Pedro Piñeyro
IMPRESO EN LA ARGENTINA
Queda hecho el depósito que exige la ley 11.723
Buenos Aires
1970
edición del autor 1970
Al genial filósofo,
sociólogo, economista,
creador del materialismo dialéctico,
fundador del socialismo científico,
organizador de la "Primera Internacional",
autor del "Manifiesto del Partido Comunista",
de "El Capital",
de cien obras medulosas que acicatearon la gesta proletaria.
Quien, a lo largo de cuarenta años de áspera lucha,
ignoró sistemáticamente la existencia de
la Banca Rothschild,
el más formidable bastión
del supercapitalismo.
,.. y el primer hombre a quien no asustaron el trueno ni
[el relámpago, inventó a Dios
y Le utilizó en su provecho.
Este libro se terminó de imprimir
en el mes de Agosto de 1970
en Artes Gráficas "Sapientia"
Jvtobeu 1163 - Buenos Aires
100. INICIO DE LA CUENTA REGRESIVA
Así fue como, el 2 de octubre de 1929 —27
días antes del Waterloo bursátil— las asignaciones de títulos registradas en el
Federal Reseñe Bank of New York, consignaron un nuevo record: 6.805 millones de
dólares.
Varios factores concurrieron para que
pudiera alcanzarse esta cifra colosal: especuladores desorbitados que buscaban
ampliar sus créditos por cualquier medio para desquitar pérdidas y obtener
ganancias, incorporación de nuevos inversores, cómplice liberalidad crediticia
de las agencias financieras privadas, habilitación de nuevas agencias en
localidades de escasa importancia, creación de un cuerpo de comisionistas
ambulantes para facilitar la concreción de operaciones domiciliarias a todos
los chacareros de cada condado y por último —esto era lo más importante para
la Internacional Financiera— la suicida política emisionista de las grandes
industrias que parecían haber perdido toda noción de la realidad y de las
proporciones.
Las fuertes bajas y las inmediatas alzas
compensatorias habían conseguido excitar el interés general. Ya no
había en todo el territorio una sola persona que no comentara los azares de la
Bolsa.
El periodismo, fiel reflejo de la endémica
euforia especulativa, dedicaba páginas enteras al comentario y noticias
referentes a títulos y acciones.
El internacionalmente conocido Profesor de
Economía de la Universidad de Nueva York, Dr. Irving Fisher, declaró el 16 de
octubre de 1929-New York Times, octubre 17 de 1929:
Las cotizaciones han llegado a lo que parece ser una meseta. Me atrevo a
pronosticar que su descenso ha quedado interrumpido.
Científicos de la Sociedad
Económico-Financiera de Harvard, todos ellos prestigiosos profesores de los
cursos de Economía y Finanzas de la importante Universidad de ese nombre,
justificaron "la transitoria declinación del mercado bursátil"
sosteniendo que "era
indudable que los negocios estaban siendo sometidos a un explicable período de
reajuste".
Agregaron, a modo de profecía:
En el caso poco
probable de que esta recesión tendiera a prolongarse, no nos cabe duda que el
Federal Reserve System adoptaría inmediatas medidas para contener ese
movimiento francamente perjudicial para el país.
Todavía el 25 de octubre, luego de la
primera caída seria del Mercado de Valores, insistieron en su
"desinteresado" enfoque:
Por encima de la aparente gravedad de la
situación, sostenemos que estas violentas bajas en las cotizaciones bursátiles
constituyen una etapa intermedia de la que el Mercado se recuperará.
Estas autorizadas opiniones hallaron
favorable acogida y preferente ubicación en todos los diarios del país. La
tesitura de los órganos periodísticos especializados de Nueva York, Washington,
Chicago, San Francisco, Los Angeles, Filadelfia y demás ciudades de la Unión,
categóricamente expuesta en sus ediciones de la última semana de octubre de
1929, coincidía en la misma tendencia optimista.
Las colecciones del New York Times, diario
que goza de merecida fama de insobornable, dan la pauta de la sutil habilidad
con que Wall Street le llevaba a sostener su errónea prédica.
En la mayoría de los otros diarios la
campaña resultaba mucho más fácil porque todo se reducía a subvenciones proporcionadas
a la importancia de cada uno. El optimismo logró mantenerse. Sin embargo,
la recesión en los negocios volvió a manifestarse, se refirmó enseguida y
trajo, como inmediata consecuencia, una fuerte disminución en la producción siderúrgica.
Esta merma repercutió automáticamente en las industrias del
automóvil y de la construcción.
El Coronel Leonard Ayres, Presidente de la
Cleveland Trust Company, formuló la siguiente declaración:
Las acciones estuvieron antes en manos de
los inteligentes. Están ahora en manos de los tontos. Creo que esto determina
el destino que esas acciones tienen reservado.
Desde el 25 de octubre, la marea bajista se
hizo incontenible. Ese día se transfirieron más de seis millones de acciones.
Ninguna de ellas escapó a una baja menor de veinte puntos. El día
siguiente fue aún peor. Desde comienzos de la primera rueda aparecieron
órdenes de venta de General Motors y otros grandes emporios industriales, en
paquetes de 20.000 acciones.
La reflexión era obvia: si quienes poseían
semejantes cantidades de acciones ordenaban venderlas, sin preocuparse por el
efecto perjudicial que esas órdenes producirían sobre el remanente que aún
deberían conservar en su poder, ello quería decir que todo estaba perdido y que
ya se había aventado hasta la precaución elemental de disimular.
El desconcierto paralizó a los
especuladores. Sorpresivamente, cuando menos lo habían esperado, se rompían las
compuertas y empezaban a fluir, desde todas partes, órdenes de venta por
decenas de miles de acciones.
