de
Custodia de la Propiedad Enemiga, los trámites tendientes a recuperarles.
En todos los casos se les aconsejó extraoficialmente
o semi-oficialmente, porque era una sugestión confidencial que formulaba el
propio Director en voz baja y misteriosa, que se hicieran patrocinar por un
abogado de Boston llamado Henry Thurston, ya que ese profesional era el único
que podría llevar las gestiones a buen
término, en el menor tiempo, por su estrecha amistad con el Fiscal de Estado
Daugherty.
Hubo quienes se enfurecieron y amenazaron
presentar sus reclamaciones ante la propia Corte Suprema pero la Corte Suprema
ni ningún Juzgado podían poner en marcha su pesado engranaje sin otro elemento
punible que una simple, amistosa sugestión verbal.
Los más rebeldes terminaron por rendirse.
De otro modo, habrían terminado por perderlo todo. El tal abogado Thurston
cobraba grandes honorarios. Explicaba en cada caso, también en voz baja,
misteriosamente, en actitud que constituía toda una emotiva demostración de
confianza, que de esos gruesos honorarios sólo retenía una pequeña parte para
sí y que el resto era "el combustible para que el motor marchara".
En el caso de la American Metal Co, su masa
accionaria había sido confiscada y vendida sin tener en cuenta ni dar la menor
importancia al hecho de que la mitad de esa masa fuera de propiedad suiza.
La American Metal Co, valía,
intrínsecamente, treinta millones. Cualquier consorcio habría considerado un
buen negocio adquirirla, en pleno funcionamiento, por veinte millones. Los
interventores oficiales sólo habían podido obtener doce millones de dólares. De
todos modos, correspondía reintegrar a los condóminos suizos, la suma de seis
millones.
El abogado Richard Merton, representante
del 50 % de propiedad suiza, debió entenderse con su colega Thurston.
Dado que el reintegro debería ser
autorizado por el Congreso, el abogado Thurston puso al abogado Merton en contacto
con el legislador republicano por Connecticut y, sucesivamente, con el Coronel
T. W. Miller, titular de la Dirección Nacional de la Custodia de la Propiedad
Enemiga, luego con Jess Smith, brazo derecho del Fiscal General de Estado
Daugherty y más tarde con Mal S. Paugherty, hermano menor del Fiscal General,
por quien el
Fiscal General sentía tan paternal debilidad que jamás le había podido negar
nada. . .
Mal S. Daugherty era quien habría de pedir
a su hermano la difícil firma de esa Orden de Pago. Resumiendo cuentas:
Merton pagó medio millón de dólares que se repartieron entre los nombrados.
Los únicos que dejaron huellas de su dolosa
intervención fueron el Coronel Miller y el hermano menor del Fiscal General,
quienes vendieron por intermedio de los bancos en que tenían sus respectivas
cuentas corrientes, los bonos de la Libertad que les entregara el abogado
Merton.
Mal S. Daugherty transfirió, además, 49.165
dólares a la cuenta de su encumbrado hermano.
El Coronel Miller fue enviado a la cárcel
pero no ocurrió lo mismo con los hermanos Daugherty porque cuando el Senado
inició sus investigaciones, el ex-Fiscal General de Estado concurrió al Banco
que había intervenido en la operación —el mismo que fundara Amos Kling, el
suegro del ya difunto Presidente Harding— y destruyó las cuentas bancarias
propia, de su hermano Mal y de su alter ego Jess Smith.
95. EL PINTORESCO AVENTURERO FORBES
Charles R. Forbes fue un simpático
aventurero a quien Harding conoció al visitar Honolulú al frente de una
delegación del Senado que debería supervisar el gigantesco dique seco y las
importantes fortificaciones levantadas en Pearl Harbour.
Forbes, integrante del comité de recepción
por sus condiciones de gran deportista, eximio cultor del surfing y por su extraordinaria
simpatía, era un tostado atleta de ojos azules, oriundo de Boston, malogrado
estudiante de leyes de Harvard, locuaz, amable, que podía cautivar a quien él
se propusiera. Y él se lo proponía cada vez que veía una posibilidad de
sacar tajada.
Agudo psicólogo
intuitivo, captaba exactamente las modalidades de la personalidad de cada
"cliente" y se adaptaba a ellas. En el caso de Harding, su
interés se debía al hecho de que ya se citaba al Senador por Ohio como el
hombre que habría de ser el candidato republicano y por consiguiente, el hombre
que podría suceder a Woodrow Wilson en la Casa Blanca.
La recepción a los senadores se efectuaba
en el Iolani Palace (Casa de Gobierno). En ese
momento, Harding era asediado y absorbido por una pintoresca troupe de
aristócratas ancianas nativas, ataviadas a la usanza tradicional, que parecían
ofrecerle una exclusiva ceremonia ritual, con danzas, cantos e impetraciones.
Era una de las partes del largo acto
oficial, que recién promediaba y se dedicaba, de manera personal, a Harding en
su carácter de jefe de la delegación senatorial. Por esta fría interpretación
protocolar, Harding era la única víctima y sus dos colegas podían gozar de
relativa libertad.
Forbes había observado que a Harding le
costaba cada vez un mayor esfuerzo seguir sonriendo. Aprovechó una oportuna
coyuntura y deslizó ante Daugherty y Jess Smith un cuento escabroso que les
arrancó una espontánea carcajada.
Harding les miró desde lejos.
Envidiándoles, seguramente.
El éxito de ese primer cuento justificó un
segundo, también ruidosamente festejado.
Harding había mirado
hacia ellos por dos veces. Esto era lo que se había propuesto Forbes: llamar su
atención.
