EL HUNDIMIENTO DEL “SHEFFIELD”
En la madrugada del 4 de mayo, un segundo bombardero Vulcan
procedente de la Isla Ascensión
atacó Puerto Argentino arrojando sobre su pista otras 21 bombas de 1000 libras, sin que una
sola diera en el blanco (el impacto más cercano se produjo 60 metros hacia el oeste).
La
Operación “Black Buck” se repetía con menos éxito que la
anterior pues lo único que consiguió fue la estampida de los efectivos del Regimiento de
Infantería 25 allí apostados hacia sus pozos de zorro y nuevos cráteres en las inmediaciones de la cinta asfáltica.
Para entonces, el mundo estaba seguro que se hallaba en
presencia de una verdadera masacre porque hasta el momento, la Argentina
no había
logrado nada significativo. Por el contrario, sumaba centenares de
muertos, había sufrido el hundimiento de un poderoso crucero y la
destrucción
de una embarcación menor; le habían derribado y destruido numerosas
aeronaves
tanto en el aire como en tierra y la cantidad de heridos se aproximaba
al medio
millar. Como contrapartida, Gran Bretaña solo contaba una sola baja en
alta mar, como consecuencia de un accidente y un herido grave durante la
invasión a las Georgias además de tres helicópteros siniestrados y
algunos
gomones Gemini perdidos durante la
Operación “Paraquat”.
Los vaticinios ingleses y los análisis efectuados por
expertos de todas las latitudes parecían confirmarse y los observadores más
optimistas comenzaban a sonreír, como diciendo “ya lo habíamos dicho; la Argentina no va a tener
oportunidad de producir daños a Inglaterra”. Sin embargo, aquel 4 de mayo las
cosas comenzaron a cambiar. El primer indicio de que el asunto no iba a ser tan
fácil provino de Puerto Darwin.
Ese día, el almirante Woodward desplegó al grupo del
“Hermes” hacia el sudeste de Puerto Argentino lanzando desde su cubierta a
tres Sea Harrier con la misión de atacar el aeródromo de Prado del Ganso y
neutralizar la acción de los Pucará.
La patrulla británica estaba integrada por su líder, el
capitán W. J. Watt que despegó a las 12.46 (15.46Z) a bordo del avión matrícula
ZA192, llevando tres bombas de racimo bajo sus alas; el teniente Ted Ball, que
decoló dos minutos después en el XZ460 con tres cargas de acción retardada y el
teniente Nicholas Taylor, con otras tres de racimo, a bordo del XZ450, quien
dejó la cubierta a las 12.50 (15.50Z).
Una vez en el aire, los tres cazas pusieron rumbo noroeste y
minutos después sobrevolaban Darwin a baja altura y gran velocidad.
Batt y Taylor cruzaron la pista desde el sudeste y arrojaron
sus bombas, sin alcanzar el objetivo. En realidad el segundo no llegó a hacerlo
pues en el preciso momento en que se disponía a lanzar, fue alcanzado por los
cañones de 35 mm
de las baterías antiaéreas, perdiendo al instante el dominio de sus controles.
El Sea Harrier comenzó a caer y se estrelló en las planicies de Calf Park,
provocando la muerte de su piloto. Había sido derribado por los bitubo Oerlikon
de procedencia suiza, después de ser localizado por el radar del GADA 601.
Efectivos del Regimiento de Infantería 12 encontraron los
restos del avión sobre la rada, a 150 metros de la pista de aterrizaje y al cuerpo de Taylor muy cerca de allí, con el paracaídas
semidesplegado, prueba de que había intentado eyectarse.
El teniente coronel Italo Ángel Piaggi, jefe de la unidad
acantonada en el istmo, apuntó en su libro Ganso
Verde que los aviones atacantes eran cuatro y los derribados dos, uno de
los cuales se precipitó a tierra humeando, en dirección a San Carlos.
Es posible que uno de los aviones sobrevivientes haya sido
alcanzado pero lo cierto es que aquel día solo cayó
un avión en Darwin, el primero abatido por las fuerzas argentinas en lo que
iba de la guerra, algo que sirvió para levantar la moral de una tropa un tanto
alicaída por los sucesos pasados.
Tal vez, el mejor testigo del derribo haya sido el
teniente Ball que en su pasada desde el sudoeste vio claramente la caída de su
compañero. Eso no le impidió arrojar sus bombas y largarse a toda prisa para
aterrizar en el “Hermes” a las 13.36 (16.36Z), minutos después de que lo
hiciera Watt. Por los reportes obtenidos, ya propios como del enemigo,
ninguno de los pilotos alcanzó los blancos ya que ni la pista ni los Pucará
allí estacionados fueron tocados. Sólo dañaron levemente los aviones
averiados en incursiones anteriores, a los que los argentinos habían montado como
señuelos sobre tambores de petróleo.
Una vez en el portaaviones, los sobrevivientes
descendieron de sus aeronaves y se quitaron los cascos mientras eran asistidos
por el personal de mantenimiento y control. Una pena profunda los embargaba, lo
mismo a los efectivos de a bordo y a los integrantes del Escuadrón 800 dado que
Taylor no sólo era un buen piloto sino también un excelente amigo y un
individuo sumamente responsable. Los argentinos lo enterraron con honores a escasos metros del aeródromo y el hipódromo de Prado del Ganso, un sitio venerado hasta hoy por los residentes locales.
El
derribo de Taylor fue sumamente útil en un sentido práctico ya que
entre los restos de su aparato se encontraron las planillas
con los datos de las performances y el consumo del avión y las distintas
configuraciones de su armamento.
El material fue recogido y enviado a la Central de Información de Combate donde fue debidamente analizado y posteriormente aplicado en la determinación de los gráficos de plotting1.
Aquel día, la
Argentina tuvo una prueba más de la pusilanimidad chilena
cuando el embajador de ese país se dirigió a la Cancillería
con el
objeto de reafirmar la "neutralidad" de su gobierno y desmentir
categóricamente
que hubiese prestado apoyo y suministros a naves inglesas.
Inmediatamente después, cuando abandonaba el Palacio San Martín,
manifestó a los
representantes de prensa que la Argentina tenía las
espaldas muy bien cubiertas, en clara alusión a la “firme y leal actitud de
Chile”.
Acuciado por cosas más importantes, el Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto elevó al
secretario de Estado norteamericano una nota de protesta por sus recientes
declaraciones, en las que atribuía a la intransigencia argentina el fracaso
diplomático.
Volviendo al derribo del Sea Harrier, el coronel (RE)
Horacio Rodríguez Mottino, reproduce en su libro La artillería argentina en Malvinas, las palabras del subteniente
Claudio Oscar Braghini de la 3ª Sección de Baterías “B” del GADA 601, que fue
quien lo abatió. Según su relato, se hallaba atento a la pantalla del radar
junto al cabo Ferreyra, operador del director de tiro, cuando repentinamente
detectaron tres puntos blancos que avanzaban en sentido contrario al ataque del
1 de mayo.
-¡Ahí vienen, mi subteniente!- alertó Ferreyra.
Braghini
dio el alerta por radio y le indicó a su compañero
que dejase aproximar al enemigo. Como no obtuvo respuesta, confirmó la
novedad telefónicamente y acto seguido, advirtió a las piezas restantes por el
intercomunicador.
Los aviones avanzaban a gran velocidad, volando al ras del
suelo y cuando estaban a 5 kilómetros
de
distancia, Ferreyra enfocó al primero en el monitor y Braghini disparó.
El piloto hizo maniobras evasivas pero las mismas resultaron inútiles.