Todo resultaba tan inexplicable como el
horrísono retumbar de un trueno en un luminoso día de sol. Tal contrasentido,
elevado al absurdo, era lo que retrasaba la conciencia del desastre y las
consecuentes manifestaciones del pánico. Para hacer aún más
confusa la situación, el Presidente del National City Bank, Charles E.
Mitchell, se reunió en las oficinas de Morgan John P. and Co. Inc. –Nº 23 de
la calle Wall-con sus colegas Albert H. Wiggin, del Chase National Bank;
William Potter, del Guaranty Trust Co.; Seward Prosser, del Bankers Trust Company; George F. Baker, del First National
Bank, y Thomas W. Lamont, de la entidad dueña de casa.
El severo despacho de boiserie de roble estilo
Tudor que ocupara en vida John Pierpont Morgan, fue escenario de la informal
reunión en la que los seis banqueros resolvieron "destinar 240 millones de dólares a
enfrentar ventas desordenadas y comprar luego cuanto se vendiera como mejor
medio de ir graduando el caos".
Cuesta creer que prestigiosos banqueros
como los nombrados se atrevieran a dar trascendencia a esa noticia sin pensar
que se ponían en ridículo al asignar sólo 240 millones de dólares para
oponerlos a una estampida bursátil que podía ascender a miles de millones de
dólares.
Tan ridículo como pretender tapar el cielo
con un harnero.
Pero se hizo y halló eco en todos los
diarios.
Mr. Lamont, cabeza visible de la referida
firma Morgan J- P- and Co. Inc., "explicaría" después a la prensa
"que lo acaecido (aludía a la inexplicable baja) sólo podía explicarse
atribuyéndolo a una condición técnica del Mercado".
Fue inútil que el periodista del New York
Herald Tribune que le entrevistaba le pidiera aclaración acerca de lo que él
(Lamont) entendía por "condición técnica". "Aclaró" que
"condición técnica" era "eso": condición técnica y siguió
informando "que habían existido algunas ventas de gran volumen que podían
considerarse inexplicables y apresuradas porque a él (Lamont) le constaba que
ninguna empresa industrial experimentaba la menor dificultad económica pero
que, sin perjuicio de ello, los banqueros (consignaba los nombres) habían
resuelto crear un fondo común de 240 millones de dólares para controlar las
actividades de la Bolsa". (New York Herald Tribune, octubre 28 de 1929,
pág. 1).
Ese mismo día 27 de octubre de 1929,
Richard Whitney, Vicepresidente de la Bolsa y corredor oficial de la Morgan J.
P. é- Co. Inc., adquirió 10.000 acciones de la United States Steel a 205
—último precio del día anterior— y otras 10.000 acciones de cada
uno de los veinte complejos industriales más afectados por la baja. Sus compras
superaron los cincuenta millones de dólares.
El recurso surtió efecto. Un instantáneo
efecto sedante que tranquilizó por 24 horas los ánimos. La mano
derecha de Wall Street, como la de Napoleón, ignoraba lo que hacía la
izquierda. Sólo así se explica que apenas veinticuatro horas después de haber
aplicado con la derecha aquella inyección de 240 millones de dólares, la
izquierda provocara un desastre que resultó definitivo.
El lunes 28 de octubre de 1929, un nuevo
torrente de órdenes de venta produjo marcadas bajas en todos los valores:
United States Steel, 18; General Electric, 51; Allied Chemical, 57; West-inghouse,
35...
Evidentemente, no habían surtido ningún
efecto las declaraciones del Presidente Hoover que todos habían leído tres
horas antes en el New York Times:
La circunstancial baja observada (se refería a la baja del viernes anterior)
no debe alarmar. La actividad fundamental de nuestro país es la producción y
distribución de artículos manufacturados y esto sigue asentado sobre una base
inconmoviblemente sólida, con las mismas perspectivas de prosperidad.
La explosión de
optimismo del Presidente Hoover nos recuerda al palurdo a quien se le
recomendó, en el momento en que pasaba a visitar a su viejo amigo desahuciado,
que le tratara alegremente, tal como si nada malo fuera a ocurrir.
—Dejarme a mí! - aseguró el prevenido.
Entró con paso firme y lanzando una
risotada exclamó a guisa de saludo:
—¿Con que. .. agonizando, no?
El lunes 28 de octubre en que el New York
Times difundía el propicio augurio del Presidente, trece millones de acciones
fueron deliberadamente "quemadas" por Wall Street,
"Quemadas" pero no perdidas.
Pasadas de una a otra de sus manos a cotizaciones bajísimas, caprichosamente
forzadas.
Pero aún restaba lo peor. Y eso, lo peor,
ocurrió el día siguiente.
El martes "¿9 de octubre de 1929 se
concretó el desastre. Desde el primer minuto, el gigantesco ring de cuarenta
por cuarenta metros se convirtió en una espantosa baraúnda en la que mil
quinientos enloquecidos corredores de Bolsa gritaban y se miraban unos a otros
como si fueran a atacarse y despedazarse.
Parecía ser la furiosa reacción de una
colonia de avispas cuyo panal hubiera sido partido en dos por un hachazo. Sin
embargo, no era una lucha personal entre aquellos energúmenos frenéticos
porque ellos sólo representaban a especuladores veteranos o novatos quienes
tampoco luchaban en realidad, entre sí, ya que todos, unos y otros, integraban
un mismo equipo de tontos. El mismo equipo de tontos al que se había referido
el Presidente de la Cleveland Trust Company, Coronel Leonard Ayres.
Ya no podría haber entre ellos
circunstanciales ganadores o perdedores.
Wall Street acababa de crear una situación
nueva: había puesto fuego a la Bolsa por sus cuatro costados.
