BOMBAS EN EL SUR
A
las 05.00 horas del 18 de septiembre, efectivos adelantados por los
comandos civiles revolucionarios detectaron una columna de 30 ómnibus
Leyland con una pieza de artillería antiaérea a remolque, detenida en el
camino que une Sierra de la Ventana con Tornquist. Comprendiendo
acertadamente que se trataba del Regimiento 1 de Caballería de Tandil,
el alto mando en Comandante Espora, despachó para atacarlo a una
poderosa escuadrilla de siete bombarderos Grumman y seis AT-6 North
American, al mando del capitán de corbeta Eduardo Estivariz.
Los
aviones navales despegaron cuando todavía era de noche y a una
velocidad promedio de 300 km/h se dirigieron, hacia el norte, siguiendo
el trayecto de la Ruta 33, en dirección a La Vitícola, sobrevolando
campos cultivados, médanos y montes hasta las tierras de Napostá y Tres
Picos.
El
sol iluminaba las sierras y la llanura cuando lejos, en el horizonte,
apareció Tornquist. Estivariz miró su reloj y al ver que las agujas
señalaban las 07.40 horas, hizo un leve giro hacia la derecha, dejando
la población a un costado. Fue entonces que detenida a ambos lados de la
ruta provincial 76 detectó a la columna enemiga.
Prácticamente sobre el objetivo, el comandante de la escuadrilla tomó el micrófono y con voz decidida ordenó arremeter.
-Me lanzo al ataque. ¡Síganme!
Su
avión, que encabezaba la escuadrilla, descendió unos metros y entrando
en corrida de tiro lanzó sus bombas, seguido de cerca por los de Barry
Melbourne Hussey, Juan Vasallo y el resto de la formación.
Las
explosiones sacudieron la pampa y sus estampidos parecieron rebotar
contra las sierras, levantando densas columnas de humo, fuego y piedras.
Debajo,
en tierra firme, los efectivos del 1 de Caballería corrían en pos de
refugio mientras las antiaéreas abrían fuego e intentaban repeler el
ataque.
Los
aviones viraron y efectuaron una nueva pasada, ametrallando la columna
de vehículos de manera implacable alcanzando a varios de ellos, aunque
sin mayores consecuencias. “Como
volábamos por una zona escarpada, no podíamos ver donde caían las
bombas ni el efecto de nuestro ataque, porque debíamos escapar de las
sierras, donde nos tiraban con fuego antiaéreo muy denso” explicaría años después el teniente Juan María Vassallo1.
El
ataque duró cerca de 45 minutos y una vez agotadas las municiones, los
aviones regresaron a la base dejando atrás dos efectivos muertos (un
aspirante a suboficial de reserva y un conscripto) y otro soldado
gravemente herido.
Cincuenta minutos después, en momentos en que las fuerzas leales intentaban reorganizarse, la Aviación Naval volvió a aparecer.
La
nueva incursión se prolongó casi una hora y fue seguida por una tercera
a las 11.00. En la oportunidad, dos escuadrillas de seis North American
cayeron en picada ocasionando nuevos destrozos en la columna del
Ejército.
Las
explosiones y la metralla volvieron a retumbar sobre la llanura,
entremezclándose con el repique de las baterías antiaéreas y el fuego
reunido de armas livianas.
Detrás
de estos ataques llegó una cuarta escuadrilla de nueve bombarderos
Catalina y once North American, que tenían como misión hostigar las
posiciones del Regimiento 2 de Caballería al mando del teniente coronel
Enrique Llambí. Su jefe, el teniente de corbeta Raúl Fitte, divisó el
objetivo desplegado a lo largo de las laderas sudoccidentales de la
sierra y enseguida se dio cuenta que el ángulo de ataque resultaría
sumamente dificultoso. “Salimos
sobre el abra del Despeñadero y divisamos camiones militares y jeeps. El
asunto era no chocar contra las montañas, porque estaban muy
encajonados”2.
Los
aviones llegaron volando bajo, a uno y otro lado del desfiladero,
obligando a la tropa de Llambí a correr en busca de cobertura mientras
las antiaéreas abrían fuego. Las bombas y los proyectiles dañaron varios
camiones y piezas de artillería, sin que se produjeran bajas. Estas
incursiones, en cierta medida demoledoras, no lograrían detener el
avance leal, ya que sus avanzadas llegarían a ubicarse a menos de 150
kilómetros de Puerto Belgrano.
