LONARDI ACORRALADO
Aquella
fría noche de invierno, las tropas leales pernoctaban sobre la Ruta
Nacional Nº 19, a la altura de Monte Cristo, en el departamento de Río
Primero, después de un agotador día de marcha. En ese punto, en las
primeras horas del día 18, el general Iñíguez recibió las tres
ambulancias enviadas por el Ministerio de Salud Pública de la Provincia
de Santa Fe y los dos cañones Krupp 7.5 del Regimiento 12 de Infantería a
los que nos referimos en páginas anteriores, elementos indispensables
para afrontar las jornadas que se avecinaban.
Cuando
todavía era de noche, poco antes del amanecer, esas tropas y las del
general Moschini, volvieron a ponerse en marcha, urgidos por ofrecer
apoyo a los efectivos del general Morello que después de una intensa
jornada de combate, vivaqueaban en Anizacate.
General Eduardo Lonardi |
Según
refiere Ruiz Moreno, Morello planeaba atacar las guarniciones aéreas
rebeldes y por esa razón mandó tender una línea telefónica con epicentro
en el monumento a la aviadora Myriam Stteford, desde donde pensaba
dirigir el fuego de artillería.
Tomando
en cuenta ese detalle, el general solicitó al mayor Edmundo Osvaldo
Weiss,el emblemático piloto de pruebas del régimen peronista que la
Fuerza Aérea había enviado a su comando, que llevase a cabo un ataque
sobre la artillería del ejército rebelde, en especial la pista de la
Escuela de Aviación, explicando su plan sobre un mapa carretero del
Automóvil Club Argentino que había desplegado sobre la mesa de su
comando. En esos momentos, el general Sosa Molina trasladaba el suyo (su
puesto de mando) a la localidad de La Carlota, porque versiones
provenientes del Arsenal de Holmberg, daban cuenta que tropas del
Ejército de Cuyo regresaban a Mendoza para sublevarse y atacar su
retaguardia.
Aquel
domingo, de madrugada, el ejército de Perón, inició un movimiento de
pinzas tendiente a rodear Córdoba y neutralizar la Escuela de Aviación
Militar, donde el alto mando rebelde organizaba apresuradamente sus
defensas para proteger el sector de acceso a la capital provincial, la
Escuela de Aviación Militar, la Fábrica IAME de Aviones con sus pistas
de aterrizaje y la Escuela de Suboficiales de Aeronáutica. Mientras
tanto, los comandos civiles se organizaban en Córdoba junto a cadetes de
la Fuerza Aérea y elementos de paracaidistas dispuestos a prestar
batalla.
Esa
misma mañana se celebró en la plaza de armas de la Escuela de Aviación
Militar una misa de campaña con confesión general y comunión, en la que
el general Lonardi, el comodoro Krausse y el Estado Mayor rebelde, de
rodillas y rodeados por su tropa, ofrecieron un emotivo cuadro épico que
quedó grabado en la retina de los combatientes más jóvenes como uno de
los momentos más significativos de sus vidas.
Finalizada
la ceremonia, Lonardi pronunció una encendida arenga seguida por el
Himno Nacional y las lapidarias palabras del comodoro Krausse que
impresionaron a todos los presentes: “¡Aquí vencemos o morimos, pero no piensen ni por asomo que alguien se pueda ir al Uruguay. De acá no sale nadie!”.
Ya
de mañana, mientras las tropas rebeldes trabajaban aceleradamente en el
dispositivo de defensa, aparecieron volando desde el este, dos Avro
Lincoln de la Fuerza Aérea
leal con sus compuertas abiertas.
Las
alarmas comenzaron a sonar y el personal echó a correr en pos de
refugio al tiempo que los oficiales impartían órdenes a viva voz. Los
aviones se elevaron repentinamente y arrojaron sus cargas que explotaron
con inusitada violencia abriendo cráteres y provocando incendios.
Al
momento de producirse el ataque, el camión que conducía el capitán
Ricardo Castellanos cruzaba la pista de aterrizaje en dirección a uno de
lo hangares. Al ver venir a los aviones, el oficial detuvo bruscamente
la marcha, descendió velozmente y junto al alférez Florian, se arrojó
dentro de uno de los cráteres abiertos por las bombas. En otro sector,
las secciones del subteniente Marcelo Gabastou y el teniente Brown
hacían lo propio en el interior de las tuberías que se utilizaban como
letrinas mientras el general Lonardi, incólume, observaba el ataque
debajo de un árbol.
No
lejos de allí, en el aeródromo de Pajas Blancas, el primer teniente
Hellmuth Conrado Weber hacía guardia en la cabina de su Gloster Meteor
cuando el capitán Jorge Lisandro Suárez, jefe de la Sección
Interceptora, le dio la orden de decolar.
Weber
cerró su cabina y puso en marcha los motores mientras los asistentes
desconectaban el carro de la batería eléctrica y se alejaban. El aparato
comenzó a carretear y segundos después remontaba vuelo, casi en ese
preciso momento en que detectaba muy cerca a los Avro Lincoln atacantes.
Al percatarse de ello, el aviador experimentó un leve sobresalto pero
se recompuso enseguida y encaró hacia ellos abriendo fuego. Sus
proyectiles pasaron debajo de los aviones enemigos, sin alcanzarlos.