Los apresados especuladores —millones de
animales asustados— no acertaban a hallar una salida practicable por donde
iniciar la desesperada estampida. Paquetes de diez mil, veinte mil, treinta
mil, cincuenta mil acciones eran transferidos de Smith a White y de Johnson a
Brown, a cualquier precio. El ataque de Wall Street contra la Gran
Industria constituía la más cruda expresión de alevosía. Como una horda de
salvajes descargando sus arcos sobre un gigantesco elefante inmovilizado en el
fondo de un barranco.
Los salvajes de la calle Wall contaban con
todo a su favor. Miles de millones de dólares que deberían tirar por la ventana
—ya lo habían hecho; París valía esa misa— y la hipócrita ceguera de los
cuatro poderes: el Presidente Hoover, en el Limbo; los miembros del Capitolio,
preocupados por obtener para sus respectivas "parroquias" beneficios
que les aseguraran su reelección; los hombres de toga, absorbidos por los mil
y un excluyentes problemas derivados de la aplicación de la Ley Volstead y el
racketeering y, por último, la prensa, de idénticas características a la
prensa de cualquiera otra parte del mundo, contribuyendo a educar al pueblo
con su exaltación de las proezas de Lindbergh, Tunney y Al Capone. Se llamaba
racketeers a los sujetos que se presentaban en banda en un negocio y le
notificaban al propietario:
En adelante, nosotros le protegeremos a Ud. para que pueda trabajar
tranquilo. Eso sólo le costará el cincuenta por ciento de sus ganancias.
Negarse, equivalía a ser asesinado en ese
mismo instante. Apelar a la justicia o tratar de defenderse de alguna otra
manera, equivalía a ser asesinado algunos días más tarde.
Los racketeers de Al Capone habían copado
Chicago con sus pistolas 45, sus ametralladoras y sus bombas; los racketeers de
Jacobo Schiff trataban de copar la Gran Industria americana con el inagotable
arsenal de millones de que disponían. Ambos operativos eran similares.
101.
LA HISTORIA SE REPITE
La operación "Deterioro de la Economía
Americana" —indispensable etapa previa a la conquista de la fortaleza
industrial— fue una verdadera blitzkrieg que golpeó con rudeza a los más
calificados sectores de la sociedad estadounidense. Se repetía el episodio del
20 de junio de 1815 en la Royal Stock Exchange (Bolsa de Londres). Entonces,
el bloody jew fox Nathan Rothschild,
sin más armas que su ya colosal fortuna y su absoluta falta de escrúpulos,
había arruinado a la orgullosa aristocracia inglesa apropiándose de sus
inversiones colocadas exclusivamente en títulos Consolidados de la Deuda,
un papel tan "duro" como la propia
libra.
Ambas operaciones
—Nathan Rothschild 1815 y Wall Street 1929— habían sido planeadas con la misma
frialdad y la misma alevosía.
El "condenado zorro judío" había simulado vender para
que todos vendieran; los masones iluministas de Wall Street, en cambio, habían
comprado hasta emborrachar de codicia a la Gran Industria americana. Rothschild
y Wall Street habían justificado sus maniobras bursátiles con las más
convincentes razones: Rothschild, induciendo a error en lo que se refería al
verdadero resultado de la batalla de Waterloo; Wall Street, singularizando para
las armas yankies la compartida victoria del 18 y canalizando los alcances de
esa victoria hacia un florecimiento económico y un desarrollo industrial
artificialmente magnificados.
Wall Street, cabecera de puente de la
Internacional Financiera, era y sigue siendo un símbolo que se corporiza en un
sector del East Side del Downtown de Manhattan integrado por veintitantas
pequeñas manzanas trapezoidales en las que se alzan los cien bancos que
atesoran las riquezas y el futuro de todo el continente americano del Norte,
virtualmente propio. Incluyamos Canadá,
México, las pequeñas Repúblicas de Centro América y sigamos descendiendo...
Aunque el 90 % de sus directivos fueran
americanos nativos, Wall Street no era más americano que hubieran podido serlo
Schiff, Rathenau, Morgan, Loeb, Trotzky, Warburg o cualquier otro de los
jerarcas representantes de la Internacional Financiera.
Wall Street era tan apatrida como lo
fueran, un siglo antes, los cinco hermanos Rothschild, germanos nativos,
anímicamente judíos pero luego ingleses, franceses, austríacos, italianos o
suizos, por adopción y por conveniencia.
En el caso que relatamos, Wall Street se
había propuesto conquistar a la hasta entonces irreductible industria
americana, que crecía incesantemenle dentro de la economía local.
La diabólica astucia iluminista había
concebido el plan de ataque ya a comienzos del siglo. Sin embargo, había sido
necesario esperar el momento realmente propicio.
De eso, que era básico, dependería el
éxito.
El triunfo americano en la gran
conflagración europea de 1914/1918 constituyó el momento histórico y la razón
trascendental esperados. El plan podría, por fin, ponerse en
ejecución.
Todo consistiría en
promover la economía en ritmo creciente utilizando la actividad bursátil como
elemento motriz.
La Bolsa reflejaría la confianza del
ahorrista y del inversor en el futuro del país y de su industria. No
importaba cuanto resultara necesario invertir. Para Wall Street el dinero no
contaba. Había pasado a ser una maravillosa entelequia cuyo valor intrínseco
resultaba mucho menos valioso que su valor simbólico.
El motorista experimenta diversas mezclas
de esencias para lograr mayores velocidades; los químicos de Wall Street habían
obtenido una mezcla óptima que se llamaba simplemente "dinero".
Repitiendo su típica estrategia envolvente,
Wall Street se lanzó a cumplir sus planes de conquista.
Charles X. Jones, Clarence Smith, William
C. Foster, Alfred W. Milton, Henry T. Wilson, Theodore T. Johnson y doscientos,
trescientos, quinientos, mil caracterizados ciudadanos más, aparentemente
independientes, eran, en realidad, empleados a sueldo y comisión de Wall
Street.