A
las 09.30 horas de aquella fría mañana invernal, un avión naval de
exploración detectó en la estación terminal de Saavedra (al pie de
Sierra de la Ventana), un tren que transportaba tanques, semiorugas y
blindados. Los vehículos bajaban a tierra y en torno a ellos había gran
movimiento de hombres cuando el aparato se abalanzó sobre la formación
dispuesto a arrojar sus bombas.
Esa fría
mañana, el Sr. Carlos A. Mey, vecino
caracterizado de la zona, había visto llegar a las tropas del Regimiento
Escuela de
Tanques procedentes de Ciudadela, trayendo consigo seis unidades Sherman
e igual número de blindados semioruga a bordo de un
tren que se detuvo en la estación ferroviaria en la madrugada. Camiones y
jeeps habían ingresado por la ruta transportando un considerable número
de efectivos y piezas de artillería que se distribuyeron en línea
paralela a las vías, después de apoderarse de la
población sin resistencia. Cuando los relojes señalaban las 09.00, comenzaron a
desembarcar los tanques con los suboficiales recibiendo órdenes de sus
superiores y retransmitiéndoselas a los soldados a viva voz3.
En esas
estaban, con varios vecinos presenciando la maniobra, cuando media hora
después apareció
por el sur un AT-11 Beechcraft que enfiló directamente hacia el centro
del
pueblo con la clara intención de descargar sus bombas sobre la formación
ferroviaria que se hallaba detenida en la estación. Los proyectiles
impactaron
en una locomotora y un vagón, que
estallaron envueltos en llamas mientras las tropas y los civiles corrían desesperados en busca de cobertura.
El
aparato efectuó un
pronunciado viraje hacia la derecha y se alejó por el mismo camino por
el que había llegado, sin dar tiempo a las fuerzas terrestres a devolver
el ataque.
Ni los
Sherman ni los
blindados fueron alcanzados pero además de los daños mencionados, el
edificio de la estación sufrió varios impactos de esquirlas.
A
las 10.48, decoló de Comandante Espora una nueva escuadrilla de aviones
Grumman y monomotores AT-6 North American, con la misión de hostigar a
los tanques y detener su marcha a toda costa.
Como
el grupo encargado de las demoliciones no había logrado destruir el
puente carretero de Dufour, sobre la Ruta 33, las fuerzas blindadas
aceleraron su aproximación para cruzarlo lo antes posible. El comando
rebelde sabía que era imperioso detener a los tanques de inmediato
porque de lo contrario, la revolución iba fracasar y por esa razón, el
alto mando se vio urgido de lanzar ataques a intervalos cada vez más
cortos.
La
escuadrilla, al mando del capitán Estivariz, partió con los Grumman en
primer lugar y los North American en segundo, estos últimos encabezados
por el teniente de corbeta Juan Sidoti y una vez en el aire, se
dirigieron hacia la columna blindada por el mismo camino que habían
hecho las escuadrillas anteriores.
El
primero en despegar fue el capitán Estivariz, que llevaba como
artillero al teniente de corbeta Miguel E. Irigoin y como radiooperador
al suboficial primero Juan I. Rodríguez. Le siguió como numeral el
teniente de corbeta Barry Melbourne Hussey con el guardiamarina Juan
Pedro Irigoin (hermano de Miguel) como ametralladorista, seguido por el
teniente de navío Juan María Vasallo y el teniente Fernando Ruiz, hasta
ese momento, integrante de uno de los grupos encargados de las
demoliciones. Ruiz había solicitado personalmente a Vasallo, participar
en una de las misiones de combate porque hasta ese momento no había
entrado en acción: “Señor:
soy el único piloto de la escuadrilla que no ha estado bajo el fuego
antiaéreo, y yo sé el peligro que han pasado todos ustedes. A mí me
avergonzaría que alguien supiera que no he volado; y aunque usted sabe
muy bien que estuve en otra misión, le pido encarecidamente que me
asigne un avión porque no podría vivir tranquilo”. Tras escuchar sus
palabras, Vasallo, escuchó atentamente a su subordinado y orgulloso de
comprobar que contaba con hombres de honor y valor, le dio el mando del
Grumman Nº 4 que decoló detrás suyo.
La
formación de Estivariz voló sobre la pampa infinita durante veinte
minutos, sin detectar nada anormal. El día era claro y el cielo se
hallaba completamente despejado y eso facilitaba notablemente la visión
por lo que, al llegar a Saavedra, a su comandante le resultó sencillo
ubicar las posiciones enemigas.