La charla en el pequeño grupo siguió en ese
tono amable, informal, que Forbes mantenía con su gracia personalísima. Harding
no pudo substraerse a los pesados agasajos oficiales del primer día, pero una
intencionada frase suya, dicha al pasar, sugirió a Daugherty la idea de invitar
a Forbes a que comiera privadamente con ellos en el Royal Hawaian Hotel sobre
la hermosa playa de Waikiki.
Así fue como
Forbes entró esa noche en el pequeño círculo de Harding.
Supo mostrarse como una equilibrada muestra de
cortesano, animador y bufón.
Su "Instructiva Historia de la Prostituta Remilgada" era, sin duda,
uno de sus chascarrillos más graciosos. Fue su feliz bautizo ante Harding,
quien lo festejó desternillándose de risa.
Resultó que Forbes era una enciclopedia de
lo picaresco. Tenía minuciosamente clasificados en su memoria cuentos eróticos
de todos los tiempos, de todas las razas y de todos los calibres. Lo mismo
ocurría con las canciones que constituían la más sabrosa antología lúbrica. Las
cantaba con agradable voz y en tono bajo si eran color verde subido para
pecadores veteranos o en tono más alto y más claro si eran de color de rosa
como para coristas novatas del burlesque.
Forbes conquistó de
tal modo a Harding que éste lo agregó a su comitiva y le llevó consigo al
Continente.
Una vez electo Presidente, le nombró en el
cargo que Forbes le solicitara: Director de la Oficina de Veteranos de Guerra.
Forbes había llegado a confesar a Harding
con su desenfadado cinismo que toda su experiencia en la materia radicaba en
que él era "además de veterano,
desertor y que había desertado por no llegar a héroe, porque los héroes le
pateaban el hígado".
Forbes no sabía
hablar de otra manera y su pintoresco slang arrancaba estruendosas carcajadas a
Harding, quien llegó a sentirse verdaderamente entretenido y feliz cerca de
aquel bufón de nuevo estilo. Pero Forbes no bromeaba cuando se trataba de sacar
provecho personal a la importante repartición cuya administración se le había
encomendado.
Estaba demasiado fresco el recuerdo de la
primera guerra mundial y la heroica y decisiva acción de los veteranos americanos
en la batalla de Chatéu-Thierry, clave de la victoria final, para que el
Capitolio se atreviera a cercenar o a discutir un sólo dólar de las grandes
partidas que el Presupuesto General asignaba a los veteranos heridos,
incapacitados o carentes de recursos.
La Comisión Investigadora del Senado
calculó, sobre la base de "pericias contables, que Forbes
había malversado y dilapidado alrededor de 212 millones de dólares en menos de
dos años. La dependencia a su cargo había sido
creada en las postrimerías de la presidencia de Woodrow Wilson y los
lincamientos generales de su organización —ayuda integral a los veteranos de
guerra— estaban ya claramente proyectados. Por
ejemplo, habían sido ya determinadas las ciudades en que habrían de construirse
hospitales y en muchos casos, ubicados algunos solares convenientes y hasta
convenidos, en principio, precios que sus propietarios habían reducido al
mínimo en el sincero deseo de contribuir a la humana finalidad perseguida.
Forbes empezó por
despedir a todo el personal existente sin tener siquiera en cuenta que algunos
de ellos eran, precisamente, veteranos de guerra.
Su segunda medida consistió en reunir toda
la papelería en trámite (planos, expedientes, presupuestos, cartas, informes de
gestiones realizadas ante gobiernos estatales, etc.) hacer compactas pilas de
un metro de altura y arrumbarlas entre las cañerías que en los subsuelos de los
edificios modernos semejan la disección anatómica de una red venenosa.
Luego de organizar su propia corte de
asesores, secretarios, secretarias, etc., empezó a viajar por todo el país, en
tren de gran lujo, para elegir los lugares en que habrían de levantarse
"sus" hospitales. (Al referirse a ellos utilizaba invariablemente el
posesivo).
El Senador Walsh probaría luego que el
apuesto Forbes actuaba en combinación con una poderosa empresa constructora que
le reconocía el 35 % de sus ganancias netas. Esto explicaba que en
algunos casos —el del hospital a levantarse en Northampton, por ejemplo— se
adjudicara la obra a esa empresa pese a que su propuesta era la más elevada de
todas.
La adquisición de los elementos para
dotación de los hospitales llegó a hacerse de una manera tan irregular y
desordenada que resultaba absurda.
Forbes disponía las gigantescas compras sin
la menor fiscalización. Sin embargo y por más que se creyera autorizado a hacerlo
discrecionalmente, costaba entender que hubiera podido caer en semejantes
anomalías.
Los senadores observaban a aquel magnífico
ejemplar de hombre joven, atlético, de expresión inteligente, que les hablaba
con la mayor naturalidad, mirándoles a los ojos con una mirada limpia y no
acertaban a explicarse que ese mismo hombre hubiera podido comprar 70.000
dólares de cera para lustrar pisos a un valor real multiplicado 24 veces; que
hubiera comprado 100.000 sábanas a 1.37 dólar cada una y las hubiera vendido en
seguida a 27 centavos la unidad y que algunos lotes de las sábanas vendidas a
27 centavos hubieran vuelto a entrar por la Oficina de Compras para completar
la entrega de las 100.000 sábanas adquiridas a 1.37 dólar; que hubiera
comprado 75.000 toallas a 19 centavos para venderlas de inmediato a 4 centavos
cada una. ..
Forbes fue enviado a la cárcel de
Leavenworth pero a la Comisión Investigadora del Senado le quedó la duda acerca
de si no habría sido más apropiado enviarle a un instituto para enfermos
mentales.