Y bien: Jones, Smith, Foster, Milton,
Johnson y los millares de disimulados agentes de Wall Street llevaron a la
Bolsa la seguridad de que el triunfo americano en la guerra europea no había
sido infructuoso. Estados Unidos de Norte América, por derecho propio, estaba
llamado a reemplazar al obsoleto imperio inglés y a constituirse en la primera
potencia de la tierra.
Sus industrias básicas, de ilimitadas
posibilidades, deberían ser desarrolladas a escala adecuada. Cuando
se tuviera el necesario petróleo, carbón y acero, cuando se pudieran embalsar
todos los cursos de agua existentes para generar cuanta energía eléctrica fuere
menester, se podrían convertir los desiertos en praderas, cubrir las montañas
de bosques, tender líneas férreas, trazar una telaraña de caminos, construir
barcos, aviones, incrementar la industria agropecuaria, la textil, la
petroquímica. ..
El propósito desarrollista era patriótico,
digno.
Los grandes diarios contribuyeron a
difundirlo y promoverlo. Jones, Smith, Foster, Milton, Wilson,
Johnson y los mil y un testaferros de Wall Street, proporcionalmente repartidos
en los 48 Estados de la Unión y en las Stock Exchanges regionales, compraron y
siguieron comprando cuantas acciones salían al Mercado.
La tónica general de todas las Bolsas y de
todos los potenciales inversores, se hizo francamente compradora,
desarrollista, alcista. Cualquier pretexto era bueno para justificar
los aumentos. Jones, Smith, Foster, Milton,
Wilson, Johnson y los mil y un "carabineros de Offenbach", se vendían
las acciones entre sí y provocaban naturales alzas que sorprendían
agradablemente a las grandes empresas de cuyos papeles se trataba.
Por lo general, los poseedores de acciones
se dejaban tentar y vendían. Si acaso no lo hacían porque consideraban que era
juicioso esperar nuevos niveles, los hombres de Wall Street seguían
vendiéndolas entre sí y mantenían un ritmo cálido, optimista, que justificaba
sucesivas alzas.
Era ya corriente oir hablar de quienes
habían comprado a 100 y habían vendido a 150, dos meses después. Y no era
preciso ser un gran matemático para calcular que si 100 habían dado 50 de
beneficio en dos meses, eso equivalía a haber colocado el capital a un interés
del 300 % anual.
Solía ocurrir que algún inversor prudente
considerara, por las suyas, que sus acciones habían alcanzado ya el límite
máximo y decidiera vender para esperar luego la prevista baja y comprar otra
vez; que otro inversor, satisfecho por el monto de sus ganancias también
vendiera o un tercero que, en posesión de una primicia referida a un
determinado Decreto, supusiera que esa medida de gobierno incidiría en las
cotizaciones, al darse a publicidad y por este fundado motivo también decidiera
vender...
Pero las acciones seguían subiendo.
El Decreto en cuestión se firmaba, se
publicaba, se ejecutaba, restringía o reglamentaba determinadas actividades,
incidía desfavorablemente, tal como se había temido, sobre los intereses de
una industria pero las acciones de esa industria y las acciones de todas las
demás industrias seguían subiendo.
Entonces aparecieron economistas,
sociólogos, estadistas, intelectuales, profesores universitarios, tratando de
demostrar que aquel espectacular fenómeno de hipertrofia económica no debía
sorprender. Por el contrario, debía haber estado previsto porque respondía
matemáticamente a un coeficiente determinado por... (Los factores que determinaban el coeficiente iban
desde las variaciones climática o demográfica hasta la fuerza de la inercia
productiva de época de guerra que no podía haberse frenado porque se hubiera
firmado el armisticio). El fenómeno había dejado de ser fenómeno.
Era, pues, natural que los altos topes
previstos por los más optimistas fueran siendo sucesivamente superados. Para la
mentalidad aventurera de los accidentales inversores pueblerinos, aquello era
como retornar a los días de comienzos de siglo en que sus padres remontaran el
Yukón para llegar al Klondike, hallar a flor de tierra generosos yacimientos de
mineral áureo, lavarlo, embolsar cuanto pudiera cargar la muía y regresar con
una fortuna. Pero esta fortuna que llovía sobre los hijos no iba a ser
derrochada con las alegres mujeres de los music halls de Dawson ni perdida en
los tramposos garitos de sus trastiendas porque los modernos "mineros"
de Florida, Georgia, Connecticut, Illinois o
Pennsylvania explotaban sus vetas
sin abandonar el cómodo sillón del living hogareño.
El vellocino de oro era enviado
al domicilio de quienes tenían fe en el venturoso futuro de
América.
En las oficinas, en los trenes, en los
teatros, en los bares, en todas partes, las cotizaciones de Bolsa constituían
el tema obligado. Sólo se hablaba de inversores que habían duplicado o
triplicado sus capitales. El mercado alcista había concretado el venturoso milagro
de mejorar extraordinariamente el standard de vida de la población, aumentando
notablemente su capacidad adquisitiva. Esto había traído aparejado un lógico
aumento en las ventas y ese aumento en las ventas, otro lógico aumento en la
producción, que se había traducido, como era también lógico, en un generoso
aumento de salarios hasta llegar a una despreocupación económica que permitía
la feliz concreción de muchos sueños: un segundo automóvil, cambio de casa,
renovación de mobiliario, cortinados, alfombras, freezer de 20 pies cúbicos,
aire acondicionado, jardín, pileta de natación, vacaciones en
Miami...
Todo era tan cierto, tan permanente,
terminó por parecer tan natural, lógico y definitivo, que los
industriales incrementaban la producción y
mejoraban la calidad en un constante esfuerzo
competitivo.