El
Gloster Meteor efectuó un viraje y se lanzó tras los Avro que en esos
momentos se separaban buscando la protección de las nubes. Uno de ellos
enfiló directamente hacia Córdoba por lo que Weber, sabiendo que su
avión era mucho más veloz, le apuntó y volvió a disparar. Sin embargo,
sus cañones se atascaron y eso lo obligó a abandonar el ataque. Al
tiempo que lanzaba una imprecación, efectuó un pronunciado viraje y
emprendió el regreso.
En
esos momentos, el segundo Avro Lincoln se disponía a abalanzarse sobre
Pajas Blancas, el bombardero entró en corrida de tiro volando a baja
altura, con las compuertas inferiores abiertas y disparando sus cañones.
El
primer teniente Rogelio Balado se hallaba en la cabina de su Gloster
Meteor cuando se le ordenó decolar para interceptar al enemigo pero el
nervioso operador civil que debía enchufar las baterías eléctricas, no
atinaba a conectar el cable. Tras varios insultos e imprecaciones, logró
hacerlo y el piloto comenzó a carretear, en el preciso momento en que
las bombas estallaban muy cerca suyo.
Una
vez en el aire, Balado enfiló hacia el Avro Lincoln pero
inexplicablemente se resistió a disparar, porque sabía que en su
interior había compañeros de armas. Lo que hizo fue comunicarse por
radio para intentar disuadirlos y plegarlos a la revolución, pero le
respondieron con insultos.
En
vista de la situación, siendo inminente el ataque a las posiciones de
Lonardi, el comando de la aviación rebelde despachó hacia Mendoza un
Beechcraft AT-11 a bordo del cual viajaba el capitán de fragata Carlos
García Fabre con la misión de solicitar a Lagos la pronta intervención
del II Ejército de Cuyo.
El
avión partió a las 06.00 y aterrizó una hora y media después sobre un
camino asfaltado al sur de Argüello, desde donde el emisario fue
conducido en jeep hasta el puesto de mando del general Lagos. Como ya se
ha dicho, en la entrevista que mantuvieron ambos, García Favre habló de
la necesidad que tenía Lonardi de refuerzos, abandonado prácticamente a
su suerte y acorralado por fuerzas enemigas.
Mientras
se desarrollaba la conversación, el aparato que había traído a García
Favre regresó a Córdoba y una vez en el aire, al sintonizar su radio,
escuchó que San Luis también de plegada a la revolución. Sin pensarlo
más, se dirigió a Villa Reynolds, asiento de la V Brigada de Caza y
Ataque, donde aterrizó una hora después comprobando que la misma se
hallaba realmente en poder de efectivos rebeldes.
El
avión regresó a Mendoza para recoger a García Favre que con la certeza
de que El Plumerillo también se había plegado, se dispuso a volar de
regreso a Córdoba para informar a su superior.
En
Villa Reynolds, el AT-11 embarcó hombres y armamentos y partió
presurosamente hacia la Escuela de Aviación Militar, en la provincia
mediterránea, donde aterrizó una hora después, con tan valioso
cargamento.
Una
medida precautoria, sumamente acertada, fue el traslado a las cárceles
de la capital provincial de los suboficiales leales detenidos en la
Escuela de Suboficiales de Aeronáutica dispuesto por el comodoro
Krausse. Para ello se organizó una larga caravana de camiones y ómnibus,
que partieron de la base escoltados por una fuerte custodia armada.
A las 07.00 horas un avión DL-22 rebelde tripulado por el teniente Raúl A. Barcalá y el cadete Héctor Destri2
despegó de la Escuela de Aviación para efectuar una misión de
patrullaje. El aparato, provisto de una ametralladora, detectó al III
Grupo de Artillería Antiaérea Liviana de Guadalupe cuando levantaba
campamento en Monte Cristo para seguir al Regimiento 12 de Infantería
hacia a la ciudad de Córdoba, y se dispuso a atacarlo.
Barcalá
hizo una pasada rasante arrojando panfletos revolucionarios mientras el
cadete Destri abría fuego con su ametralladora. Las baterías le
perforaron parte del fuselaje y los tanques de combustible obligándolo a
retirarse mientras despedía una perceptible columna de humo.
El
avión llegó a destino en emergencia y al pedir pista, su piloto notó
que el tren de aterrizaje no bajaba. Un proyectil de 12.5 mm le había
destruido el dispositivo y eso no le dejó otra opción que efectuar un
aterrizaje de emergencia extremadamente peligroso.
El
aparato tocó tierra con el patín de cola, en plena corrida redujo la
velocidad, bajó la panza y se posó sobre la pista, rompiendo las palas
de la hélice.
Al
ver aquello, el personal de tierra comenzó a correr hacia la aeronave
siniestrada, notando para su alivio, a medida que se acercaba, que la
tripulación había resultado ilesa.
Ni
bien abandonó la cabina, Barcalá corrió hacia el edificio para informar
al comando las últimas novedades, entre ellas el avance del ejército
peronista en dirección a Córdoba.
La
actividad aérea de aquel día 18 de septiembre fue la siguiente se
completó con las siguientes misiones: a las 07.30 un avión Fiat partió
hacia Villa Reynolds, estableciéndose previamente una clave y un límite
de tiempo. Transcurrido el mismo, de no haber novedad, se consideraría
aquellas tropas, brigada enemiga y se procedería, en consecuencia3.
A
las 07.58 otro DL-22 realizó una misión de reconocimiento a lo largo de
las vías del ferrocarril a Río Tercero; cincuenta minutos después un
segundo Fiat detectó tropas enemigas ingresando a Córdoba por el este
llevando un considerable número de piezas de artillería y al
sobrevolarlas, recibió intenso fuego antiaéreo, escapando a baja altura
sobre los techos de las casas particulares.