El Sea Harrier fue alcanzado y comenzó a
incendiarse al tiempo que se le desprendía el plano izquierdo.
El piloto intentó ganar altura pero
su aparato se frenó en el aire, dio una vuelta completa sobre el eje
longitudinal y comenzó a
caer, para estrellarse a 500 metros de donde se
hallaba Braghini. Soldados y oficiales que presenciaban la escena gritaban
eufóricos en tanto el oficial enfocaba en su pantalla hacia un segundo avión
que se alejaba presuroso, después de arrojar sus cargas explosivas.
El artillero disparó y aparentemente alcanzó el objetivo
aunque no logró derribarlo. Según testigos, el Sea Harrier comenzó a desprender
una columna de humo blanco y se perdió en dirección este, haciéndole creer al
teniente coronel Piaggi que se había precipitado a tierra.
Mientras los soldados vivaban a la patria, el
soldado Hugo Quiñones, completamente al descubierto, disparó con su FAL desde el apuntador
óptico, hasta que el arma se le trabó por la rotura de una
pieza2.
Una densa columna de humo se elevaba desde el
punto donde Taylor se había estrellado, cuando la emocionada voz
del vicecomodoro Pedrozo hizo llegar a Braghini y Ferreyra las felicitaciones
del alto mando.
En el preciso momento en que fracasaba la mediación de Belaúnde Terry, comenzaba a gestarse la de su compatriota, el secretario general de las Naciones Unidas, Dr. Javier Pérez de Cuéllar. Casi al mismo tiempo, el gobierno de Costa Rica proponía a los países miembros de la OEA trasladar la sede de ese organismo “a una nación que ofreciera condiciones óptimas para tratar asuntos inherentes al continente americano”, clara alusión a la postura totalmente parcial de Estados Unidos3.
Aquella era una propuesta utópica por lo impracticable, pero ponía en evidencia el sentir de las naciones latinoamericanas con
respecto a Washington y el creciente malestar que su política generaba en
la región. Por otra parte, cuando Pérez de Cuéllar volvió a reclamar la aplicación
de la Resolución
502 y exigía a ambas partes el cese inmediato de las hostilidades, en la Cámara de los Comunes,
Francis Pym anunciaba que su gobierno iba a vetar cualquier determinación del
organismo internacional sobre el cese del fuego en tanto la Argentina no retirase
sus tropas de las islas. A esa altura, nadie podía imaginar lo que estaba a
punto de ocurrir.
Una de las mayores proezas que los argentinos llevaron a cabo durante la guerra fue haber descifrado el complicado sistema Super Etendard/Exocet que los franceses les habían vendido en 1979.
Haciendo un poco de historia, los primeros aparatos llegaron a la Base Naval de Puerto Belgrano a bordo del BDT ARA
“Cabo de Hornos” (Q42), el 17 de noviembre de 1981. Eran las primeras cinco unidades de un total de catorce, encargadas a la Dassault-Breguet
en 1978 para reemplazar a los obsoletos Skyhawk A4Q de la 2ª Escuadrilla de
Caza y Ataque que necesitaba imperiosamente renovar su arsenal.
Las aeronaves recibieron sus correspondientes
números de matrícula, a saberse 0751/3-A-201, 0751/3-A-202, 0751/3-A-203,
0751/3-A-204 y 0751/3-A-205 y dos días después volaron hacia la Base Aeronaval Comandante Espora, donde aterrizaron tras un corto vuelo de 15 minutos.
La Armada
adquiría material de última generación supervisado
durante un viaje realizado por personal técnico especializado en julio de 1978,
cuando cobraba cuerpo la crisis del Canal de Beagle (Ver Anexo V: Indicios de guerra). En la oportunidad, se
firmó un preacuerdo de compra y al año siguiente se formalizó la operación.
La decisión tuvo su origen en la negativa de los EE.UU. de
reemplazar a los viejos A4Q por cazas navales F-18, por considerar a la Argentina una amenaza para la región, es decir, un país de alto riesgo. La idea era asignarlos lo antes posibles al portaaviones “25 de
Mayo” para seguir con el programa de operaciones embarcadas que se
venía realizando con los aparatos de origen americano desde 1971.
En
septiembre de 1980 una comisión especial viajó a
Francia para recibir entrenamiento básico (50 hombres en total), tanto
en materia de pilotaje como de mecánica, sistemas de armas y radares. El
mismo, se
llevó a cabo en la Escuela
de Aviación Naval de la
Base Naval de Rochefort-Soubise, próxima a la isla de Oléron; en la Base
Aeronaval de Lavisiau ubicada en la Bretaña francesa y en el
portaaviones (R-98) “Clemenceau”, finalizando en agosto de 1981, cuando el
personal argentino regresó al país.
Incorporados
a la 2ª Escuadrilla Aeronaval de Caza y Ataque, las modernas unidades
francesas pasaron a depender de la 3ª Escuadrilla Aeronaval del CANA, la
cual impartió directivas en el sentido de continuar los entrenamientos
para que el
personal seleccionado se fuese familiarizando con su funcionamiento.
Mientras
se llevaban a cabo, aguardaría la llegada de un equipo de técnicos
franceses que debían preparar
e instruir a los pilotos en el marco de un programa mucho más amplio.
A poco del regreso del personal técnico desde el país galo,
comenzaron a circular inquietantes versiones sobre la poca
predisposición de los franceses para con sus pares argentinos, limitándose solo
a brindar instrucción en lo estrictamente esencial.
Tres meses después del arribo de los primeros cazas y misiles Exocet,
debían hacer lo propio los técnicos de la Dassault-Breguet
para instruir a los aviadores en el funcionamiento de la interfaz
avión/misil, pero con el estallido de la crisis, el gobierno de
Mitterrand frenó su partida, comprometido como estaba con Gran Bretaña y
la OTAN. Una vez más la Argentina quedaba sola y
a la deriva.
La orden de movilización de la 2ª Escuadrilla de Caza y
Ataque llegó el 31 de marzo de 1982, cuando la flota invasora navegaba hacia
Malvinas. Pilotos y técnicos fueron desplegados sin saber lo que realmente
ocurría aunque intuyendo que algo fuera de lo normal estaba por suceder. Lo que
la mayoría ignoraba era la decisión francesa de suspender la entrega
de los nueve Super Etendard y Exocet restantes. Los mismos fueron retenidos y enviados a los depósitos de la
Base Naval de Burdeos, porque su gabinete acababa
de decretar el embargo de armas y se negaba a suministrar el asesoramiento
técnico que exigía el contrato de compra firmado en 1979.
El Alto Mando naval comprendió que para ganar la guerra debía moverse aceleradamente y así fue como le encargó a una
unidad técnica el descifrado de los sistemas de a bordo encomendándole tener todo listo lo
antes posible ya que la entrada en acción era inminente.
Para
ello fue seleccionado un equipo encabezado por el suboficial mayor
Carlos Banegas cuya misión era completar los trabajos de ensamble del
misil y poner en funcionamiento su sistema de radar. El hecho de que el
mismo solo había sido probado en polígonos de tiro por sus fabricantes
implicaba un desconocimiento
absoluto de su efectividad en combate y generaba bastante incertidumbre.
Los técnicos argentinos desmontaron el complicado sistema de
a bordo y tras un minucioso análisis, comenzaron las pruebas destinadas a descifrar las
claves con las que necesitaban desglosar la conexión de traspaso de la información
desde el avión al misil.
El
personal técnico debía tener en cuenta un factor importante: la
inteligencia británica ya había desplegado agentes, incluyendo a los de
sus aliados, para determinar el grado de preparación que tenían sus
oponentes y sobre todo,
el armamento del que disponían.