Estivariz
señaló a Irigoin las unidades leales que se desplazaban por la
carretera y tomando el micrófono estableció contacto con los demás
aviones a través de la radio, anunciando a sus pilotos que iniciaba el
ataque.
El
bravo capitán efectuó una corrida baja y casi sobre el objetivo soltó
sus bombas, tan cerca de la superficie, que las esquirlas dañaron su
fuselaje y el de Barry Melbourne Hussey, que avanzaba detrás.
Los aviones hicieron varias
pasadas lanzando sus cargas explosivas y ametrallando las posiciones del Ejército en tanto
la población, a cubierto en sus viviendas, se estremecía con el sonido de las explosiones.
Una
bomba dio sobre la calle, cerca de las vías pero otras dos cayeron en
medio del pueblo, alcanzando el patio de la farmacia Oliveri, ubicada en
un terreno en forma de triángulo distante a cuatro cuadras del lugar
donde ardían la locomotora y el vagón y otra cerca de un almacén, que
recibió sobre su frente una lluvia de esquirlas que lo dañaron
considerablemente.
Carlos Mey notó que en cada pasada
el primer avión bajaba la altura, por lo que dedujo que sus tripulantes
intentaban minimizar los daños, tratando de no dañar los edificios circundantes
y asegurar los impactos, un acto humanitario que, a su entender, les costaría
la vida.
Pero esta vez, las tropas de Perón estaban preparadas.
Desde
sus posiciones en tierra, los tanques abrieron fuego con sus
ametralladoras pesadas, al tiempo que los efectivos de Infantería
apostados en los techos del vecindario hacían lo propio con sus armas
livianas concentrando el fuego sobre el primer aparato.
Según pudo apreciar Mey, “Al cruzar el pueblo por
última vez, la máquina fua alcanzada por una barrera de fuego tendida por dos
tanques y dos carros blindadas. Empezó a incendiarse por la mitad del fuselaje
y perdió altura. El piloto reaccionó acelerando a fondo, pero el Grumman picó
bruscamente y se estrelló contra un galpón de material que se alzaba ya en
pleno campo. Estallaron la nafta y las dos bombas que llevaba”4.
Alcanzado por varios impactos de 20 mm,
el avión de Estivariz comenzó a desprender una estela de humo y a
perder altura a gran velocidad, estrellándose en pleno campo, en las
afueras de Saavedra. Barry Melbourne Hussay tuvo mejor suerte ya que
pese a que su avión también comenzó a caer, logró controlarlo y
estabilizar el vuelo, planeando unos cuantos metros hasta aterrizar
bruscamente en un campo cultivado que se extendía entre dos hondonadas,
muy cerca de las primeras estribaciones de las sierras.
Una
vez en tierra, Melbourne Hussey e Irigoin desmontaron la ametralladora
de a bordo y con ella a cuestas abandonaron presurosamente la nave y
echaron a correr. Se detuvieron a 500 metros de distancia, muy cerca de
unos arbustos y allí escondieron el arma, temerosos de que las tropas
leales apareciesen en cualquier momento.
En
Saavedra, mientras tanto, Carlos Mey intentó correr hacia el lugar donde
se había estrellado el avión de Estivariz pero efectivos del Ejército
se lo impidieron.
Los
pilotos navales permanecieron allí escondidos hasta que, minutos
después, echaron a caminar. Se encontraban en pleno descampado cuando
repentinamente, distinguieron a lo lejos una camioneta particular
conducida por un individuo a cuyo lado viajaba una mujer. Los aviadores
desenfundaron sus armas y apuntaron pero al ver que el sujeto les hacía
señas, se tranquilizaron. Era el dueño del campo, un ciudadano danés de
apellido Edaguer, que había visto caer el avión y venía en su ayuda.
El
escandinavo, hombre amable y correcto, subió a los pilotos a su
vehículo y los condujo hasta su casa, a 4 kilómetros del lugar, donde
los escondió, los alimentó y les proveyó ropas civiles para facilitar su
escape.
Mientras
los aviadores comían, el danés fue en busca de un vecino, otro sujeto
amable que se ofreció a llevarlos hasta Bahía Blanca.
Repuestos
de las alternativas de aquella jornada, alimentados y camuflados con
ropajes comunes los dos pilotos se despidieron con un abrazo de su
protector y su esposas, abordaron el rodado y partieron hacia la
principal ciudad del sur, a la que llegaron después de dos horas de
viaje y mucha incertidumbre.
