EL HUNDIMIENTO DEL “GENERAL BELGRANO”
En las primeras horas las del 2 de mayo (01.00), el alto
mano argentino ordenó el inmediato repliegue de la flota hacia el continente.
Cumpliendo con esa directiva, el jefe del TOAS envió a las unidades en alta mar, el siguiente mensaje en clave: “Traer de Luis a Miguel”.
Como se recordará, el 6 de abril a las 06.00 hs, el veterano
y casi mítico crucero “General Belgrano” había zarpado de Ushuaia hacia la Isla de los
Estados, llevando la orden de mantenerse allí en posición y esperar nuevas instrucciones.
El 29, un helicóptero de la armada aterrizó en su cubierta
para entregar a su comandante, el capitán Héctor Elías Bonzo, órdenes selladas
que debía poner en práctica de manera inmediata.
Bonzo, un experimentado oficial nacido en General Rodríguez (provincia de Buenos Aires) el 11 de agosto de 1932, abrió
el sobre y leyó con atención. Debía dirigirse hacia el sur, siguiendo un rumbo de 110º este-sudeste para efectuar
patrullajes hasta 400
kilómetros de distancia del Cabo de Hornos y luego 290º oeste-noroeste, a efectos
de prevenir posibles aproximaciones del enemigo.
Los 1093 hombres que conformaban la tripulación se hallaban
bien entrenados y tenían su moral elevada. La componían oficiales, suboficiales,
cadetes adelantados de la Escuela Naval y conscriptos clase 62 que en el mes de enero habían
efectuado navegación de veinticuatro horas a lo largo de la costa patagónica.
Todos conocían el barco y estaban orgullosos de su
extenso historial aunque la mayor parte del mismo no le correspondiese
a la Argentina. Se
trataba de una verdadera reliquia flotante a la que una asociación de veteranos
estadounidenses, ex combatientes de la
Segunda Guerra Mundial, intentaba recuperar para convertirla
en museo flotante por ser uno de los pocos participantes de la gran contienda
que aún se mantenía operable.
Botado en 1938 con el nombre de “Phoenix”, en su viaje
inaugural visitó puertos argentinos
y navegó aguas de ambos océanos. El 7 de diciembre de 1941 salió indemne del
ataque a Peral Harbour y a partir de entonces, emprendió numerosas expediciones
durante la guerra en el Pacífico.
Escoltó a portaaviones y transportes de tropas en aguas
australianas, destruyó instalaciones enemigas en Nueva Bretaña (diciembre de
1943), prestó cobertura a desembarcos y en 1944 combatió en torno a Nueva
Guinea. En mayo de ese año, cuando McArthur lanzó el ataque anfibio a la isla
Biak, cañoneó baterías enemigas en las Filipinas e intervino en la reconquista
de todo el archipiélago. También integró la fuerza de bombardeo en Leyte antes
del asalto de octubre, formó parte de la flota del almirante Olendorf que aniquiló
en aquel golfo a la armada japonesa del sur, hundió al destructor nipón
“Fuso” y en el mes de noviembre soportó numerosos ataque aéreos, algunos de
ellos suicidas, de los que también salió indemne después de repelerlos
exitosamente.
Navegando hacia Luzón, el “Phoenix” eludió dos torpedos
disparados por un submarino enano y en 1945 combatió en Bataán,
Corregidor y Balikpapán. Por su brillante campaña militar, el gobierno de los Estados
Unidos le concedió nueve estrellas de batalla. Sin embargo, su historial guerrero no termina allí.
En 1954 Perón lo compró junto a su gemelo, el “Boise”, bautizándolos
“17 de Octubre”, fecha emblemática del movimiento justicialista y “9 de Julio”,
día de la Independencia
nacional, pasando ambos a integrar la flota argentina que en esos momentos era la más poderosa de
América Latina.
Durante la cruenta revolución que derrocó a Perón en 1955,
la nave encabezó a las unidades de la
Armada que se habían alzado contra el régimen
gobernante. En
la mañana del 16 de septiembre la escuadra, que en esos momentos
fondeada en Puerto
Madryn, se pronunció contra el gobierno e inició el avance sobre Buenos
Aires (unidades de la misma, encabezadas por el crucero “9
de Julio” bombardearon Mar del Plata el 19 del mismo mes).
En el Río de la
Plata, el “17 de Octubre” se unió a la Escuadra de Ríos que
había estado operando desde la madrugada del 16 soportando incesantes
incursiones aéreas, y ese mismo día, fue abordado por el almirante Isaac
Francisco Rojas (que había evacuado la Base Naval de Río Santiago tras intensos
combates), que hizo de él su nave insignia. Fue entonces que se le cambió su
nombre por “General Belgrano”, uno de los próceres más venerados de la
historia patria.
Durante la crisis del Canal de Beagle, a fines de 1978, estando la Argentina
a minutos de invadir Chile, fue desplegado en el extremo sur, frente al
Estrecho de Magallanes y el Cabo de Hornos, junto al grueso de la flota1.
Durante la gran movilización, en vísperas de
navidad, la embarcación penetró con sus escoltas aguas jurisdiccionales chilenas sin ser detectada
y allí se encontraban cuando a escasas horas del inicio de las hostilidades, los
dos países acordaron un alto el fuego.
Volviendo a aquel 26 de abril de 1982, cumpliendo con las órdenes impartidas, el crucero zarpó hacia el este, escoltado por los
destructores “Hipólito Bouchard” y “Piedrabuena”, botados ambos en 1944 pero
modernizados y equipados con misiles Exocet y cargas de profundidad Erizo
(Hedgehoge), en astilleros argentinos.
El viejo navío de 10.800 toneladas de desplazamiento (13.645 a plena carga)
disponía de un poderoso armamento consistente en quince cañones de 6 pulgadas (152 mm) y ocho piezas AA de 5 pulgadas
(127 mm), además de baterías antiaéreas en dos emplazamientos cuádruples de
misiles Sea Cat y piezas de 40 mm.