Los ingleses estaban seguros que para contrarrestar la
imposibilidad de poner en funcionamiento el complejo sistema francés, los
argentinos iban a adquirir material bélico en el mercado negro o en países del
tercer mundo y eso había que evitarlo.
Al tanto de lo que sucedía, el estado mayor argentino puso en
marcha una compleja operación de desinformación destinada a desorientar a sus
adversarios y para ello encomendó al capitán de navío Carlos Corti, encargado
de la Subcomisión
Naval con asiento en la representación diplomática de París, encargarse del asunto.
Corti convocó a su gente en la embajada y una vez reunida, la puso al cvorriente de las órdenes,
designando al capitán Julio Ítalo Lavezzo, para ponerlas en práctica.
Lavezzo era un marino experimentado, veterano del conflicto
del Canal de Beagle donde había prestado servicios como piloto a bordo del “25
de Mayo” y contaba con un impecable historial. El mismo incluía varias salidas desde
el portaaviones, una de ellas el 15 de diciembre de 1978, cuando se le ordenó dar
caza a un Aviocar C-212 chileno que al ser interceptado a la altura del Canal
O’Brian, a 100 millas
del Cabo de Hornos, se dio a la fuga4.
Sabiendo que se trataba de un hombre de acción, el capitán
Corti le solicitó un plan para desviar la atención de la
inteligencia enemiga el cual debía presentarle a la mayor brevedad posible.
El
veterano piloto, hombre de muy buena presencia, un metro noventa de
estatura y contextura robusta, no lo hizo esperar. La idea era simular
negociaciones con traficantes de armamento e intermediarios del tercer
mundo a los efectos de desviar la atención de agentes europeos y
norteamericanos
del verdadero objetivo. Era imperioso ocultarle al enemigo que técnicos e
ingenieros argentinos
trabajaban en la puesta a punto del sistema Super
Etendard/Exocet y la obtención de los correspondientes repuestos para su
funcionamiento.
El operativo estuvo tan bien planificado que los británicos cayeron en la trampa con asombrosa facilidad. Durante días
siguieron a la gente de Corti en París convencidos que estaban cerrando dos
operaciones, una en España y la otra en Italia.
El servicio secreto de la OTAN siguió al personal naval argentino en sus desplazamientos a ambas penínsulas. El
grupo encabezado por Lavezzo viajó a Génova simulando un
encuentro en el aeropuerto de aquella ciudad.
Los espías vieron a los argentinos descender de un
automóvil y ascender a otro en el más absoluto “sigilo”, tal como
lo relata el mismo protagonista. De ahí partieron hacia el este,
atravesando parte de la
Liguria y la
Toscana hasta llegar a uno de esos típicos establecimientos
rurales italianos denominados “cascinas”, donde los esperaba un inexistente
traficante de armas. Los agentes británicos y sus aliados mordieron el anzuelo
porque rastrearon ambas pistas durante días, descuidando otros canales. Aguardaron
allí durante horas sin que la entrega se efectivizase5. Mientras
tanto, en la lejana Base Naval de Puerto Belgrano, al otro lado del mundo, el
equipo de técnicos trabajaba febrilmente tratando de dar con las claves.
El mayor Banegas explica en el documental Malvinas, la
guerra desde el aire, que fue incurriendo reiteradas veces en el error como dieron con la combinación, probando número por número, con infinita paciencia
hasta llegar a la cifra correcta, es decir, completar el procedimiento
por el cual el misil “leía” la información que se le enviaba desde la
computadora de a bordo.
Eso llevó un tiempo hasta que, finalmente, el mecanismo fue
descifrado y cuando la valija con la computadora que reemplazaba al misil
indicó que el mismo había salido, es decir, que el dispositivo se había puesto
en marcha, los ingenieros prorrumpieron en vivas y abrazos. Era la prueba
fehaciente de que los parámetros establecidos eran los
correctos y que el proyectil recibía la información,
La
Argentina dejaba perplejos no solo a ingleses y franceses
sino a los expertos en armamento y defensa del mundo y se aprestaba a poner en
práctica el flamante material
Eran las 08.07 hora argentina (11.07Z), cuando el avión Neptune 2P-2H matrícula 0708/2-P-112 de la 1a Escuadrilla Aeronaval de Exploración despegó de Río Grande con la misión de verificar si había ruta despejada para tres Hércules C-130 que debían volar hacia Puerto Argentino.
Los Neptune eran viejos aparatos de búsqueda antisubmarina desarrollados por la Lockheed en la década del
cuarenta, cuya autonomía de vuelo era de 20 horas y su alcance de 6406 kilómetros.
Desplegados desde la Base Comandante Espora a Río
Grande en el mes de abril, el TOAS disponía de dos, el matrícula SP-2H 0708/2-P-111 y el mencionado
0707/2-P-112, ambos al mando del capitán de corbeta Julio H. Pérez Roca.
Dotados de radares inadecuados, estaban obligados a efectuar aproximaciones de 100 millas que hacían
sumamente peligrosa su exposición al quedar al alcance de las defensas
antiaéreas. Y para peor, solo uno disponía de equipo de navegación
VLF-Omega.
El 2 de mayo por la mañana, el Neptune matrícula
0708/2-P-112, piloteado por el capitán de corbeta Ernesto Proni Leston, fue programado para una
misión de rastreo y detección, con el objeto de ubicar balsas del crucero
“General Belgrano” (que no encontró) y brindar apoyo a los Super Etendard,
ésta última abortada a último momento por desperfectos mecánicos. Lo mismo ocurrió
el día 3, cuando se le encargó una operación antisubmarina.
El SP-2H 0708/2-P-111 al comando del jefe de la escuadrilla, fue el que halló las primeras balsas
del naufragio el mismo 2 de mayo, pasando inmediatamente la información a su
base6.
Poco después, se le encomendó una trayectoria en torno al archipiélago
escoltado por dos Mirage V-Dagger, pero la misma también se canceló.
En realidad, los Neptune eran sumamente vulnerables al
ataque de los Sea Harrier y eso sumado a la enorme cantidad de horas de vuelo
que tenían acumuladas y el desgaste de sus motores -en otros tiempos
verdaderamente poderosos-, los hacía en extremo inseguros.
La madrugada del 4 de mayo (04.07 hora argentina), el SP-2H
0708/2-P-112 decoló de Río Grande con rumbo al este para verificar si había vía libre para los tres
Hércules C-130 que debían pasar a Puerto Argentino. Debía volar al sur de
las islas, virar hacia el norte regresar luego de efectuar una órbita al archipiélago, sin escoltas, por lo extenso de la misión.
A las 04.50 hs (07.50Z) el avión hizo contacto con el “Comodoro Somellera” que, a dos días del hundimiento, seguía
buscando sobrevivientes del “General Belgrano” y una hora después, los Hércules
comunicaron que abortaban la operación (en esos momentos la capital de Malvinas
estaba siendo atacada).
Al Neptune, en tanto, se le ordenó posicionarse al sudoeste
de Puerto Argentino en espera de nuevas instrucciones, novedad que su
comandante se apresuró a informar a los once tripulantes que componían la
dotación.
A las 06.05 hs (09.05Z) el cabo Yedra advirtió que el radarista de a bordo, suboficial Pernusi, había detectado un
buque enemigo a 90 millas
al este y a 85 de Puerto Argentino, información que el operador
retransmitió presurosamente a la torre. Veinte minutos después, Proni
Leston
recibió instrucciones de mantener contacto en forma “discreta” y
permanecer en
el área hasta nueva orden. Amanecía en esos momentos y había un techo de
nubes
bajas que hacía sumamente vulnerable al avión cuando emitía con el
radar.
