martes, 3 de diciembre de 2019

16BIS-EL SUPER CAPITALISMO INTERNACIONAL-SU DOMINIO DEL MUNDO EN EL AÑO 2000



Pedro Piñeyro 
IMPRESO EN LA ARGENTINA
Queda hecho el depósito que exige la ley 11.723
Buenos Aires
1970
edición del autor 1970
Al genial filósofo,
sociólogo, economista,
creador del materialismo dialéctico,
fundador del socialismo científico,
organizador de la "Primera Internacional",
autor del "Manifiesto del Partido Comunista",
de "El Capital",
de cien obras medulosas que acicatearon la gesta proletaria.
Quien, a lo largo de cuarenta años de áspera lucha,
ignoró sistemáticamente la existencia de
la Banca Rothschild,
el más formidable bastión
del supercapitalismo.
,.. y el primer hombre a quien no asustaron el trueno ni
[el relámpago, inventó a Dios
y Le utilizó en su provecho.



Este libro se terminó de imprimir

en el mes  de Agosto de 1970

en Artes Gráficas "Sapientia"

Jvtobeu 1163 - Buenos Aires





100.    INICIO DE LA CUENTA REGRESIVA

     Así fue como, el 2 de octubre de 1929 —27 días antes del Waterloo bursátil— las asignaciones de títulos registradas en el Federal Reseñe Bank of New York, consignaron un nuevo record: 6.805 millones de dólares.
    Varios factores concurrieron para que pudiera alcanzarse esta cifra colosal: especuladores desorbitados que buscaban am­pliar sus créditos por cualquier medio para desquitar pérdidas y obtener ganancias, incorporación de nuevos inversores, cóm­plice liberalidad crediticia de las agencias financieras privadas, habilitación de nuevas agencias en localidades de escasa impor­tancia, creación de un cuerpo de comisionistas ambulantes para facilitar la concreción de operaciones domiciliarias a todos los chacareros de cada condado y por último —esto era lo más im­portante para la Internacional Financiera— la suicida política emisionista de las grandes industrias que parecían haber perdido toda noción de la realidad y de las proporciones.
    Las fuertes bajas y las inmediatas alzas compensatorias ha­bían conseguido excitar el interés general. Ya no había en todo el territorio una sola persona que no comentara los azares de la Bolsa.
    El periodismo, fiel reflejo de la endémica euforia especula­tiva, dedicaba páginas enteras al comentario y noticias referen­tes a títulos y acciones.
    El internacionalmente conocido Profesor de Economía de la Universidad de Nueva York, Dr. Irving Fisher, declaró el 16 de octubre de 1929-New York Times, octubre 17 de 1929:
     Las cotizaciones han llegado a lo que parece ser una meseta. Me atrevo a pronosticar que su descenso ha quedado interrumpido.
     Científicos de la Sociedad Económico-Financiera de Har­vard, todos ellos prestigiosos profesores de los cursos de Econo­mía y Finanzas de la importante Universidad de ese nombre, justificaron "la transitoria declinación del mercado bursátil" sosteniendo que "era indudable que los negocios estaban siendo sometidos a un explicable período de reajuste".
    Agregaron, a modo de profecía:
 En el caso poco probable de que esta recesión tendiera a prolongarse, no nos cabe duda que el Federal Reserve System adoptaría inmediatas medidas para contener ese movimiento francamente perjudicial para el país.
    Todavía el 25 de octubre, luego de la primera caída seria del Mercado de Valores, insistieron en su "desinteresado" en­foque:
        Por encima de la aparente gravedad de la situación, sostene­mos que estas violentas bajas en las cotizaciones bursátiles cons­tituyen una etapa intermedia de la que el Mercado se recuperará.
     Estas autorizadas opiniones hallaron favorable acogida y preferente ubicación en todos los diarios del país. La tesitura de los órganos periodísticos especializados de Nueva York, Washington, Chicago, San Francisco, Los Angeles, Filadelfia y demás ciudades de la Unión, categóricamente expuesta en sus ediciones de la última semana de octubre de 1929, coincidía en la misma tendencia optimista.
    Las colecciones del New York Times, diario que goza de me­recida fama de insobornable, dan la pauta de la sutil habilidad con que Wall Street le llevaba a sostener su errónea prédica.
    En la mayoría de los otros diarios la campaña resultaba mucho más fácil porque todo se reducía a subvenciones pro­porcionadas a la importancia de cada uno. El optimismo logró mantenerse. Sin embargo, la recesión en los negocios volvió a manifestarse, se refirmó enseguida y trajo, como inmediata consecuencia, una fuerte disminución en la  producción  siderúrgica.   Esta merma  repercutió  automática­mente en las industrias del automóvil y de la construcción.
    El Coronel Leonard Ayres, Presidente de la Cleveland Trust Company, formuló la siguiente declaración:
     Las acciones estuvieron antes en manos de los inteligentes. Están ahora en manos de los tontos. Creo que esto determina el destino que esas acciones tienen reservado.
     Desde el 25 de octubre, la marea bajista se hizo inconte­nible. Ese día se transfirieron más de seis millones de acciones. Ninguna de ellas escapó a una baja menor de veinte puntos. El día siguiente fue aún peor. Desde comienzos de la pri­mera rueda aparecieron órdenes de venta de General Motors y otros grandes emporios industriales, en paquetes de 20.000 acciones.
    La reflexión era obvia: si quienes poseían semejantes can­tidades de acciones ordenaban venderlas, sin preocuparse por el efecto perjudicial que esas órdenes producirían sobre el re­manente que aún deberían conservar en su poder, ello quería decir que todo estaba perdido y que ya se había aventado hasta la precaución elemental de disimular.
    El desconcierto paralizó a los especuladores. Sorpresivamente, cuando menos lo habían esperado, se rompían las compuertas y empezaban a fluir, desde todas partes, órdenes de venta por decenas de miles de acciones.
    Todo resultaba tan inexplicable como el horrísono retumbar de un trueno en un luminoso día de sol. Tal contrasentido, ele­vado al absurdo, era lo que retrasaba la conciencia del desastre y las consecuentes manifestaciones del pánico. Para hacer aún más confusa la situación, el Presidente del National City Bank, Charles E. Mitchell, se reunió en las ofici­nas de Morgan John P. and Co. Inc. –Nº 23 de la calle Wall-con sus colegas Albert H. Wiggin, del Chase National Bank; William Potter, del Guaranty Trust Co.; Seward Prosser, del Bankers Trust Company; George F. Baker, del First National Bank, y Thomas W. Lamont, de la entidad dueña de casa.
    El severo despacho de boiserie de roble estilo Tudor que ocupara en vida John Pierpont Morgan, fue escenario de la informal reunión en la que los seis banqueros resolvieron "des­tinar 240 millones de dólares a enfrentar ventas desordenadas y comprar luego cuanto se vendiera como mejor medio de ir graduando el caos".
