LA BATALLA DEL RIO DE LA PLATA
Eran las 08.00 de la mañana y empezaba a amanecer cuando los destructores de la Escuadra de Ríos, ARA “Cervantes” (D-1) a las órdenes del capitán Pedro J. Gnavi y ARA “La Rioja” (D-4),
bajo el mando del capitán Rafael Palomeque, soltaron amarras y
abandonaron las radas de la gran base naval para internarse en Río de la
Plata.
Mientras
eso ocurría, varias lanchas cruzaban el canal desde los astilleros
hasta la Escuela, transportando efectivos de Infantería de Marina para
que tomasen posiciones de combate en ese sector. Hacía mucho frío y la
creciente humedad empapaba las cubiertas de las embarcaciones
dificultando los movimientos del personal.
Mientras los destructores se alejaban separados uno del otro con el “La Rioja” delante y el “Cervantes”
detrás, sus tripulaciones, a viva voz, recibieron la orden de colocarse
sus cascos y salvavidas y adoptar zafarrancho de combate. La
tranquilidad reinaba a bordo, en parte por la buena preparación de los
cuadros y en parte porque nadie esperaba problemas porque la misión
asignada parecía sencilla: había que bloquear la navegación en el Plata y
evitar la llegada de buques a los puertos bonaerenses, algo que, a
simple vista, no representaba riesgos de magnitud.
Los
destructores navegaban lentamente, para dar potencia a sus motores una
vez en aguas abiertas, debido a que sus calderas eran bastante vetustas.
Lo hacían bajo estricto silencio de radio y con buen tiempo pese a que a
lo lejos se percibía el avance de un frente de tormenta.
Había
mucho viento y el frío calaba los huesos cuando el sol emergía
lentamente por el horizonte provocando en las tripulaciones una
sensación de agrado, no así en sus comandantes ya que, de persistir esas
condiciones, la aviación enemiga podría actuar con facilidad.
Las
naves llagaron a la boya de Punta Indio y de allí viraron hacia la
costa uruguaya, frente a la cual navegaron lentamente en dirección
oeste.
De
los dos comandantes, el más preocupado era Palomeque, que en su celo
profesional, había recomendado la máxima atención en espera de un
posible ataque aéreo. Enfundado en su gabán, con las manos en los
bolsillos y la gorra calada hasta las orejas, el veterano marino
observaba los movimientos con sus anteojos de gran aumento (era corto de
vista), sin decir nada.
La
alegría y emoción inicial de los marineros más jóvenes fue
desapareciendo ante las permanentes indicaciones de alerta que, en ambas
embarcaciones, dieron lugar a sentimientos de seriedad y preocupación.
A estribor, sobre el puente de señales del “La Rioja”,
se encontraban los cadetes Juan Angel Maañón y Jorge Augusto
Fiorentino, atentos ambos a todos lo que ocurría. Los artilleros, por su
parte, se hallaban en sus puestos, listos para accionar sus cuatro
cañones de 120 mm, dos a proa y dos a popa, más dos montajes de
ametralladoras Bofors de 40 mm, uno entre las chimeneas y otro en la
popa, armamento poco adecuado para enfrentar un ataque aéreo.
Por
el lado leal, la Fuerza Aérea ya estaba en alerta cuando las primeras
luces del 16 de septiembre asomaban por el horizonte. El alto mando
había llamado a sus miembros a una reunión urgente y poco después, desde
la sede de Lavalle 2540, su titular, el brigadier Juan Ignacio San
Martín, partió hacia el Ministerio de Guerra para ponerse a disposición
de Perón y explicarle la situación.
Mientras
San Martín se dirigía al Ministerio, su segundo, el brigadier Juan
Fabri se trasladaba al Aeroparque para abordar un DC-3 del Comando en
Jefe, decidido a volar inmediatamente a la Base Aéreade Morón.
Aquella
mañana, temprano, el capitán de fragata Hugo Crexell, de la Aviación
Naval, se presentó en el Ministerio de Ejército, expresamente convocado
por las altas autoridades de Gobierno, para hablar personalmente con
Perón. El valeroso piloto fue conducido por los pasillos del edificio
hasta la oficina en la que el primer mandatario se hallaba reunido con
miembros de su gabinete. Venía de realizar un importante programa de
instrucción en el extremo sur del país, que incluía ejercicios de ataque
a embarcaciones desde aeronaves que habían causado muy buena impresión
en el Alto Mando. Y aunque todavía no lo sabía, en esos cruciales
momentos, le esperaba una tarea de importancia, es decir, una verdadera
misión de guerra.