A las 08.14 (11.14Z) el Neptune obtuvo un nuevo contacto, notificando a la base que el buque se había movido hacia el norte y
que parecía sostener el rumbo en esa dirección. Media hora después, (08.45 de
argentina) comunicó que el objetivo se hallaba junto a otras tres unidades de
las cuales, una parecía de gran envergadura, posiblemente un portaaviones. Fue
el momento de máxima aproximación al enemigo, al superar la marca de 60 millas que los Neptune
habían alcanzado los días anteriores.
En
ese punto, una vea cumplida su misión, Proni Leston creyó prudente
regresar. Empujando suavemente sus comandos descendió hasta plancharse
sobre el agua y deslizarse un tanto al
sudoeste, se dirigió al sector donde se había hundido el “General
Belgrano”, sobrevolándolo a las 09.15 horas.
El reloj daba las 07.30 cuando el teniente de fragata Carlos Machetanz de la 2ª Escuadrilla Aeronaval de Caza y Ataque, salió corriendo de la sala de prevuelo, en la Base Aeronaval de Río Grande, para dirigirse al casino de oficiales. Intentaba no resbalar sobre la escarcha y cubrirse lo mejor posible aquel viento helado que hacía descender la temperatura por debajo de 0.
Cuando
entró al recinto halló a su igual en el rango, Armando
Mayora, recostado sobre un camastro. Éste, al verlo tan agitado, se
incorporó y le preguntó que estaba ocurriendo. Machetanz le informó que
se había
detectado un blanco y por consiguiente, regresar con él a la sala, donde
ya se hallaban reunidos los demás pilotos.
Mientras se colocaba el abrigo, Mayora preguntó si no sería otra falsa alarma, pero su compañero le respondió que no.
Al ingresar en el recinto vieron que entre los presentes se encontraban
los capitanes de corbeta Augusto Bedacarratz -segundo comandante de la
escuadrilla- y Roberto Curilovic, quienes en esos momentos exponían a sus colegas los detalles de la operación. Mayora no lo sabía aún pero junto con Bedacarratz, había
sido designado para llevar a cabo un ataque contra la Royal Navy.
La elección no podía haber sido mejor. Los
pilotos habían volado juntos en más de un ejercicio de entrenamiento y se
conocían lo suficiente como para evitar el uso de la radio durante largos trechos.
El personal reunido en la sala se hallaba concentrado en la
planificación, calculando la trayectoria, la altura, la
aproximación, el punto de lanzamiento del misil y el escape, todo en base a la
información enviada por el Neptune de Proni Leston.
En realidad, la primera misión Super Etendard/Exocet había
tenido lugar el mismo día que hundieron al “General Belgrano”, cuando el jefe
de la escuadrilla, capitán de fragata Jorge Colombo y el teniente de fragata
Carlos Machetanz decolaron de Río Grande para atacar un blanco a 80 millas al este de
Puerto Argentino (la misma debió ser abortada por inconvenientes técnicos,
a poco de su partida).
Regresando al 4 de mayo, cuando a eso de las 08.20 hs finalizaba la reunión, el teléfono de la sala comenzó a sonar. Al
levantar el tubo, el teniente de navío Luis Collavino escuchó del otro lado al
suboficial Villarroel, quien solicitaba
hablar urgentemente con Bedacarratz. Cuando este atendió, le fue informado que el teniente
García, jefe del Departamento de Mantenimiento de la escuadrilla, daba el visto bueno para
decolar. Todo estaba listo para lanzar el ataque.
El tiempo esa mañana era malo y eso en cierto modo, beneficiaba la operación. La visibilidad era de 1000 metros, había un
techo de nubes de 150, bancos de niebla y chaparrones aislados, lo que
dificultaría ostensiblemente la acción de los Sea Harrier.
Un segundo llamado telefónico, atendido esta vez por Mayora,
dio cuenta desde el Comando de Aviación Naval que los aviones debían partir a
las 09.45, directiva transmitida inmediatamente a Bedacarratz, quien
dispuso el alistamiento de las aeronaves (09.00).
Comenzaban a vivirse momentos de ansiedad, que se tornaron
intensos cuando los pilotos se colocaron sus trajes antiexposición, los cascos
y sus equipos de supervivencia con los cuales podrían soportar las heladas
temperaturas del mar durante media hora en caso de ser derribados.
Cuando
los mecánicos terminaban de efectuar los últimos
controles, Bedacarratz y Mayora, ganaron el exterior y en compañía de
Colombo abordaron una camioneta que los llevó hasta los hangares. Una
vez en el exterior, un helicóptero Sea King pasó
lentamente sobre sus cabezas y se posó suavemente pocos metros delante.
El personal de la base estaba pendiente de aquellos dos
hombres y en su fuero interno especulaba sobre su suerte y los resultados de
la misión.
Dentro
de la camioneta, ninguno de los dos parecía nervioso
pero seguramente lo estaban, como lo está todo soldado que se apresta a
enfrentar el peligro. Aún así, intercambiaron varias palabras con
Colombo mientras el soldado que conducía se mantenía en el más absoluto
silencio,
intentando no perder detalle de la conversación.
En los galpones varios hombres rodeaban a los aviones. Al
llegar al lugar, pilotos y su jefe descendieron del rodado y se encaminaron
hacia ellos para realizar el examen rutinario.
Cuando todo estuvo ok, subieron las escalerillas
y una vez en sus cabinas, se sujetaron con
las correas y cinturones, Bedacarratz en el avión matrícula 3-A-202 y Mayora en
el 3-A-203.
Los
aparatos fueron remolcados hasta el exterior y allí
encendieron sus motores. Y con sus turbinas atronando el ambiente, los
aviadores
hicieron una detenida verificación de sus paneles, comprobando que todo
se hallaba en orden. A las 09.30 en punto cerraron sus cabinas y
lentamente
echaron a andar rumbo la cabecera de la pista, seguidos a la carrera por
mecánicos y asistentes, quienes lanzaban gritos y vivas a la patria. Era
una manera estentórea aunque válida de desahogar la tensión y el
nerviosismo que los dominaba.
Los
pilotos devolvieron el gesto alzando sus pulgares y después de recargar
el combustible consumido durante la verificación y el recorrido hacia
la cabecera,
dieron máxima potencia y se prepararon a despegar. Bajo sus alas
derechas
se recortaban amenazantes las siluetas de los Exocet AM-39 que en pocas
horas
se transformarían en el terror de los ingleses.
Parado junto a los cazas, el teniente Machetanz les hizo señas indicándole que la recarga se había completado y acto seguido, se
retiró al costado de la pista mientras el jefe de la formación (cuyo
indicativo era “Boina”), pedía autorización para decolar.
Los Super Etendard comenzaron a carretear, el de Bedacarratz
primero y el de Mayora después, remontando vuelo con una diferencia de 10
segundos entre uno y otro.
Las aeronaves ascendieron a 15.000 pies (4500 metros de altura),
donde los vientos alcanzaban 300/12 nudos y enfilaron directamente hacia el
punto de reunión, en busca del Hércules KC-130 del vicecomodoro Enrique J.
Pessana, que los esperaba para efectuar
el reabastecimiento.
El cisterna volaba bajo el indicativo “Rata” y además de su
comandante, estaba tripulado por su copiloto, el mayor Eduardo R. Gómez, el
primer teniente Gerardo R. J. Vaccaro, los cabos principales Mario Cemino y F.