    Cuesta creer que prestigiosos banqueros como los nombrados se atrevieran a dar trascendencia a esa noticia sin pensar que se ponían en ridículo al asignar sólo 240 millones de dólares para oponerlos a una estampida bursátil que podía ascender a miles de millones de dólares.
    Tan ridículo como pretender tapar el cielo con un harnero.
    Pero se hizo y halló eco en todos los diarios.
    Mr. Lamont, cabeza visible de la referida firma Morgan J- P- and Co. Inc., "explicaría" después a la prensa "que lo acaecido (aludía a la inexplicable baja) sólo podía explicarse atribuyéndolo a una condición técnica del Mercado".
    Fue inútil que el periodista del New York Herald Tribune que le entrevistaba le pidiera aclaración acerca de lo que él (Lamont) entendía por "condición técnica". "Aclaró" que "condición técnica" era "eso": condición técnica y siguió infor­mando "que habían existido algunas ventas de gran volumen que podían considerarse inexplicables y apresuradas porque a él (Lamont) le constaba que ninguna empresa industrial expe­rimentaba la menor dificultad económica pero que, sin perjuicio de ello, los banqueros (consignaba los nombres) habían resuelto crear un fondo común de 240 millones de dólares para controlar las actividades de la Bolsa". (New York Herald Tribune, octubre 28 de 1929, pág. 1).
    Ese mismo día 27 de octubre de 1929, Richard Whitney, Vicepresidente de la Bolsa y corredor oficial de la Morgan J. P. é- Co. Inc., adquirió 10.000 acciones de la United States Steel a 205 —último precio del día anterior— y otras 10.000 acciones de cada uno de los veinte complejos industriales más afectados por la baja. Sus compras superaron los cincuenta millones de dólares.
    El recurso surtió efecto. Un instantáneo efecto sedante que tranquilizó por 24 horas los ánimos. La mano derecha de Wall Street, como la de Napoleón, ignoraba lo que hacía la izquierda. Sólo así se explica que apenas veinticuatro horas después de haber aplicado con la derecha aquella inyección de 240 millones de dólares, la izquierda pro­vocara un desastre que resultó definitivo.
    El lunes 28 de octubre de 1929, un nuevo torrente de órde­nes de venta produjo marcadas bajas en todos los valores: United States Steel, 18; General Electric, 51; Allied Chemical, 57; West-inghouse, 35...
    Evidentemente, no habían surtido ningún efecto las decla­raciones del Presidente Hoover que todos habían leído tres horas antes en el New York Times:
        La circunstancial baja observada (se refería a la baja del viernes anterior) no debe alarmar. La actividad fundamental de nuestro país es la producción y distribución de artículos ma­nufacturados y esto sigue asentado sobre una base inconmovi­blemente sólida, con las mismas perspectivas de prosperidad.
 La explosión de optimismo del Presidente Hoover nos re­cuerda al palurdo a quien se le recomendó, en el momento en que pasaba a visitar a su viejo amigo desahuciado, que le tratara alegremente, tal como si nada malo fuera a ocurrir.
    —Dejarme a mí! - aseguró el prevenido.
    Entró con paso firme y lanzando una risotada exclamó a guisa de saludo:
    —¿Con que. ..   agonizando, no?
    El lunes 28 de octubre en que el New York Times difundía el propicio augurio del Presidente, trece millones de acciones fueron deliberadamente "quemadas" por Wall Street,
    "Quemadas" pero no perdidas. Pasadas de una a otra de sus manos a cotizaciones bajísimas, caprichosamente forzadas.
    Pero aún restaba lo peor. Y eso, lo peor, ocurrió el día siguiente.
    El martes "¿9 de octubre de 1929 se concretó el desastre. Desde el primer minuto, el gigantesco ring de cuarenta por cuarenta metros se convirtió en una espantosa baraúnda en la que mil quinientos enloquecidos corredores de Bolsa gritaban y se miraban unos a otros como si fueran a atacarse y despe­dazarse.
    Parecía ser la furiosa reacción de una colonia de avispas cuyo panal hubiera sido partido en dos por un hachazo. Sin embargo, no era una lucha personal entre aquellos ener­gúmenos frenéticos porque ellos sólo representaban a especula­dores veteranos o novatos quienes tampoco luchaban en realidad, entre sí, ya que todos, unos y otros, integraban un mismo equipo de tontos. El mismo equipo de tontos al que se había referido el Presidente de la Cleveland Trust Company, Coronel Leonard Ayres.
    Ya no podría haber entre ellos circunstanciales ganadores o perdedores.
    Wall Street acababa de crear una situación nueva: había puesto fuego a la Bolsa por sus cuatro costados.
    Los apresados especuladores —millones de animales asusta­dos— no acertaban a hallar una salida practicable por donde iniciar la desesperada estampida. Paquetes de diez mil, veinte mil, treinta mil, cincuenta mil acciones eran transferidos de Smith a White y de Johnson a Brown, a cualquier precio. El ataque de Wall Street contra la Gran Industria constituía la más cruda expresión de alevosía. Como una horda de salvajes descargando sus arcos sobre un gigantesco elefante inmovilizado en el fondo de un barranco.
    Los salvajes de la calle Wall contaban con todo a su favor. Miles de millones de dólares que deberían tirar por la ventana —ya lo habían hecho; París valía esa misa— y la hipócrita ce­guera de los cuatro poderes: el Presidente Hoover, en el Limbo; los miembros del Capitolio, preocupados por obtener para sus respectivas "parroquias" beneficios que les aseguraran su reelec­ción; los hombres de toga, absorbidos por los mil y un excluyentes problemas derivados de la aplicación de la Ley Volstead y el racketeering y, por último, la prensa, de idénticas caracterís­ticas a la prensa de cualquiera otra parte del mundo, contribu­yendo a educar al pueblo con su exaltación de las proezas de Lindbergh, Tunney y Al Capone. Se llamaba racketeers a los sujetos que se presentaban en banda en un negocio y le notificaban al propietario:
     En adelante, nosotros le protegeremos a Ud. para que pueda trabajar tranquilo. Eso sólo le costará el cincuenta por ciento de sus ganancias.
     Negarse, equivalía a ser asesinado en ese mismo instante. Apelar a la justicia o tratar de defenderse de alguna otra manera, equivalía a ser asesinado algunos días más tarde.
    Los racketeers de Al Capone habían copado Chicago con sus pistolas 45, sus ametralladoras y sus bombas; los racketeers de Jacobo Schiff trataban de copar la Gran Industria americana con el inagotable arsenal de millones de que disponían. Ambos operativos eran similares.
 