Mientras
caminaba por los pasillos, guiado por un oficial del Ejército, Crexell
ignoraba que se le iba a encomendar una misión de guerra y que estaba a
punto dirigir la primera batalla aeronaval de la historia argentina.
Junto
a su guía, se detuvieron frente a una de las puertas de la dependencia e
inmediatamente después, ingresó a un amplio salón donde lo recibió el
ministro de Marina en persona, almirante Luis J. Cornes, quien lo
condujo hasta la oficina donde se encontraba Perón en compañía de varios
funcionarios.
-Este,
mi general, es el piloto que se mantuvo leal el 16 de junio y que
comandó los ejercicios aeronavales con gran pericia en el sur – le dijo
Cornes al presidente después de cuadrarse y hacer la venia– Es quien
está a cargo del Comando de Aviación Naval.
Nervioso
e incluso perturbado, por hallarse ante una de las personalidades más
poderosas de la historia de América, Crexell se cuadró y permaneció
firme.
Perón
se veía preocupado cuando le estrechó la mano y le dijo que debía
“limpiar” de elementos rebeldes el Río de la Plata. Le dio algunas
explicaciones y acto seguido, ordenó a San Martín que lo condujese
personalmente hasta Morón, con la expresa indicación de “hacer lo que él
creyera conveniente”; en una palabra, debían cumplirse todas sus
directivas (las de Crexell) sin cuestionamientos de ninguna índole.
-Vaya
usted con él y póngalo al mando – le ordenó a San Martín y dirigiéndose
nuevamente a Crexell agregó – ¡Dele leña a esos traidores! ¡Adopte las
medidas que crea necesarias!
Crexell
hizo el saludo militar y junto a San Martín abandonó presurosamente el
Ministerio en dirección al Aeroparque, donde lo aguardaba un helicóptero
con los motores en marcha, listo para despegar.
La
aeronave se elevó e inició su viaje hacia Morón, atravesando la Capital
Federal hacia el oeste. Una vez en la base, el piloto naval saltó a
tierra pensando que San Martín lo seguiría pero grande fue su sorpresa
al ver que el alto oficial permanecía en su asiento, sin moverse.
Crexell
volvió sobre sus pasos para preguntarle que ocurría y quedó absorto al
escuchar del propio jefe aeronáutico que como no era bien visto en el
lugar, regresaba inmediatamente a Buenos Aires.
Todavía
absorto, Crexell retrocedió unos pasos y se quedó parado en la pista
viendo como el helicóptero levantaba vuelo y se alejaba, sin comprender
todavía cual era la situación.
Una
vez frente al brigadier Fabri, el recién llegado hizo saber las órdenes
que le había dado Perón y enseguida dispuso un vuelo de reconocimiento
para familiarizarse con el área de operaciones y adoptar las primeras
medidas. Subordinado a sus órdenes, Fabri mandó alistar un De Havilland
que, al comando de un alférez, llevaría al mismo Crexell como navegante.
El
avión partió sin inconvenientes y al cabo de media hora detectó a las
unidades rebeldes navegando en aguas próximas a Colonia. El aviador
naval ordenó el regreso y una vez en tierra, se encaminó a la central de
operaciones para notificar la novedad a Fabri y a su segundo, el
capitán Daniel de Marrote, ex colega suyo de la Armada, pasado ahora a
la Fuerza Aérea. Inmediatamente después, ordenó el primer ataque.
En
un clima de gran excitación fue alistada una escuadrilla de cuatro
Gloster Meteor a las órdenes del vicecomodoro Carlos A. Síster, el mismo
que había ametrallado la Base Roja de Ezeiza el 16 de junio, a quien se
le encomendó hostilizar y poner fuera de combate a las unidades de la
Escuadra de Ríos.
Crexell
en persona impartió las indicaciones en la sala de prevuelo y una vez
finalizadas, los pilotos se pusieron de pie y se dirigieron a sus
aviones para efectuar los controles correspondientes, trepar a sus
cabinas y esperar que los mecánicos terminasen de cargar combustible.