Ampliaron sus fábricas, aumentaron su
personal, contrataron técnicos, montaron los más
modernos laboratorios de
investigación.
102.
TÉCNICA DE UNA FAGOCITOSIS
Emitieron sucesivas series de acciones que
fueron siendo absorbidas sin la menor dificultad por un mercado de valores cada
vez más poderoso y voraz. Fue entonces cuando las empresas
industriales,
acuciadas por perentorias demandas de montos ascendentes, se lanzaron por el
tobogán emisionista.
Hubiera resultado aconsejable una mínima
dosis de cautela o una elemental investigación de mercado que permitiera delimitar
desde qué punto la evolución natural pasaba a ser especulación artificial, pero
aquella caudalosa corriente progresista generaba una motricidad que convenía a
todos.
Nadie quiso pensar que eso podría cambiar
alguna vez. La Gran Industria advertía que al emitir acciones estaba fabricando
dinero, lo mismo que el Estado; dinero contante y sonante que empezaba a
rebasar sus arcas.
Se sintieron tan fuertes como el Estado y
esto explica que dejaran de temer y hasta llegaran a olvidar la existencia del
lobo feroz de Wall Street.
Los superávits se traducían en líneas
empinadas. ¡Utilidades reales del 300 y 400 %!
La bola de nieve empezó a rodar y a crecer.
El éxito obligaba a sucesivas ampliaciones de las plantas de producción, con
instalaciones modernas, nuevas maquinarias, técnicos, investigadores,
ejércitos de obreros especializados.
La producción aumentaba hasta
multiplicarse.
Los industriales perdieron la noción de la
realidad. Se extasiaban siguiendo la actividad de aquellos monstruos que ellos
creían haber producido. Cada uno de ellos se sintió un semidiós.
Experimentaron una transformación espiritual tan notable como la transformación
física de sus propios complejos industriales. Los
hombres que unos pocos meses antes todavía confraternizaban con los más
humildes integrantes de su personal, empezaban a aislarse, a hacerse cada vez
menos accesibles. Cada uno de esos magnates
trasponía su propio 18 de Brumario y actuaba ya como un emperador a cuya
reducida corte sólo iban teniendo acceso colaboradores y amigos nuevos.
Ningún monarca de la tierra, con veinte
generaciones de reyes en su árbol, había sido tan arrogante y vanidoso como
cualquiera de los integrantes de aquella familia Rothschild cuyos padres vivían
todavía en el humilde ghetto de Frankfurt.
Los flamantes supermagnates industriales
actuaban ya como si el mercado alcista y la feérica explosión económica
hubieran sido obra de cada uno de ellos. Mientras tanto, Wall
Street seguía echando montañas de dólares a la caldera alcista para mantenerla
en su óptimo punto de calor e irrealidad. Sus
bancos y agencias financieras seguían acordando créditos maliciosamente
liberalizados sobre las propiedades y aún sobre el prestigio de honestidad que
cualquier ciudadano de la Unión pudiera exhibir en su manifestación de bienes.
En el caso de autoridades, magistrados, legisladores
o personas con alguna actividad política, los créditos se multiplicaban por 2
ó por 3 con respecto a los que se acordaban a inversores comunes.
Nadie podía sospechar que el colosal aporte
de dinero de Wall Street fuera, en realidad, la columna vertebral de ese monstruo
que parecía poseer la más sólida estructura propia. Nadie hubiera podido
sospechar, tampoco, que el monstruo estuviera condenado a caer estrepitosamente
apenas se le desarticularan los puntales que le sostenían. El plan
había sido tan seguro como revolear una moneda de dos caras iguales. Una pugna
en la que estaba en juego un gigantesco imperio industrial sin que los
aparentes poseedores lo sospecharan.
Para Wall Street todo consistía en distraer
algunos miles de millones de dólares —tantos como fueran necesarios— y esperar
el momento preciso de la sobresaturación.
Suponiendo que el valor total de las
acciones emitidas por todas las empresas alcanzara a cien mil millones de
dólares —esta cantidad no pretende ser exacta ni aproximada sino simplemente
referencial— podríamos afirmar categóricamente que los fabulosos capitales
de Wall Street en valores reales (inmuebles, oro, circulante, etc.) y en
valores teóricos (monto del propio crédito elevado por el propio Wall Street
hasta el infinito) multiplicaban decenas de veces el capital industrial.
Repetimos que a Wall Street no le
interesaba apropiarse de las disponibilidades económicas de la burguesía
americana.
Tampoco le hubiera interesado el contralor
de la industria por hacer suyos los millones de dólares que la industria
pudiera ganar. El negocio que ellos trataban de concretar era
absolutamente político. Habría de ser única beneficiaría la Revolución Universal
Permanente concebida por Weisshaupt, Mendelssohn y los iluministas del siglo
XVIII.
La incidencia social del problema era,
asimismo, un aporte revolucionario sumamente interesante.
El inversor bursátil, burgués-tipo, es
siempre un espécimen de apreciable valor social medio, por su espectabilidad y su
solvencia moral y material. En el 99 % de los casos es también jefe de
familia. De una familia constituida generalmente por mujer y dos o tres hijos.
Blancos. La prosperidad Coolidge no había alcanzado a los
negros.
El millón de inversores habituales o
circunstanciales que Wall Street logró atraer a la Bolsa con el señuelo de
ganancias fabulosas, representaban a una población de 5 millones de personas
distribuidas a todo lo largo y ancho del país. Al empobrecer
violentamente a ese millón de familias, Wall Street creaba un millón de focos
de malestar y cinco millones de resentidos sociales.119 bis
Esta consecuencia agregada era considerada
una ventajosa conquista paralela. Ante aquel sorpresivo fracaso
financiero que en sólo pocas horas transformaba un cuadro de amplia holgura
económica en otro de aguda estrechez, ninguna esposa, ningún hijo americano
quisieron admitir, siquiera fuera como atenuante, que el jefe de familia se
había embarcado en la aventura bursátil para elevar el standard de vida familiar.