101.    LA HISTORIA SE REPITE
 
    La operación "Deterioro de la Economía Americana" —in­dispensable etapa previa a la conquista de la fortaleza indus­trial— fue una verdadera blitzkrieg que golpeó con rudeza a los más calificados sectores de la sociedad estadounidense. Se repetía el episodio del 20 de junio de 1815 en la Royal Stock Exchange (Bolsa de Londres). Entonces, el bloody jew fox Nathan Rothschild, sin más armas que su ya colosal fortuna y su absoluta falta de escrúpu­los, había arruinado a la orgullosa aristocracia inglesa apro­piándose de sus inversiones colocadas exclusivamente en títulos Consolidados de la Deuda, un papel tan "duro" como la propia libra.
Ambas operaciones —Nathan Rothschild 1815 y Wall Street 1929— habían sido planeadas con la misma frialdad y la misma alevosía.
    El "condenado zorro judío" había simulado vender para que todos vendieran; los masones iluministas de Wall Street, en cambio, habían comprado hasta emborrachar de codicia a la Gran Industria americana. Rothschild y Wall Street habían justificado sus maniobras bursátiles con las más convincentes razones: Rothschild, indu­ciendo a error en lo que se refería al verdadero resultado de la batalla de Waterloo; Wall Street, singularizando para las armas yankies la compartida victoria del 18 y canalizando los alcances de esa victoria hacia un florecimiento económico y un desarrollo industrial artificialmente magnificados.
    Wall Street, cabecera de puente de la Internacional Finan­ciera, era y sigue siendo un símbolo que se corporiza en un sector del East Side del Downtown de Manhattan integrado por veintitantas pequeñas manzanas trapezoidales en las que se alzan los cien bancos que atesoran las riquezas y el futuro de todo el continente americano del Norte, virtualmente propio.   Incluyamos Canadá, México, las pequeñas Repúblicas de Centro América y sigamos descendiendo...
    Aunque el 90 % de sus directivos fueran americanos nativos, Wall Street no era más americano que hubieran podido serlo Schiff, Rathenau, Morgan, Loeb, Trotzky, Warburg o cualquier otro de los jerarcas representantes de la Internacional Financiera.
    Wall Street era tan apatrida como lo fueran, un siglo antes, los cinco hermanos Rothschild, germanos nativos, anímicamente judíos pero luego ingleses, franceses, austríacos, italianos o suizos, por adopción y por conveniencia.
    En el caso que relatamos, Wall Street se había propuesto conquistar a la hasta entonces irreductible industria americana, que crecía incesantemenle dentro de la economía local.
    La diabólica astucia iluminista había concebido el plan de ataque ya a comienzos del siglo. Sin embargo, había sido nece­sario esperar el momento realmente propicio.
    De eso, que era básico, dependería el éxito.
    El triunfo americano en la gran conflagración europea de 1914/1918 constituyó el momento histórico y la razón trascenden­tal esperados. El plan podría, por fin, ponerse en ejecución.
Todo consistiría en promover la economía en ritmo creciente utilizando la actividad bursátil como elemento motriz.
    La Bolsa reflejaría la confianza del ahorrista y del inversor en el futuro del país y de su industria. No importaba cuanto resultara necesario invertir. Para Wall Street el dinero no contaba. Había pasado a ser una maravillosa entelequia cuyo valor intrínseco resultaba mucho menos valioso que su valor simbólico.
    El motorista experimenta diversas mezclas de esencias para lograr mayores velocidades; los químicos de Wall Street habían obtenido una mezcla óptima que se llamaba simplemente "dinero".
    Repitiendo su típica estrategia envolvente, Wall Street se lanzó a cumplir sus planes de conquista.
    Charles X. Jones, Clarence Smith, William C. Foster, Alfred W. Milton, Henry T. Wilson, Theodore T. Johnson y doscientos, trescientos, quinientos, mil caracterizados ciudadanos más, apa­rentemente independientes, eran, en realidad, empleados a sueldo y comisión de Wall Street.
    Y bien: Jones, Smith, Foster, Milton, Johnson y los millares de disimulados agentes de Wall Street llevaron a la Bolsa la seguridad de que el triunfo americano en la guerra europea no había sido infructuoso. Estados Unidos de Norte América, por derecho propio, estaba llamado a reemplazar al obsoleto imperio inglés y a constituirse en la primera potencia de la tierra.
    Sus industrias básicas, de ilimitadas posibilidades, deberían ser desarrolladas a escala adecuada. Cuando se tuviera el necesario petróleo, carbón y acero, cuando se pudieran embalsar todos los cursos de agua existentes para generar cuanta energía eléctrica fuere menester, se podrían convertir los desiertos en praderas, cubrir las montañas de bos­ques, tender líneas férreas, trazar una telaraña de caminos, cons­truir barcos, aviones, incrementar la industria agropecuaria, la textil, la petroquímica. ..
    El propósito desarrollista era patriótico, digno.