Cuando
todo estuvo listo, Síster comunicó a la torre que despegaban y después
de recibir la autorización, comenzó a rodar por el pavimento hacia la
pista principal, seguido por sus escoltas. Una vez en la cabecera, se
detuvo y menos de un minuto después, dio máxima potencia a sus turbinas y
comenzó a carretear a gran velocidad, para decolar en primer lugar,
seguido por sus tres numerales con una diferencia de quince segundos
entre uno y otro.
Mientras
los aparatos remontaban vuelo y enfilaban hacia el sudeste, a varios
kilómetros de allí, en dirección a la Banda Oriental, los destructores
rebeldes continuaban el bloqueo con sus tripulaciones en permanente
estado de alerta.
Los relojes a bordo daban las 09.18 cuando la escuadrilla peronista fue detectada.
-¡¡¡Cuatro aviones a proa!!! – gritó uno de los vigías en el “La Rioja”.
Era el anuncio de alerta; el temido momento había llegado.
El
capitán Carlos F. Peralta, segundo de a bordo, observaba con sus
prismáticos desde el puente de mando cuando sonó la alarma. Intentaba
ubicar a los aparatos pero como no lo logró, le pidió al cadete Maañón
que lo hiciera:
Peralta
enfocó sus binoculares en esa dirección y enseguida distinguió cuatro
puntos pequeños que se acercaban a gran velocidad.
-¡¡Carguen cañones!!- ordenó, directiva que fue pasada a viva voz por los jefes de baterías.
-¡¡Artillería lista, señor!! – fue la respuesta.
En
esos momentos, el comandante le ordenó al teniente de navío Ríos, que
izase la bandera de guerra, indicación que aquel se apresuró a
retransmitir.
-¡¡¡Que
nadie dispare hasta que de la orden!!! – gritó el capitán Palomeque
cuando la aviación peronista avanzaba formada en “V”, tal como se los
había enseñado en los cursos de entrenamiento Adolf Galland, el as de la
Segunda Guerra Mundial contratado por Perón.
A bordo del “La Rioja”
la tripulación vio a los aparatos efectuar un amplio giro en dirección a
Montevideo y colocarse en línea, uno detrás de otro, con el
vicecomodoro Síster a la cabeza.
Al ver eso, el teniente Ríos no tuvo más dudas.
-¡¡¡Nos van a atacar, señor!!!
Palomeque
permaneció incólume en el puente de mando, observando con las manos en
los bolsillos de su gabán, a los aviones que se le venían encima;
Peralta, por su parte, se apresuró a tomar ubicación en su puesto de
combate dando directivas a los gritos mientras el personal corría por la
cubierta.
Con
el sol de frente, las piezas de estribor apuntaron a las aeronaves y
esperaron mientras los constantes alertas anunciaban el inicio de las
hostilidades.
Los
dos primeros cazas se descolgaron de las nubes disparando sus cañones
furiosamente, elevando gruesas columnas de agua a medida que se
aproximaban. El capitán Palomeque ordenó abrir fuego y la pieza Nº 1
comenzó a tronar, accionada por el guardiamarina Julio César Ayala
Torales, a quien asistían los cadetes Edgardo Guillochón y Washington
Bárcena.
-¡¡Viva la Patria, carajo!! – gritaron los oficiales en medio del ensordecedor estruendo.
El
avión de Síster, pasó en primer lugar ametrallando la cubierta;
inmediatamente después lo hizo el segundo, que volaba 1500 metros
detrás, perforando con sus proyectiles la estructura del buque. Sus
impactos destrozaron el foco de señales, varios termómetros y algunos
instrumentos del cuarto de navegación, aunque no causaron bajas.
La
tripulación experimentó estupor y admiración al ver a su comandante de
pie en una saliente del puente, recibiendo el ataque sin buscar
protección. Ninguna bala lo alcanzó.
Palomeque
le ordenó al teniente Federico Ríos que informase al almirante Rojas
que había comenzado el combate y que se estaba respondiendo el fuego. Y
cuando las máquinas atacantes se alejaban hacia el oeste, ordenó el
“alto el fuego”.
-¡¿Averías o heridos?! – preguntaban los suboficiales en medio de la excitación.
-¡Sin novedad! – fue la respuesta.
Segundos después volvieron a sonar las alarmas anunciando un segundo ataque.