Por su parte, los buques escolta, que navegaban a unos 10 kilómetros de
distancia, contaban con seis cañones de 5 pulgadas en tres
torres dobles y cuatro AA de 3
pulgadas, además de armamento antisubmarino,
tubos
lanzatorpedos y los lanzamisiles Exocet anteriormente mencionados. Eran
las
mejores unidades antisubmarinas de la flota argentina aunque por su
tecnología y capacidad, no podían equipararse a sus pares británicas.
La decisión de Londres de hundir el “General Belgrano” sería
la orden más polémica de la guerra después de la invasión argentina al archipiélago.
El
1 de mayo el suboficial William Guinea, responsable de
navegación del HMS “Conqueror”, identificó a los tres barcos navegando
hacia el
este. La novedad generó mucha ansiedad en el alto mando y una serie de
consultas entre los almirantes Woodward y Fieldhouse, que finalizaron
cuando desde Whitehall se confirmó la orden de seguir de cerca al buque.
El submarino inició la persecución siguiendo al “General
Belgrano” a lo largo de una línea paralela a la zona de exclusión. A la mañana
siguiente, su comandante, Christopher Wreford-Brown, informó al Estado Mayor de
Combate del Servicio de Defensa en Northwood, a cargo del almirante Sir Terence
Lewin, que el crucero argentino se hallaba a la vista. El buque, carente de
sonar, navegaba a una velocidad de 10 nudos efectuando, de tanto en tanto, una
barrida de radar.
Lewin se dirigió hasta donde se encontraba Chequers para
solicitar a los integrantes del gabinete de guerra una reunión urgente con el
objeto de tratar la situación. Una vez organizada, dijo que ya no se podía
seguir esperando porque la nave podía estar preparando un ataque a la Fuerza de Tareas,
posiblemente durante la noche y eso significaba poner en peligro toda la
operación. En Londres no olvidaban que el submarino “Splendid” había estado
siguiendo al “25 de Mayo” y que, finalmente, lo había perdido.
Nicholas Henderson aseguró tiempo después, que la decisión
de hundir al crucero fue adoptada por el gabinete de guerra al mediodía de
aquel 2 de mayo (08.00 hora argentina) cuando Londres estaba perfectamente al
tanto de la propuesta del presidente de Perú y de la posibilidad de que la
misma pudiese ser aceptada por Buenos Aires.
El submarino nuclear continuó persiguiendo al crucero
durante toda la jornada y a las 14.00 del 2 de abril, recibió la orden de
hundirlo. La directriz llegó después de 46 horas de haber sido ubicado e instaba a actuar con premura.
El HMS “Conqueror” era una de las unidades más modernas y
sofisticadas de la fuerza de tareas británica. Construido en 1970 en los
astilleros Cammell Laird, poseía gran autonomía y un extenso límite para navegar
y combatir bajo el agua, donde podía desarrollar hasta 30 nudos de velocidad.
Su armamento consistía en 6 tubos lanzatorpedos de 533 mm y sus proyectiles
eran capaces de portar cabezas nucleares. Estaba provisto de torpedos MK-8 y modernos Tigerfish Mark 24 de 6 metros de longitud, una tonelada y media de
peso y un alcance de 30
kilómetros. Constaban de un cable que lo guiaba hacia
el objetivo, alimentado por la computadora de a bordo, además de otra en el
interior de su mecanismo, su costo aproximado era de 600.000 libras
esterlinas y su poder explosivo lo convertía en un arma terrible y formidable.
El poderoso sumergible navegaba a profundidad de periscopio
desde hacía 25 horas cuando a las 15.00, pasó a estación de combate y se
dispuso a atacar. En esos momentos, había mucha tensión entre la dotación.
Su comandante ordenó aumentar la profundidad y ubicó a la
nave a 4000 metros
de distancia a la izquierda del barco que, en línea recta y ajeno a la tragedia
que estaba a punto de cernirse sobre él, navegaba a velocidad de crucero junto
a sus dos escoltas.
A las 15.56 el submarino se puso en posición de tiro y un
minuto después disparó tres torpedos MK-8 que salieron de sus tubos a alta
velocidad.
El primer proyectil hizo impacto a las 16.01, en momentos que el
pesado navío se desplazaba a 290º oeste-noroeste, navegando a 95 millas de la Isla de los Estados, hacia donde se dirigía para hacer reabastecimiento.
Por entonces, el mar se hallaba sumamente agitado, con olas
continuas de hasta 4 metros
de alto, nieblas constantes y un cielo plomizo que parecía derrumbarse sobre las aguas. La
temperatura externa era inferior a los 0º y los fuertes vientos iban en aumento.
Al producirse el estallido, un tercio de la tripulación se encontraba abocada a sus tareas
específicas, el otro se mantenía en estación de
combate y el resto descansaba.
El capitán Bonzo salía a cubierta,
mientras se colocaba un pesado abrigo, cuando el torpedo pegó contra el casco.
Lo que sintió fue un ruido extraño, como el de un golpe seco y no el de una
explosión. Casi enseguida, las luces se apagaron y la nave detuvo su marcha
inundando la atmósfera con un olor ácido y penetrante.
El MK-8 ingresó por babor, en el cruce de la quilla con la cuaderna Nº 116, cerca de la Sala
de Máquinas y estalló en el interior, generando
un pavoroso incendio. Según Gavshon y Rice, el proyectil arrasó cuatro cubiertas
de acero, una de ellas la exterior, abriendo un orificio por el que el agua
comenzó a entrar inconteniblemente.
El segundo hizo impacto cuatro segundos después, a 15 metros de la proa,
entre las cuadernas Nº 12 y 15, arrancando las armaduras exteriores del casco. Casi enseguida, un tercer
proyectil dio de lleno en el “Hipólito Bouchard”, pero no estalló.