A
las 08.00 horas de aquella fría mañana de domingo comenzó el combate
por el dominio de Córdoba. A esa hora, las fuerzas del general Iñíguez
penetraron por el sector oeste de la ciudad en dirección a la estación
ferroviaria. Francotiradores civiles apostados en los edificios
circundantes abrieron fuego sobre la vanguardia y esta respondió.
Las
tropas peronistas descendieron de sus vehículos y se desplegaron
ordenadamente bajo un fuego por momentos intenso y por otros esporádico,
constituyendo un perímetro defensivo extremadamente efectivo.
En
pleno combate, el general Iñíguez agrupó a sus efectivos y reinició el
avance en dirección a Alta Córdoba, desplegando sus soldados por la
playa de maniobras contigua a la estación ferroviaria, entre los
numerosos vagones y máquinas que allí se encontraban.
El
constante tiroteo de los comandos civiles obligó a Iñíguez a colocar a
sus efectivos de frente, mirando al oeste y ordenar su desplazamiento
por el sector norte de la línea férrea a efectos de penetrar por la
parte posterior y tener a cubierto a su gente. Allí, en la estación,
civiles peronistas se acercaron para ofrecer su concurso, provistos de
armamento algunos y solicitándolo otros.
Las
ametralladoras del 12 de Infantería comenzaron a batir la calle Antonio
del Viso donde se hallaban concentradas la mayor parte de las fuerzas
rebeldes, logrando (los leales) el completo control del sector inmediato
a la estación a las 09.30 de aquella mañana.
La
situación para los rebeldes se fue tornando preocupante ya que veían
como las tropas de Iñiguez avanzaban inexorablemente hacia sus
posiciones y por esa razón, el comodoro Krausse dispuso bombardearlas
despachando desde la Escuela de Aviación Militar al teniente Barcalá a
bordo de un Calquin A-70, provisto de napalm.
Cuando
los operarios de la base terminaron de colocar el tambor que portaba
los cuatro proyectiles de napalm de 50 kilogramos, el teniente Barcalá
trepó hasta la cabina de su avión, encendió sus motores y comenzó a
carretear mientras en la ciudad, las tropas del general Iñíguez sufrían
las primeras bajas, entre ellas, un conscripto muerto y diez heridos.
Las
fuerzas leales, sometidas a intenso fuego por parte de francotiradores
apostados en las azoteas de los hoteles Castelar, Savoy y viviendas
particulares, intentaban afianzar las posiciones pese a que su
vanguardia, conformada por la 1ª Compañía del regimiento, debió
replegarse, retirando de paso a uno de sus morteros.
Cerca
de media mañana, cuando hacía más de una hora que se combatía, apareció
el Calquin del primer teniente Barcalá volando a tan baja altura, que
arrancó con su patín de cola varios metros de cables de luz. Barcalá
detectó desde lejos el humo de las locomotoras y hacia allí enfiló,
pensando que a bordo de los trenes llegaban tropas leales. A la altura
de la estación soltó sus cargas y comenzó a alejarse, siempre volando
bajo.
Las
bombas de napalm impactaron en los vagones, desatando un verdadero
infierno. Una profunda sensación de angustia embargó a Barcalá cuando se
retiraba, al pensar en las numerosas víctimas que debería haber
ocasionado. Suponía que en el tren venían soldados y por ello lo atacó,
ignorando que los mismos habían llegado en ómnibus y camiones. Una de
las bombas perforó el techo de la estación y quedó alojada en su
interior, sin explotar, cosa de la que se percató el general Iñiguez
arrojado cuerpo a tierra bajo un vagón, las otras tres estallaron con
inusitada violencia, generando los terribles incendios a los que nos
hemos referido anteriormente.
En
su viaje de regreso, Barcalá detectó al grueso de las columnas de
Iñíguez avanzando por la Ruta 9, novedad que se apresuró a reportar a la
torre de control. Ene se preciso instante, su avión fue alcanzado por
las antiaéreas, sufriendo la perforación de su tanque de combustible y
la destrucción de uno de los portabombas.
Barcalá
descendió lo más que pudo a fin de evitar nuevos impactos y volando a
la altura de los árboles, enfiló hacia la Fábrica Militar de Aviones,
donde aterrizó prácticamente en emergencia, desperdigando una
considerable cantidad de combustible. Cuando mecánicos y operarios se le
acercaron, les hizo señas para que cortasen inmediatamente los motores
porque los tanques de reserva podían explotar.
Tras
el ataque de Barcalá, llegaron más aviones para hostigar las fuerzas
leales. El primero fue un DL-22, que a las 09.30 ametralló una columna
de camiones militares que se dirigían presurosamente desde Alta Gracia a
Córdoba; una hora después hizo lo propio un aparato similar y a las
11.15, un biplaza Fiat efectuó misión de reglaje sobre posiciones leales
estacionadas en Malagueño.
Al
medio día de aquella tercera jornada de guerra, el general Videla
Balaguer salió al aire por las radios cordobesas, para arengar a la
población civil, informando que el general Lonardi se mantenía firme en
su puesto de combate y que la victoria pertenecía a las armas rebeldes.