La disolución del vínculo familiar por
resquebrajamiento de los vínculos afectivos que son su base, equivalía a imitar
a las hormigas termitas que llegan a producir el desmoronamiento de una sólida
construcción aflojando la tierra en que se apoyan sus cimientos. La
mujer y los hijos reprochaban al padre el haber jugado y el haber perdido,
olvidando que ellos mismos le habían incitado a hacerlo. Tampoco paraban mientes en que el padre acababa de perder
lo que él mismo, exclusivamente, había podido ahorrar a lo largo de toda su
vida.
Un millón de padres americanos blancos
perdieron entonces todos sus ahorros y toda su autoridad familiar.
Los jóvenes americanos de ambos sexos dejaron de sentir respeto por sus
padres pobres. Y no se preocuparon por disimularlo. Los cuatro años de hambre y
estrecheces del gobierno de
Hoover rezumaron este
legado negativo a través de cada uno de sus largos días.
De entonces data la franca rebeldía del
adolescente americano medio.
Los varones, integrando indistintamente,
con la misma desaprensión e irresponsabilidad, pandillas de hippies o de delincuentes
juveniles.
Las jovencitas, saliendo atropelladamente
de su casa, sin dar explicaciones, instadas por la persistente bocina del amigo
de turno que viene en su busca.
119 bis El crash bursátil, en 1929, no fue el único episodio de
empobrecimiento colectivo provocado por Wall Street.
La crisis desatada en esa oportunidad
prosiguió hasta 1932, año en que las cotizaciones tocan fondo a un nivel que sólo
representaba el 10 % de los mejores precios de 1929. A partir de 1932 se inicia una lenta recuperación, pero en
1937/38 y en tres oportunidades con posterioridad a la segunda guerra mundial,
se registran nuevas recesiones que originan fuertes quebrantos en el mercado de
valores.
La última recaída se produce entre el 20
y el 26 de mayo de 1970, en cuyo lapso, las cotizaciones cayeron violenta e
imprevistamente hasta llegar, el día 26, al más bajo nivel registrado desde
noviembre de 1962. El presidente del Partido Demócrata, Lawrence O'Brien,
afirmó entonces que los inversionistas habían perdido 1.600.000.000 de dólaies
desde que Nixon asumiera el poder 16 meses atrás. Pero Nixon, como su antecesor
Hoover en 1929, trató de infundir bríos al alicaído mercado bursátil al
expresar al presidente de la Bolsa de Nueva York, Bernard J. Lasker, su
convicción de que la economía norteamericana re-puntaría en el segundo semestre
del año. Olvidaba, al decir esto, que el día anterior, luego de confirmar que
los presupuestos de 1970 y 1971 arrojarían déficit, amenazó con proponer un
aumento del impuesto a los réditos si las asignaciones aumentaban sin
suficiente financiación, y que la persistente amenaza de inflación había
quedado bien de manifiesto con el aumento del 0,6 %, el mayor del año,
registrado en el costo de la vida durante el mes de abril de 1970 ("La
Nación" 22/5/70).
103.
SUPERANDO ETAPAS
Desde el preciso momento en que logró el
total dominio de la industria, la Internacional Financiera pudo fijar montos de
producción y apelar a otros variados recursos con el deliberado fin de
encarecer los artículos de primera necesidad y hacer la vida cada día más
difícil, extrayendo sistemáticamente riqueza —verdadera sangre arterial de la
clase trabajadora— porque la estafa básica, la estafa que llevaba una
excluyente finalidad política consistía en empobrecer pueblos y llevar al mundo
a un estado de confusión, hambre y escepticismo que facilitara la propagación
del clima revolucionario.120
Al historiar la evolución de esta
progresiva dictadura económica que trata de imponer su hegemonía como una
definitiva revolución universal, deberá admitirse que sus orquestadores
hallaron la clave de su doctrina materialista en el racionalismo filosófico de
ideólogos románticos que buscaban la verdad por la verdad misma.
Weisshaupt y Mendelssohn actuaron como dos
comerciantes que industrializaran la concepción de un puñado de soñadores. Esta
labor no debe subestimarse. La capacidad de convertir una simple abstracción
filosófica en una concreción utilitaria llegó a adquirir, en este caso, tan
grande importancia como la abstracción filosófica misma. Si no
nos preocupara caer en un círculo vicioso, insinuaríamos la posibilidad de que
resultara aún más significativa la segunda que la primera, pero esto
equivaldría a plantear un interrogante similar al pintoresco enigma biológico
que procura determinar si existió antes el huevo o la gallina.
Voltaire dijo que no podía contemplar ese
maravilloso reloj que era el Universo sin dejar de pensar que debería tener su
relojero. No otra cosa pensamos nosotros cuando comprobamos el perfecto ajuste
de este mecanismo maravilloso que es la Internacional Financiera.
La Internacional Financiera no hace
distingos entre países desarrollados o subdesarrollados.
De un modo u otro, por la banca, la
industria o el comercio, no hay actividad que no pase por sus filtros o
tabuladores. Merced a ello, todo queda registrado en el más completo y
actualizado prontuario de filiación comercial.
Luego, cada vez que ello es necesario, las
computadoras y cerebros electrónicos de Wall Street o Zurich proporcionan en
minutos un coeficiente discriminado tan exacto de las reales posibilidades de
cualquier país, como no podrían obtenerlo sus propios gobiernos, aún
incluyendo aquellos que, como el de Estados Unidos, creen contar con una
perfecta maquinaria estadística fiscal.
Son los datos que permitirán una
racionalizada política de absorción.
120 Al aniquilar la monarquía y el feudalismo,
el Iluminismo produjo una de sus graciosas paradojas.
