PERON VACILA
Un
hecho que llamó poderosamente la atención durante todo el conflicto,
fue la extraña actitud de Perón. Nadie podía entender su hermetismo;
nadie se explicaba su reticencia y el hecho de haber delegado
completamente el mando en el general Lucero. “Partidarios
y opositores se extrañaban de su pasividad, mientras las batallas que
decidirían el futuro de la Nación y el suyo propio se libraban
encarnizadamente por aire, mar y tierra”1.
De
repente, quien había encabezado la revolución social más trascendente
de América Latina, quien mantuvo en vilo al mundo con su política de
enfrentamiento a EE.UU y las naciones vencedoras de la Segunda Guerra
Mundial, quien había intentado la organización de un IV Reich en esta
parte del mundo, trayendo al país técnicos y científicos de las naciones
del Eje junto a los peores criminales de guerra, quien arengara a las
turbas con frases de ira e incentivara el odio y el revanchismo, se
mostraba temeroso y falto de iniciativa. Frases como“¡¿Ustedes me piden leña. ¿Por qué no empiezan a darla ustedes?!” que vociferó desde los balcones de la Casa Rosada, el 1 de mayo de 1953; “¡El día en que se comience a colgar, yo estaré al lado de los que cuelgan!” (2 de agosto de 1946); “¡A mí me van a matar peleando!”, “¡Entregaré unos metros de piola a cada descamisado y después veremos quien cuelga a quien!” (13 de agosto de 1946); “¡Levantaremos horcas en todo el país para colgar a los opositores!” (11 de septiembre de 1947); “¡Distribuiremos alambre de enfardar para colgar a nuestros enemigos!” (31 de agosto de 1947) o la célebre “¡…por cada uno de nosotros caerán cinco de ellos!”
aún estremecían a la ciudadanía por su carga de violencia e irreflexión
y sin embargo, quien las pronunciara con tanta convicción, carecía de
toda iniciativa.
Eso
y el misterioso silencio que experimentaba desde el inicio de las
hostilidades comenzó a molestar a algunos de sus seguidores. El
gobernador de la provincia de Buenos Aires, mayor Carlos Aloé, por
ejemplo, no comprendía por que Perón permaneció todo el tiempo en su
residencia, fuertemente custodiado, sin tomar el mando de las tropas ni
hacer valer su poderoso ascendente sobre las Fuerzas Armadas y el
pueblo.
El jefe de la Escuela Nacional
de Defensa, general Raúl Tassi percibió esa conducta cuando vio a Perón
en el bunker subterráneo del Ministerio de Ejército, donde funcionaba
la Central de Comunicaciones del Comando de Represión. En ese lugar, se
llevó a cabo una importante reunión con los altos mandos sin conducción
de tropas, convocada especialmente por el general Lucero, para seguir de
cerca los pormenores de la lucha. Perón apareció acompañado por
generales y coroneles y estaba sumamente abatido e incluso, asustado,
sentimientos que parecieron incrementarse al conocerse la noticia de que
el Ejército de Cuyo también se había sublevado. Fue en ese momento que
el poco temple que aún le quedaba, desapareció por completo.
En
el Comando de la I División de Ejército con sede en Palermo, Perón
recibió de su titular, el general Ernesto Fatigatti, el pedido de
autorización para marchar sobre Córdoba al frente de los Regimientos 1 y
2 de Infantería (en reserva entonces) y acabar con la revolución antes
del medio día del 21 de septiembre. Sin embargo, el presidente de la
Nación, el hombre habituado a hablarle a las masas, a encandilarlas con
su verborragia, a convencerlas e inflamarlas, no contestó. Se limitó a
tomar café, fumar nerviosamente y permanecer callado.
Su
sobrino y edecán, al mayor Ignacio Cialcetta diría años después que
Perón no atinó a nada. Que prefirió no intervenir, dejando todo en manos
de Lucero y que pese a no hallarse totalmente abatido, se lo notaba
abandonado. Dos de aquellas noches, las pasó escondido en una casa de
Belgrano y según otras versiones, en el bunker antinuclear que había
mandado edificar bajo el edificio Alas, donde también se dijo, sin
ningún fundamento, que se había refugiado durante las acciones del 16 de
junio.
Perón
disponía de excelentes generales, decididos y leales (Lucero,
Fatigatti, Iñiguez, Sosa Molina), pero no hacía nada. Y esa actitud fue
lo que enervó el ánimo de su ministro del Interior, Dr. Oscar Albrieu,
cuando en las primeras horas del 19 se entrevistó con él en la Casa de
Gobierno. Albrieu pidió a Perón que se hiciera cargo de la represión
porque, según su criterio, las cosas no marchaban bien, pero el primer
mandatario no atinó a nada. Ruiz Moreno reproduce en su obra el diálogo
que mantuvieron:
-General, no se descuide. Volvamos al Ministerio de Ejército. Allá las cosas no están siendo bien conducidas.