Mientras
tanto, en el frente de lucha, después de la última incursión aérea, el
combate bajó un tanto su intensidad porque el general Iñíguez, en lugar
de batir las posiciones rebeldes ubicadas en las calles Juan B. Justo y
Suipacha, decidió esperar al grueso de sus fuerzas que aún avanzaban por
la Ruta Nacional Nº 9. Su llegada a Alta Córdoba tenía notablemente
preocupado al alto mando rebelde rodeado por las fuerzas
gubernamentales, sin apoyo y con su munición comenzando a escasear. Sin
embargo, pese a lo precario de su situación, el general Lonardi y el
coronel Ossorio Arana mantuvieron la calma demostrando tranquilidad
frente a la tropa con permanentes recorridas por las posiciones, aún en
horas de la noche y bajo fuego, brindando aliento a sus cuadros e
incentivando su valor. La notable desproporción de fuerzas angustiaba a
ambos, pero su presencia de ánimo mantuvo en alto la moral de sus
efectivos.
Mientras Iñíguez combatía en la capital provincial, el general Morello volvió a ocupar Alta Gracia, instalando su jefatura en la comisaría local donde se habían dado cita el gobernador Luchini y un centenar de policías s con los que había llegado a bordo de un camión enviado desde Río Cuarto por el general Falconier. Desde Buenos Aires, el general Lucero despachó hacia allí a los generales Arnaldo Sosa Molina y Apolinario López, el primero para imponer al general Morello de la situación e instarlo a iniciar inmediatamente el avance sobre Córdoba y el segundo para hacer lo propio ante el general Aquiles Moschini, comandante de la V División estacionada en Deán Funes. Mientras tanto, el general José María Sosa Molina recorría el amplio dispositivo leal a efectos de imponerse de la situación y elevar un informe destinado a Perón.
Obedeciendo
las órdenes impartidas, el general Morello inició el avance en
dirección a la Escuela de Aviación Militar, a bordo de camiones y
ómnibus del Ejército, algunos de los cuales llevaban enganchadas piezas
de artillería. Sin embargo, su avance fue detectado por las fuerzas
rebeldes y poco después cayó sobre él una infernal lluvia de
proyectiles.
El
sorpresivo ataque detuvo a Morello, mientras la artillería enemiga,
reglada desde la loma en la que se hallaba la Escuela de Aviación, batía
sus posiciones y obligaba a dispersarse en dirección a Alta Gracia, en
medio de terribles explosiones.
Para
entonces, un Beechcraft AT-11 había atacado a las tropas que se
movilizaban al sur de la Escuela, en cercanías del monumento a la
aviadora Mary Steeford (12.00) y una hora después un aparato similar
bombardeó con napalm, a la altura de La Lagunita, a una segunda columna
de veinte camiones que transportaba tropas y artillería desde Alta
Gracia hacia la Escuela de Aviación Militar. El aparato hizo varias
pasadas ametrallando a esas fuerzas y recibió fuego antiaéreo que logró
evadir.
Mientras
tanto, las fuerzas del general Moschini avanzaban hacia Jesús María,
permanentemente acosadas por vuelos casi rasantes de la aviación
enemiga. A las 16.30 sufrieron el ataque de un Beechcraft AT-11 que voló
hacia ellas a baja altura y unos metros antes de llegar al objetivo se
elevó para descargar sus bombas. Fue impresionante ver, en medio de las
explosiones, a los soldados de Moschini corriendo en busca de protección
mientras las explosiones hacían vibrar la tierra. A este ataque le
siguieron otros hasta las 18.40, cuando una escuadrilla completa de
siete bombarderos atacó la formacióncon resultados devastadores para la
moral enemiga. Las tropas de Moschini sufrieron terribles daños y
numerosas bajas.
Poco
antes del ataque, el alto oficial había recibido instrucciones del
general Morello, indicándole que después de unirse a las tropas del
Liceo, debía avanzar sobre el foco de resistencia revolucionaria,
efectuando un movimiento envolvente a través del Cerro de las Rosas en
tanto él mismo atacaba por el sur.
Con
la llegada del general Apolinario López, Moschini movilizó sus fuerzas,
adelantando hacia la localidad de Juárez Celman a un grupo de
exploradores al mando del coronel Julián Trucco. Con la idea de hostigar
a esas tropas, a las 20.45 el mando rebelde despachó un pelotón al
mando del mayor Eduardo Juan Uriburu, quien se puso en marcha sin saber
que el general Moschini había detectado sus movimientos dejando en Jesús
María a la Compañía de Ametralladoras del Regimiento 19 de Infantería,
con la intención de neutralizarlo. Y así ocurrió. Las fuerzas de Uriburu
fueron emboscadas y tras un violento intercambio de disparos, cayeron
prisioneras.
Mientras tanto en Córdoba se reanudaba la lucha.
Dueño
de la estación del ferrocarril, el general Iñíguez adelantó parte de su
vanguardia hasta la plaza Leandro N. Alem, avanzando en combate “casa
por casa”, mientras enfrentaba a los pelotones de civiles que combatían
con valor inusitado apoyados por cadetes y aspirantes de la Fuerza Aérea
que habían sido conducidos hasta allí por expresa disposición de
Lonardi.
En
el fragor de la lucha, se vio repentinamente a una camioneta policial,
requisada por efectivos rebeldes de la Aeronáutica, dirigirse a toda
velocidad hacia el Puente Centenario que cruza el río Suquía5.
A bordo de la misma viajaban el subteniente paracaidista Armando
Cabrera, el cadete de la Escuela de Aviación Militar Miguel Roy y varios
civiles dispuestos a todo. Al llegar al puente, distante a unas seis
cuadras de la estación, un miliciano rebelde les hizo señas y la
camioneta paró. El individuo trepó presuroso y segundos después el
vehículo echó a andar por la avenida Juan B. Justo.