Los reyes dinásticos fueron reemplazados
por absolutistas reyes financieros y los señores feudales por señores
industriales aún más fríos y despiadados.
En el siglo xvi, el Príncipe, Duque o Conde
era dueño y señor de vidas y haciendas. Sus servidores eran elementos vivos de
su propiedad, cuya manutención, durante las veinticuatro horas del día, le
costaba dinero.
Constituían un capital valorizado por el
buen estado de salud de sus servidores. Por eso, el señor feudal cuidaba con el mismo celo sus rebaños
de bestias o de hombres.
En la actualidad, los rebaños del
propietario de cualquier complejo industrial son más numerosos y tan
esclavizados como sus congéneres medievales, con la diferencia de que los
esclavos del siglo xx, infinitamente más capacitados y por ello más retributivos que
sus antepasados del siglo xvi, sólo son admitidos durante las seis o siete
horas en que deben producir y luego son dejados en una “nominal” libertad que
les significa la obligación de alimentarse, vestirse y vivir, él y sus hijos, a
su propia costa.
Cuando llega el momento de
reemplazar!es, simplemente porque han envejecido y carecen ya de la aptitud
mínima exigida o porque han muerto, los sistemas previsionales o las compañías
de seguros corren con los gastos que provocan ambas contingencia. La inhumación
del extinto o la supervivencia del inútil no cuestan un solo peso al moderno
señor feudal.
Un ofrecimiento de empleo publicado en
la sección "Clasificados" de cualquier diario provocará la irrupción
de muchos candidatos a llenar la vacante, aunque también este gasto
publicitario suele ser evitado cuando uno de los sumisos empleados en funciones
la solicita humildemente para un hijo, un pariente o un amigo.
104.
EL MESIANICO BERNARDO BARUCH
La Revolución Universal Permanente que
Weisshaupt y Mendelssohn estructuraran a mediados del siglo XVIII, adquiría
mayor consistencia a medida que transcurrían los años y afirmaba sobre montañas
de oro su seguridad de convertirse en realidad.
Los judíos masones de la Internacional
Financiera y los mercenarios ideólogos de la Internacional Comunista —Marx,
Engels, Kropotkin, etc.— seguían nutriendo con su total apoyo a aquel monstruo
financiero que era ya la Banca Rothschild, cuyos cerebros jugaban su demoníaco
ajedrez financiero con habilidad de grandes maestros.
El contralor del intercambio comercial
europeo, las digitadas fluctuaciones bursátiles en cada una de las grandes
ciudades del Continente, la dirección de los dos grandes trusts: Banca y Seguro
y el monopolio de los empréstitos estatales, constituían el quehacer regular
de los Rothschild.
No se supo de nadie que pudiera desarrollar
tanta actividad ni absorber tanto trabajo como cualquiera de aquellos
extraordinarios hermanos.
Bernardo Baruch, cien años más tarde,
habría de ser, quizá, el único hombre que, en similares funciones, se les
aproximara en la comparación. El inteligente judío americano Baruch, mago
de las finanzas de su país, fue el especulador más famoso de Wall Street. Exclusivamente
alcista, nunca dejó de acertar al colocar su dinero. No se le conoció un solo
yerro.
Ya multimillonario a los 28 años de edad,
renunció a la emoción de seguir especulando en la Bolsa para convertirse en el
asesor económico que sugirió al Presidente Woodrow Wilson el proyecto de
Reserva Federal que el Capitolio convirtió en ley con posibilidades de duplicar
su fortuna para quienquiera que hubiere tenido conocimiento del proyecto.
Baruch se apresuró a asegurar que él no
había especulado y que Wall Street no había sospechado, siquiera, la
institución de esa ley.120 bís
La emoción especulativa a la que renunciaba
Baruch era una emoción que había dejado de serlo porque estaba viciada de
seguridad. Nombrado
por el Presidente Wilson, Presidente del Consejo de Industrias de Guerra,
factor decisivo en el desenlace de la primera guerra mundial, quedó
automáticamente convertido en el señor feudal de la industria americana, con
derecho de pernada sobre la más secreta contabilidad de cada uno de los
complejos que la integraban. Esta purísima
información le habría resultado inestimable para sus especulaciones. Pero él ya
no especulaba. También él lo declaró solemnemente, en más de una ocasión.
De todos modos, es indudable que esa preciosa
información constituyó la base del feroz ataque llevado contra la industria
americana diez años después: 1929.
Con la misma sinceridad con que Charles E.
Wilson, Presidente de la General Motors, en 1953 y Robert S. Mc Namara,
Presidente de Ford Motor Co, en 1961, cortarían de raíz toda vinculación con
esos poderosos emporios automovilísticos para ocupar la Secretaría de Defensa
por una remuneración cien veces menor, Baruch anticiparía su patriótico ejemplo
al convertirse en el insustituible asesor económico ad-honorem de ocho consecutivos
presidentes —cuatro demócratas y cuatro republicanos—.
Fue uno de los responsables de la
concepción y ejecución del crash económico que conmovió a América, iniciando un
interminable período de depresión de cuatro años, que coincidió con el período
del Presidente Hoover, otro dócil instrumento de la Internacional Financiera.
Durante esos terribles cuatro años, la
industria americana se convirtió en un cementerio de guerra: el 80 % de sus
fábricas cerradas -la mitad de ellas definitivamente— y el 20 % restante
funcionando a un régimen inferior al mínimo indispensable para su subsistencia. Todo
esto se traducía en 15 millones de obreros sin trabajo, de los cuales, 10
millones, al menos, eran padres de uno, dos o tres hijos que sufrían hambre.
En febrero de 1933, la Internacional
Financiera asestaba el golpe de gracia a la industria americana, al disponer la
cesación de pagos y el cierre de todos los bancos que funcionaban en los 48
Estados de la Unión.