96.
HARDING SENTENCIADO
Al promediar el segundo año del período presidencial
de Warren Harding, ya habían trascendido muchos de los escándalos de su
administración. Se comentaba con asombro la actividad paralela de algunos
de sus más inmediatos colaboradores, precisamente aquellos a quienes él trajera
consigo desde Columbus City: Fall, Hays, Daugherty, Crissinger, Smith, Means...
Cualquier negociado era posible cruzando
esos puentes.
Respecto del Presidente, se sabía que vivía
tiranizado por el sexo.
Empezaron a circular distintas versiones de
algunos picantes episodios de su vida privada. Se comentaba, por
ejemplo, que la hija natural de dos años que tenía con la hermosa Nan Britton,
había sido engendrada sobre el sofá de la oficina que tenía en el Capitolio. (Esto lo había declarado desenfadamente
la propia Nan Britton al repórter de un magazine sensacionalista).
Se comentaban,
asimismo, las regulares incursiones amorosas que durante los años de su gestión
senatorial hacía al burlesque de Jersey City y a los agujeros de la 49th Street,
a pocos metros de la Fifth Avenue, en Manhattan. También había trascendido
el incidente de su temporaria detención en un hotelucho siniestro, al ser
copado por hombres de la Brigada de represión del comercio de alcaloides.
Era indudable que los trascendentes actos
del gobierno de Harding: la paz con Alemania, el Presupuesto General de la Nación
unificado por primera vez en la historia del país, la rebaja de la sobretasa a
los grandes ingresos, las paternalistas disposiciones laborales y el Acuerdo
con Gran Bretaña y Japón sobre limitación de armamentos —que salvaba a los
archipiélagos filipino y hawaiano de la amenaza nipona— habían sido demasiado
importantes para que no compensaran con creces cualquiera debilidad de tipo
personal.
Pero las cosas iban saliendo de cauce.
La marea de coimas y peculados crecía
vertiginosamente sin hallar resistencia. Los mismos amigos que
medraran a la sombra de Harding durante su gestión co-gubernativa de Columbus
City, capital de Ohio, habían reaparecido en Washington D. C. con el exclusivo
propósito de enriquecerse rápidamente.
Evidentemente, la Internacional Financiera
intervino también en el asesinato de Harding. Sin embargo, estamos muy lejos
de creer que le hubiera hecho eliminar porque la preocuparan su irregularidad administrativa
o su regularidad glandular.
La rápida corrupción doméstica del gobierno
de Harding había resultado imprevisible.
Llegado a este punto, por más que los
hombres de Wall Street confiaran en que Harding seguiría avalando toda medida
política aconsejada por Hughes, Mellon o Hoover, lo cierto era que el manso
hombre de Marión había dejado de ser una promesa positiva para transformarse en
una realidad negativa.
Wall Street se propuso evitar la desastrosa
descomposición de sus últimos años de gobierno.
No le preocupaban en
absoluto los millones de dólares de pérdida que la incuria de Harding hubiera
podido producir al Estado. Le interesaban, en cambio, esos dos años de
moneda-tiempo que de ninguna manera podían derrocharse. Los
planes de la Internacional Financiera no admitían interrupciones ni riesgos
agregados. Harding, víctima de su enfermiza concupiscencia y de la perniciosa
influencia de sus amigos, no le inspiraba ya el más mínimo interés.
Con la absoluta frialdad
"científica" con que en todos los casos se resuelve el crimen
político, se resolvió que el Presidente Harding debía de ser eliminado. Su
inmediato viaje a Alaska, aconsejado por Hughes aduciendo vitales razones
políticas, podría justificar una enfermedad que eventualmente provocara un
rápido desenlace.
Pero su muerte habría de producirse, en
realidad, por envenenamiento.
Harding, hombre de salud de hierro,
sazonaba sus desayunos con pickles en caldo de tabasco. Lejos de ser un
gourmet, era un gourmand, un glotón que devoraba cuanto le pusieran por
delante.
Resultaba fácil provocarle una decisiva
intoxicación ptomaínica.
Tal como se había planeado, Harding murió
al regreso de su viaje a Alaska.
Se atribuyó su muerte a un ataque de
apoplejía, secuela de una pulmonía que la fortaleza física del Presidente le
había permitido soportar en pie.
97.
PREPARACIÓN DEL "CRASH"
BURSÁTIL DE 1929
La "Operación Bolsa" había sido
estructurada por Jacobo Schiff y venía siendo dirigida por Kühn, Loeb, los
Warburg, Higginson, Peabody, etc.
La ejecutaban cincuenta stockbrokers
cuidadosamente seleccionados por su seriedad, su discreción "y su
"oficio". Las órdenes eran simples. Tan simples, que
eran sólo una, que se sintetizaba en una sola palabra: comprar.
Pero su cumplimiento exigía una buena dosis
de prudencia.
Habría sido peligroso evidenciar una
tendencia exclusivamente compradora. Para evitarlo, los
hombres de Schiff seguían apelando al antiguo y simple pero insustituible
recurso de simular ventas.
Dejemos aclarado que cuando decimos
"simular" no es porque la operación dejara de cumplir uno sólo de los
requisitos de práctica. Las acciones existían, la venta se efectuaba y se
registraba, los impuestos se pagaban, las comisiones se liquidaban, los
títulos se transferían.
Ejemplifiquemos: Smith and Co. poseían
50.000 acciones de Wilson Fécula Soups y ordenaba su venta. Entonces, el corredor
A. vendía al corredor B. 15.000 acciones; C. vendía a D. 15.000 acciones y E.
vendía a F. 20.000 acciones.