    Los grandes diarios contribuyeron a difundirlo y promoverlo. Jones, Smith, Foster, Milton, Wilson, Johnson y los mil y un testaferros de Wall Street, proporcionalmente repartidos en los 48 Estados de la Unión y en las Stock Exchanges regionales, compraron y siguieron comprando cuantas acciones salían al Mercado.
    La tónica general de todas las Bolsas y de todos los poten­ciales inversores, se hizo francamente compradora, desarrollista, alcista. Cualquier pretexto era bueno para justificar los aumentos. Jones, Smith, Foster, Milton, Wilson, Johnson y los mil y un "carabineros de Offenbach", se vendían las acciones entre sí y provocaban naturales alzas que sorprendían agradablemente a las grandes empresas de cuyos papeles se trataba.
    Por lo general, los poseedores de acciones se dejaban tentar y vendían. Si acaso no lo hacían porque consideraban que era juicioso esperar nuevos niveles, los hombres de Wall Street seguían vendiéndolas entre sí y mantenían un ritmo cálido, opti­mista, que justificaba sucesivas alzas.
    Era ya corriente oir hablar de quienes habían comprado a 100 y habían vendido a 150, dos meses después. Y no era preciso ser un gran matemático para calcular que si 100 habían dado 50 de beneficio en dos meses, eso equivalía a haber colocado el capital a un interés del 300 % anual.
    Solía ocurrir que algún inversor prudente considerara, por las suyas, que sus acciones habían alcanzado ya el límite máximo y decidiera vender para esperar luego la prevista baja y comprar otra vez; que otro inversor, satisfecho por el monto de sus ganan­cias también vendiera o un tercero que, en posesión de una pri­micia referida a un determinado Decreto, supusiera que esa medi­da de gobierno incidiría en las cotizaciones, al darse a publicidad y por este fundado motivo también decidiera vender...
    Pero las acciones seguían subiendo.
    El Decreto en cuestión se firmaba, se publicaba, se ejecutaba, restringía o reglamentaba determinadas actividades, incidía des­favorablemente, tal como se había temido, sobre los intereses de una industria pero las acciones de esa industria y las acciones de todas las demás industrias seguían subiendo.
    Entonces aparecieron economistas, sociólogos, estadistas, inte­lectuales, profesores universitarios, tratando de demostrar que aquel espectacular fenómeno de hipertrofia económica no debía sorprender. Por el contrario, debía haber estado previsto porque respondía matemáticamente a un coeficiente determinado por... (Los factores que determinaban el coeficiente iban desde las variaciones climática o demográfica hasta la fuerza de la inercia productiva de época de guerra que no podía haberse fre­nado porque se hubiera firmado el armisticio). El fenómeno había dejado de ser fenómeno.
    Era, pues, natural que los altos topes previstos por los más optimistas fueran siendo sucesivamente superados. Para la mentalidad aventurera de los accidentales inversores pueblerinos, aquello era como retornar a los días de comienzos de siglo en que sus padres remontaran el Yukón para llegar al Klondike, hallar a flor de tierra generosos yacimientos de mineral áureo, lavarlo, embolsar cuanto pudiera cargar la muía y regresar con una fortuna. Pero esta fortuna que llovía sobre los hijos no iba a ser derrochada con las alegres mujeres de los music halls de Dawson ni perdida en los tramposos garitos de sus trastiendas porque los modernos "mineros" de Florida, Georgia, Connecticut, Illinois o Pennsylvania explotaban sus vetas  sin  abandonar el cómodo sillón del living hogareño.
    El vellocino de oro  era enviado  al domicilio  de  quienes tenían fe en el venturoso futuro de América.
    En las oficinas, en los trenes, en los teatros, en los bares, en todas partes, las cotizaciones de Bolsa constituían el tema obli­gado. Sólo se hablaba de inversores que habían duplicado o triplicado sus capitales. El mercado alcista había concretado el venturoso milagro de mejorar extraordinariamente el standard de vida de la población, aumentando notablemente su capacidad adquisitiva. Esto había traído aparejado un lógico aumento en las ventas y ese aumento en las ventas, otro lógico aumento en la producción, que se había traducido, como era también lógico, en un generoso aumento de salarios hasta llegar a una despreocupación económica que permitía la feliz concreción de muchos sueños: un segundo automóvil, cambio de casa, renovación de mobiliario, cortinados, alfombras, freezer de 20 pies cúbicos, aire acondicionado, jardín, pileta                   de natación, vacaciones en Miami...
    Todo era tan cierto, tan permanente, terminó por parecer tan natural, lógico y definitivo, que los industriales incrementaban la producción y mejoraban la calidad en un constante esfuerzo
competitivo.
    Ampliaron sus fábricas, aumentaron su personal, contrataron técnicos, montaron  los más  modernos  laboratorios  de  investigación.
 