Se trataba
de las otras dos aeronaves que llegaban a vuelo rasante, accionando sus
cañones. Las antiaéreas devolvieron el fuego llenando la cubierta de
olor a pólvora y ensordeciendo a sus servidores con los estampidos en
tanto oficiales y marineros, en su necesidad de aflojar tensiones,
lanzaban vivas a la patria y duros epítetos contra un régimen al que, a
esa altura, identificaban como su enemigo.
Los
aviones pasaron sobre el destructor disparando de manera implacable e
inmediatamente después tomaron altura y se alejaron, siguiendo a Sister y
su compañero. El que volaba en último lugar fue el que más daños causó
ya que alcanzó diversos puntos de la estructura, hiriendo gravemente al
cadete Maañón. Un proyectil de 20 mm le había volado el maxilar
inferior, provocándole una espantosa herida que lo dejó sin boca y con
varias de sus piezas dentales perdidas.
Sangrando
en abundancia, el marino se sujetaba el mentón intentando mantener en
su sitio la lengua que le colgaba monstruosamente, sin reparar en los
restos de dientes, sangre y trozos de carne que cubrían su gabán. Un
sentimiento de horror estremeció a sus compañeros al ver su rostro
desfigurado.
-¡¡¡Hijo
mío!!! – gritó el capitán Palomeque tomando al marino por los hombros y
de manera inmediata, ordenó su traslado a la enfermería.
El “La Rioja” presentaba serios daños en su estructura, los más graves, seis orificios de 20 mm bajo la línea de flotación a través de los cuales penetraba el agua inconteniblemente.
La
escuadrilla del vicecomodoro Síster retornó a Morón, aterrizando a las
10.00 horas, sin inconvenientes. Su jefe exteriorizaba euforia cuando
descendió de su aparato y refirió a sus superiores los pormenores de la
incursión, solicitando inmediatamente un nuevo ataque. Se dispuso
entonces, el envío de una segunda formación al mando del vicecomodoro
Orlando Pérez Laborda con la expresa indicación de dejar fuera de
combate a la escuadra.
La
nueva formación despegó quince minutos después y una vez en el aire,
enfiló directamente hacia el objetivo, en momentos en que un frente de
tormenta se aproximaba por el noreste.
Las embarcaciones se encontraban en medio del estuario cuando la Fuerza Aérea volvió a atacar.
El cadete José L. Cortés, del “La Rioja”, fue herido en el rostro. En el “Cervantes”,
el cadete Juan Pieretti, recibió un disparo en la cadera y el capitán
de corbeta Rodolfo de Elizalde resultó levemente quemado por una
trazadora que le rozó su pierna derecha. Los marinos se encontraban en
el puente de mando cuando se produjo el ataque y su rápida reacción, al
arrojarse al suelo, los salvó de una muerte segura. Sin embargo, en esta
nueva incursión, uno de los Gloster pareció ser alcanzado porque al
alejarse hacia el oeste comenzó a perder velocidad al tiempo que
efectuaba un brusco viraje antes de alcanzar la vertical del “La Rioja”. Pese a ello, cuando casi tocaba el agua se estabilizó y se alejó en dirección a Morón.
Mientras
se llevaba a cabo la segunda incursión, el capitán Crexell explicaba al
vicecomodoro Síster y al oficial Islas, la forma en la que debían
hacerse los siguientes ataques, modificando el ángulo de disparos con
corridas de popa a proa y no de costado como lo habían hecho en la
incursión anterior. Eso facilitaría la acción de los pilotos y los
pondría a cubierto detrás de las densas columnas de humo que despedían
las chimeneas de los destructores.
Los
pilotos seguían las explicaciones con atención mientras Crexell las
graficaba en el pizarrón de la sala de comando y cuando su superior
terminó de hablar, corrieron de regreso a los Gloster, para llevar a
cabo una nueva embestida.
Destructor ARA "Cervantes" navegando en aguas del Plata (Imagen: gentileza Fundación Histarmar Historia y Arqueología Marítima) |
Siguiendo esas indicaciones, el tercer ataque al mando de Síster, fue demoledor.
Los relojes señalaban las 11.00 cuando el “La Rioja” volvió a ser ametrallado con ferocidad.
La
escuadrilla sobrevoló su cubierta en cuatro oportunidades,
acribillándola con sus cañones, desafiando valerosamente a las
antiaéreas y ametralladoras de a bordo, que intentaban rechazarla. Poco
fue lo que pudieron hacer porque la velocidad de los cazas era su mejor
defensa.