Más tarde, B. vendía a G.; D. vendía a H. y
F. vendía a I. Luego, sucesivamente, distintos corredores del "clan",
actuando como comparsas, compraban y vendían y según fuera la intención de la
maniobra, provocaban el "alza", la "baja" o compraban y
vendían sin mayores diferencias cuando sólo se trataba de "ejecutar
música de fondo".
Resulta obvio agregar que, para evitar
interferencias de gentes ajenas a la organización, estas operaciones se
cerraban y se pasaban de inmediato para su habitual inscripción en pizarras,
sin que hubieran mediado los típicos ofrecimientos de viva voz que los
corredores lanzan en el recinto durante el desarrollo de las ruedas. Así fue
como en la primera década del siglo, los hombres de Schiff compraron acciones
del más diverso tipo y origen que quedaban depositadas y de las cuales sólo se
cobrarían cupones, en el correr de años, tal como si se tratara de inversiones
de pequeños burgueses.
Muchas de estas acciones correspondían a
excedentes de emisiones lanzadas por los "monstruos": Standard Oil de
New Jersey, United States Steel, Socony Mobil Oil, Texaco, Dupont de Nemours,
Armour, Westinghouse, etc.
También compraron, sistemáticamente,
grandes cantidades de otras acciones que correspondían a empresas de menor importancia
que, por cálculos iniciales demasiado optimistas o por restricciones de
crédito, habían quedado frenadas o habían entrado en franca declinación. Con las
acciones de estos dos grupos —"monstruos" y "debilitados"—
Schiff operaba de manera diametralmente opuesta.
Con respecto a las primeras, provocaba
"alzas" que despertaban la codicia de muchos tenedores de ellas que
se decidían a vender.
Esto había permitido a Schiff aumentar sus
stocks, pero ni Schiff ni el Estado Mayor iluminista que observaba la campaña
desde Europa, se llamaban a engaño. Uno y otro sabían que haber
obtenido esas pocas acciones de los complejos industriales
"monstruos" equivalía a haber quitado un pelo a un gato. Sin embargo, estas pocas acciones que ahora servían para
provocar "alzas" quizá alguna vez sirvieran para provocar
"bajas".
En cuanto a las acciones
"debilitadas", por el mismo procedimiento de venderse y revenderse a
sí mismos, se provocaban "bajas" progresivas. Como se trataba de
inversores-especuladores incapaces de insistir y mantenerse, ya fuera por falta
de reservas económicas o por falta de fe, se dejaban ganar por el pánico y
vendían.
Esta maniobra se había repetido hasta que
los testaferros de Schiff se convirtieron en propietarios de la gran mayoría de
las empresas industriales de mediana cuantía. El dumping se agregaba,
en algunos casos, para contribuir a convencer a algunas de las empresas chicas
que aún se mantenían rebeldes. Llegó, por
fin, el momento en que Schiff contraloreó toda la mediana y pequeña industria.
En una paciente y circunstanciada acción
revitalizadora, consolidó la situación económica de todas esas empresas con
importantes aportes de capital que permitieron modernizar equipos,
perfeccionar sistemas, ampliar las fábricas o centros de producción y aumentar
incesantemente el personal.
Sobre todo esto último: exagerar la
ocupación, tomar empleados y obreros innecesarios, imputándolos a previstas ampliaciones
futuras.
El Iluminismo-patrón había puesto en pie
miles de fábricas que producían, vendían y daban interesantes beneficios. Pero
el Iluminismo-patrón no necesitaba ni quería beneficios. El dinero no le
interesaba. Por
ello, aplicaba todos esos beneficios a dotaciones de personal de modo que cada
fábrica tuviera nutridos planteles, con un 30 ó 40% de personal innecesario.
La administración iluminista hacía
exactamente lo contrario de lo que hubiera aconsejado una prudente
racionalización. Producía artificialmente una manifestación de crecimiento,
un hipercrecimiento similar al que venía produciendo en el sistema bancario.
La finalidad inmediata o mediata era
netamente revolucionaria.
Cuando Austria-Hungría declaró la guerra a
Servia, iniciando el feroz pandemónium que puso fuego a Europa por sus cuatro
costados, Estados Unidos experimentó un raro fenómeno de aparente aislamiento.
Las agencias noticiosas se prestaron a
acentuar esa impresión. Propaganda dirigida y versiones de toda
índole crearon confusión y temor. Legiones de
inversores de la petit bourgeoisíe americana se dejaron impresionar y
decidieron vender sus acciones para esperar con mayor tranquilidad el
desarrollo de los acontecimientos.
Pero los magnates de la industria
"grande", los Rockefeller, Vanderbilt, Morgan, Mellon, Carnegie,
Dupont de Nemours y demás reyes sabían ya que ellos y sus fábricas serían los
llamados a definir esa guerra.
El Iluminismo también lo sabía.
98.
UN LARGO "ROUND" DE DESGASTE
La terrible crisis que el desprevenido pueblo
americano debió soportar durante el período de depresión que se inició el 29 de
octubre de 1929 con el crash de la Bolsa de Nueva York y se prolongó por cuatro
interminables años hasta culminar con el cierre de todos los bancos de la
Unión, fue un simple episodio más.
La gigantesca industria americana de la
tercera década —enormes fábricas, ejércitos de obreros, ilimitada capacidad de
producción, organización perfecta, sindicalismo balbuciente, jugosos
superávits, inconmovible solvencia— creía contar con irreversibles garantías
de vida propia.