102.    TÉCNICA DE UNA FAGOCITOSIS
 
    Emitieron sucesivas series de acciones que fueron siendo absorbidas sin la menor dificultad por un mercado de valores cada vez más poderoso y voraz. Fue entonces cuando las empresas
industriales, acuciadas por perentorias demandas de montos ascen­dentes, se lanzaron por el tobogán emisionista.
    Hubiera resultado aconsejable una mínima dosis de cautela o una elemental investigación de mercado que permitiera deli­mitar desde qué punto la evolución natural pasaba a ser especulación artificial, pero aquella caudalosa corriente progresista gene­raba una motricidad que convenía a todos.
    Nadie quiso pensar que eso podría cambiar alguna vez. La Gran Industria advertía que al emitir acciones estaba fabricando dinero, lo mismo que el Estado; dinero contante y sonante que empezaba a rebasar sus arcas.
    Se sintieron tan fuertes como el Estado y esto explica que dejaran de temer y hasta llegaran a olvidar la existencia del lobo feroz de Wall Street.
    Los superávits se traducían en líneas empinadas. ¡Utilidades reales del 300 y 400 %!
    La bola de nieve empezó a rodar y a crecer. El éxito obligaba a sucesivas ampliaciones de las plantas de producción, con insta­laciones modernas, nuevas maquinarias, técnicos, investigadores, ejércitos de obreros especializados.
    La producción aumentaba hasta multiplicarse.
    Los industriales perdieron la noción de la realidad. Se exta­siaban siguiendo la actividad de aquellos monstruos que ellos creían haber producido. Cada uno de ellos se sintió un semidiós. Experimentaron una transformación espiritual tan notable como la transformación física de sus propios complejos industriales. Los hombres que unos pocos meses antes todavía confrater­nizaban con los más humildes integrantes de su personal, empe­zaban a aislarse, a hacerse cada vez menos accesibles. Cada uno de esos magnates trasponía su propio 18 de Brumario y actuaba ya como un emperador a cuya reducida corte sólo iban teniendo acceso colaboradores y amigos nuevos.
    Ningún monarca de la tierra, con veinte generaciones de reyes en su árbol, había sido tan arrogante y vanidoso como cualquiera de los integrantes de aquella familia Rothschild cuyos padres vivían todavía en el humilde ghetto de Frankfurt.
    Los flamantes supermagnates industriales actuaban ya como si el mercado alcista y la feérica explosión económica hubieran sido obra de cada uno de ellos. Mientras tanto, Wall Street seguía echando montañas de dólares a la caldera alcista para mantenerla en su óptimo punto de calor e irrealidad. Sus bancos y agencias financieras seguían acordando créditos maliciosamente liberalizados sobre las propiedades y aún sobre el prestigio de honestidad que cualquier ciudadano de la Unión pudiera exhibir en su manifestación de bienes.
    En el caso de autoridades, magistrados, legisladores o per­sonas con alguna actividad política, los créditos se multiplicaban por 2 ó por 3 con respecto a los que se acordaban a inversores comunes.
    Nadie podía sospechar que el colosal aporte de dinero de Wall Street fuera, en realidad, la columna vertebral de ese mons­truo que parecía poseer la más sólida estructura propia. Nadie hubiera podido sospechar, tampoco, que el monstruo estuviera condenado a caer estrepitosamente apenas se le desarticularan los puntales que le sostenían. El plan había sido tan seguro como revolear una moneda de dos caras iguales. Una pugna en la que estaba en juego un gigantesco imperio industrial sin que los aparentes poseedores lo sospecharan.
    Para Wall Street todo consistía en distraer algunos miles de millones de dólares —tantos como fueran necesarios— y esperar el momento preciso de la sobresaturación.
    Suponiendo que el valor total de las acciones emitidas por todas las empresas alcanzara a cien mil millones de dólares —esta cantidad no pretende ser exacta ni aproximada sino simplemente referencial— podríamos afirmar categóricamente que los fabulosos capitales de Wall Street en valores reales (inmuebles, oro, circu­lante, etc.) y en valores teóricos (monto del propio crédito elevado por el propio Wall Street hasta el infinito) multiplicaban decenas de veces el capital industrial.
    Repetimos que a Wall Street no le interesaba apropiarse de las disponibilidades económicas de la burguesía americana.
    Tampoco le hubiera interesado el contralor de la industria por hacer suyos los millones de dólares que la industria pudiera ganar. El negocio que ellos trataban de concretar era absolutamente político. Habría de ser única beneficiaría la Revolución Univer­sal Permanente concebida por Weisshaupt, Mendelssohn y los iluministas del siglo XVIII.
    La incidencia social del problema era, asimismo, un aporte revolucionario sumamente interesante.
    El inversor bursátil, burgués-tipo, es siempre un espécimen de apreciable valor social medio, por su espectabilidad y su sol­vencia moral y material. En el 99 % de los casos es también jefe de familia. De una familia constituida generalmente por mujer y dos o tres hijos. Blancos. La prosperidad Coolidge no había alcanzado a los negros.
    El millón de inversores habituales o circunstanciales que Wall Street logró atraer a la Bolsa con el señuelo de ganancias fabulosas, representaban a una población de 5 millones de per­sonas distribuidas a todo lo largo y ancho del país. Al empobrecer violentamente a ese millón de familias, Wall Street creaba un millón de focos de malestar y cinco millones de resentidos sociales.119 bis
    Esta consecuencia agregada era considerada una ventajosa conquista paralela. Ante aquel sorpresivo fracaso financiero que en sólo pocas horas transformaba un cuadro de amplia holgura económica en otro de aguda estrechez, ninguna esposa, ningún hijo americano quisieron admitir, siquiera fuera como atenuante, que el jefe de familia se había embarcado en la aventura bursátil para elevar el standard de vida familiar.
    La disolución del vínculo familiar por resquebrajamiento de los vínculos afectivos que son su base, equivalía a imitar a las hormigas termitas que llegan a producir el desmoronamiento de una sólida construcción aflojando la tierra en que se apoyan sus cimientos. La mujer y los hijos reprochaban al padre el haber jugado y el haber perdido, olvidando que ellos mismos le habían incitado a hacerlo. Tampoco paraban mientes en que el padre acababa de perder lo que él mismo, exclusivamente, había podido ahorrar a lo largo de toda su vida.
    Un millón de padres americanos blancos perdieron entonces todos sus ahorros y toda su autoridad familiar.
    Los jóvenes americanos de  ambos sexos dejaron de sentir respeto por sus padres pobres. Y no se preocuparon por disimularlo. Los cuatro años de hambre y estrecheces del gobierno de
Hoover rezumaron este legado negativo a través de cada uno de sus largos días.
    De entonces data la franca rebeldía del adolescente americano medio.
    Los varones, integrando indistintamente, con la misma desaprensión e irresponsabilidad, pandillas de hippies o de delin­cuentes juveniles.
    Las jovencitas, saliendo atropelladamente de su casa, sin dar explicaciones, instadas por la persistente bocina del amigo de turno que viene en su busca.
 119 bis El crash bursátil, en 1929, no fue el único episodio de empobreci­miento colectivo provocado por Wall Street.