Al
llegar a Bahía Blanca, los aviadores se dirigieron rápidamente a la
Municipalidad y una vez ante el capitán Castellanos y frente a otros
oficiales, ofrecieron un detallado relato de su odisea, poniendo
especial énfasis en la suerte que habían corrido Estivariz y sus
compañeros. Castellanos los escuchó atentamente e inmediatamente después
los envió a Comandante Espora a bordo de un jeep. Nada se sabía del
comandante de la escuadrilla y sus compañeros, aunque según palabras del
alto oficial, se tenía la esperanza de que aún estuviesen con vida.
El
ataque de los Grumman, aunque sumamente osado, no cumplió su objetivo
pese a que algunos camiones y semiorugas fueron destruidos y varios
soldados resultaron heridos.
Cuando
Melbourne Hussey e Irigoin llegaron a la base aeronaval, los Grumman de
su escuadrilla se hallaban de regreso, cargando combustible para volver
a salir; los North American, por su parte, presentaban numerosas
perforaciones, producidas por el nutrido fuego antiaéreo de las fuerzas
peronistas.
Durante
toda aquella mañana, la aviación rebelde ametralló y bombardeó al
enemigo en Saavedra, Sierra de la Ventana, Tornquist, Gral. Lamadrid y
Coronel Pringles sin lograr detener su avance. También se combatió en
Río Colorado, a donde había llegado la Agrupación 5 de Montaña
procedente de Neuquén.
Aquella
madrugada, ruidos inusuales despertaron a la población y grande fue la
sorpresa de quienes se disponían a iniciar una nueva jornada laboral
cuando al asomarse por las ventanas vieron al pueblo prácticamente
"ocupado" por fuerzas militares. Era de noche aún cuando algunos vecinos
salieron a la calle a preguntar que ocurría. Camiones con tropas,
soldados y tanques se desplazaban por las calles, sobre todo en
cercanías de la estación ferroviaria, donde la actividad era ajetreada.
Uno de ellos, el ingeniero Portalet, de la empresa Aguas y Energía se
acercó a un oficial para preguntar que sucedía y este le respondió que
regresase a su casa y permaneciese allí.
Los
primeros en percatarse de que algo grave iba a suceder fueron los
moradores de la Colonia de Tránsito, vecina a la estación, el foguista
Cavana y el maquinista Nardelli, quienes advirtieron a sus coterráneos y
se dispusieron a alejar a sus familias del lugar.
Alertados
por un radioaficionado local, los mandos rebeldes enviaron patrullas de
observación hacia ese punto, confirmando la presencia de la importante
unidad de combate.
A
las 08.00 del 18 de septiembre, cuando un Catalina piloteado por el
capitán de corbeta Justiniano Martínez Achaval se aproximó en vuelo
rasante y paralelo a las vías del ferrocarril, con la misión de
confirmar la presencia del enemigo en las inmediaciones de Río Colorado.
Viajaban con él, su copiloto, el teniente de corbeta Jorge Priano; un
radiotelegrafista, un mecánico y tres guardiamarinas, que fueron quienes
detectaron la camioneta militar que se desplazaba a gran velocidad por
el camino contiguo al ramal ferroviario, en dirección norte. Ignorando
que en la misma viajaba el teniente coronel Adolfo Druetta, comandante
de la Agrupación 5 de Montaña, el avión se puso a la par y efectuó
varios disparos de ametralladoras, obligándola a detener su marcha y
enarbolar bandera blanca.
La
aeronave siguió vuelo hacia Río Colorado donde las tropas la vieron
llegar a muy baja altura, obligándolas a dispersarse y arrojarse cuerpo a
tierra para ponerse a cubierto.
El
Catalina lanzó sus bombas e inmediatamente después se elevó varios
metros, iniciando un amplio viraje hacia el noroeste. Sus proyectiles
alcanzaron a una de las formaciones detenidas en la playa de maniobras,
destruyendo sus dos locomotoras, que volcaron envueltas en llamas y dos
vagones que estallaron y comenzaron a incendiarse.
En
su segunda pasada, las cargas de Martínez Achaval dieron en un tercer
vagón, repleto de combustible que, al estallar, desató un incendio de
proporciones que convirtió al lugar en un verdadero infierno. Al pasar
por tercera vez, ametralló el sector de la estación y sus alrededores y
luego se retiró mientras gruesas columnas de humo se elevaban lentamente
hacia el despejado cielo matinal.