Luis Martínez y los suboficiales auxiliares Oscar Ardizzone, Mario Amengual y
Manuel O. Lombino.
A las 09.40 despegó de la misma base el Learjet LR-35 del
primer teniente Eduardo E. Bianco (indicativo “Dardo”) llevando como copiloto al teniente Luis A. Herrera y al cabo principal Dardo Rocha en calidad de navegante. Debía concretar
un vuelo de diversión atrayendo sobre sí cualquier ataque de los Sea
Harrier y despejar el camino a los Super Etendar.
Dos
escuadrillas de Mirage V-Dagger, decolaron inmediatamente después (10.20 hs), la “Pollo”, integrada por los capitanes
Amilcar Cimatti en el avión matrícula C-447 e Higinio Robles en el C-414 y los
“Talo” con el capitán Carlos Moreno en el matrícula C-431 y el teniente Ricardo
Volponi en el C-429. Los primeros debían cubrir al Hércules y los Super Etendard en tanto los segundos harían lo propio con el
Neptune de reconocimiento. Llevaban el mismo tipo de armamento: dos
cañones de 30 mm
y dos misiles Shafrir, el mismo con el que espantaron a los cazas enemigos en los primeros enfrentamientos.
El KC-130 se hallaba a 150 millas de
Río Grande cuando los Etendards lo detectaron. Al momento de ser divisado,
volaba con sus mangueras extendidas, maniobra que se había practicado
infinidad de veces por los experimentados aviadores navales antes del
conflicto.
Bedacarratz y Mayora se aproximaron lentamente, oprimieron los
botones de salida de la lanza y apuntaron a la canasta de ambas mangueras,
ejecutando un encastre perfecto. Los tanques se llenaron sin problemas y a las
10.04 hs (13.04Z), cuando se desplazaban a 250 millas del objetivo,
se desengancharon.
Finalizada la operación, el Hércules se alejó y
los cazas iniciaron su recorrido a 800 km/h en dirección al este. A todo esto, a
las 10.50 el Neptune 2P-HP de Proni Leston ya había confirmado la detección del
blanco, permaneciendo en el área durante tres horas para mantener la posición
bajo control. En ese lapso fueron ubicados un total de cuatro buques
británicos navegando a 85
millas al sur de Puerto Argentino y 90 de donde se encontraba
el Neptune.
Temiendo que el enemigo los detectase, Proni Leston
comenzó a volar en zigzag simulando estar buscando sobrevivientes del “Belgrano” y así fue como a las 10.35 (13.35Z) ascendió
hasta los 3500 pies
para transmitir las posiciones a los Super Etnedard que venían en
camino. Cumplida la tarea, se pegó al mar y se alejó a toda prisa, aterrizando en Río Grande dos horas y media después, cuando los relojes daban las
12.04 (15.04Z).
Bedacarratz y Mayora continuaban volando al ras del agua,
pasando al sur de la isla Beauchene, un promontorio envuelto en brumas, que emergía siniestro de las heladas aguas del mar, a 47 kilómetros de las
costas septentrionales de la Isla Soledad.
Dejando atrás el peñasco, los pilotos procedieron a
alimentar sus sistemas de ataque UAT, introduciendo en ellos la información
recibida. Casi al mismo tiempo ascendieron hasta los 500 pies
tratando de localizar los blancos y al no detectar nada volvieron a
descender para seguir en las mismas condiciones durante las siguientes 25 millas.
A las 10.50
(13.50Z), repitieron la maniobra, trepando nuevamente hasta los 500 pies de altura y fue
entonces que los ecos de cuatro unidades de superficie aparecieron en sus
pantallas, una grande, dos medianas y una más pequeña a la izquierda.
En sus tableros se encendieron las luces de alerta advirtiendo que las contramedidas electrónicas de los radares británicos los
estaban rastreando; una vez más, volvieron a descender y pegados al
agua, continuaron otras 25
millas para comprobar, después de un tercer ascenso, que
los barcos se habían desplazado un tanto de sus posiciones.
En vista de ello, los pilotos programaron el instrumental de
a bordo, orientaron la memoria de las computadoras hacia las de sus misiles -debían guiarlos los últimos 10 kilómetros del
recorrido- y a las 11.04 (14.04Z), a 30 millas del blanco, Bedacarratz disparó.
El
proyectil se desprendió del soporte, cayó unos metros en
picada y casi enseguida encendió su motor, partiendo rasante sobre el
agua, trazando un surco con su estela. Por un momento su numeral pensó
que el
misil se estrellaría en el mar pero al ver que su propulsor se había
encendido,
se tranquilizó.
Dos segundos después hizo lo propio Mayora, comprobando
que todo había salido a la perfección. Era la primera vez que se disparaba un
AM-39 desde un avión y por esa razón, la incertidumbre era alta.
Mientras los Exocet iniciaban su trayectoria, los pilotos
efectuaron un amplio viraje hacia la derecha y se retiraron con rumbo sur, iniciando el
escape a 1000 km/h
“peinando las olas”, como suele decirse en la jerga aeronaval cuando se
vuela
a pocos metros del agua. Había poca visibilidad y el océano se hallaba
encrespado, por lo que Bedacarratz advirtió a su compañero sobre el
peligro que aquello representaba.
En
un momento dado, el jefe de la escuadrilla creyó que una PAC de Sea
Harrier los estaba siguiendo pero Mayora lo tranquilizó al
informarle que era él quien volaba detrás, pegado a su cola.
Ese día, el destructor tipo 42 HMS “Coventry” pidió su relevo después de una agotadora jornada de escolta y protección a los portaaviones. Su radar 965 estaba fallando y necesitaba ser reparado, por lo que el permiso le fue concedido. Sin saberlo, acababa de condenar a muerte a su gemelo, el HMS “Sheffield”, que lo reemplazó.
Como se recordará, el “Sheffield” fue una de las primeras
embarcaciones en arribar a la zona de operaciones. Lo hizo desde la base naval
de Gibraltar, de donde había partido el 5 de abril después de varios meses de
maniobras en el Mediterráneo.
Construido en los talleres de Portsmouth, fue botado
el 10 de junio de 1971 y asignado el 16 de febrero de 1975. Como todos los
destructores de su tipo, tenía 125,60 metros de eslora, 119,50 en la línea de
flotación, 14,3 de manga y 5,8 de calado, el cual llegaba a 6,70 metros a carga
completa. Equipado con dos árboles portahélices COCOG, dos
turbinas Rolls Royce Olympus TM3B y otras dos Tyne (todas a gas), desplazaba 3750 toneladas (4100 a plena carga) y alcanzaba los 18
nudos a velocidad de crucero, los cuales ascendían a 29
a máxima velocidad.
Sus turbinas llegaban a los 56.000 CV a plena máquina, a los 8500 a potencia de crucero y su autonomía era
de 7400 kilómetros
a 18 nudos.
Se hallaba provisto de una doble rampa de lanzamiento de
misiles Sea Dart GWS30 con 22 artefactos, un cañón MK-8 de 115 mm y dos Oerlikon
MK-7 de 20 mm., completando ese armamento con helicóptero Westland Lynx HAS.1 dotado de torpedos
MK-46 y misiles Sea Skua.
Aquel 4 de mayo, día frío, con mar calmo y cielo despejado, el “Sheffield” se encontraba a unos 35 kilómetros delante del grupo de portaaviones, haciendo de escolta y brindando protección.
En esos momentos, las unidades de la flota británica se
hallaban en “alerta 2 de vigilancia”, con sus tripulaciones ubicadas en sus
puestos, turnándose cada seis horas.