Las explosiones mataron en el acto a 270 hombres, algunos
envueltos en llamas y otros por la asfixia que produjeron la ola de calor, la
espesa humareda y las llamas. Como el barco se quedó sin energía, no
se pudieron hacer funcionar las bombas para apagar los incendios y eso provocó
la mayor mortandad.
Bajo las aguas del mar, dentro del “Conqueror”, reinaba la
algarabía. Wreford-Brown, que observaba la escena a través del periscopio, tuvo
que levantar la voz para impartir las órdenes. Sus hombres gritaban con los
puños en alto, saltaban y se abrazaban mientras en el “General Belgrano”
sucedía exactamente lo contrario.
El submarino ganó profundidad e inició la retirada perseguido
por el “Piedrabuena” al tiempo que le arrojaba cargas de profundidad.
El capitán Bonzo se dirigió presurosamente al puente y
valiéndose del megáfono, ordenó tomar estaciones de emergencia y preparar la
evacuación. Con algo de alivio notó que su dotación actuaba con tranquilidad, inclusive los
conscriptos, demostrando buena preparación y elevado
espíritu de lucha. De todas maneras, se encaminó a su camarote y se colocó la
pistola a la cintura, dispuesto a utilizarla en caso de que alguien perdiera
los estribos y fuese presa del pánico.
El
marinero conscripto José González dormitaba en su litera
cuando se produjo la primera explosión. Casi en el mismo momento, saltó
de ella
y con lo que tenía puesto (pantalón, camiseta, pulóver y un
rompevientos),
intentó ganar el exterior a través del camino que hacía siempre. Al
notar que estaba bloqueado regresó a su camarote, próximo a la popa
y sin perder la calma comenzó a correr en sentido contrario mientras
pensaba que justo sobre su
cabeza se hallaba el depósito de tanques donde se almacenaba el fuel
oil.
Tampoco pudo salir por la escotilla de emergencia porque se hallaba
hasta el techo
de petróleo por lo que no tuvo más remedio que juntar aire y sumergirse
en aquella espantosa mezcla de agua helada y combustible. Vivió momentos
angustiantes al esperar que los marineros que pugnaban por salir delante
suyo emergiesen antes. En ese momento pensó que se ahogaba pero
afortunadamente, semiasfixiado, logró sacar la cabeza y aspirar una
gruesa
bocanada de aire. Había mucho humo y el olor a quemado era sumamente
intenso.
Su
compañero, el conscripto Oscar Alfredo Pardo se
encontraba en el centro del buque cuando se produjo el ataque. Sin
pensarlo dos
veces se puso el rompevientos y un chaleco salvavidas y casi
instintivamente
corrió hacia las baterías de los cañones para disparar, deseoso de dar
muerte a
un inglés. Desde ahí se dirigió a la cubierta principal donde esperaba
recibir
instrucciones y en ese punto se encontró con González, empapado y lo que
era
peor, cubierto de petróleo. Se angustió mucho cuando le escuchó decir
que la ingesta de carburante lo estaba quemando por dentro.
En ese momento, un grupo de hombres solicitó voluntarios
para ir a rescatar heridos. Pardo fue uno de los que se ofreció y provistos
todos de linternas, bajaron hasta las cubiertas inferiores donde el calor era
abrasador, el humo asfixiante y las llamas aterradoras.
El cuadro era verdaderamente dantesco. Había muertos por
todas partes, trozos de cuerpos diseminados por doquier; un brazo aquí, una
pierna allá, torsos mutilados y sangre en abundancia. Lo peor eran los desesperantes pedidos
de auxilio de los heridos.
A los cinco minutos el crucero se inclinó 15º sobre babor,
dando la primera señal de que comenzaba a hundirse. Bonzo abrigaba todavía la
esperanza de que se mantuviera a flote y para ello tenía a gran parte de la
tripulación intentando repararlo, pero de nada sirvieron esas medidas. La nave
terminaría en el fondo del mar.
Mientras tanto, desde el “Hipólito Bouchard” se envió al
comando del TOAS un primer mensaje para imponer a las autoridades militares de
lo que acababa de suceder. Eran las 16.20 hora argentina cuando el cable llegó
al continente y dejó estupefactos a todos: “Ataque
con torpedos. Inicio retroceso”. Quince minutos después irradió un segundo
comunicado: “Belgrano al garete. Latitud
55º 18’,
longitud 61º 67’.
Sin comunicación. Aprecio agrisado. Nos se observan explosiones no humo.
Desconozco si fue torpedeado. Pido apoyo para verificar situación”. Y un minuto
después: “Ratifico apreciación.
Torpedeado sin averías. Explosión fuera del casco. Simultáneamente tres
bengalas blancas provenientes del Belgrano. Interrumpidas las comunicaciones
con crucero al garete. Alejo hasta 20 millas, luego invierto rumbo para retomar
contacto hasta 14 millas”.
Inmediatamente después del incidente, los ingleses desataron
una serie de falsas versiones con la aviesa intención de desprestigiar al
enemigo. Según las mismas, los dos escoltas se habían dado a la fuga,
atemorizados por la presencia del submarino nuclear, despreocupándose
completamente de la suerte de sus náufragos. Eso sostuvo desvergonzadamente John
Nott frente a la Cámara
de los Comunes en tanto el sensacionalista “Daily Mail” aseguraba que el
elevado número de muertos había tenido su causa en los buques escoltaque se
habían dado a la fuga.