De ahí su rotunda negativa a todos los
intentos de los magnates de Wall Street por asociarse a ella. Esto
había obligado a los menospreciados financistas a arbitrar otros recursos.
Con el mismo sigiloso empeño con que sus
antepasados del siglo XVIII prepararan en Francia el ataque a la realeza y al
feudalismo —baluartes que entonces también parecían inexpugnables— los masones
iluministas de Wall Street organizaron la conquista de la Bastilla industrial
americana.
Ese proceso de preparación demandó algo más
de doce años. Se inició en las postrimerías del segundo período presidencial
de Woodrow Wilson, arraigó en la propicia almáciga de los dos años de Harding y
se desarrolló espectacularmente durante la "Era de la Prosperidad"
de los seis años de Coolidge.
Wall Street echó mano de la colosal
acumulación de dinero circulante que colmaba las cajas fuertes de sus bancos y
y de las cantidades siderales de dinero teórico que atiborraba sus carteras
financieras, para montar su lujoso truco de ilusionismo en la Bolsa de Nueva
York.
Con una progresividad matemáticamente
calculada y una liberalidad adquisitiva que también iba aumentando por grados,
aprovechó los seis magníficos años de la gestión de Coolidge para concretar una
vigorosa campaña en favor de las inversiones bursátiles. Durante todo ese
tiempo, hizo comprar una y otra vez, sistemáticamente, por miles de presuntos
inversores dirigidos y millones de inversores espontáneos que engrosaban las
filas de continuo, seducidos por la irresistible atracción de aquella fácil
manera de obtener ganancias.
La constante alza de todos los valores
había generado un clima francamente optimista, tan optimista que,
aparentemente, todo se reducía a comprar cualquier tipo de acciones.
Una hábil propaganda acerca de afortunados
especuladores enriquecidos de la noche a la mañana, contribuyó a crear una
definida megalomanía en un pueblo ingenuo que acababa de ganar una guerra y
creía sinceramente que el tiempo se detendría allí, en esa gran victoria que
ellos magnificaban hasta justificar que ella convirtiera a Estados Unidos en el
soñado reino de Utopía.
Todos y cada uno de los habitantes del
país, los ricos, los menos ricos o simplemente los obreros y empleados que poseyeran
algunos ahorros, podían multiplicar su dinero sin más esfuerzo que el de
impartir una orden de compra.
El efecto fue inmediato. El logrado clima
alcista pronto adquirió características de alud.
Se había procedido con cautela, en progresión
suave, aprovechando el pretexto favorable que suponía el triunfo americano en
la guerra mundial del 18. La irrefutable teoría de la contagiosa sugestión de
las masas, echada a rodar por la prensa especializada, bastaba para que el desarrollo
progresivo, constante, que Wall Street imprimía a las especulaciones
bursátiles no provocara la desconfianza de los industriales.
El hecho de que los poderosos reyes
industriales poseyeran fortunas fabulosas, no les obligaba a poseer una inteligencia
capaz de detectar un campo minado en lo que parecía ser un inconmensurable
trigal en madurez. Resultaba lógico que los industriales creyeran que aquella
meteórica evolución de sus negocios se debía a la inteligencia con que ellos
les habían manejado y a la firme confianza que inspiraba su futuro. Se dejaron mecer blandamente por el monstruoso crecimiento
económico y cediendo a la tentación que provocaba ese momento tan propicio,
lanzaron al mercado sucesivas emisiones de sus acciones.
Satisfacían así el legítimo deseo de
inversores que buscaban el doble beneficio del dividendo y la sobrevalorización
de su dinero.
El sistema bancario contraloreado por Wall
Street que alcanzaba a las más pequeñas ciudades americanas, instituyó
distintos planes crediticios a corto y mediano plazo para que cada uno de los
ciudadanos que contara con una propiedad, una renta o un sueldo pudiera comprar
acciones por un monto que multiplicaba sus recursos reales. Estas acciones,
como era lógico, quedaban retenidas hasta su pago total.
Mientras tanto, los industriales
capitalizaban los aportes que llovían incesantemente del cielo y los invertían
en sucesivas ampliaciones y renovaciones de equipos, modernización de
laboratorios, nuevas construcciones, nuevas ampliaciones, expansión doméstica
e internacional. No hay peor socio que
el éxito cuando se le descuenta y llega, con monótona regularidad,
sin emoción de incertidumbre.
El éxito constante desdibuja la realidad
hasta alterarla fundamentalmente.
Napoleón rayó a tanta altura porque sus
triunfos siempre estuvieron entrecortados por reveses.
Los industriales americanos fueron
perdiendo la capacidad de apreciar la realidad. Parecían no ver la línea
imaginaria que separaba lo que ellos realmente controlaban porque era real,
cuyo valor intrínseco les pertenecía, de lo que era artificial, especulativo.
Si el título valía 100, su cotización a 300
era ficticia. Ellos habrían debido pensar que contraer compromisos sobre el
total de ese valor ficticio, equivalía a triplicar sus riesgos. Los
industriales resultaron, a la postre, tan candorosos como los especuladores
dilettantes que marchaban tras la corneta de la comparsa de Wall Street.
El Estado mismo colaboró desenfadadamente
en el propósito de dar mayor vivencia al espejismo especulativo. El Federal
Reserve System, dependiente de la Secretaría del Tesoro, cuyo titular era el
multimillonario financista Andrew W. Mellon, disminuyó la tasa de redescuento
del 4 al 3,5 por ciento para estimular aún más las actividades del Mercado de
Valores.