Un
suboficial y un soldado muertos fueron los resultados de aquella
primera incursión, además de los daños ocasionados en la estación
ferroviaria y sus alrededores. Un carrier, que en esos momentos se
desplazaba por la calle paralela alas vías, recibió los impactos de
varias esquirlas, una de las cuales dio en la cabeza de un conscripto
que viajaba cubierto por una lona y lo dejó momentáneamente ciego.
Evacuado hacia la Escuela Nº 18 donde la Agrupación había montado su
comando a las órdenes del general Jorge Boucherie, recibió las primeras
atenciones y al cabo de unos minutos, recuperó la visión.
Desde
La Colonia, población vecina, se podían observar las columnas de humo
elevándose al cielo y lo primero que sus moradores pensaron fue en la
suerte de los residentes y en los tanques de petróleo repletos que
aguardaban en las vías. "Si las bombas los alcanzaron, aquello debe ser un desastre", pensaron los más concientes.
Una
hora y media después Río Colorado sufrió un segundo ataque, en esta
ocasión a cargo de dos Beechcraft AT-11 que aparecieron volando a baja
altura para elevarse unos metros antes del objetivo y lanzar, al menos,
ocho bombas que destruyeron varios vagones más y ocasionaron daños en
los edificios de la estación y sus adyacencias. A las 19.30 llegó un
bombardero pesado Avro Lincoln que ocasionó graves pérdidas en equipos y
materiales.
Bombardeo de Río Colorado
(Imagen: montaje para el documental del mismo nombre de la Productora Oveja Negra)
|
Justiniano
Martínez Achaval fue enviado por el comando de la aviación rebelde para
llevar a cabo un nuevo raid sobre el Regimiento 3 de Infantería que
avanzaba por la ruta que une las localidades de Gral. Lamadrid y Cnel.
Pringles. El oficial naval despegó al frente de tres Catalinas y enfiló
directamente hacia el objetivo, seguido por sus escoltas. Tanto el jede
de la escuadrilla como su segundo numeral llevaban sus miras colocadas,
no así el tercero, que antes de lanzar sus bombas, debería estar atento a
las indicaciones y señales que su jefe le hiciera, después de cruzar el
blanco en dos sentidos para determinar la velocidad y dirección del
viento.
Los
pesados aparatos se elevaron lentamente uno tras otro y veinticinco
minutos después, detectaron el blanco. Ni bien lo hicieron, Martíenz
Achaval comunicó por radio que se lanzaba al ataque y enseguida bajó la
nariz para iniciar el descenso. Su copiloto, Guillermo Walter Mackinlay
se hallaba aferrado a los mandos, atento a todos los detalles mientras
desde tierra les empezaban a disparar con furia.
Una
de las trazadoras perforó el fuselaje de Martínez Achaval y pasó
ardiendo entre él y su copiloto, sin alcanzarlos. Un segundo proyectil
dio cerca del tanque de combustible y un tercero perforó en el timón,
sin mayores consecuencias; “Nos miramos a la cara: estábamos vivos”, le
explicaría Martínez Achaval a Isidoro Ruiz Moreno cuatro décadas
después*.
Las
aeronaves llegaron volando lo más cerca posible una de otra y a muy
baja altura, y de esa forma arrojaron sus bombas y alcanzaron el blanco,
provocando serios daños a las unidades del Ejército cuando repelían el
ataque.
Pero entonces ocurrió algo que llenó de furia al jefe de la escuadrilla.
De
manera sorpresiva, antes de llegar al objetivo su piloto efectuó un
viraje, se elevó y se alejó presurosamente, desprendiendo sus bombas
cuando se hallaba a gran altura. La actitud de aquel hombre enfureció a
sus compañeros, especialmente a Martínez Achaval quien, fuera de sí,
lanzó una imprecación.
-¡Cuando lleguemos, a ese lo
mato!
Después
de lanzar sus bombas, Martínez Achaval hizo un pronunciado giro y
seguido por el único escolta que le quedaba, se dirigió de regreso a la
base, donde aterrizó veinticinco minutos después. Una vez en tierra, se
desabrochó el cinturón de seguridad, abandonó la cabina y descendió del
aparato.
Hecho
una furia, le dio una serie de indicaciones a los operarios y casi
enseguida se encaminó hasta el hangar, en espera del desertor. Al llegar
al lugar ordenó al personal técnico que se retirase y esperó.
El
primero en aterrizar fue el avión Nº 2 y cuando el tercer Catalina tocó
pista, Martínez Achaval envió a un mecánico con la orden de que el
piloto se presentase ante él, sin pérdida de tiempo. Según Ruiz Moreno,
Guillermo Mackinlay se quedó junto a él para evitar que cometiera una
locura.