La historia de Inglaterra está plagada de este tipo de
ejemplos en los que se exageran los actos propios y se desmerece con falacias
al enemigo, a fin de ocultar falencias y debilidades. El almirante Woodward nos
brinda un ejemplo de ellos en el prólogo de su obra Los Cien Días, cuando explica: “El
glorioso 1 de Junio es un día de celebración en la Royal Navy cuando somos
invitados a recordar la famosa victoria
sobre los franceses en el Atlántico Norte en 1794 del almirante británico de
sesenta y ocho años, Lord Howe, conocido (se me dice que de manera afectuosa),
como el Negro Dick. Los estudiosos de la historia naval sabrán que este
veterano hostigó a la flota de guerra francesa desde el amanecer hasta las
últimas luces, hundió a un buque y capturó a otros seis. Sin embargo, aquel
curioso escolar que era yo allá en Darmouth, se había preguntado acerca del
hecho de que se suponía que el almirante Howe debía impedir la llegada a
Francia de un cargamento de grano norteamericano. A pesar de toda la sangre
derramada y el estruendo de la victoria británica, aquel convoy francés de
todos modos llegó a destino. El no cumplimiento del objetivo, según mi juvenil
opinión, había sido obscurecido
completamente por la gloria de la batalla”2.
Respecto de esa actitud, basta recordar las palabras que un
diputado británico pronunció mientras la Royal Navy navegaba hacia el sur, según las
cuales, los argentinos eran mitad españoles y mitad italianos por lo que, si
primaba la primera mitad iban a pelear en tanto si primaba la segunda iban a
huir.
Las tontas palabras, que algunas publicaciones atribuyeron
inexactamente a Margaret Thatcher, fueron rápidamente refutadas por los hechos.
Apellidos españoles e italianos figuran entre los numerosos muertos que
ofrendaron su vida en defensa de la patria, en muchos casos, llevando a cabo
audaces misiones tanto en aire y el mar como en tierra. Solo basta echar una
mirada a la lista de aviadores o seguir el presente relato para corroborarlo.
Además, durante la
Segunda Guerra Mundial, fueron varias las acciones en la que
los italianos combatieron valerosamente, en especial El Alamein y Alejandría,
donde sus comandos hundieron importantes unidades navales de la Royal Navy, lo mismo durante la
campaña de Rusia, combatiendo con inusitado valor en condiciones infrahumanas,
en el repliegue de las fuerzas del Eje y en los mares, donde nombres como
el del heroico príncipe Borghese y su submarino, aún hoy son leyenda.
En contraposición a la contundente victoria de Italia sobre
el imperio otomano entre 1911 y 1912, destaca el poco brillante desempeño
británico en Malasia, donde un poderoso contingente se rindió a un reducido
número de soldados japoneses después de sufrir una estrepitosa derrota en el
mar o la capitulación de Galípoli en la Primera Guerra
Mundial, donde el mismo enemigo que Italia había arrollado menos de tres años
antes, avergonzó a las fuerzas coaligadas de Francia y Gran Bretaña en una
derrota tan desprestigiosa que forzó al mismísimo Winston
Churchill a dimitir.
Afortunadamente fueron los mismos ingleses los encargados de
descalificar las falaces interpretaciones de Nott y la prensa sensacionalista.
Los periodistas del “The
Sunday”, Eddy, Linklater y Gillman explican en Una cara de la moneda, que todas aquellas versiones fueron una
tontería ya que en realidad, el que se largó fue el “Conqueror”, perseguido por
ambos destructores, que durante dos horas de espanto lo acosaron con sus sonares
y descargas Hedgehog antisubmarinas.
En realidad solo el “Piedrabuena” salió en persecución del
sumergible ya que el “Hipólito Bouchard” averiado por el torpedo que no
estalló, buscó refugio en una solitaria bahía de Tierra del Fuego para reparar
los daños.
Perseguido por el “Piedrabuena”, el “Conqueror” efectuó
maniobras desesperadas para eludir el ataque a que estaba siendo sometido. Su
comandante, con notable sangre fría, lo llevó hasta 130 metros de
profundidad imprimiendo gran velocidad a sus turbinas. Fueron momentos de mucha
angustia para la tripulación.
A las 16.22 hs después que el “Hipólito Bouchard” irradiara
su primer mensaje, el “General Belgrano” presentaba una inclinación de 21º y
toda la sala de control de emergencia yacía bajo el agua. Fue cuando el capitán
Bonzo ordenó lanzar los botes salvavidas y abandonar la nave.
La misma estaba irremediablemente perdida ya que el segundo torpedo arrasó con seis tanques de
petróleo y destruyó maquinaria vital de popa, a saberse, el generador diesel,
el cuarto de giroscopios, el compartimiento de radio, el comedor, la cantina y
el alojamiento de suboficiales de ese sector. Podría decirse que el buque se
había partido en dos.
El “General Belgrano” llevaba 72 lanchas de goma de las
cuales la tripulación arrojó al agua 62. Cada una albergaba un total de 20
hombres lo que significaba que había sitio para todos los
sobrevivientes. Los marinos las abordaron en orden y solo se registró un
incidente cuando dos conscriptos intentaron subir a una que estaba completa,
obligando a un guardiamarina a hacer varios disparos para que se alejasen en
busca de otra.
Un total de 770 hombres fueron evacuados, número importante
si se tiene en cuenta la magnitud del desastre. Iban a estar cerca de 48 horas
a la deriva, en un mar embravecido, en medio de un clima de borrasca y
temperaturas gélidas.
La elevada cifra de sobrevivientes se debió, sin lugar a
dudas, a la profesionalidad de los oficiales y suboficiales y a la disciplina
de los jóvenes conscriptos3. Bonzo estaba orgulloso de aquella
dotación, de su elevado espíritu de equipo y de su disposición al sacrificio en
pos del otro4.
A las 14.40 hora argentina, el capitán hizo una última
recorrida de inspección para asegurarse que no quedaba nadie vivo a bordo y una
vez finalizada, se dispuso a abandonar la embarcación. Estaba convencido de ser
el último y ya se disponía a saltar al mar cuando repentinamente se percató de
que había alguien más en la cubierta.
Cuando el buque se hallaba 45º de inclinación y soltaba los
últimos botes salvavidas, Bonzo vio a su lado al suboficial segundo artillero Ramón Barrionuevo, quien con tono de
absoluta convicción le aseguró que no iba a dejar la nave si su capitán no se
ponía a salvo primero. Bonzo le ordenó que se arrojase al agua con voz
firme pero aquel volvió a insistir, negándose a abandonarlo. Quería ver a su
superior a salvo por lo que ante una tercera tentativa, volvió a desoír la indicación.