El mismo Presidente Coolidge formulaba
oportunas declaraciones cada vez que era necesario tonificar el espíritu inversor. El 13
de enero de 1928 llegó a afirmar oficialmente "que no veía razones para preocuparse por
el temor de inflación que inquietaba a cierto sector financiero".
Las
transacciones bursátiles en los últimos meses de la segunda presidencia de
Woodrow Wilson, alcanzaban habitualmente un volumen de 500.000 acciones
diarias. El día 2 de agosto de 1923 —fecha en que muriera Harding— las cifras
habían alcanzado a 600.000 acciones negociadas, pero el lunes 12 de marzo de
1928 se habían vendido 3.876.000 acciones y el martes 27 del mismo mes y año,
esa cantidad se había elevado a 4.800.000.
No se crea, por eso, que los cerebros
financieros que iban digitando el operativo dejaron de agregar adecuadas
pulgaradas de "suspenso", un poco para perfeccionar sádicamente la
maniobra y otro poco para dar satisfacción a su atavismo fenicio, ya que cada baja
suponía una jugosa ganancia inmediata.
Así fue como, en varias ocasiones, las
Bolsas de Nueva York, Filadelfia, San Francisco y Chicago registraron algunas
bajas violentas que dejaron miles de víctimas propiciatorias entre los pequeños
ahorristas, inversores incautos que se habían dejado atraer por la promesa de
una fácil ganancia hasta perder aquellos pocos dólares que eran el caro
producto de muchos sudores y muchas privaciones.
Las acciones de Gianini, el banquero
ítalo-americano constituido en franco-tirador de la banca del Oeste, nunca
habían ofrecido posibilidades de grandes ganancias pero eran tan firmes como
los promontorios rocosos de la costa del Pacífico. Sin embargo, su
ultramontanismo tampoco pudo substraerse a la nueva tónica bursátil y sus
papeles se elevaron a cotizaciones jamás soñadas.
La singular conducta bancaria de Gianini
durante el terremoto e incendio de San Francisco, en abril de 1906, le habían
granjeado tan sólido prestigio que, en el ámbito local, había conseguido
superar a la poderosa banca trustificada. En pleno desastre, mientras los demás
bancos mantenían cerradas sus puertas, Gianini en persona reintegraba los
depósitos de sus clientes en la vía pública.
A pesar de episodios como ese, sus acciones
nunca habían sobrepasado el tope de 128 a todo lo largo de esos últimos veinte
años.
El fabuloso crecimiento del país, luego de
su triunfo en la guerra de 1918, había sido tan amplio que también había
alcanzado a las acciones del conservador Gianini. En sólo dos años habían
llegado a 260 y sus liberalizados tenedores abrigaban la seguridad de que
pasarían por sobre la cima de los 500.
Un día infausto en el que miles de
californianos no comieron ni durmieron, repentinamente, sin que nada hubiera
permitido preverlo, los títulos del Bank of América bajaron 120 puntos; Banco
de Italia, 100; Bankitaly, 86 y United Security, 80.
Esas mismas acciones del grupo Gianini
sufrieron un descalabro de similares proporciones en las demás Bolsas del
país.
Pareció un disparo dirigido con ajustada
puntería.
Como por simple reflejo, muchas otras
acciones "duras" también bajaron 50 y 60 puntos.
Ello fue suficiente para que el New York
Times del 13 de junio de 1928 informara en un título, cuerpo 36, a todo lo ancho
de su primera página: "El mercado
alcista se desplomó ayer estrepitosamente".
Pero el mercado alcista parecía poseer la
incoercible verticalidad de un tentempié erguido sobre un hemisferio de plomo.
Tres días después había recobrado el equilibrio y parecía aprestarse a
recuperar lo perdido y aún a seguir subiendo.
La Bolsa volvía a ejercer su irresistible
magnetismo.
Además, algunos hechos aislados detectados
por la facultad intuitiva que todo especulador desarrolla dentro de sí mismo,
habían sumado sus efectos. Por ejemplo: razones técnicas forzaban un retraso de
tres semanas en la producción anual de Ford; por lógica reacción inversa, los
papeles de General Motors, beneficiados por el inconveniente de Ford, subieron
9 puntos. Radio Corporation había habilitado nuevos talleres que le permitirían
decuplicar su producción y ello justificaba su constante suba, a razón de 10,
15 y más puntos por día. El 20 de junio de 1928, Curtiss subió 35
puntos; Wright Aeronautical, 34; Montgomery Ward, 28; General Motors, 26. ..
En sólo seis meses, las acciones de
Montgomery Ward habían subido de 132 a 466; American Telephone and Telegraph,
de 179 a 335; General Electric, de 128 a 396; Radio Corporation, de 94 a 505;
Unión Carbide, de 145 a 415; Westinghouse, de 91 a 313..,
El republicano Herbert Hoover acababa de
ser elegido Presidente por casi 22 millones
de votos. Su adversario, el paradojal Gobernador de Nueva York, Alfred
E. Smith, demócrata, hijo mimado del poderoso Tammany Hall, católico fervoroso
y, además, denodado defensor del libre-alcoholismo, había sido feamente
vapuleado hasta en su propio baluarte neoyorkino. Los 87 electores que había
logrado obtener a todo lo largo y ancho del país, habrían de ofrecer una muy
deprimente sensación de debilidad frente a los 444 votos que en el Colegio
Electoral exaltarían a Hoover a la primera magistratura de la Nación.
Aunque Hoover recién asumiría el cargo el 4
de marzo de 1929 y faltaban aún cuatro meses para ello, Wall Street empezó
"a gastar a cuenta" estimulando desde entonces a los inversores de
aquel tonificado mercado alcista que volvía a la carga con la promesa de cuatro
nuevos años de fáciles ganancias.