En una de las pasadas, los aviones le ocasionaron al “Cervantes” numerosas bajas, algunas de ellas fatales.
Una
bala atravesó la cabeza de Carlos Cejas, cadete de 4º año que servía
una pieza Bofors en popa. El muchacho cayó sin sentido sobre cubierta,
muriendo minutos después. Cerca de ahí, el ayudante Raúl Machado recibió
una profunda herida en el brazo derecho que obligó su inmediata
evacuación a la enfermería, donde el Dr. Luis Emilio Bachini, médico
odontólogo de a bordo, intentaba hacer lo mejor que podía. Machado
falleció en la camilla, cuando el facultativo se disponía a amputarle el
brazo. La metralla alcanzó también al teniente de navío Alejandro
Sahortes cuando intentaba introducir en el cuarto de máquinas al cabo
principal Juan Carlos Berezoski, presa de una crisis nerviosa. Berezoski
murió en el acto y Sahores cayó bajo los botes salvavidas con el
estómago perforado y la arteria femoral despedazada.
Fue, sin ninguna duda, una tremenda incursión que dejó un saldo de 21 bajas, cinco de ellas fatales.
La
labor del Dr. Bachini fue encomiable. Con la asistencia del capitán
Rodolfo de Elizalde, armó en la sala de personal un improvisado hospital
de sangre y asistido por el mencionado oficial y un cadete, hizo todo
lo que estuvo a su alcance para aliviar el sufrimiento de los heridos.
La situación en el “La Rioja”
era peor. Los cazas peronistas arrasaron su cubierta y perforaron su
estructura en varios sectores, destruyendo completamente el cañón Nº 1.
El cadete de 2º año Edgardo Guillochón fue alcanzado por los proyectiles
y cayó muerto, sobre la pieza que servía. Su compañero, Washington
Barcena, recibió una esquirla en la pierna izquierda, que le hizo perder
el equilibrio y caer al suelo pesadamente.
En
la enfermería el cabo principal Araujo, que tenía nociones de primeros
auxilios, se ocupaba de los heridos, atendiendo con esmero a Maañón y
Cortés. Se trataba de un lugar reducido bajo el puente de mando, con dos
camillas superpuestas y un pequeño ropero. En esas condiciones, el
abnegado suboficial también realizó una labor excepcional, pese al
escaso instrumental del que disponía.
Mientras
sujetaba la lengua de Maañón para evitar que se la tragase, quitó con
una gasa los restos dentales y las esquirlas del maxilar, lo mismo un
pedazo de metal incrustado muy cerca de su ojo izquierdo. Finalizada esa
tarea, le suministró uno de los pocos calmantes que había en el
botiquín y le pidió que permaneciese quieto.
Sobre
la camilla superior se hallaba el cadete José Luis Cortés con una grave
herida en la cabeza. El bravo Araujo se la vendaba cuando los
proyectiles del tercer ataque perforaron la estructura metálica del
habitáculo, atravesándolo de lado a lado.
Una
bala de cañón se incrustó bajo del omóplato derecho de Maañón,
provocándole una nueva lesión. Otro marinero herido que se hallaba
parado junto a la entrada, recibió impactos en las piernas al tiempo que
la puerta en la que estaba apoyado saltaba de su marco. Araujo inyectó
una dosis de morfina a Maañón y le practicó torniquetes al otro
marinero, doloridos ambos por las nuevas lesiones.
Debido al duro castigo soportado por su embarcación, el capitán Palomeque se comunicó con el “Cervantes”
para decirle que lo más conveniente era alejarse del área en dirección a
la desembocadura del río, fuera del radio de alcance de los aviones
peronistas.
Después
de escuchar la propuesta, el comandante Gnavi manifestó estar de
acuerdo y accedió, ya que de esa manera, podrían seguir cumpliendo con
la misión de bloqueo sin arriesgar al personal de a bordo.
Palomeque
llamó al almirante Rojas para informarle que las embarcaciones habían
sido sometidas a violentos ataques y que tenían muertos y heridos a
bordo. Y cuando pidió autorización para el repliegue, esta le fue
concedida de manera inmediata.
Los
viejos destructores viraron hacia el este y pusieron rumbo al océano
mientras a bordo se repartía el rancho a la tripulación. En esos
momentos, cuando nadie lo sospechaba, se produjo un cuarto ataque.