El capitán James “Sam” Salt estaba en el puente de
mando cuando desde la sala de operaciones se emitía un mensaje al “Hermes” para ser reenviado al Estado Mayor de la Flota en Northwood. Mientras eso ocurría, la
dotación de 289 hombres al mando de 26 oficiales, se concentraba en sus tareas, atenta a las indicaciones.
Por temor a ser detectados, el radar principal de a bordo, un 966 mejorado a partir de
un 965, había sido apagado para evitar interferencias en las transmisiones vía
satélite. En su reemplazo, la
pantalla del buque insignia (el “Hermes”) se comunicaba con la suya por medio
de un sistema de transmisión de datos que, a decir verdad, y como se podrá
apreciar, no sirvió de mucho.
Un grave error de los británicos fue dotar a sus
embarcaciones de equipos de detección electrónica sin haberlos alimentado con
las características de los Exocet, lo que tendría consecuencias fatales para el
“Sheffield” y otros componentes de la
Fuerza de Tareas. Además, a diferencia de los Sea Wolf, los
Sea Dart de a bordo dependían del radar para ubicar el blanco y de quienes los
operaban para decidir si era amigo o enemigo. Y eso era en extremo contraproducente porque los obligaba a apuntar a
un solo objetivo por vez, brindando al atacante un tiempo precioso. Otro
problema era su incapacidad de dispararle a algo que volase a menos de 2000 pies debido a que
los sistemas de a bordo no captaban nada por debajo de esa altura. Aún así, los
británicos lanzaron sus unidades adelante, subestimando la capacidad de los
aviadores argentinos.
La tripulación del “Sheffield” al igual que la del resto de
la flota, le temía más a los submarinos que a un ataque aéreo, lo que sería una
constante a lo largo de la campaña.
El radarista Nick Batho, oficial de operaciones del
destructor, se encontraba en su puesto cuando detectó señales que indicaban la
proximidad de un avión, novedad que se apresuró a comunicar al lugarteniente
Meter Walpole, oficial de guardia.
Walpole
se dirigió a cubierta para informar el hecho al teniente Brian Layshow,
piloto del helicóptero Lynx y entre ambos se pusieron
a vigilar el horizonte. Minutos después, creyeron distinguir algo a la
distancia,
una especie de nube un tanto difusa, que se recortaba en la lejanía. Al
principio dudaron ya que nunca habían visto un misil de frente, es
decir, avanzando
directamente hacia ellos, pero a los dos segundos sus dudas se
disiparon.
-¡¡Por Dios– gritaron al mismo tiempo- es un misil!!
Algo similar ocurrió con Steve Iacovou, subteniente de la Armada Real, que en
esos momentos desempeñaba funciones en el puente de mando junto al timonel, un
ayudante, algunos oficiales y varios marineros. En un primer momento creyeron que
se trataba de un torpedo avanzando hacia ellos pero cuando el oficial maquinista
apuntó con sus binoculares, las dudas se disiparon.
-¡¡Es un Exocet!!
Se
quedaron todos inmóviles, presas del pánico, hasta que
alguien ordenó a los gritos ponerse a cubierto. Instantáneamente se
arrojaron al piso, buscando protección como mejor podían, y ahí estaban
cuando el
misil perforó el casco y estalló. Iacovou se abrazó al segundo oficial
de
guardia y cerrando con fuerza los ojos se cubrió instintivamente la
cabeza.
Como han dicho muchos de los tripulantes después de la
guerra, fueron segundos de tremenda angustia, que parecieron una
eternidad.
Una gigantesca explosión estremeció al buque, clara señal de
que el “Sheffield” había sido alcanzado.
El misil dio por la banda de estribor, cuatro segundos después de ser detectado. Pegó en la mitad del buque, a centímetros de la línea de
flotación, detonando en su interior con inusitada violencia. Penetró en línea oblicua ascendente, arrasando el centro de máquinas, la sala de
operaciones, el cuartel general de control de daños, camarotes y
otras secciones.
El
capitán de corbeta Patrick Kettle, oficial ingeniero de a
bordo, se encontraba leyendo un libro en la sala de control cuando el
estallido lo hizo estremecer. El buque se quedó sin energía y una
corriente de
aire caliente atravesó el espacio para esparcirse por los pasillos de
babor.
Cuando el misil explotó, Kettle vio a personas y objetos
volar delante suyo en tanto salía despedido de su sillón y daba contra una
mampara. Había gente que corría en todas direcciones mientras los gritos de
dolor y desesperación tapaban a los oficiales que intentaban hacerse oír. Todo
era caos y confusión.
Kettle se incorporó y notó aliviado que estaba ileso. Su
primer impulso fue correr en busca de un salvavidas y eso hizo. Al dar con uno,
se lo colocó presurosamente y acto seguido intentó hacer sonar la alarma
radial que, por supuesto, no funcionaba. De todas formas, se trataba de una
simple formalidad porque la dotación entera sabía lo que estaba ocurriendo.
Cuando se comunicó con el sector de proa, le informaron que la sala de
operaciones había sido arrasada y el humo comenzaba a invadir el interior
del navío, propalando un olor insoportable.
La humareda se hizo tan densa, que le resultaba
imposible respirar y hasta verse las manos cuando se las ponía frente a la
cara. Kettle procedió a abandonar el lugar porque no había más
nada que hacer allí.
El personal se arrastraba e incluso gateaba por pasillos repletos de humo, colocando sus narices lo más cerca posible
del suelo donde el aire era más respirable, tal
como se hacía en los entrenamientos (el calor siempre tiende a subir). Cuando Kettle ganó el exterior, absorbió
una profunda bocanada y eso le provocó gran alivio aunque se sobresaltó
al ver que estaba negro de pies a
cabeza, como la mayor parte de quienes emergían del buque.
Una
vez en cubierta, se dirigió al sector de popa para comprobar si el
barco se estaba hundiendo y desde allí notó el gran agujero abierto
por el misil.
De momento la nave flotaba, cosa que tranquilizó al oficial
porque eso les daría algo de tiempo para el rescate de sobrevivientes.
A
esa altura, la tripulación combatía denodadamente el fuego
y como nada funcionaba, debió recurrir al método de bajar los baldes con
una soga, cargarlos con agua del mar y pasarlos de mano en mano, un
trabajo inútil que demandaría más de cinco horas.
Sin dudarlo Kettle se sumó a la tarea y eso le sirvió para
olvidar momentáneamente el miedo. Mientras tanto, los incendios se propagaban a
gran velocidad, alimentados por el material altamente combustible que cubría
las cuatro millas de cables eléctricos7.
Cuando
Iacovou se incorporó vio a varios hombres corriendo en todas
direcciones al tiempo que el oficial de guardia intentaba inútilmente
hacerse
cargo de la situación. Algo más allá, su segundo trataba de utilizar el
intercomunicador pero el mismo no respondía. Como el contramaestre había
abandonado el lugar, probó usar los controles para ver si quedaba alguna
posibilidad de dirigir la nave hacia otra ubicación pero todo fue en
vano. El humo
entorpecía la visibilidad y dificultaba enormemente la respiración, por
lo que
pidió instrucciones al oficial de guardia sin que nadie le respondiese.
Entre los heridos más graves había un hombre que se quemó
íntegro cuando atravesaba un pasillo, no por las llamas sino por el calor; hubo
otros que en la desesperación se arrojaron al agua mientras un grupo de
marineros en un bote de goma, intentaba apagar el fuego que emergía
por el orificio que había abierto el misil.