Entonces aparecieron Franklin D. Roosevelt
y su mujer, Eleanor, tan activa como él mismo, para dar fin a la lucha y
negociar un armisticio que subordinaba todas las posibilidades futuras de la
industria a la conducción de la Internacional Financiera.
La economía americana había quedado exangüe
y su extrema debilidad había hecho posible que se la aherrojara. Ya subyugada,
era preciso revitalizarla para que produjera de nuevo, pero no para los
antiguos amos que habían pasado a ser simples prestanombres sino para la
poderosísima abstracción financiera que la había sometido.
Al aplicar Roosevelt su New Deal, no sólo
proporcionó la medicación que facilitaría la multiplicación de glóbulos rojos
restableciendo la óptima proporción que la industria necesitaba. Protocolizó,
al propio tiempo, la transferencia de la industria y la sumisión de la
economía, que pactó con los nuevos amos.
Todo esto que en el orden doméstico
significaba un trascendental acontecimiento negativo sólo era una escaramuza
para la Internacional Financiera. No importaba que hubiera costado
cinco años de hambre y de vergüenza al pueblo americano. Para la Internacional
Financiera era una simple revolución parcial de la que también había salido
victoriosa. Otra etapa de la Revolución Universal que se iniciara con Lutero,
al provocar la escisión del Cristianismo y se consolidara, tres siglos después,
con la Declaración de los Derechos del Hombre.
Los iluministas de la Internacional
Financiera seguían fríamente los planes que en su hora trazaran Weisshaupt y
Mendelssohn. De ahí
que en julio de 1929, dos meses antes de que se produjera el crash económico
americano, uno de los hermanos Warburg, del Warburg Brothers Bank de Wall
Street, viajara a Alemania para ofrecer a Hitler la financiación incondicional,
teóricamente desinteresada, del movimiento nacional-socialista, so pretexto de
que la política hitleriana habría de convertir a Alemania en una constante
amenaza para el gobierno de Paul Doumergue quien, estimulado por capitalistas
franceses y suizos, jaqueaba a la economía americana hasta el punto de que se
llegara a temer una crisis inminente. (La crisis se produjo, como dijimos, dos meses
después y su espectacular estallido terminó de convencer a Hitler, quien aceptó
el pacto creyendo que su misión consistía en amenazar a Doumergue por la
espalda, para diversificar su atención y debilitar su ataque).
Mucho más tarde supo Hitler que Warburg era
judío y que la
crisis económica americana no la había provocado Doumergue sino un grupo de
financistas judíos al que pertenecía precisamente Warburg.
Pero ya era tarde.
Mientras tanto, Hitler ya había recibido
una primera entrega de diez millones de dólares y muchos millones más en el
curso de esos cinco años que aún debieron transcurrir hasta que pudo
convertirse en el Führer alemán.
No menor fue el aporte en marcos que los
capitalistas alemanes, de acuerdo a directivas de la Internacional Financiera,
proporcionaron a Hitler por intermedio de Hjalmar Schacht.
Schacht, hombre de la Internacional
Financiera, había sido el encargado de iniciar la resurrección de la agonizante
economía alemana en noviembre de 1923, al ser designado Comisionado Especial de
la Moneda y proceder a cambiar al desvalorizado marco tradicional por un nuevo
Rentenmark surgido, como por arte de ilusionista, de una hipoteca general de la
tierra y de la industria alemana y de la decisiva ayuda del Plan Dawes.
Todo esto ocurría mientras Hitler,
condenado a prisión a raíz del putsch de la cervecería de Munich, torpe intento
de derrocar al gobierno bávaro, escribía en la cárcel su Mein Kampf
Años más tarde, Schacht pudo acercarse a
Hitler sin inspirar recelos y lograr que aceptara sucesivas importantes
contribuciones que el jefe nazi necesitaba angustiosamente para sufragar los
enormes gastos que demandaban la SA y la SS, fuerzas para-militares que
respaldaban la pretensión hitleriana de constituir su Tercer Reich. (El financista Hjalmar Schacht, lo mismo
que el ex-Canciller Franz von Papen —conspicuos elementos de la Internacional
Financiera infiltrados en el régimen nazi— fueron incluidos en el ignominioso
juicio celebrado en 1946 en Nüremberg, pero la todopoderosa entidad impuso la
absolución de ambos).
En 1929 Hitler ya era el hombre que la
Internacional Financiera había elegido para que, en una sorpresiva maniobra
combinada de caballo-alfil, concretara el jaque-mate de Stalin, usurpador del
sitial destinado a Trotzky.
Tal la razón por la que los gobiernos
europeos y Roosevelt, identificados con la Internacional Financiera, observaron
sin alarmarse y sin intentar frenarlo, el rearme acelerado y el meteórico
engrandecimiento militar de Hitler.
Stalin y Hitler sabían que en algún momento
habrían de enfrentarse en la más encarnizada guerra de exterminio. Lo
único que posiblemente ignoraban era que la Internacional Financiera les
estaba utilizando como cobayos en una de sus maravillosas pruebas de
laboratorio.
Es bien sabido que en política nada es
imposible. Sin embargo, la alianza que, ya en plenos preparativos para luchar
entre sí, celebraron Stalin y Hitler para engullir, sobre la marcha, a la
católica Polonia, constituyó la más acabada pieza de orfebrería diplomática
cincelada alguna vez por la Internacional Financiera.
120 bis Suponemos que igual honestidad
habrán tenido los funcionarios argentinos en oportunidad de efectuar las
conversiones de la deuda pública, las múltiples devaluaciones de nuestro signo
monetario y la regulación del valor bursátil de los papeles privados llevada a
cabo por el Instituto Mixto de Inversiones Mobiliarias a partir del año 1947.