Mientras
el desertor se aproximaba, Mackinlay pidió a Martínez Achaval que se
serenara y que hablara con calma. El oficial le respondió que con un
tipo así no podía mantener ningún diálogo y le puso como ejemplo al
Sargento Cabral, cuyo comportamiento en el campo de batalla había sido
tan diferente.
Cuando el desertor llegó al hangar, Martínez Achaval, lo increpó duramente, mientras Mackinlay lo sujetaba del brazo:
-¡Usted
traicionó mi confianza. Usted traicionó a la Aviación Naval y a toda la Marina
! ¡Mándese a mudar de aquí, desaparezca
de la base inmediatamente. No quiero volver a verle la cara nunca más!5.
El piloto no dijo nada; simplemente se sonrojó y tras permanecer unos segundos allí parado, se retiró en busca de sus pertenencias.
El piloto no dijo nada; simplemente se sonrojó y tras permanecer unos segundos allí parado, se retiró en busca de sus pertenencias.
No
lejos de allí, el Regimiento 3 de Infantería “restregaba sus heridas” y
evaluaba los daños en cercanías de las sierras cuando se produjo un
nuevo ataque.
Su
segundo comandante, el teniente coronel César Arrechea, vio a los North
American desde el interior del camión en el que recorría las
posiciones, acompañado por su ayudante, el sargento primero Roque Arturo
Negro. Viendo venir el peligro, Negro gritó a su superior que se bajara
y corriera en busca de cobertura, pero Arrechea, preocupado por la
suerte de aquel, le dio un fuerte empujón y lo arrojó fuera, en el
preciso momento en que los aviones comenzaban a batir la zona.
Una
vez fuera del camión, Negro y Arrechea se dirigieron velozmente hacia
un grupo de matas con la firme determinación de ponerse a cubierto pero
las ráfagas alcanzaron de lleno al primero, provocándole graves heridas.
Desesperado,
Arrechea lo vio caer y deteniendo su corrida, volvió sobre sus pasos
para socorrer a su subalterno. El suboficial presentaba impactos en todo
el cuerpo y manaba mucha sangre por las heridas cuando Arrechea,
profundamente apesadumbrado, se agachó sobre él y le tomó la cabeza
pidiéndole que resistiera. Todo fue inútil. El valeroso soldado murió en
sus brazos cuando pronunciaba el nombre de su pequeño hijo.
Las
ráfagas de los North American también abatieron a los soldados
Lafarciola y Fermia e hirieron gravemente a otros catorce efectivos,
seis de los cuales eran oficiales y los ocho restantes, conscriptos.
Los aviones descargaron sus bombas de 50 kg alcanzando a varios vehículos del regimiento mientras volaban a baja altura, con total desprecio de sus vidas.
El
ataque fue cruento y efectivo. Las avanzadas del Ejército tuvieron que
desplegarse por el terreno abandonando sus vehículos y piezas de
artillería para evitar ser blanco fácil. Sin embargo, alcanzaron a
responder la agresión con fuego reunido de ametralladoras, fusiles y
pistolas sin causar el más mínimo daño a los cazas.
El
castigo que sufrió el 3 de Infantería en esta nueva oportunidad fue
tremendo. Cuando el coronel Quinteiro que encabezaba el grueso de la
columna, llegó al lugar, se encontró con un cuadro realmente desolador.
Lo
primero que hizo fue asistir a los heridos, ordenando su traslado al
hospital de la cercana localidad de Laprida mientras el grueso del
regimiento marchaba hacia Gral. La Madrid, donde acamparían cerca del
mediodía.
En
aquella localidad, Arrechea intentó adquirir cajones para depositar los
cuerpos de los efectivos muertos pero sus gestiones fueron vanas. Según
su relato, la población les era hostil e hizo lo posible por dificultar
su estadía. Recién en Cnel. Pringles consiguieron féretros, a pesar de
que allí también los sentimientos contra el gobierno eran sumamente
marcados.
El
Regimiento procedió a incautar todo el combustible que pudo pero el
mismo resultó insuficiente, y el tema que comenzó a preocupar seriamente
a sus jefes.
Las
tropas leales acampaban entre Laprida y Pringles y reponían fuerzas
consumiendo su ración cuando un suboficial se acercó a Arrechea para
informarle que en la estación del ferrocarril de la última población
mencionada tenía un llamado del teniente coronel Francisco Tellechea,
oficial del Estado Mayor.