Soltaron ambos las balsas, caminaron hacia las aguas y antes
de introducirse en ellas, se detuvieron. Bonzo tomó sus pistolas y las arrojó por
la borda, y junto al noble suboficial, se introdujeron juntos en el mar.
Mientras
nadaba en dirección a una balsa, el capitán se dio
cuenta que el empecinado suboficial había desaparecido de su radio
visual.
Preocupado por su suerte giró la cabeza y ahí lo vio, braceando detrás
suyo, con la silueta del crucero al fondo, hundiéndose lentamente.
Lo volvería a encontrar dos días después a bordo del aviso “Gurruchaga”,
donde
le agradecería su actitud.
El capitán nadó unos 15 metros
entre el
petróleo desparramado hasta que, repentinamente, sintió varias manos que
lo
aferraban con fuerza y lo subían a una balsa. En su interior, veinte de
sus hombres
yacían apiñados con sus ropas empapadas y presas del frío. Para su
fortuna, mantuvieron las interiores secas y eso les permitió conservar
algo de calor.
Allí comenzó una odisea de
36 horas en la que los botes salvavidas se mantuvieron a la deriva, en espera
de ser rescatados. En cada uno de ellos, los náufragos intentaban por todos los
medios mantener el calor unos pegados a otros mientras el oleaje, frecuente
aunque no demasiado violento, los hacía subir y bajar constantemente.
De esa manera, según Gavshon y Rice, autores de El hundimiento del Belgrano, se
repitieron escenas de la guerra en el Ártico durante los años cuarenta.
Afortunadamente las balsas salvavidas cumplieron su misión.
Solamente una se dio vuelta a causa de las olas, pereciendo todos sus
ocupantes. En otras, en las que solo había tres o cuatro hombres, también hubo
muertos a causa del frío.
Con sus techos completamente cerrados, soportaron el terrible temporal que se había desencadenado a horas del
hundimiento. Para ello, los marineros se colocaron de espaldas a las paredes de
lona y de ese modo evitaron su vuelco. Al mismo tiempo, vertían su propia
orina en bolsas de plástico para preservar el calor, método que, como en otras
guerras, resultó altamente eficaz. Hicieron todos lo que
indicaba la disciplina naval y eso salvó a la mayoría.
A las 17.01 hs. el crucero se tumbó, permitiendo a los
náufragos observar las terribles heridas que había sufrido. Eso llevó al
capitán a suponer que en lugar de los MK-8, los torpedos utilizados habían sido
dos mortíferos Tigerfish, suposición que mantendría hasta el fin de sus días.
El barco comenzó a hundirse por la popa mientras las balsas,
amarradas a una distancia de 10
metros unas a otras, se alejaban del lentamente del lugar (ninguna fue absorbida por la inmersión). Fue un momento triste y doloroso, que algunos
náufragos aprovecharon para entonar el Himno Nacional.
Mientras eso sucedía, el “Conqueror” llevaba una hora
escapando del “Piedrabuena”, su perseguidor. A unos 30 kilómetros del
lugar del hundimiento, su comandante ordenó ascender a profundidad de
periscopio para enviar información pero cuando comenzaban a emerger, una
explosión repentina los hizo cambiar de parecer. En vista de ello, el submarino
regresó a las profundidades y durante más de una hora navegó en “tirabuzón”, intentando evadir las cargas de profundidad.
Cuando
el radar de a bordo indicó que no había nada en los
alrededores, volvió a salir y así continuó hasta desaparecer de las
pantallas. Debido a la terrible tensión que
había experimentado, su tripulación estaba exhausta y no era para menos
ya que en el breve lapso de una hora, había pasado de la incertidumbre
al nerviosismo,
de este a la euforia y finalmente al terror que generó el
“Piedrabuena”, sentimientos que fueron desapareciendo a medida que los
marineros se detenían a evaluar la magnitud de la tragedia. Pensar en
los
muertos, en los heridos, en los mutilados y en el elevado número de
náufragos
que en esos momentos boyaban en un clima gélido en medio de un temporal,
hizo
aplacar los ánimos.
Varios integrantes de la dotación del “Conqueror”
expresarían tiempo después, que aquella experiencia había sido peor de lo que
cualquiera de ellos hubiera imaginado. El suboficial Guinea fue quizás, el más
explícito cuando dijo: “Yo creía que antes había pasado sustos, pero nunca
tuve un miedo tan descomunal”5.
Pese a todo, el capitán Wreford-Brown supo mantener la calma
y transmitírsela a sus hombres. Su unidad había sido el primer submarino
nuclear en llevar a cabo un ataque y el primer sumergible británico en hundir
un barco enemigo desde la
Segunda Guerra Mundial.
A las 18.30, cuando hacía más de una hora que el “General
Belgrano” había desaparecido bajo las aguas, comenzó a arreciar el viento y a
agitarse el mar. Eso generó una nueva amenaza para los náufragos ya que los
botes corrían el riesgo de voltearse y provocar la zozobra de sus ocupantes.
Por esa razón, se cortaron las sogas que los mantenían unidos y eso motivó su
inmediata dispersión. Media hora después, el viento se transformó en temporal, con
ráfagas de hasta 120
kilómetros, olas de 8 a 10 metros y fuertes lluvias que provocaron
nuevas tribulaciones para los sobrevivientes.
Un marinero, a bordo de un bote estaba tan quemado que solo
podía tenerse en cuclillas. Sin embargo, durante los dos días que estuvieron
a la deriva, no pronunció un quejido, como tampoco una palabra. Por su parte,
el cabo Álvarez, que había nadado a través del petróleo, sobrevivió gracias a
su riguroso entrenamiento.
La comida debió ser racionada. De acuerdo al manual de
instrucciones, se evitó ingerir alimento durante las primeras 24 horas y a
partir de ahí, hacerlo con extremo cuidado, consumiendo lo mínimo
indispensable.