Explica
Ruiz Moreno que la camioneta dobló por Bedoya, hacia la izquierda y
tres cuadras después, se topó con una columna de soldados leales que
avanzaba en fila india, en sentido contrario. A una orden de Cabrera,
los rebeldes abrieron fuego generando un intenso tiroteo que forzó a los
cuadros gubernamentales a ponerse a cubierto y responder la agresión.
En el intercambio de disparos, ráfagas de ametralladoras perforaron la
camioneta policial y abatieron al civil que la había subido en el Puente
Centenario, dejándolo tendido en medio del pavimento e hirieron a
otros.
Cabrera
ordenó el repliegue y aún con las llantas reventadas, el conductor
retrocedió a gran velocidad como mejor pudo, alcanzando el cruce de las
calles, donde giró bruscamente y se alejó hacia el norte tomando por
Rivadero, mientras era tiroteada por las tropas de Iñíguez. Sin darse
cuenta, tomaron la ruta equivocada y sin proponérselo, fueron a
desembocar directamente en la estación del ferrocarril, donde se hallaba
el grueso de las fuerzas de Perón.
La
camioneta se detuvo frente a la plazoleta contigua y allí quedó,
acribillada e inutilizada por una lluvia de proyectiles. El subteniente
Cabrera se arrojó fuera, cuerpo a tierra y con su ametralladora
respondió el fuego en un desesperado intento por facilitar la huida de
sus hombres, ignorando que varios de ellos, especialmente el cadete
Miguel Roy, se hallaban gravemente heridos y no podían moverse.
Rodeado y con la munición agotada, Cabrera alzó un pañuelo blanco y aguardó su detención junto al resto del pelotón.
Siguiendo
el relato de Ruiz Moreno, en la esquina de Jerónimo Luis de Cabrera y
Fragueiro, otro grupo de civiles intentaba resistir el avance
gubernamental, pero la mayoría cayeron heridos.
Mario
Rosella, un joven estudiante antiperonista se hallaba en esa esquina,
disparando contra las tropas apostadas en la estación ferroviaria cuando
las balas comenzaron a picar a su alrededor. Junto a su compañero Raúl
Regazzini corrió a una zanja cercana y allí se arrojaron, sin poder
asomar la cabeza por la intensidad del fuego.
Desde
otra esquina, cadetes de la Fuerza Aérea los vieron y con una
ametralladora pesada y apoyados por varios civiles, intentaron cubrirlos
disparando decididamente sobre las posiciones de Iñíguez. Eso permitió a
Rosella y Regazzini abandonar la zanja y correr hacia el Hotel Savoy,
pero en el trayecto, cuando el primero cruzaba la calle, fue alcanzado
en una pierna.
Regazzini
llegó al edificio sano y salvo y recién allí se dio cuenta de que su
amigo había resultado herido. Sin embargo, para su asombro y el de
muchos de los presentes, lo vio correr rengueando hacia el hotel y
zambullirse en su interior, atravesando con su cuerpo una de sus
vidrieras, lo que le provocó nuevas heridas. Lo peor fue cuando un
turista extranjero que observaba los acontecimientos desde el interior,
fue alcanzado por los disparo y murió en el acto. Minutos antes se le
había pedido a los gritos que se pusiera a cubierto pero hizo caso omiso
de las advertencias.
A las 17.00 horas, la presión de
las tropas gubernamentales comenzó a hacerse sentir con más fuerza y
media hora después, estabilizaban sólidamente sus posiciones.
Preocupado
por la comprometida situación de su gente en el centro de la ciudad,
después de analizar la situación, el general Lonardi, despachó a un
emisario para ordenarle a Videla Balaguer que se retirase.
El
enviado en aquella oportunidad fue el teniente coronel Carlos Godoy
que, una vez en la Casa de Gobierno de Córdoba, pidió ser llevado
inmediatamente ante Videla Balaguer. Lo primero que hizo frente a su
superior, fue cuadrarse y transmitir el mensaje que portaba, agregando
que le era imposible al general Lonardi remitir las piezas de artillería
solicitadas para la defensa de la capital. Las directivas eran
precisas: en cuanto anocheciera, debía retirarse hacia la Escuela por el
camino de La Calera para evitar ser rodeados. Videla Balaguer, un tanto
consternado, meditó unos momentos e inmediatamente después respondió
que permanecería en el lugar, ocurriese lo que ocurriese.
Siguiendo
el ejemplo de su jefe, algo inconsciente de la situación pero
extremadamente valiente, el coronel Juan Bautista Picca, los tenientes
coroneles Roggero y Raúl Adolfo Picasso y el mayor Jorge Fernández Funes
hicieron saber al emisario que permanecerían en sus puestos y que solo
se moverían si Videla Balaguer lo rodeaba.
Y
una vez más, en un momento de alta significación cuando el general
sanjuanino tomó a sus oficiales el juramento de no abandonar por nada la
ciudad y permanecer allí hasta vencer o morir, cosa que aquellos
hicieron de rodillas. Junto a ellos se quedaron también los comandos
civiles, hombres y mujeres valerosos que luchaban decididamente contra
un enemigo superior y mucho mejor equipado.
Cuando
Godoy regresó a la Escuela esquivando el cerco impuesto por el ejército
peronista, se presentó presurosamente ante el general Lonardi y le
informó sobre la actitud asumida por Videla Balaguer, el hecho
sorprendió y desagradó al máximo jefe del alzamiento, que al saber la
noticia, solicitó que se estableciera urgente comunicación con Córdoba.