La crisis desatada en esa oportunidad prosiguió hasta 1932, año en que las cotizaciones tocan fondo a un nivel que sólo representaba el 10 % de los mejores precios de 1929. A partir de 1932 se  inicia una lenta recuperación, pero en 1937/38 y en tres oportunidades con posterioridad a la segunda guerra mundial, se registran nuevas recesiones que originan fuertes quebrantos en el mercado de valores.

La última recaída se produce entre el 20 y el 26 de mayo de 1970, en cuyo lapso, las cotizaciones cayeron violenta e imprevistamente hasta llegar, el día 26, al más bajo nivel registrado desde noviembre de 1962. El presidente del Partido Demócrata, Lawrence O'Brien, afirmó entonces que los inversionistas habían perdido 1.600.000.000 de dólaies desde que Nixon asumiera el poder 16 meses atrás. Pero Nixon, como su antecesor Hoover en 1929, trató de infundir bríos al alicaído mercado bursátil al expresar al presidente de la Bolsa de Nueva York, Bernard J. Lasker, su convicción de que la economía norteamericana re-puntaría en el segundo semestre del año. Olvidaba, al decir esto, que el día anterior, luego de confirmar que los presupuestos de 1970 y 1971 arrojarían déficit, amenazó con proponer un aumento del impuesto a los réditos si las asignaciones aumentaban sin suficiente financiación, y que la persistente ame­naza de inflación había quedado bien de manifiesto con el aumento del 0,6 %, el mayor del año, registrado en el costo de la vida durante el mes de abril de 1970 ("La Nación" 22/5/70).
 
103.    SUPERANDO ETAPAS
 
    Desde el preciso momento en que logró el total dominio de la industria, la Internacional Financiera pudo fijar montos de producción y apelar a otros variados recursos con el deliberado fin de encarecer los artículos de primera necesidad y hacer la vida cada día más difícil, extrayendo sistemáticamente riqueza —ver­dadera sangre arterial de la clase trabajadora— porque la estafa básica, la estafa que llevaba una excluyente finalidad política consistía en empobrecer pueblos y llevar al mundo a un estado de confusión, hambre y escepticismo que facilitara la propagación del clima revolucionario.120
    Al historiar la evolución de esta progresiva dictadura econó­mica que trata de imponer su hegemonía como una definitiva revolución universal, deberá admitirse que sus orquestadores hallaron la clave de su doctrina materialista en el racionalismo filosófico de ideólogos románticos que buscaban la verdad por la verdad misma.
    Weisshaupt y Mendelssohn actuaron como dos comerciantes que industrializaran la concepción de un puñado de soñadores. Esta labor no debe subestimarse. La capacidad de convertir una simple abstracción filosófica en una concreción utilitaria llegó a adquirir, en este caso, tan grande importancia como la abstrac­ción filosófica misma. Si no nos preocupara caer en un círculo vicioso, insinuaríamos la posibilidad de que resultara aún más significativa la segunda que la primera, pero esto equivaldría a plantear un interrogante similar al pintoresco enigma biológico que procura determinar si existió antes el huevo o la gallina.
    Voltaire dijo que no podía contemplar ese maravilloso reloj que era el Universo sin dejar de pensar que debería tener su relojero. No otra cosa pensamos nosotros cuando comprobamos el perfecto ajuste de este mecanismo maravilloso que es la Internacional Financiera.
     La Internacional Financiera no hace distingos entre países desarrollados o subdesarrollados.
    De un modo u otro, por la banca, la industria o el comercio, no hay actividad que no pase por sus filtros o tabuladores. Merced a ello, todo queda registrado en el más completo y actualizado prontuario de filiación comercial.
    Luego, cada vez que ello es necesario, las computadoras y cerebros electrónicos de Wall Street o Zurich proporcionan en minutos un coeficiente discriminado tan exacto de las reales posi­bilidades de cualquier país, como no podrían obtenerlo sus pro­pios gobiernos, aún incluyendo aquellos que, como el de Estados Unidos, creen contar con una perfecta maquinaria estadística fiscal.
    Son los datos que permitirán una racionalizada política de absorción.
 120 Al aniquilar la monarquía y el feudalismo, el Iluminismo produjo una de sus graciosas paradojas.