Los
buques navegaban hacia la desembocadura del Río de la Plata cuando por
entre las nubes aparecieron cuatro Gloster Meteor que se abalanzaron
sobre ellos.
Las
cubiertas volvieron a ser ametralladas en tanto la tropa intentaba
ponerse a cubierto. Y una vez más, el cadete Maañón fue alcanzado, esta
vez en el pie derecho, cuando un proyectil perforó su borceguí y le
rompió varios huesos del empeine y el talón. Sobre él se precipitó una
vez más el valeroso cabo Araujo, aplicándole un nuevo torniquete y una
nueva inyección de morfina que lo dejó completamente inconsciente.
Tras
esta nueva incursión, los destructores dieron mayor potencia a sus
motores y se alejaron de la zona a gran velocidad mientras las aeronaves
de la Fuerza Aérea se retiraban hacia Morón. Las viejas embarcaciones
estaban maltrechas pero salieron indemnes de la acometida. Habían
disparado más de 1000 proyectiles y recibido 250 impactos y perdido
algunas de sus piezas de artillería, dos el “Cervantes” y una el “La Rioja”.
Los
buques navegaban escorados debido a los impactos que habían recibido
bajo la línea de flotación y sobre esas vías de agua, trabajaban los
equipos de reparaciones provistos de tacos de madera y alquitrán.
A la última incursión de los Gloster Meteor, le siguió un período de tensa calma en el que los ataques parecieron cesar.
Pese a los daños, el “Cervantes”
aprovechó la oportunidad para detener un carguero estadounidense
repleto de frutas, al que solicitó un médico. Lamentablemente los
norteamericanos no tenían ninguno porque su tripulación era mínima y no
lo necesitaban En esa tarea se hallaba ocupada la tripulación del
destructor cuando repentinamente apareció en el aire una escuadrilla de
bombarderos livianos Calquin, que se dirigía directamente a los buques,
procedente de Morón.
El
hecho de que la nave de guerra se hallara en esos momentos junto a un
mercante extranjero la salvó de lo que pudo haber sido un ataque
demoledor. Las bombas cayeron a 50 metros, levantando altas columnas de
agua sin provocar daños. Sin embargo, fueron motivo suficiente como para
que el carguero virase y se alejase presurosamente hacia las bocas del
río, al mismo tiempo que el buque de guerra se preparaba para repeler la
agresión. Inmediatamente después de los Claquin apareció un Avro
Lincoln a gran velocidad, con sus compuertas inferiores abiertas.
En un desesperado intento por evitar el ataque, el “Cervantes” se
aproximó al mercante pensando que el aviador no se atrevería a dañarlo,
pero el Avro Lincoln lanzó su bomba provocando un tremendo estallido
que sacudió las estructuras de ambos buques.
Los
destructores intentaron evitar las cargas virando continuamente de
derecha a izquierda mientras abrían fuego y estremecían el aire con sus
cañones.
El avión se alejó dejando a sus espaldas a los maltrechos buques bajo la lluvia, apuntando sus proas en dirección al Uruguay.
De las dos embarcaciones, el “Cervantes”
fue la que peores condiciones presentaba. Escorado, con pérdida de
velocidad y una turbina dañada, se hallaba prácticamente fuera de
combate porque sus piezas de artillería casi no operaban.
Frente a la capital uruguaya el capitán Gnavi contactó a su par del “La Rioja” para notificarle que necesitaba imperiosamente entrar en puerto. Palomeque estuvo de acuerdo por lo que el “Cervantes”,
colocando su artillería en crujía, puso proa a la vecina orilla y se
alejó. A esa altura, la atención de los heridos era más que urgente.
El ARA "La Rioja" gravemente dañado se dirige a Montevideo
seguido por el "Cervantes" (Imagen: gentileza Fundación Histarmar Historia y Arqueología Marítima) |
Eran las 18.30 cuando, a la vista de Montevideo, el remolcador “Capella y Pons”, de la marina de guerra uruguaya, se situó junto al “La Rioja” para solicitar amarras.
Su
comandante, el capitán Diego Culachín, estableció contacto con el
destructor y Palomeque le informó que había un muerto y varios heridos a
bordo y que necesitaba transferirlos inmediatamente para regresar a la
batalla.