Mientras la tempestad sacudía las balsas, en su
interior los marineros achicaban el agua que se filtraba constantemente. Los
hombres que estaban en condiciones se turnaron para hacerlo y de ese modo,
hubo gente dedicada a la tarea permanentemente. Estuvieron también aquellos que
se brindaron a hacer masajes y dar palmadas a sus compañeros, en especial a los
heridos, para mantener la circulación de la sangre y evitar tanto el
entumecimiento como el congelamiento de sus miembros. Esto se hacía por turnos
para que nadie quedase sin tratamiento.
El temporal duró toda la noche hasta que a las 07.00 hs del
3 de abril comenzó a amainar.
Bajo un cielo encapotado, gris y amenazante, el capitán
Bonzo hizo algunos cálculos logrando determinar que navegaban en dirección
sudeste, directamente a la
Antártida, algo que lo preocupaba en extremo. A su lado, un
joven conscripto le preguntaba, de tanto en tanto, hacia donde se dirigían y la respuesta era siempre la misma: "Vamos por buen camino". En
esos momentos, los botes se habían dispersado y no había ninguno a la vista de
otro.
En esas condiciones se encontraban cuando a las 12.30 horas
del 3 de mayo vieron pasar al primer avión de búsqueda, hecho que provocó gran
entusiasmo entre los náufragos. Pese a ello, Bonzo dudaba que los hubiera
visto.
Para entonces, el mundo entero conocía la catástrofe y se
estremecía de espanto ante ella; una guerra a gran escala se había
desatado en los confines de la
Tierra y se estaba cobrando numerosas víctimas.
Lejos de allí, en la sala del “Invencible”, algunos
oficiales lanzaron vítores al escuchar la noticia del
hundimiento. Sin embargo, esa alegría desapareció al conocerse los resultados
del ataque. El número de víctimas era sumamente elevado y la tragedia tenía
magnitud. Había padres de familia, esposos, hijos y hermanos muriendo allá afuera, y muchos
otros se debatían en medio de un feroz temporal.
Un capitán inglés comentó que vio expresiones de horror e
incredulidad en los rostros de sus hombres cuando transmitió la noticia. Nadie
manifestó orgullo por ello e incluso hubo varios marinos que meneaban la cabeza
con tristeza, sentimiento que aumentó cuando los capellanes de a bordo solicitaron
una oración por los náufragos.
Un avión Neptune de la Armada Argentina
provisto de un radar de largo alcance APS-20 fue el primero en detectar a los
sobrevivientes (al parecer el aparato 0707/2-P-111). Le siguió un Fokker F-28 y luego
un Electra, todos volando a 100
metros del agua. Y finalmente lo hizo el primer helicóptero.
A las 16.00 hora argentina llegó a la zona el primer barco
de salvamento. Fue el Aviso “Gurruchaga”, que de inmediato comenzó a levantar a los
hombres que se mecían en el interior de las balsas. Una hora después cuando
comenzaba a desatarse una nueva tormenta, hizo lo propio el “Bahía Paraíso”,
seguido por el “Hipólito Bouchard” y el “Piedrabuena”, en tanto la armada chilena
enviaba al “Piloto Pardo”. Los “bravos guerreros” se hacían presentes mientras
llevaban adelante su guerra “heroica” contra la Argentina, pasándole
información al enemigo de manera encubierta.
El
bote del capitán Bonzo fue el último en ser rescatado. Primero descargó
a los dos muertos que traía a bordo y luego a los hombres que
presentaban los cuadros más graves. En esos momentos, los
relojes señalaban las 04.00 horas del 4 de mayo y en otro punto del
Atlántico Sur se desarrollaba otra tragedia, aunque de momento, ninguno
de los sobrevivientes lo sabía.
Mientras eso ocurría, médicos y enfermeras de Bahía Blanca
fueron citados de urgencia al hospital de la Base Naval de Puerto
Belgrano para atender a los heridos que en breve comenzarían a llegar.
Al tiempo que las patrullas de rescate continuaban la búsqueda
por aire y mar, el Aviso “Gurruchaga” se encaminó hacia Ushuaia, a donde llegó
el 5 de abril con varios muertos en su interior, muchos fallecidos después de
ser rescatados (entre ellos se encontraba el marino que a causa de sus quemaduras, se
mantuvo en cuclillas durante todo el naufragio.
El capitán Bonzo decidió quedarse en el puerto hasta que el
último buque de rescate hiciese su arribo. A las 19.00 hs abordó un avión con destino a la Base Naval
de Puerto Belgrano llevando dos muertos, dieciocho heridos y dos médicos de la Armada a cargo su atención. En pleno vuelo falleció un tercer marinero, también por
quemaduras y eso aumentó la tristeza de quienes viajaban con él.
La aeronave aterrizó en Bahía Blanca y sin perder tiempo, el
capitán se trasladó a Puerto Belgrano, donde brindó a sus superiores una
detallada relación de los acontecimientos, cosa que ya había hecho a poco de su
llegada a Ushuaia.
A las 23.30 horas del 3 de mayo, el almirante Anaya emitió
un comunicado en el que expresaba lo siguiente:
Hago llegar a todos los
integrantes de la institución las seguridades de que esta pérdida, que integra
la cuota de sacrificios que la
Armada ofrece a la
Patria en las duras circunstancias históricas que atraviesa,
fortalecerá la decisión de continuar la lucha hasta el logro total del objetivo
propuesto en defensa de nuestra soberanía.
Poco después la Cadena Nacional de
Radio y Televisión dio a conocer a la opinión pública los cuatro puntos del
comunicado oficial del Estado Mayor Conjunto, emitido por el gobierno a través
de la Cancillería.