Todos los papeles siguieron subiendo
vertiginosamente: Packard, Anaconda Copper, Wright Aeronáutica, Radio
Corporation, Telephone and Telegraph, Woolworth, Westinghouse, Curtiss, General
Motors. . .
Wall Street repetía las clásicas maniobras
que más de un siglo antes realizara Nathan Rothschild. en la Bolsa de Londres,
inundada por sus órdenes de compra.El mercado bursátil, francamente alcista,
polarizaba todos los temas: acciones, subas, dólares. . .
Tal como lo había prometido Hoover en sus
discursos de candidato, la pobreza parecía haber sido definitivamente desterrada.
Los
americanos eran víctimas de la misma codicia que había enloquecido a los
aventureros de comienzos de siglo, cruzando Alaska, sin medios, sin
experiencia, para llegar exhaustos al Klondike canadiense a arañar la roca en
busca del vellocino de oro.
Noviembre de 1928 fue, sin duda, el mes más feliz en la historia del
pueblo americano. Con la generosa propina de la primera semana de
diciembre; fueron cuarenta días de subas incesantes.
Sorpresivamente —siempre ocurría así— el
sábado 7 de diciembre de 1928, la Bolsa de Nueva York empezó a trepidar como
si estuviera en el epicentro de un temblor de tierra.
Todos los títulos sufrieron enormes bajas.
Así fue como Internacional Harvester
descendió 68 puntos en poco menos de una hora; Montgomery Ward, 31; Radio Corporation,
73...
No se vislumbró reacción alguna.
Evidentemente, algunos resortes se habían aflojado para restar fuerzas a la
desenfrenada especulación. Wall Street se limitaba a observar los
efectos que producía la baja. Se esperó que se
repitiera la reacción favorable de junio que transcurrió una semana y otra sin
que la anhelada reacción se insinuara. El 2
de febrero de 1929 —faltaba un mes y dos días para que Hoover asumiera la
Presidencia— la Junta de Reserva produjo una Resolución por la que recordaba
que la Ley de Reserva Federal no autorizaba créditos para fines especulativos
y negaba a los Bancos de la Reserva el derecho de concederlos.
Esta resolución oficial acentuó la baja.
A fines de marzo —hacía ya tres semanas que
Hoover ocupaba la Casa Blanca— la falta de dinero circulante se había hecho
verdaderamente angustiosa.
Millares de accionistas se vieron en la
urgente necesidad de desembarazarse de aquel lastre que amenazaba hundirles. Al
hacerlo, recobraron la tranquilidad pero perdieron cuanto poseían.
99.
EL OPTIMISTA PRESIDENTE HOOVER
Muchos de aquellos circunstanciales
especuladores quedaron endeudados, los valores siguieron
descendiendo vertiginosamente. El sueño alcista se esfumaba. La rotunda aseveración del candidato Herbert Hoover: 119
"¡La pobreza será desterrada de este país!", se recordaba como
una burla.
Su categórica afirmación no había impedido
que en las ruedas del día siguiente se vendieran 8.500.000 acciones.
Cundía el pánico. Parecía que el país mismo
iba a ser arrastratado en la caída. Pero Wall Street no perdía la calma.
Después se vería que para aquellos fríos verdugos, eso era apenas el comienzo.
Había mucho que andar, todavía.
Precisamente entonces, con estudiada
espectacularidad, salió a la palestra el magnate Charles E. Mitchell,
Presidente del National City Bank, quien ofreció prestar 20 millones de dólares
de su fortuna privada, manteniendo la anterior tasa de interés del 15 %, que
una semana antes —el 26 de marzo de 1929— había sido elevada al 20%.
El aparatoso gesto de Mitchell,
encomiásticamente comentado por la claque periodística, produjo grata
impresión pero no alcanzó a suavizar la caída. La tendencia bajista, intermitente,
siguió predominando. Con alguna breve estabilización y algún tímido atisbo de
alza que nunca pasó de 2 puntos, se llegó a julio. El verano es optimista.
Con sol radiante los problemas parecen menos difíciles. El hombre que sale a
aporrear una pelota de golf halla en los links un oxigenado optimismo que le
lleva a pensar: "Es verdad que voy perdiendo bastante más de lo que había
calculado, pero, ¿de qué me valdría la fortuna de Mitchell si no pudiera lanzar
esta pelota a doscientas yardas?"
Los whiskies del hoyo 9 le ayudaban a
decidir: ¡Empezaremos de nuevo!
Pese a las tajantes órdenes de la Reserva
Federal, los bancos hallaron la forma de conceder préstamos utilizando
capitales "ajenos", tal como acababa de hacerlo el National City
Bank utilizando dinero del peculio privado de su Presidente, Mr. Mitchell.
Consideramos sobreentendido que para
obtener esos nuevos créditos era preciso poseer todavía algún bien o contar con
la garantía de quien le poseyera. Sólo se prestaba a quienes todavía tenían
algo para perder.
A fin de que la maniobra lograra colmar el
propósito de irresistible tentación que la había inspirado, se permitió que la
inyección tonificante de los nuevos préstamos provocaran una promisoria
revitalización de la Bolsa. Todos los títulos volvieron a subir. El
venturoso mercado alcista parecía reponerse de su accidental knocked down.
El total de los préstamos que, con dinero
"ajeno", los bancos acordaron entonces a inversores artificialmente
adrenalinizados —a la nueva tasa del 20 %— alcanzó a seis mil millones de
dólares y esta suma fabulosa, que podría ser considerada un verdadero tiro de
gracia, apenas constituyó el comienzo de una última etapa de inversiones de
magnitud impredictible.