La
operación de traspaso no se hizo esperar. Los marineros colocaron el
cadáver del cadete Guillochon sobre una camilla, lo cubrieron con la
bandera argentina y lo pasaron con sumo cuidado al buque uruguayo. Tras
él hicieron lo propio, también en camillas, los cadetes Maañón y Bárcena
y el suboficial artillero Ángel Stamati, que pese a sus graves lesiones, pedía permanecer a bordo.
Cuando el último herido se hallaba en el “Capella y Pons”
y el temporal comenzaba a agitar las aguas, la voz del cadete Ferrotto,
a cargo de las señales, puso a todo el mundo en estado de alerta.
-¡¡Aviones enemigos!! – gritó – ¡¡Aviones enemigos!!
Cumpliendo
directivas, la tripulación corrió a sus puestos tal como tantas veces
lo había hecho durante los ejercicios y maniobras, mientras el
remolcador uruguayo desenganchaba presurosamente y se alejaba.
A
lo lejos, se recortó contra el gris plomizo del cielo, una formación de
cuatro cazas que se acercaban velozmente hacia los destructores.
-¡¡¡Suelten amarras, carajo!!! – tronó la voz de un oficial.
-¡¡¡Preparen artillería!!! – ordenó otro.
-¡¡Alto!! - gritó alguien repentinamente -¡¡Son aviones uruguayos!!
A
través de sus prismáticos, el capitán Palomeque y sus oficiales
pudieron distinguir a los cuatro aparatos Mustang P-51D de la Fuerza
Aérea Uruguaya cuando se aproximaban velozmente en misión de cobertura,
dispuestos a brindar protección a las naves argentinas en caso de ser
hostigadas.
-¡¡Son aviones que se preparan para atacar! - volvió a gritar el cadete Ferrotto - ¡¡Nos atacan!!
-¡¡¡Pero cadete pel...!!! ¡¡¿No se da cuenta que son uruguayos?!! – gritó furioso el capitán Peralta.
Los
aviones pasaron junto a los buques, volando a baja altura, luciendo en
su cola los colores de su país, hecho que tranquilizó a los combatientes
a bordo, devolviéndoles la serenidad.
Mientras el “Cervantes” era remolcado hacia Montevideo, el “La Rioja”
metió presión a sus máquinas y se alejó aguas adentro dispuesto a
proseguir la lucha, eludiendo legalmente la internación que el derecho
internacional establece para las fuerzas beligerantes que llegan a
países neutrales.
Tanto el “Cervantes” como el “Capella y Pons”,
ingresaron lentamente en el puerto de Montevideo y amarraron junto a
los diques, maniobra que presenció una multitud de ciudadanos uruguayos,
hombres y mujeres, que se habían dado cita desde temprano para seguir
de cerca las acciones de guerra1.
El
desembarco de los muertos y los heridos impactó profundamente en el
ánimo de quienes se habían acercado hasta allí y el descenso de los
cadetes del “Cervantes” fue
saludado con vivas y aplausos, recordando a más de un uruguayo, hechos
similares acaecidos dieciséis años atrás cuando los tripulantes del “Graf Spee” echaron pie a tierra en ese mismo lugar.
Según relatan diez periodistas en Así Cayó Perón. Crónica del movimiento revolucionario triunfante,
cerca de la Aduana y frente a los accesos al puerto se había congregado
una verdadera muchedumbre que pugnaba por acercarse al “Cervantes”
en procura de novedades. Entre el público, había familiares y amigos de
los tripulantes que intentaban averiguar si sus allegados se
encontraban entre las víctimas.
A
las 20.45 las radios uruguayas efectuaron un dramático pedido de sangre
destinada a los marinos heridos, interrumpiendo sus programas
habituales para hacer efectiva la solicitud. Decenas de personas se
acercaron al Hospital Militar y al Hospital Maciel para ingresar de a
dos por vez.
Los
combatientes argentinos fueron alojados en barracones especialmente
acondicionados en la zona portuaria, donde fueron alimentados y
asistidos con solicitud, al tiempo que se les prodigaba todo tipo de
atenciones. También recibieron visitas, la mayoría importantes
personalidades del vecino país, una de ellas la señora Matilde Ibáñez
Tálice, esposa de quien fuera presidente del Uruguay hasta 1951, Luis
Batlle Berres. La dama, nacida en Buenos Aires, se ocupó personalmente
de muchas de las necesidades de los cadetes.