Por entonces, la furia del incendio parecía incontrolable;
la cubierta superior comenzaba a calentarse y la tripulación a sufrir
quemaduras en las plantas de los pies.
Provisto de una máscaras de oxígeno, el capitán Salt trató de bajar a las cubiertas
inferiores para supervisar los daños pero no pudo ir muy lejos porque las
escalerillas se habían caído. Aún así, lo poco que vio lo dejó estupefacto. Las
enormes puertas se habían deformado y en algunos sectores el metal estaba al
rojo vivo.
Fue en ese momento que el teniente Layshow despegó al
comando del helicóptero y partió hacia el “Hermes” en busca de ayuda.
Desde los portaaviones se despacharon varios Sea King
llevando médicos y asistentes, los primeros para colaborar en las tareas de
rescate y atención de heridos y los segundos para intentar controlar los
incendios.
En tanto eso ocurría, las tripulaciones de las diferentes
unidades de la Task Force
observaban con angustia la densa columna de humo en la lejanía, señalando el lugar del
desastre y a las fragatas “Arrow” y “Yarmouth” aproximándose a prestar
ayuda.
La primera intentó, sin éxito, combatir las llamas arrojando
gruesos chorros de agua a través de sus mangueras justo cuando un importante
número de sobrevivientes pasaba a ella a través de las redes extendidas ex
profeso. Había otros náufragos que flotaban en las aguas heladas e intentaban
ser recogidos con la ayuda de sogas.
Con la pintura de la parte posterior del buque derritiéndose,
algunos valientes se colocaron las máscaras de oxígeno y bajaron a combatir el
fuego a los niveles inferiores; uno de ellos no volvería a salir. De esa manera, se
repetían escenas similares a las del hundimiento del “General Belgrano”, con
verdaderos actos de entrega que solo en situaciones límites como un conflicto
armado se pueden apreciar.
En el resto de la flota persistía el temor de un ataque
submarino. Tal era la obsesión, que desde el HMS “Glasgow”, se arrojaron cargas
de profundidad porque alguien creyó distinguir un periscopio.
El capitán Salt hablaba a través del walkie-talkie con su par del
“Arrow” (capitán Paul Bootherstone),
cuando el “Yarmouth” disparó
repentinamente sus misiles antisubmarinos respondiendo al aviso de su
radarista, seguro de haber detectado ecos sospechosos en su pantalla. El
hecho ocurrió
tan cerca del lugar de la tragedia que comandante del "Sheffield"
experimentó un gran sobresalto.
Los que también estaban nerviosos eran los artilleros, quienes por poco no derriban un avión propio al abrir fuego con
sus cañones Oerlikon de 35 mm.
Para entonces, habían partido de los portaaviones varios Sea
Harrier con órdenes de interceptar posibles aeronaves enemigas y las dotaciones de helicópteros se mantenían en posición ante cualquier eventualidad.
Un nuevo temor comenzó a preocupar al capitán Salt y a los
comandantes de la flota, cuando el fuego alcanzó los depósitos de municiones. Y
no estaban errados ya que parte de la misma explotó, provocando nuevos heridos
y daños de consideración.
Veinte hombres murieron a bordo como consecuencia del ataque
y otros 63 resultaron heridos (uno de
ellos fallecería días después), la mayoría en la sala de computación, debajo
del centro de operaciones y en la cocina, donde en esos momentos se preparaba
el almuerzo.
Dada
la situación, no hubo más remedio que abandonar el
barco aun cuando varios oficiales y marineros se afanaban por apagar los
incendios. Al escuchar la directiva, los hombres dejaron las tareas y
subieron a la
cubierta superior mientras afuera comenzaba a caer el sol y el frío se
tornaba
intenso. A medida que iban saliendo, se les proveía de mantas y ropas
secas porque la mayoría se había mojado adrede para combatir el calor.
En esas condiciones, el clima helado del
océano, con sus vientos y baja temperatura, podía resultarles fatal.
Mientras los Sea King evacuaban a los heridos, la tripulación empezó a cantar Always
Look on the Bright Side of Life,
tema principal de la película La vida de Brian.
Imperaba la
tristeza y hasta se podían ver lágrimas en los ojos de los marineros cuando la
dotación comenzó a pasar al “Arrow”. Casi todos los hombres habían perdido a un
amigo o tenían a otros en muy grave estado; hacía tiempo que navegaban juntos y por esa razón, los lazos de camaradería eran profundos. De todas
maneras, se sentían aliviados de abandonar el naufragio y deseaban hacerlo cuanto antes.
Para Iacovou la
experiencia fue algo pavoroso y quedaría grabada en su mente durante el resto
de su vida.
En
cuanto al
segundo Exocet, el del teniente Mayora, el mismo pasó muy cerca del
“Yarmouth”,
posiblemente desviado por el chaff, una nube de pequeños filamentos de
metal de
aluminio tendiente a confundir al sistema computarizado de los misiles.
Siguió de largo hasta estrellarse en el mar, después de agotar el
combustible.
Fue una jornada de extrema tensión para la Fuerza de Tareas británica
y una sorpresa para muchos. John Witerow, del “The Times” de Londres, que
viajaba a bordo del “Invencible”, apuntaría en su libro La Guerra de Invierno, que al producirse el
ataque, una voz por los altavoces informó con tono excitado que un misil había
impactado al destructor: “El ‘Sheffield’
ha sido alcanzado por un Exocet disparado desde un avión. Están combatiendo el
fuego a bordo. Se encuentra a unas 15 o 20 millas y estamos
enviando equipos contra incendios”.
En ese preciso instante comenzaron a sonar las alarmas y la misma
voz puso en alerta a la tripulación: “¡¡Estamos
bajo ataque, repito, estamos bajo ataque!!”.
Todo el mundo se arrojó a cubierta mientras sonaban los
silbatos y se escuchaba con claridad el rugido de un cohete pasándoles cerca.
Era el Exocet de Mayora, volando entre el portaaviones y
la “Yarmouth”, luego de ser desviado por el chaff de esta última.
A bordo todos oraban en silencio y muchos marineros
temblaban. Un periodista escribió en su cuaderno de notas que se vivieron
momentos de horror cuando la gigantesca embarcación inició maniobras de
evasión.
Casi enseguida, se escuchó por los altavoces una nueva voz
indicando que el peligro había pasado. La
enorme tensión comenzó a ceder.
Superado el trance, el personal de a bordo se puso de pie y
se apresuró a ocupar sus puestos. Quienes lo hicieron en el puente vieron con verdadero espanto como la flota navegaba en zigzag, intentando
evitar supuestos torpedos y la columna de humo elevándose desde el destructor a lo
lejos.
El
del “Sheffield” fue el primer revés de envergadura
sufrido por los británicos en la guerra. Los éxitos iniciales habían
potenciado la creencia de que la campaña solo iba a ser un paseo con
alguna que otra incidencia pero la misma se disipó tras el impacto. Lo
ocurrido sirvió para demostrar que la contienda había alcanzado su
clímax y que los
argentinos eran capaces de llevar a cabo acciones de envergadura.
Los helicópteros comenzaron a arribar a la cubierta del “Hermes” llevando a bordo a los primeros heridos. Periodistas y camarógrafos estratégicamente ubicados pudieron registrar las conmovedoras escenas que estremecerían al mundo, en especial al Reino Unido.
Hombres
con terribles quemaduras y graves heridas eran
desembarcados por tripulantes y enfermeros mientras equipos de
voluntarios
transportaban camillas con otros sobrevivientes, algunos mutilados,
otros
moribundos. También se pudo ver a los médicos dando respiración boca a
boca y a gente llevando a marinos y oficiales con trozos de
plástico pegados en sus rostros o partes de sus cuerpos humeando, todas
ellas
escenas escalofriantes.