En agosto de 1929 -según datos del Burean
of the Census dependiente de la Secretaría de Comercio— la población de
los Estados Unidos ya había superado los ciento veinte millones de habitantes.
Wall Street tenía organizado su propio
censo, sin duda más discriminado y actualizado que el oficial. Algunos de los
ítems de ese censo privado no figuraban siquiera en los censos fiscales.
Por ejemplo: además de
los bancos que contribuían a la financiación de compra de títulos acordando
créditos específicamente canalizados, se habían creado y funcionaban regularmente,
distribuidas en las ciudades más o menos importantes del país, 576 compañías
financieras privadas, cuyos capitales, globalmente superiores a los 4.000
millones de dólares, estaban exclusivamente destinados a financiaciones para
compra de títulos. Resultaban accesibles a toda persona que se hubiera dejado
tentar por aquel jugar sobre seguro del mercado alcista y tuviera algo que
ofrecer en garantía.
Todos esos bancos y las 576 compañías
privadas, manejados desde Wall Street le eran tan propios como los imponentes
templos financieros de la breve calle Wall. Otro de los ítems que el
fisco no registraba, correspondía a la masa de especuladores diletlantes que
habían adquirido títulos a crédito exclusivamente por intermedio de esas 576
compañías financieras privadas. Trescientos diecisiete millones (317.000.000)
de acciones se habían negociado por esta vía para un millón setenta y tres mil
ciento veintitrés (1.073.123) clientes.
Sólo veintiséis millones trescientas diez
mil acciones de los trescientos diecisiete millones (8,3 %) habían sido
adquiridas sin hacer uso del crédito.
Wall Street sabía que ese millón de
especuladores aficionados diseminados desde Seattle hasta Miami y desde
Augusta hasta San Diego, jugaban a la Bolsa del mismo modo que habrían podido
jugar en el pintoresco hipódromo de Singapur o en el gigantesco canódromo de
Macao, una hora después de haber descendido del avión o del kydrofoil:
"por el color del pelo", como suele decirse.
Los dalos comparativos
determinarían, más tarde, que el 3 de setiembre de 1929 había sido el día en
que las cotizaciones alcanzaran la cúspide. Los títulos bajaron de nuevo
violentamente, sorpresivamente, apenas se iniciaron las actividades del
siguiente día 4. Fue una verdadera sorpresa. Nadie había previsto, nadie
habría podido prever una baja que resultaba inexplicable ya que no existía
ninguna razón que la justificara.
Los papeles del grupo "Acero"
perdieron 55 puntos; envases de hojalata, 22; General Electric, 17; Radio
Corporation, 32 y todos los demás, no menos de 10 puntos cada uno.
Durante las dos
siguientes semanas se observó una insidiosa tendencia bajista, con algunas
nerviosas reacciones que resultaron ser simples estertores de moribundo.
Pero los inversores, sobre todo los apasionados
amateurs, no podían convencerse de que esas bajas pudieran ser definitivas.
Tan seguros estaban de que el mercado alcista volvería a recuperarse, por
simple reacción pendular, tal como ya había ocurrido invariablemente luego de
otras bajas similares, que esa simple corazonada les llevó a comprar otra vez
con renovada confianza.
Lo que permite triunfar a la Internacional
Financiera es, aún más que su propio dinero, su fría inescrupulosidad y su
mentalidad delincuente. Sus maniobras, concebidas sobre bases
reales, matemáticas, fracasarían si se llevaran a cabo con la simple ayuda de
una computadora electrónica.
Si un inversor en potencia puede arriesgar
los 100 que lleva ahorrados, la Internacional Financiera le llevará a perder
esos 100, los 100 que podrá ahorrar más tarde y los 100 que podrá obtener por
medio del crédito.
Aclaremos que el dinero no cuenta para la
Internacional Financiera. Muy poco importa que su incalculable acumulación de
oro aumente en unas piezas más. Su finalidad es la de confundir, desconcertar,
desesperar, empobrecer a un pueblo para convertirle en su involuntario auxiliar
118 Ya en 1917, el Ingeniero Geólogo
Herbert Hoover figuraba en la planilla del personal regular de la Banca John P.
Morgan, como empleado a sueldo.
En ese carácter viajó a Capetown
—Sudáfrica— para concretar la asociación --digamos, mejor, la
"fagocitación"— de las minas de oro y cobre que el pionero Harry
Oppenhcimer explotaba a mínimo rendimiento, por falta de capital.
Simultáneamente, Hoover convino con De
Beers un plan similar sobre las ninas de diamante que éste había adquirido a
Cecyl Rhodes.
Esas compañías mineras —oro, cobre y
diamante— se registraron bajo el nombre común de "Grupo
Anglo-Americano" como propiedad de un supuesto consorcio que presidía
Harry Oppenheimer y a la muerte de éste, por su hijo Erncst, quienes se
prestaron a actuar como sirawmen —testaferros—
de la Banca Morgan.
Herbert Hoover, hombre de confian/a de
John Pierpont Morgan y de quienes le sucedieran —Morgan había fallecido en
1913— fue el realizador de esa obra maestra de orfebrería financiera del más
puro estilo iluminista.
Se explica así que el Presidente Hoover
se mostrara sensible a los intereses bursátiles de la Banca Morgan. Pero no se
crea, por ello, que el Presidente Hoover constituyó una excepción. Los
gobernantes constitucionales o de facto de todos los países han estimulado invariablemente la evolución
ascendente de los negocios de Bolsa.
En nuestro país, por ejemplo, también el
inversor bursátil está protegido por el anonimato y por la exención de
impuestos.