Cuando los generales estuvieron en contacto, se produjo la siguiente
conversación:
Lonardi: Videla, ¿cómo es
eso de que no va a abandonar Córdoba? ¿No se da cuenta que van a morir todos?
Están rodeados y la munición es poca. Hágame caso, abandónela al obscurecer.
Videla Balaguer: Señor general: ¡si abandonamos Córdoba se pierde la Revolución!. Además, ¿no oye que la Radio del Estado propala que yo me he fugado a las sierras y que las tropas leales entran a Córdoba y son recibidas con flores? Sepa, mi general, que a todos los jefes, oficiales y comandos civiles que combaten a mi lado les he tomado el juramento de triunfar o morir, sin retirada ni exilio; así que comprenda, mi general, que yo no voy a ordenar la retirada.
Lonardi se dio cuanta de la firme posición de su par y comprendió.
Lonardi: Bueno, Videla: si usted quiere morir, que Dios lo ayude.
Videla Balaguer: Mi general: voy a hablar por radio a Córdoba y al país.
Lonardi: Haga lo que quiera. Buenas noches - y cortó6.
Los
combates arreciaban en las calles de Alta Córdoba cuando Videla
Balaguer habló a la ciudadanía por LV2. En su alocución, el alto oficial
explicó que lejos de lo que aseguraban las versiones gubernamentales,
se mantenía firme en su puesto de combate junto a oficiales, soldados y
civiles y que no pensaba moverse de ahí. Acto seguido se dirigió a las
tropas leales que en esos momentos lo atacaban y las llamó a la
reflexión, invitándolas a deponer la actitud y matar a sus hermanos.
Videla Balaguer habló de justicia y libertad y calificó de loco y
cobarde a un presidente de la Nación capaz de pedir a la ciudadanía la
muerte de cinco opositores por cada uno de sus caídos y propuso a las
tropas leales que se pasasen a su bando para festejar al día siguiente
el triunfo de la unión del pueblo bajo la advocación de la Virgen
Generala que reverenciaron oportunamente Belgrano y San Martín. Por
supuesto que nadie accedió a su pedido.
A
poco de finalizar la transmisión tuvo lugar un hecho sumamente extraño.
Un oficial joven se acercó a Videla Balaguer para decirle de que un
emisario aguardaba fuera del puesto de mando para ser atendido. Se
trataba del teniente coronel Macías, el mismo que el día anterior había
servido de enlace entre los generales José María Sosa Molina e Iñíguez y
que había desertado para combatir con las fuerzas rebeldes. Videla lo
recibió y al saber sobre su misión anterior, le encomendó intermediar
ante Iñíguez a los efectos de gestionar un parlamento, cosa que aquel
aceptó sin vacilar (Macías era famoso por su carácter un tanto alocado).
-¿Usted se anima? – le preguntó Videla.
-¡Por supuesto, mi general!
-Vaya entonces y dígale a Iñíguez que lo espero aquí y que será
recibido con todos los honores.
Macías
partió pero al llegar al puesto de mando de las fuerzas
gubernamentales, despertó sospechas. Iñíguez recordaba perfectamente que
el día anterior lo había recibido como emisario de Sosa Molina y le
extrañó aquella actitud contradictoria.
-Pero… ¿usted de que lado está? – le preguntó sumamente extrañado al verlo llegar.
Macías comprendió el riesgo que corría e intentó eludirlo con
engaños.
-Fui hecho prisionero, mi general. Me envían como mensajero.
-¿Prisionero, no? Bueno, ahora es prisionero nuestro – respondió
el jefe peronista y acto seguido, llamó a su guardia y lo hizo detener7.
Con
la llegada de la noche se impuso un alto un alto el fuego en todo el
frente, ocasión que el general Iñíguez aprovechó para impartir
directivas respecto a la evacuación de heridos y la distribución de
alimentos. En la estación del ferrocarril, varios vagones ardían
iluminando los alrededores y en otros puntos de la ciudad, signos de la
batalla evidenciaban su intensidad.
Iñíguez
dispuso el retiro del Grupo de Artillería Antiaérea hacia un lugar más
seguro a efectos de preservarlo de posibles ataques y acto de sabotaje y
después de comer su ración, procedió a elaborar el informe que debería
elevar al general José María Sosa Molina. En el mismo, explicaba
detalladamente las causas por las cuales no había marchado en dirección
al Cabildo, es decir, hacia el centro de la ciudad (de acuerdo a lo
solicitado por el general Morello), creyendo más conveniente afianzar
las posiciones capturadas y proceder a avanzar en las primeras horas de
la mañana.
El
general Sosa Molina recibió el informe y después de leerlo estuvo
completamente de acuerdo, cosa que se apresuró a manifestar a través del
siguiente despacho: “Su agrupación, que hasta el momento ha cumplido
brillantemente la misión asignada, mantendrá y consolidará durante la
noche los lugares alcanzados. Deberá prever la adopción de fuertes
medidas de seguridad en el flanco y retaguardia, e informará por el
mismo medio, situación y lugares alcanzados por su Agrupación. Las armas
que sean tomadas a los civiles rebeldes podrá utilizarlas de acuerdo a
sus necesidades”
.
Años
después, el propio Iñíguez explicaría a Ruiz Moreno que durante aquella
intensa jornada, las tropas a su mando se habían comportado
magníficamente y que ello se debió, en gran medida, a la calma y
serenidad que demostraron sus mandos. “…si se asusta o empieza a vacilar, ahí empieza…Yo había sido profesor de Historia Militar y eso me obligó a leer una serie de episodios; y si bien no estuve en ninguna guerra directa, tenía una idea por el relato de muchas”. Aquel día el general gubernista supo lo que era la guerra.