El 9 de mayo, “The New York
Times” publicó en primera plana las fotografías del naufragio mientras el
ministro de Defensa británico informaba a la ciudadanía el ataque al buque
argentino, en los siguientes términos:
Ayer, aproximadamente a las 8 de
la noche, hora de Londres, el crucero argentino General Belgrano fue alcanzado
por torpedos disparados desde un submarino británico. Se cree que el crucero
fue severamente dañado. El viernes 23 de abril, el gobierno de Su Majestad
advirtió al gobierno argentino que cualquier aproximación por parte de naves de
guerra argentinas, incluyéndose submarinos y naves auxiliares, que pudiera
significar la posibilidad de interferir con la misión de las fuerzas británicas
en el Atlántico Sur, encontraría la respuesta apropiada.
El crucero presentaba una amenaza
significativa al mantenimiento de la
ZET por la
Fuerza de Tareas. La acción llevada a cabo fue decidida en
total acuerdo con las instrucciones dadas al comandante de la Fuerza de Tareas, basadas
en el derecho inherente de autodefensa según el artículo 51 de la Carta de las Naciones
Unidas.
El submarino británico no sufrió
daños en la acción y ha reanudado su patrulla.
La acción fue en el límite de la ZET. Justo fuera de
ella.
Como respuesta, diferentes medios internacionales hicieron
oír su opinión y así, mientras en Santa Fe el brigadier José Apolo González,
comandante de la III
Brigada Aérea, repetía la mentira de que un avión
IA-58
Pucará de esa unidad, piloteado por el teniente Daniel Jukic había
localizado al
portaaviones "Hermes" y descargado sobre él todas sus bombas y
municiones, en Río de Janeiro el teniente brigadier Delio Jardim de
Mattos dijo
que el apoyo de los Estados Unidos a Gran Bretaña era un hecho
peligroso, pues
podía crear sentimientos antinorteamericanos en América Latina,
advirtiendo. Al mismo tiempo advirtió que habría preferido que Estados
Unidos hubiese permanecido neutral
para que en su condición de superpotencia, contribuyese con su esfuerzo a
la paz
entre los dos países en confrontación. Según el militar brasilero, al
asumir
una posición francamente pro-inglesa, los norteamericanos daban la
impresión de
que al intentar negociar la paz, el secretario de Estado Alexander Haig,
ya
tenía una posición tomada.
Tan lapidarias palabras encontraron eco en la agencia
oficial soviética TASS que criticó duramente a Estados Unidos y Gran Bretaña
por las repercusiones de su política imperialista en el plano mundial. “La Unión Soviética se
opone al colonialismo, cualquiera sea su forma y está convencida de que la
restauración del estatuto colonial en las Malvinas es inadmisible. Las islas
son argentinas, y la URSS
es contraria a la actitud agresiva y colonialista de Londres expresada en la
aventura militarista de Margaret Thatcher y su gobierno conservador”.
Por su parte, el canciller español José Pedro Pérez Llorca,
viajó a los Estados Unidos para entrevistarse con el secretario general de la ONU, Javier Pérez de Cuellar,
y su par Alexander Haig, aclarando que no
lleva una "propuesta concreta" de mediación española pero que su
gobierno se manifestaba preocupado por el asunto. Casi al mismo tiempo, se
organizó en París un encuentro al que acudieron los embajadores de diecisiete
países latinoamericanos para aprobar un comunicado en el que manifestarían su
apoyo a la soberanía argentina sobre las Malvinas, instando al inmediato cese de
las hostilidades. Estuvieron ausentes, como era de esperar, Colombia y Chile.
El que sorprendió a los medios fue el primer ministro
israelí, Menajem Beguín, quien molesto por haber perdido, aunque de manera
momentánea, la atención internacional, dijo que el problema por las Malvinas
entre la Argentina
e Inglaterra era superfluo y que debiera solucionarse diplomáticamente. Beguín
definió a la crisis como un conflicto extraño por el cual no se justifica el
derramamiento de sangre.
Mientras tanto, en el lejano sur, el rescate de
sobrevivientes continuaba y las embarcaciones iban y venían en lo que fue una
operación de salvamento bien planeada y organizada.
El
Aviso “Gurruchaga” fue el
buque que mayor cantidad de marinos rescató, trescientos sesenta y cinco
en total, utilizando
para ello redes colgadas a ambos lados de su casco, por las que los
náufragos
pudieron trepar (dos de ellos fallecerían a bordo). Por su parte, el
destructor
“Piedrabuena” recuperó doscientos setenta y tres, el “Bahía Paraíso”
ochenta y ocho, de los cuales dieciocho fallecieron a poco de pisar la
cubierta y el “Hipólito Bouchard” sesenta y cuatro. El 4 de mayo por la
mañana el
pesquero soviético “Belokamensk” recogió una balsa con tres cadáveres en
su
interior, en tanto el “Piloto Pardo” chileno no encontró absolutamente
nada.
Tanto muertos como heridos graves
fueron izados directamente, enrollando cuerdas en torno a sus cuerpos. Se los
condujo con sumo cuidado a las enfermerías de a bordo e incluso a camastros
improvisados especialmente para la ocasión y más de un tripulante elevó una
plegaria por ellos.
Mucha angustia y desazón se vivía
en la Argentina,
más cuando a las 23.10 del 3 de mayo, el Estado Mayor Conjunto anunció que
hasta ese momento, sólo se habían rescatado 123 personas.
Una versión no desmentida (aunque
extraoficial), aseguraba que una de las balsas había sido socorrida por un
navío soviético (aparentemente un submarino nuclear) y que sus ocupantes,
después de haber sido perfectamente atendidos, fueron llevados
hasta un puerto de Rusia. Según el trascendido, volaron desde ese punto a Moscú
y desde allí a Buenos Aires, en el más estricto secreto, para evitar
explicaciones del porqué de la presencia rusa en aquellas aguas6.
Las imágenes de los
sobrevivientes arribando a puerto y vivando con entereza a la Patria, para entonar
inmediatamente después el Himno Nacional, dieron la vuelta al mundo.