Una
vez al teléfono, Arrechea recibió la orden de abandonar tanques y
camiones en ese punto porque los mismos iban a ser conducidos hasta
Tornquist por un tren que estaba próximo a arribar, y desde ese punto el
Regimiento iniciaría el avance final sobre Puerto Belgrano.
La
directiva sorprendió al oficial porque tratándose de infantería
motorizada, abandonar los vehículos significaba perder capacidad
operativa y quedar a merced de la aviación enemiga, hallándose como se
hallaban, dentro de su radio de acción6.
Arrechea
planteó sus reparos y por esa razón, Tellechea le pasó con su jefe, el
general Francisco Antonio Imaz, a cargo del Estado Mayor. Arrechea hizo
lo mismo, pasando el tubo al coronel Quinteiro, y así se generó entre
ambos, un diálogo agrio y cortante.
-No voy a cumplir la orden -
dijo Quinteiro después de escuchar a Imaz.
-Usted se hace responsable de las consecuencias – respondió aquel.
-Me hago responsable, pero a esa orden no la cumplo.
El general Imaz cortó visiblemente molesto y unas horas después, el Regimiento 3 de Infantería reanudaba la marcha con destino al sur. Su avance fue una verdadera odisea con la Aviación Naval hostigándolo permanentemente con bombas de 50 kilogramos y ráfagas de 20 mm, a lo que solo pudieron oponer fuego de piezas antiaéreas, muy poco efectivo, dada la velocidad de los AT-6.
El general Imaz cortó visiblemente molesto y unas horas después, el Regimiento 3 de Infantería reanudaba la marcha con destino al sur. Su avance fue una verdadera odisea con la Aviación Naval hostigándolo permanentemente con bombas de 50 kilogramos y ráfagas de 20 mm, a lo que solo pudieron oponer fuego de piezas antiaéreas, muy poco efectivo, dada la velocidad de los AT-6.
El
18 de septiembre la Aviación Naval efectuó 264 salidas de combate, sin
contar las misiones de exploración sobre las localidades de Tandil,
Azul, Olavarría, Tres Arroyos, General Pico, San Antonio Oeste, Villa
Iris, Stegmann y Dufaur. Durante las mismas, se detectaron numerosos
vehículos abandonados a la vera de los caminos, la mayoría camiones y
ómnibus empantanados o destruidos por el fuego aéreo y numerosas señales
del avance enemigo.
Semejante
esfuerzo se hizo sentir. Las fuerzas rebeldes comenzaron a experimentar
síntomas de agotamiento, las bombas de 50 kg empezaron a escasear y el
combustible también, echo que el capitán Rial comentó a sus pilotos,
sumamente preocupado. Y no era para menos ya que las tropas peronistas
continuaban su avance a solo 80 kilómetros de las bases.
Comenzaba
a caer la tarde cuando el teniente Hussey, recién llegado de Bahía
Blanca, fue abordado por su par, Juan Vassallo quien le propuso una
salida de exploración en busca de Estivariz y sus hombres. Decididos a
dar con el paradero de sus compañeros, abordaron sus respectivos aviones
y partieron, Hussey acompañado por Jorge Irigoin, sumamente preocupado
por la suerte de su hermano.
Las
aeronaves se dirigieron velozmente hacia Sierra de la Ventana,
sobrevolando el área comprendida entre Tornquist y Saavedra, sin
encontrar ningún rastro. Regresaron a Espora embargados por la angustia
aunque con alguna esperanza todavía de que los aviadores se encontrasen
con vida.
Mientras
tanto, otras patrullas daban cuenta de que el avance gubernamental
comenzaba detenerse, noticia que despertó grandes expectativas en el
alto mando rebelde. Sin embargo, como se dijo anteriormente, sus fuerzas
daban señales de agotamiento y ante la amenaza que representaban los
regimientos enemigos a solo 80 kilómetros del dispositivo de defensa,
los comandantes Perren y Rial pusieron en marcha un plan para evacuar a
las familias del personal militar que vivía allí, a efectos de
preservarlas del inminente ataque. Se elaboró además un ambicioso plan
que consistía en cruzar a la cercana Isla Verde, frente a Bahía Blanca,
para operar desde allí contra el ejército leal en un último esfuerzo por
defender la revolución. A tal efecto, fueron alistados los buques “Ingeniero Iribas”, “Juvenal” y el BDT Nº 14, que aguardaban listos en las radas para poner en marcha la operación.