-¿Y que quiere que haga? – respondió Perón.
-General,
yo creo que usted debe asumir el Comando de Represión, informando por
radio que asumirá en persona el mando en Córdoba. Estoy seguro que con
eso se termina todo.
Esas palabras disgustaron a Perón, que de mal modo respondió.
-Usted
no conoce a los generales. Yo creo que están manejando bien las cosas.
Además, me disgusta que maten a los soldaditos. Prefiero que las cosas
sigan así.
Entonces fue Albrieu el que se manifestó molesto.
-¡General,
estamos en guerra! ¡Hasta se justificaría que dijera que el suboficial
que mata a un oficial sublevado ocupará su lugar en el escalafón...! ¡Yo
adopto cualquier medida para defender un gobierno constitucional!
Pese al tono con que Albrieu pronunció esas palabras, Perón no reaccionó, dando por finalizada la conversación ahí mismo.
El
general Lucero, en tanto, trabajaba sin descanso, preocupado por
sofocar el alzamiento lo más rápidamente posible. Una de las primeras
medidas que adoptó el día 18 fue reforzar las unidades empeñadas en la
represión, convocando a las clases 31, 32 y 33 en las dos primeras
Regiones Militares dependientes del Comando General del Interior al
mando del teniente general Emilio Forcher. Se beneficiarían con esa
medida los Regimientos 1, 2 y 3 de Infantería, el 2 de Artillería, el de
Granaderos a Caballo y el Motorizado “Buenos Aires”
que sumados a las compañías de vigilancia en arsenales, fábricas
militares y depósitos, elevarían el número de efectivos a 18.000, sin
contar otros 1200 voluntarios.
El
lunes 19, Perón llegó al Ministerio de Ejército antes de las 06.00,
acompañado por el gobernador Aloé. En el despacho de Lucero, se enteró
por boca de los generales José Domingo Molina, comandante en jefe del
Ejército y Carlos Wirth, jefe del Estado Mayor, que la situación en el
frente era favorable y que la extinción del alzamiento era cuestión de
horas. Pero los conductores de la represión ignoraban todavía que al no
ordenar la arremetida final con la violencia correspondiente en esos
casos, cometían un grave error. No querían derramar sangre inútilmente y
por esa razón, planearon presionar a las fuerzas rebeldes con un
elevado número de tropas haciéndoles ver que toda resistencia sería
inútil. Fue una medida tibia y una grave equivocación porque del otro
lado, las fuerzas revolucionarias estaban decididas a combatir con
brutalidad, tal como lo indicara el general Lonardi en su arenga del 16
de septiembre.
Perón
lo tenía todo para ganar. Sus fuerzas rodeaban Córdoba y Bahía Blanca;
las de Cuyo se encontraban en estado de indecisión y ninguna otra
guarnición se había pronunciado en su contra. Solo la Flota representaba
una seria amenaza pero se esperaba neutralizarla con la Fuerza Aérea y
la Aviación Naval.
Ante
esa situación, los altos mandos peronistas comenzaban a sentirse
seguros y a expresar su euforia cuando, repentinamente, en medio de la
reunión, Perón pidió atención y solicitó que lo dejaran a solas con
Lucero y Aloé.
Sin
comprender lo que ocurría, los altos oficiales abandonaron el despacho y
se quedaron en la antesala, aguardando el desarrollo de los
acontecimientos entre expectantes y confusos. Cuando cerraron la puerta,
ignoraban que estaba pronto el desenlace final.
Una vez a solas, Perón anunció que había decidido renunciar.
-Ya
sabemos que estos bárbaros no tendrán escrúpulos para hacerlo (se
refería a bombardear las ciudades de La Plata y Buenos Aires) Es
menester evitar la masacre y la destrucción. Yo no deseo ser factor para
que un salvajismo semejante se desate sobre la ciudad inocente, y sobre
las obras que tanto nos ha costado levantar. Para sentir esto es
necesario saber construir. Los parásitos difícilmente aman la obra de
los demás.
Lucero
y Aloé quedaron mudos, presas del asombro y el desconcierto. Así
permanecieron unos instantes hasta que Lucero rompió el silencio para
expresar que se solidarizaba con su jefe y que, en consecuencia, también
renunciaría. Sin embargo, al instante pareció reaccionar e intentando
convencer a Perón, le expuso su parecer, proponiendo la creación de una
fuerza de operaciones a las órdenes directas del presidente con base en
la I División de Ejército, declarando al mismo tiempo a Buenos Aires
ciudad abierta, defendida por elementos de la Prefectura General
Marítima, la Gendarmería Nacional, la Policía Federal y Fuerzas Armadas
(estas últimas en número reducido), apoyadas todas ellas por milicianos
justicialistas. Sin embargo, de nada sirvieron sus palabras. Con el
pretexto de evitar un inútil derramamiento de sangre y la destrucción de
lo que consideraba su “obra cumbre”: las instalaciones petroleras de La
Plata, Perón repitió que había decidido dejar el poder.