La llegada a Puerto Belgrano del
segundo comandante del crucero, capitán Pedro Luis Galazzi, a bordo de un avión
de la Armada, fue realmente emotiva. En contrapartida, la entrada del HMS
“Conqueror” en el puerto de Faslane, Escocia, enarbolando en su vela la bandera
pirata causó pésima impresión.
La ocurrencia que, según
versiones, era una costumbre en la Royal Navy, al principio resultó jocosa en Gran
Bretaña pero motivó reacciones adversas en diferentes partes del mundo una de
ellas Irlanda, donde se repudió el hecho y exigió la intervención armada de la UN para poner fin a la lucha.
Otros países, como Francia y
Alemania calificaron el suceso como algo horrible; Holanda se mostró
conmocionada e incluso el mismo Haig tuvo palabras críticas cuando dijo que
aquel ataque acentuaría la dureza e intransigencia de la junta argentina.
El capitán médico Juan Antonio
López del “Bahía Paraíso” contó que el helicóptero de la nave iba y venía en
vuelos de búsqueda e informaba al puente de mando cuando detectaba una balsa.
Hacia ese punto se dirigía el barco y así se repetía la operación, una y otra
vez.
En una oportunidad se detectó una
balsa sobre cuyo techo se distinguía un bulto negro. Al aproximarse a ella, se
pudo observar que se trataba de un hombre que parecía dormido, con las manos
cruzadas debajo de la cara. Resultó ser el conscripto Gerardo Sevilla que
había estado haciendo de vigía antes de morir por congelamiento.
Una vez a bordo, los sobrevivientes sanos eran conducidos
hasta el interior de los buques donde se les quitaba la ropa, se les suministraba
un baño de agua caliente, se les proveía prendas secas y se los alimentaba,
obligándoles a tomar mucho líquido. A los heridos, se les practicaban las
primeras curaciones y también se les proporcionaba alimento, siempre y cuando
estuvieran en condiciones de ingerirlo, en tanto a los muertos se les daba el
destino adecuado.
La dotación del “General
Belgrano” permaneció en Puerto Belgrano durante 30 días. A poco de arribar, el
capitán Bonzo dirigió la palabra a sus hombres y a continuación acompañó a sus
subalternos a la misa de Acción de Gracias que tuvo lugar en la capilla de la
base, generándose a partir de entonces un clima de camaradería y hermandad que
se fue acentuando con el paso de las horas.
El 6 de mayo el comandante del
buque se trasladó a Buenos Aires para reunirse con el almirante Anaya y al día
siguiente ofreció una conferencia de prensa, acompañado por el ministro de
Defensa Amadeo Frugoli y el capitán Héctor Pirro.
En la oportunidad narró con lujo
de detalles la odisea que había vivido junto a sus hombres, las peripecias del
naufragio y los últimos instantes del crucero. Contó que durante las noches la
temperatura llegó a descender hasta 20 grados bajo cero (-20º) y que evitaban
quedarse dormidos porque ello podía significar la muerte. Apenas dormitaban,
rezaron mucho dando gracias a Dios por estar vivos y entonaron canciones
patrióticas para darse ánimo.
Las palabras más emotivas de su
exposición fueron, sin ninguna duda, las que hicieron referencia a la nobleza
de su buque: “El ‘General Belgrano’ fue
tan noble en su muerte como lo fue en vida. Zozobró muy lentamente y comenzó a
hundirse de costado, mostrando las heridas abiertas en su casco, pero no se
tragó a ninguna de las balsas salvavidas pese a que 40 o 50 lo rodeaban en esos
momentos”. Finalizó diciendo que en vista de aquel espectáculo, algunos de
los marinos entonaron el Himno Nacional y luego lanzaron vivas al viejo crucero
mientras desaparecía frente a ellos.
Al término de la guerra, los
sobrevivientes del “General Belgrano” formaron una asociación que hasta el día
de hoy los nuclea. Y hasta poco antes de su fallecimiento, el capitán Bonzo
siguió visitando a los deudos de aquellos valientes que tuvo a
su mando y hoy descansan en las heladas profundidades del mar.
Muchos
autores han dicho que el
hundimiento del buque fue un crimen de guerra, un genocidio, un acto
ruin y
cobarde por parte de los británicos. No fue así en absoluto. El
legendario crucero
pereció en su ley; un barco de guerra hundido durante una guerra. Los
argentinos no deben seguir aferrados al endeble argumento de que un
conflicto
bélico se desarrolla dentro de un área determinada, más cuando esa área
fue
establecida por el adversario. Una nación está en guerra con otra en
cualquier parte
del mundo y es lícito atacar al enemigo donde esté se encuentre en tanto
no se
dañe a terceros. Los casos del “Graf Spee” y el “Bismarck” son el mejor
ejemplo. Los buques fueron hundidos en aguas internacionales
extremadamente
alejadas de los escenarios de combate y nadie reclama por ello.
La guerra había entrado en su
fase más sangrienta, lo que fue dado en llamar, su “punto de no retorno”.
Notas
1 Según Hugh Bicheno en Al filo de la navaja, en vísperas del ultimátum, el buque estuvo en
la mira del submarino chileno “Simpson”, versión carente de sustento ya que
el sumergible, ni siquiera contaba con snorkel y tenía sus capacidades reducidas a causa de
su antigüedad. Jamás estuvo a tiro de las unidades de superficie enemigas
aunque sí al alcance de los torpedos del ARA “Salta” que lo registró fotográficamente a
través de su periscopio.
2 John Woodward, Los
Cien Días, Editorial Sudamérica, Buenos Aires, 1992, p. 319.
3 Arthur Gavshon, Desmond Rice, El hundimiento del Belgrano, Emecé, Buenos Aires
4 Idem.
5 Eddy, Linklater, Gillman, Op. cit., pp. 239-254.
6 Nadie confirmó esa versión como tampoco, ningún
marino del “Belgrano”.
Publicado 26th February 2015 por Malvinas.Guerra en el Atlántico Sur