Los reyes dinásticos fueron reemplazados por absolutistas reyes finan­cieros y los señores feudales por señores industriales aún más fríos y des­piadados.

En el siglo xvi, el Príncipe, Duque o Conde era dueño y señor de vidas y haciendas. Sus servidores eran elementos vivos de su propiedad, cuya manutención, durante las veinticuatro horas del día, le costaba dinero.

Constituían un capital valorizado por el buen estado de salud de sus servidores. Por eso, el señor feudal cuidaba con el mismo celo sus rebaños de bestias o de hombres.

En la actualidad, los rebaños del propietario de cualquier complejo industrial son más numerosos y tan esclavizados como sus congéneres medie­vales, con la diferencia de que los esclavos del siglo xx, infinitamente más capacitados y por ello más retributivos que sus antepasados del siglo xvi, sólo son admitidos durante las seis o siete horas en que deben producir y luego son dejados en una “nominal” libertad que les significa la obligación de alimentarse, vestirse y vivir, él y sus hijos, a su propia costa.

Cuando llega el momento de reemplazar!es, simplemente porque han envejecido y carecen ya de la aptitud mínima exigida o porque han muerto, los sistemas previsionales o las compañías de seguros corren con los gastos que provocan ambas contingencia. La inhumación del extinto o la supervi­vencia del inútil no cuestan un solo peso al moderno señor feudal.

Un ofrecimiento de empleo publicado en la sección "Clasificados" de cualquier diario provocará la irrupción de muchos candidatos a llenar la vacante, aunque también este gasto publicitario suele ser evitado cuando uno de los sumisos empleados en funciones la solicita humildemente para un hijo, un pariente o un amigo.
104.    EL MESIANICO BERNARDO BARUCH
 