A
poco de desembarcar, falleció el cadete Cejas y dos días después se
produjo el deceso del cadete Vega, elevando el número de muertos a ocho.
Maañón fue operado y atendido por el Dr. Vecchi, destacado facultativos
uruguayo, quien advirtió al soldado que podía morir en la intervención.
Maañón dio su consentimiento para ser intervenido pero antes escribió
una carta de despedida a su padre, explicando las alternativas que había
vivido2.
En
horas de la noche se montó una guardia de honor en dependencias de la
Armada Uruguaya, donde los caídos en combate fueron velados. La misma
fue puesta a cargo del teniente de fragata Fernando Nis que durante el
segundo ataque de los Gloster Meteor, se encontraba en la sala de
máquinas junto a su jefe, el teniente de navío Alejandro Sahores,
abatido por los proyectiles enemigos. El cadete de 4º año Luis Bayá,
formó parte de la guardia.
Mucha
más gente se acercó hasta el lugar para hacer llegar sus condolencias
o, simplemente curiosear, mientras decenas de periodistas pugnaban por
obtener información. Y mientras eso sucedía, las radios seguían
brindando amplia cobertura de los acontecimientos, lo mismo los
periódicos, que a la mañana siguiente anunciaban las noticias con
grandes titulares.
Tanto el “La Rioja” como el “Cervantes”
tuvieron una brillante actuación. Con ellos, la Armada Argentina
protagonizó la primera batalla aeronaval de su historia, pagando con
sangre la experiencia vivida. Sus comandantes y las tripulaciones
estuvieron a la altura de los acontecimientos, destacando muy
especialmente el capitán Rafael Palomeque por su brillante accionar en
cumplimiento del deber. Habían operado más allá de lo exigido y se
habían desempeñado heroicamente, poniendo a resguardo el honor nacional.
El almirante Rojas tenía motivos de sobra para enorgullecerse de su
gente3.
Imágenes
Vicecomodoro Carlos A. Sister Jefe de la sección de Gloster Meteor que atacó a la Escuadra de Ríos (Fotografía: Isidoro Ruiz Moreno, La Revolución del 55, Tomo II) |
El "Cervantes" intenta cubrirse y hacer lo propio con el "La Rioja"
desprendiendo una columna de humo (Imagen: gentileza Fundación Histarmar Historia y Arqueología Marítima) |
La contienda ha finalizado. El "La Rioja" muestra los daños que ha sufrido (Imagen: gentileza Fundación Histarmar Historia y Arqueología Marítima) |
El puente del "La Rioja" acribillado por los cañones de 20 mm de los Gloster Meteor (Imagen: gentileza Fundación Histarmar Historia y Arqueología Marítima) |
Plana Mayor del "La Rioja". Sentado en primera fila, al centro,
su comandante, capitán Rafael Palomeque (Imagen: gentileza Fundación Histarmar Historia y Arqueología Marítima) |
Tripulación del "La Rioja" junto a su comandante,
Cap. Rafael Palomeque detrás del salvavidas (Imagen: gentileza Fundación Histarmar Historia y Arqueología Marítima) |
El "La Rioja" en el dique seco de los Astilleros Tandanor de Buenos Aires, después de la batalla (Imagen: gentileza Fundación Histarmar Historia y Arqueología Marítima) |
Notas
1 Pueblo y
autoridades demostrarían una altura digna de su tradición al momento de ofrecer
ayuda y atención a combatientes extranjeros.
2 Afortunadamente
el Dr. Vecchi era una eminencia y el valeroso cadete sobrevivió. Una vez
finalizada la contienda regresó a su país para reincorporarse a la Marina, retirándose años
después, con el grado de capitán de fragata.
3 Los detalles del enfrentamiento fueron extraídos de
“El torpedero 'La Rioja' y su intervención en la batalla aeronaval del Río de la Plata”, de Juan Manuel
Jiménez Baliani, aparecido en el Boletín del Centro Naval Nº 773 de Febrero de
1994; La Revolución del
55, Tomo II, de Isidoro Ruiz Moreno, Puerto Belgrano. Hora 0. La Marina se subleva,
de Miguel Ángel Cavallo y Así Cayó Perón. Crónica del movimiento
revolucionario triunfante, de diez periodistas argentinos.
Publicado 20th January 2013 por Alberto N. Manfredi (h)