A todo esto, los Super Etendard atacantes volaban hacia el
continente, después de simular una retirada en dirección a la Antártida
a efectos de
desorientar a posibles perseguidores. A esa altura, habiendo comprobado
que
ninguna PAC enemiga los seguía, ascendieron a gran altitud con el objeto
de
ahorrar combustible y poco después establecieron contacto con el KC-130
del vicecomodoro Eduardo J. Pessana que los esperaba en el punto de
reaprovisionamiento acordado durante la planificación del vuelo8.
Lejos de lo que Pessana esperaba, los pilotos le
manifestaron que tenían suficiente combustible para llegar a la base y por
consiguiente, no necesitaban hacer el reaprovisionamiento.
El comandante el Hércules les pidió los resultados de la
misión y una vez recibidos los pasó al continente, donde eran esperado con
mucha ansiedad. Las aeronaves se encontraban a unas 150 millas de Río Grande
y hacia allí volaban sin ningún inconveniente.
Tras recepcionar el mensaje, el oficial encargado de la
torre de control se comunicó con la sala de pilotos para retransmitirlo. Lo
atendió el teniente Julio Héctor Barraza quien, al dar a conocer la novedad,
generó la consabida algarabía del personal. El griterío llamó la atención de
los mecánicos y asistentes en los hangares quienes salieron como catapultados y
una vez ante sus superiores se les informó sobre el éxito de la misión y
la llegada en perfecto estado de los dos Super Etendard, lo
mismo los cuatro Dagger que les dieron cobertura.
Después de hablar con el Hércules, Bedacarratz se comunicó
con Mayora para decirle que, a partir de ese momento pasaban a
frecuencia de torre y que establecerían enlace con ella cuando se encontrasen
a 10 millas
de distancia.
De ese modo, después de indicar que se incorporaban a
circuito de aterrizaje, se los fue guiando hasta que tocaron pista.
Eran las 12.04 hora argentina y desde el sudeste soplaban vientos de 030/20
nudos.
El recibimiento de los pilotos fue apoteósico.
Integrantes de las escuadrillas aeronavales y de la Fuerza Aérea, así como también,
personal civil y militar de la base, ganaron el exterior para saludarlos.
Algunos corrían detrás de los aviones, gritando y agitando banderas
mientras los demás aguardaban en la plataforma, cerca de los hangares.
Los aviadores descendieron de sus máquinas y se abrazaron a
sus colegas al tiempo que decenas de manos intentaban palmearlos, ya en la
espalda, ya en la cabeza y los hombros. En medio de la emoción, alguien tomó fotografías con su cámara intentando registrar
el momento, todo entre vivas, risas y brazos en alto.
Pese a que aún no había sido confirmada por el enemigo (que
lo haría unas horas después al admitir bajas en el destructor), se tenía la
certeza de que al menos uno de los misiles había dado en el blanco.
La Aviación Naval
Argentina había llevado a cabo un vuelo impecable, altamente
profesional.
Bedacarratz y Mayora dispararon sus proyectiles cuando sus sistemas de
detección indicaban su ingreso en la zona de alcance de las
antiaéreas, a unos 35 kilómetros de los objetivos.
Hicieron
un vuelo silencioso, sin producir emisiones, guiados por la posición
inicial del blanco a través de los sistemas inerciales de sus aviones y
tal como estaba previsto, a 10 kilómetros de distancia pusieron a funcionar sus radares de autodirección y oprimieron sus botones de lanzamiento.
Estabilizada su altura con los radioaltímetros de a bordo, los Exocet se desprendieron de las alas y encendieron sus motores siguiendo el rumbo introducido en sus memorias.
La destrucción del “Sheffield” motivó la detención
momentánea de la Task Force cuyos jefes, impresionados, decidieron un cambio
de táctica. Como se ha dicho, nadie imaginaba que la Argentina fuera capaz
de llevar a cabo un ataque semejante y hundir un destructor de última
generación.
Al
término del conflicto se dijo tanto en Gran Bretaña como en los
Estados Unidos que la cabeza del misil no había explotado porque su
orificio
de entrada era un tanto pequeño, versión recogida por varios autores,
quienes se basaban en fotografías y estudios efectuados después
del 4 de mayo, antes de que el “Sheffield” desapareciese bajo las aguas.
Para
aquellos analistas, el daño fue causado por la
combinación de la energía cinética y el combustible propulsante durante
el desplazamiento del misil por el interior del buque. Sin embargo,
serían el capitán
Salt y sus oficiales quienes saldrían a desmentir esas afirmaciones.
“Yo estuve allí –le dijo el
comandante del buque a Eddy, Linklater y Gillman- y sin ninguna duda les confirmo que el misil explotó”.
El HMS “Sheffield” continuó flotando durante seis días. Los
incendios se apagaron entre el 7 y el 8 de mayo y el 9, al ver que se mantenía
a flote, los británicos decidieron conservarlo para analizar los efectos del
impacto y retirar el poco material utilizable que aun le quedaba.
La
fragata “Yarmouth” lo sujetó con un grueso cable metálico
y comenzó a remolcarlo hacia las islas Georgias pero a las pocas horas
al comprobar que el destructor comenzaba a escorarse, decidieron cortar las amarras y
dejarlo a la deriva.
Desapareció bajo las olas el 10 de mayo por la mañana, en un punto situado a los 53º 04’S y 56º 56’O. Para los británicos se trató de
un final mucho más digno que el desguace al que iba a ser sometido. Era el
primer navío del Reino Unido hundido en combate desde la Segunda Guerra Mundial.
Notas
1 Capitán de fragata (RE) Eduardo José Costa, Guerra bajo la Cruz del Sur. La otra cara de
la moneda.
2 El hecho fue narrado por el sargento primero Roberto
Fernández durante la reunión de personal que tuvo lugar en horas de la noche.
3 Propuso como sede su capital, San José.
4 En aquella oportunidad, decoló del “25 de Mayo”
piloteando el Skyhawk A4Q matrícula 0654/3-A-301, seguido por el teniente de
fragata Julio Alberto Poch en el matrícula 0660/3-A-307. Ver: Alberto N.
Manfredi (h): La guerra que no fue. La Crisis del Canal de Beagle
en 1978, capítulo “La Hora
‘H’ del Día ‘D’” (http://crisisbeagle.blogspot.com.ar/2013/05/la-hora-h-del-dia-d.html).
5 Luis Garasino, “Vicealmirante Julio Lavezzo. Relato
de un espía” (http:// www.laperlaaustral. com.ar /contenidos/index.php).
6 Integraban
la tripulación junto a Pérez Roca, el teniente de navío Luis Guillermo
Arbini (copiloto), el teniente de corbeta José Alberto Andersen (Oficial
de Control Operativo), los suboficiales segundos Oscar Rodríguez
(mecánico de vuelo), Miguel Ángel Noell (asistente de mecánico), José
Ledesma (detección), Juan Carlos Olivera (detección), Celso Fossarelli
(radio operador), el cabo principal Ramón Leiva (operador MAE/vigía de
proa) y el cabo primero Carlos Alberto Soria (armamento/vigía de popa).
7 Eddy, Linklater, Gillman, Op. Cit.
8 Completaban la dotación el primer teniente Gerardo R.
J. Vaccaro, los cabos principales Mario Cemino y Francisco L. Martínez y los
suboficiales auxiliares Oscar Ardizzone, Mario Amengual y Manuel O. Lombino.