    La Revolución Universal Permanente que Weisshaupt y Mendelssohn estructuraran a mediados del siglo XVIII, adquiría mayor consistencia a medida que transcurrían los años y afirmaba sobre montañas de oro su seguridad de convertirse en realidad.
    Los judíos masones de la Internacional Financiera y los mercenarios ideólogos de la Internacional Comunista —Marx, Engels, Kropotkin, etc.— seguían nutriendo con su total apoyo a aquel monstruo financiero que era ya la Banca Rothschild, cuyos cerebros jugaban su demoníaco ajedrez financiero con habi­lidad de grandes maestros.
    El contralor del intercambio comercial europeo, las digitadas fluctuaciones bursátiles en cada una de las grandes ciudades del Continente, la dirección de los dos grandes trusts: Banca y Seguro y el monopolio de los empréstitos estatales, constituían el que­hacer regular de los Rothschild.
    No se supo de nadie que pudiera desarrollar tanta actividad ni absorber tanto trabajo como cualquiera de aquellos extraordinarios hermanos.
    Bernardo Baruch, cien años más tarde, habría de ser, quizá, el único hombre que, en similares funciones, se les aproximara en la comparación. El inteligente judío americano Baruch, mago de las finanzas de su país, fue el especulador más famoso de Wall Street. Exclu­sivamente alcista, nunca dejó de acertar al colocar su dinero. No se le conoció un solo yerro.
    Ya multimillonario a los 28 años de edad, renunció a la emoción de seguir especulando en la Bolsa para convertirse en el asesor económico que sugirió al Presidente Woodrow Wilson el proyecto de Reserva Federal que el Capitolio convirtió en ley con posibilidades de duplicar su fortuna para quienquiera que hubiere tenido conocimiento del proyecto.
    Baruch se apresuró a asegurar que él no había especulado y que Wall Street no había sospechado, siquiera, la institución de esa ley.120 bís
    La emoción especulativa a la que renunciaba Baruch era una emoción que había dejado de serlo porque estaba viciada de seguridad. Nombrado por el Presidente Wilson, Presidente del Consejo de Industrias de Guerra, factor decisivo en el desenlace de la primera guerra mundial, quedó automáticamente convertido en el señor feudal de la industria americana, con derecho de pernada sobre la más secreta contabilidad de cada uno de los complejos que la integraban. Esta purísima información le habría resultado inestimable para sus especulaciones. Pero él ya no especulaba. También él lo declaró solemnemente, en más de una ocasión. De todos modos, es indudable que esa preciosa información constituyó la base del feroz ataque llevado contra la industria americana diez años después: 1929.
    Con la misma sinceridad con que Charles E. Wilson, Presi­dente de la General Motors, en 1953 y Robert S. Mc Namara, Presidente de Ford Motor Co, en 1961, cortarían de raíz toda vinculación con esos poderosos emporios automovilísticos para ocupar la Secretaría de Defensa por una remuneración cien veces menor, Baruch anticiparía su patriótico ejemplo al convertirse en el insustituible asesor económico ad-honorem de ocho conse­cutivos presidentes —cuatro demócratas y cuatro republicanos—.
    Fue uno de los responsables de la concepción y ejecución del crash económico que conmovió a América, iniciando un intermi­nable período de depresión de cuatro años, que coincidió con el período del Presidente Hoover, otro dócil instrumento de la Internacional Financiera.
    Durante esos terribles cuatro años, la industria americana se convirtió en un cementerio de guerra: el 80 % de sus fábricas cerradas -la mitad de ellas definitivamente— y el 20 % restante funcionando a un régimen inferior al mínimo indispensable para su subsistencia. Todo esto se traducía en 15 millones de obreros sin trabajo, de los cuales, 10 millones, al menos, eran padres de uno, dos o tres hijos que sufrían hambre.
    En febrero de 1933, la Internacional Financiera asestaba el golpe de gracia a la industria americana, al disponer la cesación de pagos y el cierre de todos los bancos que funcionaban en los 48 Estados de la Unión.
    Entonces aparecieron Franklin D. Roosevelt y su mujer, Eleanor, tan activa como él mismo, para dar fin a la lucha y negociar un armisticio que subordinaba todas las posibilidades futuras de la industria a la conducción de la Internacional Fi­nanciera.
    La economía americana había quedado exangüe y su extrema debilidad había hecho posible que se la aherrojara. Ya subyugada, era preciso revitalizarla para que produjera de nuevo, pero no para los antiguos amos que habían pasado a ser simples prestanombres sino para la poderosísima abstracción financiera que la había sometido.
    Al aplicar Roosevelt su New Deal, no sólo proporcionó la medicación que facilitaría la multiplicación de glóbulos rojos restableciendo la óptima proporción que la industria necesitaba. Protocolizó, al propio tiempo, la transferencia de la industria y la sumisión de la economía, que pactó con los nuevos amos.
    Todo esto que en el orden doméstico significaba un tras­cendental acontecimiento negativo sólo era una escaramuza para la Internacional Financiera. No importaba que hubiera costado cinco años de hambre y de vergüenza al pueblo americano. Para la Internacional Finan­ciera era una simple revolución parcial de la que también había salido victoriosa. Otra etapa de la Revolución Universal que se iniciara con Lutero, al provocar la escisión del Cristianismo y se consolidara, tres siglos después, con la Declaración de los Derechos del Hombre.
    Los iluministas de la Internacional Financiera seguían fría­mente los planes que en su hora trazaran Weisshaupt y Mendelssohn. De ahí que en julio de 1929, dos meses antes de que se produjera el crash económico americano, uno de los hermanos Warburg, del Warburg Brothers Bank de Wall Street, viajara a Alemania para ofrecer a Hitler la financiación incondicional, teóricamente desinteresada, del movimiento nacional-socialista, so pretexto de que la política hitleriana habría de convertir a Alemania en una constante amenaza para el gobierno de Paul Doumergue quien, estimulado por capitalistas franceses y suizos, jaqueaba a la economía americana hasta el punto de que se llegara a temer una crisis inminente. (La crisis se produjo, como dijimos, dos meses después y su espectacular estallido terminó de convencer a Hitler, quien aceptó el pacto creyendo que su misión consistía en amenazar a Doumergue por la espalda, para diversificar su atención y debilitar su ataque).
    Mucho más tarde supo Hitler que Warburg era judío y que la crisis económica americana no la había provocado Doumergue sino un grupo de financistas judíos al que pertenecía precisamente Warburg.
    Pero ya era tarde.
    Mientras tanto, Hitler ya había recibido una primera entrega de diez millones de dólares y muchos millones más en el curso de esos cinco años que aún debieron transcurrir hasta que pudo convertirse en el Führer alemán.
    No menor fue el aporte en marcos que los capitalistas alema­nes, de acuerdo a directivas de la Internacional Financiera, pro­porcionaron a Hitler por intermedio de Hjalmar Schacht.
    Schacht, hombre de la Internacional Financiera, había sido el encargado de iniciar la resurrección de la agonizante economía alemana en noviembre de 1923, al ser designado Comisionado Especial de la Moneda y proceder a cambiar al desvalorizado marco tradicional por un nuevo Rentenmark surgido, como por arte de ilusionista, de una hipoteca general de la tierra y de la industria alemana y de la decisiva ayuda del Plan Dawes.
    Todo esto ocurría mientras Hitler, condenado a prisión a raíz del putsch de la cervecería de Munich, torpe intento de derrocar al gobierno bávaro, escribía en la cárcel su Mein Kampf
    Años más tarde, Schacht pudo acercarse a Hitler sin inspirar recelos y lograr que aceptara sucesivas importantes contribuciones que el jefe nazi necesitaba angustiosamente para sufragar los enormes gastos que demandaban la SA y la SS, fuerzas para-militares que respaldaban la pretensión hitleriana de constituir su Tercer Reich. (El financista Hjalmar Schacht, lo mismo que el ex-Canciller Franz von Papen —conspicuos elementos de la Internacional Financiera infiltrados en el régimen nazi— fueron incluidos en el ignominioso juicio celebrado en 1946 en Nüremberg, pero la todopoderosa entidad impuso la absolución de ambos).
    En 1929 Hitler ya era el hombre que la Internacional Finan­ciera había elegido para que, en una sorpresiva maniobra combinada de caballo-alfil, concretara el jaque-mate de Stalin, usurpador del sitial destinado a Trotzky.
    Tal la razón por la que los gobiernos europeos y Roosevelt, identificados con la Internacional Financiera, observaron sin alarmarse y sin intentar frenarlo, el rearme acelerado y el meteórico engrandecimiento militar de Hitler.
    Stalin y Hitler sabían que en algún momento habrían de enfrentarse en la más encarnizada guerra de exterminio. Lo único que posiblemente ignoraban era que la Interna­cional Financiera les estaba utilizando como cobayos en una de sus maravillosas pruebas de laboratorio.
    Es bien sabido que en política nada es imposible. Sin embar­go, la alianza que, ya en plenos preparativos para luchar entre sí, celebraron Stalin y Hitler para engullir, sobre la marcha, a la católica Polonia, constituyó la más acabada pieza de orfebrería diplomática cincelada alguna vez por la Internacional Financiera.
 120 bis Suponemos que igual honestidad habrán tenido los funcionarios argentinos en oportunidad de efectuar las conversiones de la deuda pública, las múltiples devaluaciones de nuestro signo monetario y la regulación del valor bursátil de los papeles privados llevada a cabo por el Instituto Mixto de Inversiones Mobiliarias a partir del año 1947.