Tras
consumir su ración, pasar revista y elevar el mencionado informe,
Iñíguez se echó bajo un vagón y se quedó profundamente dormido.
Para
entonces, el general Morello, hostigado durante toda la jornada por la
aviación rebelde, se había replegado tres kilómetros en dirección a Alta
Gracia para establecer su puesto de mando en una escuelita rural
abandonada, ubicada a la vera del camino. Allí, mientras él y sus
oficiales analizaban la situación, el coronel Héctor Echenique le
propuso un plan audaz, por medio del cual, llevaría a cabo una ataque
por detrás de la Escuela de Aviación Militar aprovechando la obscuridad
de la noche.
Morello
escuchó el plan detenidamente y lo desechó por considerarlo inútil y
riesgoso. Según su teoría, al verse atacadas desde la retaguardia, las
fuerzas revolucionarias batirían los alrededores con su artillería y
provocarían gran número de bajas entre sus 3000 efectivos. Informe.
Desde su punto de vista y el de su oficialidad, lo mejor sería aguardar
las primeras luces del día siguiente y reemprender la marcha.
Morello
no estaba equivocado ya que, poco después, las baterías de Lonardi
abrieron fuego y comenzaron a batir las rutas de aproximación,
conteniendo su avance.
Eran las 22.30 horas cuando un bombardero rebelde AT-11 arrojó bengalas para iluminar los alrededores de la Escuela
de Aviación Militar y facilitar el fuego nocturno a la artillería. Eso
obligó a la vanguardia de Morello a replegarse y colocarse fuera de su
alcance8.
Uno de los partes de guerra revolucionarios emitidos aquel día indicaba lo siguiente: “El
12 de Infantería, proveniente de Santa Fe, ocupa las instalaciones de
la Estación de trenes General Belgrano, ubicada en Alta Córdoba.
Militares y civiles no ceden un palmo de terreno, luchando con ardor e
infligiendo bajas que aumentan las causas del derrumbe material y moral
de las fuerzas opositoras. Muy efectiva resultó la ayuda de la aviación
de bombardeo, que utilizando bombas incendiarias ‘Napalm’ hostigaba
continuamente y aceleraba la rendición de las fuerzas leales”.
De la revista “Cielo” extraemos del diario de un cadete: “18
se septiembre (domingo): Para variar, llega la orden de cambiar
posiciones y nos replegamos más hacia los edificios, formando un arco de
círculo que defiende el sector sudeste de la Guarnición. Sin embargo,
no tomamos posición allí sino que esperamos nueva orden. Uno de mis
hombres ve gente a unos 1500 m. delante de nuestra posición y la dar la
novedad se me ordena salir a patrullar. No encontramos nada más que los
pobladores de las casas, bastante asustados por cierto. Al regreso (no
pasa media hora) llega la orden de reunir toda la gente frente a la
Dirección de la Escuela.
“Allí
encontramos los grupos de civiles y la gran mayoría de la tropa.
Encuentro a varios compañeros y de sus respuestas colijo que estoy en
uno de los puestos más ingratos…pero me siento orgulloso de ello…he
llegado a formar un grupo consciente y aunque no muy aguerrido, por lo
menos valiente.
“Aprendo mucho acerca del arte de la conducción…Me doy cuenta de lo que significa el ejemplo en casos como éste.
“Es
risible el estado que denotaba la Escuela: unos con camperas de cuero,
otros con sacos de paracaidistas, algunos armados con armas sacadas
quién sabe de dónde…
“Luego
de comer un plato de arroz que tiene un sabroso gusto a tierra
cordobesa, volvimos a descansar frente a la Dirección. El descanso no es
muy prolongado pues el Alf. C(astro)…levanta a la Ca. y la conduce
hacia el sector sudeste. Al principio creímos que tomaríamos posición en
aquel sector, pero de pronto nuestras baterías comenzaron a hacer fuego
y nos desplegamos en formación de combate. No fue nada agradable
desplazarme casi dos kilómetros con el equipo a cuestas para tomar
finalmente posición en una vía férrea.
“Se
han avistado cinco camiones en las estribaciones de las sierras, hacia
el sudoeste, y ya está toda la Ca. desplegada formando un cinturón que
les será muy difícil atravesar.
“El
ex jefe de la 4ª División se encuentra al frente de este batallón o Ca.
que parece contar con alguna cuaatritubo y una que otra Colt.
“Una
vez construidas las posiciones, la noche trajo una creciente inquietud
en todos nosotros; durante todo su transcurso esperamos el ataque, por
lo tanto no dormimos nada…Hace tres días que andamos mal dormidos y a
causa de eso me cuesta un triunfo mantener la tropa despierta; pero unos
ruidos raros del frente me ayudan a inculcarles el temor e inquietud
indispensables para mantenerlos alerta. (A la mañana siguiente me entero
que la productora de los ruidos había sido una flaca yegua madrina.)
“Con todos estos inconvenientes la noche se nos hizo larga...”.
Lamentablemente
aquella noche del 18 de septiembre tuvo lugar un hecho desgarrador y,
posiblemente, el más tristes y dolorosos de la contienda.
A
bordo de un vehículo particular conducido por Marcelo Amucháustegui
viajaba Beatriz Roqué Posse, la joven esposa del capitán Mario Efraín
Arrubarrena, muerto en combate el día 16. Viajaban con ella su pequeño
hijo Mario Eduardo, de solo siete meses de edad, su padre, Juan Carlos
Roqué Posse, Miguel Angel Cárrega Núñez (tío de Beatriz) y Teresa Pitt.