Lucero
volvió a insistir explicando que la rebelión estaba prácticamente
dominada y que era cuestión de horas que tanto Córdoba como Bahía
Blanca, cayeran (sabía perfectamente que el Ejército de Cuyo no
constituía ninguna amenaza). Pero aún así, Perón mantuvo su postura y se
retiró, ordenando una reunión de generales para esa misma tarde.
Dos
horas después, el todavía presidente de la Nación hizo llegar a Lucero
una nota manuscrita dirigida al Ejército y al Pueblo, en la que
anunciaba su alejamiento y que dejaba todo en manos del primero (el
Ejército), único capaz de hacerse cargo de la situación y de lograr la
tan ansiada pacificación.
Perón rodeado por sus ministros escucha el informe del general Arnaldo Sosa Molina (Ilustración: Isidoro Ruiz Moreno, La Revolución del 55, Tomo I) |
Con la nota en la mano, Lucero convocó a su despacho al vicepresidente de la Nación, contralmirante Alberto Teissaire; al ministro del Interior, Dr. Carlos Albrieu y al secretario general de la CGT, Héctor Di Pietro y tras imponerlos de su contenido, se dispuso a escuchar. Di Pietro dijo que si esa era la voluntad del general, los trabajadores estaban dispuestos a aceptarla porque siempre habían hecho lo que Perón quería. Lucero, solidarizándose con su líder, redactó su renuncia indeclinable e inmediatamente después mandó llamar al general José Domingo Molina y le encargó la organización de una Junta de Generales que debería hacerse cargo del gobierno y las negociaciones de paz.
Eran
las 12.55 cuando Radio del Estado, transmitiendo en cadena, por toda la
Nación, hizo llegar a los mandos revolucionarios un mensaje que a poco
de trascender, conmocionó a toda la población: el general Lucero
convocaba a los comandantes rebeldes al Ministerio de Ejército para
iniciar conversaciones tendientes a la pacificación del país y la
búsqueda de soluciones.
A
quien cayó como una bomba la noticia fue al comandante de represión en
Córdoba, general José María Sosa Molina, que no daba crédito a lo que
escuchaba. Tal fue su asombro, que llegó a pensar que todo era una
maniobra para confundir a las fuerzas leales. “Con el triunfo prácticamente en sus manos, Perón se retiraba de la escena” diría años más tarde. “…con
la batalla casi ganada, me informan mis comandantes que habían
escuchado por radio la orden de cesar el fuego…No lo podía creer.
Teníamos todo en nuestras manos y había que detenerse en las posiciones
ganadas”2. Sosa Molina recién se convenció de lo que ocurría cuando, pasado el medio día, escuchó por radio el texto de las renuncias.
Una
sensación similar fue la que experimentó el decidido general Iñiguez en
momentos en que sus efectivos se hallaban en pleno avance hacia el
centro de Córdoba. En la oportunidad, se acercó corriendo hasta su
puesto un mensajero con la orden de suspender el ataque y la noticia de
que una junta de generales se había hecho cargo de la situación. Cuando
supo que las tropas gubernamentales debían detener el avance en todos
los frentes, cesar las hostilidades y mantenerse en los lugares
alcanzados en espera de nuevas instrucciones, quedó perplejo.
El comunicado del general Lucero, emitido por Radio del Estado, fue respondido a las 14.27 por el almirante Rojas desde “La Argentina”.
Rojas notificó que las operaciones de guerra quedaban suspendidas hasta
las 24.00 del día de la fecha (19 de septiembre) y que la reunión
solicitada debería realizarse a bordo del mencionado buque, fondeado en
las bocas del Río de la Plata y no en el Ministerio de Ejército, como
había sugerido el general Lucero. Por su parte, Lonardi, hizo saber
desde Córdoba a través de un comunicado que firmó como jefe de la
“Revolución Libertadora”3, que exigía en nombre de los
comandantes de la revolución triunfante, la inmediata renuncia del
presidente de la Nación y todo su gabinete. Lonardi no confiaba en Perón
y en tal sentido, tomaba medidas precautorias.
Notas
1 Isidoro Ruiz Moreno, op. cit, Cap. 9, Tomo II.
2 Ídem, p. 315, Tomo II.
3 Fue la primera vez que utilizó esa designación.
Publicado 20th January 2013 por Alberto N. Manfredi (h)