Las
familias de los militares, abordaron varios ómnibus de la Marina y a
bordo de los mismos se trasladaron hasta el hotel de Bahía Blanca, donde
fueron alojadas. Mientras esto acontecía en ambas bases, el equipo de
demoliciones del teniente de navío Jorge Yódice, voló el paso a nivel de
la ruta que unía Tornquist con Bahía Blanca, a la altura de La Vitícola7
mientras
en Bahía Blanca y Punta Alta se efectuaban detenciones tendientes a
neutralizar actos de sabotaje. Al mismo tiempo, efectivos rendidos del
Regimiento 5 de Infantería que todavía se hallaban en sus cuarteles,
fueron trasladadas hacia Espora y Puerto Belgrano.
Se
aguardaba el ataque peronista de un momento a otro. La incertidumbre
reinaba por todas partes y la angustia comenzaba a hacer mella en el
ánimo de muchos de los protagonistas de esta historia, entre ellos dos
oficiales de más alto rango quienes, para sorpresa de todos, se
presentaron con sus valijas, listos para abordar el primer ómnibus a
Bahía Blanca.
En
tales circunstancias, a las 17.40 de aquel 18 de septiembre, el
comandante de Espora, capitán de navío Jorge Perren, envió al almirante
Rojas el siguiente comunicado: “Base
rodeada por fuerzas superiores. Inicio evacuación mujeres y niños.
Requiero muy urgente regreso ‘9 de Julio’ para cooperar con la defensa”.
Oscurecía
en el sur mientras proseguían los desesperados ataques para detener el
avance de las fuerzas leales que continuaban su avance implacablemente.
Sin embargo, dada la escasez de combustible y municiones, las
incursiones aéreas a hacerse cada vez más espaciadas y menos efectivas.
En una de ellas, el teniente de corbeta Jorge Priano arrojó una bomba
sobre una tropilla de caballos, matándolos a todos. “…le tirábamos a todo lo que se movía” dijo varios días después, al relatar los hechos.
La
noche cayó con la certeza de que a la mañana siguiente los tanques
gubernamentales se presentarían frente a las bases navales y atacarían
por lo que, como última medida, se dispuso descarrilar otra locomotora a
80 kilómetros de Río Colorado.
Cerca
de las 22.00, el general Lonardi se comunicó con Rial para preguntar
cual era la situación en el sur. La respuesta lo dejó sumamente
preocupado pero las palabras que seguidamente pronunció el oficial
naval, le devolvieron algo de esperanza.
-No se rinda mi general. La Marina va a seguir luchando hasta las últimas
consecuencias.
Lo que Rial ignoraba, era que el general Lonardi en ningún momento había pensado capitular.
Imágenes
Cañón de grueso calibre en la Base Comandante Espora (Fotografía: Isidoro Ruiz Moreno, La Revolución del 55, Tomo II) |
Base Aeronaval Comandante Espora. Personal de tierra
monta una bomba en el anclaje de un PBY Catalina (Fotografías: Miguel Ángel Cavallo: Puerto Belgrano. Hora Cero. La Marina se subleva) |
Un PBY Catalina se aproxima a Río Colorado para arrojar sus bombas (Fotografía: Miguel Ángel Cavallo, Puerto Belgrano Horas Cero. La Marina se subleva) |
Vista aérea de Río Colorado |
Una de las bombas ha hecho impacto en un vagón de petróleo
|
Los destrozos en Río Colorado después del
bombardeo de la Aviación Naval (Fotografía: Miguel Ángel Cavallo, Puerto Belgrano Horas Cero. La Marina se subleva) |
Vagones destruidos en Río Colorado (Fotografía: Miguel Ángel Cavallo, Puerto Belgrano Horas Cero. La Marina se subleva) |
Arden vagones de petróleo en Río Colorado (Fotografía: Isidoro Ruiz Moreno, La Revolución del 55, Tomo II) |
Notas
1 Isidoro Ruiz Moreno, op. Cit., p. 236
2 Ídem, p. 237.
3 Rodolfo J. Walsh, "Aquí cerraron sus ojos", Revista
"Leoplan" Nº 532, octubre de 1956, Bs. As. pp. 46 y ss.
4 Ídem.
5 Isidoro Ruiz Moreno, op. cit, p. 240.
6 El radio de acción de la aviación rebelde era de 150
kilómetros en torno a Punta Alta.
7 El equipo estuvo custodiado por una sección de Infantería de Marina a cargo
del teniente de navío Luis Arigotti
Publicado 20th January 2013 por Alberto N. Manfredi (h)