Por
consejos de su familia, Beatriz y el pequeño habían sido enviados a
Icho Cruz, localidad próxima a Villa Carlos Paz, con la intención de
alejarlos del peligro, pero enterada del fallecimiento de su esposo, la
desconsolada mujer decidió regresar a la ciudad.
Al
llegar a Cosquín, en plena noche, el conductor se dio cuenta que tenía
que cargar aceite y por esa razón, se encaminó a una estación de
servicio. Era entrada la noche en el pueblo y nadie los atendió (había
mucho temor en la población), por lo que decidieron seguir hasta la
cercana comisaría para solicitar ayuda. Al llegar a la dependencia, el
policía apostado de guardia apuntó su arma y preguntó a viva voz: “¡¿Revolucionarios?!” a lo que Amucháustegui, que había descendido del auto, respondió afirmativamente: “¡sí, revolucionarios!”.
Al
escuchar aquello, pensando que se trataba de un intento de copamiento,
el policía abrió fuego a quemarropa alcanzando de lleno a Amucháustegui,
que cayó gravemente herido.
Al ver la escena, Cárrega Núñez intentó interceder: “¡No disparen, cobardes!”
gritó desde el interior del rodado, pero para entonces, atraídos por
las descargas de su compañero, otros efectivos salieron de comisaría
disparando contra el vehículo.
Juan
Carlos Roqué Posse murió dentro del auto; su hija, sin dejar de gritar,
le quitó a Teresa Pitt el pequeño de los brazos y como acto reflejo,
salió corriendo por la calle, en dirección opuesta a la unidad policial.
Un disparo mató al niño y otros dos la alcanzaron a ella en la cabeza y
en una pierna.
La
joven mujer cayó sobre el pavimento, en medio de un charco de sangre y
allí quedó tendida. Los efectivos policiales también abatieron a Miguel
Ángel Cárrega Núñez en tyanto Teresa Pitta recibió heridas en el brazo y
la mano derecha.
Cuando
el tiroteo finalizó, los policías se aproximaron lentamente comprobando
el desastre que habían ocasionado: cuatro muertos, entre ellos un niño
de muy corta edad y dos heridos graves. El automóvil de Amucháustegui,
en cuyo interior se hallaba el cadáver de Roqué Posse y Teresa Pitt
presa de una crisis, ofrecía un cuadro estremecedor.
Un
vecino de Cosquín, de ascendencia japonesa, se atrevió a salir en la
noche e intentó socorrer a Beatriz y al niño, pero ya era tarde.
Cuando
la guerra finalizó, los policías implicados en lo que quizás fue el
suceso más impactante de aquella verdadera contienda civil, fueron
enjuiciados y condenados a prisión, un castigo leve para quienes que
pedían a gritos su fusilamiento.
El sangriento conflicto seguía cobrando la vida de decenas de víctimas inocentes.
Imágenes
Fotografías de Jorge R. Schneider obtenidas durante los sucesos quer tuvieron lugar entre
el 16 y el 21 de septiembre de 1955 en la ciudad de Córdoba
Fotografías de Jorge R. Schneider obtenidas durante los sucesos quer tuvieron lugar entre
el 16 y el 21 de septiembre de 1955 en la ciudad de Córdoba
Civiles acuden al llamado de las armas dispuestos a luchar contra Perón |
Comandos civiles abordan un ómnibus con destino a la Escuela de Aviación Militar
|
Una voluntaria ofrece su concurso como enfermera para asistir a los heridos. La revolución gana adeptos constantemente |
1 Destacado piloto de pruebas de la Fábrica Militar de
Aviones durante la era justicialista, fue el primero en pilotear el IAe-24
Calquin, el IAe-31 Chingolo, el IAe-30 Ñancú, el DL-22, y los prototipos IAe-27
Pulqui I e IAe-33 Pulqui II así como también varios Gloster Meteor, el ala
Horten planeador IAe-34 Clen Antú, el y el IAe-35 Huanquero (primer
Justicialista del Aire). En 1954 fue designado secretario ayudante del
Brigadier Juan Ignacio San Martín, secretario de Aeronáutica. Durante los enfrentamientos
armados en Córdoba se mantuvo fiel a Perón volando como enlace un Beechcraft
D-18 que en cierta oportunidad fue ametrallado por un Gloster Meteor rebelde
que lo obligó a descender casi al ras de la superficie y volar entre los
árboles.
2 Jefe de la Base Aérea
Militar de Malvinas durante la guerra del Atlántico Sur, tuvo a su cargo el
aeropuerto de Puerto Argentino y fue el artífice de los simulacros de impacto
que hicieron creer a los británicos que habían dañado la pista, manteniéndola
operable durante todo el conflicto.
3 A las 13.00 el piloto trajo la confirmación de que la base aérea se
había pegado al movimiento.
4 Esas tropas debían incorporarse en Jesús María a los efectivos del Liceo
Militar que comandaba su director, el coronel Eduardo Sabella.
5 También denominado Río Primero.
6 Isidoro Ruiz Moreno, op. cit, pp. 265-266.
7 Ídem, p. 267.
8 Dos horas antes otro avión había
tenido problemas para aterrizar debido a la total obscuridad de la base
rebelde, razón por la cual, fue dirigido por radio hasta alcanzar la pista
Publicado 20th January 2013 por Alberto N. Manfredi (h)